IV
A HERMES

1

Canta, oh Musa, a Hermes, al hijo de Zeus y de Maya, que impera en Cilene y en Arcadia, muy rica en ovejas, y es nuncio útilísimo de los inmortales. Dióle a luz la veneranda Maya, ninfa de hermosas trenzas, después de unirse amorosamente con Zeus: huyendo del trato de los bienaventurados dioses, habitaba Maya una gruta sombría, y allí, en la oscuridad de la noche, tan pronto como el dulce sueño rendía a Hera, la de níveos brazos, juntábase el Cronión con la ninfa de hermosas trenzas a hurto de los inmortales dioses y de los mortales hombres. Mas, cuando el intento del gran Zeus se hubo cumplido y el décimo mes apareció en el cielo, la ninfa dio a luz y ocurrieron cosas notabilísimas: entonces, pues, parió un hijo de multiforme ingenio, de astutos pensamientos, ladrón, cuatrero de bueyes, capitán de los sueños, espía nocturno, guardián de las puertas; que muy pronto había de hacer alarde de gloriosas hazañas ante los inmortales dioses. Nacido al alba, al mediodía pulsaba la cítara y por la tarde robaba las vacas del flechador Apolo; y todo esto ocurría el día cuarto del mes, en el cual lo había dado a luz la veneranda Maya. Apenas salió de las entrañas inmortales de su madre, ya no se quedó largo tiempo tendido en la sagrada cuna, sino que se levantó prestamente y fue a buscar los bueyes de Apolo, transponiendo el umbral de la cueva de elevado techo. Allí encontró una tortuga y con ella adquirió un inmenso tesoro: Hermes, en efecto, fue quien primeramente hizo que cantara la tortuga, que le salió al encuentro en la puerta exterior, paciendo la verde hierba delante de la morada y andando lentamente con sus pies. Y el útilísimo hijo de Zeus, al verla, sonrió, y enseguida dijo estas palabras:

30

—Casual hallazgo que me serás muy provechoso: no te desprecio. Salve, criatura amable por naturaleza, reguladora de la danza, compañera del festín, que tan grata te me has aparecido: ¿de dónde vienes, hermoso juguete, pintada concha, tortuga que vives en la montaña? Pero te cogeré y te llevaré a mi morada, y me serás útil y no te desdeñaré; y me servirás a mí antes que a nadie. Mejor es estar en casa, pues es peligroso quedarse en la puerta. Tú serás, mientras vivas, preservadora del sortilegio tan dañoso; y cuando hayas muerto, cantarás muy bellamente.

39

Así, pues, decía; y al mismo tiempo la levantaba con ambas manos y se encaminaba nuevamente adentro de la morada, llevándose el amable juguete. Allí, vaciándola con un buril de blanquizco acero, arrancóle la vida a la montesina tortuga. Como un pensamiento cruza veloz por la mente de un hombre agitado por frecuentes inquietudes, o como se mueven los rayos que lanzan los ojos, así cuidaba el glorioso Hermes que fuesen simultáneas la palabra y su ejecución. Enseguida cortó cañas y, atravesando con ellas el dorso de la tortuga de lapídea piel, las fijó a distancias calculadas; puso con destreza a su alrededor una tira de piel de buey, colocó sobre ella dos brazos que unió con un puente, y extendió siete cuerdas de tripa de oveja que sonaban acordadamente. Mas cuando hubo construido el amable juguete, llevóselo y fue probándolo parte por parte; y la cítara, pulsada por su mano, resonó con gran fuerza. Entonces comenzó el dios a cantar bellamente (intentándolo de improviso, a la manera que los jóvenes mancebos se zahieren lanzándose pullas unos a otros en los banquetes) a Zeus Cronida y a Maya, la de hermosas sandalias, refiriendo cómo antes vivían íntimamente, en compañía y amor; mencionó luego su propio linaje de glorioso renombre; y celebró las sirvientas y las espléndidas moradas de la ninfa y los trípodes y abundantes calderos de su casa. Cantaba, pues, estas cosas, pero revolvía otras en su ánimo. Pronto fue a dejar en la sagrada cuna la hueca cítara y, ávido de carne, saltó desde la olorosa mansión a una altura, meditando en su mente un golpe audaz como los que traman los ladrones durante las horas de la negra noche.

68

Hundíase el Sol con sus corceles y su carro en el Océano, debajo de la tierra, y Hermes llegaba corriendo a las montañas umbrías de la Pieria, donde las vacas inmortales de los bienaventurados dioses tenían su establo y pacían en deliciosas praderas que nunca se siegan. Entonces el hijo de Maya, el vigilante Argifontes, separó del rebaño cincuenta mugidoras vacas y se las llevó errantes por arenoso lugar, cambiando la dirección de sus huellas; pues no se olvidó de su arte engañador e hizo que las pezuñas de delante fuesen las de atrás y las de atrás las de delante; y él mismo andaba de espaldas. Tiró enseguida las sandalias sobre la arena del mar y trenzó otras que sería difícil explicar o entender, ¡cosa admirable!, entrelazando ramos de tamarisco con otros que parecían de mirto. Con ellos formó y ató un manojo de recién florida selva, que, como ligeras sandalias, ajustó a sus pies con las mismas hojas que él, el glorioso Argifontes, arrancó al venir de la Pieria, dejando el camino público, como si llevara prisa, y tomando espontáneamente el camino más largo. Un anciano, que cultivaba un florido jardín, viole cuando se dirigía a la llanura por la herbosa Onquesto; mas el hijo de la gloriosa Maya le dijo el primero:

90

—Oh anciano encorvado de hombros, que cavas la tierra en torno de las plantas; mucho vino tendrás cuando todas lleven fruto. Pero ahora, viendo, no veas; oyendo, sé sordo; y cállate; puesto que nada daña lo tuyo.

94

Dicho esto, empujó las fuertes cabezas de las vacas. Y el glorioso Hermes atravesó muchos montes umbríos y valles sonoros y llanuras floridas. Ya la oscura divinal noche, que le había ayudado, tocaba a su fin, por haber transcurrido en su mayor parte, y pronto iba a aparecer la Aurora que llama el pueblo al trabajo; y la divina Luna, hija del rey Palante Megamedida, acababa de subir a su atalaya, cuando el fuerte hijo de Zeus llegó al Alfeo con las vacas de ancha frente de Febo Apolo. Los indómitos animales se dirigieron a un establo de elevado techo y a unos lagos que había delante de una magnífica pradera. Allí el dios dejó que se saciaran de hierba las mugidoras vacas, que comían loto y juncia bañada de rocío; y luego las metió todas en el establo, reunió abundante leña y practicó el arte de encender fuego. Habiendo cogido un espléndido ramo de laurel, lo descortezó con el hierro y lo frotó con la palma de la mano; y se elevó en el aire un cálido humo. Hermes dispuso primeramente el combustible y el fuego. Tomó muchos y gruesos trozos de leña seca, que colocó en un hoyo abierto en la tierra, y los amontonó en gran número; y brilló la llama enviando a lo lejos el soplo de un fuego ardentísimo. Y mientras la fuerza del glorioso Hefesto encendía el fuego, Hermes sacó afuera, junto a la llama, dos mugidoras vacas de retorcidos cuernos —pues la fuerza del dios era grande— y las derribó, jadeantes, de espaldas al suelo; e, inclinándose, las volvió y les perforó la medula; y, añadiendo trabajo a trabajo, cortó sus carnes pingües de grasa. Luego, espetándolas en asadores de madera, asó las carnes juntamente con los dorsos honorables y la negra sangre encerrada en las entrañas. Y todas estas cosas las dejó allí, en el suelo. Después tendió las pieles sobre una áspera roca, donde están todavía hoy, habiéndose hecho muy añosas en el intervalo, después de tan largo y continuo tiempo como desde entonces ha transcurrido. Enseguida Hermes, de ánimo alegre, retiró la pingüe vianda a un lugar plano y liso, y la dividió en doce partes que debían ser repartidas por suerte, atribuyendo a cada una de ellas un gran honor. Entonces el glorioso Hermes apeteció una porción de las carnes sacrificadas, pues el suave olor le encalabrinaba; pero, no obstante su gran deseo, no le persudió su ánimo generoso a que dejara pasar cosa alguna por su sagrada garganta. Llevólo todo al establo de elevado techo, así la grasa como las abundantes carnes, lo levantó rápidamente en el aire como señal del reciente hurto, y, habiendo amontonado leña seca, pies y cabezas fueron enteramente consumidas por el ardor del fuego. Cuando el dios hubo terminado todas estas cosas como era debido, tiró las sandalias al Alfeo de profundos remolinos, apagó las brasas, y estuvo toda la noche esparciendo la negra ceniza mientras brillaba la hermosa luz de la Luna. Enseguida, ya al amanecer, llegó de nuevo a las divinales cumbres de Cilene, sin que en el largo camino le hubiese salido al encuentro ninguno ni de los bienaventurados dioses ni de los mortales hombres, ni le hubiesen ladrado los perros. Entonces el benéfico Hermes, hijo de Zeus, comprimiéndose, entró en la morada por el cerrojo, como aura de otoño o como neblina. Fuese directo de la cueva a la rica habitación avanzando quedamente con sus pies, sin hacer ruido, como si no anduviera sobre el suelo. El glorioso Hermes se metió apresuradamente en la cuna y apareció acostado, envolviéndose los hombros con los pañales como un infante, jugando con el lienzo que sujetaba sus manos y tenía alrededor de sus corvas, y asiendo la amada tortuga con la mano izquierda. Pero el dios no pasó inadvertido a la diosa, su madre, quien le dijo estas palabras:

155

—¿Qué has hecho, taimado, y de dónde vienes a estas horas de la noche, impudente? Mucho temo que muy pronto salgas por el vestíbulo con irrompibles ligaduras puestas en tus flancos por las manos del Letoída, o que éste te despoje llevándote al fondo de un valle. Vete de nuevo y enhoramala, que tu padre te engendró para que fueses una gran pesadilla para los mortales hombres y los inmortales dioses.

161

Y Hermes respondióle con astutas palabras:

162

—Madre mía: ¿por qué me dices estas cosas para espantarme, como si yo fuese un temeroso infante que en su espíritu conoce muy pocas bellaquerías y teme las reprensiones de su madre? Mas yo dominaré un arte que es el mejor, honrándome a mí y a ti constantemente, y no sufriremos quedarnos aquí, solos entre los inmortales, sin recibir ofrendas ni súplicas, como tú lo mandas. Es mejor conversar todos los días con los inmortales, siendo rico, opulento y dueño de muchos campos de trigo, que permanecer en casa, en este antro sombrío; y yo obtendré los mismos divinales honores que Apolo. Y si mi padre no me los concede, probaré de ser —pues lo puedo— capitán de ladrones. Si el hijo de la gloriosa Leto me buscare, creo que algo todavía más grave habrá de ocurrirle. Iré a Pito, a horadarle su gran morada, de donde le robaré en abundancia hermosos trípodes, calderos y oro, en abundancia también blanquecino hierro, y muchos vestidos: tú misma lo verás, si quisieres.

182

Así, con estas palabras, platicaban el hijo de Zeus, que lleva la égida, y la veneranda Maya.

184

Ya la Aurora, hija de la mañana, surgía del Océano, de profunda corriente, para llevar la luz a los mortales, cuando Apolo, dirigiéndose a Onquesto, llegaba al amenísimo y sagrado bosque del estruendoso Posidón, que ciñe la tierra. Allí encontró un viejo corcovado que, fuera de camino, levantaba una cerca para su huerto. Y el hijo de la gloriosa Leto le dijo el primero:

190

—¡Oh anciano, que arrancas zarzas en la herbosa Onquesto! Vengo de la Pieria, buscando las vacas de retorcidos cuernos de un rebaño: un toro negro pacía solo, apartado de ellas, y las seguían cuatro mastines, de ojos encendidos, de igual celo, que semejaban hombres; los perros y el toro se quedaron —lo cual es una gran maravilla— y las vacas se fueron de la blanda pradera y del dulce pasto poco después de ponerse el sol. Dime, anciano nacido desde largo tiempo, si acaso has visto algún varón que siguiera su camino detrás de esas vacas.

201

Y el anciano le respondió con estas palabras:

202

—¡Oh amigo! Difícil es referir todo cuanto se ve con los ojos, pues son en gran número los caminantes que frecuentan este camino, ya maquinando muchas cosas malas, ya pensando en cosas muy buenas; y no es nada fácil conocerlos a todos. Mas yo todo el día, hasta que se puso el sol, cavé en torno de la fértil tierra del huerto plantado de viña; y me pareció ver —pues claramente no lo sé— un niño, un infante, que acompañaba unas vacas de hermosos cuernos, llevaba una varita, andaba yendo y viniendo, y hacía retroceder las vacas que tenían la cabeza vuelta hacia él.

212

Dijo el anciano; y el dios, habiendo oído estas palabras, continuó aún más rápidamente el camino. Pero vio un ave de anchas alas, y al punto conoció al ladrón, niño engendrado por Zeus Cronión. El soberano Apolo, hijo de Zeus, lanzóse entonces hacia la divina Pilos en busca de las vacas de tornadizos pies, llevando las anchas espaldas cubiertas por purpúrea nube; y así que el que hiere de lejos hubo advertido las pisadas, profirió estas palabras:

219

—¡Oh dioses! Grande es la maravilla que con mis ojos contemplo. Éstas son las pisadas de las vacas de enhiestos cuernos, pero se dirigen hacia atrás, hacia el prado de asfódelos; mas estas otras no son pisadas de hombre, ni de mujer, ni de blanquecinos lobos, ni de osos, ni de leones; ni creo que tenga nada de centauro de velludo cuello quien tan monstruosas pisadas deja al andar con sus pies ligeros; que si son espantosas las de este lado del camino, más espantosas son todavía las del lado opuesto.

227

Así habiendo hablado, el soberano Apolo, hijo de Zeus, partió apresuradamente y llegó a la montaña, vestida de bosque, de Cilene, al secreto y umbrío interior de la roca, donde la ninfa inmortal había dado a luz al hijo de Zeus Cronión. Un agradable olor se esparcía por la divinal montaña y muchas reses de gráciles piernas pacían la hierba. Por allí descendió apresuradamente al oscuro antro, trasponiendo el umbral de piedra, el propio Apolo, que lanza a lo lejos.

235

Cuando el hijo de Zeus y de Maya vio a Apolo, el que hiere de lejos, irritado a causa de las vacas, se escondió dentro de los olorosos pañales: como la ceniza envuelve una gran brasa de leña de bosque, de semejante modo ocultóse Hermes al ver al que hiere de lejos. En un instante encogió cabeza, manos y pies como si estuviese recién bañado y se entregara al dulce sueño, aunque en realidad velaba; y en el sobaco tenía la tortuga. Mas el hijo de Zeus y de Leto lo comprendió, y reconoció enseguida la muy hermosa ninfa del monte y su amado hijo, infante chiquitito, lleno de engañosos ardides. Y echando la vista a todo el interior de la gran morada, tomó una reluciente llave y abrió tres lugares del fondo, colmados de néctar y de agradable ambrosía; y había allá dentro mucho oro y plata y muchos purpúreos y argénteos vestidos de la ninfa, cosas que contienen las sagradas mansiones de los bienaventurados dioses. Después que el Letoída hubo escudriñado las partes más interiores de la gran morada, habló en estos términos al glorioso Hermes:

254

—¡Oh niño, que en esa cama estás acostado! Muéstrame enseguida las vacas, o pronto nos separaremos de inconveniente manera. Te cogeré y te arrojaré al Tártaro tenebroso, a la oscuridad siniestra e ineluctable; y ni tu madre ni tu padre podrán librarte y traerte a la luz, sino que andarás errabundo debajo de la tierra e imperarás sobre pocos hombres.

260

Y Hermes respondióle con astutas palabras:

261

—¡Letoída! ¡Qué palabras tan crueles proferiste! ¿Y vienes aquí buscando las vacas agrestes? No las vi, no supe de ellas, ni oí que nadie hablara de las mismas; no puedo denunciarlas, ni alcanzar el premio de la denuncia; ni me parezco a un hombre fuerte, cuatrero de bueyes; ni es ésa mi labor, sino que antes me cuido de otras cosas: del sueño, de la leche de mi madre, de llevar los pañales en los hombros, y de los baños calientes. Que nadie sepa de dónde se ha originado esta disputa, pues fuera para los inmortales una gran maravilla que un niño recién nacido atravesara el vestíbulo con las vacas agrestes; tú lo afirmas insensatamente. Y si quieres, prestaré un gran juramento por la cabeza de mi padre: ni confieso que yo mismo sea el autor, ni vi a ningún ladrón de tus vacas, sean cuales fueren, sino que sólo lo sé de oídas.

278

Así habló; y echando frecuentes relámpagos por debajo de sus párpados, movía las cejas, miraba acá y allá y silbaba fuerte, mientras oía el ineficaz discurso. Y, riendo blandamente, le dijo Apolo, el que hiere de lejos:

282

—¡Oh querido, embustero, maquinador de engaños! Figuróme que con frecuencia horadarás por la noche casas ricamente habitadas, derribarás al suelo más de un varón y robarás sin estrépito la morada, cuando dices tales cosas. También afligirás a muchos pastores campestres, en los vericuetos del monte, cuando, ávido de carne, salgas al encuentro de las vacadas y de las lanudas ovejas. Mas, ea, para que no duermas ahora tu último y postrero sueño, baja de la cuna, oh compañero de la negra noche. Y luego tendrás este honor entre los inmortales: serás llamado capitán de ladrones todos los días.

293

Así dijo; y Febo Apolo cogió el niño y fue a llevárselo. Pero entonces el fuerte Argifontes, recapacitando, se levantó sobre las manos que lo sujetaban y dejó escapar un augurio, obrero atrevido del vientre, nuncio abominable. Luego estornudó estrepitosamente, y Apolo, al oírlo, echó de sus manos al suelo al glorioso Hermes. Sentóse luego frente a él y, aunque deseoso de emprender el camino, dijo así zahiriendo a Hermes:

301

—Tranquilízate, niño en pañales, hijo de Zeus y de Maya. Con estos augurios pronto hallaré las fuertes cabezas de mis vacas, y tú mismo me enseñarás el camino.

304

Así habló. Levantóse rápidamente el cuerdo Hermes y, andando con pena, sujetó con las manos a ambas orejas los pañales que envolvían sus hombros y dijo estas palabras:

307

—¿Adonde me llevas, oh tú, el que hiere de lejos, el más violento de todos los dioses? ¿Por qué me acometes, irritado de tal suerte por tus vacas? Oh dioses, ojalá pereciera la raza bovina, pues ni yo robé tus vacas ni vi que otro lo hiciera, sean cuales fueren las vacas, sino que sólo lo sé de oídas. Concédeme y acepta que este pleito lo falle Zeus Cronión.

313

Así exponían claramente estas cosas, una por una, el solitario Hermes y el preclaro hijo de Leto; pero su ánimo era diferente: el último, después de una verdadera pesquisa, no acusaba injustamente al glorioso Hermes respecto de las vacas; mientras que el cilenio se proponía engañar con ardides y con palabras seductoras al que lleva argénteo arco. Mas después que el muy ingenioso se encontró con el de los abundantes recursos, Hermes echó a andar apresuradamente por la arena y le seguía el hijo de Zeus y de Leto. Pronto los gallardos hijos de Zeus llegaron a la cima del oloroso Olimpo, al padre Cronión; pues allí estaba para ambos la balanza de la justicia. La serenidad envolvía el nevoso Olimpo, y los dioses imperecederos se habían reunido al descubrirse la Aurora de áureo trono. Hermes y Apolo, el del arco de plata, se detuvieron ante las rodillas de Zeus; y Zeus altitonante interrogó a su ilustre hijo, dirigiéndole estas palabras:

330

—¡Febo! ¿De dónde traes ese agradable botín, ese niño recién nacido que tiene el aspecto de un heraldo? Grave asunto se presenta al concilio de los dioses.

333

Respondióle a su vez el soberano Apolo, el que hiere de lejos:

334

—Oh padre, pronto oirás una relación que no tiene desperdicio, tú que me zahieres diciendo que soy el único aficionado al botín. Después de recorrer un gran espacio, hallé a este niño, a este ladrón manifiesto, en los montes de Cilene; tan fullero, como yo no he visto otro, ni entre los dioses ni entre los hombres, de cuantos engañan a los mortales sobre la tierra. Habiéndome robado las vacas de la pradera, se las llevó por la tarde a lo largo del estruendoso mar, y las condujo derechamente a Pilos; y las huellas eran de dos maneras y de tal suerte monstruosas que podían admirarse como obra de un ilustre dios. En el negro polvo aparecían las pisadas de las vacas, pero con la dirección cambiada, mirando al prado de asfódelos; y él mismo, infatigable, andaba separadamente por el lugar arenoso, no con los pies ni con las manos, sino que recorría el camino poniendo en juego algún otro ardid, y dejaba unas señales monstruosas como si anduviera sobre tenues ramos de encina. Mientras fue por terreno arenoso, todas las huellas se destacaban muy fácilmente en el polvo; una vez pasado el gran camino de arena, ya se hicieron invisibles las pisadas de las vacas y las de él mismo en un suelo más duro; pero un mortal lo vio cuando llevaba derechamente a Pilos aquella casta de vacas de ancha frente. Luego que las tuvo encerradas en el establo y que hubo ejecutado astutamente durante el camino unas cosas acá y otras allá, se echó en su cuna, parecido a la negra noche, en el sombrío antro, en la oscuridad; y ni el águila de penetrante mirada le habría visto. A menudo se frotaba los ojos con las manos, urdiendo tretas. Y enseguida dijo sin rebozo estas palabras: «No las vi, no supe de ellas, ni sé que nadie hablara de las mismas; no puedo denunciarlas ni alcanzar el premio de la denuncia.»

365

Cuando así hubo hablado, sentóse Febo Apolo; y Hermes pronunció estas otras palabras ante los inmortales, dirigiéndose al Cronión que impera sobre todo los dioses:

368

—¡Padre Zeus! Yo te diré solamente la verdad, pues soy sincero y no sé mentir. Hoy ha venido éste a mi casa, cuando apenas rayaba el sol, buscando unas vacas de tornadizos pies; y no traía dioses bienaventurados por testigos o veedores. Me mandó con gran violencia que se las mostrara y me amenazó muchas veces con arrojarme al anchuroso Tártaro; porque él está en la tierna flor de la gloriosa pubertad, mientras que yo nací ayer —cosas que sabe muy bien— y en nada me parezco a un hombre fuerte, cuatrero de bueyes. Convéncete, ya que te glorías de ser mi padre amado, de que no llevé las vacas a casa —¡así sea feliz como es cierto!— y de que ni siquiera transpuse el umbral: te lo digo sinceramente. Mucho reverencio al Sol y a los demás dioses, y te amo a ti, y temo a éste: sabes tú mismo que no tengo culpa, pero añadiré aún un gran juramento: No, por estos adornados vestíbulos de los inmortales, no soy culpable. Quizás algún día le pague a éste, por robusto que sea, tan cruel pesquisa; pero tú ayuda a los que son más jóvenes.

387

Así habló, guiñando los ojos, el cilenio Argifontes; el cual tenía los pañales encima del brazo y no los soltaba. Zeus se rió mucho al ver que el artero niño negaba tan bien y tan hábilmente lo de las vacas. Pero mandó a entrambos que, puestos de acuerdo, las buscaran; y al mensajero Hermes que fuese el guía y mostrase, sin dañosa intención, dónde había escondido las fuertes cabezas de las vacas. Hizo el Cronida una señal con su cabeza y obedeció el preclaro Hermes; pues la decisión de Zeus, que lleva la égida, persuade fácilmente.

396

Los dos gallardos hijos de Zeus se apresuraron a partir y llegaron a la arenosa Pilos y al vado del Alfeo y a los campos y al establo de elevada techumbre donde la presa había sido encerrada durante la noche. Allí Hermes atravesó enseguida el pétreo umbral y sacó a la luz las fuertes cabezas de las vacas; y el Letoída, volviendo los ojos a otro lado, vio las pieles bovinas sobre la escarpada roca y al momento interrogó al glorioso Hermes:

405

—¿Cómo has podido degollar dos vacas, oh doloso, siendo como eres recién nacido e infante todavía? Yo mismo estoy admirado de la fuerza que tendrás luego, pues no te precisa crecer mucho, oh cilenio, hijo de Maya.

409

Así dijo; y con las manos retorció las fuertes ligaduras... de agnocasto; y ellas se plantaron pronto y con facilidad en la tierra, debajo de los pies, allí mismo, confusamente vueltas las unas hacia las otras, junto a todas las agrestes vacas, por la voluntad de Hermes, que oculta su pensamiento. Apolo, al verlo, quedó admirado. Entonces el fuerte Argifontes miró de soslayo el lugar, lanzando fuego por los ojos..., deseando ocultarse. Pero fácilmente apaciguó al hijo de la gloriosa Leto, al que hiere de lejos, de la manera que quiso, aunque este último era robusto: tomando la tortuga con la mano izquierda, la probó con el plectro parte por parte: resonó aquélla fuertemente debajo de la mano, y Febo Apolo sonrió gozoso, pues el grato sonido de la voz divina había penetrado en su mente y un dulce deseo se apoderaba de su ánimo al escucharla. Tocando, pues, amablemente la lira, el hijo de Maya cobró ánimo y se puso a la izquierda de Febo Apolo; y pronto, además de tocar melodiosamente, cantaba un preludio —una agradable voz salía de su garganta— y celebraba a los inmortales dioses y la tierra oscura, cómo las primeras cosas empezaron a existir y de qué manera alcanzó cada ser lo que le estaba destinado. Honró con el canto, antes que a las demás deidades, a Mnemosine, madre de las Musas, a quien fue asignado por la suerte el hijo de Maya; y, enseguida, el preclaro hijo de Zeus fue celebrando a los inmortales dioses según su antigüedad y la manera cómo nació cada uno, refiriéndolo todo convenientemente y pulsando la cítara que apoyaba en el brazo. Apolo sintió en su pecho que un irresistible deseo se le adueñaba del ánimo, y, dirigiéndose a Hermes, profirió estas aladas palabras:

436

—¡Matador de vacas, maquinador hábil, compañero celoso del festín! Tú haces cosas que valen tanto como cincuenta vacas. Creo que pronto nos separaremos pacíficamente. Mas ea, dime ahora, oh ingenioso hijo de Maya: ¿esas obras admirables han sido propias de ti desde tu nacimiento, o alguno de los inmortales dioses o de los mortales hombres te dio ese espléndido presente y te enseñó el divino canto? Pues oigo esa nueva y admirable voz que nunca oí de ninguno de los hombres ni de ninguno de los inmortales que poseen olímpicas moradas, sino solamente de ti, oh ladrón, hijo de Zeus y de Maya. ¿Cuál es esta arte? ¿Cuál esta musa de las irremediables inquietudes? ¿Cuál esta habilidad? Verdaderamente tres cosas se presentan a un mismo tiempo en ella, pues sirve para el deleite, para el amor y para coger el dulce sueño. Soy compañero de las Musas Olímpicas que tienen a su cuidado las danzas, la ilustre norma del canto, la modulación floreciente y el sonido encantador de las flautas; pero jamás ninguna otra cosa preocupó de tal suerte a mi espíritu como las hábiles acciones de los mancebos en los festines. Admiro, oh hijo de Zeus, cuan deliciosamente tocas la cítara. Ahora, ya que, siendo aún pequeñito, tienes nobles pensamientos, siéntate, querido, y canta las alabanzas de los más antiguos. Gloria habrá para ti y para tu madre entre los inmortales: voy a decírtelo sinceramente: sí, por este dardo de cornejo, yo te conduciré glorioso y feliz a los inmortales, te haré espléndidos presentes y no te engañaré jamás.

463

Respondióle Hermes con astutas palabras:

464

—Muy hábilmente me interrogas, oh tú que hieres de lejos, pero no me opondré a que aprendas mi arte. Hoy mismo lo sabrás. Quiero ser suave contigo con el pensamiento y con las palabras, ya que tu mente conoce bien todas las cosas. Porque tú, que eres bueno y fuerte, te sientas el primero entre los inmortales; a ti te quiere el próvido Zeus con toda justicia y te ha dado espléndidos presentes y honores; y dicen, oh tú que hieres de lejos, que tú has aprendido de boca de Zeus los vaticinios y todas las cosas divinas: sé yo mismo que de todo ello eres rico. De ti depende aprender lo que anhelas. Mas, puesto que tu ánimo desea pulsar la cítara, canta y pulsa la cítara y toma a tu cargo los placeres, recibiéndolo todo de mí; y tú, oh querido, dame gloria. Canta con arte, teniendo en las manos esta compañera de melodiosos sonidos que sabe hablar pulcra y convenientemente; y llévala tranquilo al abundante festín, a la encantadora danza y al cosmos amante de la gloria, regocijo de la noche y del día. A quien la interrogue siendo docto en el arte y en la sabiduría, le enseñará toda suerte de cosas gratas a la inteligencia, jugando fácilmente con las acostumbradas blanduras y huyendo de un trabajo penoso; mas a aquel que, inexperto, empezare a interrogarla con violencia, al punto le sonará en vano, desentonada e imprecisamente. De ti depende aprender lo que anhelas. Yo te regalaré esta cítara, ilustre hijo de Zeus; y luego, oh tú que hieres de lejos, con las agrestes vacas ocuparemos los pastos del monte y de la llanura criadora de caballos. Allí las vacas, después de unirse con los toros, parirán en abundancia y mezcladamente machos y hembras; y así no es preciso, por ávido que seas, que continúes irritado con tan excesiva vehemencia.

496

Así habiendo hablado, le ofreció la cítara, que tomó Febo Apolo; y éste, a su vez, concedió a Hermes que cuidara de las vacadas, usando un luciente látigo, que el hijo de Maya aceptó gozoso. El hijo glorioso de Leto, el soberano Apolo, el que hiere de lejos, cogió la cítara con la mano izquierda y la fue probando con el plectro parte por parte; la cítara resonó de penetrante modo y el dios cantó hermosamente.

503

Entonces hicieron volver las vacas al florido prado, y ellos, los gallardos hijos de Zeus, regresaron al nevoso Olimpo, deleitándose con la cítara; y el próvido Zeus se alegró y los juntó en amistad. Hermes amó constantemente al Letoída, como le ama todavía, desde que entregara como prenda la deliciosa cítara al que hiere de lejos, y éste, una vez instruido, se la pusiera al brazo y la pulsara; y Hermes descubrió también el arte de otra habilidad, pues produjo la voz de las siringas que se oye de lejos. Entonces el Letoída dirigióse a Hermes con estas palabras:

514

Apolo. —Temo, oh hijo de Maya, mensajero, taimado, que me hurtes la cítara y los curvados arcos; pues has recibido de Zeus la honra de hacer permutables los trabajos de los hombres en la fértil tierra. Mas si te avinieras a prestarme el gran juramento de los dioses, ya asintiendo con la cabeza, ya invocando la impetuosa agua de la Estix, harías una cosa agradable y acepta a mi corazón.

521

Entonces el hijo de Maya prometió, asintiendo con la cabeza, no robar nada de cuanto el que hiere de lejos poseyera, ni acercarse a su sólida casa; y Apolo Letoída asintió, en concordia y amistad, a que ningún otro dios ni hombre descendiente de Zeus le sería más querido entre los inmortales; y perfecto

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te haré mensajero de los inmortales y de todos los hombres, caro y honorable a mi corazón; y te daré luego la hermosísima varita de la felicidad y de la riqueza, áurea, de tres hojas, la cual te guardará incólume, siendo poderosa para todos los dioses en virtud de las palabras y acciones buenas que declaro haber aprendido de la voz de Zeus. Pero, en cuanto al arte adivinatoria por la cual preguntas, oh bonísimo alumno de Zeus, no está decretado por la divinidad que lo aprendas tú ni otro alguno de los inmortales, pues así lo ha decidido la inteligencia de Zeus; y yo, a quien aquella arte se ha confiado, he asentido con la cabeza y prometido con firme juramento que ningún otro de los sempiternos dioses, fuera de mí, conocerá las pruedentes decisiones de Zeus. Y tú, hermano, el de la áurea varita, no me mandes que revele cuántos divinales proyectos medita el largovidente Zeus. De los hombres dañaré a unos y protegeré a otros, recorriendo las múltiples familias de los míseros humanos. Se aprovechará de mi vaticinio el que venga guiado por la voz y el vuelo de aves agoreras: ése se aprovechará de mi vaticinio, pues no le engañaré. Pero el que, fiándose de aves que gritan en vano, quiera escudriñar irracionalmente mi vaticinio y entenderlo más que los sempiternos dioses, afirmo que ése habrá hecho el viaje en balde aunque yo le acepte sus dones. Otra cosa te diré, hijo de la gloriosa Maya y de Zeus que lleva la égida, numen útilísimo de los dioses: existen unas venerandas ninfas, hermanas de nacimiento, vírgenes, que se enorgullecen de sus veloces alas y son en número de tres; llevan empolvada de blanca harina la cabeza, tienen sus moradas en un repliegue del Parnaso, y fueron secretamente las maestras del arte adivinatoria que yo, apacentando bueyes y siendo todavía niño, practiqué sin que mi padre se preocupara por ello. Volando desde su morada, unas a un lado y otras a otro, se alimentan de panales y llevan a cumplimiento cada uno de sus propósitos. Cuando son agitadas por el furor profético, después de haber comido miel fresca, se prestan benévolamente a decir la verdad; pero si se ven privadas de la agradable comida de los dioses, mienten promoviendo tumulto unas con otras. Yo te las doy: deleita tu ánimo interrogándolas cuidadosamente; y, si instruyeres a algún hombre mortal, éste escuchará muchas veces tu voz cuando la ocasión se le ofrezca. Ten estas cosas, hijo de Maya, y cuida de las agrestes vacas de tornadizos pies, y de los caballos y de los mulos pacientes en el trabajo.

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y el glorioso Hermes reine sobre los leones de torva mirada, y los jabalíes de blancos dientes, y los perros, y las ovejas que cría la anchurosa tierra; y sea el único mensajero irrecusable para Hades, el cual, aunque indotado, le hará un presente que no será sin duda el más pequeño.

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Así el soberano Apolo amó con toda suerte de amistad al hijo de Maya; y también el Cronión le otorgó su gracia. Y Hermes se comunica con todos, mortales e inmortales, y pocas veces les es útil; mas en un sinnúmero de ocasiones engaña, durante la oscuridad de la noche, a las familias de los mortales hombres.

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Así, pues, salve, oh hijo de Zeus y de Maya; y yo me acordaré de ti y de otro canto.