29.
CAROLINA
A partir del viernes, 10 de enero de 2014.
Por un momento, tan solo durante unas cuantas horas, me sentí la princesa del cuento de hadas. Me desperté en aquella magnífica habitación de hotel, estiré brazos y piernas, desperezándome, y cuando por fin abrí los ojos, allí estaba Asier, sonriente y despeinado, dispuesto a reclinarse sobre mí en la cama para darme un cálido beso.
- Buenos días, preciosa. Tu desayuno está preparado – me dijo, señalando una bandeja llena de apetitosos bollos, piezas de fruta, zumo y café, que algún silencioso camarero había traído, al parecer, mientras yo dormía plácidamente –. Espero haber acertado. No sabía qué te apetecería tomar, así que he pedido un poco de todo.
Desayunamos en la cama. Estaba hambrienta. Había dormido de maravilla. Todo era perfecto, me sentía como en una nube de felicidad. Mientras apuraba el café, mis ojos se fijaron en aquella fabulosa bañera blanca que lindaba entre el cuarto de baño y el dormitorio – estaba exenta de la pared, como si de una pieza escultórica se tratara -, y a la cual se podía acceder directamente desde ambos espacios. Sus formas sinuosas y redondeadas me sedujeron al instante. Aparté la bandeja de mi lado de la cama, y fui hasta ella. Abrí el grifo del agua, y dejé que ésta manara a borbotones. A continuación, vertí un frasco completo de sales que encontré en un cestito, cortesía del hotel. Asier me miraba, divertido.
- Se te ha ido la mano – me dijo, sonriendo –. Vas a acabar nadando en espuma.
- Eso es, precisamente, lo que pretendo – contesté yo, con tono malicioso. Cuando las burbujas comenzaron a subir, alcanzando el borde de la bañera, me quité el escueto camisón que llevaba puesto, se lo arrojé a la cara riendo, y me introduje dentro.
No hizo falta más invitación. Asier vino detrás, inmediatamente.
En el viaje de vuelta a Vitoria-Gasteiz, sentí cómo mi ánimo comenzaba a decaer. Me invadió esa extraña sensación que acostumbra a presentarse un domingo por la tarde, cuando lo bueno del fin de semana ya ha pasado e, inevitablemente, hay que empezar a pensar en el lunes, y en sus quehaceres y obligaciones. El tomar consciencia de que se está a punto de regresar a lo cotidiano, algunas veces resulta ser extremadamente duro, y eso era, precisamente, lo que me sucedía a mí en aquel tren, camino de casa. Por un lado, me regalaba una y otra vez el pensamiento con las maravillosas imágenes de todo lo acontecido en Madrid, y por otro, sufría ante la incertidumbre que se vislumbraba en el horizonte. “¿Y ahora, qué?” – me preguntaba –. “Nos damos dos besos de despedida… Volvemos cada uno de nosotros a nuestras respectivas casas… Como si nada hubiera sucedido...” - ¡Oh, las dudas me estaban reconcomiendo por dentro!
Viajábamos sentados el uno al lado del otro. Al comienzo del trayecto, prácticamente no nos dirigíamos la palabra, tan solo intercambiábamos sonrisas silenciosas y alguna que otra tímida mirada, como si, de repente, nos sintiéramos algo azorados el uno en compañía del otro. Nada que ver con las confianzas que nos habíamos tomado horas antes: solo de pensarlo, me entraba un escalofrío que me recorría toda la espalda. Pero en ese momento y en el interior de ese vagón, doy por hecho que los dos éramos muy conscientes de que estábamos regresando a casa.
Y aquél no era un viaje de regreso cualquiera.
Al cabo de un rato, rompimos el hielo con alguna referencia aislada acerca de la reunión que habíamos mantenido el día anterior. Pero, poco a poco y sin pretenderlo, la conversación se fue volviendo profunda y sesuda, y acabamos repasando los temas más relevantes que se habían tratado en ese encuentro, hilvanando algunos aspectos que habríamos de desarrollar con posterioridad, y comenzando a establecer nuestra hoja de ruta para los siguientes meses. Asier se mostraba amable y relajado, incluso bromeaba de vez en cuando conmigo, pero aun así, sentí que aquel viaje se había convertido en una reunión de trabajo más, en la que ni siquiera llegamos a mencionar nada de lo que había sucedido entre nosotros.
Al llegar a la estación de Vitoria-Gasteiz, nos apeamos del tren y salimos a la Calle Dato, caminando despacio, casi en silencio. Llegamos al cruce con la Calle Florida. Allí, nuestros caminos se separaban.
- ¿Quieres que coja el coche y te lleve a casa? – le pregunté yo. – Vivo muy cerca, y mi garaje está aquí a lado...
- No, gracias, Carol, tranquila. Aprovecharé para dar un paseo – me contestó. Y en aquel momento me pareció, o tal vez, me quiso parecer, que él sentía la misma tristeza que yo, al tener que decirme adiós.
Nos quedamos ahí plantados sin saber ni qué hacer, como si fuéramos dos niños tímidos que están deseando contarse algo el uno al otro, y sin embargo, no saben muy bien qué palabras escoger.
- Bueno, nos vemos el lunes en la oficina, ¿no? – dije yo al fin, cansada de soportar aquel incómodo momento que no se acababa nunca.
- Sí, el lunes nos vemos. Buen fin de semana, Carol – me contestó él.
Comenzamos a andar cada uno de nosotros en nuestra propia dirección. Yo apenas había dado tres pasos, cuando oí detrás de mí la voz de Asier, que me llamaba:
- ¡Carol! – y me giré, de inmediato. Él me miraba con rostro serio, algo apesadumbrado. Y sus palabras me sonaron a despedida –. Que sepas que todo lo sucedido entre nosotros, para mí ha sido maravilloso.
Aquel mismo sábado por la noche, quedé con Nekane y unas amigas suyas para ir a tomar unas copas. Son una pandilla muy divertida, así que supuse que no me resultaría difícil evadirme de todo por unas horas y disfrutar en su compañía. No iba a permitir que nada ensombreciera mi ánimo aquel fin de semana, de ninguna de las maneras.
Iniciamos una ruta por los bares del Casco Viejo, tal como yo solía hacer antes. Y curiosamente, las caras que me encontré por aquellas calles, también eran las mismas de antaño. Se ve que los hijos de la gente de cuarenta y tantos se van haciendo mayores, y sus padres han retomado el hábito de salir por los lugares de siempre, como si el tiempo no hubiera pasado.
Al fin y al cabo, “todo es revival, todo va y viene, la vida, la muerte y hasta el amor”… como dice Miqui Puig. Precisamente, una de sus canciones sonaba en el momento en el que entramos en el Dazz:
“Te quiero.
Cuanto más me niegas,
más te quiero,
sincero…”
Pensé en Asier. Tratar de olvidarme de él por aquella noche, no iba a resultar tan sencillo como yo esperaba…
“Te quiero como en mi vida,
como en las canciones…”
Acabábamos de retomar nuestra historia de amor tan largamente silenciada, y al final, todo había quedado en nada… Tan solo, otro baile más de una única noche…
“Sí, te quiero,
te quiero ver bailando.
Sí, te quiero,
no sabes cuánto lo siento...”
Y sin embargo, en mi corazón, cada beso y cada caricia dada se habían marcado a fondo, como si hubieran sido grabados con la afilada hoja de un puñal.
“Sí, te quiero,
te quiero ver bailando.
Sí, te quiero,
lo saben todos, menos tú...” (Te Quiero Ahora, Te Quiero Luego).
Y entonces, sentí rabia. Había sido una estúpida creyendo que él me correspondería, que sus sentimientos por mí podrían llegar a ser tan profundos como los míos. Mi pequeña aventura amorosa con Asier había resultado maravillosa, sí. Pero, y qué. Tenía muchas aventuras anotadas en el diario de mi vida. Si ésta pasaba a ser tan solo una más, pues bienvenida sería, la guardaría en mi vitrina de trofeos. Y punto. No había que darle más vueltas, ni lamentarse.
Al fin y al cabo, no hay ningún cuento de hadas en el que acostarse con un hombre casado tenga un final feliz.
Amaneció el lunes, y con él, el mal trago de pensar que quizás, al llegar a la oficina, me encontraría de frente a un Asier esquivo o, peor aún, antipático y arrogante conmigo, que me hiciera sentir fatal por lo ocurrido entre nosotros. Nunca me he enfrentado a ninguno, pero sé de sobra que hay hombres casados que reaccionan de esa manera: primero, se entregan en los brazos de sus amantes con ardor, dando rienda suelta a sus más bajas pasiones, y después, caen en la cuenta de que tienen familia. Entonces viene cuando les entran los remordimientos, y deciden que no quieren volver a saber nada de esa mujer, cuya sola presencia les hace recordar lo culpables que se sienten. Y si te he visto, no me acuerdo. No sería ésta la primera vez que ocurriera, ni yo, la primera persona que lo sufriera. Pero estaba totalmente decidida a no consentir que se me despreciara. A la mínima señal que me hiciera sentir incómoda, cogería la puerta y me marcharía de allí, para siempre.
Así de turbios eran mis pensamientos en el momento en el que giraba la llave y entraba en la oficina. Una vez dentro, me encontré a todo el equipo sentado en torno a la larga mesa de la sala de reuniones.
- Hola Carol, qué tal. Te estábamos esperando – Asier se levantó nada más verme y, educadamente, separó una silla de la mesa para ofrecerme asiento –. Únete a nosotros, por favor.
Bueno, la cosa empezaba bien. Me había tratado con amabilidad y corrección delante de todos los demás. Ahora, solo faltaba ver cómo se comportaba cuando estuviéramos los dos solos.
La reunión de la mañana resultó ser de lo más intensa: teníamos que poner a Alberto y a Pablo al corriente de las gestiones que habíamos realizado en Madrid, e informarles de los compromisos adquiridos con los nuevos clientes. Tratamos de establecer fases de proyecto, de organizar calendarios y tiempos, de concretar necesidades y de definir el perfil técnico del personal que sería necesario contratar para el trabajo de campo. Inicialmente, Pablo iba a recibir una gran carga extra de trabajo, pero aseguró de buen grado que estaba dispuesto a asumirla, que él emplearía día y noche en la tarea si fuera necesario, siempre y cuando se le respetara una única petición que quería hacer:
- Quiero trabajar desde mi casa una temporada – nos dijo. Aquello se veía venir desde hacía algún tiempo, y era evidente que, para él, era un alivio poder soltarlo de una vez –. Sabéis que mi presencia aquí ni se nota, me paso el día metido en la sala del fondo, es como si no estuviera. Muchas veces, incluso, os oigo preguntaros entre vosotros a ver si sigo aquí – dicho lo cual, Asier y yo nos miramos discretamente, acordándonos de nuestra broma acerca de dejárnoslo olvidado algún día. La complicidad entre nosotros seguía estando intacta, y eso me hizo respirar aliviada –. Así que, si falto unos meses de la oficina, no os vais a dar ni cuenta. Por otro lado, prometo que el trabajo estará listo a tiempo, eso siempre. Será mejor incluso que si estuviera en mi puesto, porque no tendré que perder el tiempo vistiéndome y trasladándome hasta aquí.
Asier y yo nos miramos de nuevo, reprimiendo ambos una sonrisa que pujaba por escapársenos de los labios. Ahora sí que el entendimiento entre nosotros era total, como si nos pudiéramos comunicar sin necesidad de palabras: estaba claro que los dos teníamos en mente la imagen de un Pablo que, liberado por fin de la tediosa obligación de tener vida social, se pasaría la vida detrás de su ordenador en bata de casa y zapatillas, comiendo pizza grasienta y luciendo un aspecto sucio y desaliñado.
- Necesito quedarme en casa y cuidar de mi hijo – prosiguió Pablo –. Aún es muy pequeño, y mi mujer trabaja a turnos, como bien sabéis. Queremos tenerlo en casa, al menos, hasta que cumpla los doce primeros meses de vida, y después, ya pensaremos en enviarlo a una guardería. Aun así, estaré disponible en todo momento para ir allá donde se requiera mi presencia, siempre y cuando me aviséis con un razonable margen de tiempo. Es todo lo que os pido. No os fallaré.
Entonces, Asier le dijo que entendía perfectamente su situación personal y que no se preocupara, que encontraríamos la manera de organizarnos que resultara más ventajosa para todos nosotros. He de admitir que es un jefe muy comprensivo, y además, muy inteligente: el privilegiado cerebro del excéntrico Pablo es un valor imprescindible para la empresa, y no nos podíamos arriesgar a perderlo, por nada del mundo.
Un par de horas después, la reunión finalizó de manera satisfactoria. Alberto y Pablo se fueron, y nos dejaron solos a Asier y a mí, dedicados a la tarea de organizar la montaña de apuntes, esquemas, organigramas y papeles varios que habíamos empleado, y que se habían quedado esparcidos por toda la mesa.
Sin preámbulos, Asier rompió el hielo y empezó a hablar.
- Carol, lo siento mucho si el otro día no encontré las palabras adecuadas a la hora de despedirnos. Me fui a casa preocupado. Estoy confuso, todo esto es tan nuevo para mí… - me dijo, sin miedo a mostrarse completamente sincero y vulnerable conmigo –. Comprendo que para ti también lo será. Carol, hablemos. Hablemos siempre de todo, te lo ruego, a pesar de que, algunas veces, tal vez no sepamos ni qué decirnos, ni cómo expresarnos. Pero ante todo, no quiero silencios incómodos entre nosotros. No estoy dispuesto a perder la conexión tan especial que tengo contigo. Creo que eres maravillosa. Y no es algo pasajero, una impresión de un solo día. Lo he ido descubriendo poco a poco en todo este tiempo, al ir conociéndote, al compartir tantas cosas contigo… - suspiró, y me miró fijamente a los ojos –. Hablemos de todo lo que sea necesario, Carol. Yo solo sé que, en este momento de mi vida, te necesito a mi lado. Eres mi gran apoyo, y si te perdiera, nunca me lo perdonaría.
Estaba tan emocionada, que las lágrimas trataron de ascender a mis ojos, por mucho que yo quise reprimirlas. Sin pensármelo dos veces, me abalancé sobre él y lo besé con fuerza, con desesperación, mientras le arrancaba la ropa del cuerpo y él me hacía lo mismo a mí. Acabamos haciendo el amor sobre la mesa de reuniones, mientras una nube de papeles volaba por los aires y planeaba hasta alcanzar el suelo, dispersándose a nuestro alrededor.
Poco a poco, nos fuimos acostumbrando a nuestra nueva rutina: trabajábamos con ahínco en los diversos encargos que recibíamos de nuestros clientes, y mientras, el recién aumentado equipo técnico iba y venía por la oficina, recibiendo instrucciones e informando del trabajo realizado. Pero después, cuando todos se marchaban y nos quedábamos solos, nos entregábamos el uno al otro con auténtica desesperación, como si no hubiera un mañana. Nuestro destino era incierto, y ambos sentíamos que teníamos que exprimir cada beso y cada caricia hasta que no quedara una gota de nosotros mismos. Porque cada uno de aquellos encuentros, cada uno de nuestros abrazos, tal vez llegara el día en el que fuera el último.
Para nuestra desgracia, pronto tuvimos ocasión de comprobar lo vulnerable que era nuestro secreto, y con qué extraordinaria facilidad podría haber sido descubierto, con las peores consecuencias posibles.
Era un lunes por la tarde del mes de febrero de 2014. Asier y yo acabábamos de hacer el amor sobre el confortable sofá de su despacho. Permanecíamos allí tumbados, desnudos, entregados a nuestras bromas privadas y a la charla relajada… Cuando, de repente, sonó el timbre del portal.
Alguien estaba llamando abajo.
Y quería subir a vernos.
De un respingo, nos pusimos inmediatamente de pie y comenzamos a vestirnos, tratando de encajarnos la ropa tan rápido como nuestras temblorosas manos nos lo permitían. Si hubiera existido la modalidad olímpica de vestirse en cuestión de segundos, Asier habría ganado la prueba, de calle. Aun así, con la camisa a medio abrochar, él se fue corriendo hasta el vestíbulo de entrada para averiguar de quién se trataba. En la pantalla del videoportero aparecía una figura femenina que apretaba insistentemente el pulsador de nuestro piso.
- ¡Es Laura! – exclamó.
¡Oh, no! ¡Aquello no podía ser! ¡Menuda pesadilla! ¡No, no, por Dios, por Dios! ¡Aunque me diera tiempo a vestirme, ella no podía verme así de alterada! Y menos aún, si no había nadie más en la oficina, aparte de nosotros dos, ¡eso le iba a parecer de lo más extraño! Laura ni siquiera sabía que Asier y yo pasábamos muchas horas a solas. Deliberadamente, habíamos evitado mencionarle que Pablo llevaba un tiempo trabajando desde casa…
- ¡No, no, Asier! ¡No puedes dejarla subir! ¡No, por favor, no lo hagas! – le supliqué yo, muy asustada.
- ¡Cálmate, Carol! ¡Si te ve tan nerviosa, vamos a tener un gran problema! - me contestó él, cortante.
- ¡Eso que dices no me ayuda nada, Asier! – le recriminé yo -. ¡No ayuda! ¡En absoluto!
¡Pero cómo me iba a calmar, si ni tan siquiera conseguía cerrarme la cremallera de los pantalones! Horrorizada, descubrí que me los estaba poniendo del revés. Por lo visto, en el fragor de la batalla, y al habérmelos arrancado a tirones, se habían dado la vuelta, y ahora lucían todas las costuras por la parte exterior. Tendría que quitármelos de nuevo y volver a empezar. Y mientras lo hacía – y a la vez, trataba de no partirme la crisma por culpa de las perneras que, al ser muy estrechas, se me habían arremolinado en ambos tobillos -, recogí como buenamente pude toda la ropa que quedaba esparcida por el suelo, apelotonándola entre mis brazos, para plantarme a toda prisa delante del videoportero y tratar de vestirme mientras observaba los movimientos de Laura.
La escena parecía sacada de una película de terror: allí estábamos los dos, Asier y yo, con el corazón apresado en un puño y los ojos saliéndosenos de las órbitas, vigilando atentamente la imagen que aparecía en aquella pantalla. Era como si, abajo, en la calle, en lugar de nuestra dulce y querida Laura, estuviera el mismísimo protagonista de la saga de “Viernes 13”, engrasando su motosierra.
- ¡No abras, por favor, Asier, no abras, te lo ruego! – insistí yo, incapaz de reprimir mi nerviosismo. Estaba completamente histérica.
- Vale. Está decidido, no voy a abrir – me tranquilizó Asier -. Esperaremos un poco, y al ver que no estamos, acabará marchándose.
Bien. Aquello sonaba lógico. No podía fallar. Ahora tenía que calmarme. Debía retomar el control de mí misma, era absolutamente imprescindible, aunque solo fuera para poder acabar de vestirme de una puñetera vez. Intenté concentrarme en el sonido de mi propia respiración: inspirar… para después, expirar… Bueno, eso estaba mejor, el susto ya había pasado.
O tal vez no.
- En este preciso instante, acaba de llegar Alberto – me anunció Asier, que seguía observando la pantalla con atención. Yo había dejado de mirarla, concentradísima como estaba en volver del derecho aquellos malditos pantalones –. Se están saludando. Charlan un poco – me iba narrando él -. Ahora, Laura se está despidiendo, al parecer, se va… ¡Espera! Creo que ya no… Pablo está insistiendo para que suba con él. ¡Y la ha convencido! ¡Están entrando los dos juntos! ¡Joder!
De repente, sentí una nueva oleada de pánico que me paralizaba todo el cuerpo y que me impedía moverme, como si tuviera los pies anclados al suelo con cemento armado. Como en una pesadilla, o peor aún, como en la madre de todas ellas. Aquél era, sin ninguna duda, el más espantoso mal sueño que yo haya llegado a tener jamás.
A Alberto no lo podíamos detener. Tenía sus propias llaves. Esta vez, no había un plan B. En apenas unos segundos, los dos harían su aparición por la puerta de la oficina y me encontrarían a mí, medio desnuda, con la raya del ojo corrida y el pelo alborotado, temblando como una hoja al viento y sin saber qué explicación dar. Aunque, bien pensado, sobrarían las palabras: la situación hablaría por sí misma.
Estoy segura de que, de haber sufrido del corazón, me habría dado un ataque allí mismo y habría caído fulminada al suelo, en un abrir y cerrar de ojos.
- ¡Vámonos de aquííííí! – grité despavorida, agarrando toda mi ropa con una mano y tirando del brazo de Asier con la otra -. ¡Ahora sí que no puede vernos! ¡Sabrá que no le hemos querido abrir!
Salimos como alma que lleva el diablo por la puerta de atrás. Bendita puerta de atrás. Conduce a una escalera de servicio bastante empinada que, afortunadamente, nadie suele utilizar Ya en el descansillo, intenté acabar de vestirme lo más rápidamente que pude, mientras escuchábamos las voces que provenían del interior de la oficina. Un segundo después de salir nosotros por la puerta trasera, Laura y Alberto habían hecho su aparición por la puerta principal. Se escuchaba perfectamente cómo ambos mantenían una animada conversación. Laura le estaba preguntando algo acerca de un programa informático que quería ponerse a estudiar.
- ¡Venga, vámonos, por favor! – me apremió Asier, que no veía el momento de poner fin a aquella desquiciante situación.
Descendimos atropelladamente por aquellas endiabladas escaleras, y no paramos hasta llegar al portal, sintiendo cómo el corazón se nos disparaba dentro del pecho y amenazaba con salírsenos por la boca. Todo había sucedido tan rápido, que yo aún llevaba los zapatos en la mano. Allí nos topamos de bruces con un vecino de cierta edad, que en aquel preciso instante regresaba de la calle y que, al vernos bajar como si fuéramos dos caballos desbocados, se nos quedó mirando, extrañado. Seguramente, debió de pensar que huíamos de un atraco, de un incendio, o de alguna cosa aún peor.
- ¡Uy, es que me matan estos zapatos! – me justifiqué yo entre jadeos, al tiempo que le ofrecía a aquel señor la mejor de mis sonrisas. El caso es que él no había preguntado nada, pero yo le di la explicación de todos modos, porque no paraba de mirarme a mí, y después, a mis zapatos, muy sorprendido –. Me hacen daño. ¡Claro, son nuevos…! – y me puse a reír a carcajadas, no sé muy bien por qué motivo, pero así fue. Sería de los puros nervios, que cuando se apoderan de mí, me hacen parecer una auténtica pirada.
Sin decir palabra, el hombre saludó levemente con la cabeza y se introdujo a toda prisa en el ascensor, tal y como se suele hacer cuando uno no quiere que le dé alcance otro vecino - al que ha visto de reojo llegando al portal y con las llaves en la mano, dispuesto a entrar –, a fin de ahorrarse unos minutos de insulsa conversación. De seguro que, una vez dentro de la cabina, se sintió aliviado por haberse librado de compartir aquel reducidísimo espacio con la loca de los zapatos en la mano. En cuanto desapareció, me miré en una pared lateral que está forrada de espejos, y casi me desmayo allí mismo del susto: ¡Pero qué pelos! Y es que, nuestros arrebatos amorosos no acostumbraban a ser cualquier cosa, acabábamos revolcándonos de tal modo, que parecía que con mi cabello se habían barrido los suelos de todo el edificio. “Menos mal que no me ha visto Laura” – pensé –. “De milagro…”
Dedicamos unos minutos a la ardua tarea de estirarnos bien la ropa, peinarnos, y recomponer nuestro maltrecho aspecto de la mejor forma posible. Aun así, el estrés al que nos acabábamos de someter había hecho mella en nosotros, y no pudimos evitar que nuestros rostros reflejaran un profundo cansancio. Acto seguido, procedimos a subir a la oficina, comportándonos como si viniéramos directamente de la calle. Al entrar y toparnos con Alberto y Laura, fingimos sorpresa por verla a ella – yo incluso le di un abrazo y un par de besos -, y normalidad total por el hecho de verlo a él, como si ya contáramos con su presencia esta tarde, y estuviéramos deseosos y expectantes por ver el maravilloso trabajo que venía a mostrarnos – aunque, en realidad, se nos había olvidado por completo que él tenía intención de venir… - y acto seguido, procedimos a explicar una historia ficticia acerca de un cliente al que habíamos ido a visitar, y que nos había entretenido más de la cuenta. Todo muy creíble.
- Pues yo es que pasaba por aquí… - se justificó Laura, como disculpándose por no haber anunciado su visita –, y se me ocurrió subir a veros. Y ya de paso, echar un vistazo a las plantas, a ver qué tal están. Hace mucho tiempo que no me ocupo de ellas.
Atravesando la sala de reuniones, se dirigió resuelta hacia la puerta que daba a la terraza y todos la seguimos detrás, en silenciosa comitiva. Y lo que allí vio, a juzgar por la expresión de su rostro, le causó una tremenda decepción. Y no era para menos: la ausencia de cuidados por parte de unas manos expertas y delicadas, era bien patente en aquel otrora mimado jardín, donde las malas hierbas campaban a sus anchas, ocupando el lugar en el que antes había plantas y flores de hermosos colores. Y lo peor de todo era pensar que yo, en todo ese tiempo, jamás había reparado en ello. Vivía tan enfrascada en mis propios asuntos, que raramente echaba un vistazo a la terraza, y mucho menos, me percataba del deterioro que estaba sufriendo su aspecto.
Pensé que Laura haría algún comentario al respecto, del tipo: “¡Oh, qué pena! ¡Qué descuidado tenéis todo esto!”, y sin embargo, de su boca no salió ni medio reproche. Tan solo se ofreció una vez más a venir y replantar algunas macetas.
- Siempre que vosotros queráis, claro está… - nos dijo, amablemente.
- No te preocupes, Laura, muchas gracias – le contestó Asier, con amabilidad, pero con un deje de cansancio en su voz. Supongo que después del rato espantoso que acabábamos de pasar, lo último que le apetecía era disertar sobre jardinería, al igual que me sucedía a mí. El agotamiento me estaba pasando factura, y por un momento sentí que, si no me sentaba pronto, me acabaría desplomando en el suelo, completamente rendida –. Está bien así. Te tomas demasiadas molestias.
- Si no es molestia – insistió ella, deseosa como estaba de ayudar –. Yo lo haría encantada. Podría venir fuera de horas de trabajo, y así…
- ¡Ya te digo que no es necesario! – zanjó él, alzando la voz y sin dejarle terminar la frase.
Inmediatamente, se hizo un silencio incómodo. La tensión se dejaba palpar en aquel ambiente tan enrarecido. Alberto y yo nos quedamos mirando a Laura, expectantes por saber cuál sería su reacción. Y sin embargo, una vez más, ella no dijo nada. Se limitó a despedirse de todos nosotros de una manera amable y educada.
- Vale, de acuerdo, si no queréis que haga nada… Mejor será que me vaya y os deje trabajar, ya veo que estáis muy ocupados – dijo, señalando el tubo porta planos que Alberto llevaba colgado a la espalda, y que seguramente contenía aquello que nos quería mostrar, y que nosotros habíamos fingido estar esperando con tanto anhelo. Se suponía que para eso había venido.
Nada más abandonar la sala de reuniones - y mientras yo parloteaba acerca de cualquier cosa insulsa que hiciera algo más llevadera aquella situación -, Laura se detuvo en seco y se giró hacia el pasillo. Algo acababa de llamar su atención.
- Mirad, antes de marchar, os habéis dejado la luz encendida – indicó, encaminándose hacia la puerta entreabierta del despacho de Asier dispuesta a apagarla y, ya de paso, a echar un vistazo en su interior.
Se me heló la sangre una vez más. Al marcharnos de la manera tan precipitada como lo acabábamos de hacer, no habíamos tenido tiempo de recoger los restos de nuestro encuentro sexual, y por tanto, el despacho se vería completamente desordenado: el sofá aparecería reclinado, y los cojines se encontrarían esparcidos por cualquier parte, evidenciando lo que allí había sucedido escasos minutos antes de que ella llegara.
- No te preocupes Laura, yo lo hago -. Rápidamente, Asier se interpuso en su camino y accionó el interruptor, cerrando la puerta de inmediato –. Te acompañamos a la salida – le dijo.
Laura se despidió de nosotros con una sonrisa, mostrándose tan cariñosa como siempre. Sin embargo, conociéndola bien como lo hago yo, era imposible no detectar en sus ojos y en su voz, una sombra de tristeza que iba más allá de la decepción causada por nuestra dejadez con las plantas, y que, de un tiempo a esta parte, parecía estar convirtiéndose en algo crónico. ¡Qué fue de esa chica alegre y divertida que era ella antes! Aunque, la verdad sea dicha, tampoco es yo estuviera ayudando mucho en ese sentido…
Una punzada de remordimiento se me clavó en el corazón.
- ¡Bueno! ¡Vais a ver lo que os traigo! – nos anunció un Alberto exultante, de vuelta en la sala de reuniones. Sacó un plano del portarrollos y lo extendió ante nosotros. Por el trazo impoluto que presentaba a simple vista, se veía que la idea estaba muy desarrollada -. ¡No podía esperar ni un minuto más para enseñároslo!
Alberto se marchó, por fin, después de lo que para mí fue una interminable hora de exposición de su trabajo. En cuanto cerró la puerta tras de sí, entré en el despacho de Asier y me apresuré a colocar el respaldo del sofá en su posición normal, y a ordenar los cojines, de manera que estuvieran uniformemente distribuidos. Encima del escritorio de Asier, bien a la vista de cualquiera que hubiera pasado por allí, encontré tiradas mis braguitas negras, y de la impresión que me causó, me fallaron las fuerzas y a punto estuve de desmayarme. Me dejé caer en el sofá, absolutamente agotada, y me eché a llorar, desconsolada. Asier, que entraba en ese momento en el despacho, se sentó a mi lado y pasó su brazo sobre mis hombros.
- Esto es una locura – aseguró, sacudiendo la cabeza, como si de esa manera pudiera desprenderse de todo lo sucedido en las últimas horas –. No sé qué vamos a hacer. Cada día somos más imprudentes… Si no llega a aparecer Laura primero, nos habría sorprendido Alberto, que tiene llaves, y no avisa antes de entrar. Y pensar que nos habíamos olvidado de que tenía intención de venir… Esto no puede seguir así…
Entonces, yo busqué refugio en su abrazo, haciéndome un ovillo contra su pecho. No podía parar de sollozar. Estaba destrozada, necesitaba descansar un momento, serenarme, y pensar con claridad. Trataba de analizar nuestra situación: Asier tenía una familia, unas niñas maravillosas y una mujer magnífica a la que le estábamos fallando los dos, tanto él como yo. Y Laura no se merecía esto. No se lo merecía, en absoluto. Aquello era para perder por completo la cordura.
Por un momento, imaginé que Asier dejaba a Laura por mí: en mi mente, me vi convertida en esposa, en madre ocasional de dos preciosas niñas de nueve años… ¡Oh, aquella idea me asustó muchísimo! ¿Cómo iba a ser capaz de ocuparme de dos criaturas, aunque tan solo fuera durante un par de domingos al mes? ¡Yo, que no soporto a los niños durante más de diez minutos seguidos! ¿Y cómo iba a robarles su precioso tiempo de estar con su madre y su padre juntos, en familia, todos unidos? ¿Cómo iba a destruir tan alegremente un hogar? A mí nunca se me han dado bien las relaciones a largo plazo… ¿Y si después de pasar por todo aquello, resultaba que a nosotros dos también nos iba mal? ¿Destrozaría la vida de tantas personas queridas, para que, al final, lo nuestro acabara en ruptura, igualmente?
No, no quería ni imaginar que Asier diera aquel paso, no estaba preparada para ello, no lo estaba, en absoluto. Pero tampoco quería renunciar a él, a sus suaves caricias, a sus tiernos besos… Sabía que mi única opción en aquel momento era, a todas luces, la más cobarde de todas: convencerme a mí misma y convencerle a él, de no hacer nada al respecto.
- Asier - le dije al fin –, vamos a esperar un poco antes de tomar ninguna decisión atropellada, ¿te parece bien? Seremos más precavidos, nos aseguraremos de saber dónde está cada cual en cada momento de la jornada, extremaremos la prudencia. Todo irá bien, ya verás –. Y entre lágrimas, le dediqué una mirada llena de súplica –. Démonos un tiempo, ¿estás de acuerdo? A ver cómo van las cosas entre nosotros… Será nuestro secreto, nadie lo sabrá, nadie saldrá herido, te lo prometo… Ahora tú me necesitas a mí, y yo te necesito a ti, ésa es nuestra realidad. Dejemos que el tiempo ponga las cosas en su lugar, poco a poco…
Y a partir de ese momento, así lo hicimos.
Nos volvimos muy cuidadosos con nuestros encuentros en la oficina. No dábamos un paso adelante, sin habernos asegurado previamente de que ningún compañero, cliente, familiar o amigo, tuviera la menor intención de aparecer por allí en toda la tarde. Aun así, procurábamos que aquellos momentos furtivos fueran lo más breves posibles, de modo que no había tiempo que perder en los preliminares: lo hacíamos ruda y salvajemente, a medio vestir, de pie, contra la pared, o sobre la mesa del escritorio. A veces, incluso, contra la máquina de las fotocopias, sin pedir permiso, sin dar explicaciones, tan solo tomábamos rápidamente aquello que deseábamos en el momento en el que lo necesitábamos para, instantes después, retomar nuestros tareas cotidianas, como si nada hubiera pasado.
Y para nuestra sorpresa, la brusquedad de aquellos encuentros súbitos y sin contemplaciones, resultaba tan imprevisible y excitante que, lejos de desanimarnos y rebajar nuestro deseo, nos encendía la mecha de la pasión más animal. No veíamos el momento de que todos desaparecieran de allí, para besarnos enloquecidamente y entregarnos el uno al otro de un modo tan intenso y visceral como fugaz.
Los momentos románticos y tiernos los dejábamos para Madrid. Allí, Asier elegía cada vez un hotel distinto, a cada cual más moderno y de diseño más innovador. Y en sus habitaciones, nos abandonábamos el uno al otro, despacio, sin prisas, recreándonos en cada beso, exprimiendo cada caricia, a sabiendas de que allí y sólo allí podíamos alargar el momento y hacerlo durar hasta que cayéramos rendidos en brazos del sueño.
Aparte de las largas e intensas jornadas de trabajo, y de las noches de amor hasta el agotamiento, también disfrutábamos de nuestros preciados ratos libres visitando alguna exposición, yendo de compras – para que Asier no se aburriera, yo procuraba definir al máximo mis prioridades, evitando entrar en todas y cada una de las tiendas que llamaban mi atención -, saliendo de bares o acudiendo a algún concierto de música, de ésos que tanto le gustan a él. A veces, escuchábamos a grupos pequeños - bien fueran noveles o underground -, de los que acostumbran a tocar en concurridos bares del barrio de Malasaña, pero también, en ocasiones, asistíamos a los grandes conciertos de bandas conocidas como Kasabian o Placebo. A mí, muchos de aquellos grupos no me sonaban de nada, pero Asier me iba poniendo al día poco a poco, descubriéndome nuevos sonidos que yo disfrutaba en mi reproductor mp3 en nuestros viajes a la capital. Cerraba los ojos, escuchaba la música, y mientras, me dejaba mecer por el suave traqueteo del tren.
En los conciertos, nos gustaba situarnos entre las primeras filas, y una vez allí, bailábamos como locos. No siempre me daba tiempo a escuchar al grupo con antelación, y aprenderme alguna de sus canciones más conocidas, con lo cual, había veces en las que iba totalmente a ciegas, sin saber si aquel concierto me gustaría, o no. Pero poco me importaba. Me bastaba con ver a Asier disfrutar, dando saltos y cantando las canciones a pleno pulmón, para que yo también me sintiera inmensamente feliz con solo tenerle a mi lado.
Los dos juntos.
Sin testigos.
En la única ciudad del mundo en la que podíamos disfrutar libremente de nuestro amor.
Asier y yo no podíamos ir a ningún otro sitio juntos. Los viajes a Madrid estaban justificados por negocios, pero por lo general, no nos quedábamos allí ni un día más de lo indispensable. Al acabar nuestro trabajo, volvíamos puntualmente a Vitoria-Gasteiz y a nuestras vidas por separado, siempre vigilantes, siempre al acecho por si alguien pudiera entrever nuestro secreto en una mirada, en un gesto furtivo que no fuésemos capaces de reprimir a tiempo…
Las contadas ocasiones en las que coincidíamos con los amigos comunes, procurábamos charlar entre nosotros tan solo un momento, justo al llegar, para demostrar nuestra buena conexión. Al fin y al cabo, trabajábamos juntos, y no era de extrañar que nos llevásemos bien. Pero enseguida nos separábamos, tratando cada cual de integrarse en una conversación bien alejada de la del otro, para no volver a coincidir durante el resto de la velada.
Al menos una vez al año, sobre el mes de abril, tenemos la costumbre de alquilar un pequeño bar de la calle Zapatería y cerrarlo al público durante unas horas para organizar una fiesta privada, solo para los amigos. Asier es el principal precursor de estas fiestas, ya que le encanta actuar de Dj y pinchar la música que a él le gusta bailar.
Aún recuerdo la fiesta que celebramos en 2013, ésa fue la primera vez que Laura no quiso asistir. Creo que ya por aquel entonces empezaba a estar algo deprimida, y era una pena, porque la velada estuvo realmente bien y nos lo pasamos de maravilla, todos bailando, bebiendo y riendo hasta bien entrada la madrugada. Alguien trajo una cámara, y nos divertimos dejándonos fotografiar, haciendo gestos y bromas y poniendo poses divertidas, en un arrebato de exaltación de la amistad. Recuerdo que nos reímos mucho viendo aquellas fotos después. En una de ellas aparecía yo, rodeando el cuello de Asier con mis brazos. Los dos riendo a carcajadas, mirando al objetivo.
En aquel momento, no era más que otra foto inofensiva de entre las muchas y muy divertidas que nos hicimos aquel día. Supongo que, al ver que la cámara me apuntaba, el primer gesto simpático que se me ocurrió hacer, fue el de colgarme del cuello de Asier, porque lo tenía justo al lado. Ni siquiera trabajaba aún para él. Es más, por aquel entonces, ni siquiera le caía bien. Fue una foto sin ninguna intención. Absolutamente casual, del momento.
Sin embargo, en abril de 2014, la improvisación y las casualidades ya no tenían cabida en nuestras vidas: en aquella fiesta, me mantuve alerta durante toda la noche para que nadie pudiera fotografiarnos juntos, nunca más.
Me acostumbré a estar siempre atenta y vigilante, con el radar encendido para detectar a tiempo cualquier asomo de peligro. Pero algunas veces me fallaba la constancia de manera imperdonable, como aquel día de principios de junio de 2014, en el que volvíamos a Vitoria-Gasteiz en coche, después de haber visitado en Bilbao a uno de nuestros clientes.
Era media tarde, no teníamos ninguna prisa, y hacía una temperatura maravillosa. Le sugerí a Asier que nos cogiéramos el resto del día libre, que habíamos trabajado duro, y nos lo merecíamos sobradamente. Podríamos ir a Armentia y tomarnos algo en una sidrería, sentados tranquilamente en una terraza al sol. Le pareció una buena idea y, acto seguido, nos dirigimos hacia allí.
Pero de camino, me llamó la atención una animada fiesta que se estaba celebrando en la terraza de un hotel que yo no conocía. Enseguida me gustó aquel edificio, con su fachada acristalada de vivos colores. Sentí curiosidad.
- Para el coche – le pedí a Asier –. Vamos a ver qué está pasando ahí.
Entramos en el vestíbulo del hotel, en el que una amabilísima recepcionista nos recibió con una sonrisa en los labios, y nos invitó a que pasáramos a la terraza.
- Hoy celebramos nuestra fiesta de inauguración – nos informó, sin dejar de sonreír.
- ¡Ah! Entonces… ¿Todavía no han abierto sus instalaciones? – pregunté yo. Siempre me ha gustado descubrir sitios nuevos donde poder ir a almorzar, o a tomar una copa.
- ¡Oh sí! ¡Desde luego! El hotel funciona a pleno rendimiento desde hoy mismo. Tenemos todas las habitaciones preparadas y a disposición de los clientes –. Y aquella señorita me guiñó un ojo cómplice, y acto seguido, me dijo -: La suite nupcial está por estrenar…
Y en ese momento fue cuando se me ocurrió aquella malísima idea. Nunca antes habíamos estado en un hotel en nuestra propia ciudad. Me apetecía pasar un rato íntimo y tranquilo, poder disfrutar del amor en aquella preciosa tarde de primavera, sin prisas… Impulsivamente, le lancé a Asier una mirada de deseo que él captó a la perfección, devolviéndome a cambio su seductora sonrisa.
- Señorita, queremos esa habitación, por favor.
El verano llegó, y con él, Asier se fue de vacaciones a Las Landas, a orillas de aquel bonito lago francés que suele frecuentar con su familia, cerca del mar. Yo, por mi parte, me dejé convencer por Nekane para embarcarme junto a ella y a otra amiga suya en un crucero por las islas griegas. Visitamos Mykonos, Patmos, Creta, Santorini… Bellas islas de abruptas colinas rocosas que descienden hasta tocar unas maravillosas playas de arena dorada… Encantadores pueblecitos salpicados por la blancura y simplicidad de formas que presentan sus casas, a modo de pequeños cubos de coloridas puertas y ventanas de madera, cuyas siluetas se recortan sobre un mar de plácidas y cristalinas aguas…
Pero yo solo podía pensar en aquellas otras aguas, las del Atlántico, mucho más bravas y temperamentales que éstas en las que yo me encontraba, y en las que Asier se bañaría esos días en compañía de Laura, practicaría el surf y saltaría las olas de la mano de sus pequeñas hijas… Y a pesar de que mi viaje resultó ser maravilloso, no conseguí disfrutarlo como me habría gustado. Durante todos aquellos días y sus largas noches, no pude apartarlo de mi mente, ni tan siquiera por un momento.
Finalmente llegó septiembre, y yo estaba deseando reincorporarme al trabajo. Al vernos después de tantos días, no podía ocultar la felicidad que sentía, que se reflejaba en mi rostro y se filtraba por todos y cada uno de los poros de mi piel: había estado soñando con aquel momento durante todo el verano. Ambos estábamos radiantes, relajados y muy bronceados por el sol. Desde el primer día, a la vez que recuperábamos nuestra rutina laboral, también hicimos lo mismo con nuestros momentos privados, exprimiéndonos el uno al otro hasta la última gota, prácticamente hasta llegar a la extenuación.
Aquel otoño fue el más maravilloso de toda mi vida. Tanto es así que, todavía hoy, no puedo evitar estremecerme al recordarlo. Sin pretenderlo yo, las sensaciones que experimenté entonces regresan a mi mente cada vez que una puesta de sol más temprana que la del día anterior, me anuncia que las tardes comenzarán a acortar… Cada vez que una marronácea hoja abandona la copa de un árbol, para ir a caer mansamente a mis pies…
Los meses avanzaban a toda velocidad, con el encanto del tiempo que transcurre sin que suceda nada extraordinario, más allá del placer que proporcionan los días felices al pasar; más allá de la belleza de las pequeñas cosas que, con su sencillez, me hacían sentir inmensamente dichosa. Asier colmaba todas mis expectativas de amor, cariño y sexo a partes iguales, y por primera vez en mi vida, disfrutaba enormemente con mi rutina de cada día. Adoraba la manera tan apasionada y furtiva con la que nos amábamos en Vitoria-Gasteiz, en la misma medida que me encantaba la otra forma, tierna y relajada, que teníamos de expresar nuestro amor en Madrid. Allí nos olvidábamos por completo de escondernos, y pregonábamos nuestra felicidad a los cuatro vientos, paseando abrazados por las calles de la capital.
Pero ahora soy consciente de que aquellos meses en los que el mundo parecía ser un lugar perfecto para nosotros, tan solo eran la antesala de nuestro declive. Ninguna felicidad dura para siempre, y la nuestra no iba a ser una excepción. Al igual que hizo el cisne justo antes de morir, nuestro amor exhaló un último suspiro de gloria durante todo aquel otoño, a modo de despedida.
Fue hacia finales de diciembre cuando advertí que algo había empezado a cambiar. Era casi imperceptible, se asemejaba más a una premonición, que a una realidad. Era el susurro de un instinto muy antiguo arraigado en mi interior desde los tiempos de mi matrimonio, que me alertaba de que las cosas ya no eran como antes, de que estaba perdiendo terreno en el corazón de Asier, de que habría de prepararme para quedar relegada… de nuevo.
Por aquellos días, en la soledad de mi casa, escuchaba a Amaral, y me iba preparando poco a poco para la llegada del frío.
“Estaríamos juntos todo el tiempo
hasta quedarnos sin aliento,
y comernos el mundo, ¡vaya ilusos!
y volver a casa en Año Nuevo.”
A medida que el tiempo pasaba, fui descubriendo que mi corazonada era cierta, la noté con más fuerza después de aquellas vacaciones de Navidad.
“Pero todo acabó, y lo de menos
es buscar una forma de entenderlo.
Yo solía pensar que la vida es un juego,
y la pura verdad es que aún lo creo.”
Asier regresó a la oficina un lunes de enero de 2015 y ya nunca más volvió a ser el mismo conmigo. Nuestros encuentros amorosos se fueron espaciando con el tiempo, resultando ser más fríos, más mecánicos, exentos de la pasión y el sentimiento que antes tuvieron. Ya no nos buscábamos a todas horas por los despachos, con los ojos, con los labios, con las manos…
Febrero trajo las nieves a la ciudad, y aquélla fue la señal definitiva que me anunció que se aproximaba nuestro inevitable y doloroso final.
“Por encima del mar de los deseos
han venido a buscarme los recuerdos
de los días salvajes, apurando,
el futuro en la palma de nuestras manos.”
Durante semanas enteras, no hacíamos el amor. Pablo había regresado por fin de su destierro, y se pasaba todo el día en la sala del fondo, su lugar de siempre, con la nariz pegada al ordenador, y sin moverse de allí salvo por fuerza mayor. Ya casi no teníamos intimidad en la oficina, pero algo en mi interior me decía que eso habría dado igual. Los viajes a Madrid también empezaron a reducirse: la implantación de la empresa de nuestros clientes ya se había realizado con éxito, y todos los protocolos estaban establecidos y funcionando, de modo que, a partir de ese momento, eran ellos los que venían periódicamente a revisar la buena marcha de sus asuntos.
El tiempo fue pasando… Mucho más lento, mucho más gris, una agonía de miradas que ya no se funden como antes, y de caricias que ya no dejan una huella profunda en la piel.
“Y ahora sé que nunca he sido tu princesa.
Que no es azul la sangre de mis venas.
Y ahora sé que el día en que yo me muera
me tumbaré sobre la arena
y que me lleve lejos, cuando suba, la marea.”
A principios del mes de marzo de 2015, Asier se sentó a mi lado un buen día, me tomó de la mano, y me dijo que quería que habláramos: me contó que las cosas con Laura hacía un tiempo que iban mejor, que este año parecía que la vida les estaba dando otra oportunidad, y que estaba surgiendo entre ellos un espacio de entendimiento en el que, al fin, podían reencontrarse, después de mucho tiempo caminando perdidos, cada uno por su propia senda.
“Y ahora sé que el día en que yo me muera
me tumbaré sobre la arena
y que me lleve lejos, cuando suba,
y que me lleve lejos, cuando suba, la marea…” (Cuando Suba La Marea.)
Que volvían a sentir que eran una pareja.
Y que lo nuestro, irremediablemente, se tenía que acabar.
Yo soy la soberana en el mundo de los secretos.
Como si de libros se tratara, los tengo bien archivados en el castillo que es mi mente. Los hay de todos los tamaños, formas y colores. Tengo secretos inmensos, que rezuman por los cuatro costados olas de traición y de muerte inocente, y que no quiero volver a leer jamás. Esos los guardo en las mazmorras de la memoria para que se pudran allí dentro, y nunca regresen a ver la luz del sol. Tengo otros de rabia, ira y venganza, como el que le dedico a Mikel: ése está tirado por ahí, en un rincón, no es más que un folletín cutre y trasnochado que no merece la pena ser leído de nuevo. También tengo otros que son pequeñitos, pero dulces como caramelos, los guardo en mi mesilla, dentro de un cajón de terciopelo. Allí está la noche que pasé con Asier por las calles de Pamplona, nuestros besos adolescentes, los bailes hasta el amanecer…
Pero, sin duda alguna, hay un libro que destaca por encima de todos los demás, el best- seller de entre mis secretos. Es la historia que protejo con más cariño, abrazada contra mi corazón. Mi amor prohibido con Asier, será la lectura que ocupe por siempre la cabecera de mi cama. Es un relato corto, apenas supera las páginas de un calendario, pero será el que llevaré a todas partes conmigo, y el que releeré por las noches, mil veces…
En mis pensamientos…