VIII

PARALELO 53, longitud oeste: Día y noche. La mar, serena; la mar de lo gris a lo negro, del este al oeste. Meridiano 12, latitud norte: Amanecer. La mar, serena; la mar de la vigilia al sueño, de las estrellas del sur a las nieblas del norte.

La masa de niebla reposa azulenca sobre la mar, crece lívida, cierra el cielo ya blanca. Las vanguardias del banco de niebla se deslizan, ruedan, se deshacen, flotan, se ayuntan, muran. Los barcos de Simón Orozco penetran en la niebla. Suenan intermitentemente sus sirenas, casi tactos en la ceguera. La niebla mata los resplandores de los focos, que lucen mortecinos, cercanos y lejanos, fijos y errantes. El palo de proa del Aril es una línea borrosa desde el puente. La proa del Aril está al otro lado del horizonte, abriendo aguas que no se ven, cuyo rumor se escucha, cuya fuerza se siente en el hierro trémulo. El olor y el sabor de la mar se han extinguido en la niebla, que tiene olor y sabor propios; olor ácido y sabor dulce.

Suenan las sirenas intermitentemente. En los intervalos el ruido de las aguas abiertas a proa, el murmullo de las aguas que pasan por la obra muerta, el debatirse a popa de las aguas trenzadas por la hélice, el son del motor, crean una calma amiga que destruye los ululatos de las sirenas.

Se ha doblado la guardia al timón. Los hombres de la guardia —Joaquín Sas y Venancio Artola— se turnan en la rueda, se turnan en los bacalaos con el patrón Paulino Castro. Niebla a babor, niebla a estribor. Se distingue débilmente la sirena del Uro con la sordina de la niebla. Los ruidos lejanos la niebla los apaga, los cercanos —golpes en las amuras, roces en el guardacalor, trabajo en los motores— los acrecienta y precisa. Castro, Sas y Artola observan la masa blanca de la que en cualquier momento puede surgir la sombra del barco que ocasione el naufragio.

Simón Orozco, sentado en el banquillo del puente, fuma y atiende a la radio. El patrón de pesca tiene el rostro sereno, Simón Orozco sabe cómo tiene el rostro, lo sabe como si tuviera un espejo delante. Lo siente en todo su cuerpo, cuando mueve la mano para llevarse el cigarrillo a los labios, cuando estira la pierna cansada de la flexión a la que le obliga el asiento bajo, cuando yergue la cabeza para mirar a Paulino Castro que ha entrado del bacalao de estribor y, antes de coger la rueda, se asoma un instante a babor y pregunta cualquier cosa sin importancia a Sas o a Artola.

Gato Rojo duerme con el instinto del peligro, como en los días de capa: recogido sobre el vientre, en una postura fetal. Macario Martín, sentado en la litera, habla.

—Un hombre al agua sería imposible que se salvase.

—Se han recogido en peores condiciones —afirma el contramaestre Afá.

—Hoy sería imposible: ni se le vería, ni se le oiría. Además, aunque el barco volviese por su rumbo siempre se desviaría algo, lo bastante para que…

—Se han recogido hombres con malos tiempos de invierno, con malos tiempos de irse los barcos a pique como si fueran de cartón.

—La niebla es otra cosa.

—Es cuestión de que el tipo que se cayera no perdiera la serenidad; acabarían recogiéndolo.

—Con una niebla como ésta, ni hablar. Asómate y verás.

Se incorporaron los dos. Macario Martín miró por el ojo de buey de los pies de su cama. El contramaestre le advirtió:

—Quita la cabeza, Macario —hizo una pausa y corroboró—: Sí, hay mucha niebla —se volvió a tumbar—. Así y todo se le podría recoger.

—Cadáver —dijo Macario Martín.

Juan Arenas saltó de la litera y se quitó la camiseta. Luego removió en su saco.

—¿Qué te pasa a ti? —preguntó Macario.

—La humedad. Me pongo ropa de invierno, la humedad se mete en los huesos y los va pudriendo. La niebla te roe los huesos.

Macario Martín se rió a carcajadas.

—La sífilis —dijo—; pero tú, de caprichos, nada. Tú la mujer y basta.

Arenas se estaba vistiendo la camiseta de felpa, mirando a la pared. Se dio la vuelta. Tenía las manos metidas en las mangas, el pecho desnudo y lampiño, blanco por el plexo solar. Una blancura triste y repugnante hasta la cintura del pantalón, donde le comenzaba un vello suave de color castaño.

—En media docena de mareas, el octavo —dijo Arenas.

—Tú no tienes medida —hablo Afá—; un pobre no puede tener muchos hijos, a no ser que los quiera alimentar con cabezas de pescado.

—Con raba como a las sardinas —dijo Macario.

Arenas terminó de ponerse la camiseta y, ayudándose con la palma de la mano, la fue metiendo por el pantalón. Se hurgó cumplidamente en el sexo.

—Déjalo quieto —dijo Macario, riéndose—, o vas a tener hijos hasta con nosotros.

Sonrió Juan Arenas. Afá entornó los párpados.

—Ahora es cuando da el sincio de las mujeres, Macario —afirmó Juan Arenas—. Lo peor es, antes de volver a casa, entrar en puerto. O entrar en puerto a media marea.

—Es como salir de nuevo de casa —intervino Afá—. Peor que salir de nuevo de casa.

Macario Martín bebió de la botella que tenía colgada de la barra de la litera.

—Es muchísimo peor. Y eso que en Bantry algunos se habrán puesto…

—Las mujeres de Bantry como si no existiesen —dijo Afá—. Y para ti, Macario, como si fuesen de otro mundo, porque la borrachera que te agarraste fue mayúscula. De dejarte en el dique para toda la vida. Menos mal que el patrón… Bueno, el patrón porque te distingue. Si hubiera sido otro, lo apea.

Macario Martín movió la mano derecha hacia la botella, pero no llegó a alcanzarla.

—No me hables de eso, José —pidió con amargura—. A veces me vuelvo imbécil y no sé llevar una broma. A veces se me suelta algo aquí dentro —dijo, golpeándose la frente con la palma de la mano derecha— y no sé lo que hago.

Juan Arenas se había tumbado en la litera; tenía los ojos cerrados. Con la imaginación recreaba la figura de su mujer Lucía Pedrosa. Lucía Pedrosa, la Gallega, en el recuerdo, hacía trece años. Borracheras y enfados. Él, bien borracho con los amigos del muelle o del barco, ella en las furias de la postergación, porque una mujer no quiere comprender que un hombre tenga sus camaradas. Hacía trece años que fueron novios y paseaban hasta el Cabo Chico los días buenos de franquía. Volvían al atardecer o de noche. Lucía Pedrosa se escapaba antes de llegar a su casa. Había que casarse. Los hijos. Ella ya no se preocupaba demasiado por las borracheras. El hombre podía tener sus camaradas, pero el dinero de la casa había que entregarlo puntualmente. Desde hacía trece años todo había crecido para él. Las preocupaciones, los raquerillos que llevaban su apellido, los pechos de Lucía, las nalgas de Lucía, la voz de Lucía, que era cada día más firme. Sentía una transformación del deseo en su cuerpo, casi como una hermandad con el cuerpo ausente de Lucía. Bien la había hartado: hijos, borracheras, poco dinero… Las mujeres de los pescadores estaban condenadas. Los hijos eran un fracaso. Soñar con que los hijos dejaran la mar era cerrar los cauces de la vida normal. Las hijas trabajarían en talleres de modistas, en peluquerías, donde fuera, pero volverían al andén del muelle a encontrar hombre, y volverían, y volverían ya casadas, y volverían, con los hijos, a esperar al hombre de Gran Sol, de Terranova, de los barcos de la bajura. Los hijos serían los hombres de Gran Sol, de Terranova, de los barcos de la bajura para otras mujeres. La mar para todos. No quedaba más que la mar para todos. Lucía ya no era un recuerdo, sino un deseo, tacto, voz, respiración…

—… porque cuando uno se casa, Macario, hay que amarrar chicotes —terminó Afá.

—Depende. No se va a estar uno toda la vida echando herrumbre, hay que navegar. Navegar todas las que se pueda, matarlas todas. Ya llegará el momento de amarrar chicotes, de agarrarse al puerto y esperar el desguace. Estaríamos buenos si no.

—Cada uno cuenta su marea y a su modo. Yo pienso como te digo.

—Eso no es pensar, José. Yo te podría contar a ti cosas…

—Tus cosas sólo sirven para ti.

Macario Martín se incorporó en su catre. Dirigió el índice de la mano izquierda hacia Afá.

—Conforme. Pero yo te puedo contar a ti cosas…

—Mira, Macario, tú tienes la izquierda a barlovento y la derecha a sotavento. Yo al revés.

—¿Y qué?

—¿Cómo que y qué? Que tú estás al revés que los demás, lo tienes que reconocer, por eso lo que digas no sirve más que para ti. Tú dices: «Me he casado tres veces y sé más de las mujeres que tú». Tonterías. Tú sabes lo que tienes que saber de las mujeres con las que te has casado. Lo demás, inventos. Sabes eso como yo sé lo mío. De las otras no sabemos nada.

Macario Martín se estiró en la litera y silbó de burlas. Dijo después:

—¡Que te crees tú eso!

Juan Arenas había abierto los ojos y escuchaba. De pronto afirmó:

—Tú siempre quieres tener razón, Macario. Afá está en lo cierto.

La risa de Macario Martín sonaba como el tableteo de una carraca.

—Como tú quieras, almirante. Yo no sé nada —volvió a reírse—. Yo nunca tengo razón —repitió la risa—, sois vosotros los que estáis en lo cierto —hizo muecas—. Como queráis, no sé para qué discuto, no sé para qué pierdo el tiempo.

Macario Martín se dio la vuelta en la litera, cara a la estampa del guardacalor.

—De todo quieres saber más que nadie —estaba diciendo Afá—; si no se te da la razón…

Macario Martín barajaba en el recuerdo los nombres de las mujeres anteriores a Segunda Esteban. Regresaba de servir en la Armada, base Cartagena, año 1925. Treinta y un años menos. La rosa de los rumbos tenía un fuerte color azul. La mano izquierda estaba oficialmente a barlovento, sólo en la clandestinidad de las ranchos, en las tabernas, en los lupanares sotaventeaba. La instrucción necesitaba de la mano derecha. La mano izquierda estaba al vino, a las mujeres, a las peleas. Regresaba de servir en la Armada y tenía un puesto en la motora Libertad. Edurne Yranzo, de Vizcaya, nunca pudo decir que no. Estaba en un rincón de la memoria, callada, difusa, con los hijos Macario, Edurne y Agustín. No acertaba con su figura. Recordaba sus manos; que era rubia, no sabía el tono de su pelo, sólo rubia; con unos ojos mansos y apagados, dormidos en la contemplación de algo que nunca supo; que le llegaba por la nariz. ¿Y qué? No acertaba a reconstruir su imagen con unos datos tan imprecisos; tan imprecisos como los de una ficha. Edurne murió a los cinco años de matrimonio, poco después de la proclamación de la República. Luego mar, mucha mar. Pescador en Gran Sol, pescador en la bajura, por tiempo, pescador en el Trópico de Cáncer en las embarcaciones de Cádiz y en las de Canarias; vuelta a Gran Sol. Los rumbos cruzados iban desfigurando a Edurne hasta que sólo fue quedando de ella el nombre, las manos, el color rubio del pelo —¿qué tono de rubio?—, los ojos mansos, su altura, exactamente hasta la nariz… Y en 1936 no quedaba ya nada. Otra vez la mar con los barcos neutrales, con los barcos enemigos, los cañones, los torpedos, los aviones, los mercantes armados. La retirada del ejército. El embarque en Bilbao de gentes que escapaban, el embarque en Santander con repetición de escenas, el embarque en Gijón, con los mismos cansancios, temores y rostros. Antes ya se había casado. Se había casado por miedo a la soledad, porque hay que tener un cabo en tierra para tirar de él cuando se está muy solo, para amarrar la chalupa un día. Carmen Bombín, mujer de quince días hasta el embarque de Santander. Mala suerte. Fue de noche; se pudo ahogar o pudo embarcar. No la había vuelto a ver. Había sido la noche peor de su vida. Entre los rostros, los cansancios, los temores, había un rostro, un cansancio, un temor, que le pertenecían por entero. No la había vuelto a ver en su vida. No era demasiado joven, ni demasiado guapa. La recordaba perfectamente. Habló siete días antes de casarse con ella. Se casó, salió a la mar. Volvió. Quince días. En total quince días y allí estaba clara en su memoria. Allí estaba, eso era todo. Guerra. Campos de concentración, trabajo en un arsenal. Marcha al frente y al regreso la antigua motora Libertad, ya Virgen del Puerto, esperándole hasta que encontrase puesto en las tripulaciones de altura. Cansancio de la bajura. Pesca de bahía, otra vez Gran Sol y otra guerra que no le importaba demasiado. Una guerra que era para él puro comercio con entradas en los puertos ingleses: Swansea, Cardiff… Botas de aguas por merluzas y por bacalaos, coñac malo a libra la botella, medias, botellas de vino aguado, botellas hasta con sangre de bonito, por medias, por cosas de mujeres. A Segunda Esteban la conoció en la taberna Casablanca. No podía decir más. Se casó por el amarre. Se notaba viejo. Segunda Esteban no importaba demasiado.

—… cuando se necesita viento no hay viento. Se llevaba la niebla para costa…

Gato Rojo se despertó con la hora de su guardia. Rugió en el desperezo. Saltó de la litera y se puso los pantalones. Medio dormido, preguntó:

—Macario, ¿vas a dar malta esta mañana?

—En la cocina la tienes hace un par de horas.

Gato Rojo se fue arrastrando los pies por las pasaderas. Domingo Ventura pasó delante del quicio de la puerta del rancho camino del beque. Afá le llamó:

—¿Sigues con tus rehileras?

Domingo Ventura barbarizó y entró en el beque. Macario Martín, Afá y Arenas lo celebraron con carcajadas.

—Cuando salga me lo dejas a mí —pidió Macario—. A este fato me lo manejo muy bien.

—Ándate con ojo —avisó Afá—, tiene la intención de un marrajo. Que te diga Arenas de lo que se ha enterado.

Juan Arenas protestó:

—No se lo voy a ir diciendo a todo el barco. ¡Cómo eres, José! Te digo que no lo cuentes, y lo dices en cuanto tienes ocasión. No me vayáis a fastidiar a mí por la coña de contarlo.

Macario Martín se había interesado demasiado en el asunto para que desaprovechase la debilidad de Afá.

—¿Qué le ha pasado a ése con Domingo?

—Que te lo cuente él.

Macario Martín se revolvió con las manos en la pelambre.

—Chivatazo de algo —dijo tanteando—, porque Domingo se chiva hasta de su padre con tal de apuntarse algún mérito.

—Peor —respondió Afá—. Mucho peor. Que te lo cuente Arenas que es el interesado.

Urgió Macario Martín:

—Cuéntamelo, Arenas.

Juan Arenas movió la cabeza a un lado y a otro, negándose. Macario insistió. Juan Arenas saltó de la litera y cerró la puerta del rancho. Dijo en voz baja:

—Ése —señaló con el pulgar derecho a sus espaldas, hacia la puerta—, ese hijo de su madre le ha ido con cuentos al armador y al patrón de costa diciéndole que si yo bebía mucho en las guardias, que si estaba la mayoría de la marea borracho…

Sonrió Macario Martín.

—¿Y no es verdad, Juan?

Arenas alzó los brazos sobre su cabeza y empezó un balbuceo de palabras, entrecortado de barbaridades. La sonrisa de Macario Martín seguía fija en sus labios.

—El que sea verdad no quita para que Domingo opere como un…

El contramaestre intervino:

—No es para tomarlo a broma, Macario. Juan ha estado en un tris de que no lo dejasen en el muelle. Eso que ha hecho Ventura no es más que una canallada. A un hombre, con siete hijos, no se le puede hacer una cosa así.

—Desde luego —dijo Macario—, es una canallada de esa mierda de tío. En cuanto desembarquemos ya hablaré yo con el patrón de pesca a ver lo que se puede hacer.

—Ya está resuelto —afirmó Arenas—. Tuve que hacerle hablar a un pariente mío que conoce a los armadores. Le dijeron que no me preocupase. Me dio mala espina.

—¿Por qué?

—Porque no se quejaron ni dijeron nada.

Macario Martín largó su mano izquierda hacia la botella de vino. Bebió y pasó la botella a sus compañeros, en pago de la confidencia.

—A un hombre con siete hijos —dijo, ensimismado, Afá— no se le puede hacer eso. Somos una gentuza.

Macario Martín, sonriente, estaba pronto al chiste.

—¿Hablas por ti?

El contramaestre dio un golpe en el aire con la palma de la mano hacia delante e hizo ruido con la boca. Reclinó la cabeza en el saco de la ropa y fijó la mirada en el ojo de buey. Tras del ojo de buey la niebla hacía resaltar en el cristal los reguerillos de la condensación del vapor de la cámara. El contramaestre Afá pensaba en los hijos de Arenas. Luego pensó en los suyos. Tres chicos. Habían sido cuatro, pero uno murió ahogado en el malecón delante de los ojos de sus hermanos. Él estaba entonces de viaje. Cuando su mujer, Petra Ortiz, se le acercó en el muelle para abrazarle al regreso, se había dado cuenta. No era el abrazo de otras veces, el abrazo que él esperaba y con el que había estado soñando los dos días del viaje de vuelta, el abrazo que hacía decir a Macario: «Bien lo vais a pasar». Desde aquel abrazo Petra estaba distante, la sentía distante, como algo que existía, pero cuya posesión había perdido. Con la distancia se había roto el hilo que los enlazaba en el amor, en la vida, en el recuerdo. Ni en el amor, ni en la vida, ni en el recuerdo iban acompasadamente. Petra Ortiz era forastera en su recuerdo. Años de hambre en la bajura, años de la guerra, de la persecución y el descalabro. Solamente a veces brotaba no se sabía cómo ni por qué la palabra del cauce común. Ocurría muy de tarde en tarde y en seguida se perdía en lo cotidiano. Petra Ortiz era irrecuperable. O, ¿quién sabía si con los años…? José Afá no entendía el distanciamiento, no podía achacarlo a la muerte del hijo, no lograba explicarse la mutación de su mujer. Ya se había resignado. Sabía que su mujer decía que la cogería con más ganas cuando él regresase, pero cuando regresaba los dos se cogían sin ganas, casi cumpliendo un rito de saludo obligado. José Afá pensaba en sus hijos, en sus tres hijos, que él no quería que fueran a la mar, pero que tenían el futuro en la mar.

De las máquinas llegó la voz de Gato Rojo, por encima de los ruidos del motor, flotando sobre la monotonía. Afá dejó de mirar el ojo de buey y saltó de la litera. Salió a las pasaderas y se asomó a las máquinas.

—¿Qué pasa, Carmelo?

—El patrón, que subáis.

—¿Que subamos, quiénes?

—Los dos, Macario y tú.

Afá volvió al rancho y se calzó las botas de aguas.

—Anda, Macario, vamos para arriba.

—Ya estás eligiendo mal.

—No elijo, te eligen. Es el patrón…

Macario Martín tomó la orden con calma. Bebió de su botella y se la pasó a su amigo Afá.

—Luego la llenas de tu garrafa.

—Vaya…

—A ti te sobra vino.

—Bueno, hombre, bueno.

Manuel Espina protestó cuando Macario apoyó los pies en la barra de su litera.

—Salta directo al suelo. No me pases tus asquerosos pinreles por las narices.

Macario Martín mostraba amabilidad y confianza. Se sentó en la litera golpeando con el puño en el cuello de Espina.

—Deja sitio, pejín, deja que me siente. Vete más allá. Anda, hombre, anda.

Manuel Espina y Juan Arenas, cuando Afá y Macario dejaron el rancho, entretuvieron la parla en el comentario del tiempo. Después callaron. Juan Arenas prosiguió la lectura abandonada de una novela del Oeste. Manuel Espina cruzó las manos bajo la cabeza, se acomodó en la litera y silbó tenuemente una melodía popular. Arenas cerró el libro, colocando el dedo índice entre las páginas de la lectura interrumpida, sujetándolo con el pulgar en la cubierta y los tres dedos restantes en la sobrecubierta.

Adoptó una actitud expectante. Sonrió. Luego dijo:

—¿A que sé en qué estás pensando?

—¿En qué? —dijo, distraídamente, Espina.

—En mujeres. ¿A que sí? —su voz tenía un escalofrío erótico.

—No.

—No lo niegues.

—No, ¿por qué tenía que negarlo?

Juan Arenas se apoyó en el codo del brazo izquierdo y se incorporó a medias. Frunció el entrecejo.

—¡Qué sé yo!

—Pues no pensaba en nada. Estaba descansando.

—Creí… Ocurre siempre que se deja un puerto.

—Ya.

—¿A ti no te ocurre?

—Sí… claro, como a los demás.

Juan Arenas se frotó el pecho con las palmas de las manos, estiró los músculos, tensó el cuello y forzó a un alargamiento de máscara las comisuras de los labios. Después se relajó y dijo:

—Quisiera estar con mi mujer.

—Como no venga nadando…

Juan Arenas no había oído, en su ensoñación, más que el rumor de las palabras.

—Me gustaría que mi mujer estuviese aquí —dijo.

—Pues a mí no me gustaría que estuviese la mía. A mí me gustaría estar donde está ella.

Juan Arenas fijó la mirada en el techo del guardacalor, bajó la mirada hasta la puerta, vio pasar a Domingo Ventura, oyó su voz indicando algo a Gato Rojo. Juan Arenas sonrió tristemente.

—¡Qué cosas se le pasan a uno por la cabeza…! —Manuel Espina callaba—. Pero sí que me gustaría que estuviese aquí —guardó silencio; continuó—: Sí que me gustaría.

Manuel Espina se sentó en la litera, saltó al suelo.

—A mí también me gustaría que estuviese aquí… para un rato.

En las cajas de debajo de las literas, Manuel Espina buscó un trozo de pan. Mordisqueó la corteza. Se tumbó en el catre. Jugueteó con los pies descalzos en la rejilla de la barra de la litera.

—Este pan —dijo— es casi como el del Seminario.

—¿No comíais bien?

—¡Bah…! Pasable.

—¿Estuviste mucho tiempo?

—Cinco años. Los de mi tiempo son curas hace… —calculó—, hará casi cuatro años.

—¿Por qué te saliste?

—No me gustaba.

—¿Mujeres?

—No, no pensaba en las mujeres. Era un chiquillo. No pensaba más que en comer y en jugar. No quería estudiar. Nunca he servido para estudiar.

Juan Arenas insistió:

—¿No pensabas en mujeres? Yo, desde chico, cuando íbamos al dique a bañarnos…

—Hasta que fui al servicio no estuve con una mujer.

La risa de Juan Arenas era compasiva y acaso un punto menospreciativa.

—Yo, a los dieciocho años —dijo Arenas y apiñó los dedos de la mano derecha—, así. En los bailes, en la playa, donde fuera, siempre sacaba un plan. Hasta con veraneantas que parecía que vivían a cien millas de uno. Las llevaba al contramuelle. Bueno, qué quieres que te diga.

Le entró un murriazo de recuerdos.

—Había una que venía todos los años con su familia, que luego se casó, según me enteré…

Manuel Espina no escuchaba a su compañero. Pensaba en su mujer, Luisa Santonja. Desde que se había casado con ella tenía bastante. Cuando volviera a casa se bañaría en la cocina, se vestiría el traje nuevo, llevarían al chiquillo donde los abuelos y entrarían en la ciudad. «¿Dónde vamos?». «Vamos al cine». «En el Victoria dan una de las que te gustan». Iría al cine con su mujer. Si había suerte y en el Victoria daban una película policíaca le gustaría que a la salida lloviese un poco, que el viento del norte moviese las ramas de los árboles, que el bar donde entraran a tomarse un café estuviese casi vacío. Le gustaba volver a casa con su mujer cogida del brazo por las calles solitarias hasta el barrio de pescadores. Esa noche dormiría el hijo en casa de los abuelos y ellos…

Los mejores sueños los rompía el primer motorista con su orden de trabajo. Domingo Ventura entró en el rancho y advirtió:

—La maquinilla de los carretes dice Gato Rojo que tiene algo en el eje. Bajad a ayudarle. Yo voy en seguida. Desmontáis el cubridor del eje y me avisáis; no toquéis nada hasta que yo lo vea.

Juan Arenas dejó la novela abierta encima de la litera.

—Vamos, Manolo.

Se oía una poderosa sirena a babor. Simón Orozco salió al espardel. Escrutó en la densidad de la niebla. Paulino Castro llegó silenciosamente hasta él.

—Barco grande —dijo—, de la línea de América.

—Está muy cerca —respondió Simón Orozco.

Roncaba la sirena del barco grande, ululaba la del Aril. Los dos patronos estaban silenciosos. Simón Orozco deshizo el silencio:

—Tira un poco a estribor.

Paulino Castro avanzó unos pasos hacia el bacalao del puente.

—Tira a estribor, Afá.

Simón Orozco tenía fija la mirada en la niebla.

—Está pasando. No se le va a ver, pero sentiremos el surco.

Paulino Castro creyó ver la sombra del barco grande en la niebla.

—Está ahí.

—No.

La sirena del barco grande sonaba a popa.

—Ya ha pasado —dijo Orozco—. Ahora llegará la marejadilla.

El Aril se balanceó en las olas de la estela del barco grande.

—Muchas toneladas —afirmó Paulino Castro.

—Sí, unos cuantos miles de toneladas.

Dejó el espardel Paulino Castro y volvió al puente. La humedad de la niebla había hecho resbaladiza la cubierta del espardel. Simón Orozco se asió a la baranda y miró hacia el cielo. La niebla tenía un suave tono limón. Frotándose las manos entró Simón Orozco en el cuarto de derrota, salió haciendo un cigarrillo y se sentó en el banco junto a la radio.

—¿Hasta cuándo durará esto? —preguntó el contramaestre, que estaba al timón.

—A las doce lo sabremos, nos lo dirá la radio. Creo que van a cambiar los tiempos —contestó el patrón de pesca.

—Mañana, si hay suerte, se podrá echar el arte.

La niebla hacía íntimo y deseable el interior del puente. Paulino Castro conversaba con Simón Orozco. Macario, en el bacalao de estribor, protestó:

—José, sal ya, que me estoy calando hasta el alma.

—Acabo de coger la rueda.

Se oyó refunfuñar a Macario. Paulino Castro dijo a Simón Orozco:

—¿Tú vas a Pasajes o a Elanchove?

—A Pasajes.

—Haremos el viaje juntos.

Afá preguntó confianzudamente, sin volver la cabeza, mirando hacia la proa invisible:

—Señor Simón, ¿no tenía usted la mujer en Elanchove?

—Ya se habrá vuelto a casa. El chico tiene que trabajar, la chica tiene que ir a la escuela.

Simón Orozco se levantó del banquillo y entró en el cuarto de derrota. En la cabecera del catre tenía clavada con chinchetas una fotografía de su mujer y sus hijos. Era una fotografía de fotógrafo de verano. De fotógrafo a salto de feria, a cacha partida de trotar calles; de hombre que cumple más con la sonrisa que con la mercancía; de caballero amigote de limpiabotas, de floristas con celestineo al dorso, de piropín a putillas haciendo el estiaje. Una fotografía de sorpresa en las barandas de La Concha, un domingo por la tarde. A Simón Orozco le gustaba la fotografía porque su mujer tenía una cara extraña que le hacía sonreír tiernamente.

Simón Orozco había colocado aquella pequeña fotografía en lugar de otra en la que su mujer estaba con delantal, el hijo con mono de trabajo y la hija con las carpetas de la escuela bajo el brazo. Era una fotografía más grande, del fotógrafo de Herrera, que llevaba la máquina montada en un trípode, que exponía sus obras de arte a los lados del cajón mágico, que era conocido de toda la vida. Una fotografía en Pasajes, en el atardecer de cualquier día de sol, ya llegadas las sardineras: colgadas de las perchas las redes, formando un oscuro oleaje; tendidas cubriendo los norays, las redes como una enorme cuera de animal de imaginación; amontonadas, con las ristras de bolas de flote, como ojos, las redes, hitos cefalópodos haciendo calle al andén del muelle. Y allí su mujer y sus hijos. Tras su mujer y sus hijos sonreía un pescador, sentado en el suelo, inclinado en la faena de mallar. ¿Sonreía o no sonreía?

Simón Orozco se acercó al catre y el humo del cigarrillo llegó hasta la fotografía, la veló al instante, se dispersó. Paulino Castro avisó:

—Llaman del Uro.

En el rancho de proa de los dos Quiroga —el de la hembra que salió un zorrón, el que la zorreó de cuñado— envidaban a las mujeres, chica el habla, largo el gesto, pronto el farol. Era como un mus de aburrimiento, mano a mano, pasando las cuarenta cartas. Mucho descarte, mucha escama, todo sabido. Sabida la fanfarria, sabida la verdad.

—Sí que estamos haciendo marea —dijo Sas.

Juan Ugalde cosía un roto de su camisa; se pinchó con la aguja.

Casuén

Sas seguía con sus quejas.

—… vamos a echar buen pelo. Ganábamos más a los panchos del muelle…

Venancio Artola encorchaba un cordel nuevo. Apretaba con los dedos pulgar e índice los rizos que se formaban. Proseguía parsimoniosa y diestramente.

—Hay mareas para reventar —dijo Sas.

Venancio Artola levantó la cabeza.

—No hay que apurarse, Joaquín, ya tendremos trabajo hasta cansarnos, ya lo verás.

—Sí… —movió Sas la cabeza dubitativamente; cambió el tema—. ¿Qué te costó? —señaló con la mano la bola del cordel—. ¿Dónde lo compraste? ¿Es bueno?

Venancio Artola montó el labio inferior sobre el superior, se le aniñó la cara.

—Ya se verá… Cuarenta duros… No los he pagado todavía, cuando cobre…

Las manos de Artola apretaron fuertemente la bola de cordel. Joaquín Sas contempló las manos de Artola. Juan Ugalde dejó la aguja atravesada. Los hermanos Quiroga hicieron casi un bisbiseo su conversación.

La esperanza de la paga abría los espacios de la ensoñación. Joaquín Sas pareció llegar de una lejanía y sus palabras empezaron a formar volúmenes reales, creaciones de deseos, marineras descargas del aburrimiento del rancho.

—Cuando yo cobre —dijo Sas—, me vuelo del muelle dos días. Les voy a meter un buen mordisco a las perras…

A rachas, sin contar con los que esperan de la paga, el marinero gasta su dinero en puerto. Es la descarga. En los primeros días de la marea siguiente, en las cotidianas soledades en compañía, nace el arrepentimiento. En otra marea vuelve la racha.

—… solo, no quiero a nadie. Me largo a darle aire a los cuartos… Por la calle de Cajal sabe el contramaestre un sitio…

Ni Juan Ugalde cosía, ni Venancio Artola devanaba; esperaban. Joaquín Sas principió una prolija enumeración de lo que iba a hacer. Los hermanos Quiroga habían dejado de conversar. Joaquín Sas cargaba las palabras de un frenesí que las arrebataba hacia la acción que describía.

—… hasta que los bolsillos me queden bien arranchados…

La desaparición de la paga en la orgía imaginativa acabó con la expectación de Venancio Artola. Juan Ugalde volvió a coser. Parsimoniosamente devanaba Artola y hablaba con una suavidad temerosa, puritana, correctiva.

—¿Y la mujer, Joaquín? No debes gastar lo que no puedes. Aguántate, como los demás. A la familia, el que tiene familia, lo tiene que dar todo…

Recuperaba Sas su gallardía cínica, tras la inmersión en los deseos. Volvía al juego de los ocios del rancho, habilitando abismos de perversión para la ingenuidad de los oyentes, pero perdidos los elementales impulsos que le habían hecho relatar la quema de la paga en una habitación —cuarenta y ocho horas sin salir de la habitación— de la calle de Cajal.

—¡Que mi mujer se arregle como pueda! ¿Acaso sé yo lo que hace cuando estoy en la mar? Si ella se divierte yo tengo derecho a divertirme. Si ella no cuenta conmigo yo no cuento con ella. Estaría gordo que todavía me dejase fregotear los cuernos.

Venancio Artola entraba en los juegos de Joaquín Sas por indignación formularia.

—Yo conocí a uno que decía lo mismo que tú y no era verdad que su mujer le engañara. Cuando se enteró su mujer, le engañó, porque dijo que daba lo mismo si el marido lo decía…

La risa de Joaquín Sas era desbaratada en su sarcasmo.

—Una parábola, ¿eh? Tienes que aprender mucho, Artola; tienes que echar un buen mechón de canas y vivir un poco más.

Venancio Artola se encogió de hombros.

—Yo pienso así, como te he dicho —dijo.

Fingió terror Joaquín Sas. Abalanzó las manos.

—No comiences, por favor. Lo que tú pienses me importa un pijo.

Venancio Artola devanó rápidamente. Juan Ugalde terminó de coser, miró a Sas, habló:

—Él piensa así. Él se va a casar.

Sas abrió los brazos.

—Eso lo sabemos todos —llamó a los Quiroga—. ¿Sabéis que Artola se va a casar? —los Quiroga nada dijeron, nada hicieron; Sas gesticuló—: Pues ya sabéis que Artola se va a casar —miró a Ugalde con calma—. ¿Y qué, me lo quieres decir?

Ugalde movió la boca, arrugó los labios.

—¡Ah!, tiene mucho que aprender —dijo Sas—. Ya irá aprendiendo.

A mediodía Macario Martín golpeó con un cucharón en la sartén grande. Llamó a comer. Apareció en la cocina el contramaestre; Macario seguía golpeando la sartén con un regocijo infantil.

—¿Quieres dejar de hacer ruido? —dijo Afá.

—No.

Afá pasó por el portillo de la cocina a cubierta, fue hacia popa y se sentó en el cubo metálico del pañol. El pantalón de aguas le preservaba de la humedad. Golpeó monótonamente con los talones en la caja del cubo. Estaba a gusto. Era como estar en el muelle, contemplando la mar con niebla, esperando ver aparecer la motora conocida de regreso del trabajo, los hombres silenciosos, el arranque feliz, las primeras sonrisas, la invitación a las copas tras la angustia, luego las palabras: «Se nos echó la manta en el cabildo de Cabo Chico, estuvimos a punto de embicar para playa, ciegos que íbamos con más miedo que…».

Macario Martín salió a cubierta, golpeando la sartén.

—José —gritó—, que te estamos esperando.

El contramaestre bajó del cubo del pañol y fue andando por la cubierta. Junto al portillo estaba Macario, la figura borrosa, dale que dale a la sartén.

—Calla ya.

—A comer.

—No te echo a las aguas con sartén y todo…

—A comer.

Desapareció Macario en la cocina, avisando.

—A Afá no le gusta la música; música, hijos míos.

Juan Ugalde y Venancio Artola golpeaban con sus cucharas en la mesa de la cocina; se divertían. Joaquín Sas estaba de mal talante y nervioso.

—Ya, Macario —dijo—, pon la marmita. Dejaos de chiquilladas.

Macario Martín sonrió a Sas.

—¿No comprendes que es un recibimiento a nuestro traganiños particular don José Afá?

En el puente, mientras Simón Orozco comía, el patrón de costa estaba al timón. En las guardias de los bacalaos, los dos Quiroga. Celso a babor, Juan a estribor. El patrón de costa monologaba:

—… no sé si una taberna, porque no sé si sirvo para tabernero. Hay que tener mucho aguante. No me acostumbraría. Si se muriera mi suegra, desde luego, tendría que seguir con la tienda, pero poner una taberna, partiendo la tienda, no sé, no sé si daría resultado. Los taberneros marchan bien…

Simón Orozco levantaba la cabeza y fijaba la mirada en las espaldas de Paulino Castro. Simón Orozco ordenaba las espinas al norte de la cazuelita.

—… ni a mediodía levanta un poco la niebla… La taberna sería pequeña porque la tienda es ya pequeña, pero mejor, así no tenía gente fija, así los de ronda que son los que dejan el dinero… Cerraría temprano para irme a beber un chiquito con los conocidos. Así no tienes que invitar en tu casa. ¿A ti qué te parece?

El patrón de pesca chupó largamente una espina.

—No sé, la gente de la mar no somos nada en tierra. Ponte en que no acertabas. Las cosas de tierra hace falta haberlas mamado. Tú estás hecho a esto, no sé…

Paulino Castro se rebelaba frente a la fatalidad.

—Hombre, yo creo que para la tierra servimos todos, no vaya a resultar ahora que nosotros somos como los peces y en cuanto se nos saca de las aguas nos morimos.

—Algo de eso hay —respondió Orozco—. El que está hecho a la mar, la tierra le viene pequeña. Ya puede coger el mejor oficio, que si es marinero… Aquí eres tú el que gobiernas, en tierra te gobiernan. Aquí estás solo con el agua y el cielo, y has tenido mucho tiempo para pensar tus cosas, allí no sé… Yo también, si pudiera, me retiraría. La verdad es que tengo ganas de dejar la mar, más ganas que nadie, porque estoy harto y quisiera quedarme en casa, con la mujer, con los hijos… Siempre estoy diciendo que este año es el último, que se acabó para mí la mar…

—Yo lo llevo pensando desde hace muchos años.

—Y yo también…, pero en la tierra no me encuentro a gusto. Cuando andaba sin contrato, en seguida de la guerra, me hubiera embarcado en cualquier cosa, me ardía la tierra; no he sabido nunca estar en tierra y pienso, pienso que es donde debiera estar.

Simón Orozco había terminado de comer; dejó la cazuelita junto a la radio, se levantó del banquillo.

—Dame la rueda, Paulino.

El patrón de costa le dejó el timón a Orozco; avisó a Celso Quiroga.

—Dale una voz a Macario para que me suba la comida; si ya han terminado, bajaos a comer; que suban Sas y Artola.

Gato Rojo había terminado su guardia y había comido. Estaba echado en la litera, tallando un corcho en forma de pez. El calzón caído, la camisa en bolsa, la mirada turbia. Domingo Ventura lo veía hacer.

—¿Para qué es eso?

—Para mi chico pequeño —respondió Gato Rojo—. Le prometí hacerle un pez de corcho.

—Cómprale uno de caucho, le gustará más.

—No.

El motorista cambió la postura, se dejó caer de la pierna derecha.

—Yo a mis chavales les compré la última marea un balón de fútbol, a ver si les entra la afición y un día son jugadores y me retiran de la mar.

Dejó de tallar Gato Rojo, sonrió.

—Siempre pensando en trabajar, Ventura.

El motorista se rió. Tenía una risa idiota, que se le enredaba en los dientes de oro y le hacía arrugar la nariz.

—¡A ver qué vida!

Gato Rojo siguió tallando, Ventura se dejó caer de la pierna izquierda.

—¿Te divierte trabajar, Carmelo?

—Si yo tuviera dinero, no te quiero decir qué plan… Lo pasaría en grande y os iría a esperar al muelle, para invitaros a unas copas.

El pez de corcho reposó sobre la barriga de Gato Rojo, la mano derecha jugó la navaja, la mano izquierda ascendió hasta la cabeza y se posó sobre la pelambre bermeja.

—De vez en cuando nos darías dos reales de limosna, Ventura.

—Os prestaría el dinero que necesitaseis; no soy un roñoso.

—Gracias por adelantado.

La mano izquierda de Gato Rojo descendió hasta el pez de corcho, volvió a tallar.

—Gracias por adelantado, caballero. Mientras tanto, a aguantar.

Los ojos de Domingo Ventura buscaron por el rancho.

—¿Dónde ha dejado las novelas Afá?

—Las ha guardado, creo…

—¿Tú no tienes nada?

—No tengo tiempo de leer.

Domingo Ventura giró la cabeza.

—¿También las ha guardado Espina?

—No lo sé.

Domingo Ventura salió a la pasadera, se asomó a los motores.

—Espina —gritó—, ¿dónde tienes las novelas?

Manuel Espina subió lentamente las escalerillas. Llegó donde estaba Ventura.

—No tengo novelas, se las he llevado todas a los de proa —cambió el tono de voz, preocupándolo—. Las toberas van mal, estoy ayudándole a Arenas, convendría que echases una ojeada.

—Bueno, ahora bajo.

Domingo Ventura volvió las espaldas a Espina y fue hacia su camarote. Manuel Espina bajó a las máquinas.

—Que ahora viene, dice Ventura.

Arenas se frotaba las manos con un cotón.

—¡Que ahora viene! —dijo despreciativamente—. Bajará cuando llegue la avería o cuando ya no tenga nada que hacer.

En el camarote de Domingo Ventura había colgado un calendario con fotografías y refranes de la mar. En la litera superior se mezclaban los aparejos de pesca con las ropas y los alimentos extras del motorista. Domingo intentó poner un poco de orden en el batiburrillo, buscando una novela. Separó los aparejos a la izquierda, los alimentos a la derecha, las ropas las amontonó en la mitad, no encontró la novela y acabó confundiéndolo todo. Salió a las pasaderas y antes de entrar en la cocina llamó a los de máquinas.

—Arenas, que vengo ahora.

Alzó la cabeza Juan Arenas y cuando desapareció la figura del motorista comentó, encogiéndose de hombros:

—Tiene valor… larga trapo y hasta la vuelta.

Manuel Espina tenía el rostro enmascarado de tiznes. Las muecas lo hacían risible.

—Llamaré a Gato Rojo.

—Déjalo tranquilo —dijo Arenas—; si todo se escacharra, que lo arregle Ventura.

Ventura se había hecho sitio en la litera de Venancio Artola y estaba sentado cómodamente, dirigiendo las aventuras de Afá. El contramaestre estaba de pie contando:

—Nos habíamos acercado al barco inglés; tres mil quinientas toneladas. Les habíamos pasado toda la pesca que llevábamos, que no era mucha, porque esto fue al oeste de La Chapelle. Fue grande la cosa, antes de que nos diéramos cuenta ya lo teníamos encima. Yo no sé de dónde salieron. Sonaban los tiros por todos los lados. El patrón comenzó a gritar que todo el mundo al guardacalor. Los aviones alemanes nos daban pasadas sin dejarnos respirar. La mayoría se quería tirar al agua. Los del barco inglés comenzaron a cascarles. Yo no veía nada; estaba echado entre la amura y el portillo de la cocina, esperando que dejaran de tirar para colarme en el guardacalor…

—¿Y por qué no te levantaste y de un salto…? —dijo Ventura.

—Anda éste… De un salto, de un salto, allí no había quien se moviera. Tenía tal miedo que no me atrevía ni a levantar la cabeza; creo que lo único que funcionaba en mi cuerpo eran los oídos. En cuanto dejaron de tirar, ni sé el tiempo que estuvieron tirando, me metí en el rancho y no salí hasta que el patrón bajó a ver lo que nos habíamos llevado. Nos dijo que la chimenea la habían arrancado como quien arranca una berza, que habían entrado los tiros de paseo por el cuarto de derrota, que estaban las estampas de las cubiertas totalmente astilladas. «Asomaos, asomaos y veréis al inglés echar humo».

—¿Y vosotros qué hicisteis? —preguntó Ventura.

—¿Nosotros? ¡Qué vamos a hacer! Nos largamos por si volvían.

—Vaya novela —dijo Ventura—. En tiempo de guerra debían armar los pesqueros…

—Y hacernos a todos oficiales —interrumpió Afá—. Con galones se hunde uno mucho mejor.

Macario Martín había terminado de arranchar la cocina y entró quejándose. El contramaestre le dio una fuerte palmada en las espaldas.

—Cuando toca trabajar, toca trabajar.

—Y los demás de feria, ¿verdad?

—Para eso cobras, Matao; un buen plus por hacernos la comida, más tus gajes.

Macario se bajó las mangas de la camisa y las dejó sin abotonar en los pulsos, cayéndole sobre las manos.

—Está uno bueno.

Domingo Ventura estaba preguntando a los hermanos Quiroga si tenían novelas. La contestación fue negativa.

Era hora de dormir.

Era hora de dormir y Afá y Macario Martín se fueron al rancho de popa seguidos por Domingo Ventura.

—Afá, déjame una novela para la siesta.

—Tienes dos mías que no me has devuelto.

—Se las llevó alguno de tu rancho.

—Ya lo sé, pero el que me tenía que devolver las novelas eras tú.

—Y cómo quieres… Bueno… Ya me pedirás algo… —amenazó—. Te contestaré lo mismo que tú… Siempre hay ocasión de devolver un favor…

Macario Martín sermoneó en broma:

—La venganza no es de cristianos como tú, la venganza es sólo de los que estamos fuera de la ley, hechos unos golfos. Tú tienes que perdonar a José, aunque José te haga toda clase de marranadas, como es su mala costumbre, ¿verdad, José? Pues a perdonar, hijo mío, que es lo tuyo.

En el rancho de proa los dos Quiroga —el del sueño rumiante, el de dormir inquieto— caían de estribor con los ojos cerrados. Juan Ugalde redondeaba el vientre con las primeras respiraciones profundas del sueño. En el rancho de proa se sentía el silencio, se palpaba el silencio, sonaba el silencio, compacto, gelatinoso, triste, de las siestas colectivas: prisión, cuartel, barco.

Manuel Espina había renunciado, con rabia, a ayudar a Arenas si no bajaba Domingo Ventura y Domingo Ventura no bajó a las máquinas. Manuel Espina dormía en su litera. Gato Rojo tenía sobre la taquilla el pez de corcho y la navaja cerrada; dormía. Macario Martín y Afá hablaron un poco, pero en voz baja, respetando el sueño de los compañeros, contra costumbre, y su misma conversación, casi un susurro, era una preparación para dormir. Domingo Ventura tendido en su catre, con los párpados entornados, fijaba los puntillos de los ojos en el candado de su taquilla.

Domingo Ventura abrió los ojos a los recuerdos. Halaba del cordel de los recuerdos, aplomado lejos, en la estela borrada. Candados de los botes en las cadenas de los remos, candados de los almacenes del ejército en la guerra, candados de los almacenes desde los que se distribuía el racionamiento. Candados que habían destripado a lima, a golpes, él y los demás de su banda de la calle de Tetuán, todos hijos de pescadores, todos raqueros del muelle. La vida de entonces… La vida corriendo por las machinas, saltando a las barcas, robando aparejos, robando pescado y yendo a venderlo en un cestillo por las empinadas calles del barrio obrero. Mareas bajas con carreras por el entramado de cemento de los muelles —huida de cangrejos, huida de ratas, el olor pesado casi líquido de la salida de las cloacas—; atraques y desatraques de embarcaciones pequeñas jugando horas y horas, soñando tiempo y tiempo; los baños del antedique… Bucear con una gran piedra entre las manos para andar por el fondo. ¿Quién resiste más? Una perrona de diez céntimos, una perruca de cinco céntimos, bajando, brillando en la transparencia del agua. Los chapuzones, las luchas, la perra en la boca para deslumbrar a los veraneantes que creían que las mordían como los peces, que las recogían a diente de la profundidad. Carreras y carreras y carreras, entrando, saliendo en la multitud paseante. Carreras de la guerra: bombardeos, refugios, sirenas. Los almacenes, con sus ventanas guardadas con clavos y tela metálica. El que era como una anchoa se colaba, el que era como un pilote ayudaba hasta la ventana, los demás distribuidos para dar la señal. Dar la señal. Se daba la señal y nuevas carreras en la oscuridad hasta una farola previamente destinada a la cita. ¿A quién han cogido? ¿Qué habéis mangado? La posguerra, los primeros embarques serios. La bajura. Aprendiendo cosas de motores. Exámenes. Viajes a Gran Sol. La armada. La vuelta y Begoña María. Los hijos serían como él. Toda la infancia entre carreras, toda la infancia entre la mar y el muelle, más cerca que nadie de las aguas por los entramados de la línea de atraque, con huida de cangrejos, de ratas, con el olor que se decía de cagalera de las beatas. Domingo Ventura se sentía atraído por el candado, hizo un gran esfuerzo para levantarse, desistió… Luego, suavemente, arrastrándose por la estrechez de la litera, encogiendo las piernas, incorporando el tronco, alcanzó con las manos el candado. Del bolsillo de la camisa sacó una diminuta llave y lo abrió. Después abrió la taquilla. La taquilla estaba vacía. Los bienes de Domingo Ventura estaban en la litera superior amontonados, revueltos, confundidos. Domingo Ventura se tendió en su catre y se arrastró hasta encontrar una posición cómoda. Cerró los ojos.

La niebla amarilleaba al norte. La sirena del Uro sonaba cercana. Castro movió la rueda a estribor. La rosa osciló en el mortero. Artola desde babor comunicó la cercanía del barco compañero.

El patrón de costa hizo sonar largamente la sirena. La sombra azulada del Uro se esfuminó en la niebla amarilla. La niebla, al norte, amarilla de concha vieja, pasaba a los tonos del nácar, hasta agriarse hacia el sur en piedra impenetrable. Paulino Castro veía la proa del Aril cabeceando suavemente en la andada.

—Se acaba el banco.

Simón Orozco agitó la mano derecha en el humo de su cigarrillo.

—Sin viento queda aún tiempo. Va levantando y con un poco de viento estaríamos a cielo despejado.

Sas y Artola no eran necesarios. El patrón de costa permitió:

—Podéis bajar.

Sas cruzó el puente hasta babor. Miró a Orozco, que tenía la cabeza baja, consultó luego al patrón de costa:

—¿Van a echar un lance?

—No queda tiempo. Tras la niebla, en una hora, tenemos la noche encima.

Dudó Sas antes de salir al bacalao de babor. Deseaba conversar con el patrón.

—Debemos estar ya muy al norte.

—Algo hemos subido. Sin tomar la situación no se puede decir…

—Lo menos estamos frente a la bahía de Galway.

—Por ahí o más arriba.

—Mañana, si hay buenos tiempos, lanzamos y luego para el sur.

—¡Quién sabe! ¿Tienes mucha prisa de volver a casa?

—No, patrón. Lo digo porque nunca hemos subido tan al norte.

—Hasta los osos blancos esta vez, Sas.

Joaquín Sas sonrió tímidamente.

Dijo:

—Cuando fuimos al bacalao a Terranova con la pareja estuvimos en un banco de niebla cinco días sin pescar. Tras la niebla dicen que se pesca mucho.

—Eso dicen.

El patrón de costa no tenía intención de continuar la conversación con el marinero Joaquín Sas. Se hizo un silencio entre los dos. Sas esperó inútilmente que Castro dijera algo. Cuando habló no era para él.

—Simón —dijo Castro—, se está levantando viento.

Simón Orozco alzó la cabeza y se puso en pie. Sas miró hacia proa. Habló:

—Parece, patrón…

Los dos patrones estaban atentos al golpe de viento.

—Noroeste —afirmó Orozco—; malo, nos echará niebla; cerrará otra vez.

Paulino Castro movió afirmativamente la cabeza. El marinero Joaquín Sas quiso intervenir:

—Señor Simón, ese viento no es fijo.

—Ya.

Se retiró lentamente Joaquín Sas.

En el espardel estuvo un rato contemplando la niebla. Después bajó a la cubierta.

Al atardecer el viento roló al norte. Al atardecer la niebla se rasgaba en vedijas oscuras y doradas. Al atardecer los barcos fueron emergiendo de la soledad limbática del banco y avanzando sobre un mar de olas apalomadas, bajo un cielo verdoso y vacío.

—Mañana, contando con el viento norte, buen día para arrastre —dijo Orozco—. Esta noche descansamos, esta noche al garete.

El patrón de costa pidió a los ranchos un hombre para el timón, ordenó que cesara el ululo de la sirena.

—A ver si hace marea —comentó Paulino Castro.

Iban apareciendo las primeras estrellas del norte. Simón Orozco hablaba por radio con el patrón de pesca del Uro. Paulino Castro se sentía solo. Miraba la proa, la mar, el cielo, las estrellas. Pensó que alguna vez tendría que dejar la mar, que no sentiría, si la dejaba, una calma como en la que estaba integrado, que jamás sería compensado tan sencillamente como lo era en aquellos momentos no sabía por qué ni siquiera cómo. Mar, cielo, los barcos… Arriba, las estrellas. El viento a suaves ráfagas. Pensó que no podía quedarse en puerto, que no podría ir de visitante al muelle para ver partir las embarcaciones al Gran Sol, que la alegría de las llegadas a él le entristecía. Pensó que era un sueño, ni bueno ni malo, solamente un sueño, que en la realidad no se cumpliría, la taberna y el ultramarinos. Sus deseos de comodidad eran cenitales desde la mar, crepusculares en tierra. La tierra le cansaba. Estaría en la mar hasta que no pudiera sostener el rumbo en la rueda, hasta que no pudiera agarrar las cabillas, hasta que las piernas le fallaran y se fuera en los balances contra los costados ya mal estibado el corazón.

Simón Orozco terminó de hablar con el patrón del Uro, dijo a Paulino:

—Pide suerte para mañana.

—¿Suerte en la mar? ¿Qué suerte va a haber aquí?

La costumbre era superior al sentimiento. Paulino Castro se quejó del oficio con la salmodia cotidiana. Simón Orozco fumaba mirando a la mar. Las luces de los barcos ya estaban encendidas.

El Uro y el Aril navegaban hacia el norte.