11.
CAROLINA
Martes, 9 de julio de 2013.
Hace un día tan bonito y veraniego, que he decidido ponerme mi vestido nuevo de tirantes. Sé que no es el atuendo ideal para una jornada de trabajo, pero me apetecía estrenarlo hoy mismo. Como en esta ciudad nunca se sabe cuándo se estropeará el tiempo, y por tanto, no hay garantía ninguna de que seguiremos disfrutando del sol, el mejor momento para lucirlo es ahora, y el lugar ideal, éste. Además, aunque estamos a comienzos de verano, mi piel se ve lo suficientemente bronceada como para que el modelito en cuestión me siente de maravilla.
Solo me he arrepentido de mi elección, cuando he sabido a dónde tenía que ir hoy.
Llevo dos meses trabajando para Asier, y la verdad es que me encanta lo que hago. El asesoramiento en nuevas tecnologías es una disciplina que yo desconozco, pero mi cometido dentro de la empresa consiste en ocuparme de las relaciones públicas, y eso sí que se me da estupendamente bien. En el poco tiempo que llevo en el puesto, puedo afirmar con orgullo que he contribuido a cerrar un par de buenos contratos, y eso es algo que me hace sentir muy satisfecha. He trabajado duro para lograr entender los conceptos más básicos e imprescindibles en lo que se refiere al uso de las Tecnologías de la Información, o T.I.C.´s, como se llaman ahora. Es curioso: nunca antes había oído hablar de estos términos, y sin embargo, hoy en día, han pasado a formar parte de mi vocabulario cotidiano. Y es por ello que necesito formarme continuamente y procurar estar a la última, o por lo menos, parecer que lo estoy, porque el trabajo así lo requiere.
A veces me pregunto si de verdad me está mereciendo la pena realizar tanto esfuerzo. Yo, que me podría permitir el lujo de no volver a trabajar nunca más, y aun así, vivir moderadamente bien. Pero en mi caso, no es tanto una cuestión económica como de independencia, de pensar que me valgo por mí misma, y que no necesito a nadie más para subsistir.
Ya viví sin trabajar mientras estuve casada con Diego, y no quiero volver a sentirme tan vulnerable y dependiente de otra persona como lo fui entonces, nunca más.
Cuando pienso en los años transcurridos junto a mi ex marido, se me cambia el humor. Es un sentimiento que va perdiendo fuerza con el paso del tiempo, como se desdibuja la tinta de una carta de amor abandonada bajo la lluvia. Pero aun así, todavía tengo alguno de esos malos momentos en los que se me nubla el ánimo, con gruesas nubes negras cargadas de tristeza y de profundo rencor, y no consigo sacudirme el abatimiento en una semana. Me atemoriza pensar que cuando no tengo nada que hacer en todo el día, soy presa fácil para que esas nubes sombrías me alcancen de nuevo. Por eso procuro salir mucho de casa, ir de compras y, sobre todo, tener un buen trabajo que me llene, me estimule, y que mantenga a raya todos mis malos sueños.
Humm… El sol… Qué gusto da… Este cielo azul sin rastro alguno de nubes en el horizonte, me transporta a aquel otro cielo tan maravilloso que iluminaba la isla de Ibiza…
Cuando Diego me dejó sola en aquella casa - que antes era de ensueño, y que poco a poco se había convertido en el escenario de una pesadilla -, sin tener a nadie con quién hablar, ni más compañía que el personal de servicio, con el que yo no tenía la menor relación; después de haber perdido a aquel hijo que podría haber sido mío… Cuando todo aquello pasó, fue cuando empecé a experimentar aquel abatimiento tan atroz que me mantenía postrada en la cama durante días. No tenía ganas de levantarme, nadie me esperaba en ninguna parte. Al poco tiempo, ni siquiera la preciosa playa de aguas cristalinas que se extendía a los pies de la cala en la que vivía, me resultaba lo suficientemente atractiva como para arrastrarme a poner un pie fuera de la casa. Me pasaba las horas muertas esperando recibir la tan ansiada llamada de Diego, que algunos días se producía, y otros, en cambio, no. Y cuando, por fin, se dignaba a hablar conmigo - cada vez de manera más esporádica -, sus palabras, lejos de tranquilizarme, me producían un creciente estado de angustia y desasosiego. Me decía que tenía mucho trabajo en Barcelona, que estaba montando un nuevo local, que se retrasaría en volver. Yo no entendía nada. ¿Por qué no me llevaba allí a mí, al igual que me había traído hasta Ibiza, empleando exactamente los mismos pretextos que ahora le servían para mantenerme alejada de él?
Las semanas transcurrieron con una lentitud desesperante hasta que, por fin, llegó el día en el que decidió regresar, tres meses después de su marcha. En sus maletas traía un montón de ropa sucia, maloliente y arrugada, y los papeles del divorcio, listos para firmar. Estaba claro que, mientras yo languidecía en un rincón, malgastando mi vida estúpidamente y lanzándola al cubo de la basura, él no había estado perdiendo el tiempo, ni mucho menos.
Me explicó que yo era demasiado joven, que aquella boda había sido un error, que era hora de tomar caminos separados, que yo debía regresar a mi antigua vida y que, incluso, podría plantearme la opción de volver a estudiar… Las condiciones económicas del divorcio fueron muy ventajosas para mí. No sé si con ellas pretendía pagar también su mala conciencia, ya de paso.
Yo firmé aquellos papeles sin rechistar, y no solo eso, sino que, además, hubo otro asunto en el que seguí sus consejos a pies juntillas: decidí retomar mis estudios de secretariado de empresa, aunque para ello tuviera que comenzar las asignaturas prácticamente desde cero. Con todo el tiempo que había transcurrido desde que lo dejé, a mi regreso, me encontré con la desagradable sorpresa de parecer la hermana mayor de todas aquellas niñas que eran mis nuevas compañeras, y que apenas habían cumplido los veinte años de edad. Pero aun así, no me desanimé en absoluto y obtuve mi título, sintiéndome muy orgullosa de mí misma por primera vez en mucho tiempo. Por otro lado, mi padre me ayudó a invertir bien el dinero que Diego me había dejado, cosa que, a día de hoy, me proporciona una cierta estabilidad económica frente a las adversidades laborales que me asaltan continuamente. Y eso es lo único que, a estas alturas de la vida - y una vez curadas las heridas que me produjo el abandono y el desamor -, considero reseñable de aquella época pasada y clausurada de mi vida.
Voy caminando tranquilamente, concentrada en mis pensamientos, cuando me percato de que casi estoy llegando a mi destino. Me encuentro al inicio del Paseo de la Senda. En cosa de cinco minutos, estaré llamando al timbre de la casa de Andrea y Mikel.
-¿Por qué quieres que vaya yo? – he preguntado esta mañana, no sin cierto reparo, cuando Asier me ha encomendado esta visita –. Si lo que necesita es apoyo técnico, yo no le voy a servir de gran ayuda…
El hecho de que Mikel precisara de los servicios de nuestra empresa, no me ha parecido nada extraño de por sí. Al fin y al cabo, él forma parte de un bufete de abogados de reconocido prestigio en la ciudad. Y supongo que en este tipo de despacho profesional, también se requerirá del correspondiente asesoramiento tecnológico. Por lo visto, ha llamado esta mañana a la oficina para concertar una cita “a la mayor brevedad posible”, según les ha hecho saber.
Hasta aquí, todo normal.
Lo que no me ha gustado nada es que, al parecer, cuando Pablo, nuestro técnico, se ha ofrecido a desplazarse hasta su bufete para elaborar un diagnóstico del estado de sus instalaciones, y así poder sugerir posibles mejoras, Mikel ha insistido en que aquello no era necesario, que él quería tratar el asunto directamente conmigo. Y lo peor de todo, lo que me ha escamado sobremanera, ha sido que, por lo visto, me ha citado directamente en su casa.
- Venga, Carolina, ya sé que suena totalmente a enganchada… – me ha dicho Asier. A él tampoco se le escapa que es una petición muy extraña –. Querrá que le hagamos algún favor, ya sabes cómo funcionan estas cosas, somos amigos… Y los amigos, por desgracia, a veces se creen con derecho a abusar un poco de las confianzas – se ha lamentado –. Seguramente, se habrá pillado un virus en su portátil mientras miraba alguna página guarra, y no sabrá cómo librarse de él sin que le pille Andrea – y dicho lo cual, nos hemos reído los dos a carcajadas con la ocurrencia –. Por favor, averigua qué tripa se le ha roto y después me lo cuentas, ¿de acuerdo? Veremos a ver qué podemos hacer por él…
Asier es un tío sensacional. Y no lo digo porque sea mi jefe, ni mucho menos. Al contrario, todavía me cae mejor desde que trabajo para él. Sabe dar órdenes sin abusar de su autoridad. Es un hombre educado, justo, ecuánime, y un estupendo amigo. De joven siempre me había parecido un chico excesivamente serio, algo retraído tal vez. Claro que, por aquel entonces, nuestra relación era muy superficial. A medida que lo voy conociendo más, tengo un mejor concepto de él. Cosa que no me sucede con ese cretino de Mikel, que a saber qué demonios estará tramando ahora.
Llego hasta el portal y pulso el timbre del videoportero. Silencio absoluto. Qué bien, a ver si tengo suerte y no está en casa. Eso sería lo ideal. Como el abogado superocupado que siempre alardea ser, es posible que hoy tuviera una cita en el Juzgado, y no se haya dado cuenta de que había quedado conmigo a la misma hora.
Ya me estoy haciendo ilusiones, cuando escucho a través del interfono el sonido de una voz que me resulta harto conocida:
– ¿Sí? ¿Quién es? – pregunta.
Sabe perfectamente que soy yo, porque me estará viendo a través de la cámara del videoportero. No obstante, me aguanto las ganas que me están entrando de poner los ojos en blanco y procedo a contestarle, empleando para ello mi tono de voz más neutro y profesional:
- Hola Mikel, soy yo, Carolina.
- ¡Sube, guapísima! – contesta él con exagerado entusiasmo, y acto seguido me abre la puerta.
El piropo que me acaba de soltar me hace sentir de lo más incómoda, y aun así, reprimo de nuevo una mueca de disgusto que está pugnando por asomar a mi cara. De repente, me asaltan las dudas: en mala hora me he puesto este vestido… ¿Se creerá que lo he elegido a propósito, para venir a verle a él? ¡Mierda, es demasiado escotado! Pero ya es tarde para lamentarse. Siento que las sofisticadas cámaras de seguridad - colocadas por doquier en los puntos estratégicos de este lujoso portal -, me observan atentamente mientras avanzo hacia el ascensor. Saludo al vigilante, que me mira indiferente por encima del periódico que sujeta entre las manos, atrincherado como está dentro de su garita. “No sé por qué me pongo tan nerviosa” – trato de razonar -, “al fin y al cabo, estamos en julio. No hay duda de que los niños estarán de vacaciones, así que lo más probable es que se encuentren en casa, viendo la tele y armando jaleo”. Ahora me siento un tanto ridícula, y empiezo a pensar que tal vez me he precipitado sacando conclusiones.
Pero enseguida descubro que, en realidad, no iba tan desencaminada.
Mikel me abre la puerta de su casa con una enorme sonrisa dibujada en el rostro. Viste de manera impecable pero informal, con una camisa de manga corta y unos vaqueros desgastados, y lleva el pelo cuidadosamente despeinado, así que está claro que hoy no piensa ir a trabajar. No cabe duda de que sigue siendo un hombre muy atractivo, lo reconozco. De los que llaman la atención si te los cruzas por la calle. De ésos que te girarías a mirar.
Y él lo sabe. De sobras lo sabe.
Su pelo, antes rubio, se ve ahora surcado de numerosas canas que, lejos de restarle puntos, le hacen parecer mucho más interesante de lo que llegó a ser de joven. En aquellos tiempos remotos, yo solo lo veía como a un niñato consentido. Me entra un escalofrío al recordar la de veces que tonteé con él en el pasado, por pura diversión. Sus preciosos ojos verdes siguen ahí, y en este preciso instante, están clavados en mí.
- ¡Hola Carol, qué alegría verte! Pasa, por favor.
Educadamente, se hace a un lado para dejarme entrar, y en cuanto paso por delante de él, noto cómo me resigue de arriba a abajo con la mirada. Es como un lobo hambriento, y me temo que yo soy su presa.
Me conduce hasta su luminosa cocina, que cuenta con unas privilegiadas vistas sobre el paseo que discurre bajo su casa. Esta espaciosa estancia se abre a una magnífica terraza, en la que recuerdo haber estado muchas veces con anterioridad. Andrea y Mikel son los anfitriones perfectos, y acostumbran a organizar unas maravillosas veladas a la luz de la luna durante las noches de verano, en las que todos los amigos lo pasamos estupendamente bien. Y no es de extrañar que triunfen siempre: la amplitud de su casa, unida a la forma en la que se haya distribuida, es ideal para organizar muchas y muy exitosas fiestas. Hasta tienen una barra de bar de auténtico diseño, mucho más equipada que la de algunos garitos en los que yo recuerdo haber estado.
El piso parece hallarse en completo silencio. Ni rastro de los niños. Ni rastro del servicio.
- ¿Te apetece tomar algo? ¿Un Martini, tal vez? Sabes que los preparo de lujo…
Mikel se sitúa detrás de la barra y pone dos copas sobre la pulida encimera.
- ¿No es un poco pronto para beber? – pregunto yo, y sonrío levemente. Estoy molesta. Y algo intimidada, también. Pero no pienso dejar que él se dé cuenta. No, al menos, por el momento. Veo su juego, lo llevo viendo desde hace demasiado tiempo, y he decidido seguirlo. No será la primera vez que esto ocurra, aunque sí, tal vez, la más peligrosa. Ya no somos dos veinteañeros que tontean en los bares, y las consecuencias pueden ser desastrosas. Pero mi curiosidad es más fuerte que mis recelos, y quiero descubrir de una vez por todas hasta dónde piensa llegar.
- Nunca es demasiado pronto, si se está en buena compañía – me contesta él. Alguien le ha debido decir que su cautivadora sonrisa desarma a las mujeres, porque la usa constantemente para dirigirse a mí.
Aunque yo aún no he aceptado esa copa que me ofrece, él acaba preparando dos Martinis con su hielo picado, sus aceitunas, y una rodaja de naranja. Y la presentación final es tan pulcra, que resulta digna del mejor barman profesional. Es evidente que lo tiene todo preparado. Se ha estudiado a fondo su guion, y ahora está representando el papel del perfecto galán. Paso a paso.
Y digo yo… cuándo me ha molestado a mí que un hombre atractivo me intente seducir… Decido que voy a dejarme impresionar.
Me invita a pasar a la terraza, y yo acepto. Dos mullidas chaise longe forradas de blanco lino nos esperan bajo un entoldado, estratégicamente colocadas la una junto a la otra. Me recuesto a disfrutar de la sombra y de la frondosidad de los árboles que nacen allá abajo, en el paseo, y que a nivel del ático asoman sus copas de un vivo color verde y se agitan mecidas por una suave brisa. Él se recuesta de medio lado en la otra chaise longe, tan cerca de mí que podría tocarme. Sé que en esa posición disfruta de unas maravillosas vistas sobre mi escote, pero me da igual.
Hablemos.
- Todavía no me has contado para qué me has hecho venir... – comento yo, haciéndome la ingenua -. ¿Acaso tienes algún problema con el ordenador?
- Aaah Carol… - suspira él -. No quiero aburrirte con mis asuntos de trabajo… Ya puedes imaginar cómo es esta profesión, cuando te mueves en ciertas esferas, como hago yo… Llevo casos de tal relevancia… que resultarían muy complicados de explicar, y además, arruinaríamos este momento tan maravilloso que estamos compartiendo juntos, tú y yo… – dice, mientras se incorpora levemente, apoyando parte de su cuerpo sobre un codo. Y ya puestos, aprovecha el cambio de postura para aproximarse aún más a mí -. Tengo tanto estrés acumulado… No te lo puedes ni llegar a imaginar…
A estas alturas de la conversación, yo ya estoy completamente indignada con el trato infantiloide y pueril que me está dispensando. Se supone que me ha hecho venir hasta aquí para solventar ciertos problemas técnicos, y sin embargo, tan solo me está hablando de su trabajo. Y para colmo, lo hace como si yo fuera completamente idiota. Está visto que, por mucho que hayan pasado los años, Mikel no ha cambiado ni un ápice su manera de ser. Y si lo ha hecho, entonces ha sido únicamente para empeorar. Bajo esa apariencia engañosa que le confiere su actual aspecto de hombre maduro, subyace el mismo engreído insufrible de toda la vida. No tiene remedio alguno.
Pero él sigue ahí, tranquilo, a lo suyo. Y no es consciente en absoluto de la falta de tacto de la que está haciendo gala conmigo. Muy al contrario, y ajeno por completo al hecho de que me ha ofendido, continúa con su absurda estrategia para conquistarme.
– Carol, Carol… Si tú supieras…- prosigue, aproximándose un poco más, hasta situarse justo al borde de su tumbona. Si en este momento perdiera el equilibrio, vendría a caerse inevitablemente justo encima de mí –. Hace mucho tiempo que tenía ganas de estar contigo a solas…
Y mientras me habla con dulzura, como en un susurro, su dedo índice se posa sobre mi brazo por encima del codo y, acto seguido, se desliza suavemente en una caricia hasta llegar a mi hombro, donde engancha el tirante de mi vestido, y después, lo baja.
Ya he tenido suficiente.
Me levanto con determinación de la chaise longe y, mientras vuelvo a colocar el tirante en su sitio, me asomo al barandado de la terraza.
- Mikel, ¿dónde está Andrea? ¿Y los niños? ¿Dónde está todo el mundo? – le pregunto.
Él también se ha puesto en pie, oigo sus pasos detrás de mí.
- Es verdad, no te lo he contado – le escucho decir –. Andrea está de compras en Biarritz con su madre. Se han llevado a los niños a pasar unos días –. Se sitúa a mi lado, me sujeta firmemente por los hombros y me obliga a girarme hacia él. Nuestras miradas quedan enfrentadas –. Carol, ésta es nuestra gran oportunidad, estamos completamente solos – y antes de que yo pueda reaccionar, me arrastra hasta hacerme chocar contra su pecho, me agarra firmemente de la nuca y me besa con pasión, mientras su lengua intenta abrirse camino entre mis labios, que a duras penas consiguen mantenerse cerrados a pesar de mis esfuerzos.
Instintivamente, empujo a Mikel y lo alejo de mí con brusquedad.
- ¡Pero qué estás haciendo! – le grito -. ¡Estás loco!, ¡Andrea es mi amiga!
- ¡Tú lo deseas tanto como yo, no lo niegues! – replica él -. ¡Algún día tenía que pasar! ¡Llevamos demasiado tiempo esperándolo!
- ¡Qué dices! – no doy crédito a sus palabras -. ¡Yo no quiero nada contigo! ¡Que te quede bien claro, de una vez por todas! ¡Nunca pasará nada entre nosotros!
Aturdida, me dirijo hacia el interior de la vivienda y recojo mi bolso, que había dejado tirado sobre la gran mesa que preside la cocina. En cuanto consigo pensar con claridad, decido salir rápidamente de allí. Ya en el descansillo, llamo al ascensor y un instante después me introduzco en él. Por suerte para mí, seguía parado en este mismo piso. Mikel viene justo detrás, se planta delante de las puertas automáticas y, antes de que dé tiempo a que se cierren, me mira fijamente, me sonríe, y con una convicción que me hiela la sangre, me dice:
- Sí que va a pasar, Carol. Puedes estar segura. Va a pasar. Tú espera y verás. Tan solo es cuestión de tiempo…
Al llegar a la oficina, Asier me pregunta qué tal ha ido la reunión. Le explico que tenía razón, que lo de Mikel era tan solo una burda excusa para que le actualizara el antivirus.
- Ya se lo he instalado yo, no te preocupes. Algo he aprendido desde que trabajo aquí – le miento. Y Asier, a cambio, me mira y sonríe.
Por fin. La sonrisa franca de un amigo. Eso es exactamente lo que necesito en estos momentos.
- No sabes cómo te lo agradezco, Carol – me dice, con sinceridad –. Era un compromiso de lo más engorroso, y tú sola te has sabido librar de él. Te aseguro que me quitas un peso de encima.
“Pues ni te imaginas el peso que me he quitado yo” - pienso para mis adentros.