Este libro no es de hoy ni del futuro. No habla de un lugar. No sirve a ninguna causa, partido o clase. Tiene una moraleja que se desprende de una verdad fundamental: «Entre el cerebro y el músculo debe mediar el corazón».

Por Forrest J. Ackerman,

«Mr. Ciencia Ficción», ganador del Premio Hugo

y fanático de Metrópolis.

Bienvenido a Metrópolis, mi ciudad.

Población -según el cálculo de mi amigo A. E. van Vogt-, cincuenta millones aproximadamente.

He vivido aquí desde que tenía diez años. Es la ciudad más fabulosa y apasionante que existe sobre la faz de la Tierra y bajo la Tierra misma. Londres, Los Angeles, Nueva York, París, Berlín, Tokio… todas mezcladas y fundidas en una.

¡Traten de imaginarlo!

Cuando pronuncio el nombre mágico -«Metrópolis»- se funden en mí la suprema arrogancia del Empire State Building con la elegancia del Taj Mahal, la fama de la Torre Eiffel y el misterio de la Esfinge de Egipto. «Metrópolis»… La Nueva Babel, obra maestra arquitectónica de magnificencia monolítica. Los rascacielos del siglo XX quedan empequeñecidos ante las inmensas rascaestratosferas del siglo XXI.

Y allá abajo, en cavernas hechas por el hombre, las máquinas monstruosas de Moloc, la increíble e inhumana Máquina Geyser, la Máquina Corazón, que ha de ser atendida constantemente por los Relojes Humanos, los subhumanos subterráneos, los obreros impotentes del inframundo que viven esclavizados sin esperanza, siervos de los seres de la superficie, marionetas ciegas a las órdenes del Amo de Metrópolis.

El Amo de Metrópolis, Joh Fredersen, hombre forjado de acero de diez grados, frío como la superficie de Pintón y tan distante como éste. Un gobernante tan implacable e imperioso como los antiguos Césares.

Oculta en alguna parte entre las superestructuras futuristas de Metrópolis se alza una morada anacrónica, superviviente del barroco y el gótico, que alberga un laboratorio donde se realizan maravillas de alquimia. Con el sello de Salomón sobre la puerta, aquí podía haber nacido -hace cientos de años- el legendario Golem. En la actualidad, una araña de mirada salvaje y cabellos blancos teje en su interior, un genio siniestro que ha sacrificado una mano a su ciencia sobrehumana. Es la morada fantasmal de Rotwang, el diabólico Ralph 124C41+ de su época.

Y Rotwang ha creado a Futura -a la que a veces denomina también Parodia-, un simulacro de mujer fabricado en un metal capaz de sentir. Un robot hembra con el que podía haber soñado Rossum.

Metrópolis -el libro- ha sido comparado con la obra R.U.R. de Karel Capek; con la novela utópica Erewhon de Samuel Butler, «sobre un tiempo futuro en el que la maquinaria desarrollaría un alma y se adueñaría del hombre»; con La máquina del tiempo en la que la mente inquieta y previsora de H. G. Wells concibió un cuadro inolvidable del desarrollo de las condiciones sociales y económicas al mando de sus Eloi, los aristócratas y epicúreos del mundo futuro, y los Morlocks, sus esclavos subterráneos y carentes de inteligencia». Cuando el durmiente camina (Wells), La tierra bajo Inglaterra (O'Neill), Mirando atrás (Bellamy) y Verano del 3000 (Martin) -dos de las cuales se publicaron más tarde- recuerdan ciertos aspectos de este libro.

Thea von Harbou, su inteligentísima autora, ya fallecida, dio pruebas durante su vida de una mente literaria que iba muy por delante de la realidad. Cuando los cohetes interplanetarios estaban en embrión, ella escríbió la famosa Mujer en la Luna, tanto el libro como el guión cinematográfico. La tumba india, La isla de los Inmortales, Destino, Espías, Sigfrido (en forma de película y como una adaptación al cine del Dr. Mabuse) figuraron entre el legado literario y cinematográfico de Madame von Harbou. Estuvo casada con el célebre director Fritz Lang, que tan prodigiosamente materializó su obra maestra, Metrópolis, en la pantalla, filme que sigue siendo el clásico incomparable de la ciencia ficción cinematográfica.

«Metrópolis no se parece a ninguna otra novela escríta en este mundo», dijo entusiasmado un observador de la época. «Es distinta, única, original. Encierra un drama tremendo de fuerzas en conflicto y un tema amoroso idílico.»

El lenguaje de la novela es a veces tan rico como el de Shiel, tan caleidoscópico como el de Merritt en El emperador de metal, tan austero como el de Bradbury en El esqueleto, tan poético como el de Póe, tan macabro como el de Machen.

Ciencia y fantasía, horror y belleza, misterio, amenaza, locura, magnificencia, significado… por una vez en la vida todos esos elementos se combinaron mágicamente para crear el clásico imaginativo, la obra suprema: Metrópolis.

Éste es el libro que ha sido definido como una obra genial.

Estoy de acuerdo. La experiencia que le suponga su lectura le durará el resto de su vida.

forrest j. ackerman

Apt. 4E, Torres Rotwang.

Nivel Lang y Camino Aéreo Harbou

Metrópolis

24 de noviembre, 2026.

1

El estruendo del gran órgano se elevó como un intenso rugido hacia la cúpula. Su fuerza titánica redoblaba en la bóveda como queriendo romperla en mil pedazos y huir al infinito.

Freder echó la cabeza hacia atrás; sus ojos, desorbitados y enardecidos, miraban sin ver hacia lo alto. Sus manos ordenaban aquel caos de notas y creaban música, luchaban con la vibración del sonido que se agitaba hasta lo más profundo de su ser. Nunca había estado tan cerca de las lágrimas en su vida, y ahora, dichoso e impotente, se abandonó a aquella neblina brillante que le aturdía.

Sobre él, la cúpula del cielo en lapislázuli de donde pendían -misterio en oro, doce veces repetido- los signos del Zodíaco. Por encima de ellos, los siete coronados: los planetas. Y más alto todavía, una miríada de estrellas brillantes como plata: el Universo.

Al compás de la música, las estrellas de los cielos iniciaron su solemne y portentosa danza. El estruendo de las notas disolvió la habitación en la nada.

El órgano que tocaba Freder se alzaba en medio del mar como un acantilado contra el cual rompían las olas. Con sus poderosas crestas de espuma, se alzaban violentamente; y la séptima era siempre la más fuerte. Pero muy por encima del mar, que respondía con su rugido al estruendo de las olas, las estrellas del cielo tejían su solemne y portentosa danza.

Agitada hasta el mismo centro, la vieja tierra despertaba de su sueño. Los torrentes se secaban, las montañas se desmoronaban. De sus entrañas desgarradas estallaba el fuego. La tierra ardía, con todo lo que había en ella. Las olas del mar se convertían en olas de fuego. El órgano ardía, una antorcha flameante de música. La tierra, el mar y el órgano del que surgía el himno, crepitaban y se convertían en cenizas. Pero muy por encima de los desiertos y los espacios hacia los que ascendían las llamas de la creación, las estrellas del cielo trenzaban su solemne y portentosa danza.

Luego, de las cenizas grises se alzó -con alas temblorosas e indeciblemente bellas- un pájaro de plumas cuajadas de luz, lanzando un grito de dolor. Jamás pájaro alguno había llorado de modo tan angustioso. Voló sobre las cenizas de la tierra en ruinas; voló más y más alto, sin saber dónde posarse. Voló sobre la tumba del mar, sobre el cadáver de la tierra.

Nunca, desde que los ángeles pecaron y cayeron al infierno, había desgarrado el aire tal grito de desesperación.

Y después, una estrella se desgajó de su solemne y portentosa danza y se aproximó a la tierra destruida. Su brillo era más suave que el de la luna, más imperioso que el fulgor del sol. Era la nota más celestial surgida de la música de las esferas. Envolvió en su cálida luz al pájaro que lloraba; era tan fuerte como una deidad y gritaba: «¡A mí! ¡A mí!»

Entonces, el fúlgido pájaro abandonó la tumba del mar y la tierra y alzó sus alas dolientes hacia la voz poderosa que hablara. Volando en un círculo de luz, subió y cantó, fundiéndose como una nota más en la música de las esferas y desvaneciéndose en la Eternidad…

Freder deslizó sus dedos del teclado. Se inclinó y hundió el rostro entre las manos. Se apretó los ojos hasta que la ardiente danza de las estrellas se encendió tras sus párpados. Nada podía ayudarle… nada. En todas partes, en una omnipresencia implacable, aquel único rostro se alzaba en su visión. El rostro austero de la Virgen, el dulce rostro de la Madre…

La angustia y el deseo con que él llamaba y suplicaba a la única visión que su corazón anhelaba, no tenía más que un nombre, eterno: ¡Tú!

Dejó caer las manos, y dirigió la vista a las alturas de aquella habitación rematada por una hermosa cúpula. Desde la profundidad azul de los cielos, desde el oro brillante de los cuerpos celestes, desde la penumbra misteriosa que le rodeaba, la muchacha le miraba con la severidad mortal de la pureza. Era a la vez doncella y amante, inviolable y graciosa; su hermosa frente refulgía con la diadema de la divinidad; su voz encarnaba la piedad misma: cada palabra una canción. Y después… se desvanecía, y era imposible encontrarla. En ninguna parte, en ninguna parte.

–¡Tú! – gritó el hombre.

La nota se estrelló contra los muros, cautiva, sin hallar el modo de escapar.

Ahora la soledad se le hizo insoportable. Freder se levantó y abrió las ventanas; ante él se extendía un océano de luces parpadeantes. Cerró firmemente los ojos, se quedó muy quieto, respirando apenas. Sentía la proximidad de los criados, de pie y silenciosos, esperando la orden que les permitiría cobrar vida.

Había uno entre ellos, Slim, con un rostro cortés cuya expresión jamás se alteraba. Freder le conocía; una palabra a Slim y… si la muchacha todavía caminaba sobre la tierra con su paso silencioso, éste la encontraría. Pero si uno no quiere verse maldecido y sentirse para siempre un hombre miserable, no se envía a un mastín sanguinario a la búsqueda de una corza blanca y sagrada.

Freder vio, sin necesidad de mirarle, que los ojos de Slim le estudiaban. Sabía que aquella criatura silenciosa -a la que su padre había designado como su todopoderoso protector- era, al mismo tiempo, su guardián. Durante la fiebre de sus noches de insomnio, durante la fiebre de su trabajo en el estudio, durante la fiebre que le dominaba cuando tocaba el órgano llamando a Dios, allí estaba siempre Slim vigilando el pulso del hijo de su gran amo. No presentaba informes; no se los pedían. Pero, llegado el caso, era indudable que podría mostrar un diario perfecto, impecable, que registraría desde el número de pasos con que Freder camina con pies de plomo para librarse de la angustiosa soledad, minuto a minuto, hasta el hundir la frente entre las manos cansadas de esperar.

¿Sería posible que este hombre, que todo lo sabía, no supiera de ella?

Nada en Slim traicionaba que se hubiera percatado de la transformación del carácter de su joven amo, desde lo sucedido aquel día en la Casa de los Hijos. Pero uno de los secretos de aquella criatura delgada y silenciosa era el no hacerse notar nunca; y aunque Slim no podía entrar en la Casa de los Hijos, Freder no estaba completamente seguro de que aquel agente comprado por su padre se plegara a las directrices de la Casa.

Freder se sentía ante él expuesto, desnudo. Una luz penetrante y cruel que nada dejaba oculto le iluminaba a él y todo cuanto había en su cuarto de trabajo, que era casi la habitación más alta de Metrópolis.

–Quiero estar solo -dijo suavemente.

Sin un murmullo, los criados se desvanecieron. Incluso Slim se fue…; pero todas aquellas puertas, que se cerraban sin el menor ruido, también podían entreabrirse silenciosamente, aunque sólo fuera una débil rendija.

Con ojos doloridos, Freder probó todas las puertas de su cuarto de trabajo.

Una amarga sonrisa curvaba las comisuras de su boca. Era un tesoro que debia ser guardado como se guardan las coronas de joyas. El hijo único de un gran padre.

¿Realmente el único?

Sus pensamientos se detuvieron de nuevo al concluir el recorrido, y otra vez se presentó ante él la visión, la escena, el suceso…

La Casa de los Hijos era uno de los edificios más hermosos de Metrópolis. Los padres -para quienes cada revolución de una máquina significaba oro- habían regalado esta casa a sus hijos. Era más que una casa; casi un distrito. Incluía teatros, museos de pintura, salas de conferencias, una biblioteca en la que podían encontrarse todos los libros impresos en los cinco continentes, pistas de carreras, estadios y los famosos Jardines Eternos.

Contenía grandes mansiones para los hijos jóvenes de padres indulgentes, y moradas para sus impecables criados, así como para las bien entrenadas siervas, cuyo adiestramiento exigía aun más tiempo que el destinado al desarrollo de una nueva especie de orquídeas. Su tarea principal consistía en mostrarse siempre deliciosas y alegres; vistiendo ropas encantadoras, rostros maquillados, ojos cubiertos por una máscara, coronadas de pelucas blancas como la nieve y fragantes como flores, parecían delicadas muñecas de porcelana y brocado, deliciosos presentes creados por una mano maestra.

Freder no era asiduo visitante de la Casa de los Hijos; prefería su cuarto de trabajo y la cúpula estrellada que cobijaba su órgano. Pero cuando le acometía el deseo de sumergirse en el gozo radiante de las competiciones en el estadio, era el más alegre y brillante de todos e iba de victoria en victoria con la risa de un joven dios.

Y aquel día también, aquel día también.

Cubierta todavía su piel por el helado rocío de las aguas que cayeran sobre él, los músculos temblorosos aún por la borrachera de la victoria, se había tumbado, esbelto, cansado, sonriente, fuera de sí, ebrio de alegría. El techo de cristal que envolvía los Jardines Eternos refulgía como un ópalo bañado por la luz del sol. Jovencitas encantadoras le atendían y servían celosamente, y de sus manos blancas, de sus dedos delicados, podía comer las frutas que deseara.

Una se hallaba de pie a su lado, mezclándole una bebida. De la cadera a la rodilla la envolvía brillante brocado; las piernas esbeltas y desnudas, muy juntas, se alzaban como columnas de marfil sobre unos zapatos color púrpura. Su hermoso cuerpo, sin que ella lo advirtiera, temblaba al mismo ritmo que el pecho del hombre cuando exhalaba su aliento perfumado. Y sus ojos, tras la máscara que los ocultaban, vigilaban atentamente la labor que realizaban sus hábiles manos.

Sus labios eran rojos como el coral, y sonreía tan ausente al mirar la bebida que preparaba, que las demás muchachas rompieron a reír.

Contagiado, también Freder soltó una carcajada. El gozo de las doncellas aumentó al advertir el desconcierto de su compañera, quien, ignorando el motivo de su risa, enrojecía confusa, se sonrojaba toda ella desde la brillante boca hasta las hermosas caderas. La alegría se transmitía a los amigos sin razón alguna, sólo porque eran jóvenes y se sentían libres y cuidados, y todos se unieron al alegre sonido. Como un luminoso arco iris, carcajada tras carcajada, la gozosa algarada envolvió a los jóvenes.

De pronto, Freder volvió la cabeza. Sus manos, que descansaban ahora en las caderas de la muchacha que preparaba la bebida, resbalaron repentinamente y cayeron como muertas. Cesó la risa, todos quedaron inmóviles. Nadie se atrevía a esbozar el menor gesto. Sólo alcanzaban a mirar.

Por la puerta de los Jardines Eternos, abierta de par en par, desfilaba una procesión infantil. Todos los niños iban cogidos de la mano. Tenían rostros de gnomo, grises y ancianos; parecían pequeños y fantasmales esqueletos cubiertos de harapos. Tenían el cabello incoloro, los ojos incoloros. Caminaban sobre pies desnudos y flacos, siguiendo sin el menor ruido a su guía.

La guía era una muchacha: rostro sereno de virgen, dulce rostro de madre. Llevaba de la mano a un niño a cada lado. Se quedó muy quieta mirando a los jóvenes, uno tras otro, con la mortal severidad de la pureza. Era a la vez doncella y amante, inviolable y graciosa también; su hermosa frente lucía la diadema de la divinidad, su voz la piedad misma, cada palabra una canción.

Soltó a los niños y extendió la mano señalando hacia los jóvenes, diciendo a los niños:

–¡Mirad, éstos son vuestros hermanos!

Y, señalando a los niños, dijo a los jóvenes:

–¡Mirad, éstos son vuestros hermanos!

Esperó. Se quedó muy quieta, los ojos clavados en Freder.

Entonces vinieron los servidores, acudieron los guardianes de las puertas. Entre los muros de mármol y de cristal, bajo la cúpula opalina de los Jardines Eternos, reinó por breves instantes una confusión sin precedentes hecha de ruidos, indignación y embarazo. La muchacha parecía seguir esperando. Nadie se atrevía a tocarla, aunque se hallara tan indefensa entre los fantasmas grises e infantiles. Su mirada seguía fija en Freder.

Luego apartó de él la vista e, inclinándose ligeramente, cogió de nuevo las manos de los niños, se volvió e hizo salir la procesión.

La puerta se cerró tras ella, y los servidores desaparecieron tras disculparse profusamente. Se impuso ahora el vacío y el silencio. Algunos se sintieron tentados de atribuir lo ocurrido a una alucinación, pero los testigos habían sido muchos.

Junto a Freder, sobre el suelo de mosaico iluminado, la muchacha que mezclaba las bebidas sollozaba sin control. Con un movimiento lento, Freder se inclinó hacia ella y de pronto arrancó la máscara estrecha y negra que cubría sus ojos.

Ella chilló como si la hubieran sorprendido desnuda. Sus manos se alzaron, trataron de quitársela y quedaron impotentes en el aire.

Un semblante trastornado por el horror miraba al hombre. Los ojos así expuestos eran vacíos, carentes de sentido. El pequeño rostro, privado del encanto de la máscara, era horripilante.

Freder soltó aquel trozo de tela negra y la muchacha se apoderó rápidamente de él.

Freder miró a su alrededor. Los Jardines Eternos brillaban. Los hermosos seres que los ocupaban, si bien ligeramente perdido el control, relucían de limpieza, de cuidados, de abundancia. A todo lo invadía un fresco aroma, el aliento de un jardín cubierto de rocío.

Freder se miró a sí mismo. Como todos los jóvenes en la Casa de los Hijos, vestía la seda blanca que sólo usaban una vez y los suaves y ligeros zapatos de silenciosas suelas.

Miró a sus amigos. Vio a unos seres que jamás se cansaban -a no ser por el deporte-, que jamás sudaban -a no ser por el deporte-, que jamás jadeaban -a no ser por el deporte-. Seres que necesitaban de aquellos juegos alegres para que la comida y la bebida les sentaran bien, para poder dormir a gusto y digerir con facilidad.

Las mesas en las que todos habían comido estaban de nuevo llenas, como siempre, de platos intactos; el vino, dorado o púrpura, frío o natural, se ofrecía generosamente como las amorosas jovencitas. De nuevo sonaba la música, la que se había interrumpido cuando una voz juvenil pronunciara aquellas cinco palabras:

–¡Mirad, éstos son vuestros hermanos!

Y, de nuevo, los ojos fijos en Freder:

–¡Mirad, éstos son vuestros hermanos!

Como si se asfixiara, Freder se puso en pie de un salto; las mujeres con máscara le miraron. Corrió a la puerta. Recorrió los pasillos, bajó las escaleras. Llegó a la entrada.

–¿Quién era esa muchacha?

Un encogimiento de hombros. Perplejidad. Disculpas. El suceso era inexcusable, bien lo sabían los criados. Seguramente habría muchos despedidos. El mayordomo estaba pálido de cólera.

–No deseo -dijo Freder, mirando al espacio- que nadie sufra por lo sucedido. No hay que despedir a nadie, no lo quiero.

El mayordomo se inclino en silencio. Estaba acostumbrado a los caprichos en la Casa de los Hijos.

–¿Quién es la muchacha? ¿Es que nadie puede decírmelo?

No. Nadie. ¿Y si se llevara a cabo una investigación?

Freder permanecía en silencio. Pensaba en Slim. Agitó la cabeza. Primero lentamente, luego con violencia. No… No se envía a una jauría a la caza de una corza blanca y sagrada.

–Nadie debe investigar acerca de ella -dijo con voz monótona.

Sintió la mirada vacía de aquel criado en su rostro. Se sentía ahora pobre y sucio. Con una angustia que inundó su cuerpo como si tuviera veneno en las venas, salió de la Casa. Se dirigió a la suya como si marchara hacia el exilio. Se encerró en su cuarto y se sumergió en el trabajo.

Por las noches se aferraba a su instrumento, y obligaba a bajar hasta él la monstruosa soledad de Júpiter y Saturno. Nada podía ayudarle, ¡nada! En una agonizante omnipresencia se alzaba ante su visión el rostro único: el rostro austero de la virgen, el rostro dulce de la madre.

Y una voz hablaba:

–¡Mira, éstos son tus hermanos!

La gloria de los cielos desaparecía, y nada significaba la borrachera del trabajo; y el rugido que brotaba del mar no podía borrar la suave voz de la muchacha:

–¡Mira, éstos son tus hermanos!

Dios mío, Dios mío…

Con un esfuerzo penoso y violento, Freder giró en redondo y se dirigió a su máquina. Una expresión de alivio cruzó su rostro cuando miró aquella creación brillante que le esperaba sólo a él, y en la que no había un solo eslabón de acero, un remache, un muelle que él no hubiera calculado y creado.

La criatura no era grande, y su fragilidad se acentuaba debido a la amplitud de la habitación y a la potente luz de sol que la iluminaba. Pero el suave lustre del metal y la grácil curva con la que, aun en su inmovilidad, el cuerpo poderoso parecía tensarse a punto de saltar, le prestaban algo de la pureza divina de un animal hermoso y sin mácula, que carece totalmente de temor porque se sabe invencible.

Freder acarició su creación. Apretó la cabeza suavemente contra la máquina. Con afecto inefable tocó sus miembros, fríos y flexibles.

–Esta noche -dijo- estaré contigo. Estaré totalmente envuelto por ti. En ti pondré mi vida y sabré si puedo hacerte vivir. Tal vez sienta tu latir, y el despertar del movimiento en tu cuerpo controlado. Tal vez sienta el vértigo cuando te lances a tu elemento sin límites llevándome contigo, a mí, al hombre que te hizo, por el inmenso mar de medianoche. Las siete estrellas estarán sobre nosotros, y la triste belleza de la luna. El monte Everest será una colina a nuestros pies. Tú me llevarás y yo sabré. Me llevarás tan alto como yo desee.

Se detuvo, cerrando los ojos. El temblor que recorría su cuerpo era compartido, como una emoción, por la máquina silenciosa.

–Pero quizá -continuó sin alzar la voz-, quizás observes, mi amada creación, que ya no eres mi único amor. Nada en la tierra es más vengativo que los celos de una máquina que se juzga desdeñada. Sí, lo sé, sois amantes imperiosas: «no tendrás otros dioses más que a mí». ¿Tengo razón? Un pensamiento que se aleje de ti, e inmediatamente lo adviertes y te vuelves perversa.

»¿Cómo podría ocultarte que no todos mis pensamientos están contigo? No puedo evitarlo, creación mía. He sido embrujado. Aprieto mi frente contra ti y mi frente anhela las rodillas de una muchacha cuyo nombre ni tan siquiera conozco…

Calló, retuvo el aliento. Alzó la cabeza y escuchó.

Cientos, miles de veces había oído el mismo sonido en la ciudad. Pero jamás había sabido comprender.

Era un sonido inmensamente glorioso y arrobador. Más profundo y más poderoso que ningún otro sonido sobre la tierra. La voz del océano embravecido, la voz de los torrentes al despeñarse, la voz del trueno muy cercano quedarían ahogadas por aquel estruendo de Behemoth. Sin ser agudo penetraba todos los muros y, mientras duraba, todas las cosas parecían girar en él. Era omnipresente, pues venía de las alturas y de las profundidades; y era hermoso y horrible, pues era una orden a la que nadie podía resistirse.

Estaba muy por encima de la ciudad. Era la voz de la ciudad.

Metrópolis alzaba su voz. Las máquinas de Metrópolis rugían: pedían alimento.

Freder abrió de par en par las puertas de cristal. Las sintió vibrar como las cuerdas al impulso del arco. Salió a la estrecha galería que rodeaba el edificio, casi el más alto de Metrópolis. El sonido rugiente le recibió, le envolvió, sin terminar nunca. Tan grande como era Metrópolis, y en los cuatro ángulos de la ciudad se percibía por igual el rugir de la orden.

Freder contempló sobre la ciudad el edificio conocido en el mundo como la Nueva Torre de Babel. El centro neurálgico de esta Nueva Torre de Babel albergaba al hombre que era, él mismo, el cerebro de Metrópolis.

Mientras el hombre que allí moraba -que no era más que trabajo, que despreciaba el sueño, que comía y bebía mecánicamente- pulsara con sus dedos la placa de metal azul que jamás otro hombre había tocado, la voz de la ciudad-máquina de Metrópolis seguiría rugiendo y pidiendo alimento, alimento, alimento…

Y quería hombres vivos como alimento.

Entonces, el alimento humano empezó a llegar en masa. Por la calle venía, por su propia calle que nunca se cruzaba con la de los demás. Era una corriente amplia e interminable. Una corriente de doce hombres en fondo. Caminaban con paso monótono y acompasado. Hombres, hombres, hombres… Todos con el mismo uniforme: del cuello a los tobillos algodón azul oscuro, los pies calzados con unos zapatones groseros, el pelo apretadamente recogido bajo una misma gorra negra.

Y todos tenían el mismo rostro. Y todos parecían tener la misma edad. Avanzaban con la cabeza humillada, y mecánicamente ponían un pie delante del otro. Las puertas abiertas de la Nueva Torre de Babel, el centro-máquina de Metrópolis, los engullían.

Hacia ellos venía otra procesión: el material ya usado. Se extendía en una corriente amplia e interminable. Una corriente de doce hombres en fondo, hombres, hombres, hombres… Todos con el mismo uniforme, del cuello a los tobillos algodón oscuro, los pies calzados con los mismos zapatones groseros, el pelo apretadamente recogido bajo la misma gorra negra.

Y todos tenían el mismo rostro. Y todos parecían tener mil años. Caminaban con los brazos inertes, con la cabeza inclinada. Mecánicamente avanzaban, primero un pie, luego el otro. Las puertas abiertas de la Nueva Torre de Babel, el centro-máquina de Metrópolis, vomitaban masas de hombres a la par que las iban tragando.

Cuando el alimento fresco hubo desaparecido por las puertas, aquel clamor rugiente desapareció. En el silencio que se impuso se hizo perceptible de nuevo el zumbido incesante de la gran metrópoli. El hombre que era el gran cerebro había dejado de apoyar los dedos sobre la placa azul de metal.

Dentro de diez horas permitiría que el monstruo rugiera de nuevo. Y de nuevo otras diez horas después. Y siempre lo mismo, y siempre lo mismo, sin olvidar jamás esa ley implacable. Metrópolis no sabía cuándo era domingo. Metrópolis no conocía días santos, ni vacaciones.

Metrópolis tenía la catedral más sacrificada del mundo, una hermosa joya de estilo gótico. Según las viejas crónicas, la Virgen coronada de estrellas que se alzaba sobre su torre sonreía como una madre, cubierta con su manto dorado y mirando hacia abajo, muy abajo, hacia los tejados rojos; y los únicos compañeros de la graciosa imagen eran las tórtolas que solían anidar en las gárgolas, y las campanas, que llevaban los nombres de los cuatro arcángeles.

La más hermosa de ellas era la campana San Miguel. Se decía que el maestro que la hizo se condenó por su culpa, ya que fundió plata que había robado -consagrada y no consagrada- en el cuerpo de la campana. Como premio de su obra sufrió, en el lugar de las ejecuciones, el terrible suplicio de la rueda. Pero murió extraordinariamente feliz, pues la campana San Miguel dejó escuchar su sonido mientras él moría, y su sonido era tan maravilloso, tan conmovedor, que todos comprendieron que los santos habían perdonado al pecador, ya que las campanas celestiales tocaban al recibirle.

Las campanas seguían sonando con sus antiguas voces metálicas, pero cuando rugía Metrópolis, hasta la misma San Miguel enronquecía. La Nueva Torre de Babel y los demás edificios alzaban sus moles sombrías muy por encima de la aguja de la catedral; tanto, que las jovencitas que trabajaban en los talleres y emisoras de radio habían de mirar muy hacia abajo, desde las ventanas del piso treinta, para ver a la Virgen coronada de estrellas; de la misma manera que ella, en la antigüedad, miraba los tejados rojos. En lugar de tórtolas, máquinas voladoras pasaban sobre la cúpula de la catedral y sobre la ciudad, posándose en los tejados desde los cuales, por la noche, columnas brillantes y círculos luminosos indicaban el curso del vuelo y los puntos de aterrizaje.

El Amo de Metrópolis había considerado en más de una ocasión la conveniencia de que se derribara la catedral, puesto que era inútil y obstruía el tráfico de aquella ciudad de cincuenta millones de habitantes. Pero la pequeña y vehemente secta de los góticos, cuyo líder era Desertus -medio monje, medio fanático- había pronunciado un juramento solemne: si una mano de la malvada ciudad de Metrópolis se atrevía siquiera a tocar una sola piedra del templo, ellos no descansarían hasta que la malvada ciudad de Metrópolis se convirtiera en un montón de ruinas a los pies de la catedral.

El Amo de Metrópolis solía tomar venganza de las amenazas, que constituían la sexta parte de su correo diario. Pero no tenía interés en luchar contra unos oponentes a quienes rendiría un servicio si los destrufa por su fe. El gran cerebro de Metrópolis -un ser que desconocía el sacrificio de un deseo- sabía el poder incalculable que los sacrificados y mártires tenían sobre sus seguidores. Además, la demolición de la catedral no era todavía una cuestión tan urgente como para iniciar el cálculo de los gastos; aunque, cuando llegara el momento, el coste de la demolición de la catedral quizá superara el de la construcción de Metrópolis. Los góticos eran ascéticos, y el Amo de Metrópolis sabía por experiencia que se compra más barato a un multimillonario que a un asceta.

Freder se preguntó, con un extraño sentimiento de amargura, por cuánto tiempo le permitiría el gran Amo de Metrópolis seguir contemplando la catedral en los días libres de niebla y lluvia. Cuando el sol se hundia en el horizonte, y las casas se convertían en montañas y las calles en valles; cuando la corriente de luz, que siempre parecía helada, surgía de todas las ventanas, de los muros, de las casas, de los tejados y del corazón de la ciudad; cuando se iniciaba el parpadeo silencioso de los anuncios eléctricos; cuando los reflectores, con todos los colores del arco iris, empezaban a funcionar en torno a la Nueva Torre de Babel; cuando los autobuses se convertían en cadenas continuas de monstruos despidiendo rayos y los coches más pequeños en peces luminosos que corrían en un mar profundo; cuando, desde el puerto invisible del ferrocarril subterráneo, surgía el brillo metálico que era devorado por las sombras…, la catedral seguía alzándose allí, en su infinito océano de luz que disolvía todas las formas al vencerlas, el único objeto oscuro, negro y persistente que parecía, con su ligereza, desprenderse de la tierra, alzarse más y más hasta convertirse, en aquel torbellino de luz tumultuosa, en el único objeto en reposo y digno de respeto.

Pero la Virgen en la punta de la torre tenía su luz propia: la de las estrellas, y parecía posada -libre de la negrura de la piedra- en la curva de plata de la luna.

Freder nunca había visto el rostro de la Virgen y, sin embargo, lo conocía tan bien que podría haberlo dibujado: el rostro austero de la Virgen, el dulce rostro de la Madre.

Se inclinó, aferrándose a la barandilla de hierro con las palmas ardientes de sus manos.

–Mírame, Virgen -suplicó-. Madre, ¡mírame!

El brillo de un reflector le hirió en los ojos, obligándole a cerrarlos furioso. Un cohete silbó por el aire dejando caer sobre el pálido crepúsculo de la tarde una palabra: Yoshiwara.

Los siete colores del arco iris brillaban, fríos y fantasmales, en círculos que giraban silenciosos. La enorme esfera del reloj de la Nueva Torre de Babel estaba bañada por el fuego cruzado de los reflectores. Y por encima, desde el pálido cielo de aspecto irreal, relucía la palabra: Yoshiwara.

Los ojos de Freder se clavaron en el reloj de la Nueva Torre de Babel, en el que los segundos chispeaban con luz propia. Calculó el tiempo que había transcurrido desde que la voz de Metrópolis rugiera pidiendo su alimento. Sabía que detrás de aquella esfera que relucía en la Nueva Torre de Babel había una habitación amplia y desnuda con estrechas ventanas, con cuadros de mandos a todo lo ancho y lo alto de los muros, y en el centro la mesa de mando, el instrumento más ingenioso diseñado por el Amo de Metrópolis, instrumento cuyo manejo le estaba absolutamente reservado.

Sentado ante ella, la personificación del gran cerebro: el Amo de Metrópolis. A su derecha, la sensible placa de metal azul, hacia la que extendería la mano derecha con la seguridad infalible de una máquina perfecta cuando hubieran pasado a la eternidad los segundos necesarios para que Metrópolis rugiera otra vez pidiendo alimento, alimento, alimento…

En ese momento, Freder se vio vencido por la persistente obsesión de que perdería la razón si hubiera de escuchar de nuevo la voz de Metrópolis. Y, convencido de la inutilidad de su búsqueda, abandonó el espectáculo de aquella ciudad borracha de luz y fue en busca del Amo de Metrópolis, Joh Fredersen, su padre.

2

El centro cerebral de la Nueva Torre de Babel estaba poblado por números.

Desde una fuente invisible, los números se deslizaban rítmicamente por el aire refrigerado de la habitación y venían a depositarse, como en una vasija, sobre la mesa en la que trabajaba el gran Amo de Metrópolis, donde se materializaban merced a los lápices de sus secretarios: ocho jóvenes que, aun sin serlo, se parecían como hermanos. Rígidos como estatuas, al escribir sólo movían los dedos de la mano derecha. Sin embargo, cada uno de ellos, con la frente cubierta de sudor y los labios entreabiertos, parecía la personificación del desaliento.

Ninguna cabeza se alzó a la entrada de Freder, ni siquiera la de su padre.

Bajo el tercer altavoz se encendió una lámpara. Rojo-blanco. Nueva York habló.

Joh Fredersen comparaba las cifras de los informes vespertinos de la Bolsa con las listas que tenía ante él. Sólo una vez se oyó su voz inflexible:

–Un error. Repitan la investigación.

El primer secretario tembló y se inclinó todavía más; luego se levantó y se retiró en silencio. La ceja izquierda de Joh Fredersen se alzó una pizca al seguir con la mirada a la ñgura que se retiraba… mientras le fue posible sin tener que volver la cabeza.

Una línea de castigo, fría y concisa, tachó un nombre.

La lámpara rojo-blanco brilló de nuevo. Habló la voz. Siguieron cayendo los números en la gran habitación, en el centro cerebral de Metrópolis.

Freder permanecía en pie junto a la puerta, inmóvil. Ignoraba si su padre le había visto. Siempre que entraba en aquella habitación volvía a sentirse un niño de diez años, inseguro frente a aquella voluntad poderosa y concentrada que se llamaba Joh Fredersen, su padre.

El primer secretario pasó ante él, saludándole silenciosa y respetuosamente; parecía un competidor derrotado que abandona la carrera. El pálido rostro del joven se inclinó un instante ante los ojos de Freder como una máscara grande y blanca. Luego desapareció.

Los números seguían cayendo en la habitación.

Una silla había quedado vacía. En las otras siete, siete hombres sentados seguían la pista a los números que surgían incesantemente de lo invisible.

Se iluminó una lámpara, rojo-blanco.

Habló Nueva York.

Se iluminó una lámpara, verde-blanco.

Londres empezó a hablar.

Freder miró el reloj frente a la puerta, que dominaba todo el muro como una rueda gigantesca. Era el mismo reloj que, desde las alturas de la Nueva Torre de Babel, iluminado por los reflectores, desgranaba sus segundos brillantes como chispas sobre la gran Metrópolis.

La cabeza de Joh Fredersen se recortaba contra él. Era como un halo terrible rodeando al cerebro de Metrópolis.

Los reflectores giraban en un delirio de color contra las estrechas ventanas que llegaban del suelo al techo. Cascadas de luz chocaban contra los cristales. Fuera, al pie de la Nueva Torre de Babel, bullía Metrópolis. Pero en esta habitación no se oía más que el sonido de los números que caían incesantemente.

El proceso Rotwang había fabricado muros y ventanas a prueba de sonido.

En esta habitación que estaba al mismo tiempo coronada y dominada por la poderosa máquina del tiempo, el reloj, que sólo indicaba números, nada tenía significado sino los números. El hijo del gran Amo de Metrópolis comprendió que, mientras los números siguieran cayendo de lo invisible, ninguna palabra que viniera de una boca visible y no fuera un número recibiría la menor atención.

Por lo tanto siguió de pie, mirando fijamente la cabeza de su padre, observando cómo la manecilla monstruosa del reloj que avanzaba inevitablemente -como una hoz, como una guadaña que cosechara el tiempo- pasaba sobre su cabeza sin dañarle y subía, por la esfera cubierta de números, hasta caer de nuevo para repetir su golpe.

Al fin se apagó la luz rojo-blanco. Cesó una voz.

Luego se apagó también la luz verde-blanco.

Silencio.

Las manos que escribían se detuvieron y, por espacio de un breve instante, todos siguieron sentados como paralizados, relajados, exhaustos. Luego la voz de Joh Fredersen dijo, con seca amabilidad:

–Gracias. Hasta mañana -y, sin volverse:-. ¿Qué quieres, hijo mío?

Los siete desconocidos dejaron la habitación, ahora silenciosa. Freder avanzó entonces hasta su padre, cuya mirada barría las listas de los números recién llegados. Los ojos de Freder se clavaron en la placa azul de metal, junto a la mano derecha de su padre.

–¿Cómo supiste que era yo? – preguntó suavemente.

Joh Fredersen no le miró. Aunque en su rostro había aparecido una paciente expresión de orgullo al oír la pregunta de su hijo, no había perdido nada de su concentración. Miró el reloj. Sus manos se deslizaron sobre el cuadro de mandos; sin el menor sonido iba enviando sus órdenes a los hombres que esperaban.

–Se abrió la puerta. Nadie fue anunciado. Y nadie llega hasta mí sin ser anunciado. Sólo mi hijo.

Una luz bajo el cristal. Una pregunta. Joh Fredersen apagó la luz. El primer secretario entró y se acercó al Amo de Metrópolis.

–Tenía razón. Era un error. Ya ha sido rectificado -expuso, con voz inexpresiva.

–Gracias -ni una mirada, ni un gesto-. Se ha ordenado al banco que le pague su sueldo. Buenas noches.

El joven quedó inmóvil. Tres, cuatro, cinco, seis segundos pasaron en la gigantesca máquina del tiempo. Dos ojos vacíos ardían en el rostro ceniciento del joven, imprimiendo su marca de temor en la visión de Freder.

Uno de los hombros de Joh Fredersen se alzó imperceptiblemente.

–Buenas noches -contestó el joven, con tono ahogado. Salió.

–¿Por qué le has despedido, padre? – preguntó el hijo.

–Ya no me sirve -dijo Joh Fredersen, todavía sin mirarle.

–¿Por qué no, padre?

–No me sirven las personas que se sobresaltan si uno habla con ellas -dijo el Amo de Metrópolis.

–Quizá se sienta enfermo. Tal vez esté preocupado por alguien que le es muy querido.

–Es posible. También es posible que siga bajo los efectos de una noche demasiado larga en Yoshiwara. Freder, deja de suponer que los demás son buenos e inocentes, que son víctimas, sólo porque sufren. El que sufre ha pecado, contra él mismo y contra otros.

–¿Tú no sufres, padre?

–No.

–¿Estás completamente libre de pecado?

–Ya ha pasado para mí el tiempo del pecado y el sufrimiento, Freder.

–Y si este hombre ahora…, nunca he visto tal cosa, pero… creo que otros hombres que resolvieron poner fin a su vida salieron de una habitación como él…

–Quizá.

–Y si mañana supieras que había muerto, ¿eso te dejaría impasible?

–Sí.

Freder guardó silencio.

La mano de su padre se deslizó sobre una palanca y la bajó. Las lámparas blancas de todas las habitaciones que rodeaban el centro cerebral de la Nueva Torre de Babel se apagaron. El Amo de Metrópolis había informado a su mundo circular que no deseaba ser molestado sin una causa urgente.

–No puedo tolerar -continuó- que un hombre que trabaja en unión conmigo, a mi derecha, renuncie a la única gran ventaja que posee sobre la máquina.

–¿Cuál es esa ventaja, padre?

–La de deleitarse en el trabajo -respondió el Amo de Metrópolis.

Freder se pasó la mano por los cabellos, de un rubio sedoso. Abrió los labios como si fuera a decir algo pero siguió callado.

–¿Supones acaso -continuó Joh Fredersen- que necesito los lápices de mis secretarios para comprobar los informes de la bolsa americana? Las tablas índice de las comunicaciones transoceánicas Rotwang son cien veces más dignas de confianza y más rápidas que los cerebros y las manos de mis empleados. Pero, mediante la exactitud de la máquina, puedo medir la exactitud de los hombres; y gracias al aliento de la máquina, la fuerza de los pulmones de los hombres que compiten con ella.

–Y el hombre que acabas de despedir y que está condenado (ya que ser despedido por ti, padre, significa caer al fondo), perdió su aliento, ¿no es cierto?

–Sí.

–Porque era un hombre y no una máquina.

–Porque negó su humanidad ante la máquina.

Freder alzó la cabeza, profundamente turbados los ojos.

–No te comprendo ahora, padre -dijo, dolorido.

La expresión de paciencia se acentuó en el rostro de Joh Fredersen.

–Ese hombre -dijo suavemente- era mi primer secretario. El salario que recibía era ocho veces superior al del último. Lo cual le exigía realizar ocho veces más. Para mí, no para él. Mañana el quinto secretario ocupará su lugar. En una semana, y gracias a él, el trabajo de los otros cuatro será superfluo. Ese hombre sí me es útil.

–Porque te ahorra cuatro hombres.

–No, Freder. Porque se deleita en el trabajo de los otros cuatro. Porque se lanza de lleno a su trabajo, se lanza a él con tanto deseo como si fuera una mujer.

Freder guardó silencio. Joh Fredersen miró fijamente a su hijo.

–¿Te ha servido de alguna experiencia? – preguntó.

La triste mirada del muchacho se perdió en el espacio. Una luz intermitente, blanca y violenta, chocaba contra las ventanas y, en los intervalos de oscuridad, dejaba ver el cielo, que se extendía como un manto de terciopelo negro sobre Metrópolis.

–No lo sé con certeza -dijo Freder, dubitativo-, aunque, por primera vez en mi vida, creo haber comprendido el ser de una máquina…

–Eso significaría muchísimo -contestó el Amo de Metrópolis-, pero probablemente te equivocas, Freder. Si realmente hubieras comprendido el ser de una máquina, no te sentirías tan turbado.

Freder dirigió lentamente la mirada -y la impotencia de su incomprensión- hacia su padre.

–¿Cómo podría nadie por menos que sentirse turbado -preguntó- si, como yo, viene a ti a través de las salas de las máquinas, a través de las gloriosas salas de tus gloriosas máquinas, y ve las criaturas que están encadenadas a ellas por las leyes de la eterna vigilancia, sin poder alzar la vista?

Se detuvo. Tenía los labios secos como el polvo.

Joh Fredersen se echó atrás en la silla. No había apartado la mirada de su hijo, y seguía contemplándole intensamente.

–¿Por qué viniste a mí a través de las salas de las máquinas? – preguntó serenamente-. No es el camino mejor, ni el más conveniente.

–Deseaba -respondió el hijo, escogiendo cuidadosamente sus palabras-, aunque sólo fuera por una vez, mirar los rostros de estos hombres, estos hombres cuyos hijos son mis hermanos, cuyas hijas son mis hermanas…

Joh Fredersen, con los labios muy apretados, pareció meditar unos instantes. El lápiz que sostenía entre los dedos golpeó rítmicamente el borde de la mesa. Su mirada pasó de Freder al brillo parpadeante de los segundos en el reloj, para fijarse de nuevo en su hijo.

–¿Y qué descubriste? – preguntó.

Segundos, segundos, segundos de silencio. Luego fue como si el hijo, desarraigándose, desgarrando todo su ego, se arrojara con un gesto de total sinceridad hacia su padre. Sin embargo, seguía inmóvil, la cabeza un poco inclinada, hablando suavemente, como si cada palabra se ahogara en sus labios:

–¡Padre! ¡Ayuda a los hombres que viven ante tus máquinas!

–No puedo ayudarles -dijo el cerebro de Metrópolis-. Nadie puede ayudarles. Están donde deben estar, son lo que deben ser. No sirven para nada más, para ninguna otra cosa.

–Yo no sé para qué sirven -dijo Freder inexpresivamente, y su cabeza se desplomó con gesto brusco sobre el pecho-. Sólo sé lo que vi, y cuan horrible fue. Atravesé las salas de las máquinas; eran como templos. Todos los grandes dioses vivían en templos blancos. Vi a Baal y a Moloc, a Huitzilopochtli y a Durgha. Algunos, rodeados por una multitud; otros, terriblemente solitarios. Vi el carro divino de Juggernaut, y las Torres del Silencio, la cimitarra de Mahoma, y las cruces del Gólgota. Y todo máquinas, máquinas, máquinas que vivían su vida divina, confinadas en pedestales como las deidades en los tronos de sus templos. Sin ojos, pero viéndolo todo; sin oídos, pero oyéndolo todo; sin voz, y sin embargo agitando el aire de los templos con el aliento eterno de su vitalidad.

»Y junto a las máquinas-dioses, sus esclavos: los hombres, hombres atrapados entre la multitud y la soledad de la máquina. No tienen cargas que llevar; la máquina las lleva. No tienen que alzar y que empujar; eso lo hace la máquina. Cada uno en su sitio, cada uno ante su máquina, sólo deben hacer una cosa, repetir eternamente lo mismo: en el instante preciso, el gesto preciso; siempre la misma palanca en el segundo exacto. Tienen ojos, pero están ciegos a no ser para un punto: la escala del manómetro. Tienen oídos, pero están sordos a no ser para un sonido: el siseo de la máquina. Vigilan y vigilan, sin otro pensamiento que esta obsesión: si descuidaran su vigilancia, la máquina despertaría de su sueño aparente y se desbocaría hasta hacerse pedazos. Y la máquina, que no tiene inteligencia, con su vigilancia intensa absorbe el cerebro paralizado de su vigilante. Y no se detiene nunca; sigue absorbiendo, y no se detiene, hasta que aquel cerebro agotado rige un cuerpo que ya no es un hombre ni una máquina, sino algo seco, vacío, desolado. Y la máquina que ha absorbido y devorado la médula espinal y el cerebro del hombre y le ha vaciado el cráneo con la lengua suave de su largo y callado siseo, brilla, aceitada, hermosa, infalible, en su círculo de luz plateada. Baal y Moloc, Huitzilopochtli y Durgha.

»Y tú, padre, tú, pulsas la placa de metal azul con tu mano derecha y tu grande, gloriosa y terrible ciudad de Metrópolis ruge proclamando que tiene hambre de nuevos cerebros humanos, y entonces el alimento vivo penetra como una corriente en las salas de las máquinas que son como templos, y los que ya han sido usados son arrojados afuera…

Su voz se quebró. Apretó los puños salvajemente y miró a su padre.

–¡Y todos son seres humanos!

–Por desgracia, sí -la voz del padre resonaba en los oídos de su hijo como si le hablara tras siete puertas cerradas-. Que los hombres se agoten tan rápidamente ante las máquinas, Freder, no prueba la crueldad de la máquina, sino la deficiencia del material humano. El hombre es el producto del cambio, Freder. Un ser definitivo, para siempre. Si está malformado, no puede ser devuelto al horno de fundición: hay que utilizarlo tal como es. Y se ha demostrado estadísticamente que la capacidad del obrero no intelectual disminuye mes a mes.

Freder se rió. La risa salió tan seca, tan amarga de sus labios, que Joh Fredersen alzó violentamente la cabeza mirando a su hijo con los párpados semicerrados. Lentamente alzó las cejas.

–¿Y no temes, padre, suponiendo que las estadísticas sean correctas y que la degeneración del hombre progrese rápidamente, que un día se acabe el alimento para las máquinas devoradoras de hombres y que el Moloc de cristal, goma y acero, el Durgha de aluminio con venas de platino, habrán de morirse de hambre?

–Podría ser -repuso el cerebro de Metrópolis.

–¿Y entonces?

–Para entonces -respondió el cerebro de Metrópolis- ya se habrá descubierto un sustituto para el hombre.

–¿El hombre mejorado, quieres decir? ¿El hombre-máquina?

–Quizás -asintió el cerebro de Metrópolis.

Freder se apartó el cabello húmedo de la frente. Venas azules se destacaban nítidas en sus sienes. Se inclinó; su aliento llegaba hasta su padre.

–Entonces escucha siquiera esto, padre. Encárgate de que el hombre-máquina no tenga cabeza o por lo menos no tenga rostro, o dale un rostro que sonría siempre, o un rostro de Arlequín, o un visor opaco. ¡Que nadie se horrorice al mirarle! Porque cuando pasé hoy por las salas de las máquinas, vi a los hombres que vigilan tus máquinas. Y me reconocieron; y yo les saludé, uno tras otro. Pero nadie me devolvió el saludo. Las máquinas mantenían sus nervios en una tensión extrema. Y cuando les miré muy de cerca, padre, tan de cerca como ahora te miro a ti, me estaba viendo a mí mismo. Cada hombre esclavizado ante tus máquinas, padre, tiene mi rostro, tiene el rostro de tu hijo.

–Entonces también el mío, Freder, ya que somos iguales -dijo el Amo de la gran Metrópolis.

Miró el reloj y extendió la mano. En todas las habitaciones que rodeaban el centro cerebral de la Nueva Torre de Babel se encendieron las lámparas blancas.

–¿Y no te llena de horror -preguntó el hijo- conocer tantas sombras, tantos fantasmas que trabajan en tu obra?

–Ya ha pasado para mí el tiempo del horror, Freder.

Entonces, Freder dio la vuelta y se marchó a tientas, como un ciego.

Se detuvo en una habitación que le pareció extraña y helada. Formas humanas se levantaron de las sillas en las que habían estado esperando y se inclinaron ante el hijo de Joh Fredersen, el Amo de Metrópolis. Freder sólo reconoció a uno: era Slim. Vacilante, como si aún no supiera su camino, correspondió a los que le habían saludado.

Slim se deslizó al encuentro de Joh Fredersen, que había enviado a buscarle. El Amo de Metrópolis estaba de pie junto a la ventana, de espaldas a la puerta.

–Espera -ordenó, sin volverse.

Slim no se movió. Su respiración era inaudible y sus párpados se cerraron. Hubiérase dicho que dormía, de no ser por el tenso rictus de su boca que traicionaba una expectante concentración.

Los ojos de Joh Fredersen vagaron sobre Metrópolis: un mar rugiente y agitado, con espuma de luces. En aquellas oleadas, en aquellas cascadas de luz, en el juego confuso de los colores de las torres en movimiento, luz y brillo, Metrópolis parecía hacerse transparente. Las casas, recortadas en conos y cubos por las guadañas en movimiento de los reflectores, brillaban, parecían alzarse, descender, danzar al compás de la luz que acariciaba sus flancos como fina lluvia. Las calles reflejaban el brillo esplendente y también relucían, con todo cuanto circulaba sobre ellas; una corriente incesante que lanzaba chorros de luz. Sólo la catedral, con la Virgen coronada de estrellas en lo alto de la torre, se alzaba imponente allá abajo, en la ciudad, como un gigante negro que durmiera víctima de un encantamiento.

Joh Fredersen se volvió lentamente y miró a Slim, quien le saludó de pie aún junto a la puerta. Fredersen cruzó en silencio la amplia habitación, caminando lentamente hasta llegar a su lado. Allí, de pie ante él, le clavó la mirada y fue como si atravesara su cuerpo con los ojos, llegando hasta su más íntimo yo.

Slim aguantó sin titubeos aquel intenso escrutinio. Joh Fredersen dijo, hablando con gran suavidad:

–A partir de ahora, quiero ser informado de todos los movimientos de mi hijo.

Tras una respetuosa inclinación, Slim abandonó en silencio la sala.

Pero no encontró al hijo de su gran amo donde le dejara. Ni estaba destinado a encontrarlo.

3

El hombre que fuera primer secretario de Joh Fredersen se hallaba en una cabina del Pater Noster, el ascensor que jamás se detenía y que, como una noria de infinitos cangilones, dragaba la Nueva Torre de Babel. Apoyada la espalda contra el tabique de madera, el hombre hacía por enésima vez su recorrido por la casa blanca y llena de sonidos: desde lo más alto del tejado a las profundidades del sótano, y vuelta a empezar.

La gente, que entraba y salía apresurada, no le prestaba la menor atención. Uno o dos le reconocieron, desde luego, pero nadie veía en las gotas de sudor que perlaban sus sienes otra cosa que no fuera un ansia similar a la suya por ganar unos segundos. Muy bien. Esperaría hasta que todos lo supieran, hasta que le cogieran y le sacaran del cubículo. ¿Por qué ocupas aquí un espacio, idiota, si tienes tanto tiempo? Baja lentamente por las escaleras, utiliza las salidas de incendios.

Con el rostro tenso, siguió allí apoyado y esperó.

Ahora, al surgir de nuevo de las profundidades alzó la mirada y, estupefacto, vio al hijo de Joh Fredersen. Por una fracción de segundo ambos se miraron a los ojos, y en ambas miradas se reflejaba la desesperación más profunda. Indiferente, el ascensor siguió su camino; pero en el descenso el hijo de Joh Fredersen se hallaba aguardando y, de un paso, estuvo junto al hombre cuya espalda parecía clavada en la pared de madera.

–¿Cómo te llamas? – le preguntó amablemente.

Una vacilación al aspirar el aliento; luego la respuesta sonó expectante:

–Josafat.

–¿Qué harás ahora, Josafat?

Bajaban. Bajaban. Cuando pasaron por el gran vestíbulo -cuyas enormes ventanas daban a la calle cortada por puentes amplios y ostentosos-, Freder vio, al alzar la cabeza, delineada contra la negrura del cielo, la palabra que caía: Yoshiwara.

Habló como si le tendiera ambas manos, como si cerrara los ojos al hablar.

–¿Quieres venir a mí, Josafat?

Una mano se estremeció como un pájaro asustado.

–¿Yo? – vaciló el desconocido.

–Sí, Josafat.

La voz joven rebosaba amabilidad. Bajaban. Bajaban. Luz, oscuridad; luz, oscuridad.

–¿Quieres venir a mí, Josafat?

–¡Sí! – exclamó el desconocido, con un fervor incomparable-. ¡Sí, quiero!

Habían bajado a la luz. Freder le tomó del brazo y le ayudó a abandonar el gran ascensor de la Nueva Torre de Babel, infundiéndole ánimos cada vez que vacilaba.

–¿Dónde vives, Josafat?

–Bloque noventa. Casa siete. Séptimo piso.

–Entonces ve a casa, Josafat. Tal vez acuda yo allí personalmente, o quizá te envíe un mensajero que te traiga a mí. No sé lo que ocurrirá en las próximas horas, pero, si puedo impedirlo, no quiero que ningún hombre que yo conozca consuma toda una noche mirando al techo hasta que éste parezca ir a derrumbarse sobre él.

–¿Qué puedo hacer por usted? – preguntó el hombre.

Freder sintió la intensa presión de su mano. Sonrió. Agitó la cabeza.

–Nada. Vete a casa, tranquilízate y espera. Mañana será otro día, y espero que mejor.

El hombre le soltó la mano y se alejó.

Freder le siguió con la mirada y vio como aquél se detenía, se volvía para observarle por última vez y asentía con una expresión tan vehemente, tan incondicional, que la sonrisa murió en sus labios.

–Sí, hombre -dijo Freder-. ¡Te tomo la palabra!

El Pater Noster zumbaba a sus espaldas. Las cabinas, como cangilones de una draga, recogían hombres y los soltaban. Pero el hijo de Joh Fredersen no los veía. Rodeado por quienes luchaban por ganar unos segundos, él permanecía inmóvil, escuchando cómo rugía en sus revoluciones la Nueva Torre de Babel. El rugido le parecía ahora el sonido de una de las campanas de la catedral, la voz metálica de la campana San Miguel. Pero una canción latía por encima de ella, muy dulce, muy alta. Y su corazón juvenil exultaba en aquella canción.

–¿He hecho tu voluntad por primera vez, oh gran mediadora de la piedad? – preguntó, en medio del estruendo de la voz de la campana.

Pero no le llegó respuesta, y siguió su camino.

Cuando Slim entró en casa de Freder para interrogar a los criados acerca del paradero de su amo, el hijo de Joh Fredersen bajaba los escalones que llevaban a la estructura inferior de la Nueva Torre de Babel. Mientras los criados agitaban la cabeza, diciendo a Slim que su dueño no había vuelto a casa, el hijo de Joh Fredersen caminaba hacia los pilares luminosos que le indicaban el camino. Cuando Slim, tras una mirada al reloj, decidió concederle algún tiempo y esperar -ya alarmado, ya conjeturando las diversas posibilidades y cómo enfrentarse a ellas-, el hijo de Joh Fredersen entraba en aquella sala de la que la Nueva Torre de Babel obtenía las energías para sus propias necesidades.

Había vacilado mucho tiempo antes de abrir la puerta, pues una existencia horrible se desarrollaba tras ella. Se oían gemidos, suspiros ahogados, silbidos. Todo el edificio gruñía. Un temblor incesante estremecía los muros y el suelo. Y entre todo eso, no había un solo sonido humano. Solamente las cosas y el aire vacío gemían. En aquella habitación, los hombres tenían los labios impotentes, sellados. Pero Freder iba a entrar allí por el bien de esos hombres.

Cuando abrió la puerta, de par en par, una vaharada ardiente y enrarecida le sofocó y le nubló la vista. La sala estaba débilmente iluminada. El techo, que cabía imaginar pensado para sostener el peso de toda la tierra, parecía amenazar perpetuamente con desmoronarse.

Un débil lamento dificultaba aún más la respiración. Era como si el aliento también participara de aquel gemido.

El aire, que llegaba ya enrarecido tras su paso por los pulmones de la gran Metrópolis, era impulsado mecánicamente hasta aquellas profundidades y atravesaba la sala como una corriente fría, que batallaba fieramente con el calor allí reinante.

En medio de la sala se agazapaba la máquina del Pater Noster. Era como Ganesha, el dios de cabeza de elefante. Cuidadosamente engrasada, toda ella relucía. Sus miembros resplandecían. Bajo el cuerpo encogido y la cabeza hundida en el pecho, sus patas torcidas, semejantes a las de un gnomo, se apoyaban en la plataforma. El tronco y las patas estaban inmóviles, pero los brazos cortos empujaban, impulsaban, atrás y adelante, atrás y adelante. Un pequeño punto luminoso brillaba en la maravilla de las delicadas articulaciones. El suelo de piedra temblaba bajo el impulso de la pequeña máquina, apenas mayor que un niño de cinco años.

Los muros -en cuyo interior ardían los hornos- irradiaban calor. El olor del aceite hirviendo flotaba en espesas oleadas. Ni siquiera el correr incesante del aire renovado podía despejar las emanaciones del aceite. Incluso el agua con que se rociaba la sala tenía la batalla perdida de antemano: nada podía contra la furia de los muros que escupían calor, y se evaporaba antes de que pudiera proteger la piel de los hombres para que no se asaran en aquel infierno.

Los hombres se deslizaban como sombras confusas. Sus movimientos, el silencio de sus pasos inaudibles, tenían algo de la negrura fantasmal de los buceadores en las profundidades marinas. Mantenían los ojos tan abiertos que parecía como si nunca más fueran a cerrarlos.

Junto a la pequeña máquina, en el centro de la sala, se hallaba un hombre; vestía el uniforme de todos los trabajadores de Metrópolis: del cuello a los tobillos algodón azul oscuro, los pies calzados con unos zapatos groseros, el pelo apretadamente recogido bajo la gorra negra. La veloz corriente de aire que cruzaba la sala agitaba los pliegues de su ropa. El hombre mantenía la mano en una palanca y su mirada estaba fija en un reloj cuyas manecillas vibraban como la aguja de una brújula.

Freder cruzó la sala hacia el hombre. Le miró. No conseguía distinguir su rostro. ¿Qué edad tendría? ¿Mil años…, o menos de veinte? El hombre hablaba consigo mismo, con labios trémulos. ¿Qué murmuraba el hombre? ¿Tendría también éste el rostro del hijo de Joh Fredersen?

–¡Mírame! – dijo Freder, inclinándose hacia él.

Pero la mirada del hombre no se separaba del reloj. Y la mano seguía febrilmente aferrada a la palanca. Sus labios balbuceaban frases entrecortadas.

Freder escuchó las palabras, retazos de palabras interrumpidas por la corriente de aire:

–Pater Noster. Eso significa Padre nuestro. ¡Padre nuestro que estás en los cielos! Pero nosotros estamos en el infierno. ¡Padre nuestro! ¿Cómo te llamas? ¿Te llamas Pater Noster, Padre nuestro? ¿O Joh Fredersen? ¿O máquina? ¡Te reverenciamos, máquina, Pater Noster! Venga a nosotros tu reino. Venga a nosotros tu reino, máquina… Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo.

»¿Cuál es Tu voluntad con respecto a nosotros, máquina, Pater Noster? ¿Eres el mismo en el cielo que en la tierra…? Padre nuestro que estás en los cielos; cuando nos llames al cielo, ¿nos ocuparemos de las máquinas de Tu mundo, las grandes ruedas que destrozan los miembros de Tus criaturas, ese gran tiovivo llamado la tierra? ¡Hágase tu voluntad, Pater Noster! El pan nuestro de cada día dánoslo hoy. Muele, máquina, muele la harina para nuestro pan. Se hace el pan con la harina de nuestros huesos. Y perdónanos nuestras deudas. ¿Qué deudas, Pater Noster? ¿La deuda de tener un cerebro y un corazón que tú no tienes, máquina? Y no nos dejes caer en la tentación. No, no nos dejes caer en la tentación de alzarnos contra ti, máquina, porque tú eres más fuerte que nosotros, tú eres mil veces más fuerte que nosotros, y tú siempre tienes razón y nosotros siempre estamos equivocados porque somos más débiles que tú, máquina. Pero líbranos del mal, máquina, líbranos de ti, máquina. Porque tuyo es el reino y el poder y la gloría para siempre. Amén. Pater Noster, Padre nuestro. Padre nuestro que estás en los cielos…

Freder le tocó en el brazo. El hombre se sobresaltó, quedó atónito.

Su mano soltó la palanca y quedó en el aire como un pájaro herido. Abrió la boca de par en par, como si se ahogara. Por un segundo, el blanco de los ojos en aquel rostro rígido fue una visión horrible. Luego, el hombre se desplomó como un muñeco.

Freder lo sujetó al verle caer, y le sostuvo con todas sus fuerzas. Miró a su alrededor: nadie les prestaba la menor atención. Las nubes de vapor, las emanaciones de humo, les rodeaban como una niebla.

Había una puerta cercana. Freder llevó al hombre hasta la puerta y la abrió de un empujón. Conducía a la sala de herramientas. Una caja de embalaje ofrecía un lugar de descanso; Freder apoyó al hombre en ella.

Unos ojos mortecinos le miraron. El rostro al que pertenecían apenas era el de un muchacho.

–¿Cómo te llamas? – preguntó Freder.

–Once mil ochocientos once.

–Quiero saber cómo te llamaba tu madre.

–Georgi.

–Georgi, ¿me conoces?

Junto con el reconocimiento, la conciencia iluminó los ojos del muchacho.

–Sí, te conozco. Eres el hijo de Joh Fredersen, de Joh Fredersen que es el padre de todos nosotros.

–Sí. Por lo tanto soy tu hermano, ¿lo ves, Georgi? Yo oí tu Pater Noster.

El muchacho se alzó, repentinamente aterrado.

–¡La máquina! – se puso violentamente en pie-. ¡Mi máquina!

–Déjala en paz, Georgi, y escúchame.

–¡Alguien ha de estar en la máquina!

–Sí. Alguien ha de estar en la máquina, pero no tú.

–¿Quién entonces?

–Yo.

Unos ojos desorbitados fueron la respuesta.

–Yo -repitió Freder-. ¿Estás dispuesto a escucharme, y podrás acordarte de cuanto te diga? Es muy importante, Georgi.

–Sí -dijo éste, paralizado.

–Vamos a intercambiar nuestras vidas, Georgi. Tú tomarás la mía, y yo la tuya. Yo ocuparé tu lugar ante la máquina; tú saldrás tranquilamente con mis ropas. Nadie me observó cuando vine aquí:; nadie te observará cuando salgas. Sólo has de dominar tus nervios y mantenerte tranquilo. Guárdate de los lugares donde el aire es como una niebla.

»Cuando llegues a la calle, coge mi coche. En mis bolsillos encontrarás dinero más que suficiente. Tres calles más allá, cambia de coche; toma un taxi. Y vuelve a hacerlo después de otras tres calles. Luego ve al Bloque Noventa. En la esquina paga el taxi, y espera hasta que el conductor se haya perdido de vista. Entonces sube al séptimo piso de la Calle siete. Allí vive un hombre llamado Josafat. Tienes que ir a él. Dile que yo te envío. Y espérame, o espera el mensaje que he de enviarte. ¿Lo has entendido, Georgi?

–Sí.

Pero era un «sí» vacío, que parecía contestar a algo más que a la pregunta de Freder.

Poco después, el hijo de Joh Fredersen, el Amo de la gran Metrópolis, estaba ante la máquina que era como Ganesha, el dios de cabeza de elefante. Llevaba el uniforme de todos los obreros de Metrópolis: del cuello a los tobillos algodón azul oscuro, los pies calzados con zapatones groseros, el pelo apretadamente recogido bajo una gorra negra.

Tenía la mano en la palanca y los ojos fijos en el reloj, cuyas manecillas vibraban como la aguja de una brújula. La veloz corriente de aire agitaba los pliegues de su ropa.

Entonces sintió que lenta, angustiosamente, el temblor incesante del piso, los muros en los que silbaban los hornos, el techo que parecía siempre estar a punto de desmoronarse, el impulso de los brazos de la máquina, la firme resistencia de aquel cuerpo brillante, hacían nacer en él el terror, incluso el terror de la certeza de la muerte.

Sintió -y también vio- cómo, entre las oleadas de vapor, la larga y suave trompa del dios Ganesha se alzaba, y suavemente, sin el mínimo error, buscaba su frente. Sintió el contacto de aquella aspiración helada, indolora pero horrible. Justo en el centro, sobre el puente de la nariz, la trompa fantasmal aspiraba de prisa. Era como un taladro mortal que apuntaba hacia el centro del cerebro. Y cual si estuviera unido al reloj de una máquina infernal, el corazón empezó a latir: Pater Noster, Pater Noster, Pater Noster.

–No lo consentiré -dijo Freder, echando hacia atrás la cabeza para escapar al maldito contacto-. No lo consentiré, no, no lo consentiré.

Al sentir el sudor que le resbalaba de las sienes como gotas de sangre, rebuscó en todos los bolsillos del extraño uniforme que ahora llevaba, hasta dar con un andrajoso trapo en uno de ellos. Lo tomó y se secó la frente. Al hacerlo, notó el roce áspero de un trozo de papel que, inadvertidamente, había tomado junto con el trapo. Lo examinó con atención.

No era mayor que la mano de un hombre, y no había texto alguno manuscrito o impreso en él. Un conjunto de trazos y extraños símbolos sugerían un plano, al parecer semidestruido.

Freder trató con todo interés de descifrar algo, pero fracasó. No conocía ninguno de los signos que aparecían en el plano. A lo sumo, acertó a distinguir una intrincada red de lo que parecían caminos -algunos bruscamente cortados-, que apuntaban todos a un mismo destino, un lugar lleno de cruces.

¿Un símbolo de la vida? ¿Sentido en lo que no tiene sentido?

Como hijo de Joh Fredersen, Freder estaba adiestrado para descifrar correcta y rápidamente cualquier cosa semejante a un plano. Lo guardó en el bolsillo, aunque siguió viéndolo ante sus ojos.

La aspiración de la trompa del dios Ganesha se deslizó por el cerebro no sometido, un cerebro que reflexionaba, analizaba y buscaba. La pequeña máquina que dirigía el Pater Noster de la Nueva Torre de Babel funcionaba obediente, sin tregua. Un pequeño rayo de luz parpadeaba sobre sus articulaciones más delicadas, casi en la parte superior de la máquina, como un pequeño ojo milicioso.

La máquina tenía mucho tiempo. Pasarían muchas horas antes que el Amo de Metrópolis retirara el alimento que las máquinas estaban devorando con sus dientes poderosos.

Levemente, cual si sonriera, el ojo brillante, el ojo malicioso de la delicada máquina miró al hijo de Joh Fredersen que estaba de pie ante ella.

Georgi había salido de la Nueva Torre de Babel sin que nadie le molestara, y la ciudad le recibió. Metrópolis, la gran urbe que giraba en la danza de la luz, le recibió.

Georgi se detuvo unos momentos al salir, aspirando en la calle aquel aire que le enardecía. Sentía la fresca seda blanca sobre su cuerpo, y la suavidad de los zapatos que envolvían sus pies. Aspiró profundamente, y la plenitud de su propia aspiración le embriagó más que el licor más fuerte.

Contemplaba una ciudad que jamás había visto, pues la veía como el hombre que nunca había sido. Ya no caminaba sumergido en una riada humana, una corriente de doce hombres en fondo. No vestía el algodón azul oscuro, ni los zapatones groseros, ni la gorra. No iba a trabajar. Se había liberado del trabajo. Otro había ocupado su puesto.

Un hombre se había acercado a él y le había dicho: «Vamos a intercambiar nuestras vidas, Georgi. Tú tomarás la mía y yo la tuya».

«Cuando llegues a la calle, coge mi coche. En mis bolsillos encontrarás dinero más que suficiente».

«En mis bolsillos encontrarás dinero más que suficiente».

«En mis bolsillos encontrarás dinero más que suficiente».

Georgi contempló la ciudad que nunca había visto.

¡Ah, la intoxicación de las luces! ¡Éxtasis del brillo! ¡Ah, ciudad de los mil tentáculos, laberinto de bloques de luz! ¡Torres luminosas! ¡Altísimas montañas de esplendor! Desde el cielo aterciopelado cae constantemente una lluvia dorada, como en el regazo abierto de Diana.

¡Ah, Metrópolis, Metrópolis!

Dio unos pasos vacilantes; parecía borracho. Vio una llamarada que subía siseando. Sobre el cielo, un cohete trazó en pinceladas de luz la palabra: Yoshiwara.

Georgi cruzó la calle, llegó a unas escaleras y, subiéndolas de tres en tres, alcanzó una avenida. Suave, flexible, como una bestia negra y domesticada, un coche se aproximó y se detuvo ante él.

Georgi saltó al interior del coche y se dejó caer sobre los almohadones. El motor del poderoso automóvil vibró sin sonido. Un súbito recuerdo asaltó la mente de Georgi, y un estremecimiento recorrió su cuerpo.

¿No había en algún lugar del mundo, no muy lejos, bajo los fundamentos de la Nueva Torre de Babel, una sala dominada por un temblor incesante? ¿No había, en el centro de aquella sala, una pequeña y delicada máquina cuyos miembros resplandecían? Bajo el cuerpo encogido y la cabeza hundida en el pecho, sus patas torcidas, semejantes a las de un gnomo, se apoyaban en la plataforma. El tronco y las patas estaban inmóviles, pero los brazos cortos empujaban, impulsaban, atrás y adelante, atrás y adelante. El suelo de piedra temblaba bajo el impulso de la pequeña máquina, apenas mayor que un niño de cinco años.

El chófer preguntó:

–¿Dónde, señor?

–Siga derecho -le indicó Georgi, con un movimiento de su mano-. A cualquier parte.

El hombre le había dicho: «Cambia de coche tres calles más allá». Pero el ritmo del motor le acunaba, en extremo delicioso. Calle tercera, Calle sexta… Aún estaba muy lejos del Bloque Noventa.

Se sentía vencido por el asombro de verse así acunado por el encanto de las luces, el temblor de la excitación ante el movimiento. Cuanto más se alejaba de la Nueva Torre de Babel sobre el girar silencioso de las ruedas, más se alejaba de la conciencia de su propio ser.

¿Quién era él? ¿No había estado hacía muy poco, con un uniforme azul manchado de grasa, en un infierno espantoso, la mente absorta en una vigilancia eterna, los huesos destrozados hasta la médula por la repetición a ritmo constante del mismo giro de la palanca, con el rostro quemado por un calor insoportable, con la piel bañada en un sudor salobre que acabaría por pudrirla?

¿No vivía en una ciudad que se extendía en las profundidades, muy por debajo de las estaciones del ferrocarril subterráneo de Metrópolis, en una ciudad cuyas casas se hacinaban sobre plazas y calles como en la superficie lo hacían los edificios de Metrópolis alzándose en la noche?

¿Había conocido él alguna vez otra cosa que la horrible monotonía de aquellas casas en las que no vivían hombre sino números, y que sólo se reconocían por las grandes placas situadas sobre las puertas?

¿Había tenido otro propósito su vida que salir por aquellas puertas rematadas por números para ir a trabajar cuando las sirenas de Metrópolis le llamaban, y regresar diez horas más tarde, agotado hasta la muerte?

¿Era él otra cosa que un número -el número 11811- marcado en su uniforme, en su gorra? ¿No se había impreso también el número en su alma, en su cerebro, en su sangre, hasta el punto de que necesitaba hacer un gran esfuerzo para recordar su propio nombre?

¿Y ahora?

¿Y ahora?

Su cuerpo, refrescado por la ducha pura y fría que le librara del sudor del trabajo, sentía con asombro indecible el relajamiento dichoso de todos sus músculos. Estremecido, sintió el contacto acariciador de la seda blanca sobre su piel desnuda, y al entregarse voluptuosamente al suave ritmo del movimiento, le venció la conciencia de la primera libertad, la libertad total de cuanto hasta entonces presionara angustiosamente su existencia. Tan intensa fue la sensación que estalló en carcajadas dementes, y las lágrimas corrieron sin control por su rostro.

Violentamente ¡ah, sí! con una violencia gloriosa, la gran ciudad giraba en torno a él como el mar ruge en torno a las montañas.

El obrero número 11811, el hombre que vivía en una casa-prisión bajo el tren subterráneo de Metrópolis, que no conocía otro camino que el que iba desde su agujero a la máquina, y viceversa, este hombre vio por primera vez en su vida la maravilla del mundo que era Metrópolis: la ciudad, de noche, brillando bajo millones y millones de luces.

Vio el océano de luz que inundaba las avenidas y calles interminables con un brillo plateado. Vio el rápido parpadeo de los anuncios eléctricos que se ofrecían una y otra vez a la vista en un éxtasis de luz. Vio las torres que proyectaban hacia él sus bloques luminosos y se sintió dominado, sometido por aquella borrachera de luz, sintiendo que aquel océano brillante, con sus cientos de miles de olas en movimiento, llegaba hasta él, le privaba de aliento, le impedía respirar, le ahogaba.

Y entonces comprendió que aquella ciudad de máquinas, aquella ciudad sobria, fanática, buscaba de noche la compensación a la locura de sus días de trabajo; que la ciudad, de noche, se perdía como loca, como demente, en la borrachera de un placer que, llevándola a lo más alto y hundiéndola en lo más bajo, era una dicha sin límites, inmensamente destructiva.

Georgi temblaba de pies a cabeza, como si todos sus miembros estuvieran unidos a la vibración silenciosa e inalterable de la máquina que lo transportaba, al traqueteo de los cientos y miles de máquinas que pasaban constantemente, una doble corriente de coches brillantemente iluminados que avanzaban por las calles de la ciudad en su fiebre nocturna. Y al mismo tiempo, su cuerpo se estremecía al compás del estallido de las hermosas ruedas de luz, de las fuentes multicolores con lámparas superpotentes, de los cohetes que ascendían veloces, de las torres encendidas por el brillo helado del neón.

Y había una palabra que se repetía sin cesar. De una fuente invisible emergía un rayo de luz que, al estallar en lo alto, tachonaba con letras de todos los colores el cielo aterciopelado de Metrópolis.

Y las letras formaban la palabra: Yoshiwara.

¿Cuál era su significado?

Suspendido por las rodillas de los travesanos metálicos de la autopista elevada, un hombre de piel amarilla, cabeza abajo, arrojaba una lluvia de hojas blancas sobre la doble fila de coches.

Las hojas flotaban a merced del viento. La mirada de Georgi captó una de ellas. Con letras grandes y distorsionadas, se leía la palabra: Yoshiwara.

El coche se detuvo en un cruce. Hombres de piel amarilla, con abigarradas chaquetas de seda bordada, se deslizaban, escurridizos como anguilas, entre la corriente de coches que aguardaban. Uno de ellos trepó al guardabarros del gran coche negro en el que Georgi iba sentado. Por un segundo aquel rostro de sonriente horror miró al rostro del joven, pálido y agotado. Por la ventanilla, el hombre lanzó un puñado de tarjetas que se desparramaron a los pies de Georgi, quien se inclinó mecánicamente y recogió una de ellas.

En aquellas tarjetas que exhalaban un perfume seductor, penetrante y agridulce, se leía en letras grandes y distorsionadas la palabra: Yoshiwara.

Georgi tenía la garganta seca como el polvo.

Una voz le había dicho: «En mis bolsillos, encontrarás dinero más que suficiente».

Dinero suficiente… ¿Para qué? Para arrastrarse por aquella ciudad, aquella ciudad poderosa, celestial, infernal; para abrazarla con todas las fuerzas, aun en la impotencia por dominarla; para desesperarse, para lanzarse a ella. ¡Tómame! ¡Tómame! Para sentir la copa llena en los labios y beber sin respirar, con los dientes clavados en el borde de la copa, eternamente insaciable, compitiendo con el desbordamiento eterno de la copa de la intoxicación.

¡Ah, Metrópolis, Metrópolis!

«Dinero más que suficiente».

Un extraño sonido estalló en la garganta de Georgi. Había en él algo del estertor del hombre que se sabe soñando y quiere despertar, y algo del sonido gutural de la bestia de presa cuando huele la sangre. Su mano aferró con dedos ardorosos y convulsos el puñado de billetes de banco y Georgi sacudió la cabeza como buscando el modo de escapar.

Otro coche se deslizaba silenciosamente junto al suyo: una sombra grande, brillante y negra, el carruaje digno de una mujer, decorado con flores, iluminado con lámparas suaves. Georgi vio a la mujer con claridad y ella le miró. Iba reclinada sobre almohadones y se envolvía de pies a cabeza en una capa refulgente, que le dejaba desnudo un hombro con la blancura impoluta de un cisne.

Iba maquillada de un modo absurdo, como si no quisiera parecer humana, ser una mujer, sino más bien un extraño animal dispuesto quizás a jugar, quizás a matar.

Aceptando serenamente la mirada de Georgi, ella alzó con suavidad la mano derecha cubierta de gemas y empezó a abanicarse ociosamente con una de las hojas de papel en las que estaba escrita la palabra: Yoshiwara.

–¡No! – gritó Georgi.

Se ahogaba. Secó el sudor que inundaba su frente y sintió el suave y fragante frescor del pañuelo sobre su piel ardiente.

Unos ojos le miraban. Unos ojos que pronto desaparecerían. La sonrisa experta de una boca pintada.

Con un ronco gemido, Georgi intentó abrir la portezuela y saltar a la calle, pero el movimiento del coche volvió a lanzarle sobre los almohadones. Apretó los puños, se los llevó a los ojos, hizo presión sobre ellos. Y su mente le devolvió una visión algo confusa y neblinosa: una máquina pequeña y fuerte, apenas mayor que un niño de cinco años. Sus brazos cortos empujaban, impulsaban, atrás y adelante; atrás y adelante. La cabeza, hundida en el pecho, se levantaba sonriendo.

–¡No! – chilló el hombre, aplaudiendo y riendo locamente.

Se había liberado de la máquina. Había cambiado su vida. ¿Con la de quién? Con la de un hombre que le dijera: «En mis bolsillos encontrarás dinero más que suficiente».

El hombre echó atrás la cabeza, miró el techo que le cubría.

Y en el techo flameaba la palabra: Yoshiwara.

La palabra Yoshiwara era como rayos de luz que cayeran en torno a él, paralizando sus miembros. Estaba sentado, inmóvil, cubierto de sudor frío. Clavó los dedos en la piel de los almohadones. Tenía la espalda rígida, como si la espina dorsal fuera de hierro. Le temblaban las mandíbulas.

–¡No! – exclamó Georgi, apretando los puños.

Pero ante sus ojos, que miraban al espacio, flameaba la palabra: Yoshiwara. Enormes altavoces atronaban el aire con ritmos desenfrenados, música de una alegría chillona y desbordada…

–¡No! – gimió el hombre; se había mordido hasta hacerse sangre.

Pero cien cohetes multicolores escribieron en el cielo de terciopelo de Metrópolis la palabra: Yoshiwara.

Georgi abrió del todo la ventanilla. La gloriosa ciudad de Metrópolis, bailando en su borrachera de luz, se lanzaba impetuosamente hacia él como si fuera el único amado, el único esperado. Se inclinó por la ventanilla y gritó:

–¡Yoshiwara!

Y volvió a caer sobre los almohadones. El coche giró en suave curva, tomando otra dirección.

Un cohete subió, estalló y escribió en el cielo sobre Metrópolis: Yoshiwara.

4

Había una casa en la gran Metrópolis que era más vieja que la ciudad. Muchos decían que era incluso más vieja que la catedral y que, antes de que el Arcángel Miguel intercediera ante Dios, la casa ya existía, sombría y malvada, desafiando a la catedral con sus ojos muertos.

Había sobrevivido a los tiempos del humo y el hollín. Cada año que pasaba sobre la ciudad parecía, al morir, entrar reptando en aquella casa, de modo que ahora era como un cementerio, un ataúd repleto de años muertos.

Y sobre la madera negra de la puerta, rojo y cobre, misterioso, se veía el sello de Salomón: la estrella de cinco puntas.

Se decía que un mago procedente de Oriente -a quien siguió la peste- había construido la casa en siete noches. Pero los albañiles y carpinteros de la ciudad no sabían quién había hecho los ladrillos, ni quién había colocado el tejado. No hubo discursos del capataz ni se conmemoró la Fiesta del Constructor, como era piadosa costumbre. Las crónicas de la ciudad no guardaban informe alguno de la muerte del mago; ignoraban siquiera si había muerto. Un día, los ciudadanos, extrañados, se dijeron que los zapatos rojos del mago no pisaban la ciudad desde hacía tiempo. Forzaron la entrada de la casa y no hallaron en ella ningún ser viviente. Pero las habitaciones, en las que ni de día ni de noche penetraba un rayo de luz, parecían seguir aguardando a su amo, hundidas en el sueño. Por todas partes había pergaminos y libros abiertos, cubiertos por una capa de polvo como terciopelo plateado.

Y en todas las puertas, rojo y cobre, misterioso, se veía el sello de Salomón, la estrella de cinco puntas.

Hubo un tiempo en que se derribaron los edificios antiguos. Y fue dicho: la casa debe morir. Pero la casa era más fuerte que las palabras, más fuerte que los siglos. Unas piedras que se desprendieron mataron a quienes osaron poner la mano en sus muros. Y el piso se hundió bajo sus pies, arrastrándoles a un pozo del que nadie había oído hablar. Parecía también como si la plaga que había seguido al mago se agazapara todavía en los rincones de la vieja casa y asaltara a los hombres, que morían sin que ningún médico conociera la enfermedad. La casa resistió a su destrucción con tal fuerza, que la historia de su maldad desbordó las fronteras de la ciudad y se extendió por toda la tierra. Al fin, no pudo encontrarse a un solo hombre honrado que se aventurara a luchar contra ello. Incluso los ladrones y bandidos, a los que se prometió la remisión de su sentencia si estaban dispuestos a derribar la casa del mago, prefirieron ir a la picota -o incluso al patíbulo- antes que atravesar aquellas puertas selladas y verse rodeados de aquellos vengativos muros.

Con el tiempo, la pequeña ciudad que había crecido en torno a la catedral se convirtió en una gran ciudad, y luego en Metrópolis, el centro del mundo.

Un día llegó de muy lejos un hombre, vio la casa y dijo: «Quiero ésta».

Le contaron la historia de la casa. No se inmutó, se mantuvo en su resolución. La compró por un precio ínfimo, se trasladó allí inmediatamente y no hizo la menor alteración en su estructura.

Este hombre se llamaba Rotwang; pocos le conocían. Únicamente Joh Fredersen le conocía muy bien. Le habría resultado mucho más fácil vencer en su lucha por la catedral contra la secta de los góticos que vencer en la lucha contra Rotwang por la casa del mago.

Había muchos en Metrópolis -en esta ciudad de la prisa razonada y metódica- que preferían desviarse de su camino antes que pasar junto a la casa de Rotwang. Ésta apenas llegaba a las rodillas de los gigantes que se alzaban junto a ella. Para la ciudad tan pulcra que no conocía el humo ni el hollín, aquel antro suponía un baldón, una vergüenza. Pero seguía en pie. Cuando Rotwang salía y cruzaba la calle -cosa que ocurría pocas veces-, muchos le miraban disimuladamente los pies para ver si calzaba zapatos rojos.

Ante la puerta de esa casa en la que brillaba el sello de Salomón, se hallaba ahora Joh Fredersen.

Llamó. Se oyó una voz, y pareció que la casa hablara en sueños:

–¿Quién es?

–Joh Fredersen.

Se abrió la puerta. Entró. Le rodeaba la oscuridad, pero Joh Fredersen conocía muy bien la casa. Echó a andar sin vacilación, precedido de un rastro luminoso que le indicaba el camino. Llegó a la parte superior de la escalera y miró a su alrededor: en aquel rellano se abrían muchas puertas. En la de enfrente, como un ojo grande que le observara, brillaba el sello de cobre.

Se dirigió a ella.

Aunque la casa de Rotwang tenía muchas puertas, ésta era la única que se abría ante Joh Fredersen, quizá porque el propietario de la casa sabía muy bien que cruzar aquel umbral significaba un penoso esfuerzo para él.

Ya en su interior, inspiró el aire de aquella habitación, lenta, profundamente, como buscando la huella de otro aliento. Su mano lanzó con indiferencia el sombrero sobre una silla. Con un agotamiento y un dolor repentinos, dejó que sus ojos vagaran por el cuarto.

Estaba casi vacío. Una silla grande como las que se encuentran en las viejas iglesias, ennegrecida por el tiempo, se hallaba situada ante un cortinaje que recubría la pared.

Inmóvil, Joh Fredersen siguió de pie junto a la puerta durante largo tiempo. Había cerrado los ojos. Con impotencia suprema, respiraba el aroma de jacintos que parecía llenar el aire inmóvil de aquella habitación.

Sin abrir los ojos, vacilando un poco pero con seguridad, se dirigió hacia las cortinas, pesadas y negras, y las descorrió por completo.

Luego abrió los ojos y quedó inmóvil.

En un pedestal descansaba el busto en piedra de una mujer.

No era la obra de un artista; era la obra de un hombre que, en una agonía que las palabras no podían expresar, había luchado incontables días y noches con la piedra blanca hasta que al fin ésta pareció comprender y formó por sí sola la cabeza de la mujer. Parecía que ningún instrumento hubiera trabajado en ella; como si un hombre, echado ante la piedra, hubiera repetido el nombre de la mujer incesantemente, con todas sus fuerzas, con todo su anhelo, con toda la desesperación de su cerebro, su sangre y su corazón, hasta que la piedra informe se compadeció de él y formó por sí misma la imagen; la imagen de la mujer que significaba, para dos hombres, todo el cielo y todo el infierno.

Los ojos de Joh Fredersen se clavaron en las palabras talladas en el pedestal; palabras cinceladas con maldiciones:

HEL

Nacida

para ser mi felicidad, una bendición

para todos los hombres;

y perdida

para Joh Fredersen

pues murió

al dar vida a su hijo Freder.

Sí, había muerto entonces. Pero Joh Fredersen sabía demasiado bien que no murió por dar a luz a su hijo; Hel murió realmente el día en que huyó de Rotwang para unirse con él, maravillándose de que sus pies no dejaran huellas sangrientas.

Murió porque había sido incapaz de resistirse al gran amor de Joh Fredersen, y porque se había visto forzada -debido a ello- a destrozar la vida de otro hombre.

Nunca hubo en un rostro humano una expresión más sublime de liberación, que la que se reflejó en el rostro de Hel cuando supo que iba a morir. Pero en ese mismo momento, el hombre más poderoso de Metrópolis se había revolcado en el suelo, aullando como una bestia salvaje. Y al encontrarse de nuevo con Rotwang -cuatro semanas más tarde-, descubrió que la espesa cabellera que cubría la maravillosa frente del inventor era ahora blanca como la nieve, y en sus ojos… vio el fuego de un odio rayano en la locura.

En ese gran amor, en ese gran odio, la pobre Hel había permanecido viva para ambos.

–Debes esperar un poco -dijo la voz, que sonaba como si la casa hablara en sueños.

–Escucha, Rotwang -respondió Joh Fredersen-. Sabes que acepto con paciencia tus pequeños trucos de magia, y que siempre vengo a ti cuando necesito algo; eres el único hombre que puede alardear de eso. Pero nunca conseguirás que te secunde cuando haces el idiota. Sabes también que no tengo tiempo que perder. ¡No hagamos el ridículo, y ven aquí!

–Te dije que tendrías que esperar un poco -explicó la voz, que parecía hacerse más distante.

–No esperaré. Me iré ahora.

–¡Hazlo, Joh Fredersen!

Deseaba hacerlo. Pero la puerta por la que entrara no tenía picaporte, ni llave. El sello de Salomón -rojo y cobre- le miraba.

Una voz, lejana y suave, se rió. Joh Fredersen se había detenido en seco, de espaldas a la habitación. Un temblor recorrió su cuerpo.

–Habría que machacarte el cráneo -dijo Joh Fredersen, suavemente-. Habría que machacarte el cráneo si no contuviera un cerebro tan valioso.

–Ya no puedes hacerme más daño del que me hiciste -dijo la voz lejana.

Joh Fredersen guardó silencio.

–¿No respondes, Joh Fredersen? ¿Acaso te has quedado sin ingenio?

–Un cerebro como el tuyo debería ser capaz de olvidar -dijo el hombre que estaba ante la puerta mirando el sello de Salomón.

La voz suave y lejana rió.

–¿Olvidar? Sólo dos veces en mi vida he olvidado algo. Una vez, olvidé que el aceite-aetro y el mercurio tiene una afinidad muy particular, y eso me costó el brazo. Y la otra…, olvidé que Hel era una mujer y tú un hombre; eso me costó el corazón. Me temo que la tercera vez puede costarme la cabeza. Nunca más olvidaré nada, Joh Fredersen.

Éste guardaba silencio.

La voz lejana calló también.

Joh Fredersen dio la vuelta y se dirigió a la mesa. Amontonó libros y pergaminos para dejar libre una parte de la mesa, se sentó en ella y sacó un trozo de papel del bolsillo. Lo extendió ante él y lo examinó.

No era mayor que la mano de un hombre, y no había texto alguno manuscrito o impreso en él. Un conjunto de trazos y extraños símbolos sugerían un plano, al parecer semidestruido. Una multitud de líneas se entrecruzaba y parecía converger en un mismo destino: un lugar lleno de cruces.

De pronto, sintió tras él una extraña frialdad. Involuntariamente contuvo el aliento.

Una mano avanzó junto a su cabeza, una mano flexible, esquelética. La piel transparente se tensaba sobre unas articulaciones muy finas, que brillaban como plata bajo la piel. Unos dedos blancos como la nieve se cerraron sobre el plano que estaba en la mesa y, alzándolo, desaparecieron con él.

Joh Fredersen se dio vuelta. Con ojos desorbitados, miró al ser que se hallaba ante él.

Sin duda, se trataba de una mujer. Bajo el ropaje ligero que vestía se adivinaba un cuerpo esbelto como un abedul, que se balanceaba sobre los pies muy juntos. Pero, aunque mujer, no era humana. A través del cuerpo que parecía hecho de cristal, sus huesos brillaban como plata. Su piel helada, sin una gota de sangre, irradiaba frío. Tenía las manos, muy hermosas, apretadas contra el seno inmóvil en un gesto de decisión, casi de desafío.

El ser carecía de rostro. La hermosa curva del cuello se perdía en una masa todavía informe. El cráneo estaba desnudo; la nariz, los labios, las sienes, apenas se insinuaban. Los ojos, como pintados sobre párpados cerrados, miraban sin ver, con expresión de serena locura.

–Sé cortés, Parodia mía -dijo la voz lejana-. Saluda a Joh Fredersen, el Amo de la gran Metrópolis.

Aquel ser se inclinó lentamente ante el hombre. Los ojos absurdos le atravesaron como dos llamas ardientes. Empezó a hablar con una voz llena de horrible ternura:

–Buenas tardes, Joh Fredersen.

Y estas palabras eran más atractivas que una boca entreabierta.

–¡Bien, perla mía! ¡Bien, mi joya preciada! – dijo la voz lejana, llena de gozo y orgullo.

Pero, en ese momento, el ser perdió el equilibrio y se precipitó sobre Joh Fredersen. Éste extendió las manos para sostenerlo, y sintió en el momento del contacto un frío insoportable, cuya brutalidad despertó en él una sensación de cólera y asco.

De un empujón, arrojó aquel extraño ser sobre Rotwang, que había aparecido como caído del aire. Rotwang lo sostuvo por un brazo y agitó la cabeza.

–Demasiada violencia -dijo-. Demasiada violencia. Mi hermosa Parodia, creo que tu temperamento te traerá muchos problemas.

–¿Qué es eso? – preguntó Joh Fredersen, apoyando las manos contra el borde de la mesa.

Rotwang le miró con los ojos ardientes, como los fuegos de vigilancia cuando el viento los azota con su látigo helado.

–¿Qué es? Futura, Parodia, como quieras llamarla -contestó-. También: Engaño. En resumen, es una mujer. Todo creador se fabrica una mujer. Yo no creo en esa bobada de que el primer ser humano fuera un hombre. Si un dios masculino creó el mundo (lo que es de esperar, Joh Fredersen), entonces desde luego creó primero a la mujer, amorosamente, disfrutando en su creación.

»Observa ésta, Joh Fredersen: es impecable. Un poco fría, pero eso se debe al material, que es mi secreto. Pero aún no está totalmente terminada; aún no ha salido del taller de su creador. No puedo decidirme a completarla, ¿me comprendes? Hacerlo significaría dejarla en libertad, y aún no quiero saberla libre. Por eso no le he dado todavía un rostro. Debes dárselo tú, Joh Fredersen, pues tú fuiste quien encargaste los seres nuevos.

–Yo te encargué hombres-máquina, Rotwang, a los que poder utilizar en mis máquinas. No mujeres, no objetos de juego.

–No son objetos de juego, Joh Fredersen, no. Tú y yo ya no jugamos, ya no apostamos. Lo hicimos una vez. Una vez, y no más. No se trata de un juguete, Joh Fredersen, sino de un instrumento. ¿Comprendes lo que significa tener a una mujer como instrumento? ¿Una mujer así, impecable y fría? Y obediente, totalmente obediente. ¿Por qué enfrentarte a los góticos y al monje Desertus por la catedral? ¡Envíales a la mujer, Joh Fredersen! ¡Envíales a la mujer cuando estén de rodillas flagelándose! Que esta mujer fría e implacable camine entre sus filas con sus pies de plata y la fragancia del jardín de la vida en los pliegues de su túnica. ¿Quién sabe en este mundo cómo huelen los capullos del árbol en el que maduró la manzana de la sabiduría? La mujer es ambas cosas: la fragancia del capullo… y el fruto.

»¿Quieres que te explique la creación más reciente de Rotwang el genio, Joh Fredersen? Sería sacrilegio. Pero te lo debo a ti, pues tú me diste la idea de crear también. ¿Quieres que te muestre cuan obediente es mi criatura? Dame lo que tienes en la mano, Parodia.

–¡Detente! – dijo Joh Fredersen, roncamente.

Pero la obediencia infalible de la criatura que se hallaba ante los dos hombres no le permitió un segundo de retraso. Ante los ojos de Joh Fredersen, abrió la mano y entregó a su creador el trozo de papel que cogiera.

–Eso es un ardid, Rotwang -dijo.

El gran inventor le miró y se echó a reír: una risa sin sonido, que le llegaba de oreja a oreja.

–Nada de ardides, Joh Fredersen. ¡La obra de un genio! ¿Quieres que Futura baile para ti? ¿Quieres que mi hermosa Parodia se muestre afectuosa? ¿O triste? ¿Cleopatra de Damayanti? ¿Quieres que adopte el gesto de las Madonas góticas? ¿O los gestos de amor de una bailarina asiática? ¿Qué cabellos debo poner sobre el cráneo de tu instrumento? ¿Quieres que sea modesta, o descarada?

»Perdona tantas palabras, tú que eres hombre de tan pocas. Estoy borracho, ¿lo ves?, borracho por el hecho de ser un creador. ¡Me emborracho viendo tu rostro atónito! He sobrepasado tus esperanzas Joh Fredersen, ¿no es verdad? Y no lo sabes todo aún: mi hermosa Parodia también puede cantar; y sabe leer. El mecanismo de su cerebro es tan infalible como el tuyo, Joh Fredersen.

–Si es así -dijo el Amo de Metrópolis, con cierta sequedad en la voz-, ordénale que descifre el plano que tienes en la mano, Rotwang.

Éste estalló en una carcajada semejante a la risa de un borracho. Echó una mirada al trozo de papel y se dispuso a entregarlo, con aire triunfante, al ser que se hallaba junto a él.

Pero se detuvo bruscamente y, boquiabierto, miró el plano, acercándolo más y más a sus ojos.

Joh Fredersen, que le observaba, se inclinó. Quería decir algo, hacer una pregunta; pero antes de que pudiera abrir los labios, Rotwang alzó la cabeza y se enfrentó a su mirada con un brillo tan intenso en los ojos, que el Amo de la gran Metrópolis enmudeció.

Dos, tres veces aquella penetrante mirada pasó del pedazo de papel al rostro de Joh Fredersen. Y durante todo aquel tiempo, no se escuchó otro sonido en la habitación que el aliento que salía en oleadas del pecho de Rotwang como de una fuente hirviente y envenenada.

–¿De dónde sacaste este plano? – preguntó al fin el gran inventor, profundamente sorprendido.

–Esa no es la cuestión -contestó Joh Fredersen-. He venido a ti porque no parece haber una sola alma en Metrópolis capaz de descifrarlo.

La risa de Rotwang le interrumpió.

–¡Tus pobres eruditos! – gritó, riendo-. ¡Qué tarea les has encargado, Joh Fredersen! ¡Cuántas toneladas de papel impreso les habrás obligado a repasar! Estoy seguro de que no hay una ciudad en todo el globo, desde la construcción de la Antigua Torre de Babel, que no hayan registrado de norte a sur. ¡Oh, si pudieras sonreír, Parodia! ¡Si ya tuvieras ojos para guiñarme! Pero ríete al menos, Parodia. ¡Ríete a carcajadas de esos sabios, que desconocen lo que tienen bajo sus pies!

El ser obedeció. Rió a carcajadas.

–Entonces, ¿conoces ese plano…, o lo que representa? – preguntó Joh Fredersen.

–Sí; por mi pobre alma que lo conozco -contestó Rotwang-. Pero no te diré lo que es hasta saber dónde lo conseguiste.

Joh Fredersen reflexionó. Rotwang no apartaba sus ojos de él.

–No intentes mentirme -añadió suavemente, con una burlona melancolía.

–Alguien encontró el papel -empezó Joh Fredersen.

–¿Quién es «alguien»?

–Uno de mis capataces.

–¿Grot?

–Sí, Grot.

–¿Dónde lo encontró?

–En el bolsillo de un obrero, que murió en el accidente de la máquina Géiser.

–¿Grot te trajo el papel?

–Sí.

–¿Y parecía desconocer el significado del plano?

Joh Fredersen vaciló un momento antes de responder.

–El significado sí, pero no el plano. Me ha dicho que ha visto con frecuencia este papel en manos de los obreros, y que éstos lo guardan ansiosamente en secreto.

–Así que el significado del plano sigue siendo secreto para tu capataz…

–Eso parece.

Rotwang se dirigió al ser que estaba de pie junto a él, y que parecía escuchar intensamente.

–¿Qué dices de esto, mi hermosa Parodia?

El ser continuó inmóvil.

–¿Bien? – insistió Joh Fredersen, con expresión de impaciencia.

Rotwang le miró. Sus ojos se escondieron tras los párpados, como si no quisieran tener nada en común con los fuertes y blancos dientes y las mandíbulas de bestia predadora. Pero tras los párpados casi cerrados, aquellos ojos miraban a Joh Fredersen como buscando en su rostro la puerta del gran cerebro.

–¿Cómo puede uno obligarte a nada, Joh Fredersen? – murmuró-. ¿Qué es para ti la palabra dada, un juramento? ¡Oh, Dios, tú, con tus propias leyes! ¿Qué promesa mantendrías, si el romperla te pareciera conveniente?

–No digas estupideces, Rotwang -gruñó Joh Fredersen-. Me morderé la lengua porque todavía te necesito; sé muy bien que aquellos a quienes necesitamos son nuestros tiranos solitarios. Pero no divagues más. Si lo sabes, habla.

Rotwang vacilaba aún. Gradualmente la sonrisa cubrió sus rasgos, una sonrisa benévola y misteriosa que parecía burlarse de sí misma.

–Estás de pie en la entrada -dijo.

–¿Qué significa eso?

–Tómalo al pie de la letra, Joh Fredersen: estás de pie en la entrada.

–¿Qué entrada, Rotwang? Estás perdiendo un tiempo que no te pertenece.

La sonrisa se hizo más profunda y serena en el rostro de Rotwang.

–¿Recuerdas, Joh Fredersen, con qué obstinación me negué a permitir que el ferrocarril subterráneo corriera bajo mi casa?

–Ya lo creo. Y aún recuerdo la suma que me costó el desvío.

–El secreto era muy caro, lo admito, pero valía la pena. Echa una mirada al plano, Joh Fredersen, ¿qué es eso?

–Tal vez un tramo de escalones.

–Efectivamente. Y tan sucio y desaliñado en el dibujo como lo es en la realidad.

–Luego, ¿conoces el lugar?

–Tengo ese honor, Joh Fredersen. Ahora, córrete dos pasos a un lado… ¿Qué es esto?

Había cogido a Joh Fredersen por el brazo. Éste sintió que los dedos penetraban en sus músculos como las garras de un ave de presa. Con la mano derecha, Rotwang indicó el lugar donde había estado de pie Joh Fredersen.

–¿Qué es esto? – repitió, agitándole el brazo que tenía aferrado.

Joh Fredersen se inclinó. Se enderezó de nuevo.

–¿Una puerta?

–Exacto, Joh Fredersen. Una puerta. Una trampa que encaja perfectamente, y bien cerrada. El hombre que construyó esta casa era una persona muy ordenada y cuidadosa. Sólo una vez olvidó ser precavido, y pagó por ello. Bajó las escaleras que están bajo esa trampa, siguió los corredores y pasadizos unidos a ellas… y jamás encontró el modo de volver. No era fácil, ya que los que allí moraban no querían que los extraños penetraran en su domicilio.

»Yo encontré a mi inquisitivo predecesor, Joh Fredersen, y le reconocí en seguida por sus zapatos rojos y puntiagudos, maravillosamente conservados. Como cadáver parecía en paz y cristiano, aunque en vida no lo fuera jamás. Quienes le acompañaron en sus últimas horas, probablemente contribuyeron de modo considerable a la conversión de aquel antiguo discípulo del diablo.

Señaló con el índice derecho la masa de cruces, en el centro del plano.

–Aquí está. Exactamente en este punto. Su cráneo debió encerrar un cerebro tan valioso como el tuyo, Joh Fredersen, y tuvo que perecer por haberse perdido una sola vez. ¡Qué lástima!

–¿Dónde perdió el camino? – preguntó Joh Fredersen.

Rotwang le miró largo rato antes de hablar.

–En la ciudad de las tumbas sobre la que se alza Metrópolis -contestó al fin-. Más abajo de los túneles de topo de tu ferrocarril subterráneo, Joh Fredersen, está la Metrópolis de hace mil años, de los muertos de hace mil años.

Joh Fredersen guardó silencio. Fijó la mirada en Rotwang, que no apartaba los ojos de él.

–¿Y qué hace el plano de esta… ciudad de las tumbas, en las manos y bolsillos de mis obreros?

–Eso es lo que habrá que descubrir -contestó Rotwang.

–¿Me ayudarás?

–Sí.

–¿Esta noche?

–Muy bien.

–Volveré después del cambio de turno.

–Hazlo, Joh Fredersen. Y si quieres un buen consejo…

–¿Bien?

–Viste el uniforme de tus obreros cuando vuelvas.

Joh Fredersen alzó la cabeza, pero el gran inventor no le dejó hablar. Levantó la mano, como el que pide y exige silencio.

–El cráneo del hombre de zapatos rojos también encerraba un cerebro poderoso, Joh Fredersen, y sin embargo no fue capaz de encontrar el camino de regreso.

Joh Fredersen reflexionó. Asintió y se volvió para marcharse.

–Sé cortés, mi hermosa Parodia -dijo Rotwang-. Abre las puertas al Amo de la gran Metrópolis.

El ser se deslizó junto a Joh Fredersen. Éste sintió el aliento frío que emanaba de la figura y advirtió la risa silenciosa en los labios entreabiertos de Rotwang, el gran inventor. Palideció de rabia, pero no dijo nada.

El ser extendió su mano cristalina hasta tocar con la punta de los dedos el sello de Salomón que brillaba sobre la puerta. Ésta se abrió, y Joh Fredersen salió precedido de Parodia, que bajaba los escalones ante él.

No había luz en la escalera, ni en el estrecho pasadizo; pero el ser creado por Rotwang despedía una tenue claridad, suficiente para alumbrar la escalera y las negras paredes del corredor.

Ambos se detuvieron en la puerta de la casa.

–Sé cortés, mi hermosa Parodia… -la voz de Rotwang sonaba suave y lejana; parecía que la casa hablara en sueños.

El ser se inclinó. Extendió la mano, una mano graciosa y esquelética. La piel transparente se tensaba sobre las finas articulaciones, que brillaban como plata. Los dedos de nívea blancura se abrieron, como los pétalos de un lirio de cristal.

Joh Fredersen apoyó en ella su mano, sintiendo en el momento del contacto que quemaba con una frialdad insoportable. Quiso rechazarla dejos de sí, pero los dedos de cristal le retenían apretadamente.

–Adiós, Joh Fredersen -dijo una voz llena de horrible ternura-. Dame pronto un rostro.

Una risa suave y lejana retumbó por toda la casa. Joh Fredersen se zafó de la mano que le aprisionaba y salió a toda prisa. La puerta se cerró tras él.

Sobre la madera negra brillaba, rojo y cobre, el sello de Salomón: la estrella de cinco puntas.

Cuando Joh Fredersen estaba a punto de entrar en el centro cerebral de la Nueva Torre de Babel, Slim, más delgado que nunca, le interceptó el paso:

–¿Qué ocurre? – preguntó Joh Fredersen.

Slim fue a hablar, pero a la vista de su amo, las palabras murieron en sus labios.

–¿Bien? – insistió Joh Fredersen entre dientes.

Slim inspiró profundamente.

–Debo informarle, señor Fredersen, que, desde que su hijo salió de esta habitación, ha desaparecido.

–¿Qué significa eso? ¿Desaparecido?

–No ha ido a casa, y ninguno de nuestros hombres le ha visto.

Joh Fredersen cerró la boca apretadamente.

–¡Búscale! – dijo con voz ronca-. ¿Para qué estáis todos aquí? ¡Buscadle!

Entró en el centro cerebral de la Nueva Torre de Babel. Su primera mirada se dirigió al reloj. Se llegó a la mesa y extendió la mano hacia la placa de metal azul.