VII
A DIÓNISO
Recordaré de Dióniso, hijo de la gloriosa Semele, cómo apareció en la orilla del mar estéril, sobre un promontorio saliente, parecido a un mancebo que acaba de llegar a la juventud: hermosos cabellos negros colgaban de su cabeza y llevaba en sus robustas espaldas una capa purpúrea. Pronto se le acercaron por el vinoso mar en nave de bellas tablas unos piratas tirrenos —¡su mala suerte los conducía!—, quienes, al verle, hiciéronse señas, saltaron rápidamente a tierra, lo cogieron enseguida y lo llevaron a la nave, alegrándose en su corazón. Figurábanse que sería hijo de reyes, alumnos de Zeus, y quisieron atarlo con fuertes ligaduras. Pero las ligaduras no le sujetaron, sino que los mimbres cayeron lejos de sus manos y de sus pies, y él se sentó sonriéndose en sus negros ojos. Advirtiólo el piloto y enseguida exhortó a sus compañeros, a quienes dijo:
—¡Desdichados! ¿Qué dios poderoso^ es ése a quien habéis cogido y atado? Ni llevarle puede la nave bien construida. Ése es sin duda Zeus, o Apolo, el del arco de plata, o Posidón; pues no se parece a los mortales hombres, sino a los dioses que poseen olímpicas moradas. Mas, ea, dejémosle cuanto antes en la negra tierra y no pongáis en él vuestras manos: no sea que, irritado, suscite fuertes ventoleras y un recio huracán.
Así dijo, y el capitán le increpó con áspero lenguaje:
—¡Desdichado! Observa tú el viento y tira de la vela, luego que hayas recogido los aparejos todos; que de ése se cuidarán los demás hombres. Espero que llegará a Egipto, a Chipre, a los Hiperbóreos o aún más lejos, y que al fin nos dará a conocer sus amigos, sus bienes todos y sus hermanos, pues un dios lo pone en nuestras manos.
Habiendo hablado así, izó el mástil y descogió la vela de la nave. El viento hinchó el centro de la vela, y a sus lados colocaron los aparejos; pero pronto se les presentaron cosas admirables. Primeramente un vino dulce y perfumado manaba en sonoros chorros dentro de la nave, despidiendo un olor divino: quedáronse atónitos los marineros cuando lo notaron. Luego, una parra se extendió al borde de la vela, acá y acullá, y de ella colgaban muchos racimos; se enroscó alrededor del mástil una oscura hiedra lozana y florida, de la cual salían lindos frutos; y aparecieron con coronas todos los escálamos: al advertirlo, mandaron al piloto que acercara la nave a tierra. Pero Dióniso, dentro de la nave y en su parte más alta, se transformó en espantoso león que dio un gran rugido; y, en medio de ella, creó — mostrando señales— una osa de erizado cuello, que se levantó furiosa, mientras el león desde las tablas más altas miraba torva y terriblemente. Entonces huyeron a la popa, junto al piloto de prudente espíritu, y allí se detuvieron estupefactos. Mas el león se lanzó de repente y cogió al capitán; y los demás, así que lo vieron, con el fin de librarse del funesto hado, saltaron todos juntos afuera, al mar divino, y convirtiéronse en delfines. Dióniso, compadecido del piloto, lo detuvo, lo hizo completamente feliz y le dijo:
—Tranquilízate, piloto divino, que has hallado gracia en mi corazón: yo soy el bullicioso Dióniso, a quien dio la luz una madre cadmea, Semele, después de unirse amorosamente con Zeus.
Salve, hijo de Semele, la de lindos ojos, que no es posible adornar el dulce canto sin acordarse de ti.