XII

EN LA AMANECIDA verdinegra la sombra del Aril vagaba a la mar. La sostenida furia de las olas, la permanente violencia del viento, la constante densidad de la lluvia, cegaban los rumbos de la nave. Estaba el barco a la capa y setenta millas de alta mar lo separaban de los refugios costeros.

En el puente observaban Paulino Castro y el contramaestre. Habían comunicado con el barco compañero que capeaba lejano. El Uro y su tripulación aguantaban bien las embestidas de las olas, la puja del viento, la estampida de las aguas pluviales desde sus celestes corralizas. En el Uro, los ecos de dolor de Simón Orozco hacían maldecir la distancia de la costa. «¡Qué setenta millas negras!», dijo el patrón de pesca. «¡Qué setenta millas putas!», dijo el hombre del timón.

Simón Orozco no hablaba desde la madrugada, desde la peor mar de la capa. Había entreabierto los labios al vinagre del pañuelo de Macario Martín, había cerrado los labios a las palabras. Antes del gran silencio habló desde el umbral borroso de la agonía. Macario Martín repitió una y otra vez todas las palabras del patrón. Palabras que cruzaron la mar hasta el Uro, que llegaron a muchos barcos de la flota del Gran Sol a la escucha, porque Paulino Castro las había comunicado, avisando la llegada de la muerte.

—Dijo: «Dios, Dios…», y su mano izquierda golpeó la barra de la litera, después cerró el puño de la derecha. Luego dijo: «María, los hijos…» y abrió los ojos y se quedó mirando para la trampilla del puente. Y cuando gritó, gritó fuerte, como al mandar la maniobra siguiendo la faena y dijo: «El mar…» y «ha callado hasta ahora».

Domingo Ventura estaba junto al patrón de pesca con el pañuelo de Macario Martín apretado entre las manos. Juan Ugalde y Venancio Artola miraban a Simón Orozco. En el rancho de popa se conversaba susurradamente.

—Antes de mediodía morirá —dijo Sas.

Ninguno se había echado en las literas. Sas y los dos hermanos Quiroga estaban de pie. Macario Martín, Juan Arenas y Gato Rojo, sentados.

—La capa va a ser larga —dijo Gato Rojo—. Si muere…

Macario Martín apretaba el puño del delito. La rosa de los vientos palidecía y se deformaba.

—Si calmara la mar y se pudiese dar máquina —dijo Macario Martín.

—La capa va a ser larga —repitió Gato Rojo—, aunque quién sabe, aunque quién sabe… —bajó la cabeza, pensativo—. Pero está muy malo.

—No tiene remedio —dijo Sas—, morirá hoy. El señor Simón se está acabando. Hace un rato lo he visto, ha empeorado mucho desde la madrugada, apenas respira y me ha dicho Artola que está orinando sangre, que en la litera…

Macario Martín miró hacia el ojo de buey, cuyo cristal empañado dejaba pasar una luz agria, una indecisa luz de amanecer. Macario habló lentamente:

—A estas horas ya estarán en la mar los sardineros si los tiempos son buenos por el sur…

Joaquín Sas alargó el cuello.

—¿Por qué piensas en los sardineros, Macario?

Macario Martín sonrió.

—¡Qué sé yo!

Los hermanos Quiroga se sentían atraídos por el ojo de buey. Los dos miraban hacia el agujero luminoso.

—Este año la sardina se está dando bien; se están sacando buenos jornales —dijo Sas.

—Sí —afirmó Celso Quiroga—, se puede vivir.

Juan Quiroga movió la cabeza afirmativamente sin separar los ojos del ventanillo.

—Si la pareja la venden por fin —la voz de Macario Martín tenía un trémolo de angustia—, si la venden por fin, éste, seguramente, hubiera sido el último viaje del señor Simón. Ya es un patrón viejo para Gran Sol, lo ha dicho él muchas veces. Los armadores quieren gente joven. Si la venden, el señor Simón puede que hubiera pedido plaza en los bous de la costera, y nosotros, bueno, nosotros, cada uno donde pudiera…

Juan Arenas se rascaba los brazos desnudos y tiznados de las grasas del motor.

—Ésas son cosas que dice Ventura. La pareja, ahora que está rindiendo, sería tonto venderla. No venderán la pareja.

Gato Rojo se sonó las narices con un sucio pañuelo, que guardó entre el pantalón y la camiseta.

—La bajura tiene ahora su comodidad, pero en el invierno tiene sus hambres. Yo no cambiaría el norte por la costa. Puedes ver todos los días a los chavales y a la mujer, eso sí. Los puedes ver, pero si no tienes qué echarles, porque no hay dinero, es peor que no verlos, mucho peor.

Macario Martín volvió la mirada desde el ojo de buey hasta la puerta del rancho. Movió la cabeza de abajo arriba, indicando con la mandíbula hacia delante:

—No sé… el señor Simón se está muriendo… yo preferiría morirme y que me enterraran… Bueno, la cosa es igual… si te mueres te has muerto y lo mismo te da Irlanda, que la mar, que tu tierra, pero yo preferiría que de morirme en la mar fuera allá —indicó de nuevo con la barbilla—. Por lo menos alguna vez…

—¡Qué más da! —dijo Sas.

—Ya, ya… Ya sé que es lo mismo —respondió Macario—, son cosas que se me ocurren ahora.

Las botas de aguas de Juan Quiroga eran las únicas botas de aguas, rojas, en el barco. Su color resaltaba en la penumbra de los bajos del rancho. Juan Quiroga movía los pies nerviosamente.

—Da tanto —dijo.

Celso Quiroga miró a su hermano.

—¿Te acuerdas de las maradas en la bajura? A cinco millas de la costa, a cinco millas de la taberna donde los amigos están bebiendo, a cinco millas de la familia, a cinco millas de la cama, a cinco millas del cementerio…

Juan Quiroga dejó de mover los pies.

—Tanto da —repitió.

—De ahogarse, de reventar, de que la motora se vaya a las rocas… ¿Para qué sirve pescar viendo el campanario de la iglesia? Lo mismo da que te saquen los ojos los cangrejos de aquí que los de allí, lo mismo da que los gusanos…

Joaquín Sas liaba un cigarrillo apoyando la espalda y la cabeza en la litera alta de su lado, para no perder el equilibrio.

—Prefiero morir en la cama —dijo después de humedecer el papel de fumar.

—Tu cama es un catre cualquiera de éstos —Macario Martín sonrió amargamente—. Te mueres en la litera de un barco y, ya ves, somos nosotros los que te tenemos que poner el traje nuevo si te lo has traído, y si no te lo has traído y todas tus camisas están sucias, uno te regala una camisa y en Bantry después de llevarte a la lonja, nos volvemos todos para el barco hablando de ti y nos tomamos para animarnos un par de copas en cualquiera de las tiendas de bebidas. Muy bonito, es muy bonito. Primero uno, después otro, así va la tripulación completa. Da risa pensarlo. Y cada vez que suceda estaremos en un rancho hablando de que nos gustaría morir en un sitio o en otro, que si los cangrejos, que si los gusanos, que si los campanarios, que si la sardina, que si la familia… Buena redada de idiotas estamos hechos.

Macario Martín iba a continuar hablando, pero volvió la cabeza hacia el ojo de buey tras hacer un gesto y chascar la lengua. Juan Quiroga movía de nuevo los pies. Juan Arenas se rascaba los brazos. Gato Rojo se sonó las narices. Joaquín Sas expulsó el humo violentamente y lo contempló en su expansión por la camareta. Celso Quiroga se sobaba el lóbulo de la oreja derecha. Guardaron silencio.

Macario Martín comenzó a hablar muy despacio:

—¿Cuántos habéis conocido que hayan ido a la mar? Fuera de la guerra, en todos los años que llevo navegando nunca he visto a un hombre que lo echaran a la mar. Dicen que se ha hecho muchas veces. Yo no lo he visto. Hemos recogido ahogados y los hemos llevado a la costa. Hemos sacado en las redes muertos de hacía mucho tiempo y los hemos arrastrado para tierra. Yo no he visto echar a nadie a la mar y he visto morir gente en los barcos.

Celso Quiroga dejó de sobarse el lóbulo de la oreja.

—Yo he visto echar a un pescador a la mar. Con una capa larga. Tres días en la litera tieso como un cable. Hubo que echarlo a la mar, aunque nadie quería… Es que olía todo el barco… El patrón mandó que le ataran una plomada a la cintura y lo envolvimos en un trozo de red porque no había otra cosa a mano.

—A los muertos hay que hacerles el ataúd —dijo Gato Rojo—, es como tiene que ser.

Manuel Espina estaba sentado en la escalerilla de las máquinas, con la cabeza cogida entre las manos, entreteniéndose en la contemplación del breve oleaje, producido por los balanceos del barco, en un cubo de gasoil. Manuel Espina estaba ausente de las preocupaciones de los ranchos y el puente; cumplía su guardia sin faena, sus cuatro horas junto al motor, esperando que el tubo acústico lo despertara al trabajo. Manuel Espina movía el cuerpo al compás de las arfadas del Aril; vacío de pensamientos, con la mirada prendida en el oleaje del cubo como un contemplador de las aguas del muelle que descubre reflejos, que calcula impulsos, que mide la mancha de humedad en cemento. Como un contemplador de las aguas del muelle, dejaba correr el tiempo en la hipnosis del líquido, percibiendo el sonido monótono, midiendo la salpicadura, atento al embate.

Junto a la rueda del timón que gobernaba el contramaestre Afá, el patrón de costa hablaba de la mar y de los años pasados. Afá a veces afirmaba con la cabeza, otras aclaraba un supuesto de Paulino Castro con su particular punto de vista.

—El marinero montañés es buen marinero en los mercantes y en la bajura. El marinero gallego es un buen marinero siempre. El marinero montañés no quiere aprender el oficio; cada vez que tiene que hacer algo lo inventa. El marinero gallego se sabe el oficio desde grumete. A vosotros no os gusta que os enseñen. A mí me han enseñado a chicotazos; y a callar. Allí no había quien le dijese que no al patrón o quien protestase. A un chiquillo de barco que protestase lo corrían de popa a proa todos los de la tripulación, y si no cambiaba lo dejaba el patrón en el muelle para que se dedicase a otra cosa.

—Tiene usted razón, los montañeses nos negamos a aprender, nos furia que nos enseñen. Ahí tiene usted al Matao, ése ha dado peores contestaciones en su vida a más patrones que ningún marinero del Cantábrico. Ha hecho lo que le ha dado la gana. Así le ha lucido a él porque el Matao, si hubiera sido formal y hubiese hecho caso, igual estaba ahora de patrón de pesca en una pareja. Ahí lo tiene usted. Si mañana lo echan a puerto no tiene dónde caerse muerto. Creía que siempre iba a ser joven. Pero los montañeses…

Paulino Castro miró a la rueda del timón.

—Átala, José, no es necesario que estés cogido a ella.

El contramaestre obedeció. Apoyó después las dos manos en las cabillas y siguió contemplando el mar de proa. Paulino Castro entró en el cuarto de derrota. Siseó desde la trampilla. Domingo Ventura levantó la cabeza e hizo un ademán con la mano. Venancio Artola se subió a la mesa del rancho. Habló en voz baja con el patrón de costa:

—Se está acabando. Respira muy mal y hay veces que parece que ha dejado de respirar.

Domingo le ha levantado los párpados y no ve.

—Apártate.

Paulino Castro se descolgó al rancho. Gato Rojo bajó a su guardia. Macario Martín avanzó por las pasaderas hasta la cocina.

Juan Ugalde se apartó para dejar sitio al patrón de costa. Paulino Castro se acuclilló junto a la litera de Simón Orozco. Venancio Artola estaba apoyado en la mesa del rancho esperando que a la voz milagrosa, al milagroso contacto, del patrón de costa, Simón Orozco abriera los ojos y pronunciara alguna palabra. Desde la puerta Macario Martín observaba; poco a poco, con miedo de hacer ruido, de molestar al yacente, de importunar a Paulino Castro que tomaba entre sus dedos el débil pulso de Orozco, se acercó a Venancio Artola. Macario hizo un gesto interrogante con la cabeza. Venancio frunció los labios como contestación. Paulino Castro volvió el rostro hacia Domingo Ventura.

—Casi no se le coge el pulso, apenas un débil picoteo muy espaciado.

—En cualquier momento…

Paulino Castro se puso de pie. Domingo Ventura lo imitó.

—Debe tener un gran derrame interior, prácticamente está muerto —dijo el patrón de costa—. Se ha acabado Orozco.

Macario Martín se fue retirando hacia la puerta.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Domingo Ventura…

—Esperar.

—Si la capa continúa…

—Ya se verá.

Simón Orozco hizo un movimiento seguido de una ronca inspiración. Macario Martín se volvió de la puerta. Todos guardaron silencio, contemplándolo.

—¿Ha comunicado con la costa, patrón? —preguntó Macario Martín.

—Es imposible. Lo hemos intentado durante la noche y hasta hace un rato. No se oyen más que ruidos. A los del Uro casi no les entendemos.

Paulino Castro subió a la mesa del rancho.

—Avisadme.

Domingo Ventura movió la cabeza. Paulino Castro se alzó a pulso por la trampilla. Macario Martín desapareció por la puerta de la cocina. Domingo Ventura miró alternativamente a Ugalde y Artola, se encogió de hombros y dijo:

—Ya es inútil todo. Ahora a esperar.

En el puente Paulino Castro comunicaba con el Uro.

—… Está agonizando, agonizando… Veremos de avanzar con un poco más de máquina, vosotros haced lo mismo…

Macario Martín se quedó un largo rato en la cocina, mirando la mar por un ojo de buey. Luego caminó despacio hacia el rancho de popa. Cuando entró Joaquín Sas, le preguntó:

—¿Cómo va?

—Ya está en el fondo.

Joaquín Sas agachó la cabeza. Los hermanos Quiroga se miraron fijamente. Manuel Espina se asió fuertemente de la barra de su litera. Juan Arenas se rascó los brazos. Macario Martín escupió furiosamente en el suelo y pasó su bota por el salivazo. No se oía más que los ruidos de la mar. El silbido del tubo acústico rompió el silencio funeral del barco. Poco después el run del motor acompañaba a los hombres.

A mediodía murió Simón Orozco, cuando los partes de la BBC se oían en el puente como un moscardoneo sin sentido. A mediodía el motor calló. A mediodía el viento norte aumentó su violencia y la lluvia era un muro inabarcable y sonoro. A mediodía el Aril hacía capa a la espera.

Macario Martín se tumbó en su litera. Acababa de llegar del rancho de proa. Pidió vino al contramaestre y bebió largamente.

—Al patrón hay que subirlo a su litera —dijo, pasándose la mano izquierda por los labios—. Hay que subirlo, porque en el rancho no parece bien que esté.

—¿Lo ha dicho el costa?

—El costa no ha dicho nada. Hay que subirlo. No debe estar en el rancho.

El contramaestre consultó con la mirada a Gato Rojo. Dijo el engrasador:

—No sé. Habrá que preguntárselo al costa.

Macario Martín saltó al suelo.

—Siempre estuvo en el puente —dijo—. Debe estar cerca de sus cosas. Cuando haya que sacarlo, debe salir del puente.

El contramaestre tomó un trago de vino.

—¿No será mejor dejarlo donde está?

Macario Martín agitó las manos.

—Tiene que estar en el puente, tiene que estar en el puente.

Macario Martín estaba desazonado. Salió del rancho y caminó hasta la cocina. Desde la entrada al rancho de los marineros miró al patrón de pesca, yerto, con los brazos caídos a lo largo del cuerpo, sujetado por correas. Venancio Artola y Juan Ugalde estaban apoyados en la mesa.

—¿Dónde está Sas? —preguntó Macario Martín.

—Todos los gallegos están en el puente.

Macario Martín subió a la mesa y desapareció por la trampilla. Paulino Castro comunicaba con el Uro. Celso y Juan Quiroga estaban junto al timón. Joaquín Sas observaba la mar desde los ventanillos de estribor. Cuando Paulino Castro acabó de hablar con el Uro, Macario le preguntó:

—Patrón, ¿vamos a dejar al señor Simón en el rancho o lo vamos a subir a su litera? Deberíamos subirlo.

Paulino Castro dijo lentamente:

—¿Para qué quieres que lo subamos? Lo mejor es dejarlo donde está. Esto no puede durar mucho.

Macario Martín cerró su puño izquierdo y apretó la mano derecha contra él.

—El patrón… Bueno, seguramente tiene usted razón… es que yo creí que lo mejor era subirlo… Bueno, tal vez es mejor dejarlo en el rancho…

Macario Martín entró en el cuarto de derrota, miró a la litera de Simón Orozco, después bajó por la trampilla. Paulino Castro hizo un gesto de incomprensión para Macario Martín.

—¿Por qué querrá éste que lo subamos? Ya tenemos bastante encima para… ¿por qué querrá éste…?

Paulino Castro estuvo unos momentos pensando, luego miró hacia la mar por encima de la cabeza de Joaquín Sas y comenzó a hablar en gallego. Los hermanos Quiroga atendían lo que decía el patrón. Sonó la llamada de la radio.

Uro a Aril, Uro a Aril… comunicamos con tierra a través del Escoli a unas cuarenta millas al sur… De tierra a Igueldo…

La voz se hizo confusa y fue sucedida de ruidos. Joaquín Sas dijo a Paulino Castro:

—¿Quién duerme en el rancho?

—No te preocupes que esta noche no dormiremos en ningún sitio.

Macario Martín estaba en la cocina del barco. Contemplaba encima de la mesa la cazuelilla en la que solía subir la comida a Simón Orozco. Decidió guardarla en el armario.

En el rancho de popa José Afá maldecía la marea.

—Estábamos haciendo nevera, por primera vez en este año. Éste iba a ser un viaje de los que se cuentan. Ahora sí que será un viaje de los que se cuentan, pero por mala cosa. Este viaje tiene algo. Ya empezó mal con el asunto de las toberas, después la red enganchada en la hélice, ahora la muerte del señor Simón. Es el viaje de las desgracias. Nunca hemos tenido en esta pareja un viaje tan de proa a popa malo. Y no ha acabado.

Gato Rojo respiraba profundamente, echado en la litera, sujetándose con la mano izquierda a la barra y apoyando codo contra la estampa del guardacalor.

—Si esta capa dura vamos a freírnos todos bien; siempre que no ocurra algo peor y se suelte la red de proa o nos…

—Toma, bebe.

José Afá tendió la botella a Gato Rojo, que bebió un trago.

—Pásasela a Manolo.

Macario Martín estaba en la puerta. Habló:

—Dice el costa que es mejor no moverlo.

—Claro —respondió Afá.

—Creo que debiera estar en su litera.

—Pásale la botella a Macario —dijo Afá a Manuel Espina.

Manuel Espina dejó la botella entre las manos de Macario Martín.

—Bebe —dijo Afá.

Mecánicamente bebió un corto sorbo Macario Martín.

—Trae —dijo Afá.

Macario Martín se apoyó en la barra de la litera de Manuel Espina y subió a la suya. José Afá preguntó:

—¿A cuántas millas estaremos de costa?

—Parece que hemos derivado hacia el sureste —dijo Gato Rojo—. ¡Quién sabe si mañana estamos a vista de la costa!

José Afá colgó la botella de la litera.

—Quien quiera vino ahí lo tiene.

Macario Martín tenía los brazos cruzados bajo su cabeza.

—Pienso —dijo— que debiéramos subir al patrón a su litera.

José Afá lo miró detenidamente. Descolgó la botella y se la ofreció.

—Bebe un trago, Macario.

—No, ahora no.

José Afá bebió largamente, colgó la botella y se puso a mirar entre sus pies. Gato Rojo se volvió hacia la estampa del guardacalor. Manuel Espina saltó de la litera y dijo:

—Voy a ver a Ventura.

Al salir del rancho cerró la puerta.