5

El hombre que se hallaba ante la máquina semejante a Ganesha, el dios de cabeza de elefante, ya no era un ser humano. No era más que una masa de carne agotada, de cuyos poros fluían, con los regueros de sudor, los últimos residuos de voluntad. Los ojos alocados ya no veían el manómetro. La mano no guiaba la palanca, sino que se aferraba a ella en un último esfuerzo por no precipitarse en los brazos demoledores de la máquina.

El Pater Noster seguía girando con suavidad. El ojo de la pequeña máquina sonreía -suave y maliciosamente- al hombre que estaba ante ella, y que ya no era sino un lamento.

–Padre… -balbuceó el hijo de Joh Fredersen-. Hoy, por primera vez desde que se creó Metrópolis, has olvidado que la ciudad y sus grandes máquinas piden puntualmente alimento fresco. ¿Ha enmudecido Metrópolis, padre? ¡Mírame! ¡Mira tus máquinas! Sienten náuseas ante los restos que ya han devorado, ante el alimento putrefacto en que nos hemos convertido. ¿Por qué acallas su voz? ¿Es que nunca acabarán estas diez horas? Padre nuestro que estás en los cielos…

En ese momento, los dedos de Joh Fredersen presionaron la pequeña placa de metal azul y se oyó la voz de la gran Metrópolis.

–Gracias, padre -suspiró el pobre ser destrozado por la máquina. Sonrió. Advirtió un gusto salado en los labios, y no supo si era sangre, sudor o lágrimas. Entre una neblina roja vio a los hombres que venían hacia él. Su mano se deslizó de la palanca, cayó al suelo. Unos brazos le levantaron y le hicieron alejarse de allí. Volvió la cabeza a un lado para ocultar su rostro.

El ojo de la pequeña máquina, suave y malicioso, guiñó a sus espaldas. Adiós, amigo, pareció decir.

Freder hundió la cabeza en el pecho. Se sintió arrastrado un poco más allá, oyó el monótono caminar de los pies que marchaban ante él y vio que caminaba también, uno más en aquella corriente de doce hombres en fondo. Bajo sus pies el suelo empezó a moverse, arrastrado hacia arriba, subiéndole con él.

Se abrieron las puertas de la Nueva Torre de Babel. Hacia él llegaba otra corriente de hombres.

La gran Metrópolis seguía rugiendo.

De pronto calló, y en el silencio Freder distinguió en su oído la respiración de un hombre, y una voz -un susurro- que decía:

–Ella ha llamado, ¿vienes?

No sabía qué significaba la pregunta, pero asintió. Quería llegar a conocer la vida de los que caminaban como él, con el uniforme de algodón azul oscuro, la gorra negra, los zapatones groseros.

Con los párpados muy apretados siguió adelante, hombro a hombro con un desconocido.

Ella ha llamado, pensó medio dormido. ¿Quién será?

Seguía avanzando, avanzando, totalmente agotado. ¿Acaso no tenía final aquel camino? No sabía adónde iba. Oía los pasos monótonos de los que caminaban junto a él, como el sonido del agua que cae sin cesar.

Ella ha llamado, pensó. ¿Quién es ella, cuál es su poder? ¿Cómo es que estos hombres exhaustos renuncian al descanso para acudir a su llamada? No puede faltarnos mucho para llegar al centro de la tierra…

Ya no había ninguna luz. Sólo, aquí y allá, unas linternas parpadeaban en las manos de los hombres. Al fin, un débil resplandor apareció en la lejanía; la procesión se detuvo y Freder se tambaleó hacia las piedras, secas y frías.

¿Dónde estamos?, se preguntó. ¿En una cueva? No es posible que ella se encuentre aquí. Me temo que hemos acudido en vano. Volvamos, hermanos, vayamos a dormir.

Se deslizó por la pared, cayó de rodillas y apoyó la cabeza contra la piedra. ¡Qué suave era!

Un murmullo le envolvía como el susurro de los árboles movidos por el viento. Sonrió beatíficamente. Era maravilloso estar cansado.

Entonces una voz empezó a hablar.

Oh, dulce voz, pensó Freder, adormilado. Tierna y amada voz, tu voz, Virgen y Madre. Me he quedado dormido. ¡Sí, estoy soñando! ¡Estoy soñando con tu voz, amada mía!

Pero un ligero dolor en la sien le obligó a pensar: Tengo la cabeza apoyada en una piedra, tengo conciencia de la frialdad de la piedra, siento el frío bajo las rodillas; luego no estoy durmiendo, sólo estoy soñando. ¿Y si no fuera un sueño? ¿Y si fuera una realidad?

Con un gran esfuerzo de voluntad que le arrancó un gemido, se obligó a abrir los ojos y a mirar a su alrededor.

Una bóveda, como la bóveda de una cripta; cabezas humanas tan apretujadas que parecían terrones oscuros en un campo recién arado. Todas las miradas apuntaban a un punto, a la fuente de una luz tan dulce como Dios.

Las velas ardían con llamas afiladas: espadas esbeltas y relucientes, que se alzaban en círculo en torno a la cabeza de una muchacha cuya voz era como el Amén de Dios.

Habló la voz, pero Freder no oía las palabras. Sólo percibía un sonido: la bendita melodía de aquella voz, saturada de dulzura como el aire de un jardín en flor se impregna de fragancia. Y de pronto, sobre la melodía, doblaron las campanas. Los muros se estremecieron bajo el rugido de un órgano invisible.

El cansancio, el agotamiento, se desvanecieron. Sintió que su cuerpo, de los pies a la cabeza, era de nuevo un instrumento de gozo; los tendones tensos al máximo -y sin embargo, serenos- en aquel acorde cálido y radiante en el que vibraba todo su ser.

Anheló acariciar las piedras sobre las que estaba reclinado. Anheló besar con ternura inmensa la piedra en que apoyaba la cabeza. Dios, Dios, Dios… El corazón latía en su pecho, y cada latido era una acción de gracias. Miraba a la muchacha, pero no la veía; sólo veía un resplandor. Se arrodilló ante él.

–Amada -musitaron sus labios-, amada mía. ¿Cómo pudo existir el mundo antes de que existieras tú? ¡Cómo debió sonreír Dios al crearte! ¿Hablas? ¿Qué dices? El corazón grita en mi interior; no puedo captar tus palabras. Ten paciencia conmigo, amada mía.

Sin darse cuenta de ello, como arrastrado por una cuerda invisible, reptó hasta aquel resplandor que era para él el rostro de, la muchacha. Al fin estuvo tan cerca que, con sólo extender la mano, alcanzaba a tocar el borde de su vestido.

«¡Mírame, Virgen!», imploraban sus ojos. «¡Madre, mírame!»

Pero los ojos amables de la muchacha miraban por encima de él y sus labios decían:

–Hermanos míos…

Calló súbitamente, como alarmada.

Freder alzó la cabeza. Nada había sucedido, nada que pudiera explicarse; sin embargo, el aire que corría por la bóveda era ahora un aliento rápido, fresco, como si llegara de unas puertas abiertas. Con un débil chisporroteo, las afiladas llamas se inclinaron un instante para luego alzarse, inmóviles de nuevo.

«Habla, amada mía», suplicó el corazón de Freder.

Sí, ahora habló ella, y esto es lo que dijo:

–¿Queréis saber cómo empezó la construcción de la Torre de Babel? ¿Queréis saber cómo terminó? Veo un hombre que viene del amanecer del mundo. Es hermoso, y de corazón ardiente. Le gusta caminar sobre las montañas, ofrecer su pecho al viento, hablar con las estrellas. Es fuerte, y gobierna a todas las criaturas. Sueña con Dios, y se siente íntimamente ligado a él. Sus noches están pobladas de imágenes.

»Una inspiración sagrada prende en su corazón. El firmamento se alza sobre él y sus compañeros. “¡Oh, amigos, amigos!”, grita, señalando hacia los astros. “¡Grande es el mundo y su Creador! ¡Grande es el hombre! Venid, construyamos una torre cuya cima alcance el cielo. Cuando estemos de pie sobre su cima y oigamos el rumor de las estrellas sobre nosotros, escribiremos nuestro Credo en símbolos dorados en la cima de la torre. ¡Grande es el mundo y su Creador! ¡Grande es el hombre!”.

»Un puñado de hombres llenos de confianza se lanzaron a la tarea; cocieron ladrillos, cavaron la tierra. Nunca los hombres habían trabajado con mayor rapidez, pues todos ellos no tenían más que un pensamiento, un propósito y un sueño. Por la tarde, cuando descansaban, no necesitaban hablar para entenderse, porque cada uno sabía lo que pensaba el otro. Pero después de algún tiempo, comprendieron que la obra era superior a la fuerza de sus manos, y llamaron a otros en su ayuda. Pero la tarea siguió creciendo…, llegó a ser abrumadora. Los constructores enviaron entonces mensajes a los cuatro rincones de la tierra pidiendo manos, manos que trabajaran en su poderosa obra.

»Llegaron las manos. Manos que trabajaban por un salario, manos que ignoraban el porqué de su trabajo. Ninguno de los que construían hacia el sur conocía a los que estaban construyendo hacia el norte. El cerebro que concibiera la construcción de la Torre de Babel era desconocido para quienes la edificaban. El cerebro y las manos estaban totalmente separados, se ignoraban. El cerebro y las manos se convirtieron en enemigos: el placer de uno se convirtió en la carga del otro. El himno de alabanza de uno se convirtió en la maldición del otro.

»¡Babel!, gritaba uno, queriendo decir: divinidad, coronación, triunfo eterno.

»¡Babel!, gritaba el otro, queriendo decir: infierno, esclavitud, condenación eterna.

»La misma palabra era plegaria y blasfemia. Aún diciendo las mismas palabras, los hombres eran incapaces de entenderse. La falta de entendimiento entre los hombres, y el abismo que separaba al cerebro de las manos fueron las causas de que la Torre de Babel estuviera destinada a la destrucción, y de que nunca se escribieran en la cima las doradas palabras: ¡Grande es el mundo y su Creador! ¡Grande es el hombre!

»El hecho de que el cerebro y las manos ya no se entiendan, destruirá un día la Nueva Torre de Babel. El cerebro y las manos necesitan un mediador; el mediador entre el cerebro y las manos debe ser el corazón.

La muchacha calló. Una respiración ahogada, como un suspiro, surgió de los labios silenciosos de sus oyentes. Uno de ellos se puso en pie lentamente, y alzando el rostro delgado y de mirada fanática hacia la muchacha, preguntó:

–¿Y dónde está nuestro mediador, María?

La muchacha le miró, y en su dulce rostro brilló una confianza sin límites.

–Espérale -dijo-, porque es seguro que ha de venir.

Un murmullo recorrió las filas de los hombres. Freder inclinó la cabeza a los pies de la muchacha. Todo su ser dijo:

–Seré yo.

Pero ella no le vio, ni le oyó.

–¡Tened paciencia, hermanos míos! – prosiguió-. El camino que vuestro mediador ha de tomar es largo. Muchos de entre vosotros clamáis por la lucha y la destrucción, pero yo os digo: no luchéis, hermanos, porque eso lleva al pecado. Creedme: vendrá uno que hablará por vosotros, que será el mediador entre vosotros y el hombre cuyo cerebro y voluntad se hallan por encima de todos. Él os dará lo más preciado: la libertad sin pecado.

Se levantó de la piedra en la que se hallaba sentada. Un movimiento general agitó las cabezas vueltas hacia ella. Se alzó una voz. No se veía al que hablaba; era como si hablaran todos ellos.

–Esperaremos, María. ¡Pero no por mucho tiempo!

La muchacha guardó silencio. Con ojos tristes, buscaba al que hablara entre la multitud.

Un hombre que se encontraba ante ella le preguntó:

–Y si al fin luchamos, ¿dónde estarás tú entonces?

–¡Con vosotros! – respondió la muchacha, abriendo las manos en gesto de ofrenda y sacrificio-. ¿Os he traicionado alguna vez?

–¡Nunca! – dijeron los hombres-. Eres como el oro para nosotros. No te defraudaremos.

–Gracias -dijo la muchacha, cerrando los ojos.

Con la cabeza inclinada quedó allí en pie, escuchando el rumor de los pies que se retiraban, pies que caminaban con zapatones groseros.

Cuando hubo muerto el sonido de los pasos y todo quedó en silencio a su alrededor, suspiró y abrió los ojos. Entonces vio a un hombre arrodillado a sus pies: vestía uniforme azul oscuro, gorra negra y calzaba zapatones groseros.

Se miraron, y entonces le reconoció.

Tras ellos, en una cueva de techo tan puntiagudo como la oreja del diablo, un hombre se aferró al brazo de otro.

-Silencio, calla -susurró una voz, animada por una risa burlona y cargada de despecho.

El rostro de la muchacha parecía de cristal, lleno de nieve. Esbozó un movimiento de huida, pero sus rodillas no la obedecían. No tiemblan más unos junquillos en aguas revueltas que lo que temblaban sus hombros.

–Si has venido a traicionarnos, hijo de Joh Fredersen, no obtendrás felicidad alguna por ello -dijo con voz clara.

Freder se levantó y quedó en pie ante ella.

–¿Es ésa toda la fe que tienes en mí? – preguntó, gravemente.

Ella no respondió, pero le miró con ojos llenos de lágrimas.

–Tú -continuó el hombre-, ¿cómo he de llamarte? No sé tu nombre. Siempre te he llamado así: «tú». En mis días horribles y mis noches insomnes, temiendo siempre no encontrarte de nuevo. ¿Sabré al fin tu nombre?

–María.

–María… No podía ser de otra manera. No facilitaste mi búsqueda, María.

–¿Y por qué habías de buscarme? ¿Por qué llevas el uniforme de algodón azul? Los que están condenados a llevarlo toda su vida viven en una ciudad subterránea, una de las maravillas del mundo. Es ligera, brillante, un modelo de orden. No le falta nada más que el sol, y la lluvia, y la luna que ilumine sus noches. Nada más que el cielo. Por eso los niños que allí nacen tienen rostro de gnomo. ¿Acaso deseas bajar a esa ciudad subterránea, para después disfrutar todavía más de tu morada, tan elevada sobre la gran Metrópolis, bajo la luz del cielo? Ese uniforme que vistes hoy, ¿lo llevas por diversión?

–No, María. Lo llevaré siempre.

–¿Como hijo de Joh Fredersen?

–Él ya no tiene hijo, a menos que tú, tú misma, se lo devuelvas.

Tras ellos, en una cueva de techo tan puntiagudo como la oreja del diablo, un hombre puso la mano sobre la boca del otro.

-Está escrito -susurró la risa-: «Y el hombre dejará a su padre y a su madre, y se unirá a su esposa».

–¿No me comprendes? – continuó Freder-. ¿Por qué me miras con tanta dureza? Deseas que yo sea el mediador entre Joh Fredersen y los que llamas tus hermanos. No puede haber un mediador entre el cielo y el infierno si no ha conocido ambos. Jamás conocí el infierno hasta ayer; por eso fracasé antes, cuando quise interceder ante mi padre en favor de tus hermanos.

»Hasta que te vi por primera vez, María, yo había gozado de una vida regalada. Ignoraba lo que era un deseo irrealizable. Incluso desconocía el deseo, pues todo era mío. Aunque soy joven, he apurado todos los placeres. No me quedaba más que un propósito, mi apuesta con la muerte: volar hacia las estrellas. Y entonces viniste tú, y me mostraste a mis hermanos.

»Desde aquel día, te he buscado. He deseado tanto verte que, sin vacilar, habría desafiado a la muerte si alguien me hubiera dicho que ése era el camino hacia ti. Pero tenía que vivir; era otro el camino.

–¿Para venir a mí, o a tus hermanos?

–A ti, María. No quiero parecerte mejor de lo que soy. Quiero venir a ti, María. Te quiero. No amo a la humanidad por ella misma, sino por ti, porque tú la amas. No quiero ayudar a la humanidad por ella misma, sino por ti, porque tú lo deseas.

»Ayer ayudé a dos hombres: socorrí al que mi padre había despedido, y realicé el trabajo del hombre cuyo uniforme visto ahora. Ése fue mi camino hacia ti. Dios te bendiga.

Su voz se quebró. La muchacha vino hacia él, cogió sus manos en las suyas, volvió suavemente las palmas hacia arriba y las estudió, examinándolas con sus ojos de Madona. Finalmente, juntó las manos y las estrechó tiernamente entre las suyas.

–María -susurró Freder.

María alzó sus manos hacia el rostro de Freder. Le tocó las mejillas; con las puntas de los dedos le acarició las cejas y las sienes, una, dos, tres veces. Él la estrechó contra su corazón y se besaron.

Freder no sentía ya las piedras bajo sus pies. Era como si un torbellino les arrastrara a ambos, fundidos en un intenso abrazo; un torbellino surgido del fondo del océano, una ola de fuego que subía hasta el cielo. Y todo el mar era un órgano.

Luego se hundía, se hundía, bajaba sin detenerse hasta el seno del mundo, la fuente originaria. La sed y su satisfacción, el hambre y la saciedad, el dolor y la curación, la muerte y la resurrección…

–Tú -dijo el hombre a los labios de la muchacha-, tú eres realmente la gran mediadora. Tú eres todo lo más sagrado sobre la tierra, tú eres toda bondad, tú eres toda gracia. Dudar de ti es dudar de Dios. María, María… Me llamaste: ¡aquí estoy!

Tras ellos, en una cueva de techo tan puntiagudo como la oreja del diablo, un hombre se inclinó al oído del otro.

-Me pediste un rostro para Futura: aquí tienes tu modelo.

-¿Es una orden?

-Sí.

–Ahora debes irte, Freder -dijo la muchacha. Sus ojos de Madona le miraban.

–¿Y dejarte aquí?

Con el rostro grave, ella asintió con la cabeza.

–Nada me sucederá. Entre todos los que conocen este lugar, no hay uno solo en el que no pueda confiar como si fuera mi hermano de sangre. Pero lo que existe entre tú y yo no es asunto de nadie. Me turbaría tener que explicar… lo que es inexplicable. ¿Comprendes?

–Sí -respondió Freder-. Perdóname.

Tras ellos, en una cueva de techo tan puntiagudo como la oreja del diablo, un hombre se alejó del muro.

-Ya sabes lo que tienes que hacer -dijo en voz baja.

-Sí… -la voz del otro se oyó en la oscuridad, negligente, soñadora-. Pero espera un poco, amigo; debo preguntarte algo.

-¿Bien?

-¿Has olvidado tu propio credo? ¿Has olvidado que el pecado y el sufrimiento son hermanos gemelos? Vas a pecar contra dos personas, amigo.

-¿Qué tiene eso que ver contigo?

-Nada, o muy poco. Freder es el hijo de Hel.

-Y mío.

-Sí.

-Y no quiero perderlo. ¿No es mejor pecar una vez más?

-Sí.

-Y…

-Y sufrir, sí. Muy bien, amigo. ¡Que todo suceda según tu credo!

La muchacha recorría los pasadizos que le eran tan familiares. La brillante linterna que llevaba en la mano iluminaba el techo y los muros, donde los muertos dormían en sus nichos de piedra. Jamás había temido a los muertos; sólo sentía respeto ante su gravedad.

Pero hoy no veía ni muros ni muertos. Caminaba sonriendo, sin saber por qué sonreía. Sentía deseos de cantar. Con una expresión de completa felicidad, repetía suavemente el nombre de su amado:

–Freder, Freder…

Luego alzó la cabeza, escuchando intensamente, muy quieta. Había percibido un susurro. ¿Un eco? No; apenas audible se escuchó una palabra:

–María…

Giró en redondo, asustada y dichosa. ¿Sería posible que él hubiera vuelto?

–¡Freder! – escuchó, pero no hubo respuesta-. ¡Freder!

Nada.

De pronto, notó una corriente de aire helado y los cabellos se le erizaron en la nuca: una mano de hielo le corrió por la espalda y se oyó un inacabable suspiro de angustia.

La muchacha quedó inmóvil. La brillante linterna que tenía en la mano lanzó su luz temblorosa en torno a sus pies.

–Freder… -también ahora su voz era sólo un susurro.

No hubo respuesta. Pero detrás de ella, al fondo del pasadizo por el que había marchado, percibió el roce suave de unos pies que se deslizaban sobre las piedras.

Era algo muy extraño. Nadie sino ella venía jamás por allí. Si había alguien, no podía ser un amigo. Desde luego, nadie con quien deseara encontrarse.

¿Debería dejarle pasar?

Sí.

Un segundo pasadizo se abría a su izquierda. Aguardaría allí hasta que quien la seguía hubiese pasado.

Se incrustó en la pared de aquel pasadizo y permaneció inmóvil, en absoluto silencio. No respiraba. Había apagado la lámpara. Esperaba, rodeada de la mayor oscuridad. Escuchó. Los pies que se deslizaban en la oscuridad estaban ya muy cerca. María sólo anhelaba oír cómo pasaban de largo y se perdían en la lejanía.

Sin embargo, no fue así. Se habían detenido en seco ante la entrada del pasadizo en el que ella aguardaba. Quienquiera que fuese, parecía dispuesto a esperar.

En el silencio absoluto, la muchacha escuchó de pronto su propio corazón que, como una bomba, latía más y más aprisa, latía más y más fuerte. Sin duda el hombre que guardaba la entrada del pasadizo oiría también aquellos violentos latidos. Y si entraba, ella no podría oírle llegar por culpa del loco latir de su corazón.

Tanteó con mano temblorosa la pared de piedra. Con el mayor sigilo empezó a alejarse de la boca del pasadizo, a penetrar en él para alejarse de quien guardaba la entrada.

Y los pies reanudaron su marcha.

¿Se equivocaba, o realmente aquellos pies, aquellos zapatos suaves que se deslizaban sobre las piedras la perseguían? Una respiración pesada y angustiosa se percibía cada vez más fuerte, más cerca; un aliento frío en su cuello, luego…

Nada más. Silencio, espera, vigilancia. Mantenerse alerta.

¿Qué era aquello?

Una criatura nunca vista, sin tronco, sólo brazos, piernas y cabeza. Pero ¡qué cabeza, Dios mío!

La criatura estaba agazapada ante María, y con los brazos en cruz cerraba el paso a la muchacha, que se vio atrapada sin defensa. Un resplandor extraño que parecía irradiar de aquella cabeza blanda y gelatinosa, iluminaba débilmente el pasadizo.

«¡Freder!», pensó. Se mordió los labios para no pronunciar el nombre, pero el grito surgía de su corazón.

Giró en redondo violentamente y emprendió una veloz huida. Corría a ciegas, golpeándose en las paredes, buscando desesperadamente una salida.

Al doblar un recodo, tropezó en la oscuridad y cayó. Se llevó los puños a los oídos para no oír las pisadas que se acercaban. Sabía que estaba atrapada en las tinieblas, y sin embargo abrió los ojos porque ya no podía soportar los círculos de fuego que se encendían tras sus párpados cerrados.

Y entonces vio su propia sombra gigantesca proyectada en el muro. A sus espaldas había luz, y ante ella vio a un hombre.

¿Un hombre? No, no lo era.

Eran los despojos de un hombre, absurdamente recostado contra el muro. Los pies del esqueleto -que casi tocaba las rodillas de la muchacha- calzaban unos zapatos rojos y puntiagudos…

Con un grito que le desgarró la garganta, la muchacha se incorporó y se echó atrás. Reemprendió su loca carrera sin mirar nada más, perseguida por la luz, por un aliento helado que fustigaba su espalda, perseguida por unos pies alados, suaves como plumas, unos pies que caminaban con zapatos rojos.

Corría, gritaba y corría…

–¡Freder! ¡Freder!

El grito le desgarraba la garganta. Cayó.

Se hallaba ante unas escaleras ruinosas. Con un esfuerzo sobrehumano, ayudándose con las manos ensangrentadas, subió paso a paso hasta el final.

Las escaleras conducían a una trampa que se abría en el techo.

La muchacha gimió:

–¡Freder!

Alzó los puños. Empujó, la cabeza y los hombros contra la trampa. Y gimió de nuevo:

–¡Freder!

La puerta se alzó, y cayó hacia atrás con estruendo. Y allá abajo, muy abajo, estalló una risa.

La muchacha se alzó sobre el borde de la trampa. Corrió de acá para allá con las manos extendidas, buscando una salida.

Al débil resplandor que subía de las profundidades vio una puerta: no tenía llave, ni picaporte. Sobre la madera oscura brillaba, rojo y cobre, el sello de Salomón: la estrella de cinco puntas.

La muchacha giró en redondo. Vio a un hombre sentado en el borde de la trampa. Sonreía.

Y entonces se sintió morir, y se hundió en la nada.

6

El propietario de Yoshiwara solía ganar dinero de muy diversos modos. Uno de ellos, desde luego el más inocente, consistía en apostar a que nadie -por mucho que hubiera viajado- sería capaz de adivinar a qué mezcla de razas debía él su rostro, y hasta entonces había ganado todas las apuestas. Recogía el dinero que ganaba con unas manos cuya cruel belleza no habría avergonzado a un antepasado de los Borgias españoles, pero cuyas uñas mostraban un borde sospechosamente azulado. Por otra parte, la cortesía de su sonrisa -en esas ocasiones tan provechosas para él- provenía indudablemente de ese mundo gracioso e insular que, desde los bordes más orientales de Asia, sonríe siempre gentil y vigilante a la poderosa América.

Se combinaban en él características que le hacían parecer un representante de Gran Bretaña e Irlanda, pues era de cabellos rojos, amante del regateo, aguantaba la bebida como si se apellidara McFosh, era avaricioso y supersticioso como cualquier escocés y, cuando ciertas circunstancias lo exigían, poseía la capacidad de olvidar con elegancia, lo que es la piedra angular del Imperio Británico. Hablaba prácticamente todas las lenguas vivas, como si su madre le hubiera enseñado a rezar -y su padre a maldecir- en todas ellas. Su ambición parecía surgir de Oriente, su contento de China. Y, por encima de todo ello, dos ojos serenos y observantes lo vigilaban todo con el tesón y la perseverancia germánicas.

En cuanto al resto, y por razones desconocidas para todos, su nombre era Septiembre.

Los que visitaban Yoshiwara habían tenido ocasión de verle demostrar una extensa variedad de emociones: desde el ensimismamiento sereno del salvaje satisfecho, hasta la excitación en la danza de los ucranianos.

Pero la expresión de absoluto desconcierto que cubría sus rasgos estaba reservada para Slim -a la mañana siguiente del día en que perdiera de vista a su joven amo- cuando golpeó violentamente el enorme gong con que se pedía la entrada a Yoshiwara.

Resultaba extraordinario que la puerta de Yoshiwara -tan amable por lo general- no estuviera abierta antes del cuarto golpe de gong, y que la abriera el mismo Septiembre con una expresión en sus rasgos que anunciaba una catástrofe inminente. Una máscara cobriza parecía cubrir su rostro. Al reconocer al conductor del coche en el que Slim había llegado, se deshizo en improperios:

–¡Ojalá esa cafetera hubiera estallado en mil pedazos antes de que ayer tarde me trajera a ese lunático! – exclamó-. Ahuyentó a mis clientes antes de que pensaran en pagar. Las muchachas que no están histéricas, andan por los rincones como juguetes rotos. A menos que llame a la policía, tendré que cerrar, pues no creo que ese tipo haya recobrado los cinco sentidos para esta tarde.

–¿De quién hablas, Septiembre? – preguntó Slim.

Aquél le miró. En ese momento, la choza más miserable de Siberia se habría negado de plano a que le atribuyeran el lugar de nacimiento de un individuo de aspecto tan idiota.

–Si es el hombre que yo he venido a buscar aquí -continuó Slim-, te libraré de él de un modo más agradable y rápido que la policía.

–¿Y a quién busca usted, señor?

Slim vaciló. Se aclaró ligeramente la garganta.

–Ya conoces esa seda blanca que se teje exclusivamente para muy pocos en Metrópolis…

Tal vez la larga línea de los antepasados de Septiembre incluyera también un comerciante de pieles de Tarnópolis, que ahora sonrió en los ojos astutos de su tataranieto.

–¡Entre, señor! – invitó el propietario de Yoshiwara, con la auténtica amabilidad de los cingaleses.

Cuando la puerta se cerró tras ellos -amortiguando el bullicio matutino de las calles de la gran Metrópolis-, llegó a sus oídos el rugir de una voz humana, más enardecida que el bramido de una bestia borracha de triunfo.

–¿Qué es eso? – preguntó Slim, bajando involuntariamente la voz.

–¡Él! – contestó Septiembre, y sólo él podía saber cómo consiguió pronunciar ese monosílabo con el afán vengativo de toda Córcega.

Los ojos de Slim le miraron inseguros, pero nada dijo. Siguió a Septiembre por sobre unas esteras de paja suave y brillante, entre muros de papel enmarcados en bambú. Tras uno de esos muros se oía el llanto de una mujer: monótono, desesperanzado, desgarrador, como las lluvias constantes que envuelven la cumbre del Fujiyama.

–Ésa es Yuki -murmuró Septiembre, indicando con un ademán la prisión de papel de la gimiente-. Ha estado llorando desde medianoche, como si quisiera ser la fuente de un nuevo mar. Esta noche su nariz parecerá una patata hinchada. Y ¿quién pagará por ello? ¡Yo!

–Y ¿por qué llora ese pequeño copo de nieve? – preguntó Slim sólo interesado a medias, ya que el estruendo de la voz humana que surgía de las profundidades de la casa atraía toda su atención.

–¡Oh, ella no es la única! – contestó Septiembre, con la tolerancia del que posee una taberna próspera en el puerto de Shanghai-. Pero ella al menos está calmada. Capullo de Ciruelo ha estado pegando a todos como un puma furioso, y Arco Iris ha tirado el bol de saki contra el espejo y está tratando de abrirse las venas con los cristales. Y todo por ese joven vestido de seda blanca.

La expresión agitada del rostro de Slim se ensombreció. Agitó la cabeza.

–¿Cómo consiguió apoderarse así de ellas? – preguntó.

Septiembre se encogió de hombros.

–Maohi -dijo canturreando, como si empezara uno de esos cuentos de Groenlandia, tanto más apreciados cuanto más pronto hacen dormir a quien los oye.

–¿Qué es eso de Maohi? – preguntó Slim, irritado.

Septiembre hundió la cabeza entre los hombros. Los corpúsculos de sangre irlandesa y británica que corrían por sus venas parecían desvanecerse a toda prisa, pero la impenetrable sonrisa japonesa supo ocultarlo antes de que resultara peligroso.

–Usted no sabe lo que es Maohi. En la gran Metrópolis nadie lo sabe. Pero aquí, en Yoshiwara, lo saben todos.

–Yo deseo saberlo también, Septiembre -dijo Slim.

Generaciones de abogados romanos se inclinaron con Septiembre cuando éste dijo:

–¡Desde luego, señor!

Pero no pudieron vencer el guiño de los antepasados borrachos de Copenhague cuando continuó:

–Maohi es… Bien, ¿no resulta extraño que de los diez mil huéspedes que ha tenido Yoshiwara, y que han experimentado con todo detalle lo que significa Maohi, ninguno sea capaz de recordarlo una vez afuera? No vaya tan aprisa, señor. El caballero que grita de ese modo no huirá de nosotros, y si tengo que explicarle lo que significa Maohi…

–Supongo que drogas, Septiembre.

–Mi querido señor, el león también es un gato. Maohi es una droga, pero ¿qué es un gato comparado con un león? Maohi es del otro lado de la tierra. Es lo divino, lo único, porque es lo único que nos hace sentir la intoxicación de los otros.

–¿La intoxicación de los otros? – repitió Slim, deteniéndose bruscamente.

Septiembre sonrió con la sonrisa de Hotei, el dios de la felicidad amigo de los niños. Puso la mano de los Borgia, con las uñas de borde sospechosamente azulado, en el brazo de Slim.

–La intoxicación de los otros, señor. ¿Sabe lo que significa eso? No de uno solo, sino de la multitud apiñada; la intoxicación de toda una multitud es lo que proporciona amigos a Maohi.

–¿Tiene muchos amigos Maohi, Septiembre?

El propietario de Yoshiwara sonrió, con una sonrisa apocalíptica.

–Señor, en esta casa hay una sala circular. No existe otra igual. Está construida como una concha de caracol marino, una inmensa concha, en cuyas espirales resuena el estruendo de los siete océanos. Es ahí donde se echan las gentes, tan apiñadas que sus rostros parecen un solo rostro. No se conocen entre sí, y sin embargo todos son amigos. Todos se sienten febriles. Todos están pálidos de expectación. Todos tienes las manos unidas. El temblor de los que se sientan en el fondo de la concha asciende por las espirales hasta aquellos que, desde la parte más alta, envían hacia ellos su propio temblor.

Septiembre tragó saliva, respiró. El sudor era como una cadena de gotitas sobre su frente. Una sonrisa de locura internacional entreabría sus labios.

–Continúa, Septiembre -dijo Slim.

–De pronto, el borde de la concha empieza a girar suavemente… ¡ah, cuan suavemente!, a los acordes de una música que haría estallar en sollozos al peor asesino y obligaría a sus jueces a perdonarle en el mismo cadalso; una música a cuyos sones los enemigos mortales se besan, los mendigos se creen reyes, el hambriento olvida su hambre. A los acordes de esa música, la concha va girando sobre su corazón estacionario hasta que parece liberarse del suelo y, alzándose, girar sobre sí misma. Las gentes gritan, ¡no, no en voz alta!; gritan como los pájaros que se bañan en el mar. Las manos unidas se cierran apretadamente. Los cuerpos giran a su ritmo.

»Luego viene el primer balbuceo: Maohi. El balbuceo crece, se transforma en una oleada, se convierte en una marea de primavera. Toda la concha grita: ¡Maohi, Maohi! Es como si una pequeña llama viniera a descansar sobre la cabeza de cada uno, como el fuego de San Telmo. ¡Maohi, Maohi! Llaman a su dios. Llaman a aquél a quien el dedo del dios va a tocar hoy. Nadie sabe de dónde vendrá, pero está allí. Saben que está entre ellos; debe salir de entre sus filas. Y ellos le llaman: ¡Maohi, Maohi! De pronto…

La mano de los Borgia se alzó, y quedó en el aire como una garra oscura.

–Y de pronto, un hombre se alza en el centro de la concha, en el círculo brillante, en el disco iluminado. Pero no es un hombre: es la representación de la intoxicación de todos ellos. No tiene conciencia de sí mismo. Una ligera espuma aparece en sus labios. Sus ojos son ardientes, como meteoros fugaces que dejan huellas de fuego a su paso por el cielo. Se pone en pie y vive su intoxicación. Él es lo que su intoxicación es. De los miles de ojos que se han anclado en su alma, surge en él la fuerza de la intoxicación. No hay belleza en la creación de Dios que no se revele, superada por esas almas intoxicadas. Lo que él dice se hace visible, lo que él oye se hace audible a todos. Lo que él siente: poder, deseo, locura…, es sentido por todos ellos. En el área brillante en torno a la cual gira la concha, a los sones de una música indescriptible, el que está en éxtasis vive el éxtasis de miles de seres representados en él, y se extasía por todos.

Septiembre se detuvo y sonrió a Slim.

–Eso, señor, es Maohi.

–Realmente, debe ser una droga poderosa la que inspira al propietario de Yoshiwara semejante himno -dijo Slim, sintiendo la garganta extrañamente seca-. ¿Crees que ese individuo que gime ahí abajo se uniría a ese canto de alabanza?

–Pregúnteselo usted mismo, señor -dijo Septiembre.

Abrió la puerta y dejó pasar a Slim. Éste se detuvo en el mismo umbral porque, al principio, no vio nada. Una melancólica penumbra dominaba la sala, cuyas dimensiones no podía calcular. El suelo bajo sus pies se inclinaba en una pendiente apenas perceptible; donde ésta terminaba parecía existir tan sólo el vacío. A derecha e izquierda, los muros en espiral se curvaban hacia lo alto.

Eso es todo lo que vio Slim. Pero de aquel fondo que era el vacío le llegó un destello blanco. Y allí flotaba una voz, la voz del asesino que, a la vez, está siendo asesinado.

–¡Luz, Septiembre! – dijo Slim, respirando con dificultad. Una sensación insoportable le atenazaba la garganta.

Lentamente la sala fue iluminándose. Slim se encontraba de pie en una de las cornisas de aquella sala redonda, que tenía la forma de una concha marina. Se acercó a la barandilla y se inclinó sobre ella: en el fondo brillaba un disco blanco. Rodeándolo, como las cenefas que decoran los bordes de los muebles, vio mujeres encogidas, arrodilladas, vestidas de hermosas ropas y borrachas. Algunas apoyaban la frente contra el suelo, las manos crispadas sobre los cabellos de ébano. Otras estaban encogidas, unidas en grupos, las cabezas muy apiñadas, las caras reflejando su temor. Unas se agitaban rítmicamente de un lado a otro, como si invocaran a los dioses. Otras lloraban. Algunas estaban como muertas.

Pero todas parecían ser las siervas del hombre que se hallaba sobre el disco iluminado.

Éste vestía la seda blanca que se tejía exclusivamente para muy pocos en Metrópolis, y calzaba los zapatos suaves con los que los amados hijos de los padres poderosos parecían acariciar la tierra. Pero la seda colgaba en harapos sobre el cuerpo del hombre, y los zapatos cubrían unos pies ensangrentados.

–¿Es ése el hombre que busca, señor? – preguntó Septiembre, inclinándose confidencialmente hacia el oído de Slim.

Éste no contestó. Miraba al hombre.

–Por lo menos -continuó Septiembre-, es el joven que vino ayer en el mismo coche en que usted vino hoy. ¡Que el diablo se lo lleve! Ha convertido mi concha giratoria en la antesala del infierno. Ha lanzado llamas abrasadoras sobre las almas.

»Yo he conocido a seres intoxicados con Maohi que se han creído reyes, dioses, fuego y tormenta, y han obligado a otros a sentirse reyes, dioses, fuego y tormenta. He conocido a algunos que, en el éxtasis del deseo, han llamado a las mujeres que estaban en la parte superior de la concha y ellas, lanzándose como gaviotas con las alas extendidas, han caído a sus pies sin dañarse, mientras que otras han muerto en la caída.

»Pero este hombre no se ha sentido ni dios, ni tormenta, ni fuego, y su borrachera, desde luego, no le inspiraba deseo. Yo creo que ha venido del infierno, y que ruge con la intoxicación de los condenados. No supo comprender que para ellos el éxtasis es también condenación. ¡El muy idiota! La plegaria que pronuncia no le redimirá. Se cree una máquina, y se está rezando a sí mismo. Ha obligado a los demás a rezar ante él. Les ha obligado a arrastrarse ante él. Les ha convertido en polvo. Muchos de los que se arrastran hoy por Metrópolis, son incapaces de comprender por qué tienen los miembros como rotos.

–Calla, Septiembre -ordenó Slim, roncamente; se llevó la mano a la garganta que le ardía como una brasa.

Septiembre guardó silencio, encogiéndose de hombros. Entonces, se oyeron palabras que estallaban como lava desde las profundidades:

–¡Yo soy tres en uno: Lucifer, Belial y Satán! ¡Yo soy la muerte eterna! ¡Yo soy la negación eterna! ¡Venid a mí! ¡En mi infierno hay muchas moradas! ¡Yo os las asignaré! ¡Soy el gran rey de todos los condenados! ¡Soy una máquina! ¡Soy la Torre sobre vosotros todos! ¡Soy un martillo, una rueda, un horno ardiente! ¡Soy un asesino, pero de nada me sirven mis víctimas! ¡Quiero víctimas, y las víctimas no me calman! ¡Rezad ante mí, y sabed que no os oigo! ¡Gritadme “Pater Noster”, y sabed que estoy sordo!

Slim giró en redondo, y vio el rostro de Septiembre como una máscara cenicienta a su lado. Quizás entre los antepasados de Septiembre alguno proviniera de una isla de los Mares del Sur, donde los dioses significan poco, y los espíritus todo.

–Eso ya no es un hombre -susurró el dueño de Yoshiwara, con los labios muy pálidos-. Un hombre habría muerto hace tiempo. Mire sus brazos, señor. ¿Cree que un hombre puede imitar el movimiento de una máquina durante horas y horas sin parar, y sin que eso le mate? Está tan muerto como la piedra. Si ahora le llamáramos, caería y se rompería en pedazos como una estatua de escayola.

Pero las palabras de Septiembre no parecían penetrar en la conciencia de Slim. Su rostro tenía una expresión de asco y sufrimiento, y cuando habló parecía vencido por un dolor profundo.

–Espero, Septiembre, que esta noche hayas tenido tu última oportunidad de observar los efectos de Maohi en tus huéspedes.

Septiembre contestó únicamente con su sonrisa japonesa. Pero no habló.

Slim se adelantó hasta la barandilla, se inclinó hacia el disco lechoso y gritó, con un tono agudo como un silbido:

–¡Once mil ochocientos once!

El hombre que gesticulaba sobre el disco brillante giró en redondo, como si hubiera recibido un golpe en el costado. Cesó el ritmo infernal de sus brazos; murió poco a poco la vibración. Cayó en tierra como un tronco, y ya no volvió a moverse.

Slim corrió hacia él y apartó violentamente al círculo de mujeres que, rígidas por el impacto, parecían sentir un horror aún más profundo ante el brusco desenlace. Se arrodilló junto al hombre, le miró al rostro, apartó la seda destrozada de su corazón y, sin entretenerse en comprobar su pulso, lo levantó y se lo llevó en brazos. Los suspiros de las mujeres le seguían, como una densa cortina de niebla.

Septiembre se hizo a un lado al advertir la mirada de Slim. Respirando ahogadamente, pero sin decir nada, corrió junto a él como un perro ansioso de complacer.

Slim llegó a la puerta de Yoshiwara. El mismo Septiembre se la abrió. El conductor, que aguardaba junto al coche, miró con asombro al hombre que Slim llevaba en brazos, envuelto en harapos de seda blanca que azotaba el viento, y que tenía un aspecto más horrendo que el de un cadáver.

El propietario de Yoshiwara se inclinó una y otra vez mientras Slim entraba en el coche, sin que éste le prestara ya la menor atención. El rostro de Septiembre, tan gris como filoso, recordaba las hojas de aquellas antiguas espadas forjadas de acero indio en Shiras o en Ispahán, y en las cuales, disimuladas por los adornos, había escritas palabras burlonas y mortales.

El coche inició suavemente la marcha. Septiembre lo miró y sonrió con la serena sonrisa del Asia Oriental. Sabía lo que, salvo él, todos ignoraban en Metrópolis: que con la primera gota de agua o de vino que humedeciera los labios de un ser humano, desaparecería hasta el recuerdo más débil de lo que pertenecía al mundo de la droga de Maohi.

El coche se detuvo ante el primer centro médico. Vinieron unos enfermeros y se llevaron aquel fardo de humanidad, que temblaba en sus harapos de seda blanca. Slim miró a su alrededor e hizo señas a un policía estacionado junto a la puerta.

–Ven a tomar un informe -le indicó; la lengua apenas le obedecía, tanta era su sed.

El policía entró en el edificio con él.

–Espera -dijo Slim, más con un gesto de la cabeza que con palabras.

Había visto una jarra de agua sobre la mesa. Bebió con la avidez de un animal que al fin encuentra agua al salir del desierto. Dejó el jarro, y un intenso temblor recorrió todo su cuerpo.

Se dirigió a la sala donde llevaran a Georgi. Éste se hallaba recostado en un lecho, y el médico de guardia le humedecía los labios con vino. Los ojos del enfermo estaban abiertos de par en par mirando al techo, y sus lágrimas manaban sin cesar; como si no corrieran por voluntad del hombre, como si se escaparan de una vasija rota y no pudieran dejar de correr hasta que hubiera quedado totalmente vacía.

Slim miró al doctor al rostro, pero éste se encogió de hombros. Slim se inclinó hacia el hombre postrado.

–Georgi -dijo en voz baja-, ¿puedes oírme?

El enfermo asintió, apenas con una inclinación.

–¿Sabes quién soy?

El mismo gesto.

–¿Estás en condiciones de responder a dos o tres preguntas?

Otra breve inclinación.

–¿Cómo te hiciste con el traje de seda blanca?

Durante largo tiempo no recibió respuesta alguna. Sólo lágrimas. Luego vino la voz, más leve que un susurro:

–Él cambió sus ropas conmigo.

–¿Quién?

–Freder, el hijo de Joh Fredersen.

–¿Y luego, Georgi?

–Me dijo que había de esperarle…

–¿Dónde, Georgi?

Un largo silencio. Y después, con voz apenas audible:

–Calle noventa. Casa siete. Séptimo piso.

Slim no insistió; sabía quién vivía allí. Miró al médico, cuyo rostro tenía una expresión del todo inescrutable. Slim aspiró profundamente y preguntó en un suspiro:

–¿Por qué no fuiste allí, Georgi?

Ya se volvía para irse, pero se detuvo cuando la voz de Georgi surgió temblorosa a sus espaldas:

–La ciudad, todas las luces. Dinero más que suficiente. Está escrito: perdónanos nuestras deudas, no nos dejes caer en la tentación…

La voz se extinguió y la cabeza de Georgi se ladeó en la almohada. El doctor se aclaró la garganta cautelosamente. Slim alzó la cabeza como si alguien le hubiera llamado, luego la inclinó de nuevo.

–Volveré más tarde -dijo suavemente-. Atiéndele personalmente.

Georgi estaba dormido.

Slim dejó la habitación seguido por el policía.

–¿Qué quieres? – le preguntó ahora, con una mirada de desconcierto.

–El informe, señor.

–¿Qué informe?

–Yo tenía que tomar un informe, señor.

Slim miró atentamente al policía, casi meditabundo. Alzó una mano y con ella se frotó la frente.

–Un error -dijo-. Ha habido un error.

El policía saludó y -aunque desconcertado- se retiró, pues conocía a Slim. Éste seguía de pie en el mismo lugar. Una y otra vez se frotaba la frente, con el mismo gesto de impotencia.

Al fin agitó la cabeza, se metió en el coche y dijo:

–Bloque noventa.

7

–¿Dónde está Georgi? – preguntó Freder, registrando con la vista la casa de Josafat que se ofrecía ante él, hermosa, con una superabundancia desconcertante de sillones, divanes y almohadones de seda, con cortinas que tamizaban la luz.

–¿Quién? – preguntó Josafat, sin entender.

Había esperado toda la noche sin dormir, y sus ojos parecían excesivamente grandes en aquel rostro demacrado. Los ojos, que no se apartaban de Freder, eran como manos alzadas en adoración.

–Georgi -repitió Freder. Sonreía feliz, a pesar del gesto de cansancio de sus labios.

–¿Quién es ése? – preguntó Josafat.

–Yo lo envié a ti.

–Nadie ha venido.

Freder le miró sin hablar.

–Estuve sentado toda la noche en esta silla -continuó Josafat, interpretando equivocadamente el silencio de Freder-. No dormí ni un segundo. Esperaba recibir una llamada suya, o que usted o algún mensajero viniera en cualquier momento. También informé al vigilante. Nadie ha venido.

Freder seguía en silencio. Lentamente, vacilando casi, cruzó el umbral y entró en la habitación. Se llevó la mano a la cabeza y se quitó la gorra negra que le recogía apretadamente los cabellos, la dejó caer al suelo y se llevó ambas manos a los ojos. Su cuerpo parecía un abedul azotado y vencido por un fuerte viento.

Josafat se fijó en el uniforme que llevaba Freder.

–Freder -empezó con cautela-, ¿cómo es que lleva usted esas ropas?

Freder seguía apartado de él. Retiró las manos de los ojos y se apretó con ellas el rostro, como para calmar el dolor que sentía.

–Las llevaba Georgi -contestó-. Yo le di las mías.

–Entonces, ¿Georgi es un obrero?

–Sí. Le encontré ante la máquina del Pater Noster. Ocupé su lugar y lo envié a ti.

–Quizá venga todavía -contestó Josafat.

Freder agitó la cabeza.

–Debía de haber llegado hace horas. Además, si le hubieran atrapado al salir de la Nueva Torre de Babel, alguien habría venido a buscarme mientras yo estaba de pie ante la máquina.

–¿Había mucho dinero en el traje que cambió con Georgi? – preguntó Josafat con cautela, como el que roza una herida abierta.

Freder asintió.

–Entonces no debe extrañarse de que Georgi no haya venido… -empezó a decir Josafat, pero la expresión de dolor y vergüenza en el rostro de Freder le impidieron continuar-. ¿No quiere sentarse? – le suplicó-. ¿O echarse? Parece tan cansado que resulta penoso mirarle.

–No tengo tiempo para descansar -contestó Freder; recorría la habitación sin propósito determinado, sin sentido, deteniéndose en los lugares donde una silla o una mesa le ofrecían un punto de apoyo-. La cuestión es ésta, Josafat: dije a Georgi que viniera aquí y me esperara, o esperara un mensaje mío. Hay una posibilidad entre mil de que Slim, que me busca, esté ya sobre la pista de Georgi, y hay una entre mil de que logre sacarle el lugar al que le envié.

–¿Y usted no quiere que Slim le encuentre?

–No debe encontrarme, Josafat. Por nada de este mundo.

Josafat permanecía en pie, silencioso e impotente. Freder le miró con una sonrisa temblorosa.

–¿Cómo podremos conseguir dinero ahora, Josafat?

–Eso no ofrece dificultad alguna para el hijo de Joh Fredersen.

–Más de lo que tú crees, Josafat, pues ya no soy el hijo de Joh Fredersen.

Josafat alzó la cabeza.

–No le entiendo -dijo, después de una pausa.

–No hay nada que entender, Josafat. Me he liberado de mi padre y ahora sigo mi propio camino.

El hombre que fuera el primer secretario del Amo de la gran Metrópolis retuvo el aliento en los pulmones y luego suspiró lentamente.

–¿Me permite que le diga algo?

–Bien.

–Uno no se libera de Joh Fredersen. Es él quien decide si uno sigue a su lado o debe dejarle. No hay nadie que sea más fuerte que él. Es como la tierra. En lo que respecta a la tierra, no tenemos voluntad tampoco. Sus leyes nos mantienen eternamente perpendiculares al centro de ella, aunque nos pongamos cabeza abajo. Si Joh Fredersen deja libre a un hombre, es lo mismo que si la tierra le negara su poder de atracción. Significa caer en la nada. Joh Fredersen puede dejar libre a quien quiera, pero nunca liberará a su hijo.

–Pero -contestó Freder hablando febrilmente- ¿y si un hombre vence las leyes de la naturaleza?

–Utopía, Freder.

–Para el espíritu inventivo del hombre no hay utopía. Sólo hay un «todavía no». Yo me he decidido a abrir un camino, y debo seguir. ¡Sí, debo seguir! No sé el camino todavía, pero lo encontraré, porque debo encontrarlo.

–Dondequiera que desee ir, Freder…, yo iré con usted.

–Gracias -dijo Freder, extendiendo la mano y recibiendo un cálido y fuerte apretón.

–Debe saber, Freder -dijo Josafat con voz ahogada por la emoción-, que todo cuanto soy y tengo le pertenece. No es mucho, porque he vivido como un loco. Pero para hoy, y mañana, y pasado mañana…

Freder agitó la cabeza sin soltarle la mano.

–No, no -dijo, a la vez que su rostro enrojecía profundamente-, no se empieza así un camino nuevo. Debemos tratar de encontrar otros medios. No será fácil; Slim conoce bien su tarea.

–Tal vez consiguiera ganarse a Slim -dijo Josafat vacilante-. Por extraño que esto le parezca a usted, él le quiere.

–Slim ama a todas sus víctimas, lo que no le impide, como el más amable y considerado de los verdugos, llevarlas a los pies de mi padre. Es el instrumento nato, pero el instrumento del más fuerte. Jamás se convertiría en el instrumento del débil, porque eso le humillaría. Y tú mismo acabas de decir, Josafat, cuánto más fuerte es mi padre que yo.

–Si pudiera confiar en alguno de sus amigos…

–Yo no tengo amigos, Josafat.

Éste deseaba contradecirle, pero se detuvo. Freder volvió la mirada hacia él. Se enderezó y sonrió, todavía con la mano del otro en la suya.

–Tengo compañeros de juegos, compañeros de deportes, pero ¿amigos?, ¿un amigo? No, Josafat. ¿Puede uno confiarse acaso a alguien de quien sólo conoce el sonido de su risa?

Vio la mirada de Josafat fija en él, y supo discernir en sus ojos el dolor y la verdad.

–Sí -dijo con una sonrisa preocupada-. Me gustaría confiarme a ti, debo confiarme a ti, Josafat. Debo llamarte amigo y hermano, porque necesito un hombre que confíe en mí y me acompañe hasta el fin del mundo. ¿Quieres ser tú ese hombre?

–Sí.

–¿Sí? – se aproximó a él y le puso las manos en los hombros. Le escudriñó el rostro. Agitó la cabeza-. Aceptas. ¿Sabes lo que eso significa para ambos? La última plomada, el último anclaje. Apenas te conozco. Quería ayudarte, y ahora ni siquiera puedo hacerlo porque soy más pobre que tú.

»Tal vez sea para bien. El hijo de Joh Fredersen quizá pueda ser traicionado, pero ¿yo, Josafat? ¿Un hombre que ya no tiene nada sino su voluntad, y un objetivo? No valdría la pena traicionarme. ¿Verdad Josafat?

–Que me mate Dios como se mata a un perro rabioso…

–Está bien, está bien -la sonrisa de Freder había vuelto a sus labios, clara y hermosa en su rostro agotado-. Ahora me voy, Josafat. Quiero ir junto a la madre de mi padre a llevarle algo que es muy sagrado para mí. Estaré aquí de nuevo antes de la noche. ¿Te encontraré aquí entonces?

–Sí, Freder, con toda seguridad.

Poco después -Josafat seguía todavía de pie en el mismo lugar en que Freder le dejara- alguien llamó a la puerta. Aunque la llamada era tan suave y modesta como la llamada del que viene a suplicar, algo en ella hizo temblar a Josafat. Se quedó inmóvil mirando a la puerta, incapaz de hacer nada.

Por dos veces más se repitió la suave llamada. La impresión de que era ineludible, de que sería totalmente inútil hacerse el sordo de modo permanente, se apoderó de Josafat.

–¿Quién está ahí? – preguntó al fin, con voz ronca.

Sabía muy bien quién era. Sólo lo preguntaba para ganar tiempo, para respirar hondo, pues lo necesitaba urgentemente. No esperaba respuesta, ni la recibió tampoco.

La puerta se abrió. Slim se hallaba en el umbral.

No se saludaron. Josafat, porque tenía la garganta demasiado seca; Slim, porque su mirada perspicaz había recorrido la habitación en el momento de cruzar el umbral y había visto algo: una gorra negra caída en el suelo.

Josafat siguió la mirada de Slim con sus ojos. No se movió. Con paso silencioso Slim fue hasta la gorra, se inclinó y la recogió. La giró lentamente a un lado y otro. La volvió del revés. En el borde bañado de sudor había un número: 11811.

Slim sostenía la gorra con un gesto casi afectuoso. Clavó los ojos nublados de cansancio en Josafat y le preguntó hablando en voz muy baja:

–¿Dónde está Freder, Josafat?

–No lo sé.

Slim sonrió como dormido. Dobló la gorra negra. La voz ronca de Josafat continuó:

–Y aunque lo supiera, tampoco se lo diría.

Slim miró a Josafat sin dejar de sonreír, ni de acariciar la gorra negra.

–Tienes razón -dijo cortésmente-. Te pido perdón. Fue una pregunta tonta. Por supuesto que no me dirás donde está Freder. Tampoco es en absoluto necesario. Es otra cuestión.

Se guardó la gorra en el bolsillo después de enrollarla cuidadosamente, y miró toda la habitación. Se dirigió a un sillón situado junto a una mesa baja, negra y pulida.

–¿Me permites? – preguntó cortésmente.

Josafat hizo un movimiento de cabeza.

–Vives muy bien aquí -dijo Slim, echándose atrás y examinando la habitación-. Todo tiene un tono suave, oscuro. En torno a estos almohadones el ambiente está tibiamente perfumado. Comprendo muy bien lo difícil que te será dejar este piso.

–No tengo intención de hacerlo -dijo Josafat.

Slim cerró los párpados apretadamente, como si deseara dormir.

–No, todavía no. Pero muy pronto…

–Yo no diría eso -contestó Josafat. Sus ojos cargados de odio enrojecieron al mirar a Slim.

–No, todavía no. Pero muy pronto…

Josafat seguía inmóvil, pero de pronto dio un puñetazo en el aire como si golpeara una puerta invisible.

–¿Qué quiere exactamente? – preguntó, respirando con dificultad-. ¿Qué insinúa con esas palabras? ¿Qué quiere de mí?

Al principio, pareció como si Slim no hubiera oído la pregunta. Adormilado, con los ojos cerrados, seguía allí sentado, respirando ruidosamente. Pero cuando la piel del sillón crujió bajo los dedos de Josafat, Slim dijo lentamente pero con toda claridad:

–Quiero que me digas por qué suma abandonarás este piso, Josafat.

–¿Cuándo?

–Inmediatamente.

–¿Qué quiere decir inmediatamente?

Slim abrió los ojos, y eran tan fríos y brillantes como el guijarro del fondo de un arroyo.

–Inmediatamente significa dentro de una hora. Inmediatamente significa mucho antes de esta noche.

Un escalofrío recorrió la espalda de Josafat. Cerró las manos lentamente y apretó los puños.

–Salga, señor -dijo serenamente-. Salga de aquí ahora mismo.

–El piso es muy bonito -dijo Slim-. No deseas abandonarlo. Vale mucho para el que sabe apreciar estas cosas. No tendrás tiempo tampoco de hacer las maletas. Puedes llevarte lo que necesites para veinticuatro horas. El viaje, un traje nuevo, un año de gastos, todo eso se añadirá a la suma. ¿Cuál es el precio de tu piso, Josafat?

–Voy a arrojarle a la calle -balbuceó Josafat, con labios febriles-. Le arrojaré por la ventana. Sin abrirla. Son siete pisos, mi querido señor.

–Tú amas a una mujer, y ella no te corresponde. Las mujeres que no están enamoradas son muy caras, ¿no es verdad? Y tú quieres comprar a esta mujer. De acuerdo. Te daré tres veces lo que vale el piso. La vida en la costa del Adriático, en Roma, en Tenerife, un crucero alrededor del mundo en un yate espléndido con una mujer que desea ser comprada cada día. Es comprensible, Josafat, que el piso sea caro; pero, para decirte la verdad, es preciso que lo tenga, así que habré de pagar por él.

Se metió la mano en el bolsillo y sacó un fajo de billetes. Lo deslizó hacia Josafat sobre la superficie negra y pulida de la mesa. Éste lo cogió de un revuelo y lo lanzó al rostro de Slim. Con un movimiento rápido Slim lo atrapó y volvió a ponerlo suavemente en la mesa. Colocó otro fajo junto a él.

–¿Es suficiente? – preguntó con voz adormilada.

–¡No! – aulló Josafat.

–Sensato -dijo Slim-, muy sensato. ¿Por qué no habrías de aprovechar al límite tus ventajas? Una oportunidad así de subir de golpe cien escalones en la vida, de ser independiente, feliz, libre, con el logro de todos los deseos, la satisfacción de todos los caprichos, poseerte a ti mismo y a una mujer hermosa a tus pies; una oportunidad así sólo la tendrás una vez en la vida. ¡Aprovéchala, Josafat, si no eres idiota! En confianza: la hermosa de quien hablábamos ha sido ya informada y te está esperando junto al avión que se halla dispuesto para el viaje. Tres veces el precio, Josafat, si decides no hacerla esperar.

Puso un tercer fajo de billetes sobre la mesa. Miró a Josafat, cuyos ojos enrojecidos amenazaban con atacarle. Avanzó fieramente, agarró los tres montones y con manos crispadas empezó a rasgar los billetes.

Slim meneó la cabeza.

–No importa -dijo sin turbarse-. Tengo aquí un talonario con cheques firmados por Joh Fredersen. Escribiremos una suma en la primera hoja: el doble de la cantidad acordada hasta ahora. ¿Bien, Josafat?

–No lo haré -dijo el otro, temblando de pies a cabeza.

Slim sonrió.

–No, todavía no. Pero muy pronto…

Josafat no contestó. Miraba el trozo de papel blanco que destacaba sobre el negro de la mesa. No veía la cifra en él.

Sólo veía la firma: Joh Fredersen.

Una firma como escrita con el filo de un hacha: Joh Fredersen.

Apartó la cabeza, y fue como si sintiera el filo del hacha en el cuello.

–¡No! – gimió-. ¡No, no, no!

–¿Aún no es suficiente? – preguntó Slim.

–Sí -dijo en un murmullo-. Sí, es suficiente.

Slim se puso en pie. Algo que se le saliera del bolsillo sin él advertirlo -al sacar los puñados de billetes- se deslizó ahora de sus rodillas: era una gorra negra como las que solían usar los obreros de Joh Fredersen.

Un gemido escapó de los labios de Josafat. Cayó de rodillas. Cogió la gorra con ambas manos. Se la llevó a la boca. Miró a Slim. Se incorporó. Saltó como un ciervo ante la jauría, a fin de ganar la puerta.

Pero Slim fue más rápido. Con un impulso poderoso saltó sobre la mesa y el diván. Rebotó contra la puerta y quedó en pie ante Josafat. Por una fracción de segundo, ambos se miraron fijamente. Luego las manos de Josafat se aferraron furiosas a la garganta de Slim. Éste bajó la cabeza y extendió los brazos, brazos prensores como los de un pulpo.

Lucharon estrechamente aferrados, uno ardoroso, el otro helado; uno furioso, el otro reflexivo; uno gritando, el otro silencioso. La hermosa habitación, convertida en terreno de lucha, parecía demasiado pequeña para los dos cuerpos enlazados que se retorcían como peces, que pateaban como ciervos, que se golpeaban como osos furiosos.

Pero contra la frialdad terrible e inalterable de Slim era inútil la furia acalorada de su oponente. De pronto, como si se le hubieran quebrado las rodillas, Josafat se desmoronó en brazos de Slim y cayó a sus pies, mirándole con ojos vidriosos.

Slim le soltó.

–¿Has tenido ya bastante? – preguntó, sonriendo.

Josafat no contestó. Levantó penosamente la mano derecha como si la gorra negra de Freder, que no había soltado ni en toda la furia de la pelea, pesara una tonelada. La apretó entre las manos, la acarició…

–Vamos, Josafat, levántate -dijo Slim; hablaba con gravedad, suavemente, incluso con cierta tristeza-. ¿Me permites que te ayude? Dame las manos. No, no, no te quitaré esa gorra. Me temo que me vi obligado a hacerte mucho daño. No fue un placer. Pero tú me obligaste.

Soltó al hombre, que ahora se hallaba de pie, y miró a su alrededor con melancólica sonrisa.

–Ha sido mejor que fijáramos el precio de antemano -dijo-. Ahora el piso sería mucho más barato.

Suspiró levemente y miró a Josafat.

–¿Cuándo estarás dispuesto a irte?

–Ahora -repuso.

–¿No te llevarás nada?

–No.

–¿Te irás tal como estás, con todas las señales de la lucha, roto y destrozado?

–Sí.

–¿Te parece cortés para con la dama que te espera?

Los ojos de Josafat recuperaron la vista. Enrojecidos, se volvieron hacia Slim.

–Si no quiere que mate a esa mujer, haga que se vaya antes de que yo la vea.

Slim guardó silencio. Josafat se volvió para marcharse. Slim cogió el cheque, lo dobló y lo metió en el bolsillo de Josafat; éste no ofreció resistencia.

Pasó ante Slim en su camino hacia la puerta. Luego se detuvo de nuevo y miró hacia atrás. Agitó la gorra como despidiéndose de la habitación, y estalló en una risa incesante.

Slim salió tras él.

8

Freder subió vacilante los escalones de la catedral. Hel, su madre, solía ir allí a menudo, pero para él era ésta la primera vez. Ahora anhelaba ver la catedral con los ojos de su madre, oír con los oídos de ella la plegaria de piedra de las columnas, cada una con su propia voz.

Entró en la catedral como un niño, dispuesto a la reverencia pero sin temor. Oyó -como Hel, su madre- el Kyrie Eleison de las piedras, el Te Deum Laudamus, el De Profundis y el Jubilate. Y oyó, como su madre, el coro de las piedras que coronaba el Amén de la cúpula.

Buscó a María -que debía esperarle en la escalera del campanario-, pero no pudo encontrarla. Recorrió la catedral, que parecía desierta. En una ocasión se detuvo; estaba de pie frente a la Muerte. La imagen fantasmal, tallada en piedra, se alzaba en un nicho. Llevaba sombrero y una capa muy amplia, la guadaña al hombro y, colgando del cinto, un reloj de arena. Sus descarnados dedos sostenían entre los dientes una flauta labrada en hueso. Los siete pecados capitales eran su acompañamiento.

Freder miró el rostro de la Muerte y dijo:

–Si hubieras venido antes no me habrías asustado, pero ahora te lo ruego: ¡apártate de mí y de mi amada!

Sin embargo, aquel horrible engendro no parecía escuchar otra cosa que la silenciosa música de su flauta.

Freder siguió su deambular. Llegó a la nave central. Ante el altar, una figura oscura con los brazos en cruz yacía de bruces sobre las piedras; apretaba el rostro contra la frialdad del suelo como si deseara romper las losas con la presión de la frente. Vestía los ropajes de un monje, y llevaba la cabeza afeitada. Un temblor incesante agitaba aquel cuerpo rígido y delgado.

De pronto se incorporó. Su rostro era una llamarada blanca con dos carbones encendidos, los ojos. Apuntó con mano temblorosa el crucifijo que se alzaba sobre el altar y habló con voz ardiente:

–¡No te dejaré ir, Dios, a menos que me bendigas!

El eco de las columnas coreó su grito.

El hijo de Joh Fredersen nunca había visto a aquel hombre. Sin embargo, al descubrir aquellos ojos flameantes brillar en la profunda palidez del rostro, supo que era Desertus, el monje, el enemigo de su padre.

Tal vez su respiración se había hecho demasiado audible; de pronto, las llamas negras se clavaron en él. El monje se levantó lentamente. Sin pronunciar palabra, extendió la mano. Señalaba la puerta.

–¿Por qué me arrojas de aquí, Desertus? – preguntó Freder-. ¿No está abierta a todos la casa de tu Dios?

–¿Has venido aquí a buscarle? – preguntó a su vez la voz dura y bronca del monje.

Freder vaciló. Inclinó la cabeza.

–No -contestó, aunque en su corazón sabía la verdad.

–Si no has venido a buscar a Dios, no tienes nada que hacer aquí.

Freder salió de la catedral como si caminara en sueños. La luz del día hirió sus ojos con crueldad. Agotado de cansancio, vencido por el dolor, bajó los escalones y siguió caminando sin rumbo.

El estruendo de las calles zumbaba en sus oídos como un enjambre de abejas. Caminaba estupefacto entre los gruesos muros de cristal. No podía pensar más que en el nombre de su amada, ni sentir otra cosa que su anhelo de ella. Temblando de cansancio, pensó en los ojos y los labios de la muchacha con un sentimiento muy semejante a la nostalgia.

¡Ah!, estar ambos con las frentes unidas, los labios unidos, los ojos cerrados, respirando en paz. Paz…

–Vamos -dijo su corazón-, ¿por qué me dejas solo?

Caminó entre una oleada de transeúntes, ahogando el deseo absurdo de detenerse en plena corriente y preguntar a las gotas de agua -a cada ser humano- si conocía el paradero de María y por qué le hacía esperar en vano.

Llegó a la casa del mago. Miró a una ventana. ¿Estaba loco?

Allí estaba María, de pie tras los cristales empañados. Aquéllas eran sus benditas manos tendidas hacia él y un grito ahogado: «¡Ayúdame!»

La visión desapareció, tragada por la negrura de la habitación, desvaneciéndose sin dejar huella, como si jamás hubiera existido. Silenciosa, muerta, malvada, se levantaba ante él la casa del mago.

Freder permanecía inmóvil. Aspiró profundamente. Luego, de un salto, se encontró ante la puerta de la casa.

Rojo y cobre, sobre la madera negra de la puerta, brillaba el sello de Salomón: la estrella de cinco puntas.

Freder llamó. Nada se oyó en la casa. Llamó por segunda vez.

La casa permaneció obstinadamente muda.

Se retiró y miró las ventanas. En su negrura sombría, éstas miraban por encima de él.

Fue a la puerta de nuevo. La golpeó con los puños. Y el eco de sus golpes agitó la casa, que pareció burlarse de él.

El sello de cobre de Salomón le sonreía sobre la puerta cerrada.

Se mantuvo inmóvil por un instante. Las sienes le latían. Se sentía absolutamente impotente, tan deseoso de llorar como de estallar en maldiciones.

Entonces oyó una voz, la voz de su amada:

–¡Freder! – y otra vez:- ¡Freder!

Sus ojos se inyectaron en sangre. Tomó impulso para lanzar todo el peso de su cuerpo contra la puerta. Pero, en aquel mismo momento, la puerta se abrió en un fantasmal silencio dejándole totalmente libre el camino al interior.

Aquello era tan inesperado y alarmante que, en pleno impulso, Freder se aferró con ambas manos a las jambas a fin de no caer. Se clavó los dientes en los labios. El interior de la casa estaba tan negro como la noche.

Pero la voz de María le llamaba desde el fondo de la casa:

–¡Freder! ¡Freder!

Entró corriendo como si estuviera ciego. La puerta se cerró de golpe a sus espaldas. Se halló en la oscuridad.

Llamó. No recibió respuesta. No veía nada. Tanteó. Sintió paredes, paredes interminables. Finalmente dio con una escalera. Un brillo pálido y rojizo se movía ante él, como el reflejo de un fuego distante.

De pronto -se quedó muy quieto, clavando la mano en la piedra- escuchó un sonido procedente de la nada. El llanto de una mujer que sufría mortalmente.

No era muy alto el sonido, pero de él parecía surgir la fuente de todas las lamentaciones. Como si la casa estuviera llorando, como si todas las piedras del muro fueran una boca que sollozara, liberada de un silencio eterno por una vez -y sólo una vez-, para llorar una angustia eterna.

Freder gritó, comprendiendo que gritaba sólo para no oír más el llanto.

–¡María! ¡María! ¡María! – su voz era tan clara y salvaje como un juramento- ¡Estoy aquí!

Subió corriendo las escaleras. Llegó a la parte superior, y encontró un pasadizo apenas iluminado en el que se abrían doce puertas.

En cada una de ellas brillaba, rojo y cobre, el sello de Salomón: la estrella de cinco puntas.

Saltó hacia la primera. Antes de que la hubiera tocado, la puerta se abrió sin ruido ante él. Sólo el vacío reinaba en su interior. La habitación estaba totalmente desnuda.

La segunda puerta. Lo mismo.

La tercera, la cuarta. Todas se abrían ante él como si con su aliento hubieran saltado los cerrojos.

Freder se detuvo en seco. Hundió la cabeza entre los hombros. Alzó la mano y se secó la frente. Miró a su alrededor. Las puertas seguían abiertas. El llanto había cesado; todo estaba en silencio.

Pero de ese silencio le llegó una voz suave y dulce, más tierna que un beso.

–¡Ven! ¡Oh, ven! ¡Estoy aquí, amado mío!

Freder no se movió. Conocía muy bien aquella voz. Era la voz de María, a quien tanto amaba. Y, sin embargo, era una voz extraña. Nada en el mundo podía ser más dulce que la suave llamada, y nada en el mundo había estado jamás tan lleno de una maldad sombría y mortal.

Freder sintió que el sudor le corría por la frente.

–¿Quién eres? – preguntó con voz inexpresiva.

–¿No me conoces?

–¿Quién eres?

–María.

–Tú no eres María.

–¡Freder! – gimió la voz.

–¿Quieres que pierda la razón? – preguntó Freder entre dientes-. ¿Por qué no vienes a mí?

–No puedo, amado mío.

–¿Dónde estás?

–¡Búscame! – insinuó, seductora, aquella voz mortal.

Pero, pugnando con aquella voz burlona, sonaba otra, muerta de miedo y horror, que era también la voz de María:

–Freder. Ayúdame, Freder. No sé qué me están haciendo, pero es peor que la muerte. Mis ojos están ahora en…

De pronto, como un conmutador que se cierra, la voz se apagó. Pero la otra voz, que también era la voz de María, rió dulcemente, seductoramente:

–¡Búscame, amado mío!

Freder echó a correr. Sin sentido, sin razón, echó a correr. Corrió junto a los muros, cruzó puertas abiertas, arriba, abajo, de la luz a la oscuridad, arrastrado por unos conos de luz que de pronto se encendían ante él para hundirse luego en una tiniebla infernal.

Corría como un animal ciego, gimiendo a voces. Descubrió que corría en círculos, siguiendo siempre sus propias huellas; pero no podía salir del círculo, no podía librarse del círculo maldito. Corría en la neblina púrpura de su propia sangre, que le llenaba los ojos y oídos; oía el latir tumultuoso de la sangre en su cerebro y oía muy alto, como el canto de los pájaros, la dulce, mortal y malvada risa de María:

–¡Búscame, amado mío! ¡Estoy aquí! ¡Estoy aquí!

Al fin, cayó al suelo. Sus rodillas chocaron contra algo que se interponía en el camino de su ceguera; tropezó y cayó. Bajo las manos sintió el contacto de las piedras frías y duras, cortadas en cuadrados perfectos. Todo su cuerpo, destrozado, atormentado, descansó sobre la dureza helada de los bloques. Trató de levantarse, cayó de nuevo violentamente y quedó tumbado en el suelo. Como si una pesada manta viniera a caer sobre él, sofocándole, perdió la consciencia.

Rotwang le había visto caer. Esperó atento y vigilante, para ver si este joven descabellado, hijo de Joh Fredersen y de Hel, había tenido ya bastante, o si se levantaría de nuevo para luchar contra la nada.

Por lo visto, había sido suficiente. Estaba terriblemente inmóvil. Ni siquiera respiraba; parecía un cadáver.

El gran inventor dejó su puesto de escucha. Paseó en silencio por la casa sombría. Abrió una puerta, y desde el umbral contempló a la muchacha. Ella, única ocupante de la habitación, lo observó con expectación, plenamente consciente de su inutilidad.

La muchacha seguía inmóvil en el extremo más lejano de la habitación, atada a un sillón alto y estrecho, muy erguida, tan abiertos los ojos que parecía carecer de párpados. Sus hermosos labios, aun en su palidez hermosos, parecían encerrar entre ellos lo impronunciable.

Rotwang se acercó a ella. Sus manos solitarias cortaban el aire como si quisieran aprisionar el rostro de María. Sus ojos, sus ojos solitarios, se clavaban en el rostro de María.

–¿No quieres sonreír, aunque sólo sea una vez? – preguntó-. ¿No quieres llorar, aunque sólo sea una vez? Necesito ambas cosas: tu sonrisa y tus lágrimas. Tu imagen, María, tal como eres ahora, está prendida en mi retina y nunca te perderá. Podría reproducir a ojos cerrados tu horror y tu rigidez. La amarga expresión de desprecio en tus labios me resulta ya tan familiar como la altivez de tus cejas… Pero necesito tu sonrisa y tus lágrimas, María, o fracasará mi obra.

La muchacha seguía sentada, muda y mirando por encima de él.

Rotwang tomó una silla, se sentó a horcajadas y, cruzando los brazos sobre el respaldo, miró a la muchacha con una melancólica sonrisa en los labios.

–Pobre par de infelices -dijo-, osar alzarse contra Joh Fredersen. Nadie puede reprocharte nada a ti; tú no le conoces, y no sabes qué estás haciendo. Pero el hijo sí debería conocer al padre. No creo que exista un solo hombre que pueda presumir de haber obtenido nada de Joh Fredersen. Sería más fácil doblegar la voluntad del Dios inescrutable que gobierna el mundo, que la de Joh Fredersen.

La muchacha seguía sentada, inmóvil como una estatua.

–¿Qué harás, María, si Joh Fredersen se toma en serio vuestro amor, si viene a ti y te dice: «Devuélveme a mi hijo»?

La muchacha seguía sentada, inmóvil como una estatua.

–Él te preguntará: «¿Qué vale mi hijo para ti?», y, si eres prudente, le contestarás: «Ni más ni menos que lo que vale para ti». Y él pagará el precio, y será un precio muy alto, ya que Joh Fredersen sólo tiene un hijo.

La muchacha seguía sentada, inmóvil como una estatua.

–¿Qué sabes tú del corazón de Freder? – continuó el hombre-. Es tan joven como el día al amanecer. El corazón del joven es tuyo al alba, pero ¿dónde estará a mediodía? ¿Y por la noche? Muy lejos de ti, María. Muy, muy lejos. El mundo es muy grande, la tierra es tan hermosa… Su padre le enviará alrededor del mundo, y él te olvidará antes de que sea mediodía en su corazón.

La muchacha seguía sentada, inmóvil como una estatua. Pero en su boca, semejante a un capullo de rosa, empezó a florecer una sonrisa. Una sonrisa de tal dulzura, de tal profundidad, que parecía que en torno a ella empezara el aire a brillar.

El hombre la observó con ojos solitarios y hambrientos, tan secos como el desierto que no conoce el rocío. Con voz ronca continuó:

–¿De dónde has sacado esta ingenua confianza? ¿Crees ser el primer amor de Freder? ¿Has olvidado la Casa de los Hijos, María? Hay cien mujeres allí, y todas son suyas. Esas mujercitas encantadoras podrían hablarte del amor de Freder, pues lo conocen mejor que tú. Tú sólo tienes una ventaja sobre ellas: que podrás llorar cuando él te deje, ya que ellas lo tienen prohibido.

»Cuando el hijo de Joh Fredersen celebre su matrimonio, será como si lo celebrara toda Metrópolis. ¿Cuándo? Eso lo decidirá Joh Fredersen. ¿Con quién? Joh Fredersen lo decidirá. ¡Pero tú no serás la novia. ¡María! El hijo de Joh Fredersen te habrá olvidado para el día de su boda.

–¡Nunca! – dijo la muchacha-. ¡Jamás!

Lágrimas serenas de un amor verdadero fueron a caer sobre la belleza de su sonrisa.

El hombre se levantó. Permaneció muy quieto ante la muchacha, devorando ávidamente su imagen. Por fin dio media vuelta y abandonó la habitación.

Cruzó otro umbral y se quedó mirando al ser, a su criatura de vidrio y metal, que ahora tenía el rostro casi completo de María. Tendió las manos hacia esa cabeza y, cuanto más se acercaba a ella, más parecía como si esas manos -esas manos solitarias- no desearan crear sino destruir.

–Somos unos chapuceros, Futura -dijo-, unos chapuceros. ¿Puedo acaso darte una sonrisa capaz de lograr que los ángeles se precipiten dichosos al infierno? ¿Puedo acaso darte lágrimas que rediman a Satán y le santifiquen? Parodia es tu nombre, y el mío Chapucero.

Brillante, frío y lustroso, el ser erguido frente a él miraba a su creador con ojos misteriosos. Y cuando Rotwang le puso las manos en los hombros, la magnífica estructura se agitó en una risa misteriosa.

Al volver en sí, Freder se encontró envuelto por una luz mortecina. Provenía de una ventana a través de la cual se distinguía el cielo, pálido, gris. La ventana era pequeña y daba la impresión de que no se había abierto en muchos siglos. Sus ojos escrutaron la habitación. Nada de cuanto veía penetraba en su conciencia. Nada recordaba. Estaba tumbado de espaldas sobre unas piedras frías y suaves; miembros y articulaciones le dolían espantosamente, con un dolor sordo.

Volvió la cabeza a un lado. Vio sus manos, que yacían a sus costados, como si no le pertenecieran: muy abiertas, muy blancas. Los nudillos despellejados, unas tiras de piel, unas costras oscuras… ¿Eran éstas sus manos?

Miró al techo. Era negro, parecía chamuscado. Miró los muros: grises, fríos.

¿Dónde estaba? Le torturaban la sed y un hambre feroz. Pero aún peor que la sed y el hambre era el cansancio, que exigía el sueño y no conseguía hallarlo.

De pronto le sobrecogió el pensamiento de María.

Se incorporó vacilando, pues los tobillos se negaban a sostenerle. Sus ojos buscaron las puertas; sólo había una. Fue a ella tambaleándose. La puerta estaba cerrada; no tenía picaporte, no se abría…

Su cerebro le ordenó: «No te sorprendas de nada. No permitas que nada te asuste. Piensa».

Más allá había una ventana. No tenía marco. Era una simple lámina de cristal incrustada en la piedra. Desde ella se divisaba una calle desde lo alto, una de las grandes calles de la gran Metrópolis, llena de gente apresurada. El cristal de la ventana debía de ser muy grueso: ni el menor sonido penetraba en la habitación en la que Freder se hallaba cautivo.

Sus manos tantearon aquel cuadro transparente. Un frío penetrante irradiaba del cristal, cuya suavidad le recordaba el filo cruel de una hoja de acero. Las puntas de los dedos resbalaron hacia el borde y quedaron engarfiadas, colgando en el aire, como hechizadas. Porque allá abajo, muy abajo, vio a María cruzando la calle.

Los puños de Freder golpearon el cristal. Gritó el nombre de la muchacha: «¡María!» Tenía que oírle. Era imposible que no le oyera. Sin acordarse de los nudillos despellejados, siguió golpeando el cristal.

Pero María no le oyó. No volvió la cabeza. Con pasos suaves pero rápidos se hundió en la corriente de peatones como si se hallara en su elemento familiar.

Freder saltó hacia la puerta. La golpeó con los hombros, las rodillas, con todo su cuerpo. Ya no gritaba. Aspiraba el aire con la boca muy abierta y el aliento le quemaba los labios cenicientos. Saltó de nuevo a la ventana. Apenas a diez pasos de la casa había un policía, que miraba para la morada de Rotwang. El rostro de aquel hombre ostentaba la indiferencia más completa. Nada parecía más lejos de su mente que la vigilancia de la casa del mago. Pero era inconcebible que pasara desapercibido un hombre que trataba de destrozar el cristal de la casa con los puños ensangrentados.

Freder se detuvo y miró el rostro del policía con odio irrazonable. Dio la vuelta, cogió un taburete que se hallaba junto a la mesa y lo lanzó con toda su fuerza contra la ventana. Nada. El taburete rebotó y el cristal siguió incólume.

La furia le contraía la garganta. Cogió el taburete y lo lanzó ahora contra la puerta. El taburete cayó al suelo. Freder corrió a él y, en un ciego impulso de destrucción, lo alzó y golpeó una y otra vez contra la puerta.

La madera saltaba hecha astillas. La puerta se quejaba como un ser vivo. Freder no descansaba. Al ritmo de su sangre ardiente, siguió golpeando, hasta que la puerta se rompió con un quejido. Freder salió por el agujero. Recorrió la casa. Sus ojos enloquecidos buscaban un enemigo, un nuevo obstáculo en cada rincón. Sin que nada se lo impidiera llegó a la puerta, la halló abierta y salió corriendo a la calle.

Voló en la dirección que María había tomado, pero la corriente parecía habérsela tragado. No había ni rastro de ella. Por unos minutos permaneció paralizado, entre las gentes que caminaban presurosas. Una vana esperanza le nublaba el cerebro. Quizás ella volviera, tal vez si esperaba…

Pero recordó la catedral, su espera inútil, la voz en la casa del mago, las palabras de temor, su dulce risa malvada… ¡No, nada de esperar! Quería saber.

Con los dientes apretados echó a correr.

Podía preguntar en casa de María. Estaba muy lejos de allí. ¿Qué diría al llegar? Con la cabeza descubierta, las manos heridas, los ojos enloquecidos por el cansancio, corría hacia su destino: la casa de María.

No sabía cuántas horas, cuántas preciosas horas de ventaja le llevaba aún a Slim.

Se halló al fin ante unas personas con las que era de suponer que vivía María: un hombre y una mujer, ambos con el rostro hosco, receloso. La mujer se encargó de responder. Sus ojos vacilaban. Tenía las manos enlazadas bajo el delantal.

No, allí no vivía ninguna muchacha llamada María. Nunca había vivido allí.

Freder miró a la mujer. No le creía. Debía conocer a la muchacha. María tenía que vivir allí.

Desconcertado, temiendo que fallara su última esperanza de hallarla, empezó a describirla según sus recuerdos:

–Tenía el cabello muy rubio, tenía unos ojos muy amables, tenía la voz de una madre cariñosa, llevaba unas ropas severas pero lindas…

El hombre se apartó a un lado y hundió la cabeza entre los hombros, como si no pudiera soportar las palabras de aquel desconocido. Agitando la cabeza, con furiosa impaciencia para que Freder terminara, la mujer repitió las mismas palabras sin variar: la muchacha no vivía allí y eso era todo. ¿No había terminado aún con tantas preguntas?

Freder se fue. Se fue sin una palabra. Oyó cómo la puerta se cerraba de golpe a sus espaldas y las voces se perdían en susurros. Unos pasos interminables le llevaron de nuevo a la calle.

Y ahora ¿qué?

Se detuvo impotente. No sabía a qué lado volverse.

Mortalmente exhausto, borracho de cansancio, oyó con un gesto repentino de dolor que el aire en torno a él se llenaba de un sonido poderoso.

Era un sonido inmensamente glorioso y arrobador. Más profundo y más poderoso que ningún sonido sobre la tierra. La voz del océano embravecido, la voz de los torrentes al despeñarse, la voz del trueno muy cercano… quedarían ahogadas y empequeñecidas por aquel estruendo de Behemoth. Sin ser agudo, penetraba todos los muros; y mientras duraba, todas las cosas parecían girar en él. Era omnipresente, pues venía de las alturas y de las profundidades; y era hermoso y terrible, pues era una orden a la que nadie podía resistirse.

Estaba muy por encima de la ciudad. Era la voz de la ciudad.

Metrópolis alzaba su voz. Las máquinas de Metrópolis rugían. Pedían alimento.

–Mi padre -pensó Freder, sólo consciente a medias- ha pulsado la placa de metal azul. El cerebro de Metrópolis controla la ciudad. Nada sucede en Metrópolis que no llegue a sus oídos. Iré a mi padre y le preguntaré si Rotwang, el inventor, ha estado jugando con María y conmigo en nombre de Joh Fredersen.

Dio la vuelta y se dirigió hacia la Nueva Torre de Babel.

Partió con la obstinación del poseído: los labios apretados, las cejas muy fruncidas, los puños crispados al extremo de unos brazos muy débiles. Partió como si quisiera aplastar las piedras bajo sus pies, como si toda la sangre de su cuerpo se hubiera agolpado en los ojos febriles. Corría, y a cada paso en aquel camino interminable tenía esta impresión: no soy yo quien corre, corro en espíritu junto a mi propio yo. Yo, espíritu, obligo a mi cuerpo a seguir adelante aunque se halle mortalmente agotado.

Quienes le miraron, cuando llegó a la Nueva Torre de Babel, creyeron ver no a un hombre sino a un espíritu.

Estaba a punto de entrar en el Pater Noster que proseguía su camino -una noria para seres humanos- por la Nueva Torre de Babel, pero un temblor repentino se lo impidió. ¿Acaso no recordaba que allá abajo, muy, muy abajo, en el subsuelo de la Nueva Torre de Babel, había una pequeña máquina brillante que era como Ganesha, el dios de la cabeza de elefante? Bajo el cuerpo encogido y la cabeza hundida en el pecho, sus patas torcidas semejantes a las de un gnomo se apoyaban en la plataforma. El tronco y las patas estaban inmóviles, pero los brazos cortos empujaban, impulsaban atrás y adelante; atrás y adelante…

¿Quién estaría ahora ante la máquina, maldiciendo la plegaria del señor, la plegaria del señor de la máquina Pater Noster?

Temblando de horror, corrió escaleras arriba.

Peldaños, peldaños y más peldaños; nunca llegaría al fin. La cima de la Nueva Torre de Babel se alzaba muy cerca del cielo. La torre rugía como el mar. Trepidaba como el trueno. El sonido de los torrentes al caer latía en sus venas.

–¿Dónde está mi padre? – preguntó Freder a los servidores.

Le indicaron una puerta. Querían anunciarle, pero él agitó la cabeza. Se preguntó por qué le mirarían de un modo tan extraño todos eílos.

Abrió la puerta. La habitación estaba vacía. Al otro extremo había una segunda puerta entreabierta. Y se escuchaban voces tras ella.

Freder quedó repentinamente inmóvil, como si tuviera los pies clavados en el suelo. La parte superior de su cuerpo se inclinaba hacia adelante. Los puños colgaban ahora de unos brazos impotentes, sin poder siquiera abrirse, crispados. Escuchó. Los ojos, en el rostro muy pálido, estaban inyectados en sangre; los labios abiertos eran un grito mudo.

Luego consiguió levantar los pies del suelo, y caminó hacia la puerta. La abrió del todo.

En medio de la habitación bañada por una luz intensa, se alzaba Joh Fredersen con una mujer entre los brazos. Y la mujer era María. No luchaba. Echando la cabeza hacia atrás, entre los brazos del hombre, le ofrecía los labios, su boca encantadora, aquella risa mortal.

–¡Tú! – gritó Freder.

Corrió hacia la muchacha. No veía a su padre. Sólo la veía a ella. No, ni siquiera a ella; sólo su boca y su risa, dulce y malvada. Joh Fredersen giró en redondo, grande y amenazador. Soltó a la muchacha. La resguardó tras sus hombros poderosos, y miró a su hijo con el rostro encendido, en el que centelleaban los dientes y relucían unos ojos invencibles.

Pero Freder no vio a su padre. Sólo veía un obstáculo entre él y la muchacha.

Se lanzó contra él. Lo empujó salvajemente. Le ahogaba el odio contra el obstáculo. Sus ojos despedían llamas. Buscaban algo que pudieran utilizar como arma destructora, pero no encontraron nada; entonces Freder arremetió como un ariete humano. Sus dedos agarraron, sus dientes mordieron. Oía su propio aliento como un silbido, muy alto y agudo. Sin embargo, en su interior, sólo había un sonido, sólo un grito: «¡María!», un gemido suplicante: «¡María!»

Ni un hombre que soñara con el infierno habría chillado más que él en su pesadilla.

Sin embargo, entre él y la muchacha, seguía alzándose una roca, una pared viva.

Sus manos atenazaron la garganta de Joh Fredersen.

–¿Por qué no te defiendes? – gritó, mirándole enardecido-. ¡Te mataré! ¡Te mataré!

Pero el hombre no cedía terreno, aunque le estuviera estrangulando. Sacudido por la furia de Freder, el cuerpo se inclinaba ya a la derecha, ya a la izquierda. Y mientras esto sucedía, Freder veía entre una niebla transparente el rostro sonriente de María que, apoyada contra la mesa, miraba con sus ojos de aguamarina la lucha entre el padre y el hijo.

Y la voz de su padre dijo:

–Freder…

Miró el rostro del hombre, y vio a su padre. Vio las manos que apretaban la garganta de su padre: eran las suyas, las manos del hijo.

Dejó caer las manos como si se las hubieran cortado, y las miró, balbuceando algo que era a la vez un juramento y el llanto de un niño que se cree solo en el mundo.

Y la voz de su padre dijo:

–Freder…

Cayó de rodillas. Extendió los brazos, dejó caer la cabeza en las manos de su padre. Estalló en lágrimas, en sollozos desesperados.

Oyó que se cerraba una puerta. Giró en redondo. Se puso en pie de un salto. Sus ojos registraron la habitación.

–¿Dónde está? – preguntó.

–¿Quién?

–Ella.

–¿Quién?

–Ella. La que estaba aquí.

–Aquí no había nadie, Freder.

Los ojos del muchacho relampaguearon.

–¿Qué dices? – tartamudeó.

–Que aquí no ha habido nadie, Freder, más que tú y yo.

Freder agitó rígidamente la cabeza y se abrió el cuello del uniforme, porque se ahogaba. Miró a los ojos de su padre como si mirara a lo profundo de un pozo.

–Dices que aquí no había nadie. ¿Acaso no te he visto cuando sostenías a María en tus brazos? ¿He estado soñando acaso? Estoy loco, ¿verdad?

–Te doy mi palabra -dijo Joh Fredersen- de que, cuando viniste a mí, no había ningún ser humano en la habitación.

Freder guardó silencio. Sus ojos desconcertados seguían escrutando los rincones.

–Estás enfermo, Freder -dijo la voz de su padre.

Freder sonrió. Luego empezó a reír. Se dejó caer en una silla y rió a carcajadas. Se inclinó hacia delante, apoyando los codos en las rodillas, enterrando la cabeza entre las manos. Y empezó a balancearse temblando de risa.

Los ojos de Joh Fredersen estaban clavados en él.

9

El avión que alejaba de Metrópolis a Josafat surcaba el aire dorado del atardecer corriendo hacia el sol poniente a velocidad de vértigo, como unido por cuerdas de metal al disco de oro que se hundía en el horizonte.

Josafat iba sentado tras el piloto. Desde el momento en que se elevaron sobre el aeropuerto y el mosaico de piedra de la gran Metrópolis se desvaneció en las profundidades insondables, no había dado la menor muestra de estar vivo y de tener la facultad de respirar y moverse. Hubiérase dicho una estatua de piedra gris, fría y triste. En una ocasión en que el piloto se volvió a mirarle, se encontró con los ojos abiertos de aquel ser petrificado, sin hallar en ellos una respuesta o al menos una señal de conciencia.

Sin embargo, Josafat había captado aquel movimiento del piloto. La visión de aquel gesto cauto pero seguro y vigilante se había grabado en su memoria hasta que al fin lo comprendió.

En ese instante, la imagen petrificada pareció convertirse de nuevo en un ser humano. Su pecho se hinchó en una respiración larga, anhelosa, y sus ojos se alzaron primero hacia el cielo azul verdoso y vacío, luego hacia la tierra, una alfombra lisa, redonda, tendida hacia el infinito y al sol que giraba hacia occidente como una bola brillante y, por último, a la cabeza del piloto: a la gorra del aviador, cuya cabeza se unía a unos hombros amplios de fuerza hercúlea, de terrible serenidad.

La poderosa máquina del avión funcionaba en perfecto silencio, pero el aire que hendía resonaba con un estruendo misterioso, como si la cápsula de los cielos captara el tronar del globo y se lo devolviera con furia.

El avión volaba sin rumbo sobre una tierra extraña, como un pájaro incapaz de hallar su nido.

De pronto, entre el estruendo del aire, el piloto oyó junto a su oído izquierdo una voz que decía muy suavemente:

–Regrese.

Al intentar volverse sintió en la sien el contacto de un objeto frío, al parecer anguloso y extremadamente duro.

–¡No se mueva! – ordeno la voz junto a su oído izquierdo, muy suave pero haciéndose entender sobre el estruendo del aire-. ¡Ni se vuelva tampoco! No tengo revólver; de haberlo tenido, probablemente no estaría aquí. Lo que tengo en la mano es una herramienta de acero, lo bastante fuerte para destrozarle el cráneo si no me obedece inmediatamente. ¡Regrese!

El piloto se encogió de hombros con un gesto breve e impaciente. El disco brillante del sol tocó el horizonte, un contacto muy leve, muy ligero. Durante unos segundos pareció danzar a un ritmo suave y brillante. El morro del avión giró hacia él y no alteró su curso ni un ápice.

–Creo que no me ha entendido -prosiguió la voz-. ¡Regrese! Quiero volver a Metrópolis, ¿me oye? Tengo que estar allí antes de la caída de la tarde. ¿Bien?

–Cállese -dijo el piloto.

–Por última vez, ¿va a obedecerme o no?

–Siga sentado ahí y sin moverse. ¡Maldita sea! ¿Qué se propone?

–¿No quiere obedecer?

–¿Qué demonios…?

Una niña, que aventaba el heno en un campo dorado bajo los últimos rayos del sol, había visto el gran pájaro que volaba sobre ella en el cielo de la tarde y lo observaba con ojos cansados por el trabajo, agotados por el verano.

¡De qué modo tan extraño subía y bajaba el avión! Daba saltos como un caballo que quisiera librarse del jinete. Tan pronto galopaba hacia el sol, como volvía grupas. La niña no había visto nunca una criatura tan salvaje y rebelde en el aire. Ahora volaba de nuevo hacia el oeste, dando tumbos absurdos por el cielo. Algo caía ahora de él: una tela muy ancha, color gris plata, que se desplegaba y de la cual colgaba una araña gigantesca.

Chillando, la niña empezó a correr. La araña, negra y grande, que pendía de finas cuerdas, era ya un ser humano cuyo rostro, pálido como la muerte, se volvía hacia la tierra. Al llegar al suelo no pudo conservar el equilibrio y quedó tendido en la tierra. Como una nube cargada de nieve, suave y brillante, la tela gris plata cayó sobre él, cubriéndole.

La niña seguía corriendo. Gritaba sin palabras, sin aliento, como si aquellos chillidos primitivos fueran su verdadero lenguaje. Con ambos brazos apartó la tela de plata sedosa recogiéndola contra su seno infantil, para que el hombre viera de nuevo el sol.

Tendido de espaldas, Josafat desgarraba con dedos tintos en sangre aquella tela que había sostenido su peso.

A la vista de las huellas rojas, una expresión de horror cubrió el rostro de la niña. Pero no gritó; en ella se adivinaba la decisión de las hembras cuando huelen a un enemigo y no quieren traicionar su presencia ni tampoco la de sus crías.

Apretó los dientes con tanta fuerza que sus labios palidecieron. Se arrodilló junto al hombre y apoyó la cabeza de éste en su regazo.

Unos ojos se abrieron en aquel rostro tan blanco que ella sostenía. Josafat parpadeó, mirando el rostro de la niña y luego buscó en el cielo alguna señal del avión.

Un punto negro y rápido se destacaba en el cielo escarlata: el avión. Perdido todo control, volaba hacia el sol, siempre hacia el oeste. Aferrado a los mandos, el hombre que no había querido regresar. La gorra empapada en sangre colgaba hecha jirones sobre el cráneo astillado, pero los puños no habían soltado el timón. Adiós, piloto.

El rostro que yacía en el regazo de la niña empezó a sonreír, empezó a preguntar.

¿Dónde estaba la ciudad más próxima?

No había ninguna ciudad en muchos kilómetros a la redonda.

¿Dónde estaba el ferrocarril más cercano?

No había ferrocarril en muchos kilómetros a la redonda.

Josafat se incorporó. Miró a su alrededor.

Hasta donde alcanzaba la vista se extendían campos, praderas y bosques serenos a la luz crepuscular. El escarlata del cielo iba desvaneciéndose ya. Cantaban los grillos. Sobre las colinas distantes se adivinaba una tenue neblina, y las primeras estrellas aparecían con su brillo inmóvil en el cielo sin mácula.

–Tengo que irme -dijo el hombre de rostro pálido como la muerte.

–Debe descansar primero -aconsejó la niña.

Los ojos del hombre la miraron con asombro. Su rostro puro, de frente baja y poco inteligente, con unos labios muy hermosos, aparecía ante él como bajo una cúpula de zafiros contra el cielo que se curvaba sobre ella.

–¿No tienes miedo? – preguntó el hombre.

–No -dijo la niña.

La cabeza del hombre cayó en su regazo. Ella se inclinó y cubrió el cuerpo tembloroso con la seda plateada y ondeante.

–Descansar -suspiró Josafat.

Ella no habló. Seguía sentada e inmóvil.

–¿Querrás despertarme en cuanto salga el sol? – preguntó él, con voz temblorosa.

–Sí -dijo la niña-. Esté tranquilo.

Josafat suspiró profundamente. Luego se quedó quieto.

Oscurecía rápidamente. A lo lejos se oyó una voz pronunciando un nombre, una y otra vez. Las estrellas brillaban gloriosas sobre el mundo. La voz distante calló al fin.

La niña miró al hombre cuya cabeza yacía en su regazo. En sus ojos, aleteaba la vigilancia constante que se advierte en los ojos de los animales y de las madres.

10

Durante los días siguientes, cuantas veces Josafat intentó romper la barrera que se había alzado en torno a Freder, tropezaba con alguien que le decía con gesto inexpresivo:

–El señor Freder no puede recibir a nadie. El señor Freder está enfermo.

Pero Freder no estaba enfermo, al menos no como se manifiesta generalmente la enfermedad entre los hombres. De la mañana a la noche, de la noche a la mañana, Josafat vigilaba la casa, la cima de la torre donde se hallaba el piso de Freder. Por la noche, le veía tras las ventanas de visillos blancos que corrían a todo lo ancho del muro: una sombra, que paseaba arriba y abajo durante horas y horas. Le veía a la hora del crepúsculo, cuando aún brillaban los tejados de Metrópolis bañados por el sol y sus calles -allá abajo, ya en un abismo de oscuridad- eran inundadas por torrentes de fría luz; la misma sombra, una forma inmóvil de pie en la estrecha galería que corría en torno a este edificio, casi el más alto de Metrópolis.

Lo que expresaban aquellos paseos, aquella vigilancia inmóvil, no era enfermedad. Era la impotencia más completa. Tendido en el tejado del edificio que estaba enfrente del piso de Freder, Josafat vigilaba al hombre que le eligiera como amigo y hermano, al que había traicionado y al que había vuelto. No lograba discernir sus rasgos pero, por aquella mancha pálida que era su rostro bajo el sol poniente o bañado por los reflectores, comprendía que el hombre cuyos ojos miraban a Metrópolis no la veían en realidad.

En ocasiones, algunas personas le hablaban, esperando una respuesta. Pero esta respuesta jamás llegaba, y se retiraban desanimados.

Una vez acudió Joh Fredersen. Habló durante largo tiempo. Puso la mano sobre la de su hijo, que descansaba en la barandilla. Su voz no recibió respuesta. La mano no recibió respuesta. Sólo un instante volvió Freder la cabeza y con dificultad, como si tuviera el cuello enmohecido. Miró a Joh Fredersen y éste se marchó.

Y cuando su padre se hubo ido, Freder volvió de nuevo la cabeza al frente y miró una vez más a Metrópolis, que bailaba en un remolino de luces; la miró con ojos ciegos.

La barandilla de aquella galería estrecha en que se hallaba era un sostenido muro de soledad, de profunda e interna conciencia de abandono. Ninguna llamada, ninguna señal, ni el sonido más alto penetraba ese muro bañado por las corrientes luminosas de la gran Metrópolis.

Josafat se negaba a aceptar la idea de que se había aventurado a saltar del cielo a la tierra, que había enviado al infinito a un hombre que se limitaba a cumplir con su deber, sólo para detenerse ahora ante ese muro de soledad.

Llegó una noche brillante y etérea sobre Metrópolis. Una tormenta todavía distante enviaba su aviso en el espesor de las nubes. Las luces de la gran Metrópolis parecían más violentas, más gozosas de cortar la oscuridad.

Freder estaba en pie junto a la barandilla de la galería estrecha, sus manos ardientes apoyadas en ella. Un remolino de viento le sacudió, haciendo ondear la seda blanca que cubría su cuerpo, ahora muy flaco.

El alero del tejado donde se hallaba Josafat estaba rodeado por una franja luminosa en la que parpadeaba una palabra rutilante: Fantasio, Fantasio, Fantasio…

De pronto se extinguió la palabra y en su lugar brillaron unos números en la oscuridad, desapareciendo, emergiendo de nuevo. Y aquella insistencia hacía el efecto de una llamada penetrante y urgente:

90, 7, 7.

90, 7, 7.

90, 7, 7.

Los ojos de Freder captaron los números.

90, 7, 7.

Los pensamientos se atrepellaron en su cerebro. ¿Qué significaban? ¡Qué extraños eran aquellos números!

90, 7, 7.

90, 7, 7.

90, 7, 7.

Freder cerró los ojos. Pero ahora los números estaban ya dentro de él. Los veía nacer, brillar, extinguirse; nacer, brillar, extinguirse…

¿Era eso? No… ¿O tal vez sí?

¿No habían significado aquellos números algo para él hacía tiempo, un tiempo que ahora le parecía terriblemente largo?