V

LA ETERNA DUDA

Momentos después de lo que va referido, experimenté una reacción tan repentina como repentino fue mi pesar. Una formidable duda, un furioso deseo de negar lo que había visto, me asaltó, tratando de considerar el asunto como mero sueño insustancial y vano, hijo de mis nerviosidades y de mi exceso de trabajo. Sí, aquello no era sino un falaz espejismo, una estúpida ilusión sensitiva, una anormalidad de mi debilidad mental nacida.

«De otro modo —pensaba—, ¿cómo pude pasar revista a los horribles y distantes panoramas en simple medio minuto?». Sólo en un sueño pueden darse tan por completo abolidas las nociones básicas del tiempo y del espacio. El yamabooshi nada tiene que ver con semejante pesadilla de horrores. Acaso no hizo sino recoger los propios clichés de mi cerebro perturbado, acaso, usando una bebida infernal, secreto de los de su secta, me ha privado del conocimiento unos segundos para sugerirme esta visión monstruosa. La teoría moderna relativa al ensueño y la rápida excitación de los ganglios cerebrales son explicación suficiente de cuantas anormalidades acabo de experimentar. ¡Fuera, pues, necios temores! ¡Mañana mismo partiré para Europa!

Este insensato monólogo lo formulé en voz alta, sin el menor miramiento de respeto hacia el bonzo, ni siquiera hacia el yamabooshi que, hierático en su primera actitud, parecía leer tranquilo en mi interior con un silencio lleno de dignidad. El bonzo, por su parte, irradiando la más compasiva simpatía, se aproximó a mí cual lo hubiera hecho con un niño enfermo y, con lágrimas en los ojos, me dijo estrechándome las manos:

—Por lo que más améis, amigo mío, no dejéis la población sin antes ser purificado del impuro contacto con los dai-djin o espíritus inferiores, cuya intervención ha sido precisa para conducir a vuestra inexperta alma hacia la remota región que ansiabais ver. No perdáis, pues, el tiempo, hijo mío; cerrad la entrada de tan peligrosos intrusos hasta vuestro yo interior, y haced que para ello os purifique en seguida el santo maestro.

Nada hay tan sordo a la razón como la cólera, una vez desatada. La «savia del raciocinio» no podía, en aquel trance, «apagar el fuego de la pasión», antes bien, caldeada al rojo blanco esta última, sentía ya efectivo odio contra el venerable anciano y no podía perdonarle su injerencia en el suceso. Así que, aquel dulce amigo cuyo nombre no puedo pronunciar hoy sin emocionarme recibió las más acre y dura repulsa por sus frases, como protesta airada contra la idea de que yo pudiera llegar nunca a considerar la visión que había tenido sino como mero sueño, y como un gran impostor, por tanto, al yamabooshi.

—Partiré mañana, aunque en ello me fuese la vida —insistí furibundo.

—… Pero os arrepentiréis toda vuestra vida si antes no hacéis que el santo asceta haya cerrado una por una todas las entradas, hoy abiertas para los intrusos dai-djins, quienes, de lo contrario, no tardarán en dominaras por completo —siguió porfiando el bonzo.

No le dejé seguir, antes bien, brutal y despectivo, pronuncié no sé qué frases relativas a la paga que debía de dar al yamabooshi por su experiencia conmigo, a lo que el bonzo replicó con dignidad regia:

—El santo desprecia toda recompensa. ¡Su orden es la más rica del mundo, dado que sus miembros, al hallarse por encima de todos los deseos terrenales, nada necesitan!… —y añadió—: No insultéis así al hombre compasivo que, por mera piedad hacia vuestros dolores, se prestó gustoso a libraras de vuestra mental tortura.

Todo en vano. El espíritu de la rebeldía se había adueñado de mí en términos que me era ya imposible el prestar oído a palabras tan llenas de sabiduría. Por fortuna, al volver la cabeza para seguir en mis ataques rabiosos, el yamabooshi había desaparecido.

¡Oh, y cuán estúpido era! Ciego de evidencia, ¿por qué no reconocí el sublime poder del santo asceta? ¿Por qué no vi que al él desaparecer huía para siempre la paz de mi vida? El fiero demonio del escepticismo, la incrédula negación sistemática de todo cuanto por mis propios ojos había visto, obstinándome, sin embargo, en creerlo necia fantasía, eran ya más poderosos que cualquiera otra fuerza de mi ser.

—¿Debo acaso creer, con la caterva de los supersticiosos y los débiles, que por encima de este mero compuesto de fósforo y otras materias hay algo que puede hacerme ver independientemente de mis sentidos físicos? —me decía, añadiendo—: ¡Nunca! El creer en los dai-djin de mi importuno amigo equivaldría a admitir también las llamadas «inteligencias planetarias» por los astrólogos, y el que los dioses del Sol y de Júpiter, de Saturno o de Mercurio y demás espíritus, que guían las esferas de sus orbes, se preocupan también de los mortales. Tamaño absurdo de invisibles criaturas arrastrándome por el ámbito de sus elementos es un insulto a la razón humana, un fárrago inadmisible de locas supersticiones.

Así desvariaba yo ante el bonzo, pero, su paciencia, inalterable, superaba aun a mis furores, y una vez más insistió en que me sometiese a la ceremonia de la purificación, para evitar futuros eventos horribles.

—¡Jamás! —grité ya exasperado, y parafraseando a Richter añadí—: Prefiero morar en la atmósfera rarificada de una sana incredulidad que en las nebulosidades de la necia superstición. Pero, como no puedo prolongar mis dudas, partiré para Europa en el primer correo.

Semejante determinación acabó de desconcertar a mi bonzo.

—¡Amigo de extranjera tierra! —exclamó—. Ojalá no tengáis que arrepentiros tardíamente de vuestra ciega obstinación. ¡Que Kwan-Ou, el Santo Uno, y la Diosa de la Misericordia os protejan contra los djins!, pues, desde el momento en que rechazáis la purificación del yamabooshi, él es impotente para protegeros contra las malas influencias evocadas por vuestra incredulidad. ¡Permitid, al menos, en esta hora solemne, a un anciano que os quiere bien, que os enseñe algo que ignoráis aún! Sabed que, a menos que aquel honorable maestro que para aliviaras en vuestros dolores os abrió las puertas del santuario de vuestra alma, pueda, con la purificación, completar su obra, vuestra futura vida será tan espantosa que no merecerá la pena vivirla. Abandonado, así, al poder de las fuerzas poderosas, os sentiréis perseguido por ellas y acosado hasta la locura. Sabed que el peligroso don de la clarividencia, si bien se realiza por propia voluntad por aquellos para quien la Madre de Misericordia no tiene ya secretos, tratándose, por el contrario, de principiantes como usted, no puede lograrse sino por mediación de los djins aéreos, espíritus de la naturaleza, que, aunque inteligentes, carecen del divino don de la compasión, porque no tienen alma como nosotros. Nada tiene que temer, en verdad, de ellos, el arahat o adepto que ha sometido ya a semejantes criaturas, haciéndolas sus sumisos servidores, pero quien carece de tamaño poder no es sino el esclavo de las mismas. Reprimid vuestro ignorante orgullo y vuestras ironías y sabed que, durante visiones como la vuestra, el dai-djin tiene al vidente completamente bajo su poder, y este vidente, durante todo el tiempo de la visión astral, no es él mismo, no es ya su propio e inmanente ser, sino que participa, por decirlo así, de la naturaleza de su guía, quien, en tales momentos en que así dirige su vista interna, guarda su alma en vil prisión, convirtiéndola en un ser como él, es decir, en un ser sin alma, desposeído de su divina luz espiritual, y, por tanto, careciendo a la sazón de toda emoción humana, tal como el temor, la piedad y el amor.

—¡Basta ya! —interrumpí exasperado, al recordar con estas últimas palabras la indiferencia extraña con que, «en mi alucinación», había presenciado la catástrofe de mi cuñado, la desesperación de mi hermana y su repentina locura—. Si sabíais esto, ¿por qué me aconsejasteis experiencia tan peligrosa?

—Ella iba a durar tan sólo unos segundos, y mal alguno se hubiese derivado de ella si hubieseis cumplido vuestra promesa de someteros después a la purificación. Yo deseaba únicamente vuestro bien, porque mi corazón se despedazaba al veros sufrir día tras día, y no ignoraba que el experimento, dirigido por uno que sabe, es inofensivo, y sólo es peligroso cuando se desatiende aquella precaución. El maestro de visión, aquel que ha abierto una entrada en vuestra alma, es quien tiene luego que cerrarla, contra intrusiones ulteriores, con el sello de la purificación.

—El maestro de visión: ¡decid más bien el maestro de la impostura!…

Tan dolorosamente intensa fue la expresión de pesar que se reflejó en el semblante del bonzo al escuchar este último insulto a su guía que, levantándose y saludándome ceremoniosamente, se alejó de mí con estas sencillas palabras:

—¡Adiós, pues!