90, 7, 7.

De pronto, una voz dijo en su cerebro: «Bloque noventa, casa siete, séptimo piso».

Freder abrió los ojos. Allí, justo en la casa de enfrente, surgían los números preguntando, llamando.

90, 7, 7.

Freder se inclinó peligrosamente sobre la barandilla. Los números le mareaban. Hizo un movimiento con el brazo como si quisiera cubrirlos, borrarlos.

El borde luminoso se apagó. La casa quedó en la oscuridad, sólo iluminada hasta la mitad de su altura por el brillo que ascendía de la calle. El cielo tormentoso se hizo repentinamente visible y un rayo iluminó el tejado.

A su luz desvaída se vio a un hombre.

Freder se retiró de la barandilla. Se llevó las manos a la boca. Miró a derecha e izquierda, alzó ambos brazos. Luego se apartó -como movido por una fuerza natural- del lugar en que estaba, y entró corriendo en la casa, recorrió la habitación, se detuvo de nuevo.

Cuidado, cuidado ahora.

Reflexionó. Se apretó la cabeza entre los puños. ¿Habría entre sus servidores alguno en quien pudiera confiar, alguno que no le traicionara ante Slim?

¡Qué condición tan miserable!

Pero ¿qué otra alternativa tenía sino saltar a la oscuridad, la confianza ciega, la prueba definitiva de confianza?

Le hubiera gustado apagar las luces de su habitación, pero se contuvo porque no podía soportar verse envuelto por las tinieblas. Caminó arriba y abajo, notando el sudor en la frente, el temblor en sus articulaciones. No hubiera sabido calcular el tiempo que pasó. La sangre corría en cataratas por sus venas.

Los primeros rayos cayeron sobre Metrópolis, y el repicar de la lluvia se fundió suavemente con la respuesta del trueno. Esto apagó el sonido de la puerta al abrirse. Cuando Freder giró en redondo, Josafat estaba de pie en el centro de la habitación. Llevaba el uniforme del obrero.

Se acercaron uno a otro como impulsados por una fuerza poderosa. A medio camino ambos se detuvieron, se miraron, y en ambos rostros pudo leerse la misma pregunta horrorizada: ¿Dónde has estado desde que te vi por última vez? ¿A qué infiernos has descendido?

Freder, con prisa febril, fue el primero en dominarse. Cogió a su amigo del brazo.

–Siéntate -dijo, con una voz monótona que en ocasiones tenía esa sequedad de lo que se ha quemado. Se sentó a su lado sin quitarle la mano del brazo-. Esperaste en vano. No pude enviarte un mensaje. ¡Perdóname!

–No tengo nada que perdonarle, Freder -dijo Josafat, serenamente-. No le esperé. Aquella noche estaba muy lejos, lejos de Metrópolis y de usted.

Los ojos ansiosos de Freder le miraban.

–Le traicioné, Freder -confesó Josafat.

Freder sonrió, pero la mirada de Josafat extinguió su sonrisa.

–Le traicioné, Freder -repitió el hombre-. Slim vino a mí y me ofreció mucho dinero. Yo lo rechacé y me reí, pero entonces me puso en la mano un papel con la firma de su padre. Debe creerme, Freder. Nunca me habría obligado por dinero; no le hubiera vendido por ninguna cantidad. Pero cuando vi la firma de su padre… Luché con Slim; con gusto le habría estrangulado. Pero en el papel estaba escrito: Joh Fredersen, y me quedé sin fuerzas.

–Lo comprendo -dijo Freder.

–Gracias. Me embarcaron en un avión para enviarme lejos, muy lejos de Metrópolis. El piloto me era desconocido. Volábamos directamente hacia el sol. En mi cerebro vacío se hizo de nuevo la luz: había llegado la hora en que tenía que esperarle, y no estaría allí cuando usted llegara. Tenía que regresar. Se lo pedí al piloto. Se negó; quería llevarme por la fuerza más y más lejos de Metrópolis. Era un hombre tan obstinado como sólo puede serlo el que obedece a la voluntad de Slim. Supliqué y amenacé, pero no sirvió de nada. Así que, con una de sus propias herramientas, le partí el cráneo.

Los dedos de Freder, que aún descansaban en el brazo de Josafat, se contrajeron levemente, pero pronto quedaron tranquilos otra vez.

–Entonces salté. Estaba tan lejos, que una niña que me recogió en el campo ni siquiera conocía el nombre de Metrópolis. Regresé, y no encontré ningún mensaje. Todo lo que supe fue que estaba enfermo.

Vaciló y guardó silencio mirando a Freder.

–No estoy enfermo -dijo éste, fijos los ojos. Soltó el brazo de Josafat y se inclinó apoyando la cabeza en las manos-. Pero… ¿crees tú, Josafat, que estoy loco?

–No.

–Pues debo de estarlo -concluyó.

Se encogió tanto sobre sí mismo, que parecía que un niño atemorizado hubiera ocupado su lugar. Su voz sonó de repente muy aguda y débil, y algo en ella hizo que las lágrimas asomaran a los ojos de Josafat.

Extendió la mano y, tanteando, halló el hombro de Freder. Le pasó el brazo en torno al cuello y lo atrajo hacia sí.

–Cuéntemelo todo, Freder -dijo Josafat-. No creo que haya muchas cosas que me parezcan invencibles e insuperables desde que salté de aquel avión pilotado por un muerto. También -continuó con voz suave- aprendí en una sola noche que uno puede soportar mucho más cuando tiene cerca a alguien que vigila por él, que le acompaña sin exigir nada a cambio.

–Estoy loco, Josafat -insistió Freder-. Pero, aunque no sé si esto es un consuelo, no soy el único.

Josafat seguía en silencio, su mano inmóvil apoyada pacientemente sobre el hombro de Freder.

De pronto, como si su alma fuera un navío cargado en exceso que, perdido el equilibrio, ha volcado y derrama toda su carga, Freder empezó a hablar. Contó a su amigo la historia de María, desde su primer encuentro en la Casa de los Hijos hasta que volvieron a verse en la Ciudad de los Muertos. Le habló de su espera en la catedral, de su experiencia en la casa de Rotwang, de su búsqueda inútil, de la tajante negativa que recibiera en casa de María, y le habló también del momento en que por ello, o por algo que sólo él creyó ver, estuvo a punto de asesinar a su propio padre. ¿No era eso una locura?

–Una alucinación, Freder.

–¿Alucinación? Te diré algo más acerca de las alucinaciones, Josafat, y no debes creer que estoy delirando, o que he perdido el control de la mente. Quise matar a mi padre, y no fue culpa mía que aquel intento de parricidio fallara. Desde aquel instante, ya no he sido humano: soy una criatura que no tiene pies, ni manos, ni cabeza casi, porque la cabeza únicamente me sirve para pensar sin reposo que deseé matar a mi propio padre.

»¿Crees que alguna vez me veré libre de este infierno? Nunca, Josafat, nunca. Cuando por la noche intento dormir sin conseguirlo, oigo a mi padre caminar arriba y abajo en la habitación inmediata. Me siento hundido en un pozo de tinieblas, pero mis pensamientos siguen los pasos de mi padre, como encadenados a sus zapatos. ¿Qué horror ha sobrevenido en este mundo para que pudiera suceder tal cosa? ¿Corre acaso un cometa por los cielos, que arrastra a la humanidad a la locura? ¿Nos ha atacado una plaga desconocida, ha llegado el anticristo, se acerca tal vez el fin del mundo? Una mujer que no existe se interpone entre el padre y el hijo, e incita a éste a asesinar a su padre. Tal vez mis pensamientos se acaloraran en exceso en ese instante. Luego mi padre vino a mí…

Se detuvo, y sus manos torpes se enredaron en los húmedos cabellos.

–Ya conoces a mi padre. Hay muchos en la gran Metrópolis que no juzgan humano a Joh Fredersen, porque no parece necesitar la comida ni la bebida y sólo duerme las pocas veces que lo desea. Le llaman el cerebro de Metrópolis y, si es cierto que el temor es la fuente de toda religión, el cerebro de Metrópolis no está muy lejos de convertirse en una deidad.

»Este hombre, mi padre, vino a mi lecho. Caminaba de puntillas, Josafat. Se inclinó sobre mí y retuvo el aliento. Yo tenía los ojos cerrados. Permanecí inmóvil, pero llegué a creer que mi padre oía el llanto de mi alma. Entonces, le amé más que a nada en el mundo. Pero, aunque mi vida hubiera dependido de ello, no habría sido capaz de abrir los ojos. Sentí que la mano de mi padre me alisaba la almohada. Luego se marchó de nuevo como había venido, de puntillas, cerrando la puerta calladamente tras él. ¿Sabes lo que había hecho?

–No.

–Claro, no sé cómo hubieras podido saberlo. Sólo lo comprendí algunas horas más tarde. Por primera vez desde que se creara la gran Metrópolis, Joh Fredersen no había pulsado la pequeña placa de metal azul que desencadena el estruendo de la voz de Metrópolis…, porque no quería turbar el sueño de su hijo.

Josafat bajó la cabeza y no dijo nada. Freder dejó caer las manos crispadas.

–Entonces comprendí -continuó- que mi padre me había perdonado. Y al comprenderlo, pude finalmente dormir.

Se levantó y quedó en pie, escuchando el rumor de la lluvia. El rayo hendía el cielo de Metrópolis, anunciando la furia de los truenos.

–Dormí, pues -continuó Freder en un susurro apenas audible-, y empecé a soñar. Vi esta ciudad, esta gran Metrópolis, envuelta en un halo fantasmagórico. Una luna espectral se alzaba en el cielo y, como una luz que recorriera las calles alucinantes, bañaba la ciudad desierta, abandonada por todos. Las casas parecían distorsionadas, y tenían rostros que me miraban con gesto malévolo, con despecho, mientras yo caminaba entre ellas a lo largo de una brillante calle.

»Era una calle muy estrecha, encajonada entre las casas. Parecía construida de cristal verdoso, como un río helado, y yo caminaba por ella contemplando el fuego que ardía bajo mis pies.

»Ignoraba mi destino, pero sabía que marchaba hacia él, y me apresuraba para alcanzarlo lo antes posible. Apretaba el paso cuanto podía, y el eco de mis pasos despertaba un rumor confuso en las casas distorsionadas, como si éstas murmuraran contra mí. Apresuré el paso y corrí, y cuanto más rápidamente corría, más fuerte era el eco de los pasos que me seguían, como si llevara un ejército a mis talones. Estaba bañado en sudor.

»La ciudad estaba viva. Las casas estaban vivas. Se reían a mis espaldas con la boca abierta. Los huecos de sus ventanas, ojos abiertos, guiñaban ciegos, horribles, maliciosos.

»Sin poder respirar apenas, llegué a la plaza, ante la catedral. Se hallaba iluminada, y sus puertas batían sin cesar como si por ellas entrara una corriente invisible de invitados. Sonaba el órgano, pero no era música lo que surgía de él. Quejas y gemidos escapaban del instrumento, mezclados con bailes fantasmales, con canciones lascivas que llegaban de la calle.

»Las puertas, la luz, el aquelarre de la música del órgano, todo ello sonaba con una excitación misteriosa, apremiante, como si no hubiera tiempo que perder, rebosando de satisfacción malévola e intensa.

»Subí las escaleras del atrio. La puerta abierta me invitaba a entrar. No dudé ni un instante. Pero aquello no era la catedral, como tampoco la ciudad era Metrópolis. Al parecer, un grupo de lunáticos se había apoderado de ella. No eran humanos. Parecían medio monos, medio demonios. En los nichos que ocuparan los santos se erguían figuras de chivo, petrificadas en las posturas más ridiculas. Alrededor de cada columna danzaba un corro que aullaba al sonido de la música.

»Vacío, sin la figura de Dios, destrozado, el crucifijo colgaba sobre el altar mayor, del que habían desaparecido los vasos sagrados.

»Un tipo vestido de negro, la caricatura de un monje, se alzaba en el púlpito gritando, con voz de predicador: “¡Arrepentíos! ¡El reino de los cielos está cerca!”

»Un relincho burlón le contestó. El organista (yo lo vi, era un demonio) se hallaba de pie, manos y pies sobre las teclas, marcando con su cabeza el ritmo de la danza del corro de los espíritus.

»El falso predicador tomó un libro, un enorme libro negro con siete sellos, que fue abriendo en medio de grandes llamaradas. Murmurando encantamientos, levantó la tapa y se inclinó sobre el libro. Un círculo de llamas vino repentinamente a situarse en torno a su cabeza.

»En lo más alto de la catedral se oyó dar la medianoche. Una y otra vez, como si la primera no bastara, el reloj repitió las doce campanadas de la hora de los demonios.

»La luz de la catedral cambió de color. Si fuera posible hablar de una luz negra, ésa sería la expresión más adecuada para aquella luz. Sólo en un lugar brillaba blanca, refulgente, cortante, como una espada de agudo filo: allí donde la Muerte está representada como un músico que toca la flauta.

»De pronto se detuvo el órgano, e inmediatamente la danza. La voz del predicador en el púlpito calló también. Y en un silencio sepulcral, se escuchó el sonido de una flauta: la Muerte tañía su canción, la canción que nadie, tras ella, ha podido tocar jamás.

»La Muerte, con su holgada capa, la guadaña al hombro y el reloj de arena colgado del cinto, bajó de su nicho y, sin dejar de tocar la música, deambuló por la catedral. La seguían los siete pecados capitales. La Muerte rodeaba cada columna. El sonido de su flauta era cada vez más intenso. Los siete pecados capitales, cogidos de la mano, iniciaron, lenta al principio, ligera después, una danza macabra.

»Una luz que parecía hecha de pétalos de rosa inundó la catedral. Un perfume inexplicablemente dulce y poderoso se alzó como incienso entre los pilares. La luz se hizo más fuerte, y parecía dotada de sonido. Unos rayos rojos brillaron desde la altura y fueron a reunirse en la nave central, formando una corona de brillo extraordinario.

»La corona rodeaba la cabeza de una mujer, sentada sobre una bestia escarlata que tenía siete cabezas y diez cuernos. La mujer iba vestida de púrpura y escarlata y cubierta de oro, perlas y piedras preciosas. En la mano sostenía una copa de oro, y sobre la coronada frente de la mujer se leía, misteriosamente escrito: Babilonia.

»Se alzaba brillante como una deidad. La Muerte y los siete pecados capitales le hicieron una profunda reverencia. Y la mujer que llevaba el nombre de Babilonia tenía los rasgos de María, a quien yo amaba.

»La mujer se puso de pie; con la corona tocaba la cúpula de la enorme catedral. Alzó el borde de la capa que llevaba, y la abrió con ambas manos. Entonces se vio que en aquel manto dorado estaban bordadas imágenes de muchos demonios: seres con cuerpo de mujer y cabeza de serpiente; seres medio toro, medio ángel; demonios adornados con coronas; leones de rostro humano.

»La flauta de la Muerte guardó silencio, pero el que se hallaba en el púlpito alzó el grito: “¡Arrepentíos! ¡El reino de los cielos está cerca!”.

»El reloj de la iglesia seguía tocando aún las doce de la medianoche.

»La mujer miró a la Muerte al rostro. “Vete”, le ordenó con voz tajante…, y ésta obedeció. Se colgó la flauta al cinto junto al reloj de arena y, con la guadaña al hombro, atravesó la catedral y salió. Y del manto de Babilonia la grande, los demonios se liberaron, nacieron a la vida y corrieron tras la Muerte, que bajó los escalones de la catedral y se dirigió a la ciudad; unos pájaros negros de rostro humano volaban a su alrededor. Alzó la guadaña como si indicara el camino, y los pájaros se reunieron en una densa bandada que oscureció la luna.

»La Muerte echó atrás la amplia capa. Pareció crecer desmesuradamente, y emergió por encima de las casas de Metrópolis. Los edificios más altos apenas alcanzaban sus rodillas. Entonces agitó la guadaña como dispuesta a segar con ella; la tierra y todas las estrellas temblaron.

Pero por lo visto, no estaba lo bastante afilada. La Muerte miró a su alrededor buscando asiento; la Nueva Torre de Babel le pareció el más adecuado. Se sentó sobre ella, levantó la guadaña, sacó del cinto la piedra de afilar, escupió en ella y empezó a repasar el filo de la guadaña. Chispas azules saltaban del acero. Luego la Muerte se levantó y dio un golpe. Una lluvia de estrellas cayó del cielo.

»La Muerte asintió, satisfecha, dio la vuelta y partió en su camino por la gran Metrópolis.

11

–Sí -dijo Josafat con voz ronca-, pero eso era un sueño.

–Naturalmente que fue un sueño, y dicen que los sueños son fantasía, ¿no? Pero escucha esto, Josafat: pasé del sueño a la realidad con una impresión de tristeza que parecía desgarrarme como un cuchillo. Recordaba la frente de María, ese templo blanco de bondad y virginidad, mancillado por el nombre de la gran zorra de Babilonia, y la imagen de la Muerte penetrando en la ciudad seguida por todas las abominaciones, espíritus de la plaga y mensajeros de la maldad.

»Me puse de pie, y contemplé la catedral. Sus puertas estaban abiertas; una multitud sombría se congregaba en las escaleras del atrio. Pensé que entre todas esas gentes piadosas podría estar María. Dije a mi padre que deseaba ir a la catedral. Me lo permitió; yo no era un prisionero. Cuando llegué a la catedral, el órgano resonaba como la trompeta del Juicio. El Dies Irae estallaba en mil gargantas. El incienso formaba una nube sobre la cabeza de la multitud arrodillada ante el Dios eterno. El crucifijo pendía sobre el altar mayor, y a la luz inquieta de las velas las gotas de sangre en la frente coronada de espinas del Hijo de María parecían correr llenas de vida. Los santos, en sus nichos de las columnas, me miraban tristemente, como si conocieran mi horrible sueño.

»Busqué a María. Sabía muy bien que ni miles de asistentes podrían ocultarla a mis ojos. Si estaba allí la encontraría, como un pájaro encuentra el camino a su nido. Pero tenía el corazón muerto en el pecho.

»Sin embargo, no podía por menos que buscarla. Me dirigí al lugar donde ya la esperara en otra ocasión. Sí, así recorre un pájaro el lugar que fuera su nido y que ahora ya no puede encontrar porque el rayo o la tormenta lo han destruido.

»Cuando llegué a la columna lateral en cuyo nicho se alza la Muerte, lo encontré vacío. Era como si la Muerte de mi sueño no hubiera vuelto a su lugar.

»No digas nada, Josafat. Realmente no tiene importancia, es una coincidencia. Tal vez la talla estuviera dañada, ¡no lo sé! Créeme, no tiene importancia.

»Luego se oyó una voz: “¡Arrepentíos! El reino de los cielos está cerca”.

»Era la voz de Desertus, el monje. Su voz era cortante como un cuchillo; me atravesaba hasta los huesos. Un silencio mortal se hizo en la iglesia. De todos los miles de seres que me rodeaban, ninguno respiraba. Estaban arrodillados, y sus rostros, pálidas máscaras de horror, se volvían hacia el predicador, cuya voz cortaba el aire como una espada: “¡Arrepentíos! El reino de los cielos está cerca”.

»Delante de mí, junto a una columna, se hallaba un joven que fue en tiempos compañero mío en la Casa de los Hijos. Si no hubiera experimentado personalmente lo mucho que el rostro humano puede cambiar en tan breve tiempo, no le habría reconocido. Era mayor que yo, y si bien es cierto que no era el más feliz de todos, sí el más alegre. Las mujeres le amaban y le temían por igual, ya que no podían conquistarle mediante las lágrimas ni las risas.

»Ahora parecía tener mil años y estar profundamente cansado, como si un verdugo cruel le hubiera arrancado los párpados, condenándole a no morir nunca hasta perecer de agotamiento. Pero sobre todo, me sorprendió encontrarle en la catedral, ya que toda su vida se había burlado de la religión.

»Le puse la mano en el hombro. Lentamente volvió la cabeza y clavó en mí sus ojos, aquellos ojos secos. Yo deseaba preguntarle: “¿Qué haces aquí, Jan?”, pero la voz del monje, aquella voz horrible como una espada cortante, se interpuso entre él y yo: Desertus empezaba a predicar…

Freder se aproximó a Josafat con un gesto repentino, cual si un súbito temor se hubiera apoderado de él. Se sentó junto a él, y siguió hablando con extraordinaria rapidez.

Al principio, apenas había escuchado al monje. Miraba a Jan y a la congregación que seguía de rodillas, las cabezas apiñadas. Mientras les miraba, creyó ver que el monje los arponeaba con sus palabras, como si clavara mortíferas lanzas en lo más profundo del alma de sus oyentes, como si les desgarrara el cuerpo que temblaba de temor.

–¿Quién es ésa que ha incendiado la ciudad? Ella en sí misma es la llama, una llama impura. Se os dio una señal. Ella es la que arrasa y consume a los hombres. Ella es Lilith, Astarté, la Rosa del Infierno. Ella es Gomorra, Babilonia, ¡Metrópolis! Vuestra propia ciudad, esta ciudad pecaminosa y desnuda, ha parido a esta mujer desde el seno del infierno. ¡Vigiladla! Os lo repito: ¡guardaos de ella! Es la mujer que deberá aparecer antes del Juicio del Mundo.

»El que tenga oídos para oír, que oiga.

»Siete ángeles se alzarán ante Dios, y a los siete se les darán trompetas. Y los siete ángeles con las siete trompetas se dispondrán a tocar. Del cielo caerá una estrella que abrirá las puertas del abismo, de cuyas profundidades surgirá una humareda como el humo de un horno gigantesco, y el sol y el aire se oscurecerán. Un ángel volará por los cielos clamando con voz poderosa: “¡Ay de los que moran en la tierra!” Y otro ángel le seguirá, diciendo: “¡Ya ha caído, ya ha caído Babilonia la grande!”.

»Siete ángeles salen del cielo, y llevan en las manos la copa de la ira de Dios. Babilonia la grande será recordada a la vista de Dios, y a ésa que está sentada sobre una bestia escarlata con los nombres de la blasfemia, con siete cabezas y diez cuernos, le dará la copa del vino de Su ira.

»La mujer viste de púrpura y escarlata, cubierta de oro, perlas y piedras preciosas, y tiene en la mano una copa dorada llena de abominaciones y aberraciones. Y en su frente está escrito un nombre: Misterio. Es Babilonia la grande, la madre de todas las zorras y de las abominaciones de la tierra.

»¡El que tenga oídos para oír, que oiga!

»Porque la mujer a quien veis… es la gran ciudad, que reina sobre los reyes de la tierra. ¡Adelantaos, hijos míos! ¡Abandonadla, si no participáis de sus pecados! Porque sus pecados han llegado incluso al cielo, y Dios ha recordado sus iniquidades.

»¡Ay de la gran ciudad, Babilonia, la ciudad fuerte, porque dentro de una hora llegará tu juicio! En una hora te cubrirá la desolación. Regocíjate, Cielo, y vosotros los santos, y vosotros los apóstoles, porque Dios la juzgará. Un ángel poderoso tomará una piedra y la arrojará al mar, diciendo: “Del mismo modo en que la piedra baja hasta el fondo, Babilonia la grande se hundirá y ya no se la verá más”.

»¡El que tenga oídos para oír, que oiga!

»La mujer que se llama Babilonia, la madre de las abominaciones de la tierra, camina osadamente por Metrópolis. No hay muros ni puertas que le impidan el paso. Ningún lazo es sagrado para ella. Hasta los juramentos le parecen una burla. Su sonrisa es la seducción definitiva. La blasfemia es la danza en que se regocija. Es la llama que dice: “Dios está airado”. ¡Ay de la ciudad que se extienda a sus pies!

Freder se inclinó hacia Jan.

–¿De quién habla? – preguntó, con labios extrañamente fríos-. ¿Habla de una persona, de una mujer?

Vio la frente de su amigo cubierta de sudor.

–Está hablando de ella… -las palabras brotaban de su boca con dificultad.

–¿De quién?

–De ella, ¿no la conoces?

–No sé -dijo Freder-. ¿A quién te refieres? – y también él notaba pesada su lengua, como hecha de arcilla.

Jan no le respondió. Había encogido los hombros como si le venciera el frío. Desconcertado, sin decidirse, escuchaba el sonido del órgano.

–Vámonos -dijo con voz monótona.

Freder le siguió. Salieron de la catedral. Caminaron juntos en silencio durante mucho tiempo. Jan parecía tener un destino que Freder ignoraba. No le preguntó. Aguardaba. Pensaba en su sueño y en las palabras del monje.

Al fin Jan abrió la boca, pero no miró a Freder; hablaba al espacio.

–Tú no sabes quién es ella. Bien, nadie lo sabe. Apareció de pronto, y estalló el fuego. Nadie sabe quién prendió la llama. Pero allí está, y ahora todo está encendido.

–¿Una mujer?

–Sí. Una mujer. Quizá doncella aún, no lo sé. ¿Puedes acaso imaginar un matrimonio con el hielo? Es inconcebible que ese ser se haya entregado a un hombre. Si hubiera de hacerlo, se alzaría de los brazos del hombre, brillante y fría, en la horrible y eterna virginidad de los que no tienen alma.

Se llevó las manos al cuello; con su gesto trataba de apartar algo que no estaba allí. Con una mirada de supersticiosa hostilidad, miraba una casa que había enfrente, al otro lado de la calle.

–¿Qué te ocurre? – preguntó Freder. No había nada notable en aquella casa, a no ser que se hallaba al lado de la de Rotwang.

–¡Calla! – contestó Jan, agarrándole por la muñeca.

–¿Estás loco? – Freder miraba a su amigo-. ¿Crees que la casa puede oírnos a través de esta calle infernal?

–Nos oye -dijo Jan, con expresión obstinada-. ¡Nos oye! ¿Tú crees que es una casa como las otras? Te equivocas. Todo empezó en esa casa.

–¿Qué empezó?

–El espíritu…

Freder sentía la garganta muy seca. Quería llevarse de allí a su amigo, pero éste se resistía, obstinado en contemplar la casa.

–Un día -dijo Jan-, esa casa envió invitaciones a todos los vecinos. Era la invitación más absurda del mundo. La tarjeta no decía más que lo siguiente: «Ven esta noche a las diez. Casa dos. Calle ciento trece». Quienes la recibimos, lo tomamos a broma; pero no queríamos perder la diversión y decidimos acudir. Por extraño que parezca, nadie conocía la casa, nadie recordaba haber entrado jamás en ella o haber conocido a sus ocupantes.

»Llegamos a las diez, vestidos con nuestras mejores galas. En la casa todo estaba dispuesto para una gran fiesta. Nos recibió un viejo extraordinariamente cortés, pero que no daba la mano a nadie. Resultaba extraño, pero todos parecíamos esperar algo, aun sin saber qué. Fuimos bien atendidos por criados que parecían mudos de nacimiento y que jamás alzaban los ojos. Aunque la sala en la que estábamos reunidos era tan grande como la nave de una iglesia, el calor era insoportable, como si el suelo y los muros estuvieran ardiendo.

»De pronto, uno de los servidores se adelantó desde la puerta hacia nuestro anfitrión con pasos silenciosos y, sin palabras, sólo con su muda presencia, le dio una información. Nuestro anfitrión preguntó: “¿Estamos ya todos?” El servidor inclinó la cabeza. “Entonces, cierra la puerta”. Así lo hizo. Los criados se corrieron a un lado y se pusieron en fila. En el silencio que se hizo, se oía el ruido de la calle como si la marea rompiera contra los muros de la casa.

»”Señoras y caballeros”, dijo el viejo cortésmente, “tengo el honor de presentarles a mi hija”. Se inclinó en todas direcciones y luego se volvió de espaldas. Todos aguardaban. Nadie se movía. “Bien, hija mía”, dijo el viejo con una voz a la vez suave y horrible, dando una palmada.

»Entonces apareció ella en las escaleras, y bajó lentamente a la sala…

Jan tragó saliva. Los dedos, que todavía apretaban la muñeca de Freder, la oprimieron con más fuerza todavía, como si quisiera aplastarle los huesos.

–¿Por qué te cuento todo esto? – tartamudeó-. ¿Es que puede describirse el rayo? ¿O la música? ¿O la fragancia de una flor? Todas las mujeres del salón enrojecieron de pronto, violenta y febrilmente, y todos los hombres palidecieron. Nadie era capaz de hacer el menor movimiento, ni de decir una sola palabra.

»¿Conoces a Rainer y a su joven esposa? ¿Sabes cuánto se aman? Rainer estaba de pie tras ella y le apoyaba las manos sobre sus hombros, con un gesto de afecto apasionado y protector. Cuando la muchacha pasó junto a ellos, con un paso lento y gracioso, llevada de la mano por el viejo, las manos de Rainer abandonaron los hombros de su esposa. Se miraron, y en ambos rostros latía un odio repentino y mortal.

»Fue como si ardiera el aire. Respirábamos fuego. Al mismo tiempo, irradiaba de la muchacha una frescura, una frialdad insoportable y cruel. La sonrisa que entreabría sus labios era como ese último verso, el que se calla, de una canción desvergonzada.

»¿Existe alguna substancia mediante la cual se destruyen las emociones, como los colores merced a los ácidos? La presencia de esta muchacha era suficiente para anular hasta el límite del absurdo todo lo que hay de fidelidad en el corazón humano. Yo había aceptado la invitación porque Tora me había dicho que ella también iría. Ahora ya no veo a Tora, ya no he vuelto a verla desde entonces. Y lo más extraño era que, entre todos aquellos seres inmóviles que estaban allí como pasmados, no había uno solo capaz de ocultar sus sentimientos. Todos se percataban de cuanto sentían los demás. Cada uno se sentía desnudo, y veía la desnudez de los otros.

»Un odio nacido de la vergüenza se apoderó de nosotros. Tora lloraba. Con gusto le hubiera pegado. Luego, la muchacha danzó… No, no fue una danza. Se quedó en pie, libre de la mano del viejo, en el escalón más bajo frente a nosotros; extendió los brazos y los alzó, con toda la amplitud de su túnica, en un movimiento suave, interminable. Las manos delicadas se juntaron sobre sus cabellos. Por sus hombros, senos, caderas, rodillas, corría un incesante temblor apenas perceptible. Era como el temblor de las aletas de un pez luminoso del fondo del mar. Y parecía que ese temblor la elevaba más y más sobre nosotros, aunque ella no movía los pies.

»Ninguna danza, ningún chillido, ningún grito de animal en celo habría tenido un efecto tan terrible como el temblor de aquel cuerpo del que parecían emanar, a pesar de su quietud, de su soledad, oleadas de incitación que alcanzaban a todos cuantos llenábamos la sala.

»Luego subió los escalones, caminando hacia atrás con pasos lentos, sin bajar las manos, y desapareció en la aterciopelada oscuridad.

»Los servidores abrieron la puerta de la calle. Se pusieron en fila, con la espalda inclinada. “Buenas noches, señoras y caballeros”, nos dijo el viejo.

Jan guardó silencio. Se quitó el sombrero y se secó la frente.

–Una bailarina -dijo Freder con labios fríos-, pero un espíritu…

–¿No lo crees? Te contaré otra historia. Un hombre y una mujer, de cincuenta y cuarenta años, ricos y muy felices, tienen un hijo. Le conoces, pero no mencionaré ningún nombre.

»El hijo ve a la muchacha. Se vuelve loco. Registra la casa. Insiste al padre de esa muchacha: “¡Permite que sea mía! ¡Me muero por ella!”. El viejo sonríe, se encoge de hombros, se calla; lo lamenta mucho, pero la muchacha es inalcanzable. El joven quiere saltar sobre él, pero es expulsado de la casa, arrojado a la calle.

»Lo llevan junto a sus padres. Se pone enfermo, está al borde de la muerte y los médicos no saben qué hacer. El padre, que es un hombre orgulloso pero solícito, y que ama a su hijo más que a nada en el mundo, se decide a visitar personalmente al viejo. Obtiene sin dificultad la entrada en la casa. Encuentra al viejo y con él a la muchacha, a quien suplica: “¡Salva a mi hijo!”.

»La muchacha le mira y le responde, con inhumana sonrisa: “Tú no tienes un hijo”.

»Él no comprende el significado de esas palabras. Quiere saber más. Interroga a la muchacha, pero ella siempre le da la misma respuesta. Entonces apremia al viejo, pero éste se encoge de hombros con una pérfida sonrisa en sus labios.

»De pronto, el hombre comprende, y regresa a su hogar. Repite a su esposa las palabras de la muchacha. La mujer se desmorona y confiesa su pecado, un pecado que sigue latente después de veinte años.

»Pero a la mujer no le preocupa su propio destino. Sólo piensa en su hijo. La vergüenza, el abandono, la soledad, nada le importa; todo eso es nada para ella, pero su hijo lo es todo. Acude a la muchacha y cae de rodillas ante ella: “Te lo ruego, en nombre de Dios, ¡salva a mi hijo!”.

La muchacha la mira, le sonríe y le dice: “Tú no tienes un hijo”.

La mujer cree oír a una lunática, pero esas palabras eran ciertas. El hijo, que fuera testigo oculto de la conversación entre marido y mujer, se ha quitado la vida.

–¿Se trata de Marino?

–Sí.

–Una terrible coincidencia, Jan, pero insisto: no es un espíritu.

–¿Coincidencia? ¿Que no es un espíritu? ¿Y qué me dices, Freder -continuó, hablándole al oído-, de una muchacha que puede aparecer en dos lugares a la vez?

–Eso es absurdo.

–¿Absurdo? ¡Es la verdad, Freder! La muchacha fue vista en la ventana de la casa de Rotwang, al mismo tiempo que bailaba su danza pecaminosa en Yoshiwara.

–¡Eso no es cierto! – exclamó Freder.

–Lo es.

–¿Has visto tú a la muchacha en Yoshiwara?

–Puedes verla tú mismo si quieres.

–¿Cómo se llama?

–María.

Freder hundió la frente entre las manos. Se dobló en dos, como vencido por una angustia, una agonía tal como la que Dios permite pocas veces.

–¿Conoces a la muchacha? – preguntó Jan, inclinándose hacia Freder.

–¡No!

–Pero la amas… -dijo Jan, y tras esas palabras había odio, un odio dispuesto a atacar.

–¡Vamos! – dijo Freder, cogiéndole de la mano.

La lluvia seguía cayendo mansamente, como un llanto ahogado. Freder clavó los ojos en Josafat y continuó:

–Pero Slim apareció de pronto a mi lado, y me dijo: «¿No quiere volver a casa, señor Freder?».

Josafat guardó silencio largo tiempo. También Freder callaba.

La esfera del monstruoso reloj de la Nueva Torre de Babel, bañada en su luz blanca, se destacaba encuadrada por el hueco de la puerta que daba a la galería exterior. La manecilla horaria señalaba las doce.

Y estalló un rugido en toda Metrópolis.

Era un sonido inmensamente glorioso y arrobador, más profundo y más poderoso que ningún otro sonido sobre la tierra. La voz del océano embravecido, la voz de los torrentes al despeñarse, la voz del trueno muy cercano, quedarían ahogadas por aquel estruendo de Behemoth. Sin ser agudo, penetraba todos los muros; y mientras duraba, todas las cosas parecían girar en él. Era omnipresente, pues venía de las alturas y de las profundidades; y era hermoso y horrible, pues era una orden a la que nadie podía resistirse.

Estaba muy por encima de la ciudad. Era la voz de la ciudad.

Metrópolis alzaba su voz. Las máquinas de Metrópolis rugían. Pedían alimento.

Josafat y Freder cruzaron una mirada.

–En este momento -dijo aquél- muchos bajan a la Ciudad de los Muertos y esperan a aquella que llaman María, a aquella que han encontrado tan pura como el oro.

–Sí, mi buen amigo -dijo Freder-, tienes razón. Iré con ellos.

Por primera vez en mucho tiempo, había algo semejante a la esperanza en el tono de su voz.

12

Era ya la una de la madrugada cuando Joh Fredersen llegó a casa de su madre.

Se trataba de una granja de un solo piso, con tejado de paja, edificada en lo más alto de uno de los gigantes de piedra de Metrópolis, no lejos de la catedral. La rodeaba un jardín rebosante de lirios, malvarrosas, guisantes de olor, amapolas y narcisos, todo ello presidido por un enorme, majestuoso castaño.

Joh Fredersen era hijo único y su madre le había amado mucho. Pero el Amo de la gran Metrópolis, el Amo de la ciudad-máquina, el Cerebro de la Nueva Torre de Babel se había convertido en un extraño para su madre, y también ella le era hostil. En una ocasión había presenciado cómo una de las máquinas de Joh Fredersen destrozaba a los hombres como si fueran madera seca. Había alzado a Dios sus gritos, pero de nada sirvieron. La mujer se desmoronó y ya nunca pudo recobrarse. Sólo la cabeza y las manos conservaban la vitalidad en el cuerpo paralizado, pero la fuerza de una legión ardía en sus ojos.

Rechazaba a su hijo y se oponía a su trabajo, pero él no la dejaba sola; le imponía su presencia. Cuando la madre juró enfurecida que deseaba seguir viviendo hasta la muerte en su casa -bajo el tejado de paja cobijada por la frondosa cúpula del castaño-, Joh Fredersen hizo trasplantar la casa, el árbol y el jardín en flor al tejado de un gigantesco edificio de piedra que se alzaba entre la Catedral y la Nueva Torre de Babel. El castaño había languidecido durante un año, pero luego reverdeció y el jardín floreció; una maravilla de belleza en torno a la casa.

Cuando Joh Fredersen penetró en la granja pesaban sobre sus espaldas días infernales, noches de insomnio. Encontró a su madre como siempre: sentada en un amplio y cómodo sillón junto a la ventana abierta, una manta oscura sobre las piernas ahora paralizadas, la gran Biblia a su alcance en la mesa y en sus manos, viejas y hermosas, el delicado encaje en el que trabajaba. Como siempre que él iba a verla, su madre dejó silenciosamente el delicado trabajo y cruzó las manos con firmeza en el regazo, como si necesitara echar mano de toda su voluntad y de toda su mente durante los pocos minutos que el hijo, tan importante, pasaba con ella.

Ya ni se estrechaban las manos.

–¿Cómo estás, madre? – preguntó Joh Fredersen.

Ella le miró con unos ojos en los que brillaba la fuerza de una legión de ángeles. Y preguntó:

–¿Qué quieres, Joh?

Él se sentó ante ella y apoyó la frente en las manos. No había nadie más en la gran Metrópolis, ni en ningún lugar de la tierra, que pudiera presumir de haber visto a Joh Fredersen con la frente inclinada.

–Necesito tu consejo, madre -dijo, mirando al suelo.

Los ojos de la madre descansaron en los cabellos de su hijo.

–¿Cómo voy a aconsejarte, Joh? Has emprendido un camino por el que no puedo seguirte ni con la cabeza ni, desde luego, con el corazón. Ahora te encuentras tan lejos de mí que mi voz ya no puede alcanzarte. Y, aunque pudiera, ¿me escucharías si mis palabras fueran: «Vuelve atrás»? No lo hiciste antes, y no lo harías hoy. Además, se han hecho demasiadas cosas que ya no pueden deshacerse; has cometido demasiados errores, Joh, y no te has arrepentido. Sigues creyendo en tu verdad. ¿Cómo puedo aconsejarte entonces?

–Se trata de Freder, madre.

–¿De Freder?

–Sí.

–¿Qué le ocurre?

Joh Fredersen no contestó de inmediato. Las manos de la madre temblaban violentamente.

–Tuve que venir a ti, madre, porque Hel ya no vive.

–¿Y por qué crees que murió?

–Por mi culpa, ya lo sé. Muchas veces me lo has echado en cara, madre. Me has dicho que fue como si yo echara vino hirviendo en una copa de cristal. Y hasta el cristal más hermoso tenía que quebrarse. Pero no me arrepiento, madre. No, no me arrepiento, porque Hel era mía.

–Y por eso murió.

–Sí. Si no hubiera sido mía, tal vez seguiría viva. Mejor que haya muerto.

–Muerta está, Joh. Y Freder es su hijo.

–¿Qué pretendes decir con eso, madre?

–Si tú no lo supieras igual que yo, no habrías venido hoy a mí.

Joh Fredersen guardó silencio. A través de la ventana abierta llegaba, irreal y emotivo, el susurro del castaño.

–Freder viene aquí a menudo, madre, ¿no es cierto? – preguntó Joh Fredersen.

–Sí.

–Viene a pedirte ayuda contra mí.

–La necesita mucho, Joh.

Silencio. Luego Joh Fredersen alzó la cabeza. Sus ojos estaban inyectados en sangre.

–Perdí a Hel, madre. No puedo perder también a Freder.

–¿Tienes razones para temer que vayas a perderle?

–Sí.

–Entonces -dijo ella- me sorprende que Freder no haya venido todavía.

–Está muy enfermo, madre.

La vieja hizo un movimiento como si deseara levantarse, y en sus ojos de arcángel hubo un brillo de cólera.

–Cuando vino aquí hace poco -dijo-, estaba tan sano como un árbol a punto de florecer. ¿Qué enfermedad padece?

Joh Fredersen se puso en pie y empezó a recorrer la habitación arriba y abajo. El perfume de las flores que le llegaba desde el jardín se incrustaba en él como algo doloroso.

–No sé -dijo de pronto- cómo pudo entrar esa muchacha en su vida. No sé cómo llegó a conseguir tan monstruoso poder sobre él. Pero de sus propios labios le oí decir: «Mi padre ya no tiene un hijo, María».

–Freder no miente, Joh. De modo que ya le has perdido.

Joh Fredersen no contestó. Pensaba en Rotwang; éste le había dicho las mismas palabras.

–¿Has venido por esto, Joh? – preguntó su madre-. Podías haberte evitado la molestia. Freder es el hijo de Hel. Eso significa que su corazón es tierno. Pero también es tu hijo, Joh. Eso significa que tiene un cerebro de acero. Tú sabes muy bien, Joh, con cuánta obstinación puede luchar un hombre para conseguir la mujer que desea.

–No puedes hacer esa comparación, madre. Freder es casi un muchacho. Cuando yo me llevé a Hel era un hombre, y sabía lo que hacía. Hel me era más necesaria que el aire para respirar. No podía vivir sin ella, madre. Se la habría arrebatado al mismo Dios.

–A Dios no puedes robarle nada, Joh, pero sí al hombre. Y eso fue lo que hiciste. Has pecado, Joh, pecaste contra un amigo. Porque Hel amaba a Rotwang, y fuiste tú quien la obligaste a dejarle.

–Cuando se moría, madre, Hel me amaba.

–Sí, cuando vio que también tú eras humano, cuando vio que te desesperabas y llorabas a gritos. Pero, Joh, ¿crees que esa única sonrisa a la hora de su agonía la ha compensado de todo lo que la llevó a la muerte?

–Déjame con esa esperanza, madre.

–Con ese engaño, dirás.

Joh Fredersen miró a su madre.

–Me gustaría mucho saber -dijo con voz sombría- con qué alimentas tu crueldad hacia mí, madre.

–Con mi temor por ti, Joh, con mi temor por ti.

–No necesitas temer por mí, madre.

–¡Oh, sí, Joh! ¡Oh, sí! Tu pecado camina detrás de ti como un buen perro a la zaga. No pierde tu pista, Joh; siempre está allí, siempre a tus espaldas. El amigo siempre está desarmado contra su amigo. No lleva escudo ante el pecho, ni armadura ante el corazón. El amigo que cree en su amigo es un hombre indefenso. Y traicionaste a un hombre indefenso.

–Ya pagué por mi pecado, madre. Hel ha muerto. Ahora sólo me queda Freder. Es su legado. Y no abandonaré el legado de Hel. He venido a ti para rogarte, madre: ayúdame a recuperar a Freder.

Los ojos de la vieja dama, fijos en él, despedían chispas.

–¿Qué me contestaste, Joh, cuando quise impedirte que conquistaras a Hel?

–No lo recuerdo.

–Pues yo sí, Joh. Recuerdo cada sílaba. Dijiste: «No oigo nada de lo que me dices. Sólo oigo su nombre. Aunque me quedara ciego, seguiría viendo a Hel. Aunque me quedara paralítico, aunque mis pies fueran incapaces de caminar, encontraría el modo de llegar a ella». Eso dijiste. Freder es tu hijo. ¿Qué crees que me contestaría él si yo le pidiera que abandonara a la muchacha que ama?

Joh Fredersen guardaba silencio.

–Ten cuidado, Joh -continuó su madre-. Sé muy bien lo que significa esa frialdad que ahora se apodera de tus ojos, esa palidez pétrea que ahora se adueña de tu rostro. Has olvidado que los seres que aman son sagrados. Aunque se equivoquen, Joh, su misma equivocación es sagrada. Aunque sean locos, Joh, su locura en sí es sagrada. Dondequiera que existan seres que aman está el jardín de Dios, y nadie tiene derecho a arrojarlos fuera. Ni siquiera Dios. Sólo su propio pecado.

–Debo recuperar a mi hijo -insistió Joh Fredersen-. Había confiado en que tú me ayudarías y, desde luego, habría sido el medio más suave. Pero te niegas a ello, y ahora habré de buscar otros medios.

–Según dices, Freder está enfermo.

–Ya se pondrá bien.

–¿De modo que insistes en tu empeño?

–Sí.

–Creo que Hel lloraría si pudiera oírte.

–Quizá. Pero Hel ha muerto.

–Acércate, Joh. Te mostraré unas palabras que nunca olvidarás y que te acompañarán en tu camino. Son bien fáciles de recordar.

Joh Fredersen vaciló. Luego se acercó a su madre. Ésta señaló con mano firme un pasaje de la Biblia que tenía abierta ante ella. Joh Fredersen leyó:

«Lo que siembre el hombre, eso recogerá».

Giró en redondo. Cruzó la habitación. Los ojos de su madre le seguían. Cuando se volvió hacia ella repentinamente, violentamente, con una palabra dura en los labios, halló sus ojos fijos en él. En aquellos ojos Joh Fredersen descubrió un amor tan inmenso, un amor tan poderoso, que creyó ver a su madre por primera vez.

Se miraron largo tiempo en silencio.

Luego el hombre avanzó hacia su madre.

–Me voy ahora, madre -dijo-, y no creo que vuelva a ti otra vez.

No obtuvo respuesta. Pareció como si él deseara tenderle la mano, pero, a medio camino, la dejó caer otra vez.

–¿Por quién lloras, madre? – preguntó-. ¿Por Freder o por mí?

–Por los dos -le contestó-. Por vosotros dos, Joh.

Él permaneció en silencio. En su rostro se leía la batalla que libraba su corazón. Luego, sin mirar de nuevo a su madre, dio la vuelta y salió de la casa sobre la cual susurraba el castaño.

13

Era medianoche. No había ninguna luz encendida en la casa. Sólo el resplandor de la ciudad que entraba por la ventana se extendía como un nimbo pálido sobre el rostro de la muchacha, que permanecía sentada inmóvil, apoyada contra la pared, con los párpados cerrados y las manos en el regazo.

–¿Es que no vas a contestarme nunca? – preguntó el gran inventor.

Quietud. Silencio. Inmovilidad.

–Eres más fría que el mármol, más dura que cualquier piedra. Seguro que la uña de tu dedo meñique corta el diamante como si fuera agua. Yo no imploro tu amor. ¿Qué sabe una niña del amor? Su fortaleza permanece inatacada, su paraíso cerrado, nadie sino el dios que los escribió conoce sus libros sellados. ¿Qué sabes tú de amor? Las mujeres tampoco saben nada del amor. ¿Qué sabe la luz de la luz? ¿La llama del fuego? ¿Qué saben las estrellas de las leyes que las rigen? Hay que preguntar al caos, al frío, a la oscuridad, a lo jamás redimido y que sigue luchando por su redención. Hay que preguntar al hombre lo que es el amor. El himno del cielo sólo puede componerse en el infierno. Yo no imploro tu amor, María. Pero sí tu piedad, madre de rostro virginal.

Quietud. Silencio. Inmovilidad.

–Te retengo cautiva. ¿Acaso es culpa mía? No te retengo cautiva por mí mismo, María. Por encima de ti y de mí hay una voluntad que me obliga a ser malvado. ¡Ten piedad del que debe ser malvado, María! El manantial de la bondad en mi interior está cegado. Creí que estaba muerto, pero sólo está encerrado vivo. Mi ser es una roca de oscuridad. Pero, allá en lo más hondo de la triste piedra, oigo correr el manantial. Si desafiara la obra que creé a tu imagen, no sería más de lo que Joh Fredersen se merece, y mucho mejor para mí. Porque él me ha arruinado, María.

»Él me robó a la mujer que yo amaba. No sé si su alma me perteneció en realidad, pero su piedad sí era mía, y me hacía bueno. Joh Fredersen me quitó a esta mujer. Él me hizo malvado. Él, que envidiaba al suelo la impronta de los pies que amaba, hizo de mí un ser malvado al privarme de su piedad. Hel está muerta. Pero ella le amó. ¡Qué ley más terrible es que los seres de la luz se conviertan en los seres de la oscuridad, y dejen de lado a los de las sombras!

»Sé más misericordiosa que Hel, María. Yo desafiaré a la voluntad que está por encima de ti y de mí. Yo te abriré las puertas. Podrás ir donde quieras y nadie te detendrá. Pero ¿te quedarías conmigo por tu propia voluntad, María? Yo anhelo ser bueno, ¿querrás ayudarme?

Quietud. Silencio. Inmovilidad.

–Tampoco imploro tu piedad, María. Nada hay en el mundo menos compasivo que la mujer que no ama más que a un ser. Sois asesinas despiadadas en nombre del amor; sois diosas de la muerte con vuestra sonrisa.

»Las manos del amado están frías. Y preguntáis: «¿Quieres que te caliente las manos, amado?» Y ni siquiera esperáis la respuesta. Incendiáis una ciudad, ahogáis en llamas todo un reino para que el amado se caliente las manos. Os alzáis hasta el universo y cogéis las estrellas más radiantes sin preocuparos por la destrucción del universo o por si rompéis el equilibrio eterno. «¿Deseas las estrellas, amado?» Y si su respuesta es no, entonces simplemente las dejáis caer.

»¡Oh, benditas hacedoras del mal! Os acercáis sin miedo, inviolables, al trono de Dios y le decís: «¡Levántate, Creador! Necesito el trono del mundo para mi amado». No veis todos los que mueren; os basta con que él viva. Una gota de sangre en su dedo os asusta más que la destrucción de un continente. ¡Todo eso lo sé, y nunca lo he poseído! No, no apelo a tu piedad, María. ¡Pero sí apelo a tu fidelidad!

Quietud. Silencio. Inmovilidad.

–¿Conoces la Ciudad de los Muertos, en el subsuelo de Metrópolis? Una muchacha llamada María solía reunir allí de noche a sus hermanos. Sus hermanos llevaban uniforme de algodón azul, gorra negra, zapatones groseros. María les hablaba de un mediador que vendría a liberarlos. «El mediador entre el cerebro y las manos debe ser el corazón», ¿no era así?

»Los hermanos de la muchacha creían en ella. Y esperaban. Esperaron mucho tiempo. Pero el mediador no vino. Ni vino ella tampoco, ni envió mensaje alguno, ni se la encontraba por ninguna parte. Pero los hermanos creían en la muchacha, pues la habían juzgado tan valiosa como el oro. «¡Vendrá!», decían. «¡Vendrá de nuevo! Es fiel. ¡No nos abandonará! Nos ha dicho que acudirá un mediador. Debe venir ahora. ¡Seamos pacientes y esperemos!» Pero el mediador no vino. Ni ella tampoco.

»La miseria de los hermanos ha crecido de día en día. Donde murmuraban mil, ahora murmuran diez mil. Ya no pueden alimentarse de esperanzas. Anhelan la lucha, la destrucción, la ruina, la caída. E incluso los creyentes, incluso los pacientes, preguntan: «¿Dónde está María? ¿Habrá perdido el oro todo su valor?».

»¿Vas a dejarles sin respuesta, María?

Quietud. Silencio. Inmovilidad.

–Callas. Eres muy obstinada. Pero ahora te diré algo que acabará indudablemente con tu obstinación. ¿Crees que te retengo cautiva aquí por gusto? ¿Crees que Joh Fredersen no conocía otro modo de separarte de su hijo que encerrarte tras el sello de Salomón que está sobre mi puerta? ¡Oh, no, María… oh, no, mi hermosa María!

»No hemos estado ociosos estos días. Te hemos robado tu hermosa alma, tu dulce alma, esa tierna sonrisa de Dios. Yo te he escuchado como te ha escuchado el aire. Te he visto furiosa y hundida en la desesperación. Te he visto ardiendo y te he visto deprimida. Te he oído orar a Dios, y he maldecido a Dios porque Él no te oía. Me he emborrachado con tu impotencia. Tu llanto lastimero me ha emborrachado. Cuando tú sollozabas el nombre de tu amado yo creía morir, vacilaba. Y así, borracho, moribundo y vacilante, me convertí en ladrón, en ladrón de ti, María.

»Te creé de nuevo. ¡Yo fui tu segundo creador! Yo te he robado por completo. En nombre de Joh Fredersen, el Amo de la gran Metrópolis, te robé tu ego, María. Y ese ego robado -tu otro yo- envió un mensaje a tus hermanos llamándoles de noche a la Ciudad de los Muertos, y todos acudieron. Cuando tú les hablabas, les hablabas de paz. Pero Joh Fredersen ya no desea la paz, ¿comprendes? ¡Él quiere decisión! Ha llegado la hora. Tu ego robado ya no puede hablar de paz: la boca de Joh Fredersen habla por su boca. Entre tus hermanos, habrá uno que te ama y que no comprenderá, que dudará de ti, María.

»Dame tus manos, María, sólo tus manos, nada más. No te pido más. Tus manos deben ser maravillosas. Perdón es el nombre de la derecha, Redención el de la izquierda. Si me das tus manos, yo iré contigo a la Ciudad de los Muertos y podrás prevenir a tus hermanos y desenmascarar a tu ego robado, para que el que te ama te encuentre de nuevo, y ya no tenga que dudar de ti. ¿Decías algo, María?

Oyó el dulce, el suave sollozar de la muchacha. Él cayó de rodillas. Quería arrastrarse hacia ella. Y de pronto se detuvo en seco. Escuchó. Alzó la vista. Y dijo con una voz que era casi un chillido en la intensidad de su atención:

–¿María? ¿María? ¿No oyes? Hay alguien más en la habitación.

–Sí -dijo la voz serena de Joh Fredersen.

Y sus manos atenazaron la garganta de Rotwang, el gran inventor.

14

La multitud se apiñaba de tal manera bajo la bóveda sepulcral, que las cabezas parecían terrones en un campo recién arado. Todos los rostros convergían en un punto, en la fuente de una luz tan suave como Dios. Las velas ardían con llamas afiladas, como espadas esbeltas y lustrosas que se alzaban en círculo en torno a la cabeza de la muchacha.

Freder estaba apretujado en un rincón, tan lejos de la muchacha que sólo percibía la palidez de su rostro, sus ojos maravillosos y sus labios rojo sangre. Su mirada estaba pendiente de aquella boca escarlata que se le antojaba el centro de la tierra al que, por ley eterna, iba a correr su propia sangre. Una boca atrayente… Los siete pecados capitales tenían una boca así, la mujer que cabalgaba sobre la bestia escarlata -con el nombre de Babilonia escrito en la frente- tenía una boca así… Se llevó las manos a los ojos para no ver más aquellos labios pecaminosos.

Ahora oía con mayor claridad. Sí, ésa era su voz, la voz que sonaba como si Dios nada pudiera negarle. Pero ¿era realmente su voz? Salía de una boca rojo sangre. Era como una llama, cálida y afilada. Y en ella rebosaba una malvada dulzura.

–Hermanos míos…

En aquellas palabras no había paz. Algo siseaba en el aire, semejante a unas serpientes rojas. El aire era sofocante, angustioso de respirar.

Gimiendo pesadamente, Freder abrió los ojos.

Ante él las cabezas eran como una oleada sombría y furiosa, una oleada que rugía enardecida. Aquí y allá se alzaba una mano en el aire, y las palabras estallaban como la espuma de las olas. Pero la voz de la muchacha era como una lengua de fuego que encantaba, que atraía, ardiendo sobre las cabezas.

–¿Qué es más agradable: el agua o el vino?

–¡El vino es más agradable!

–¿Quién bebe el agua?

–¡Nosotros!

–¿Quién bebe el vino?

–¡Los. amos! ¡Los amos de las máquinas!

–¿Qué es más agradable: la carne o el pan seco?

–¡La carne es más agradable!

–¿Quién come el pan seco?

–¡Nosotros!

–¿Quién come la carne?

–¡Los amos! ¡Los amos de las máquinas!

–¿Qué es más agradable: vestir el algodón azul o la seda blanca?

–¡La seda blanca es más agradable!

–¿Quién viste el algodón azul?

–¡Nosotros!

–¿Quién viste la seda blanca?

–¡Los amos! ¡Los hijos de los amos!

–¿Dónde es más agradable vivir: sobre la tierra o debajo de ella?

–¡Es más agradable vivir sobre la tierra!

–¿Quién vive bajo la tierra?

–¡Nosotros!

–¿Quién vive sobre la tierra?

–¡Los amos! ¡Los amos de las máquinas!

–¿Cómo viven vuestras esposas?

–¡En la miseria!

–¿Cómo viven vuestros hijos?

–¡En la miseria!

–¿Qué hacen vuestras esposas?

–¡Se mueren de hambre!

–¿Qué hacen vuestros hijos?

–¡Lloran!

–¿Qué hacen las esposas de los amos de las máquinas?

–¡Comen cuanto quieren!

–¿Qué hacen los hijos de los amos de las máquinas?

–¡Se divierten!

–¿Quiénes son los proveedores?

–¡Nosotros!

–¿Quiénes son los que derrochan?

–¡Los amos! ¡Los amos de las máquinas!

–¿Qué sois vosotros?

–¡Esclavos!

–¡No! ¿Qué sois vosotros?

–¡Perros!

–¡No! ¿Qué sois?

–¡Dínoslo! ¡Dínos qué somos!

–¡Sois idiotas! ¡Torpes! ¡Estúpidos! De la mañana a la noche, a mediodía, por la tarde, la máquina ruge pidiendo alimento, alimento, alimento. ¡Vosotros sois el alimento! ¡Sois el alimento vivo! ¡La máquina os devora y luego, exhaustos, os arroja! ¿Por qué engordáis a las máquinas con vuestros cuerpos? ¿Por qué aceptáis sus articulaciones con vuestro cerebro? ¿Por qué no dejáis que las máquinas mueran de hambre, idiotas? ¿Por qué no las dejáis perecer, estúpidos? ¿Por qué las alimentáis?

»Cuanto más lo hagáis, más hambre tendrán de vuestra carne, de vuestros huesos, de vuestro cerebro. Vosotros sois diez mil. ¡Vosotros sois cien mil! ¿Por qué no os lanzáis, cien mil puños asesinos, contra las máquinas? ¡Vosotros sois los amos de las máquinas, vosotros! No los otros que van por ahí con su seda blanca. ¡Volved el mundo al revés! ¡Ponedlo patas arriba! ¡Asesinad a vivos y muertos! ¡Tomad vuestra herencia!

»Ya habéis esperado bastante. ¡Ha llegado la hora!

Una voz gritó entre la multitud:

–¡Dirígenos, María!

Todas las cabezas se adelantaron en una oleada poderosa. La boca escarlata de la muchacha soltó una carcajada, y sus enormes ojos verde oscuro llamearon. Alzó los brazos en un gesto de indecible diñcultad, como si levantara un gran peso. El cuerpo esbelto pareció crecer, alargarse. Las manos de la muchacha se unieron sobre sus cabellos. Por los hombros, senos, caderas y rodillas corría un incesante temblor apenas perceptible y era como si ese temblor la elevara suavemente en el aire.

Entonces gritó:

–¡Venid! ¡Venid! ¡Yo os dirigiré! ¡Yo bailaré la danza de la muerte ante vosotros! ¡Yo bailaré la danza de los asesinos ante vosotros!

Como una bestia derribada de un hachazo, la multitud se humilló a sus pies con un gemido sordo. Pero una voz que sollozaba de rabia y de dolor resonó en el silencio:

–Tú no eres María.

Todos se volvieron al instante y miles de ojos se clavaron en un hombre que se erguía en su rincón. La capa que le cubría había resbalado, dejando al descubierto la seda blanca de sus vestidos. Su aspecto era terrible; tal parecía que hubiera muerto desangrado. Extendió la mano, señalando con dedo tembloroso a la muchacha. Aulló:

–¡Tú no eres María, no, tú no eres María! ¡Ella predica la paz, no el crimen!

Los ojos de la multitud empezaron a brillar amenazadores.

Por unos instantes, la muchacha pareció vacilar e ir a caer de bruces. Pero supo resistir, e irguió aún más su cuerpo amenazante. Extendió la mano y señaló a Freder, gritando con una voz que parecía de cristal:

–¡Mirad! ¡Mirad! ¡El hijo de Joh Fredersen! ¡El hijo de Joh Fredersen está entre vosotros!

La multitud gritó, y embistió al hijo de Joh Fredersen.

Él no opuso resistencia. Quedó casi aplastado contra la pared. Fijó en la muchacha unos ojos en los que se leía la fe en la condenación eterna. Parecía muerto ya, su cuerpo sin vida cayendo como un fantasma sobre los puños de los que deseaban asesinarle.

Una voz gritó:

–¡Perro con la piel de seda blanca!

Se alzó un brazo, brilló un cuchillo en el aire.

La muchacha sobresalía de la multitud y el cuchillo parecía venir volando de sus ojos.

Pero, antes de que el cuchillo llegara a atravesar la seda blanca que cubría el corazón del hijo de Joh Fredersen, un hombre se interpuso… y el cuchillo atravesó el algodón azul. El uniforme quedó teñido en sangre.

–¡Hermanos! – dijo el hombre. Moribundo, pero muy erguido, seguía amparando al hijo de Joh Fredersen con todo su cuerpo. Volvió un poco la cabeza para mirar a Freder y dijo, con una sonrisa transfigurada por el dolor:-. Hermano…

Freder le reconoció. Era Georgi, el número 11811, que ahora entregaba su vida por él.

Quiso lanzarse contra sus asesinos. Pero el moribundo, cual si estuviera crucificado, le impedía el paso; clavaba los ojos, brillantes como joyas, en la multitud.

–Hermanos… -comenzó-. Asesinos, hermanos asesinos…

La multitud le dejó solo y echó a correr. En nombre de la multitud, la muchacha bailaba y cantaba.

¡Hemos sentenciado a las máquinas!

¡Hemos condenado a muerte a las máquinas!

¡Las máquinas deben morir! ¡Al infierno con ellas!

¡Muerte! ¡Muerte! ¡Muerte a las máquinas!

Con el estruendo de miles de alas, los pasos de la multitud resonaron en los estrechos pasadizos de la Ciudad de los Muertos. La voz de la muchacha se apagó a lo lejos. Georgi soltó las manos y cayó hacia adelante.

Freder se arrodilló a su lado y tomó entre sus manos la cabeza de Georgi.

–Avisa a la ciudad -dijo éste.

–¿Y tú, vas a morir? – gritó Freder. Sus ojos desconcertados recorrieron los muros en cuyos nichos reposaban los muertos de mil años-. ¡No hay justicia en este mundo!

–La justicia suprema -dijo el número 11811-. De la debilidad, el pecado. Del pecado, la expiación. ¡Avisa a la ciudad! ¡Avisa!

–¿Y he de dejarte solo?

–Te lo ruego.

Freder se puso en pie, la desesperación en sus ojos. Corrió hacia el pasadizo por el que desapareciera la multitud.

–¡Por ahí no! – dijo Georgi-. Por ahí no podrás pasar…

–No conozco otro camino.

–Yo te guiaré.

–¡Estás muriendo, Georgi! ¡El primer paso será tu muerte!

–¿No quieres avisar a la ciudad? ¿Quieres ser cómplice de su destrucción?

–¡Vamos! – exclamó Freder.

Levantó a Georgi. Con la mano apretada sobre la herida, el hombre echó a correr dejando tras de sí un rastro de sangre.

–¡Corre! – le gritaba-. ¡Aprisa, no hay tiempo… que perder!

Pasadizos, cruces, pasadizos, escalones, pasadizos… Georgi se desplomó al pie de una escalera. Freder quiso levantarle. El otro le rechazó.

–¡Apresúrate! – dijo. Indicó la escalera con un gesto-. ¡Arriba! Ahora ya no puedes perderte. ¡Apresúrate!

–¿Y tú, Georgi, y tú?

–Yo -dijo Georgi, volviendo la cabeza hacia el muro-, yo no voy a contestar más preguntas.

Freder soltó la mano de Georgi. Echó a correr escaleras arriba.

La noche le acogió en sus brazos, la noche de Metrópolis, esa noche borracha de luces. Todo estaba tranquilo, como de costumbre. Nada indicaba la tormenta que, desde lo más profundo, se cernía sobre la ciudad.

Pero el hijo de Joh Fredersen creyó sentir que las piedras cedían bajo sus pies; creyó oír en el aire el batir de las alas de monstruos extraños, seres con cuerpo de mujer y cabeza de serpiente, medio toros, medio ángeles, demonios adornados con coronas, leones de cuerpo humano…

Y creyó ver a la Muerte sentada sobre la Nueva Torre de Babel, con la capucha y la capa amplia, afilando la guadaña.

Llegó a la Nueva Torre de Babel. Todo estaba como de costumbre. El amanecer había iniciado su lucha con las primeras luces. Buscó a su padre. No le encontró. Nadie supo decirle dónde había ido Joh Fredersen a medianoche. El centro cerebral de la Nueva Torre de Babel estaba vacío.

Freder se secó el sudor que le corría por las sienes.

–Debo encontrar a mi padre -dijo-. Tengo que hallarle, cueste lo que costare.

Hombres con ojos de siervos le miraron. Hombres que no conocían otra cosa que la obediencia ciega, que no podían aconsejar y mucho menos ayudar.

El hijo de Joh Fredersen se sentó en el lugar de su padre, ante la mesa que solía ocupar el gran hombre. Estaba tan blanco como la seda que vestía cuando extendió la mano y apoyó los dedos sobre la pequeña placa de metal azul que ningún hombre tocara jamás aparte de Joh Fredersen.

Entonces la gran Metrópolis empezó a rugir. Entonces alzó su voz, su voz infernal. Pero no pedía alimento, no. Gritaba:

–¡Peligro!

Sobre la ciudad gigantesca, sobre la ciudad dormida, la voz monstruosa gritaba:

–¡Peligro! ¡Peligro!

Un temblor apenas perceptible recorrió la Nueva Torre de Babel, como si la tierra que la sostenía se agitara temerosa en sueños.

15

María no se atrevía a moverse. Apenas si osaba respirar. No cerraba los ojos por temor de que, en el breve segundo de un parpadeo, un nuevo horror se apoderara de ella.

Ignoraba el tiempo transcurrido desde que las manos de Joh Fredersen se cerraran en torno a la garganta de Rotwang, el gran inventor. Los dos hombres habían luchado en las sombras, y sin embargo le parecía que la silueta de aquellas dos figuras había quedado grabada para siempre en la oscuridad: la mole de Joh Fredersen con las manos adelantadas, como dos garras, y el cuerpo de Rotwang pendiendo de ellas, arrastrado hasta cruzar la puerta.

¿Qué estaba sucediendo en la habitación contigua?

No oía nada. Pasaron los minutos, minutos interminables, y aunque escuchaba con todos sus sentidos no percibía el menor ruido, ni rumor de pasos, ni gritos. ¿Estaría acaso respirando el aire que encerraba el crimen?

¡Ah, aquel férreo apretón en el cuello de Rotwang! ¡Aquel cuerpo arrastrado a la más profunda oscuridad! ¿Estaría muerto? ¿Lo encontraría tirado detrás de aquella puerta, en un rincón, roto el cuello y los ojos vidriosos? ¿Seguiría el asesino tras aquella puerta?

La habitación en la que estaba retumbó de pronto con el sonido de un sordo latir. Un sonido atronador que creció, que se hizo más y más violento. Gradualmente comprendió: era el latir de su propio corazón. Si alguien hubiera entrado en la habitación no le habría oído, tal era la fuerza de sus latidos.

Las palabras vacilantes de una plegaria infantil cruzaron por su cerebro, en confusión, sin sentido: «Dios mío, te lo ruego, quédate conmigo, cuida de mí. Amén». Pensó en Freder: «No, no llores. ¡No llores! ¡Dios mío, te lo ruego!»

Ya no soportaba aquel silencio. Necesitaba ver, estar segura. Pero no se atrevía a dar un paso. Se había puesto de pie, y ahora le faltaba el valor necesario para sentarse otra vez. Se sentía envuelta por un saco negro, los brazos muy apretados contra el cuerpo. Le parecía sentir en su nuca el aliento perverso de algún ser monstruoso.

Ahora oyó; sí, oyó algo. Pero el sonido no provenía del interior de la casa. Venía de muy lejos y atravesaba incluso los muros de la casa de Rotwang, inmunes por lo general a cualquier ruido, viniera de donde viniese.

Era la voz de Metrópolis. No gritaba pidiendo alimento. Gritaba: «¡Peligro! ¡Peligro!» Y el clamor no se detenía. ¿Quién había osado desencadenar la voz de la gran Metrópolis, que no obedecía a nadie sino a Joh Fredersen? ¿Acaso ya no estaba Joh Fredersen en su puesto? ¿Qué peligro amenazaba a Metrópolis? Ni el fuego ni el agua la harían gritar de aquel modo enloquecido.

¿Sería el hombre la amenaza? ¿Una revuelta quizá?

Las palabras de Rotwang resonaron en su cerebro: «En la Ciudad de los Muertos…». ¿Qué estaría ocurriendo en la Ciudad de los Muertos? ¿Surgiría el estruendo de la Ciudad de los Muertos? ¿Surgiría la destrucción de las profundidades?

«|¡Peligro! ¡Peligro!», gritaba la voz de la gran ciudad.

Impulsada por una fuerza interior, María echó a correr hacia la puerta y la abrió de par en par. La habitación que se extendía ante ella estaba débilmente iluminada por la tenue claridad que se filtraba a través de una ventana. Le pareció vacía. Una fuerte corriente de aire, proveniente de una fuente invisible, cruzaba la habitación en un chorro caliente, y traía con fuerza renovada el rugido de la ciudad.

María se inclinó hacia adelante. Reconoció la habitación: era aquella cuyas paredes había recorrido buscando desesperadamente una salida, hasta encontrar una puerta sin llave ni picaporte: sobre ella, rojo y cobre, brillaba el sello de Salomón: la estrella de cinco puntas. Allí, en el centro, en el suelo, había una trampa cuadrada por la que hacía mucho tiempo -un período que ahora era incapaz de medir- ella misma había entrado en la casa del gran inventor. El cuadro brillante de la ventana venía a caer sobre aquella puerta que se abría en el suelo.

«Una trampa», pensó la muchacha.

Volvió la cabeza. ¿Es que no iba a dejar de rugir nunca la gran Metrópolis?

«¡Peligro! ¡Peligro! ¡Peligro!», gritaba la ciudad.

María dio un paso y se detuvo de nuevo. Entre ella y la trampa había algo en el suelo. Era un montón irreconocible, algo oscuro e inmóvil. Podía ser humano, podía ser sólo un saco. Pero estaba allí, y tendría que pasar junto a él si quería llegar a la trampa.

Con un gran despliegue de valor, como nunca lo había necesitado en la vida, María avanzó sigilosamente. El bulto seguía inmóvil. Ella se detuvo, inclinándose hacia adelante, obligando a sus ojos a reconocerlo, ensordecida por el propio latir de su corazón y el estruendo de la ciudad rugiente.

Ahora lo vio con claridad. Se trataba de un hombre. Yacía de bruces, las piernas recogidas contra el cuerpo, como si hubiera tratado de levantarse y no hubiera hallado las fuerzas necesarias. Tenía una mano en el cuello, y los dedos engarfiados hablaban de defensa propia con más claridad que el discurso más elocuente. La otra mano se extendía inútilmente hacia la trampa, como si deseara aherrojarla. Esa mano no era de carne y hueso. Era de metal. Y aquella mano era una obra maestra de Rotwang, el gran inventor.

María echó una mirada a la puerta sobre la cual brillaba el sello de Salomón. Corrió hacia ella, aunque sabía que era inútil implorar la libertad a esta puerta inexorable. Sintió bajo los pies, distante y apagado, fuerte e impetuoso, el temblor de un trueno distante.

La voz de la gran Metrópolis rugía: «¡Peligro!»

María unió las manos y se las llevó a la boca. Corrió a la trampa. Se arrodilló. Miró al hombre que yacía junto a ella, la mano de metal que parecía obstinarse en defender la trampa. Los dedos de la mano se volvían hacia ella engarfiados, como la bestia antes de dar el salto.

Y el temblor de la ciudad, ahora mucho más poderoso, la agitó de nuevo.

María cogió la anilla de hierro de la trampa. Quería abrirla, pero la mano que estaba sobre ella lo impedía obstinadamente.

Oyó el entrechocar de sus propios dientes. Con cuidado infinito, cogió la mano que yacía como un cerrojo de acero sobre la trampa. Sintió la frialdad de la muerte que emanaba de ella. Sus dientes se clavaron en los labios pálidos. Al retirar la mano con toda su fuerza el cuerpo se volteó, y el rostro grisáceo quedó mirando a lo alto.

Abrió del todo la trampa y se lanzó escaleras abajo, sin atreverse a cerrar por miedo de ver una vez más al hombre que yacía en el suelo. Sintió los escalones bajo sus pies, y las paredes húmedas a derecha e izquierda. Corrió en la oscuridad, vagamente temerosa de no saber encontrar el camino.

A su memoria acudió el recuerdo de los zapatos rojos del mago. Y ello la obligó a detenerse y a escuchar. ¿Qué era aquel sonido extraño que poblaba los pasadizos? Parecía un bostezo surgido de las piedras. De pronto, oyó un extraño chirrido que se producía a intervalos regulares.

La piedra vivía. Sí, la piedra vivía, las piedras de la Ciudad de los Muertos nacían a la vida.

Un temblor de extraordinaria violencia agitó el espacio en que se hallaba María. Un rumor de piedras que caían, rumor de agua, silencio.

María se sintió proyectada contra el muro de piedra y notó que éste se movía a sus espaldas. Gritó. Extendió los brazos y corrió hacia adelante. Tropezaba con piedras que caían a su paso, pero no vacilaba en su camino. Ignoraba lo que sucedía, pero ese rumor misterioso que la tormenta trae consigo -la proclamación de una gran maldad-, pendía en el aire por encima de su cabeza y la obligaba a avanzar a toda prisa.

Finalmente descubrió una luz. Avanzó hacia ella y llegó a un lugar que le era conocido: grandes velas ardían bajo la bóveda. Con frecuencia se había situado en su centro y hablado a aquellos a quienes llamaba hermanos.

¿Quién sino ella tenía derecho a encender esas velas? ¿Para quién habían ardido hoy? Una corriente de aire violenta agitaba las llamas, y la cera caía en gotas constantes. María cogió una vela y siguió corriendo con ella.

Llegó al fondo de la bóveda. Tirada en el suelo encontró una capa. Ninguno de sus hermanos llevaba una prenda así sobre el uniforme de algodón azul. Se inclinó y vio en el polvo que tapizaba el suelo un rastro de sangre. Extendió la mano y tocó una de las gotas. Las puntas de sus dedos se tiñeron de rojo. Se enderezó, cerró los ojos. Vaciló un momento, y una sonrisa cruzó su rostro, como si confiara en que aquello fuera una pesadilla.

–Dios mío, te lo ruego: no me abandones, cuida de mí. Amén.

Apoyó la cabeza contra el muro de piedra. La pared tembló. En la oscura bóveda, una hendidura se iba abriendo.

¿Qué significaba aquello? ¿Qué ocurría allí, encima de ella? Arriba estaban los túneles del ferrocarril subterráneo. ¿Qué sucedía? Parecía como si tres mil gigantes jugaran a los dados con montañas de hierro, lanzándolas una contra otra entre aullidos.

La hendidura se hizo mayor. El aire se llenó de polvo y piedrecitas.

La estructura de la Ciudad de los Muertos se estremecía como si un puño poderoso hubiera abierto de pronto una compuerta, aunque, en vez de agua, caía un alud de piedras y tierra.

Una corriente de aire, un remolino irresistible, echó a un lado a la muchacha cual si fuera una paja. Los esqueletos se alzaron de los nichos, los huesos se enderezaron, rodaron los cráneos. En la Ciudad de los Muertos pareció haber llegado el Día del Juicio.

Arriba, en la gran Metrópolis, la voz del monstruo seguía aullando.

Rojo estaba el cielo sobre el océano de piedra de la ciudad. Y aquel cielo rojo vio, entre el océano de piedra de la ciudad, una corriente que avanzaba, amplia e interminable.

Era una corriente de doce hombres en fondo. Caminaban con paso monótono: hombres, hombres, hombres, todos con el mismo uniforme: del cuello a los tobillos algodón azul oscuro, el pelo apretadamente recogido bajo la gorra negra, los pies calzados con unos zapatones groseros. Y todos tenían el mismo rostro: un rostro salvaje, de ojos enloquecidos. Y todos cantaban la misma canción, una canción sin melodía que era un juramento, un voto:

¡Hemos sentenciado a las máquinas!

¡Hemos condenado a muerte a las máquinas!

¡Las máquinas deben morir! ¡Al infierno con ellas!

¡Muerte! ¡Muerte! ¡Muerte a las máquinas!

Una muchacha bailaba ante aquella muchedumbre enardecida y decía:

–¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Yo os dirigiré! ¡Yo bailaré la danza de la muerte ante vosotros! ¡Yo bailaré la danza de los asesinos ante vosotros!

–¡Destruir! ¡Destruir! ¡Destruir! – gritaba la multitud.

Actuaban sin un plan, pero seguían una ley. La destrucción era el nombre de la ley y ellos la obedecían.

La multitud se dividió. Una densa corriente se lanzó rugiendo hacia uno de los túneles del ferrocarril subterráneo. Los trenes estaban dispuestos en todas las vías. Los reflectores abrían brechas en la oscuridad de los pozos.

La multitud aulló. ¡Aquél sí era un juguete digno de gigantes! ¿Y no eran ellos acaso tan fuertes como tres mil gigantes?

Sacaron a rastras a los conductores de sus puestos y soltaron los frenos. Los raíles temblaban. Aquellas serpientes que eran los vagones brillantemente iluminados, más rápidos cuanto más vacíos, se hundieron en la oscuridad. Dos, tres, cuatro de los conductores lucharon como posesos, pero la multitud los acogió.

–¿Queréis callar de una vez, perros? ¡Nosotros somos los amos! ¡Queremos jugar! ¡Queremos jugar como gigantes!

Y estallaron en su canto, la canción de su odio mortal:

¡Hemos sentenciado a las máquinas!

¡Hemos condenado a muerte a las máquinas!

Contaron los segundos: cincuenta y nueve, sesenta, sesenta y uno, sesenta y dos, ¡ahora!

En algún punto en lo más profundo del túnel se produjo un estallido como si la Tierra se partiera en dos. Una y otra vez.

La multitud aullaba:

¡Las máquinas deben morir! ¡Al infierno con ellas!

¡Muerte! ¡Muerte! ¡Muerte a las máquinas!

Súbitamente, de uno de los túneles surgió un tren como una lengua de fuego, con luces brillantes, sin conductor; una muerte destructora a toda velocidad.

¿De dónde venía aquel caballo infernal? ¿Dónde estaban los gigantes que así respondían al juego de la muchedumbre? El tren se desvaneció entre chirridos y, unos segundos más tarde, se escuchó un horrible estallido en la profundidad del túnel. Y a este tren siguió otro, y aún otro más, enviados por manos desconocidas.

Bajo los pies de la muchedumbre el suelo comenzaba a agrietarse. Los túneles vomitaban humo. De pronto se apagaron las luces. Únicamente los relojes, de brillo blanquecino, colgaban como manchas de luz en una oscuridad cargada de nubes sofocantes y agitadas.

La multitud se lanzó escaleras arriba. Tras ella, los demonios desencadenados arrastraban los vagones; las máquinas sin control caían unas contra otras, unas sobre otras, y estallaban en llamas.

Metrópolis tenía un cerebro.

Metrópolis tenía un corazón.

El corazón de la ciudad-máquina de Metrópolis moraba en un edificio blanco como una catedral. Un solo hombre guardaba el corazón de la ciudad-máquina de Metrópolis.

Su nombre era Grot, y amaba a su máquina.

Ésta era un universo en sí misma. Sobre los profundos misterios de sus delicadas articulaciones, como el disco del sol, como el halo de un ser divino, se alzaba una rueda de plata en constante movimiento que cubría la pared posterior del edificio, de lado a lado, de arriba abajo.

No había una sola máquina de Metrópolis que no recibiera su fuerza de este corazón. Una única palanca controlaba esta maravilla de acero. Todos los tesoros del mundo apilados ante él no habrían valido lo que esta máquina para Grot.

Cuando, a la hora gris del amanecer, oyó Grot el imponente rugido de Metrópolis, miró el reloj y pensó: «Esto va contra toda naturaleza y toda ley».

Cuando a la hora roja del crepúsculo vio Grot la corriente de hombres de doce en fondo -dirigidos por una muchacha que danzaba al ritmo del canto de la multitud-, Grot fijó la palanca de la máquina en un punto que decía «Seguridad», cerró cuidadosamente la puerta del edificio y esperó adentro.

La multitud atacó la puerta.

«Ya podéis golpear», pensó Grot. «Esta puerta lo resiste todo». Y miró su máquina, cuya rueda giraba lentamente.

«No nos molestarán mucho tiempo», pensó. Esperaba una señal de la Nueva Torre de Babel, un mensaje de Joh Fredersen. Pero el mensaje no llegaba.

«Él sabe», se dijo Grot, «que puede confiar en mí».

La puerta retumbaba como un tambor gigantesco. La multitud se lanzaba como un ariete vivo contra ella.

«Son muchísimos», pensó Grot. Miró la puerta: temblaba, pero resistía. Grot asintió para sí con profunda satisfacción. Le hubiera gustado encender la pipa, de no ser porque allí estaba prohibido fumar. Asistió a los gritos de la muchedumbre y sus ataques constantes a la puerta con una impresión de ceñuda complacencia. Amaba a aquella puerta. Era su aliada. Se volvió, y miró la máquina. Asintió afectuosamente.

–Nosotros dos… ¿eh? ¿Qué me dices de esos borrachos estúpidos, máquina?

Ante la puerta, la tormenta se transformó en un tifón. Era una furia desencadenada, nacida de un sufrimiento prolongado.

–¡Abre la puerta! – gritaban furiosos-. ¡Abre la puerta, maldito bribón!

«¡Eso querríais!», pensó Grot. ¡Qué bien aguantaba la puerta, su hermosa puerta!

¿Qué cantaban aquellos monos borrachos ahí fuera?

¡Hemos sentenciado a las máquinas!

¡Hemos condenado a muerte a las máquinas!

¡Ja, ja, ja! ¡También él podía cantar! ¡También él conocía canciones de borrachos, y mejores aún! Golpeó con ambos talones el pedestal de la máquina sobre el que se había sentado. Se echó atrás la gorra negra, sobre la nuca. Apretando los puños enrojecidos sobre las rodillas y abriendo la boca, cantó con todas sus fuerzas mientras sus ojos, pequeños y salvajes, se clavaban en la puerta:

¡Adelante, borrachos, si os atrevéis!

¡Adelante si queréis una buena paliza, asquerosos!

¡Vuestra madre se olvidó

de apretaros bien los pantalones

cuando erais pequeños, so golfos!

¡Ni siquiera sois dignos de la bazofia de los cerdos!

¡Os caísteis del carro de la basura

cuando éste tomó una curva!

Y ahora estáis ante la puerta,

ante mi hermosa puerta, y gritáis:

¡Abre la puerta! ¡Abre la puerta!

¡Que el diablo la abra por vosotros,

piojos de gallina!

El pedestal de la máquina vibraba al ritmo del taconeo de sus botas.

Pero de pronto ambos se detuvieron, el golpear de los tacones y el canto. Una luz, extraordinariamente potente y blanca, parpadeó tres veces bajo la cúpula del edificio. Una señal se dejó oír, tan suave y penetrante como el tintineo de la campanilla de un templo, venciendo cualquier otro sonido.

–¡Sí! – exclamó Grot, el guardián de la máquina-corazón. Se puso en pie de un salto. Alzó la frente, que brillaba con la ansiedad juvenil de la obediencia-. ¡Sí, aquí estoy!

Una voz lenta dijo claramente:

–Abre la puerta y entrega la máquina.

Grot se quedó inmóvil. Unos puños como martillos pendían de sus brazos. Tragó saliva, pero no dijo nada.

–Repite las instrucciones -ordenó la voz serena.

El guardián de la máquina-corazón agitó la cabeza violentamente a un lado y otro, como si le pesara.

–Yo… no he entendido bien -respondió con voz vacilante.

La voz habló con un tono imperioso:

–¡Abre la puerta y entrega la máquina!

El hombre seguía sin decir nada, mirando estúpidamente hacia lo alto.

–Repite las instrucciones -insistió la voz serena.

El guardián de la máquina-corazón aspiró profundamente.

–¿Quién habla ahí? – preguntó-. ¿Qué maldito cerdo está diciendo…?

–Abre la puerta, Grot.

–Y un cuerno voy a…

–Entrega la máquina.

–¿La máquina? – repitió Grot-. ¿Mi máquina?

–Sí.

El guardián de la máquina-corazón empezó a temblar. Tenía ahora el rostro azulado, y en él destacaban los ojos como bolas blancuzcas. La multitud, que seguía atacando la puerta como un ariete, gritaba enronquecida:

¡Las máquinas deben morir! ¡Al infierno con ellas!

¡Muerte! ¡Muerte! ¡Muerte a las máquinas!

–¿Quién habla ahí? – insistió el hombre, con voz tan alta que sus palabras eran un aullido.

–Habla Joh Fredersen.

–Quiero la contraseña.

–La contraseña es mil tres. La máquina está funcionando a media fuerza. Has puesto la palanca en «Seguridad».

El guardián de la máquina-corazón se quedó de piedra.

Luego dio la vuelta torpemente, se dirigió a la puerta y corrió los cerrojos.

La multitud le oyó. Aulló triunfante. La puerta se abrió de par en par. Una tromba humana penetró en la sala arrollando a su paso al hombre, que permanecía de pie en el umbral. Se lanzaron hacia la máquina; todos querían poner las manos en ella. Una muchacha dirigía bailando a la multitud.

–¡Mirad! – gritó-. ¡Mirad! ¡El corazón de Metrópolis! ¿Qué haremos con el corazón de Metrópolis?

¡Hemos sentenciado a las máquinas!

¡Hemos condenado a muerte a las máquinas!

¡Las máquinas deben morir! ¡Al infierno con ellas!

Pero la multitud ya no seguía la canción de la muchacha. Todos miraban a la máquina, el corazón de la gran ciudad-máquina que se llamaba Metrópolis y que ellos habían alimentado. Como un solo hombre se acercaban lentamente a la máquina, que brillaba cual si fuera de plata. En todos los rostros se leía el odio, en todos los rostros se leía un temor supersticioso. El deseo de la destrucción definitiva estaba escrito en todos los rostros.

Pero, antes de que todo eso llegara a expresarse, Grot, el guardián, se colocó ante la máquina. No hubo insulto ni obscenidad que no lanzara violentamente al rostro de la multitud. Las palabras más viles aún no le parecían suficientes.

Y todos le miraron con ojos enrojecidos. Le miraron con odio. Veían que aquel hombre estaba allí, delante de ellos, y les insultaba en nombre de la máquina. Para ellos, hombre y máquina se fundieron en uno, hombre y máquina merecían el mismo odio. Avanzaron. Cogieron al hombre, deseando coger a la máquina. Le derribaron, le pisotearon, le arrastraron hasta sacarlo de la sala. Se olvidaron de la máquina porque ya tenían al hombre -tenían al guardián del corazón de todas las máquinas- y creyeron que, al llevarse al hombre de la máquina-corazón, arrancaban el corazón del pecho de la gran ciudad-máquina.

¿Qué había que hacer con el corazón de Metrópolis? Había de morir, pisoteado por la multitud.

–¡Muerte! – gritó la multitud victoriosa-. ¡Muerte a las máquinas!

No advirtieron que ya no tenían un líder. No advirtieron que la muchacha había dejado de dirigirles.

Ésta se hallaba de pie ante la máquina. Su sonrisa era de plata helada. Extendió la mano, más delicada que el cristal, cogió la poderosa palanca que estaba puesta en «Seguridad» y la hizo girar sin dejar de sonreír. Luego salió con paso ligero y alocado.

A sus espaldas, la máquina empezó a desbocarse. Sobre los profundos misterios de sus delicadas articulaciones, como el disco del sol, como el halo de un ser divino, se alzaba la rueda de plata en constante movimiento.

El corazón de Metrópolis, la ciudad de Joh Fredersen, empezó a desbocarse dominado por una enfermedad mortal.

16

–¡Padre!

El hijo de Joh Fredersen sabía muy bien que su padre no podía oírle, ya que él, Freder, se hallaba al pie de la Nueva Torre de Babel -donde le lanzara el tumulto que llenaba la calle-, y su padre estaba arriba, muy arriba, sobre el remolino de la ciudad, el Cerebro incólume en el frío centro cerebral. Sin embargo, seguía llamándole a gritos; tenía que gritar. Y su grito era a la vez una petición de socorro y una acusación.

La estructura circular de la Nueva Torre de Babel estaba abarrotada de gentes que se lanzaban a la calle riendo como locos. La Nueva Torre de Babel quedaba desierta. Cuantos habían ocupado sus habitaciones y corredores, cuantos habían viajado en los cubículos del Pater Noster hacia las profundidades o las alturas, cuantos habían ocupado su puesto en las escaleras, cuantos habían recibido instrucciones y las habían transmitido, cuantos habían sudado entre los números, cuantos habían escuchado las voces susurrantes del mundo, todos, todos salían de la Nueva Torre de Babel como sale la sangre de una vena cortada hasta que ésta queda vacía, horriblemente vacía.

Pero las máquinas seguían viviendo.

Freder, que se hallaba solo -una migaja de humanidad- en la inmensa estructura circular, oyó el rumor suave y profundo que crecía por momentos y, al volverse, vio que los cubículos vacíos del Pater Noster giraban con rapidez creciente. Sí, era como si aquellos cubículos vacíos bailaran enloquecidos, y el aullido que desgarraba la Nueva Torre de Babel parecía proceder de sus vacías mandíbulas.

–¡Padre! – gritó Freder. Y toda la estructura circular gritó con él, y con toda la fuerza de sus pulmones.

Freder echó a correr, pero no hacia lo alto de la Torre. Corrió hacia sus profundidades, arrastrado por el horror y la curiosidad, abajo, hacia el infierno, guiado por los pilares luminosos, a la morada de la máquina del Pater Noster que era como Ganesha, el dios de cabeza de elefante.

Los pilares luminosos junto a los que corría no brillaban como de costumbre, con su luz blanca y helada. Parpadeaban, vacilaban, amenazaban con extinguirse. Ardían con una luz verde y malvada. Las piedras sobre las que corría se agitaban, cual si fueran agua. Cuanto más se acercaba a la sala de las máquinas, más fuerte resonaba la voz de la Torre. Los muros quemaban. El aire era como fuego incoloro. Si la puerta no se hubiera abierto por sí misma, ninguna mano humana hubiera podido hacerlo. porque era como una cortina brillante de aceite líquido.

Freder sostenía un brazo levantado ante la frente, como para impedir que le estallara el cerebro. Sus ojos buscaron la máquina, la máquina ante la cual había trabajado él una vez. Estaba encogida en el centro de la enorme sala. Brillaba de aceite. Sus miembros resplandecían. Bajo el cuerpo encogido y la cabeza hundida en el pecho, sus patas torcidas, semejantes a las de un gnomo, se apoyaban sobre la plataforma. El tronco y las patas estaban inmóviles, pero los cortos brazos empujaban: atrás y adelante, atrás y adelante.

La máquina estaba abandonada. Nadie la vigilaba. Ninguna mano sostenía la palanca, ninguna mirada se clavaba en el reloj cuyas manecillas corrían como locas sobre los números.

–¡Padre! – gritó Freder, en el momento en que se lanzaba hacia adelante.

Pero en ese mismo instante fue como si el cuerpo encogido de la maldita máquina que era como Ganesha se elevara, movido por la furia; como si las patas se estiraran sobre sus muñones para dar el salto asesino; como si sus brazos ya no se extendieran para impulsar sino para agarrar, para destrozar; como si la fuerte voz de la Nueva Torre de Babel estallara en los pulmones de la máquina del Pater Noster que aullaba: «¡Muerte!», y repetía sin cesar: «¡Muerte!»

La cortina en llamas de la puerta se corrió a un lado con un silbido. La máquina monstruo bajó de la plataforma con sus poderosos brazos girando. Toda la estructura de la Nueva Torre de Babel tembló. Los muros se agitaron. Gimió el techo.

Freder giró en redondo. Alzó los brazos y corrió. Vio que los pilares luminosos se lanzaban contra él, oyó un chirrido a sus espaldas y sintió que se le helaban los huesos. Corrió, corrió, corrió enloquecido hacia las puertas que iba abriendo y cerrando de golpe a sus espaldas, y siguió corriendo.

–¡Padre! – gritaba. Y después, sintiendo que perdía la cabeza-: Padre Nuestro, que estás en los cielos…

Arriba. ¿Adonde llevaban estas escaleras? Las puertas se abrían rebotando contra los muros.

¿Los templos de las salas de las máquinas? Las deidades, las máquinas-dioses de Metrópolis. Todos los grandes dioses vivían en templos blancos. Baal y Moloc, Huitzilopochtli y Durgha. Algunos terriblemente sociables, otros espantosamente solitarios. Aquí, el carro divino de Juggernaut; allí, las Torres del Silencio; allá, la cimitarra de Mahoma; más allá, las cruces del Gólgota.

Y ni un alma, ni un alma en las salas blancas. Las máquinas, las máquinas-dioses estaban terriblemente abandonadas. Pero todas vivían, sí, todas vivían realmente una vida mejor, una vida ardiente.

Porque Metrópolis tenía un cerebro.

Metrópolis tenía un corazón.

El corazón de la ciudad-máquina de Metrópolis moraba en un edificio blanco como una catedral. El corazón de la ciudad-máquina de Metrópoli estaba, hasta este día y esta hora, guardado por un solo hombre. El corazón de la ciudad-máquina de Metrópolis era una máquina y un universo en sí mismo. Sobre los profundos misterios de sus delicadas articulaciones, como el disco del sol, como el halo de un ser divino, se alzaba la rueda de plata en constante movimiento.

No había una sola máquina en toda Metrópolis que no recibiera su fuerza de este corazón.

Una sola palanca controlaba esta maravilla de acero. Con la palanca colocada en «Seguridad», todas las máquinas quedaban frenadas como animales domesticados. Los ejes brillantes del disco girarían lentamente, y podrían distinguirse con claridad sobre la máquina-corazón.

Si la palanca se colocaba en «6» -y allí estaba colocada por lo general- aquello significaba trabajo, un trabajo de esclavos. Las máquinas rugían. La rueda poderosa de la máquina-corazón era un espejo de plata aparentemente inmóvil, muy brillante. Y el trueno poderoso de la máquina, originado por el latir del corazón de ésta, se alzaba como un segundo universo sobre Metrópolis, la ciudad de Joh Fredersen.

Pero jamás, desde la construcción de Metrópolis, se había colocado la palanca en «12».

Y en «12» estaba ahora. La mano de una muchacha, más delicada que el cristal, había girado la poderosa palanca hasta llevarla a «12». El corazón de Metrópolis, la gran ciudad de Joh Fredersen, se había desbocado dominado por una enfermedad mortal, y enviaba la oleada roja de su fiebre a todas las máquinas alimentadas por sus latidos.

No había una sola máquina en toda Metrópolis que no recibiera su fuerza de este corazón. Y por eso, todas las máquinas-dioses de Metrópolis se contagiaron de la fiebre.

De las Torres del Silencio estallaba el vapor de la descomposición. Llamaradas azules surgieron en el espacio que las rodeaba. Y las torres, las enormes torres que sólo giraban una vez en el curso del día, empezaron a dar vueltas en sus pedestales en un baile orgiástico que amenazaba con hacerlas volar por los aires.

La espada curva de Mahoma era como un rayo circular en el aire. Sin encontrar resistencia cortaba, cortaba. Se enfurecía porque no tenía nada que cortar. La fuerza que así malgastaba inútilmente seguía sin embargo creciendo; al fin, con un impulso supremo, envió serpientes verdes en todas direcciones.

Y de los brazos extendidos de las cruces del Gólgota emergían surtidores de chispas blancas y crepitantes.

Vacilando bajo el impacto que había agitado a la tierra misma, el carro de Juggernaut, ahora suelto, empezó a deslizarse, empezó a rodar, se detuvo, quedó colgando inclinado en la plataforma, tembló como un barco que fuera a caer destrozado por los arrecifes y al fin se desmoronó con un gemido.

Luego se levantaron de sus tronos brillantes Baal y Moloc, Huizilopochtli y Durgha. Todas las máquinas-dioses se pusieron en pie y extendieron los miembros, gozando de su terrible libertad. Huitzilopochtli pidió a gritos un sacrificio. Durgha movió sus ocho brazos asesinos. Un fuego devorador ardió en el vientre de Baal y de Moloc y flameó en sus mandíbulas. Y, rugiendo como una horda de mil búfalos desviados de su propósito, Asa Thor agitó el martillo infalible.

Freder, una partícula de polvo perdida entre los pies de los dioses, proseguía su camino por las salas blancas, los templos rugientes.

–¡Padre! – gritaba.

Y al fin oyó su voz.

–¡Sí! ¡Aquí estoy! ¿Qué quieres? ¡Ven aquí, conmigo!

–¿Dónde estás?

–¡Aquí!

–¡No consigo verte!

–¡Debes alzar más la vista!

La mirada de Freder recorrió la sala. Vio a su padre de pie en una plataforma, entre los brazos extendidos de las cruces del Gólgota, de cuyos extremos surgían chispas blancas y crepitantes. En aquel fuego infernal, el rostro de su padre era una máscara de frialdad serena. Sus ojos eran como acero azulado y brillante. Entre las grandes máquinas que habían enloquecido él era un dios, señor de todas ellas.

Freder corrió hacia él, pero no pudo llegar a su lado. Se aferró al pie de la cruz llameante. Impactos atronadores resonaban en la Nueva Torre de Babel.

–¡Padre! – chilló-. ¡Tu ciudad va a la ruina!

Joh Fredersen no respondió. Aquellos surtidores de chispas parecían estallar en sus sienes.

–Padre, ¿no comprendes? Tu ciudad va a la ruina, tus máquinas han cobrado vida. Están haciendo pedazos la ciudad, están destrozando Metrópolis. ¿Me oyes? He visto una calle cuyas casas bailaban sobre sus fundamentos agitados, como niños bailando sobre el estómago de un gigante que riera a carcajadas. Una corriente de lava, cobre brillante, salía de la torre hendida de tu factoría de calderas, y un hombre desnudo corría ante ella, un hombre con el pelo chamuscado y que gritaba: «¡Ha llegado el fin del mundo!» Cayó al suelo y la corriente de cobre le devoró.

»Donde se alzaba la planta Jetro, hay ahora un inmenso agujero que se está llenando de agua. Puentes de hierro cuelgan en pedazos entre las torres, que han perdido las entrañas, y las grúas cuelgan de sus montantes como ahorcados. Y las gentes, tan incapaces de huir como de resistirse, corren de un lado a otro entre las casas y las calles ahora condenadas.

Se aferró al vastago de la cruz y echó atrás la cabeza para mirar al rostro de su padre.

–No puedo creer, padre, que exista nada más poderoso que tú. He maldecido tu poder todopoderoso; tu poder todopoderoso me ha llenado de horror hasta el fondo de mi corazón. Ahora corro a ti y te pregunto de rodillas: ¿Por qué permites que la muerte ponga las manos en esta ciudad que es tuya?

–Porque la muerte ha venido a la ciudad por voluntad mía.

–Por tu voluntad?

–Sí.

–¿Y la ciudad ha de perecer?

–¿No sabes por qué, Freder?

No hubo respuesta.

–La ciudad ha de ser destruida para que tú puedas construirla de nuevo.

–¿Yo?

–Tú.

–Entonces, ¿echas sobre mis hombros la responsabilidad por el asesinato de la ciudad?

–La responsabilidad por este asesinato caerá sobre los hombros de aquellos que pisotearon a Grot, el guardián de la máquina-corazón, hasta matarlo.

–¿También esto ocurrió por tu voluntad, padre?

–Sí.

–Luego ¿tú le obligaste a cometer el crimen?

–Por tu bien, Freder, para que tú pudieras redimirles.

–¿Y qué hay de aquellos, padre, que perecerán con tu ciudad antes de que yo pueda redimirlos?

–Preocúpate de los vivos, Freder, no de los muertos.

–¿Y si los vivos vienen a matarte?

–Esto no sucederá, hijo. Sólo uno podía hallar el camino hasta mí entre las máquinas enloquecidas. Y éste lo encontró: era mi hijo.

Freder dejó caer la cabeza entre las manos. Se agitó violentamente bajo el dolor. Gimió suavemente. Estaba a punto de hablar pero, antes de que pudiera hacerlo, un sonido cortó el aire, un estruendo, como si la tierra estallara en pedazos.

Por un momento en la blanca sala todo pareció alzarse en el espacio un palmo sobre el suelo, incluso Moloc y Baal, y Huitzilopochtli y Durgha, incluso el martillo de Asa Thor y las Torres del Silencio. Las cruces del Gólgota, en cuyos extremos estallaban surtidores de chispas, se inclinaron y se enderezaron de nuevo. Y todo volvio a caer en su lugar con terrible fuerza. Todas las luces se apagaron, y desde lo más profundo, desde lo más distante, se escuchó el aullido de la ciudad.

–¡Padre! – gritó Freder.

–Aquí estoy. ¿Qué quieres?

–¡Quiero que pongas fin a esta pesadilla!

–¿Ahora? ¿Ahora?

–¡No quiero que sufra nadie más! ¡Debes ayudarles! ¡Tienes que salvarles, padre! ¡Tú debes salvarles! ¡Inmediatamente!

–¿Ahora? ¡No!

–Entonces -dijo Freder, alzando los puños en el aire como si rechazara algo siniestro-, entonces debo buscar al hombre que puede ayudarme, aunque sea tu enemigo, y también mío.

–¿Te refieres a Rotwang? – no hubo respuesta. Joh Fredersen continuó:-. Rotwang no puede ayudarte.

–¿Por qué no?

–Ha muerto.

Silencio. Luego, una voz estrangulada preguntó:

–¿Muerto?

–Sí.

–¿Cómo es que murió tan repentinamente?

–La razón principal de su muerte, Freder, fue que se atrevió a extender las manos hacia la muchacha a quien tú amas.

Unos dedos temblorosos tantearon el vástago de la cruz.

–¿María?

–Así la llamaba él.

–¿Estaba con él? ¿En su casa?

–Sí, Freder.

–Comprendo. Y ahora, ¿dónde está?

–No lo sé.

Silencio.

–¿Freder?

No hubo respuesta.

–¿Freder?

Pero ya una sombra corría ante los ventanales de la gran catedral de las máquinas. Corría con la cabeza inclinada, protegiéndose con las manos, como si temiera que los brazos de Durgha llegaran a cogerle, o que Asa Thor lanzara su martillo infalible para impedirle la huida.

La consciencia del fugitivo no llegó a captar que todas las máquinas estaban quietas ahora. Porque el corazón, el corazón de Metrópolis que ahora nadie vigilaba, había llegado al término de su carrera hacia la muerte.

17

María sintió algo que le lamía los pies como la lengua de un perro grande y bondadoso. Se inclinó a tocar la cabeza del animal, y comprendió que ahora caminaba por el agua.

¿De dónde venía? Había llegado silenciosamente, sin la menor agitación, sin olas. Sin prisas pero de modo constante, subía de nivel; no estaba más fría que el aire y lamía los tobillos de María.

Retrocedió un paso. Encogida y temblorosa, se sentó en una piedra tratando de escuchar el rumor del agua, tan silenciosa.

¿De dónde venía?

Se decía que un río corría en lo más profundo del subsuelo de la ciudad. Joh Fredersen había cortado y desviado su curso cuando construyera la ciudad subterránea, la maravilla del mundo, para los obreros de Metrópolis. Decían también que la corriente alimentaba una inmensa y poderosa represa y que allí funcionaban unas bombas de agua lo bastante potentes como para llenarla o vaciarla completamente. Una cosa era segura: que en la ciudad subterránea de los obreros se escuchaba de continuo la vibración de las bombas como un latido suave e incesante. Si alguna vez callara ese latido, significaría que las bombas habían dejado de funcionar y la corriente del río subiría de nivel.

Pero nunca, nunca se habían parado.

¿Y ahora? ¿De dónde salía el agua silenciosa? ¿Continuaría subiendo?

María sintió correr el agua. Fluía con un propósito determinado: se abría camino hacia la ciudad subterránea.

Los libros antiguos hablan de algunas santas cuya sonrisa, en el momento de disponerse a recibir la corona del martirio, tenía una dulzura tal que los ejecutores caían a sus pies y los paganos más endurecidos alababan el nombre de Dios.

Pero la sonrisa de María era aún más dulce, pues no pensaba en la corona del gozo eterno sino sólo en la muerte, y en el hombre que amaba.

El agua estaba ahora terriblemente fría, y sus pies ligeros se hundían en ella con un suave chapoteo. El agua empapaba el borde del vestido, que se pegaba a sus tobillos, dificultando más y más su avance. Pero eso no era lo peor. Lo peor era que el agua también tenía ahora una voz sutil que decía:

–¿No sabes, hermosa María, que soy más rápida que los pies más veloces? Ahora te acaricio los dulces tobillos. Pronto me aferraré a tus rodillas. Seré la primera en abrazar tus tiernas caderas. Y dudo, María, que llegues a tu destino antes que yo acaricie tu pecho.

»Hermosa María, ¡ha llegado el Día del Juicio! Vuelven a la vida los muertos de mil años. Has de saber que yo les he sacado de sus nichos, y que esos muertos flotan ahora a tus espaldas. No mires atrás, María, ¡no mires atrás!, pues vienen dos esqueletos peleándose por la calavera que flota entre ellos, girando y sonriendo. Y un tercero, su dueño verdadero, corre sobre mí y va a caer entre ambos rivales.

»Hermosa María, ¡qué suaves son tus caderas! ¿No va a saberlo nunca el que te ama? Hermosa María, escucha lo que he de decirte: un poco a la derecha de este camino hay un tramo de escalones que lleva directamente arriba, a la libertad. Tus rodillas tiemblan, ¡qué delicioso es eso! ¿Crees que vas a vencer la debilidad estrujándote las manos? Llamas a Dios, pero créeme. Dios no te oye. Desde que yo cubrí la tierra con el Diluvio Universal, Dios se ha mostrado sordo a los gritos de sus criaturas. ¿O crees que acaso he olvidado cómo gritaban entonces las madres? ¿Tienes tú más responsabilidad en tu conciencia que Dios en la Suya? ¡Vuelve, hermosa María, vuelve!

»Ya estás enojándome, María. Y ahora te mataré. ¿Por qué dejas caer en mi seno esas gotas ardientes y saladas? Ya te abrazo por el pecho, pero eso no me basta. Quiero tu garganta, tus labios entreabiertos. Quiero tu cabello y tus ojos llenos de lágrimas.

»¿Crees que has escapado de mí? No, hermosa María, no. Ahora te cogeré junto con otros mil, con todos los miles que tú quieres salvar.

María, exhausta y empapada, empezó a trepar con dificultad por unos escalones de piedra. Encontró la puerta, la abrió y la cerró de golpe tras ella, mirando para ver si el agua había atravesado ya el umbral.

Todavía no. Pero, ¿cuánto podría tardar aún?

No había ni un alma en todo cuanto se hallaba al alcance de la vista. Calles y plazas parecían muertas, bañadas por el brillo blanquecino de la luna. Pero… ¿se equivocaba, o aquella luz se hacía más débil y amarillenta por segundos?

Un impacto, que la lanzó contra la pared más cercana, agitó la tierra. La puerta de hierro que acababa de atravesar saltó de los goznes, y quedó abierta de par en par. Negra y silenciosa, el agua desbordó el umbral.

María se concentró y gritó con todas las fuerzas de sus pulmones:

–¡Que está llegando el agua!

Cruzó corriendo la plaza. Llamó al guardia que, estando de servicio constante, tenía que dar la señal de alarma en caso de cualquier peligro.

El guardia no estaba allí.

Un intenso temblor la hizo vacilar y la arrojó al suelo. María se puso de rodillas y extendió las manos, con objeto de poner en funcionamiento ella misma la sirena. El sonido que surgió de aquella garganta metálica fue apenas un gemido, como el lamento de un cachorro, y la luz se hizo más y más pálida y amarillenta.

Como una bestia oscura y reptante, sin prisas, el agua seguía avanzando por la calle de pavimento uniforme.

Pero no era sólo el agua lo que llenaba la calle. De pronto, en medio de aquella soledad desconcertante y aterradora, vio a una niñita medio desnuda cuyos ojos, velados aún por el sueño, miraban a la bestia oscura y reptante que ya le lamía los piececitos descalzos.

Con un grito en el que se mezclaban por igual la preocupación y el alivio, María voló junto a la pequeña y la cogió en brazos.

–¿Estás sola, niña? – preguntó con un sollozo repentino-. ¿Dónde está tu padre?

–Se fue.

–¿Y tu madre?

–Se fue.

María era incapaz de comprender. Desde que huyera de la casa de Rotwang se había visto lanzada de un horror a otro, sin comprender nada. Aún creía que las hendiduras en la tierra, los violentos impactos, el rugir de aquel trueno horrísono y el agua que subía de las agitadas profundidades eran efectos de los elementos desencadenados. Sin embargo, se negaba a creer que existieran madres incapaces de lanzarse como una barrera ante sus hijos cuando la tierra abría su seno y escupía aquellos horrores sobre el mundo.

Pero el agua que subía más y más, los terremotos que agitaban la tierra, la luz que iba disminuyendo, no le daban tiempo para pensar. Con la niña en brazos corrió de casa en casa, llamando a los que se habían ocultado.

Y todos los niños vinieron, vacilando y llorando. Llegaban en grupos, como espectros fantasmales, como niños de piedra, concebidos sin pasión, paridos a disgusto. Eran como pequeños cadáveres vestidos de harapos, despertados el Día del Juicio por la voz del ángel que se alzaba de las tumbas abiertas. Se apiñaron en torno a María chillando porque el agua, el agua helada, ya les lamía los pies.

María gritó. Había en su voz el grito del pájaro hembra que ve a la muerte alada sobre sus crías. Fue vadeando entre los cuerpecitos infantiles que se aferraban a sus manos, a su vestido. La calle fue pronto una oleada de cabecitas infantiles, sobre las cuales las manos alzadas se agitaban como gaviotas. El grito de María quedó ahogado por los gemidos de los niños… y la risa del agua que los perseguía.

La luz de las lámparas se hacía rojiza, parpadeaba rítmicamente y lanzaba sombras fantasmales. La calle hacía pendiente. Allí se pasaba lista a diario.

Pero los enormes ascensores colgaban inermes de sus cables. Cables retorcidos, tan gruesos como el muslo de un hombre, colgaban en el aire hechos pedazos. Un aceite negruzco caía a chorros de una cañería destrozada. Y todo envuelto por un vapor pegajoso y ardiente como hierro al rojo, como piedras incandescentes.

Allá, en la oscuridad de las calles distantes, la penumbra tenía un tono rojizo. Había estallado un incendio.

–Arriba -susurraron los labios resecos de María.

Pero no podía seguir hablando. Una estrecha escalera de caracol subía a lo alto. Nadie la utilizaba, ya que se hallaba junto a los ascensores, seguros e infalibles. María amontonó a los niños en los escalones. Arriba reinaba una oscuridad densa e impenetrable. Ninguno de los niños se aventuraba a subir solo.

María subió vacilante. Como el susurro de mil alas le seguía el sonido de los piececitos infantiles por la espiral estrecha. Ignoraba el tiempo que llevaban subiendo. Incontables manitas se aferraban a su traje húmedo. Ella arrastraba su carga hacia arriba rezando, gimiendo, pidiendo únicamente fuerzas para resistir una hora más.

–¡No lloréis, hermanitos! – tartamudeaba-. Hermanitas, ¡no lloréis, por favor!

Los niños chillaban allá abajo, en las profundidades, y los cien giros de la escalera repetían como un eco cada grito:

–¡Madre! ¡Madre!

Y otra vez:

–¡Que ya viene el agua!

¿Pararse a descansar a mitad de la escalera? ¡No!

–Hermanitas, hermanitos… ¡Vamos!

Más arriba, girando siempre, subiendo siempre; luego, al fin, un amplio rellano. Una luz grisácea procedente de lo alto. Una habitación con muros; todavía no era el mundo superior, pero sí su antesala. Un tramo corto de escalones, sobre los que caía un rayo de luz. La puerta, que era una trampa, estaba cerrada. Entre la trampa y el muro, una hendidura muy estrecha.

María lo observó todo, pero aún no sabía qué significaba. Tuvo la impresión desconcertante de que algo no estaba como debía, pero se negaba a pensar en ello. Con un gesto casi violento libró sus manos, arrancó el traje de los deditos de los niños y se adelantó a toda prisa, llevada más por su voluntad desesperada que por sus pies agotados; cruzó la habitación vacía y subió el tramo de escalones.

Extendió las manos y trató de levantar la trampa. No se movió. Otra vez. Sin resultado. Empujó con la cabeza, los hombros, los brazos, hasta casi romperse los huesos. Nada. La puerta no cedía un ápice.

Si un niño hubiera tratado de mover la catedral a empujones, no habría sido un esfuerzo más inútil, porque sobre esa puerta, la única que comunicaba a las profundidades, se amontonaban hasta una altura indecible los cadáveres de las máquinas muertas que, al estallar la locura en toda Metrópolis, fueran juguetes de la multitud. Un tren tras otro, arrastrando los vagones con gran estruendo, habían corrido sobre los raíles a velocidad de vértigo entre los aullidos de la muchedumbre y habían ido a caer unos sobre otros, se habían fundido en un solo montón. Habían ardido, y ahora yacían medio derretidos, una masa de ruinas, sobre la puerta. Una sola lámpara, que había quedado ilesa en el techo de la última locomotora, lanzaba un rayo de luz aguda y corrosiva sobre aquel caos.

María nada sabía de todo esto. Y no necesitaba saberlo; le bastaba con ver que aquella puerta, el único medio de liberación para ella y los niños que deseaba salvar, permanecía inexorable, inmóvil. Finalmente, manos y hombros sangrando, la cabeza magullada y los pies ateridos y entumecidos, se vio obligada a resignarse ante lo incomprensible.

Alzó el rostro hacia el rayo de luz que caía sobre ella. Las palabras de una plegaria infantil le pasaron por la mente. Bajó la cabeza y se sentó en los escalones.

Los niños continuaban en pie, en silencio, muy apretados bajo una maldición que, aun escapando a su comprensión, se hallaba muy próxima a ellos.

–Hermanitos, hermanitas -dijo afectuosamente María-, ¿queréis tratar de comprender lo que voy a deciros?

–Sí -susurró la masa infantil.

–La puerta está cerrada, hemos de esperar un poco. Estoy segura de que vendrá alguien y nos abrirá. ¿Queréis tener paciencia y no asustaros?

–Sí -le llegó la respuesta, como un suspiro.

–Sentaos lo mejor que podáis.

Los niños obedecieron.

–Voy a contaros un cuento -dijo María.

18

–¿Hermanita?

–Dime.

–¡Tengo tanta hambre, hermana!

–¡Hambre! – se oyó como un eco en las profundidades.

–¿No queréis saber el final de mi cuento?

–Sí. Pero, hermana, cuando hayas terminado, ¿podremos salir a cenar?

–Por supuesto, en cuanto termine el cuento. Veréis. El señor Zorro se fue a dar un paseo. Fue por un camino entre hermosas praderas llenas de flores; llevaba la chaqueta de los domingos y su cola peluda muy erguida y fumaba en su pequeña pipa e iba cantando sin parar. ¿Sabéis lo que cantaba el Zorro?

¡Yo soy el alegre Zorro, ¡Hurra!

¡Yo soy el alegre Zorro. ¡Hurra!

»Y proseguía su camino saltando de gozo. El pequeño señor Erizo estaba sentado en su loma, muy contento al ver lo bien que se criaban sus rábanos, y su esposa estaba junto al seto charlando con la señora Topo, que acababa de comprarse un abrigo nuevo para el otoño…

–Hermana…

–Dime.

–¿Será que el agua de abajo viene por nosotros?

–¿Por qué, hermanito?

–La oigo gorgotear.

–No escuches el agua, hermanito. Escucha sólo lo que decía la señora Erizo.

–Sí, hermana, pero el agua habla tan alto. Creo que habla mucho más alto que la señora Topo.

–Aléjate de esa agua tonta, pequeño. Ven aquí conmigo. Aquí no se oye el agua.

–No puedo acercarme a ti, hermana. No puedo moverme. ¿Por qué no vienes tú a cogerme?

–¡Y a mí también, hermana! ¡Sí, a mí también! ¡A mí también!

–No puedo hacerlo, niños míos. Vuestros hermanitos pequeños están en mi regazo. Se han dormido y no debo despertarles.

–¡Oh, hermana!, ¿estás segura de que saldremos?

–¿Por qué me lo preguntas como si tuvieras miedo?

–¡Se mueve tanto el suelo! Y caen piedras del techo.

–¿Te han herido esas piedras tontas?

–No, pero mi hermanita se ha echado al suelo y ya no se mueve.

–No le digas nada, pequeño. Tu hermana está dormida.

–¡Si lloraba hace un instante!

–Pequeño, no te lamentes, porque se ha ido a un lugar en el que ya no llorará más.

–¿Dónde se ha ido, hermana?

–Al cielo, creo.

–Entonces, ¿es que el cielo está tan cerca?

–¡Oh, sí, muy cerca! Incluso veo la puerta desde aquí! Si no me equivoco, San Pedro está de pie delante de ella con una llave de oro muy grande para dejarnos entrar.

–¡Oh, hermana, hermana! ¡Ahora sí sube el agua! j Ya me ha cogido los pies! ¡Ahora me levanta!

–¡Hermana! ¡Ayúdame, hermana! ¡El agua está aquí!

–Dios puede ayudaros, Dios Todopoderoso.

–Hermana, tengo miedo.

–¿Tienes miedo de ir al cielo, que es tan encantador?

–¿Es encantador el cielo?

–¡Oh, es maravilloso! ¡Maravilloso!

–¿Estará el señor Zorro en el cielo, y el pequeño señor Erizo?

–No lo sé. ¿Quieres que se lo pregunte a San Pedro?

–Sí, hermana. Pero, ¿lloras?

–No. ¿Por qué había de llorar? ¡San Pedro! ¡San Pedro!

–¿Te ha oído? Dios mío, ¡qué fría está el agua!

–¡San Pedro! ¡San Pedro!

–Hermana, creo que acaba de contestarte.

–¿Sí, pequeño?

–Sí. Alguien gritaba.

–¡Sí, yo lo oí también!

–¡Y yo!

–¡Y yo!

–Callad, niños, callad.

–¡Oh, hermana, hermana!

–Silencio, por favor, ¡por favor!

–¡María!

–¡Freder!

–María, ¿estás ahí?

–¡Freder! ¡Freder! ¡Aquí estoy! ¡Aquí estoy, Freder!

–¿En la escalera?

–¡Sí!

–¿Por qué no subes?

–No puedo alzar la puerta.

–Diez trenes han chocado. ¡No puedo llegar hasta ti! ¡Debo ir a buscar ayuda!

–¡Oh, Freder, el agua está casi encima de nosotros!

–¿El agua?

–¡Sí, y las paredes empiezan a ceder?

–¿Estás herida?

–No, no. ¡Oh, Freder, si pudieras entreabrir la puerta lo suficiente para que yo te pasara los cuerpecitos de los niños!

El hombre que estaba sobre la puerta no contestó.

Cuando ponía a prueba sus músculos en la Casa de los Hijos, luchando por deporte con sus amigos, jamás adivinó que un día los necesitaría para abrirse camino entre cables destrozados, pistones volcados y ruedas tumbadas, hasta la mujer que amaba. Lanzó los pistones a un lado como si fueran brazos humanos, destrozó el acero como si fuera carne blanda y herida. Llegó de este modo hasta la trampa y se tumbó en el suelo.

–¿María?

–¡Freder!

–¿Dónde estás? ¿Por qué me suena tu voz tan lejana?

–Quiero ser la última que salves, Freder. Llevo a los más pequeñitos en mis hombros y en mis brazos.

–¿Sigue subiendo el agua?

–Sí.

–¿De prisa o despacio?

–Muy de prisa.

–¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡No puedo abrir la puerta! Las máquinas se han apilado sobre ella como una montaña. ¡He de volar estas ruinas, María!

–Muy bien -su voz sonaba como si ella sonriera-, mientras tanto puedo acabar de contaros el cuento.

Freder echó a correr. No sabía dónde le llevaban los pies. Pensaba vagamente en Dios: «Hágase tu voluntad; líbranos de todo mal; porque Tuyo es el poder».

Desde el cielo ennegrecido por el hollín fue a caer sobre la ciudad una luz terrible, del color de la sangre, y la ciudad se destacó como un jirón de terciopelo desgarrado. No se veía un alma; sin embargo, resonaban en el aire, cortantes como cuchillos, gritos femeninos en las proximidades de Yoshiwara. Y mientras el órgano de la catedral silbaba y resoplaba como un cuerpo gigantesco herido de muerte, sus ventanales, iluminados desde el interior, dejaban escapar un brillo fantasmal.

Freder se lanzó hacia la torre en la que siempre morara el corazón de la gran ciudad-máquina de Metrópolis.

Una forma humana reptaba por las ruinas, mientras su boca profería las más terribles maldiciones. El horror que cubría Metrópolis era un paraíso comparado con la destrucción cruel y definitiva que aquel ser invocaba a lo más profundo y ardiente del infinito.

Encontró algo entre las ruinas, se lo acercó al rostro, lo reconoció y estalló en aullidos semejantes a los de un perro apaleado. Se frotó la boca sollozante con la pieza de acero.

–¡Que la plaga maloliente os devore, piojos! ¡Que os hundáis en fango hasta los ojos! ¡Que respiréis gas en vez de aire, y ardáis cada día, durante miles de años, así una y otra vez!

–¡Grot!

–¡Mierda sobre…!

–¡Grot! ¡Gracias a Dios! ¡Grot, ven aquí!

–¿Quién me llama?

–Soy el hijo de Joh Fredersen.

–¡Diablos! Eso quería yo… ¡Ven aquí, cerdo! ¡Quiero cogerte entre mis puños! Preferiría tener a tu padre; pero tú eres parte de él, y eso es mejor que nada. ¡Ven aquí, si tienes redaños! ¡Ah, muchacho, cómo me gustaría cogerte! ¡Me gustaría rebozarte con mostaza y devorarte! ¿Sabes lo que ha hecho tu padre?

–¡Grot!

–¡Déjame terminar, te lo diré! ¿Sabes qué hizo? ¡Me obligó a entregarla, me obligó a entregar mi máquina!

Y de nuevo el aullido miserable de un perro apaleado.

–¡Mi máquina! ¡Mi máquina! ¡Ese diablo de allá arriba! ¡Ese diablo maldito de Dios!

–¡Escúchame, Grot!

–¡No quiero escuchar nada!

–Grot, en la ciudad subterránea ha reventado el agua.

Segundos de silencio. Luego, una carcajada y, sobre el montón de ruinas, el bailoteo de un ser a cuatro patas que agitaba sus miembros entre gritos salvajes, aplaudiendo sin cesar.

–¡Fantástico! ¡Aleluya! ¡Amén!

–¡Grot! – Freder se apoderó del bailarín loco, y lo sacudió hasta que le castañetearon los dientes-. ¡El agua ha inundado la ciudad! ¡Las luces ya no existen! ¡El agua ha subido por las escaleras y ha llegado a la puerta! Y sobre esa puerta, la única puerta, hay toneladas de trenes que vinieron a chocar allí.

–¡Que se ahoguen las ratas!

–¡Los niños, Grot!

Éste quedó rígido, paralizado.

–Una muchacha -continuó Freder aferrándose a sus hombros-, una muchacha -repitió sollozando, inclinando la cabeza como para enterrarla en el pecho del otro-, una muchacha ha intentado salvar a los niños y está apresada ahora allí con ellos.

Grot echó a correr.

–¡Hay que volar esas ruinas, Grot!

Éste tropezó, se volvió a medias, siguió corriendo. Y Freder tras él, más cerca que su sombra…

–Pero el señor Zorro sabía perfectamente que el señor Erizo vendría a ayudarle a salir de la trampa, así que no se asustó y esperó alegremente…, aunque pasó mucho tiempo antes de que el señor Erizo, el galante señor Erizo, volviera.

–¡María!

–¡Oh, Dios mío! ¡Freder!

–No te asustes, ¿me oyes?

–Freder, ¿no estás tú en peligro?

No hubo respuesta. Silencio. El sonido de un fuerte desgarramiento. Luego una voz infantil:

–¿Vino al fin el señor Erizo, hermana?

–Sí.

Pero el sí quedó ahogado por el estallido de mil cables de acero, el rugir de miles de rocas que fueron lanzadas a lo más alto del cielo.

Otro estruendo poderoso. Unas nubes grises, lentas. Un rugir distante. Y pasos. El llanto de los niños. Y, allá arriba, la puerta que se iba alzando.

–¡María!

Apareció un rostro ennegrecido, unas manos sucias se extendieron tanteando.

–¡María!

–¡Aquí estoy, Freder!

–Apenas puedo oírte.

–Que los niños salgan primero, Freder. La pared se está hundiendo.

Grot llegó saltando sobre las ruinas y se lanzó a tierra al lado de Freder, metiendo las manos en el agujero por el que los niños, llorando, pugnaban por salir. Cogía a los pequeños por el cabello, por el cuello, por la cabeza, y los alzaba como si levantara plumas. Movido por el temor, casi se le saltaban los ojos de las órbitas. Lanzaba a los niños por encima de su cuerpo, de modo que los pequeños caían vacilantes chillando de terror. Y él maldecía como cien diablos.

–¿No están ya todos?

Gritó dos nombres.

–¡Padre! – sollozaron dos vocecitas allá en el fondo.

–¡Que el diablo os lleve, malditos mequetrefes! – rugió el hombre.

Echó a los otros niños a un lado con los puños, como si amontonara basura. Luego se lanzó sobre la abertura y sacó a dos pequeños colgados de su cuello, mojados y temblando lastimeramente, pero vivos.

Con los niños en brazos, Grot giró de costado. Se levantó y puso a los dos en pie ante él.

–¡Maldito par de estúpidos! – decía entre sollozos.

Se secó las lágrimas de los ojos y saltó, echando a un lado a los niños como dos pajitas. Con el rugido furioso de un león corrió a la trampa, de cuyas profundidades salía ahora María con los ojos cerrados, sostenida por los brazos de Freder.

–¡Tú, maldita! – rugió.

Echó a Freder a un lado, volvió a arrojar a la muchacha al subterráneo, cerró de golpe la trampa y lanzó todo su peso sobre ella, riendo y con los puños crispados.

Sólo con gran esfuerzo se había mantenido Freder en pie. Fuera de sí, se echó ahora sobre aquel loco para apartarle de la trampa. Cayó sobre él, y rodó con Grot en un abrazo furioso entre las ruinas de las máquinas.

–¡Suéltame, perro, perro asqueroso! – graznó Grot, tratando de morder los puños férreos que le retenían-. ¡Esa mujer asesinó a mi máquina! ¡Esa maldita mujer dirigía a la plebe! ¡Yo la vi cuando me pisoteaban! ¡Que se ahogue allá abajo! ¡Voy a matar a esa mujer!

Con una tensión maravillosa de todos sus músculos Grot se levantó, y logró soltarse de aquel abrazo furioso con un salto tan brutal que, describiendo una curva, vino a caer entre los niños.

Maldiciendo, intentó levantarse de nuevo; pero aunque no estaba herido, no pudo mover un músculo. Yacía bajo un montón confuso de chiquillos que se le aferraban a los brazos, piernas y puños. Ni unos grilletes de acero le habrían sujetado con tanta fuerza como aquellas manitas húmedas y heladas, que defendían a la que los rescatara a todos. Sí, sus propios hijos estaban ante él, sujetando rabiosos sus puños crispados y sin asustarse por los ojos inyectados en sangre con que el gigante los miraba.

–¡Esa mujer asesinó a mi máquina! – gritó por última vez, más quejoso que enfurecido, y mirando a la muchacha que descansaba en los brazos de Freder como esperando que ella lo negara.

–¿Qué significa eso? – preguntó María-. ¿Qué ha sucedido?

Y miró la destrucción que imperaba a su alrededor, con unos ojos en los que el terror sólo estaba suavizado por el agotamiento más profundo.

Freder no contestó.

–Ven -dijo. Y, cogiéndola en brazos, la sacó de allí.

Los niños les siguieron como un rebaño de corderitos, y Grot no tuvo otra alternativa que marchar tras las huellas de aquellos piececitos, mientras otras manos infantiles le arrastraban.

19

Habían llevado a los niños a la Casa de los Hijos, y los ojos de Freder buscaban a María, arrodillada en la calle entre los últimos niños que quedaban afuera, consolándoles y brindando su sonrisa encantadora a aquellos rostros llorosos y desconcertados.

Freder corrió hasta ellos y llevó a María a la casa, depositándola en un sofá ante el fuego ardiente del salón y reteniéndola entre sus brazos amorosos.

–No olvides -dijo- que la muerte, la locura y algo semejante a la destrucción del mundo han pasado muy cerca de nosotros… y que, después de todo lo que ha sucedido, ni siquiera conozco el color de tus ojos, ni me has besado una sola vez por tu propia voluntad.

–Querido mío -dijo María, inclinándose hacia Freder de modo que sus ojos puros y bañados en lágrimas de felicidad le miraban muy próximos-, ¿estás seguro de que la muerte y la locura han terminado ya?

–¡Sí, amada mía, han terminado ya para nosotros!

–¿Y para todos los demás?

–¿Acaso quieres alejarme de ti, María? – preguntó Freder, amorosamente.

Ella no le contestó, al menos no con palabras. Pero con un gesto que era a la vez franco y conmovedor, le echó los brazos al cuello y le besó en la boca.

–Ve -dijo, acariciándole el rostro desconcertado con sus manos virginales, maternales-, ve en busca de tu padre. Es el mejor camino. Yo iré con los niños en cuanto tenga las ropas algo más secas, pues me temo -continuó, con una sonrisa que hizo enrojecer a Freder- que, por numerosas que sean las mujeres que viven en la Casa de los Hijos, y por muy bien dispuestas que se sientan hacia mí, ni una sola tendrá un vestido que poder prestarme.

Freder se levantó y se inclinó hacia ella. Un fuego intenso ardía en aquel rostro, hermoso y franco, que ahora expresaba vergüenza y tristeza. Pero cuando alzó los ojos hacia los de María, silenciosamente clavados en él, le cogió las manos sin decir una palabra y se las llevó a los párpados, quedándose así largo tiempo.

Durante ese tiempo, ambos olvidaron que, al otro lado de la pared que los protegía, la ciudad seguía viviendo un horrible conflicto, y que entre las ruinas miles de seres, también convertidos en ruinas, aullaban desaforadamente perdida la razón, y perecían torturados por un terror mortal.

La voz del Arcángel Miguel, que llegaba desde la catedral, les hizo recuperar la conciencia de la hora y se separaron apresuradamente, como sorprendidos faltando a su deber.

María escuchó los pasos que se retiraban. Luego se volvió y miró a su alrededor.

Qué extraño sonido tenía la campana. Llamaba con furia, con estruendo agitado, como si amenazara con caer a cada repique.

El corazón de María se hizo eco de la campana. Se agitó con un temor lastimoso, que no surgía sino de la vibración general de terror que cubría la ciudad. Incluso las llamas cálidas de la chimenea la asustaban, como si ellas tuvieran cierto conocimiento de los secretos de aquel horror.

Se incorporó, palpó el borde de su vestido y lo encontró húmedo aún. Sin embargo decidió no esperar más, y reunirse con los niños. Dio unos pasos por la habitación en penumbra. ¡Qué oscuro el aire, al otro lado de las ventanas! Vaciló. Abrió la puerta más próxima y escuchó.

Se hallaba en el salón de su primer encuentro con Freder, cuando, dirigiendo la procesión de pequeños espectros ante los seres felices y libres de cuidados, había despertado el corazón de aquél con sus palabras: «Mirad, éstos son vuestros hermanos».

No se veía a ninguno de los antiguos ocupantes de la Casa de los Hijos. Debían haber dejado hacía tiempo la ciudad en ruinas.

Unas velas discretamente repartidas daban a la habitación un aspecto acogedor, un aliento cálido de comodidad. La sala resonaba con los tiernos murmullos de los niños adormilados, que parloteaban como golondrinas antes de volar a su nido.

Contestándoles con voz apenas audible, allí estaban las mujeres hermosas, pintadas y vestidas de brocado, que en tiempos fueran objeto de placer de los Hijos. Temiendo por igual huir o permanecer, habían optado al fin por refugiarse en la Casa de los Hijos hasta vencer su indecisión. María les había confiado a los niños, que no podían haber hallado mejor cuidado, pues, debido a los terribles y hermosos sucesos que habían tenido lugar, aquel grupo de pequeñas rameras se había convertido en un grupo de madrecitas amorosas que ardían con un nuevo fuego, entregadas a un deber que jamás conocieran.

No lejos de María se hallaba arrodillada la pequeña mezcladora de bebidas, que ahora lavaba los miembros escuálidos de la hija de Grot. La niña le había quitado la esponja y, sin decir palabra, actuando con intensa gravedad, limpiaba sin cansarse el rostro hermoso y pintado de la cortesana.

La muchacha permanecía arrodillada, muy quieta, con los ojos cerrados. Tampoco se movió cuando las manos de la niña empezaron a secar su rostro con la toalla áspera. Poco podía hacer, sin embargo, la hija de Grot, pues, aunque le secaba las mejillas una y otra vez, unas gotas rápidas y amargas se deslizaban sobre ellas. Al fin la niña soltó la toalla y observó a la muchacha con ojos asombrados y teñidos de un cierto reproche. Ante lo cual, ella tomó a la niña en brazos y apoyó la frente sobre el corazón de la criatura, murmurando palabras de amor que jamás había oído antes.

María pasó junto a ellas sin hacer el menor ruido.

Cuando cerró a sus espaldas la puerta de aquel salón -en el que jamás penetraba el menor sonido de la rugiente Metrópolis-, la voz metálica del Ángel de la catedral le dio en el pecho como un puño de acero y quedó inmóvil, atónita, llevándose las manos a la cabeza.

¿Por qué gritaba San Miguel con tan salvaje furia? ¿Por qué se le unía terrible el rugido de Azrael, el ángel de la muerte?

Salió a la calle. La oscuridad, como una densa capa de hollín, se extendía sobre la ciudad. Sólo la catedral brillaba, fantasmal, como un ascua de luz.

El aire resonaba con una espectral batalla de voces discordantes, aullidos, risas y silbidos, como si una banda de asesinos y ladrones desfilaran en la profundidad irreconocible de las calles. Y, mezclados con ellos, chillidos de mujeres cargados de excitación.

Los ojos de María buscaron la Nueva Torre de Babel. Sólo tenía una idea en la mente: acudir a Joh Fredersen. Iría allí.

Pero no llegó, porque el ambiente se transformó de pronto en una corriente de color rojo sangre, formada por mil antorchas. Antorchas agitadas por manos de seres que se apretujaban ante Yoshiwara. Los rostros de aquellos seres brillaban enloquecidos. Miraban con los ojos enardecidos del que está a punto de ahogarse, y boqueaban, luchando afanosamente por respirar. Cada uno de ellos bailaba la danza de la muerte con su propia antorcha, girando locamente, y el remolino de los bailarines daba origen a una procesión que giraba sobre sí misma.

–¡Maohi! – estallaba el grito salvaje sobre la muchedumbre-. ¡Bailad, bailad, bailad! ¡Maohi!

La procesión flameante iba dirigida por una muchacha. Era María. Y la muchacha gritaba con la voz de María:

–¡Bailad, bailad, bailad! ¡Maohi!

Cruzaba las antorchas como espadas sobre su cabeza. Las blandía a derecha e izquierda, y una lluvia de chispas caía a su alrededor. A veces parecía cabalgar sobre las antorchas, y los gemidos de los bailarines de la procesión respondían a las estridentes carcajadas con que acompañaba sus saltos dementes.

Un hombre corría junto a la muchacha, a sus pies, como un perro, gritando sin cesar:

–¡Soy Jan! ¡Soy Jan! ¡Soy el fiel Jan! ¡Escúchame al fin, María!

Pero la muchacha le golpeó el rostro con una antorcha, y el fuego prendió en las ropas. Corrió por algún tiempo junto a la muchacha una antorcha viva. Su voz seguía sonando entre las llamas:

–¡María! ¡María!

Luego giró sobre sí mismo, subió al parapeto de la calle y se lanzó como una veta de fuego a la negrura de las profundidades.

–¡Maohi! ¡Maohi! – gritó la muchacha, agitando las antorchas.

La procesión era interminable. Un mar de fuego cubría la calle hasta donde alcanzaba la vista. Los aullidos de los bailarines se mezclaban, aguda y fieramente, con las furiosas voces de los arcángeles de la catedral. Y tras la procesión, como arrastrada por una cuerda invisible, corría ahora una muchacha, el borde húmedo del vestido azotándole los tobillos, el pelo suelto, aterrada, llevándose las manos a la cabeza y balbuceando un nombre que era una vana llamada de auxilio: «Freder, Freder…»

La humareda de las antorchas cubría la procesión como las alas grises de unos pájaros fantasmales.

Entonces, la puerta de la catedral se abrió de par en par. De lo más profundo de la nave surgió potente el sonido del órgano. Y con el cuádruple repique de las campanas, el rugido del órgano, los gritos de los bailarines, se mezclaron las voces de un coro poderoso.

La hora del monje Desertus había llegado.

El monje Desertus dirigía a los suyos.

Sus discípulos marchaban de dos en dos. Caminaban descalzos, cubiertos de negras cogullas abiertas en la espalda hasta la cintura. En las manos llevaban terribles disciplinas, que agitaban con ambas manos a derecha e izquierda, flagelándose los hombros desnudos. La sangre manaba por sus espaldas.

Los góticos cantaban. Cantaban al ritmo de sus pasos. Al ritmo de sus azotes cantaban.

El monje Desertus presidía la procesión de los góticos, crucificado en una enorme cruz negra llevada por doce hombres.

El negro fuego de las inflamadas pupilas de su rostro lívido se clavaba en la procesión de los bailarines.

–¡Mirad! – gritó el monje, con una voz tan poderosa que dominó el cuádruple repique de las campanas, el sonido del órgano, el coro de los flagelantes y los gritos de la multitud-. ¡Mirad! ¡Babilonia la grande! ¡La madre de la abominación! ¡Ha llegado el Día del Juicio, la destrucción del mundo!

–¡Ha llegado el Día del Juicio! ¡La destrucción del mundo! – cantó el coro de sus seguidores.

–¡Bailad, bailad, bailad! ¡Maohi! – chillaba la voz de la mujer que dirigía a los bailarines. Hizo girar las antorchas sobre sus hombros y las lanzó muy lejos. Se desgarró el vestido por los hombros hasta más abajo de los senos y quedó como una antorcha blanca, los brazos extendidos, riendo, agitando el cabello-: ¡Baila conmigo, Desertus! ¡Baila conmigo!

Entonces la muchacha que se arrastraba al final de la procesión sintió que la cuerda, aquella cuerda invisible que la retenía, se soltaba de pronto. Giró en redondo y echó a correr sin saber dónde, sólo para alejarse, sin importarle su destino.

Las calles parecían volar junto a ella. Corría y corría por una avenida en pendiente hasta que, por el fondo de la calle, vio venir hacia ella a una multitud enloquecida. Vio también que los hombres llevaban el uniforme de algodón azul, y sollozó de alivio:

–¡Hermanos, hermanos!

Y extendió las manos.

Pero un rugido furioso le contestó. Como un muro que se derrumba, la masa se lanzó hacia adelante, se desperdigó y todos corrieron gritando:

–¡Ahí está! ¡Ahí está la perra culpable de todo! ¡Cogedla!

Las mujeres chillaban:

–¡La bruja! ¡Matadla! ¡Quemad a esta bruja antes de que nos ahoguemos todos!

Y el resonar de los pies que corrían llenó la calle desierta, por la que huía ahora la muchacha con el estruendo de un infierno abierto sobre la tierra.

Las casas pasaban veloces a su lado. No conocía el camino en la oscuridad. Corría sin propósito, con un horror ciego todavía más profundo, puesto que no sabía su origen.

Piedras, palos, fragmentos de acero caían sobre su espalda. La plebe gritaba con una voz que era apenas humana:

–¡Tras ella! ¡Cogedla! ¡Que no escape! ¡Más aprisa, más aprisa!

María ya no sentía sus pies. No sabía si corría sobre piedras o por el agua. Respiraba anhelosamente, los labios entreabiertos, ahogándose. Calles que ascendían, calles que bajaban; una danza confusa de luces que se movía muy por delante de ella. Allá a lo lejos, al extremo de la enorme plaza en la que también se hallaba la casa de Rotwang, la masa de la catedral se alzaba, pesada y oscura, envuelta en un brillo sereno y tranquilizador que salía por los vitrales y la puerta abierta.

Estallando de pronto en sollozos, María se lanzó hacia adelante en un último impulso desesperado. Vaciló en los escalones de la catedral, tropezó en la puerta, percibió el olor del incienso, vio unas pequeñas velas -súplicas piadosas- ante la imagen de un santo gentil que sufría el martirio con una sonrisa, y cayó sobre las losas.

Ya no vio cómo en la plaza, llegando por las dos calles que convergían hacia la catedral, la corriente de bailarines de Yoshiwara vino a dar con la corriente enardecida de los obreros y sus mujeres; no oyó el grito bestial que éstas lanzaron a la vista de la muchacha que iba a hombros de un bailarín y que fue derribada, capturada y pisoteada; no vio la lucha breve y fatídica, de antemano decidida, de los hombres vestidos de seda con los hombres vestidos de algodón azul, ni la pelea ridicula de las mujeres medio desnudas entre las garras y puños de las esposas de los obreros.

María yacía en el suelo, olvidada de todo en la suave solemnidad de la muerte, y ni siquiera la sacó de su profundo desmayo la voz rugiente de la multitud que ante la catedral disponía una hoguera para la bruja.

20

–¡Freder! ¡Grot! ¡Freder!

Josafat gritaba hasta quedarse ronco, y corría a lo largo de los corredores con la desesperación de un zorro acosado, hasta que llegó a los escalones que llevaban a las grandes bombas de agua. Nadie oía sus gritos. En las enormes salas había máquinas heridas de muerte, que aún deseaban obedecer pero no eran capaces de hacerlo. La puerta estaba cerrada. Josafat la golpeó con los puños, con los pies. Grot abrió con un revólver en la mano.

–¿Qué diablos pasa?

–¡Quítate de mi camino! ¿Dónde está Freder?

–Aquí. ¿Qué ocurre?

–Freder, han cogido a María.

–¿Qué?

–Que han cogido cautiva a María y van a matarla…

Freder vaciló. Josafat le arrastró hacia la puerta. Como un tronco, Grot se interpuso en su camino murmurando, los ojos brillantes:

–¡La mujer que mató a mi máquina!

–¡Cállate, idiota! ¡Apártate de mi camino!

–Sí, señor Freder.

–¡Quédate con las máquinas!

–Sí, señor Freder.

–¡Vamos, Josafat!

Y luego el sonido de unos pasos que corrían, corrían, perdiéndose fantasmales en la distancia.

Grot se volvió y se enfrentó con las máquinas paralizadas. Alzó el brazo y golpeó la que tenía más próxima con toda la fuerza de su puño, como el que golpea a una mula terca entre los ojos.

–¡La mujer… -gritó con un gemido-, la mujer que salvó a mis pequeños!

Y se lanzó sobre la máquina con dientes ansiosos.

–Cuéntame.

Freder hablaba en voz muy baja, como si no quisiera malgastar un solo átomo de fuerza. Su rostro era pétreo, muy pálido; sólo sus ojos flameaban en él como joyas. Saltó al volante del pequeño coche en que viniera Josafat.

–Tendremos que desviarnos, dar un gran rodeo… -dijo Josafat, fijando los faros-. Muchos puentes se han hundido.

–¡Cuéntame! – insistió Freder. Le castañeteaban los dientes como si estuviera helado.

–No sé quién lo descubrió; probablemente las mujeres que pensaban en sus hijos y querían volver a casa. No se puede lograr nada de una muchedumbre enloquecida. De todas formas, cuando vieron que las aguas negras corrían hacia ellas desde los pozos del ferrocarril subterráneo, y cuando comprendieron que las bombas, la salvaguardia de su ciudad, habían sido destruidas al pararse las máquinas, se volvieron locas de desesperación. Dicen que algunas madres, ciegas y sordas a toda amonestación, intentaron como posesas nadar a través de los túneles inundados, y la terrible comprensión de la futilidad absoluta de cualquier intento de rescate las ha convertido en bestias ansiosas de vengarse.

–¿Vengarse? ¿De quién?

–De la muchacha que los sedujo.

–¿De la muchacha?

–Freder, el coche no podrá aguantar esta velocidad.

–Continúa.

–No sé cómo llegó a caer en sus manos. Me dirigía en busca de usted, cuando vi a una mujer que cruzaba corriendo la plaza de la catedral, los cabellos al viento, la multitud enloquecida tras ella. La noche se había transformado en un infierno. Los góticos siguen desfilando por la ciudad, azotándose, y llevan al monje Desertus clavado en una cruz. Van predicando: «¡Ha llegado el Día del Juicio!», y por lo visto ya han convertido a muchos, pues Septiembre yace encogido ante las ruinas humeantes de Yoshiwara. Una tropa de bailarines con antorchas se unió a los flagelantes, y entre maldiciones han quemado Yoshiwara hasta los cimientos.

–¡La muchacha, Josafat!

–No llegó a la catedral, Freder, donde buscaba refugiarse. La atraparon cuando tropezó en la escalera, el vestido colgando de su cuerpo en harapos. Una mujer, en cuyos ojos brillaba la locura, chilló como inspirada con el don de profecía: «¡Mirad! ¡Mirad! ¡Los santos han bajado de los pedestales y han evitado que la bruja entrara en la catedral!»

–¿Y luego?

–Ante la catedral están levantando una hoguera, en la que quemar a la bruja.

Freder no respondió palabra. Se inclinó más aún sobre el volante; el coche gruñó y dio un salto.

Josafat clavó los dedos en el brazo de Freder.

–¡Para, por el amor de Dios!

El coche se detuvo.

–Tenemos que girar a la izquierda. ¿No ves que el puente ha desaparecido?

–¿Y el próximo?

–Intransitable.

–Escucha… -Freder hizo silencio.

–¿Qué quieres que escuche?

–¿No oyes nada?

–No.

–¡Tienes que oírlo!

–Pero ¿qué, Freder?

–Gritos, chillidos distantes.

–No oigo nada.

–Pero… ¡es preciso que lo oigas!

–¿Por qué no continúas, Freder?

–¿No ves cómo se ha enrojecido allí el cielo?

–Por las antorchas, Freder.

–¡Su luz no es tan fuerte!

–Freder, estamos perdiendo el tiempo.

Freder no contestó. Miraba los restos del puente de hierro que colgaban sobre el abismo de la calle. Tenía que cruzar, sí, tenía que cruzar al otro lado para llegar a la catedral por el camino más corto.

Todo el armazón de una torre, abierta de arriba abajo, había caído y cruzaba de un lado de la calle al otro, con un brillo metálico a la luz insegura de la noche.

–Baja -dijo Freder.

–¿Por qué?

–¡Baja, te digo!

–Quiero saber por qué.

–Porque voy a cruzar por ahí.

–¿Por dónde?

–Sobre esa torre.

–¿Que vas a…?

–Sí.

–¡Es un suicidio, Freder!

–No te pedí que me acompañaras. ¡Baja!

–No lo permitiré. ¡Es una locura!

–¿No ves el fuego que arde allí?

Las palabras no parecían salir de la boca de Freder. Todas las heridas de la ciudad moribunda gemían en ellas.

–¡Adelante! – dijo Josafat, con los dientes apretados.

El coche dio un salto. Trepó. Los hierros estrechos acogieron las ruedas, que patinaban con un sonido malicioso e hipócrita.

La sangre corría por los labios de Freder.

–¡No! ¡No eches el freno, por el amor de Dios, no eches el freno! – gritó el hombre sentado a su lado, aferrándose enloquecido a la mano de Freder.

La torre caída crujió. El coche quedó por unos instantes suspendido en el vacío. Con un estallido, todo el armazón se desintegró en el aire tras ellos. Llegaron al otro lado con un ímpetu que ya era incontrolable. El coche volcó.

Freder salió con paso vacilante. Josafat quedó tirado en su interior.

–¡Josafat!

–Corre, no es nada; te juro por Dios que no es nada -dijo, con una sonrisa convulsa en el rostro pálido-. Piensa en María y corre…

Freder obedeció.

Josafat volvió la cabeza, vio la negrura de la calle rematada de rojo, oyó miles de gritos y pensó torpemente, alzando los puños en el aire: «Me gustaría ser Grot, para saber jurar tan bien como él». Apoyó la cabeza en el respaldo, y perdió toda conciencia que no fuera la del dolor.

Freder corría como jamás lo había hecho. No eran sus pies los que le llevaban: era su corazón desbocado, sus pensamientos. Calles, escaleras, más calles, y al fin, la plaza de la catedral.

Todo el espacio ante los amplios escalones era una enorme confusión de seres humanos; y entre ellos, sobre el rugido de mil carcajadas de locura desesperada, de gritos de furia, del humo de antorchas y teas, en lo alto de la pira…

–¡María!

Freder cayó de rodillas, como si le hubieran cortado los tendones.

–¡María!

La muchacha que él había tomado por María alzó la cabeza, le buscó. Sus ojos le encontraron al fin. Sonrió; se echó a reír.

–¡Baila conmigo, amado! – sonó su voz, aguda como un cuchillo entre el estruendo.

Freder se puso en pie. La multitud le reconoció. La multitud se lanzó hacia él chillando y aullando.

–¡El hijo de Joh Fredersen! ¡El hijo de Joh Fredersen!

Trataron de cogerle. Luchó salvajemente con ellos. Se defendió, la espalda contra el parapeto de la calle.

–¿Por qué queréis matarla, diablos? ¡Ha salvado a vuestros hijos!

Sólo le respondieron las carcajadas. Las mujeres lloraban entre risas, mordiéndose los puños.

–¡Sí, sí, ha salvado a nuestros hijos! ¡Ha salvado a nuestros hijos con la canción de las máquinas muertas! ¡Salvó a nuestros hijos con el agua helada!

–Id a la Casa de los Hijos. ¡Vuestros pequeños están allí!

–¡Nuestros pequeños no están en la Casa de los Hijos! Allí viven los de tu raza, defendidos por su dinero. Los hijos de tu clase, ¡perro con piel de seda blanca!

–Escuchadme, por Dios, ¡escuchadme!

–No queremos oír nada.

–¡María! ¡Amada, amada mía!

–¡No grites así, hijo de Joh Fredersen, o te haremos callar para siempre!

–Matadme si habéis de matar, ¡pero que viva ella!

–Cada uno a su momento, hijo de Joh Fredersen. Primero verás morir a tu amada, ¡una muerte espléndida y calurosa!

Una mujer -¡la esposa de Grot!– se arrancó una tira de la falda y ató las manos de Freder. Le sujetaron al parapeto con cuerdas. Luchó como una bestia salvaje, gritando hasta que las venas de la garganta estuvieron a punto de estallarle. Atado, impotente, echó atrás la cabeza y vio el cielo del amanecer sobre Metrópolis: puro, tierno, de un azul verdoso.

–¡Dios! – gritó, tratando de arrojarse de rodillas a pesar de las ataduras-. ¡Dios mío! ¿Dónde estás?

Un resplandor intenso captó su mirada. La pira flameaba. Hombres y mujeres bailaban cogidos de la mano en torno a la hoguera, más y más aprisa, en círculos más y más amplios, riendo, pateando, chillando:

–¡Bruja! ¡Bruja!

Freder rompió sus ligaduras. Cayó de cabeza a los pies de los bailarines.

Y lo último que vio de la muchacha, mientras sus ropas y cabellos ardían como un manto de fuego, fue la encantadora sonrisa, la maravilla de sus ojos y su boca de pecado mortal que susurraba entre las llamas:

–¡Baila conmigo, amado mío! ¡Baila conmigo!

21

Rotwang despertó, pero él sabía muy bien que estaba muerto. Y esta conciencia le llenaba de la satisfacción más profunda. Su cuerpo doliente ya no tenía nada que ver con él. Tal vez fuera eso el último resto de vida. Pero algo le preocupaba intensamente cuando se incorporó y miró en todas direcciones: Hel no estaba allí.

Era preciso hallar a Hel.

Había terminado al fin una primera existencia sin Hel. ¿Y ahora la segunda? ¡No! Mejor sería seguir muerto.

Se puso en pie. Le resultó muy difícil. Sin duda llevaba allí mucho tiempo yaciendo, un cadáver. Era de noche también. Se veía un incendio, se escuchaban ruidos, chillidos de seres humanos.

Había esperado quedar libre de ellos. Pero, por lo visto, el Creador Todopoderoso no podía pasarse sin sus criaturas. Ahora sólo tenía un propósito: sólo deseaba a su Hel. Cuando la hubiera encontrado -así lo prometió- nunca se pelearía de nuevo con el Padre de todas las cosas.

Echó a andar. La puerta que daba a la calle colgaba de sus goznes. Extraño. Se detuvo delante de la casa y miró con decisión. Lo que vio parecía semejante a la Metrópolis que él conociera, pero una Metrópolis que se hubiera vuelto loca. Las casas se agitaban como atacadas por el baile de San Vito. Y un gentío enajenado, extraordinariamente rudo y grosero, chillaba y saltaba en torno a una hoguera flameante sobre la que se alzaba una criatura de belleza suprema y -en opinión de Rotwang- serenamente tranquila.

¡Ah, sí, era ella! Aquella que, en su existencia anterior, intentara crear para reemplazar a su Hel perdida, para ridiculizar la obra del Creador. No estaba mal para ser un principio; pero, buen Dios, comparada con Hel, ¡qué basura!

Los gritones individuos de allá abajo tenían toda la razón para querer quemarla, aunque le pareció una demostración de imbecilidad el querer destruir su obra, su primera prueba. Pero tal vez fuera ésa la costumbre de las gentes en esta existencia y, desde luego, él no deseaba discutir con ellos. Quería hallar a Hel y nada más.

Sabía exactamente dónde buscarla. ¡Amaba tanto la catedral su piadosa Hel! Y, si la luz vacilante de la hoguera no le engañaba -pues el cielo verdoso aún no permitía ver nada- Hel se hallaba, como una niña asustada, en la negrura de la entrada de la catedral, las manos delicadas fuertemente enlazadas sobre el seno, más parecida que nunca a una santa.

Pasando junto a los que daban vueltas en torno a la hoguera, evitando siempre con toda cortesía interponerse en su camino, Rotwang avanzó tranquilamente hacia la catedral.

Sí, era su Hel. Él también subió los escalones. ¡Qué alta parecía la puerta! El frío interior y el incienso le recibieron. Todos los santos en los nichos de los pilares mostraban sus rostros piadosos y encantadores sonriendo amablemente -como regocijándose con él-, porque ahora al fin iba a encontrar a Hel, su Hel, de nuevo.

Estaba junto a la escalera que llevaba al campanario. Le pareció muy pálida, indescriptiblemente patética. La primera luz pálida de la mañana caía a través de un ventanal alargado sobre su cabello y su frente.

–Hel -dijo Rotwang, latiéndole alocado el corazón. Extendió las manos-. Ven a mí, Hel mía. ¡Cuánto tiempo, cuánto tiempo he tenido que vivir sin ti!

Pero ella no venía. Huía de él; con el rostro aterrado se apartaba de él.

–Hel -rogó el hombre-, ¿por qué tienes miedo de mí? Aunque esté muerto no soy un fantasma. Tenía que morir para venir a ti. Siempre te he deseado. ¡No tienes derecho a dejarme solo ahora! Quiero tus manos. ¡Dámelas!

Pero sus dedos anhelosos se cerraron en el vacío. Unos pasos subían veloces por la escalera de piedra que llevaba al campanario.

Algo muy semejante a la cólera dominó el corazón de Rotwang. En lo más hondo de su alma torturada yacía el recuerdo de un día, en el que Hel huyera también de él para irse con otro. No, no debía pensar en ello. Eso formaba parte de su primera existencia, y sería insensato recordarlo en este otro mundo mejor, que también él, como la humanidad en general, había esperado.

¿Por qué huía Hel?

Siguió sus pasos. Comenzó a subir y subir escalones. Los pasos de ella, rápidos y temerosos, le precedían constantemente. Y cuanto más arriba huía ella, más salvajemente latía el corazón de Rotwang en aquel terrible ascenso, más se enrojecían sus ojos inyectados en sangre y más furiosa hervía en él la cólera. No tenía por qué huir de él, ¡no debía hacerlo! Si pudiera cogerla de la mano, ¡jamás, jamás la soltaría de nuevo! Su mano de metal sería como un anillo forjado en torno a su muñeca, y ya jamás ella podría huir para irse con otro.

Ambos habían llegado a lo alto del campanario. La persiguió entre las campanas. Le bloqueó el camino a las escaleras. Se rió, una risa triste y maligna.

–¡Hel, mi querida Hel, ya no puedes escapar de mí!

Ella dio un salto, ágil y desesperado, y se colgó de la cuerda de la campana San Miguel. Ésta alzó su voz metálica que sonaba rota, como una queja. La risa de Rotwang se mezcló con el sonido de la campana. Su brazo de metal, la maravillosa realización de un genio, se alargó como el brazo fantasmal de un esqueleto y cogió la cuerda de la campana.

–¡Hel, mi querida Hel, ya no puedes escapar de mí!

La muchacha vino a dar contra el parapeto. Miró a su alrededor, temblando como un pájaro. No podía alcanzar las escaleras. Tampoco podía subir más alto. Estaba atrapada. Vio los ojos de Rotwang y vio sus manos. Sin vacilar, sin reflexionar, con una ferocidad que encendió todo su rostro antes tan pálido, saltó por la ventana del campanario y quedó colgada del cable de acero de la conducción eléctrica.

–¡Freder! – gritó-. ¡Ayúdame!

Abajo, allá abajo, junto a la pira flameante, yacía una criatura en el suelo, la frente hundida en el polvo. Pero la llamada le volvió en sí tan inesperadamente, que se levantó cual si hubiese recibido un latigazo. Y miró hacia lo alto.

Todos los que habían estado danzando en círculos enloquecidos en torno a la hoguera miraron también petrificados, rígidos: una muchacha colgada como una golondrina, aferrada a la torre de la catedral, y las manos de Rotwang tendidas hacia ella.

22

Joh Fredersen estaba de pie en la habitación en forma de cúpula de la Nueva Torre de Babel esperando a Slim, quien debía traerle noticias de su hijo.

Una oscuridad fantasmal cubría la Nueva Torre de Babel. La luz había desaparecido por completo. Había muerto para siempre en el momento en que la gigantesca rueda del corazón de Metrópolis se saliera de su estructura -con un rugido semejante al de mil bestias heridas- y, todavía girando, ascendiera al techo, rebotara en él con un estruendo demoledor, propio de un gong tan grande como el cielo, para venir a caer y destrozarse sobre las ruinas de la hasta entonces obra maestra de acero.

Joh Fredersen estuvo mucho tiempo de pie en el mismo sitio, sin moverse. Le parecía que había pasado toda una eternidad desde que enviara a Slim en busca de noticias de su hijo. Pero Slim no volvía.

Joh Fredersen sentía todo su cuerpo helado. Sus manos, que colgaban impotentes, apretaban una linterna.

Esperó. Echó una mirada al reloj…, pero las saetas del gigante marcaban una hora imposible. La Nueva Torre de Babel se había perdido, en realidad. Allí, donde cada día llegaba hasta Joh Fredersen el latir de las calles que discurrían bajo la Torre, el estruendo del tráfico de cincuenta millones, la locura mágica de la velocidad, ahora sólo le llegaba un penetrante silencio de terror.

Unos pasos tambaleantes corrieron hacia la puerta de la habitación exterior. Joh Fredersen dirigió hacia allí la luz de su linterna. La puerta se abrió de par en par y Slim apareció en el umbral.

Allí vaciló. A la luz excesivamente brillante de la linterna, su rostro estaba teñido de una palidez verdosa. Joh Fredersen anhelaba hacer una pregunta, pero ni el menor sonido pasaba por sus labios. Una sequedad terrible le ardía en la garganta. En su mano la linterna vaciló, tembló, y su haz desorientado barrió paredes y techo.

Slim se acercó apresuradamente a Joh Fredersen. En sus ojos, muy abiertos, se reflejaba un horror inextinguible.

–Su hijo -balbuceó-, su hijo, señor Fredersen…

Joh Fredersen seguía callado. No hizo movimiento alguno pero se inclinó un poco -sólo un poco- hacia adelante.

–No he encontrado a su hijo -dijo Slim.

No esperó a que Joh Fredersen le contestara. Su cuerpo tan alto, que siempre diera impresión de ascetismo y crueldad, cuyos movimientos -al servicio de Joh Fredersen- habían ido ganando gradualmente la seguridad desinteresada, la exactitud de una máquina, pareció desmoronarse ahora, perdido ya el control. Su voz inquirió agudamente, dominada por un frenesí profundo e interno:

–¿Sabe, señor Fredersen, lo que está sucediendo en Metrópolis?

–Lo que yo quiero -contestó Joh Fredersen. Las palabras sonaron mecánicamente, como si hubieran sido ensayadas antes de ser pronunciadas-. ¿Qué significa eso de que no has encontrado a mi hijo?

–Significa… lo que dije -contestó Slim, con la misma voz aguda. En sus ojos latía un odio terrible. Muy erguido, también él se inclinó ahora hacia adelante como dispuesto a saltar sobre Joh Fredersen, las manos engarfiadas como garras-. Significa que Freder, su hijo, no ha sido hallado; significa que quizá quiso ver con sus propios ojos lo que era de Metrópolis por voluntad de su padre a manos de unos pocos lunáticos; significa, según me han dicho esos criados medio idiotas, que su hijo abandonó la seguridad de esta casa y se marchó en compañía de un hombre que llevaba el uniforme de los obreros de Metrópolis; significa que tal vez sea muy difícil hallar a su hijo en esta ciudad en la cual, y por su voluntad, ha estallado la locura. ¡La locura de destruir, señor Fredersen, la locura de destrozar!

Quiso continuar, pero no pudo.

La mano derecha de Joh Fredersen había hecho un gesto carente de sentido: la linterna cayó de su mano y quedó encendida en el suelo. El hombre más poderoso de Metrópolis dio media vuelta -como si le hubieran disparado un tiro- y se dejó caer con ojos vacíos en una silla.

Slim se adelantó para mirar a Joh Fredersen al rostro, pero ante aquellos ojos quedó mudo de horror.

Diez, veinte, treinta segundos pasaron y aún no se atrevía a respirar. Su mirada horrorizada seguía los movimientos carentes de propósito de las manos de Joh Fredersen, que tanteaban como buscando algún medio de rescate que no podían encontrar. De pronto, súbitamente, la mano se alzó de la mesa. Y extendió el índice como reclamando atención. Joh Fredersen murmuró algo. Luego se echó a reír. Era una risa triste y cansada, y al oírla, Slim sintió que se le erizaban los cabellos.

Joh Fredersen hablaba consigo mismo. ¿Qué decía? Slim se inclinó sobre él. Vio que el índice de la mano derecha de Joh Fredersen se deslizaba lentamente sobre la mesa brillante, como si siguiera, como si leyera las líneas de un libro:

–Lo que el hombre siembra, eso recogerá.

Luego la frente de Joh Fredersen cayó sobre la madera suave de la mesa y con una voz dulce, en un tono que nadie -a excepción de una mujer muerta- había oído de sus labios, empezó a repetir el nombre de su hijo…

Por las escaleras de la Nueva Torre de Babel subía cansadamente un hombre. Raras veces sucedía esto en la gran Metrópolis, la ciudad de Joh Fredersen, la ciudad fanática del ahorro del tiempo. Las escaleras se reservaban para el caso de que todos los ascensores y el Pater Noster estuvieran abarrotados o para casos de emergencia, situaciones altamente improbables en aquel ambiente perfecto para los seres humanos. Pero lo improbable había sucedido: amontonados unos sobre otros, los ascensores habían caído destrozados bloqueando los huecos, y los cubículos del Pater Noster, retorcidos y devorados por un fuego infernal, habían caído hechos cenizas en las profundidades.

Por las escaleras de la Nueva Torre de Babel subía vacilante Josafat. Había aprendido a jurar en aquel cuarto de hora incluso tan bien como Grot, y ahora practicaba hasta el límite aquel arte recién adquirido. Rugía por el dolor que le atenazaba los miembros. Escupía su exceso de odio y desprecio y la angustia que le doblaba las rodillas.

Salvajes e ingeniosas eran las imprecaciones que lanzaba en cada descansillo, en cada curva de la escalera. Pero las iba conquistando todas, ciento seis tramos de escaleras, cada uno de treinta escalones. Llegó al semicírculo en el que se abrían las puertas de los ascensores. En un ángulo, ante la puerta de las habitaciones de Joh Fredersen, se acurrucaba un grupo de seres humanos apiñados por el impulso común de un horror indecible.

Volvieron la cabeza para mirar al hombre que ascendía las escaleras, apoyándose en las paredes como única ayuda. La mirada enloquecida de Josafat los abarcó a todos.

–¿Qué ocurre? – preguntó sin aliento-. ¿Qué estáis haciendo aquí?

Voces agitadas susurraron. Nadie sabía quién hablaba. Se cruzaban y mezclaban las palabras:

–Nos envió por toda la ciudad, barrida ahora por la muerte. Nos envió a buscar a su hijo Freder. No pudimos hallarle. Ninguno de nosotros. No nos atrevemos a aparecer ante Joh Fredersen. Nadie se atreve a darle la noticia de que no hemos podido encontrar a su hijo.

Una voz sonó muy alta y aguda en aquella confusión de cuerpos:

–¿Quién puede encontrar una sola alma condenada en este infierno?

–Calla, calla…

–Escucha…

–Está hablando con Slim…

Y en la tensión de la escucha -que acalló todo sonido-, las cabezas se inclinaron hacia la puerta. Tras la cual se escuchó una voz, como si una madera se quebrara:

–¿Dónde está mi hijo?

Josafat se dirigió vacilante a la puerta. El grito ahogado de todos aquellos hombres trató de detenerle. Unas manos intentaron sujetarle.

–¡No vayas! ¡No!

Pero Josafat había abierto ya la puerta. A través de los enormes ventanales, las primeras luces del amanecer venían a caer sobre el suelo, brillantes como manchas sangrientas. Junto a la pared, muy cerca de la puerta, estaba Slim. Y justo ante él se alzaba Joh Fredersen. Apretados los puños contra la pared, le retenía allí como si le hubiera atravesado los brazos, crucificándole.

–¿Dónde está mi hijo? – decía Joh Fredersen con voz sofocada-. ¿Dónde está mi hijo?

Slim echó atrás la cabeza. De sus labios cenicientos salieron unas palabras, en tono monótono:

–Mañana habrá muchos en Metrópolis que preguntarán: «Joh Fredersen, ¿dónde está mi hijo?»

Los puños de Joh Fredersen se relajaron. Giró en redondo. Entonces, el que fuera el Amo de la gran Metrópolis, vio que había otro hombre en la habitación. El sudor corría por su cara en gotas frías y lentas. El rostro estaba convulso por la horrible sospecha.

–¿Dónde está mi hijo? – balbuceó Joh Fredersen. Extendió la mano en un gesto de impotencia-. ¿Sabes dónde está mi hijo?

Josafat no contestó. ¡Sí!, gritaba la respuesta en su garganta. Pero no hallaba las palabras. Algo en su garganta amenazaba con estrangularle. ¡Dios Todopoderoso! ¡Dios del Cielo! ¿Era en realidad Joh Fredersen quien estaba ante él?

Joh Fredersen avanzó con movimientos inseguros. Inclinó la cabeza para mirarle intensamente.

–Te conozco -dijo con voz monótona-. Eres Josafat, y fuiste mi primer secretario. Yo te despedí. Te traté cruelmente. Obré mal contigo y te arruiné. Te pido perdón. Lamento haber sido cruel contigo, o con otros. Perdóname, perdóname, Josafat.

»Hace diez horas que no sé dónde está mi hijo; hace diez horas, Josafat, que he estado enviando a todos los hombres que podía encontrar por esta maldita ciudad para que buscaran a mi hijo. Sé que es insensato, sé que es inútil, que el día amanece, que yo sigo hablando y hablando, y sé que estoy loco pero quizá, quizá sepas tú dónde está mi hijo…

–Lo han capturado -dijo Josafat, y fue como si desgarrara la palabra de su garganta y temiera desangrarse por ello-, capturado…

Una estúpida sonrisa apareció en el rostro de Joh Fredersen.

–¿Qué significa capturado?

–La multitud le ha cogido.

–¿Cogido?

–Sí.

–¿A mi hijo?

–Sí. A Freder, a su hijo.

Un sonido animal y lastimero estalló en la boca de Joh Fredersen. La boca quedó abierta y distorsionada, las manos se alzaron como en infantil defensa para protegerse de un golpe que ya había caído sobre él. Y su voz insistió, aguda:

–¿A mi hijo?

–Se lo llevaron prisionero -siguió diciendo Josafat, lentamente- porque buscaban una víctima para saciar su desesperación, la furia de su agonía. Cuando supieron que las aguas negras corrían hacia ellos y que toda la ciudad de los obreros se había inundado, se volvieron locos de desesperación. Dicen que algunas madres, ciegas y sordas a toda admonición, intentaron como posesas zambullirse en los pozos inundados. La terrible inutilidad de cualquier intento de rescate las ha convertido en bestias, y desean vengarse.

–Vengarse, ¿de quién?

–De la muchacha que les sedujo.

–¿La muchacha?

–Sí.

–Continúa.

–Han cogido a la muchacha, a la que culpan de todo este horror. Freder quiso salvarla, pues la ama, y le han atrapado también. Le están obligando a presenciar como muere su amada. Han levantado una pira ante la catedral, a cuyo alrededor danzan como posesos al grito de: «¡Hemos cogido al hijo de Joh Fredersen y a su amada!». Yo sé, yo sé que Freder no sobrevivirá a esta locura.

Por el espacio de varios segundos hubo un silencio tan profundo, tan perfecto, que el brillo dorado de la mañana que se adentró con fuerza en la habitación pareció un estruendo poderoso. Al fin, Joh Fredersen dio la vuelta y echó a correr.

Nada podría detenerle.

Cruzó ante el grupo que esperaba en la antesala y se lanzó escaleras abajo. Bajaba a grandes saltos, sin fijarse siquiera dónde pisaba; con los ojos desorbitados, el pelo revuelto como una llamarada sobre su frente y, en los labios, un grito sin sonido, un nombre que era incapaz de articular: «¡Freder!»

Infinidad de escalones, muros hendidos, bloques de piedra destrozados, hierros retorcidos, destrucción, ruina.

La calle.

El día amanecía rojo sobre la calle. Gritos en el aire. Y el brillo de las llamas. Y humo. Voces y gritos, gritos de horror, de temor, de una tensión extrema.

Al fin, la plaza de la catedral.

La pira, la multitud. Hombres y mujeres no miraban ya a la hoguera sobre cuyas llamas ardientes yacía una criatura de metal y cristal con la cabeza y el cuerpo de una mujer, sino que todos los ojos se volvían hacia arriba, hacia las alturas de la catedral, cuyo tejado brillaba bajo el sol de la mañana.

Joh Fredersen se detuvo como si le hubieran golpeado en las rodillas.

–Q-qué… -tartamudeó.

Alzó los ojos, se llevó lentamente las manos a la cabeza. Hundió la cabeza entre las manos. Sin un sonido, como derribado por una guadaña, cayó de rodillas.

En lo más alto del tejado de la catedral, estrechamente abrazados, incrustados el uno en el otro, luchaban Freder y Rotwang bajo la luz del sol.

Luchaban engarfiados, las piernas enlazadas. No se necesitaba una vista muy aguda para advertir que Rotwang era, con mucho, el más fuerte. La forma esbelta del muchacho vestido de harapos de seda blanca se doblaba bajo el abrazo desgarrador del gran inventor, e iba venciéndose hacia atrás. Aquel cuerpo blanco se ofrecía en un arco de fascinante, de horrible maravilla, la cabeza muy atrás, las rodillas delante. Y Rotwang, todo negrura, se alzaba como una mole imponente sobre la seda blanca, forzándole a caer. En la estrecha galería Freder quedó encogido sobre sí mismo, sin moverse ya. Sobre él, erguido, inclinándose apenas, Rotwang le miró y luego se giró…

Por el estrecho alero se aproximaba, vacilante, María. A la luz de la mañana, que surgía gloriosa e imperiosa, su voz flotaba como el llanto de un pobre pájaro:

–¡Freder! ¡Freder!

Estallaron los susurros en la plaza de la catedral. Se volvieron algunas cabezas, le señalaban con las manos.

–¡Mirad, Joh Fredersen! ¡Ahí está Joh Fredersen!

Una voz de mujer gritó:

–¿Has comprobado ya por ti mismo, Joh Fredersen, lo que significa que te maten a tu hijo?

Josafat saltó ante el hombre que estaba de rodillas sin oír nada de lo que pasaba a su alrededor.

–¿Qué ocurre? – gritó-. ¿Qué os ocurre a todos vosotros? Vuestros hijos han sido salvados, están en la Casa de los Hijos. María y el hijo de Joh Fredersen salvaron a vuestros pequeños.

Joh Fredersen no oía nada. No oyó el grito que, como una acción de gracias vociferante, estalló de pronto en la boca de la multitud. No oyó los sollozos con que la multitud caía de rodillas. No oyó los gemidos de las mujeres, la respiración ahogada de los hombres, ni las plegarias, las palabras de gratitud, las alabanzas. Sólo sus ojos seguían vivos. Sus ojos que, como si carecieran de párpados, seguían clavados en el tejado de la catedral.

María había llegado junto al bulto blanco que yacía encogido en un ángulo, entre la aguja y el tejado. Se arrodilló junto a él, extendiendo las manos, ciega de tristeza.

–Freder, Freder…

Con el gruñido salvaje de una bestia de presa, Rotwang la cogió. María luchó gritando. Pero él le cerró los labios. Con expresión de desconcierto miró el rostro de la muchacha surcado de lágrimas.

–Hel, mi Hel, ¿por qué luchas contra mí?

La tenía entre sus brazos, como una presa que nadie podría arrebatarle ahora. Con el impulso bestial del que se ve perseguido injustamente, Rotwang trepó por una escalerilla que se hallaba a espaldas suyas, llevando a la muchacha entre sus brazos.

Eso fue lo primero que vio Freder al abrir los ojos y librarse con esfuerzo del estado de semiinconsciencia en que se hallaba. Levantándose vivamente, se lanzó también hacia la escalerilla. Subió casi corriendo, con la seguridad ciega que nacía del amor que le impulsaba. Alcanzó a Rotwang, que soltó a su presa. María se salvó de la terrible caída aferrándose a la curva dorada de la luna sobre la que descansaba la Virgen coronada de estrellas.

Extendió la mano para coger a Freder… Pero, en ese mismo instante, Rotwang se lanzó sobre él y de nuevo se agarraron y rodaron estrechamente enlazados sobre el tejado de la catedral, rebotando violentamente contra la estrecha barandilla de la galería.

Un aullido de temor estalló en labios de la multitud. Ni Rotwang ni Freder lo oyeron. Con un juramento terrible aquél logró incorporarse. Vio sobre él, recortada contra el azul del cielo, una gárgola cuya faz monstruosa parecía reírse de él, cuya lengua afilada se alargaba en una mueca burlona. Se levantó y saltó, el puño como una garra, hacia la gárgola sonriente. Y la gárgola se rompió.

Rotwang perdió el equilibrio y, cuando ya nada parecía poder salvarle, su mano poderosa se aferró al estrecho borde de un adorno de la catedral.

Mirando hacia arriba, al azul infinito del cielo matinal, vio el rostro de Hel, que tanto amara; era como el rostro del hermoso Ángel de la Muerte que le sonreía, los labios muy cerca de la frente.

Unas alas negras y grandes iban extendiéndose, y eran lo bastante fuertes para llevarse al cielo este mundo perdido.

–Hel -dijo el hombre-, mi Hel, al fin…

Y sus dedos soltaron voluntariamente su apoyo.

Joh Fredersen no vio la caída ni oyó el grito de la multitud. Ünicamente veía la figura cubierta de blanco, el hombre que, con la muchacha en brazos, caminaba por el tejado de la catedral con el paso seguro del que nada teme.

Entonces Joh Fredersen se inclinó hasta tocar las piedras de la plaza de la catedral. Y los que estaban junto a él le oyeron llorar, un llanto que surgía de su corazón como el agua de una roca.

Cuando sus manos se separaron y descubrió la cabeza, los que le rodeaban vieron que los cabellos de Joh Fredersen se habían tornado blancos como la nieve.

23

–¡Amada mía! – dijo Freder.

Era la llamada más suave, con el tono más dulce de que es capaz la voz humana. Pero tampoco María contestó a ella, como no había respondido a los gritos de desesperación con que el hombre que la amaba luchaba por volverla en sí.

Yacía sobre los escalones del altar mayor, tendida en toda su belleza, la cabeza entre los brazos de Freder, las manos entre las manos de su amado. El corazón le latía lentamente, apenas perceptible. No respiraba. Se hallaba hundida en lo más profundo de un agotamiento total del que ni un grito, ni una súplica, ni una palabra de desesperación era capaz de sacarla. Parecía muerta.

Una mano se apoyó en el hombro de Freder.

Volvió la cabeza y se encontró con el rostro de su padre.

¿Era éste su padre? ¿Era éste Joh Fredersen, el Amo de la gran Metrópolis? ¿Tenía su padre los cabellos tan blancos? ¿Una frente tan atormentada? ¿Unos ojos tan torturados?

¿Acaso en el mundo, después de esta noche de locura, no había más que horror y muerte, destrucción y agonía sin fin?

–¿Qué buscas? – preguntó Freder-. ¿Es que quieres quitármela? ¿Has hecho ya tus planes para separarnos? ¿Hay alguna empresa poderosa en peligro a la cual tengamos que ser sacrificados ella y yo?

–¿A quién hablas, Freder? – preguntó su padre con voz amable.

Freder no contestó. Abrió los ojos inquisitivamente porque había escuchado una voz que jamás oyera antes. Guardó silencio.

–Porque, si hablas a Joh Fredersen -continuó la misma voz amable-, debes saber que ha muerto esta noche, ha muerto siete veces.

Los ojos de Freder, en los que latía el sufrimiento, se alzaron a mirar otros ojos fijos en él. Un sollozo lastimero estalló en sus labios:

–¡Oh, Dios mío! Padre, padre…

Joh Fredersen se inclinó hacia su hijo y la muchacha que yacía en el regazo de Freder.

–Se muere, padre, ¿no ves que se muere?

Joh Fredersen agitó la cabeza.

–No, no -dijo muy dulcemente-. No, Freder. Hubo una hora en mi vida en la que yo estuve también arrodillado como tú y sosteniendo en mis brazos a la mujer que amaba. Pero ella sí murió. Conozco muy bien el rostro de un moribundo. Lo he conocido y nunca lo olvidaré. La muchacha sólo está dormida. No trates de despertarla a la fuerza.

Y, con un gesto de ternura imposible de describir, su mano se deslizó del hombro de Freder y acarició el cabello de la muchacha dormida.

–Queridísima niña -murmuró-, queridísima niña…

Desde la profundidad de su sueño, ella le respondió con una sonrisa de dulzura infinita, ante la cual se inclinó Joh Fredersen como si presenciara una revelación.

Entonces dejó a su hijo y a la muchacha, y se dispuso a salir de la catedral, gloriosa y alegre ahora gracias a los luminosos rayos del sol.

Freder le observó ir hasta que sus ojos se nublaron. De pronto, con un fervor repentino, violento y apasionado, alzó la boca de la muchacha hasta sus labios y la besó como si deseara morir con ella. La maravilla de aquellos rayos de luz le habían revelado que, con el día, la transformación invulnerable de la oscuridad en luz se consumaba de nuevo en toda su grandeza, en toda su gracia.

–Vuelve en ti, María, amor mío -dijo animándola con sus caricias, con su amor-. Ven a mí, amada. Ven a mí.

La suave respuesta de un latido débil, de una respiración apenas audible, hizo que la risa surgiera en su garganta y que las palabras susurradas con ardor murieran en sus labios.

Joh Fredersen escuchó el sonido de la risa de su hijo. Ya estaba cerca de la puerta de la catedral. Se volvió y miró las columnas en cuyos nichos delicados las imágenes de los santos le sonreían con gentileza.

–Vosotros sufristeis -pensó como si soñara- y fuisteis redimidos por el sufrimiento. Así alcanzasteis la felicidad. ¿Vale la pena sufrir? Sí.

Y salió de la catedral con los pies muy pesados, como muertos; cruzó vacilante la gran puerta y, al recibir en sus ojos todo el impacto de la luz, se balanceó débil y mareado.

Porque el cáliz del sufrimiento que había apurado era muy fuerte.

Y en su interior se dijo al alejarse:

–Iré a casa a buscar a mi madre.

24

–¿Freder? – susurró una voz muy dulce.

–¡Sí, amada mía! ¡Háblame! ¡Háblame!

–¿Dónde estamos?

–En la catedral.

–¿Es de día o de noche?

–Es de día.

–¿No estaba aquí tu padre con nosotros ahora mismo?

–Sí, amor mío.

–¿Y puso su mano sobre mis cabellos?

–¿Lo sentiste?

–¡Oh, Freder! Cuando tu padre estaba aquí me pareció oír un manantial poderoso que amenazaba con estallar en el interior de una roca. Un manantial de aguas tintas en sangre. Pero supe también que, cuando el manantial fuera lo bastante fuerte para surgir a través de la piedra, sería más dulce que el rocío y más blanco que la luz.

–Bendita seas por tu fe, María.

Ella sonrió. Guardó silencio.

–¿Por qué no abres los ojos, amada mía? – preguntó Freder anheloso.

–Veo una ciudad que se alza bajo la luz.

–¿La construiré yo?

–No, Freder, tú no. Tu padre.

–¿Mi padre?

–Sí.

–María, cuando antes hablabas de mi padre no había amor en tu voz.

–Muchas cosas han ocurrido desde entonces, Freder. Desde entonces ha nacido a la vida un manantial encerrado en una roca. Desde entonces, los cabellos de Joh Fredersen se han vuelto blancos como la nieve, por el terror mortal que sintiera por su hijo. Desde entonces, aquellos a los que yo llamara mis hermanos han pecado a causa de un sufrimiento excesivo. Desde entonces, Joh Fredersen ha sufrido a causa de un pecado excesivo. ¿No vas a permitir ahora que ambos, tu padre y mis hermanos, paguen por su pecado, lo expíen y se reconcilien, Freder?

–Sí, María.

–¿Les ayudarás tú, que eres el mediador?

–Sí, María.

Ella abrió los párpados y clavó en él la maravilla azul de sus pupilas. Inclinándose sobre ella, Freder contempló con piadoso asombro cómo se reflejaba en sus ojos de Madona aquel reino celestial de las santas leyendas, quienes les miraban desde los altos y estrechos ventanales.

Involuntariamente alzó él los ojos, y por primera vez se dio cuenta plenamente del lugar al que había llevado a la muchacha que amaba.

–Dios nos está mirando -susurró, reteniéndola sobre su pecho con brazos amorosos-. Dios nos está sonriendo, María.

–Amén -repuso ella sobre su corazón.

25

Joh Fredersen llegó a casa de su madre.

La muerte había pasado sobre Metrópolis. La destrucción del mundo y el Día del Juicio habían dejado oír sus voces entre el estruendo de las explosiones y el violento repique de las campanas de la catedral, pero Joh Fredersen halló a su madre como siempre la encontrara: junto a la ventana abierta, en su amplio y cómodo sillón, la manta oscura sobre las rodillas paralizadas, la gran Biblia en la mesa y, entre las manos viejas pero hermosas aún, el encaje delicado que tejía.

Ella volvió los ojos hacia la puerta y vio a su hijo.

La expresión de firme severidad se hizo más dura en su rostro. No dijo nada. Pero en sus labios apretados algo parecía susurrar: «Mal estás en verdad, Joh Fredersen». Y le miraba como un juez.

Él se quitó el sombrero. Entonces vio su madre los blancos cabellos que le cubrían la frente.

–Hijo -dijo dulcemente, tendiéndole los brazos.

Joh Fredersen cayó de rodillas junto a su madre. La rodeó con sus brazos, hundió la cabeza en aquel seno que una vez le llevara gozoso. Sintió las manos de su madre en los cabellos, sintió que le acariciaban como temerosas de herirle, como si los cabellos blancos fueran la prueba de una herida todavía abierta en el corazón, y oyó su voz amada que le decía:

–Niño mío, mi niño, mi pobre hijo…

El murmullo de las hojas del castaño ante la ventana llenó un largo silencio cargado de anhelo, de amor. Luego empezó a hablar Joh Fredersen. Hablaba con la ansiedad del que se sumerge en agua bendita, con el fervor del que se confiesa arrepentido, con la voluntad del que se halla dispuesto a hacer cualquier penitencia cuando ya está perdonado. Su voz era suave y parecía llegar de muy lejos, de la orilla distante de un ancho río.

Habló de Freder. Luego le falló la voz enteramente. Se puso en pie y empezó a recorrer la habitación. Cuando se volvió de nuevo hacia su madre había en sus ojos una soledad gozosa, la comprensión de una generosidad necesaria, la del árbol dispuesto a dar su fruto ya maduro.

–Me pareció -dijo mirando al espacio- que veía su rostro por primera vez cuando él me habló esta mañana. Es un rostro muy extraño, madre. Muy semejante al mío, y sin embargo, muy suyo. El rostro de su hermosa madre muerta pero, al mismo tiempo, con los rasgos de María, como si hubiera nacido por segunda vez de esa criatura virginal. Y al mismo tiempo también es el rostro de las masas que confiaban en ella, que le eran tan queridos como hermanos…

–Y ¿cómo es que ahora conoces el rostro de las masas, Joh? – preguntó suavemente su madre.

Durante algún tiempo, Joh Fredersen no pudo responder.

–Tienes mucha razón en preguntármelo, madre -dijo al fin-. Desde las alturas de la Nueva Torre de Babel no podía distinguir sus rostros. Y en la noche de locura en que los miré por primera vez, estaban tan convulsos, tan dominados por su propio horror, que ni siquiera parecían ellos mismos. Cuando salí por la puerta de la catedral esta mañana, las masas me aguardaban de pie, como un solo hombre, mirándome. Todos aquellos rostros se volvían lentamente hacia mí. Y entonces los vi: no eran viejos ni jóvenes; no había en ellos dolor ni gozo. «¿Qué queréis?», pregunté. Y uno contestó: «Estamos esperando, señor Fredersen». «¿A qué?», insistí. «Estamos esperando a que alguien venga y nos diga adónde debemos ir».

–¿Quieres ser tú el que se lo diga, Joh? – preguntó su madre.

–Sí.

–Y ¿confiarán ellos en ti?

–No lo sé, madre. Tal vez, si yo hubiera nacido hace mil años, emprendiera ahora el camino vestido de peregrino hacia los Santos Lugares, sin volver a casa hasta haber refrescado en el Jordán mis pies agotados de la marcha y haber orado al Redentor en los lugares en que nos redimió. Y, si no fuera el hombre que soy, tal vez se me ocurriera partir de viaje por los caminos de aquellos que viven en las sombras.

»Tal vez me sentara con ellos en los rincones de su pobreza, y aprendiera a comprender sus gemidos y maldiciones, en los que la vida infernal que llevan ha transformado sus plegarias; pues de la comprensión viene el amor, y yo anhelo amar a la humanidad, madre. Sin embargo, creo que actuar es mejor que peregrinar, y que una buena obra vale mucho más que las mejores palabras. Y creo también que encontraré el modo de hacerlo, pues junto a mí hay dos personas que desean ayudarme.

–Tres, Joh.

Los ojos del hijo buscaron la mirada de la madre.

–¿Quién es la tercera?

–Hel.

–¿Hel?

–Sí, hijo.

Joh Fredersen guardó silencio.

Ella repasó las páginas de la Biblia hasta hallar lo que buscaba. Era una carta. La cogió y dijo, sosteniéndola amorosamente:

–Recibí esta carta que Hel me escribió antes de morir. Me pidió que te la diera cuando, y éstas fueron sus palabras, «cuando hubieras encontrado el camino a casa, a mí, a ti mismo».

Silenciosamente, sin abrir los labios, Joh Fredersen extendió la mano y cogió la carta.

El sobre amarillento contenía únicamente una fina hoja de papel. En ella se leía con una escritura casi infantil:

Me voy a Dios, e ignoro cuándo leerás estas líneas, Joh. Pero sé que las leerás un día y, hasta que te reúnas conmigo, agotaré esta bendición eterna rogando a Dios que me perdone por haber hecho uso de dos frases de su Santo Libro con objeto de entregarte mi corazón, Joh.

Una es: «Te he amado con un amor eterno». Y la otra: «Porque yo estaré siempre contigo, hasta el fin del mundo».

HEL

Joh Fredersen tardó en guardar de nuevo el papel en su sobre. Alzó los ojos hacia la ventana abierta, junto a la cual se hallaba sentada su madre, y corriendo por el azul suave del cielo, vio unas nubes grandes y blancas, como barcos cargados de tesoros de un mundo lejano.

–¿En qué piensas, hijo? – preguntó la voz de su madre, con amor.

Pero Joh Fredersen no le respondió. Su corazón plenamente redimido repetía calladamente en su interior:

«Hasta el fin del mundo, hasta el fin del mundo…»

FIN

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11/11/2008

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