XI

VIENTO FUERTE DE POPA; viento largo del norte. Arrastraban hacia el sur los barcos de Simón Orozco. Tras la tormenta de la mañana nubes de temporal cubrían el cielo. La lluvia parsimoniosa, espadada, oscureciente, tapaba los horizontes extremos de la mar. Después de la virada del mediodía los hombres de la tripulación del Aril habían vuelto a sus ranchos. En el Uro se trabajaba en la cubierta preparando el pescado del último copo.

En el puente del Aril Simón Orozco —la mirada a los petreles rasando las olas, la mirada a la negrura del barco compañero partiendo las espumas, espumado de pájaros— tenía la melancolía de la contemplación de lo acostumbrado. La melancolía que invade en la soledad del puente al hombre del timón. Melancolía de los objetos cuyo brillo se conoce, cuyo tacto se sabe: rosa de los vientos, casco de bitácora, rueda de sobadas cabillas… Melancolía del paisaje fijo desde siempre en la memoria: vacía mar verdegris a proa, mar pizarrosa a estribor, mar de los vuelos de los petreles hasta la mancha oscura del barco de pareja, que tiene sobre sí motas blancas trazando figuras de calidoscopio; vuelos de fardelas, arrendotes, ligareñas, enjambrados en la silueta confusa.

Arfaban los barcos. Las aguas batían por proa a popa, dejaban en la cubierta un musgo de espuma y golpeaban las puertas de trancanil saliendo a bocanadas. En el Aril un hombre corría hacia proa con dificultad, asiéndose de la barra del guardacalor. Junto al palo de popa esperó el golpe de una ola. Sintió que el agua le llegaba por las rodillas, que había penetrado en sus botas. Abrió el pañol del guardacalor y volvió a correr por la cubierta.

El contramaestre Afá, cuando entró en el rancho, se descalzó y vertió el agua de sus botas como en un juego de niños, adelgazando los chorritos para que el entretenimiento durase algunos segundos más. Macario Martín, bocabajo, contemplaba los dos reguerillos por el suelo, corriendo hasta un montón de basura donde formaron un charco pequeño que luego fue absorbido.

—Elige y pásame una —dijo Macario Martín.

—No, me he mojado, Macario; el que quiera peces…

—Venga, José…

—Ni hablar, no dejo novelas, he tenido que ir por ellas. Allí hay otras dos o tres; vete tú. Eres un comodón.

Macario Martín se dio la vuelta en su litera y pasó los brazos bajo la cabeza.

—Estás hecho un idiota.

José Afá se secaba los pies con la manta de algodón recogida junto al cabezal. En el rancho hacía frío y la estratificación de la pereza, por literas, era igual a la del humo del tabaco. Gato Rojo no gozaba del ocio porque su obsesión de trabajo le acuciaba. Gato Rojo tenía que arreglar una vieja cazuela de los dominios de Macario Martín. Había sido el mismo Macario el que detuvo los impulsos laborales de Gato Rojo: «No hay prisa, descansa un buen rato y si luego te da tiempo lo haces; no te preocupes, porque ahora no la necesito».

Juan Arenas gorgoriteaba sentado en la escalerilla de subida a las pasaderas. En el escalón inmediato al que tenía puesto los pies caían gotas de agua de la escotilla abierta. El agua corría como azogue por los escalones manchados de gasoil, llegaba hasta el pantoque y allí se perdía hacia los canalillos de escapes. Juan Arenas gorgoriteaba soñador de damas de cabarets, de noches con dinero, buen traje y veinte años menos.

En el rancho de proa Venancio Artola tomaba conciencia vascongada ante el horror económico y moral que explicaban las palabras de Sas.

—Cuarenta duros, pero es de cine.

Venancio Artola prefería la contemplación cinematográfica desde anfiteatro segundo, por cuatro pesetas, que aquel despilfarro de la casa pública.

—Cuarenta duros —dijo Artola— son muchos días de mar. Eso es para millonarios.

Sas estaba de vuelta del valor del dinero, a veces le entraba una idea golfa de tirarlo todo a barlovento en vino y en mujeres. Sabía que el viento tiene su rumbo y que la juerga de veinticuatro horas le iba a dejar vacío y amargura, que volvería a la mar y no contaría las hazañas del tiempo franco hasta pasados unos días, cuando el arrepentimiento fuera ya garra muerta y solamente se anudase el recuerdo en la línea de los días. El recuerdo que era ya como un timbre de virilidad, aunque había sido arrepentimiento y desvalimiento primero. Pero Joaquín Sas no tenía remedio y sus días estaban contados entre nudo y nudo de pagas estrelladas en noches de juergas.

Los hermanos Quiroga y Juan Ugalde se quejaban de la sacada de la tarde con la mar creciendo.

—Viento rolando y amolando —dijo Juan Quiroga—, viento para irse ciscando.

Celso Quiroga, posando la uña a su prominente nuez, entornaba los párpados pensativo. Juan Ugalde rompía el augurio de los malos tiempos esperados, refraneando.

—Norte, noble. Sur, albur. Este y oeste, la peste. Si a noreste el norte, al noble el patrón reste. Si a noroeste, en mar de playa, la caña no preste. Al norte, al sur, al este y al oeste, Jesús a la proa, la Virgen al puente, san José a la popa. Yo creo que nunca se sabe si van a ser malos o peores.

—Malos o peores —repitió Juan Quiroga.

—El trabajo nunca es bueno tampoco.

Celso Quiroga contempló su larga uña pulgar de la mano derecha, la afiló entre dientes y volvió a pasarla por la rotunda nuez. Habló:

—Si los tiempos empeoran, como parece, el patrón dará la virada y después para el sur, ya llevamos bastantes días. No vamos a esperar a que mejore, porque el que mejore sería una casualidad. Aquí no mejora la mar más que por casualidad, tres veces al año y da las gracias.

Aumentó la fuerza del viento pasada la media tarde. Grandes olas se abrían en horizonte por la mar de popa. Afá y Macario Martín salieron a amarrar el arte de la estampa de popa. Los trajes de aguas verdeaban y amarilleaban, casi fosfóricos, en la tarde oscura. Los rostros de Afá y de Macario se habían transformado con la lluvia, con las salpicaduras de las olas, con la fatiga de la faena, en unas manchas grises y difuminadas que, en algunos instantes, tenían surcos, cortes, prominencias de carátulas. Afá y Macario corrieron agachados por la cubierta hasta el portillo de la cocina, Afá se secó la cara con un trozo de arpillera. Dijo:

—Que dé pronto la virada el patrón porque esto…

—Esto…

Se quitaron los grandes chaquetones.

—Esto… —dijo Macario Martín—. Va a haber que atarse a las literas.

Afá cerró el portillo después que un golpe de agua entró y anegó la cocina. El barco se movía violentamente, saltando a un lado y a otro como un animal furioso encadenado. Gemía la boza recorriendo las aletas de popa, de estribor a babor. Temblaba el guardacalor inseguro en su afianzamiento ante la fuerza de la mar.

—Tendrá que virar si no quiere que nos quedemos sin el arte.

—Hay que halar pronto de la red —confirmó Macario—; no están las aguas para seguir arrastrando.

Simón Orozco salió al bacalao del puente. Pocos minutos después se oyó la voz de virada, dada por Manuel Espina.

Los hombres aguantaban la mar malamente en la cubierta. Paulino Castro estaba a la rueda. Simón Orozco animaba en la prisa desde el bacalao.

—Adujar como podáis. No os preocupéis. Avante.

Por las espaldas sentía Celso Quiroga correrle el sudor y el agua, que le entraba por el cuello del traje. Los barcos iban convergiendo. Pasaron la punta de la red desde el Uro, que se apartó y, ya libre, cogió mar y tuvieron ritmo sus balances. El copo saltó, inmenso, sobre la mar, como una hoguera blanca en la negrura de la tarde.

—Preparados —gritó Simón.

Comenzaron a sacar la red, que flameaba pesadamente con el viento. El copo tiraba y hacía escorar la embarcación.

—¿Salabardeamos, patrón? —preguntó Afá.

—No está la mar para meter el salabardo. Hay que sacar el copo entero.

—Lleva mucha pesca.

—Se va a abrir.

—No importa. Sacad el copo. No está la mar para salabardear. Venga, venga…

Afá hizo una señal a Celso Quiroga que tenía la palanca de los carretes a la mano. La red, negra y densa, se alzó como una ola sobre las cabezas de los pescadores; cayó sobre cubierta. El copo golpeaba contra el casco del Aril. Macario Martín abrazó la red con un cabo, que engarfió. Bajó la mano Afá y otra vez se alzó la red sobre cubierta y otra vez cayó pesada y ciegamente.

—Dos golpes más y está fuera. Ánimo —gritó Simón Orozco.

Macario Martín repitió la operación de estrechar la red con un cabo. Afá se había apartado. Venancio Artola y Juan Ugalde desprendían el pescado enmallado y amontonaban el arte sobre la amura de babor.

—Cuando se ice el copo, atáis el arte, no se lo lleve el agua con el creciente de la mar —advirtió el patrón de pesca.

El copo traía mucha pesca. El primer intento de izarlo a cubierta falló. Pegó en la amura y después volvió a las aguas. Simón Orozco golpeó con las dos manos en el hierro del guardacalor.

—Dios, Dios, Dios…

El cable se tensó hasta la vibración, dando un quejido irritante y el copo rozando los costados del barco se fue alzando sobre la mar.

—Basta —ordenó Simón Orozco.

Saltó el agua al descender la red con la gran masa de pescado. El patrón de pesca bajó a la cubierta.

—Afá, Sas, Venancio, empujad con los gamos hasta que se pare un poco.

Paulino Castro estaba asomado a la ventana del puente.

—Da marcha atrás cuando baje el brazo —dijo Simón Orozco.

Empujaron con los bicheros el copo sin lograr separarlo del casco de la embarcación. De pronto un golpe de agua lo separó.

—Ahora —ordenó Simón Orozco.

Fue levantado el copo de las aguas, penduleó sobre la mar chorreante, lloviendo pequeños pescados. El copo era una breve nube negra de plateadas entrañas entrevistas.

—Arriba.

La voz de Simón Orozco era perentoria.

Crujieron las poleas, el cable, la red. Distintos crujidos en un tono agudo.

—Arriba, arriba —repitió el patrón de pesca.

Simón Orozco miraba a lo alto del palo de proa.

—¡Cuidado! —gritó.

Saltó sobre la tapa de regala y se asió a las mallas intentando atraer la gran masa que amenazaba en su caída a Macario Martín. Las poleas, el cable y la red crujieron y hubo como un rechinamiento sostenido y luego una fracción de segundo de silencio total e inmediatamente un golpe largo y sordo. El copo se había derrumbado sobre cubierta arrastrando a Orozco, aprisionándolo, caído, contra la amura. Macario Martín, abrazado al palo mayor, miraba a sus espaldas.

El patrón de pesca tenía las manos apoyadas en la tapa de regala, crispadas en el esfuerzo de querer emerger de la masa que casi lo cubría. Simón Orozco tenía el rostro vuelto hacia la mar.

Afá saltó sobre la red.

Atónitos, los compañeros contemplaban al contramaestre junto al patrón de pesca.

Afá se arrodilló sobre la red.

El contramaestre quiso en un abrazo desesperado arrancar al patrón de pesca de las inundaciones de la muerte.

Joaquín Sas saltó sobre la red.

Sas abría con su cuchillo la red repleta, la red como un fruto de la mar.

Macario Martín saltó sobre la red.

Se quebrantó el silencio con ruidos y expresiones inarticulados —fatiga, angustia, miedo— y el mar, batiendo las amuras, alcanzó las manos del patrón de pesca, sin fuerza de repente, serenas de improviso. Los cuchillos abrieron el copo en torno a Simón Orozco y, a brazadas, frenéticamente, Afá, Sas y Macario sacaron el pescado arrojándolo en un círculo que fue creciendo, mientras el arte se vaciaba. Simón Orozco volvió la cabeza y en la turbiedad de su mirada se mezclaron los rostros de los compañeros, las botas de los compañeros en un paisaje confuso de fauces, ojos desorbitados, hermosos cuerpos de las grandes merluzas y los grandes bacalaos.

Cuando ya estaba al timón Celso Quiroga, Paulino Castro saltó sobre la red.

Simón Orozco se derrumbó en el vacío del arte, resbalando sus manos por la tapa de regala, incapaces de sostenerlo en el abismo.

En el rancho de proa, en la litera de Venancio Artola, echaron a Simón Orozco. Respiraba débilmente. Macario Martín tenía un pañuelo empapado de vinagre en la mano del delito. Con él frotaba suavemente el cuello y el pecho de su patrón, Simón Orozco. Paulino Castro hablaba en voz baja con el contramaestre.

—Está reventado. Hay que llevarlo a puerto.

—No durará.

—Hay que llevarlo a puerto. La mar está empeorando y hay que alcanzar costa en cuanto se pueda.

—¿A qué distancia estamos de costa?

—Cien o ciento diez millas.

—Ni a la madrugada. Habrá muerto.

Venancio Artola estaba quitándole a Simón Orozco los borceguíes cuando éste abrió los ojos. Dijo con esfuerzo:

—¿Qué haces, hijo?

—Las botas, patrón.

—Déjalas. Las voy a necesitar. Déjalas.

Un oscuro gesto de dolor invadió el rostro del patrón de pesca.

—Ánimo, señor Simón —dijo Macario Martín—. Vamos para costa.

Simón Orozco abrió los ojos y los volvió a cerrar.

Paulino Castro ordenó al contramaestre:

—Quedaos solamente tres, que los demás se vayan a popa, para que pueda respirar… Subo al puente. Hay que avisar al Uro.

Al salir, Paulino Castro dijo al motorista y a los tres engrasadores, que estaban junto a la puerta de la cocina:

—Está reventado. No va a tener remedio. Lo ha aplastado contra la amura. Debe de tener rotos todos los huesos… —cambió el tono de la voz—. Uno a máquinas, que tiramos para costa.

Cuando puso el pie en cubierta estaba muy cercano el Uro con toda la tripulación de proa a popa, expectante. Llegó al puente y marcó en el telégrafo: Avante. Toda. Dio el rumbo a Celso Quiroga y comunicó con el barco compañero. Poco después el Uro y el Aril proaban hacia Irlanda.

Sas, Artola y Ugalde habían recibido orden de atar los cortes del copo como se pudiese, para salvar el pescado de la gran redada y afianzar el arte con cabos al palo de proa, a los carretes y a los abitones. Ugalde abandonó un momento la cubierta para pedir ayuda. Entró en el rancho de proa y se acercó al contramaestre.

—Macario, sal a ayudarles —dijo Afá—, y que vaya contigo el que esté libre de los engrasadores.

Macario Martín entregó el pañuelo empapado en vinagre a su amigo Afá.

—Pásaselo por la boca, frótale en el cuello bajo la barbilla. Le calmará, José.

Simón Orozco no llegó a abrir del todo los ojos. Habló con esfuerzo:

—Macario, ven, di a Paulino que no se deje llevar la redada, que aunque la mar empeore no se la deje llevar… Echadle unas cadenas del pañol de popa.

Macario Martín movió la cabeza afirmativamente sin responder de palabra.

—¿Me has oído, Macario? —preguntó Simón Orozco.

—Sí, patrón.

—Afá —llamó el patrón de pesca—, Afá, ¿vamos para costa?

—Sí, señor Simón.

—El cable… Los accidentes ocurren por nuestra culpa, pero el cable ese debiera haber resistido. Dilo al inspector.

—Sí, patrón.

Simón Orozco abrió los ojos.

—Ponme un cabezal más y déjame el pañuelo del vinagre.

José Afá obedeció al patrón de pesca.

—¿Qué tal, señor Simón? —preguntó.

—Mal, José, Gran Sol se ha acabado.

El barco bandeó fuertemente y Simón Orozco se quejó con un grito desgarrado.

—Sujetadme con lo que haya, José. Llama a Paulino.

José Afá se volvió hacia Juan Quiroga.

—Busca unas correas. Busca cuerda y avisa al costa.

Juan Quiroga salió del rancho de proa.

—Entra, Ventura —dijo Afá—, que vas a sostener al señor Simón cuando vuelva Juan.

Manuel Espina y Gato Rojo observaban desde la puerta.

Estaban encendidas las luces de los barcos. Crecía el temporal: altas olas y fuerte lluvia, acompañadas de un viento violento, que pechaba contra las naves. En la cubierta apenas se podía estar. El agua arrastraba pescados hasta popa, los volvía a proa. Los golpes de las puertas de trancanil se sucedían sin ritmo, a veces rápidamente, a veces con silencios, en una calmilla entre olas, que centraba la pesca arrebatada entre los imbornales y las puertas, hasta que un golpe de agua la arrebataba a la mar o la arrastraba de proa a popa, de popa a proa. Toboganes oscuros, remolinos de plata envolvían al Aril. Macario Martín rodó por la cubierta.

Paulino Castro se asomó a una de las ventanas del puente.

—¿Está eso? —gritó—. ¿Está eso? —repitió.

Joaquín Sas aspó los brazos.

—Fuera —gritó el patrón de costa—. Fuera ya.

Los hombres se retiraron de la cubierta. Macario Martín cerró el portillo de la cocina. Comentó con Sas:

—Esta noche acaba con el señor Simón.

—El viejo es muy fuerte.

—Esta mar lo volverá loco. Sufrirá mucho.

—Tiene mucho valor el patrón, es mucho hombre el patrón.

—Ya lo sé, pero la mar…

Gato Rojo preparaba las correas que había encontrado Juan Quiroga. La trampilla del techo del rancho de proa se abrió. Bajó Paulino Castro. El patrón de costa, al acuclillarse junto a la litera de Simón Orozco, dijo:

—Simón, ¿oyes?, vamos a Irlanda, pero la mar aumenta, no sé si nos salvaremos de hacer capa. ¿Me oyes?

El patrón de pesca abrió los ojos.

—Te oigo, Paulino.

—¿Cómo te encuentras?

—Esto se acaba. Atadme y hacer capa si es necesario. Cuida el barco, Paulino.

Paulino Castro alzó la cabeza e hizo una señal a Afá. Le pasaron las correas desde las manos de Gato Rojo. Simón miró al patrón de costa.

—Por el pecho no, Paulino. Atadme de las piernas, atadme de la cintura. Poned algo contra el guardacalor, por si me voy contra él.

El patrón de pesca cerró los ojos. Ventura y Afá levantaron a Simón Orozco. Los labios de Simón Orozco se afilaron en una línea lívida, mientras el rostro se le oscurecía.

—De prisa —apremió Paulino Castro.

Una voz estertorosa abrió los apretados labios del patrón de pesca, agotó las fuerzas de dolor que la produjeron y cayó, como si de un pájaro muerto se tratase, sobre los mismos labios, sonido o ala desmayados. Afá retiró lentamente sus manos del cuerpo de Simón Orozco. Paulino Castro y Domingo Ventura lo ataban a la breve barandilla de la litera y a las barras de sostén. Luego fueron rellenando el breve hueco entre el cuerpo y el guardacalor de ropa limpia y cabezales.

El barco saltaba entre las olas. El patrón de costa ordenó al contramaestre:

—Sube al puente, estaos al rumbo y si la cosa se pone muy mal, avisáis.

Afá, desde la mesa del rancho, subió al cuarto de derrota. En el puente, al timón Celso Quiroga, proclamaba barbarizando los miedos de la mar.

—Hay que hacer capa —dijo Afá—. Déjame ahora la rueda.

Celso Quiroga se asió al armario de la sonda eléctrica.

—El patrón peor, ¿no?

—No se salva. Es mucho peso el de una red para un hombre. Le cogió de una manera que debe estar por dentro…

—Hay que hacer capa, José, no llegaremos a puerto hasta que la mar nos deje. ¿Vivirá hasta mañana?

—¡Quién sabe!

Macario Martín pasó el pañuelo impregnado en vinagre, que Simón Orozco había dejado caer en su pecho, por el rostro y cuello de su patrón.

—Ánimo —dijo, como en un susurro, Macario—. Ánimo, patrón.

Simón Orozco hizo un esfuerzo.

—No hay ánimo, Matao.

En el rancho de proa estaban con el patrón de pesca, Paulino Castro, Domingo Ventura y Macario Martín. En la cocina, aguantaban la mar Joaquín Sas, Juan Quiroga y Venancio Artola. En el rancho de popa, Juan Arenas y Juan Ugalde. En las máquinas, Gato Rojo y Manuel Espina.

En la cocina, Sas, Juan Quiroga y Artola hablaban en voz muy baja, en la voz de las antesalas de la muerte, difuminada la conversación por los ruidos del barco, absorbida por los ruidos de la mar. Monologaban indistintamente y solamente quedaba de la conversación la atención a los labios del monologante de turno.

—… Vamos cortando hacia Valentia o Bantry; si no, navegaríamos al través del viento. Una mar así no lo permite…

—Un buen hospital es lo que se necesita. Un médico, hay que avisar por radio…

—… habrá que hacer capa, que nos retrasará; no llegaremos a tiempo, no llegaremos a tiempo…

El contramaestre llamó desde el puente al patrón de costa. La voz llegó debilitada al rancho de proa y Celso Quiroga repitió desde la trampilla la llamada. Simón Orozco quiso incorporarse, desistió y preguntó a Macario Martín:

—¿Qué pasa, Macario? Aún suena el motor. Haced capa. Aguantad. Si no, nunca llegaremos a costa.

Simón Orozco parecía no sentir los balanceos de la nave. Solamente se quejaba cuando algún golpe de mar hacía escorar el barco y su cuerpo caía a babor o a estribor, tensando las correas. Macario Martín intentaba animar a su patrón. La voz de Simón Orozco se tornaba dulce:

—Calla, calla, Matao.

—Ánimo, patrón, que nos salvamos de la capa.

—No, Macario, la mar tiene su ley. Mañana capa todo el día, siento el viento empujar las aguas… mañana…

Simón Orozco apretaba los labios y se estremecía.

—Hay que mirarle, patrón, el golpe ha sido muy fuerte, pero…

—Siento… no sé lo que siento… tengo las entrañas revueltas…

Macario Martín cubrió los labios de Simón Orozco con el pañuelo.

—Calle, patrón.

—La red…

—Ha sido culpa mía.

—La red, la mar. La mar es la culpable… Algún día tenía que ocurrir… Más joven no hubiera ocurrido… Me hubiera dado tiempo…

En la cocina se aguantaba mal la mar. Sas, Juan Quiroga y Artola se asomaron a la puerta del rancho de proa y se fueron hacia el rancho de los engrasadores. Bajó Celso Quiroga del puente y anunció en voz baja a Domingo Ventura, silencioso, y a Macario Martín:

—Hay que hacer capa, ya hemos perdido el compañero, ya no se le ve. El patrón está intentando comunicar con costa, pero no hay respuesta. Hay que hacer capa…

Simón Orozco asía la barandilla de la litera, con la mano izquierda. La mano ancha, grande, morena, vellosa, de descoloridas uñas, se crispaba sobre el hierro, se relajaba sobre el hierro, se fortalecía momentáneamente sobre el hierro, momentáneamente, también, descansaba sobre el hierro.

En el puente estaba a la rueda el contramaestre. Paulino Castro había dejado de llamar por la radio.

—Hay que decidirse —dijo Paulino—, no podemos navegar con este mar. Corremos el peligro de irnos todos para abajo. Hay que decidirse.

Las olas cubrían la cubierta, rompían en los carretes y ascendían rectas hasta el puente.

—Patrón, la capa acaba con el señor Simón.

—No hay otro remedio.

—Sí, pero…

—Voy a decírselo. Tente si puedes al rumbo. Le diré a Macario que suba contigo mientras yo hablo con Simón.

Bajó al rancho de proa el patrón de costa.

En la cubierta la mar arrancaba la pesca de la red revuelta y atada. Los grandes peces muertos fosforecían siderales en las negruras de las aguas y desaparecían entre espumas. La luz de rumbo era la única estrella fija en el encuentro del cielo y la mar.

Macario Martín dijo a Afá:

—El señor Simón ha dicho que se haga capa.

Afá apretó fuertemente las cabillas de la rueda. Habló:

—La última de su vida.

Macario Martín y Afá se contemplaron a la luz de rumbo del palo de proa. Las olas golpeaban en el guardacalor constante y rabiosamente.

—Avisan —dijo Macario Martín.

—Bantry está muy lejos —respondió Afá—; no llegaría el barco. Seguramente el compañero ya está a la capa.

Macario Martín volvió a mirar la luz de rumbo. Dijo:

—El señor Simón…