II

Llegados a este punto de nuestro relato, conviene recordar una superstición medieval que ha subsistido hasta mediados del presente siglo, y es la de atribuir todas las grandezas del genio a que éste mantenía estrecho «pacto con el diablo».

Todos los artistas, Paganini inclusive, fueron inculpados de semejante pacto.

Del gran violinista Tartini, asombro del siglo XVII, se llegó a decir que sus mágicos efectos sobre sus auditorios hechizados se debían no más que a sus tratos con los malignos. Así, su célebre Sonata del diablo fue causa de las más terribles leyendas. Ella, conocida también por «El ensueño de Tartini», se atribuyó a la directa inspiración del propio Satanás, quien la ejecutó ante Tartini mientras éste dormía, y el propio músico fue el primer culpable de semejante fama por sus frases imprudentes.

De tamañas acusaciones brujescas no se han escapado tampoco los más célebres cantantes por los efectos maravillosos logrados con su voz sobre sus auditorios embelesados. La voz sublime de Pasta se atribuía a que su madre, en los tres últimos meses de su embarazo, había sido arrebatada al cielo y, en medio de su éxtasis, había tomado parte en un coro de excelsos serafines. La Malibrán debía su voz a santa Cecilia, patrona de los músicos, según unos, y al mismísimo diablo, según otros, que ya le cantaba al oído junto a su cuna para que se durmiese. Por último, el Jubal, de Dryden, alcanzó el supremo arte de tocar a guisa de violín en una simple concha marina con cuerdas, arrastrando, sin embargo, a la enloquecida multitud y haciéndola decir que un ángel del cielo era, y no las cuerdas de la concha, el que producía aquellos sonidos.

El avaro violinista italiano de Paganini no podía menos de tener otra leyenda análoga, porque sin ella eran inexplicables sus prodigios. Eran tales, en efecto, las emociones que con su instrumento despertaba en sus auditorios que se dice que el gran Rossini lloró como una muchacha sentimental alemana al escucharle por vez primera. La princesa Elisa de Lucca, hermana de Napoleón I, y a cuyo servicio estuvo algún tiempo como director de su orquesta privada Paganini, no podía oír las primeras notas del músico sin desmayarse al punto. La magia de su arco permitíale al gran artista determinar a voluntad los más aparatosos ataques histéricos en las mujeres y despertar entre los hombres fuertes el más loco frenesí, haciendo de cualquier cobarde un héroe, y del soldado más aguerrido, una nerviosa chicuela. De aquí el que las leyendas macabras acerca del artista hubiesen tomado tanto pábulo especialmente —y esto no se decía por nadie sin terror y de oído a oído— que todo aquello se debía no más a que las cuerdas de su violín no eran como las de los demás instrumentos, sino que estaban torcidas con verdaderos intestinos humanos, extraídos por su hechicería con arreglo a los cánones más horribles de la necromancia.

Esto último, por mucho que choque a sabios oídos occidentales, nada tiene de imposible, en efecto. Acaso la tradición de la misma necromancia del medioevo pudo dar lugar a tamaña leyenda, porque es un hecho probado en ocultismo que muchos magos negros orientales, en especial los tántricas bengaleses, recitadores de tantras o conjuros para atraer a los espíritus maléficos, usan, para sus perversas obras, de los propios órganos internos de los cadáveres. Ahora, por otra parte, que nos son mejor conocidos los poderes peligrosos del magnetismo, mesmerismo e hipnotismo, manejados técnicamente por los propios médicos, podría suponerse, con menos peligro que antes de ser escarnecido, que los efectos mágicos que Paganini producía con su violín no eran debidos solamente a su genio musical, antes bien, aquellos fenómenos de pasmo, patología y sugestión experimentados por sus auditorios (pasmos que tenían algo de sobrenatural y de diabólico, según muchos de sus biógrafos) se debían a más misterioso origen que el de la impecable ejecución y técnica del maestro. De aquí también que pudiese hasta cambiar de timbre al instrumento, haciendo con sus melodías en la cuerda G sola que no pareciese sino flauta el violín.

Rumores tales podían tomar cuerpo mucho mejor antaño que ahora en que las gentes son mucho más escépticas, y se llegó a murmurar así, en su ciudad natal y aun en toda Italia, que Paganini había asesinado a su esposa y más tarde a una querida, a la que, no obstante su pasión, no tuvo inconveniente en sacrificar con sus propias manos para el logro de sus diabólicas ambiciones. Con el conocimiento previo que tenía, en efecto, respecto de diferentes artes necromantes, había conseguido luego aprisionar en el alma de su violín de Cremona las almas amantes de sus dos víctimas.

Los íntimos de Ernesto T. A. Hoffmann, el admirable autor de El maestro Martin, el tonelero de Núremberg; El elixir diabólico y otras narraciones místicas y espeluznantes, aseguran que el consejero Crespel, de El violín de Cremona, estaba basado en el legendario caso de Paganini, pues, según todos saben, el fantástico cuento narra cómo Crespel el violinista había encerrado en su violín el alma de una diva famosa, a quien había amado con delirio y aun había incorporado a su instrumento la pura alma de Antonia, su propia hija.

Una nación, en fin, como Italia, que había tenido entre sus antepasados a las famosas familias necrománticas de los criminales Borgias y Médicis, bien podía fomentar leyendas como aquélla, máxime cuando cierto período de la juventud de Paganini resulta, en efecto, envuelto en un misterio impenetrable, lo que junto con aquella extraordinaria facilidad con la que sacaba los más extraterrestres sones de su instrumento, incluso el de la voz humana, bien pudieron dar pábulo a tamaña leyenda terrorífica.