UNA VIDA ENCANTADA
(TAL COMO LA REFIRIÓ UNA PLUMA)
INTRODUCCIÓN
LAS TORTUOSAS CALLES de A…, pequeña ciudad renana, se veían sepultadas bajo un densísimo manto de niebla una fría noche del otoño de 1884. Los moradores se habían ya retirado hacía horas, buscando en el sueño el descanso para sus laboriosas tareas del día. Todo era reposo, silencio, soledad y tristeza en aquellos ámbitos vacíos…
También yo me hallaba en mi lecho; pero, ¡ay!, de bien diferente manera por el dolor y la enfermedad que en él me retenían desde hacía varios días. El silencio en torno mío en aquella noche de misterio era tal que, según la paradójica frase de Longfellow, hasta se oía el silencio mismo. Percibía claramente hasta el latido de mi propia sangre al circular violenta por mis miembros doloridos, y mi sobreexcitada imaginación me llevaba como a escuchar el susurro de una voz humana musitando no sé qué misteriosas cosas en mi oído. No parecía sino que era un eco transmitido desde largas distancias en una de esas gargantas de montaña tan solitarias como maravillosamente resonantes que pueden transmitir una palabra a media milla cual por un tubo acústico. Era, sí, la voz tan familiar para mí desde hace tantos años: la voz de uno de esos grandes seres a quienes no se les puede conocer sin sentirse en el acto presa de la más viva veneración, y a quien, en los trances más crueles del paroxismo de mis dolores mentales y físicos, siempre he debido la luz de un rayo de consuelo y de esperanza…
—¡Olvida tus propios dolores —me decía aquella suavísima e inefable voz— apartando tu imaginación de ellos! Piensa en días felices y pretéritos; en las lecciones que tantas veces has recibido acerca de los grandes misterios de la naturaleza, verdades que los hombres, ciegos a toda luz espiritual, tanto se obstinan en no querer ver. Quiero hoy añadirte a tales enseñanzas otra relativa a una vida extraña de ese ser que tienes ahí delante, precisamente tras las vidrieras de esa casa tristona de enfrente.
Y, diciendo esto, la voz parecía querer revelarme algo muy claro: el misterio de un alma tras las paredes de la casa frontera. Los densos jirones de niebla que lamían la fachada como fantasmas fueron desapareciendo, y una claridad brillante y suave cual la de la luna parecía tender, por decirlo así, un puente encantado entre mis ojos y la casa aquella, cuyas paredes acabaron como por hacerse transparentes a mi mirada, dejándome ver con toda limpidez el interior de una habitación pequeña, como de un chalet suizo, con negruzcas paredes llenas de estantes con libros, manuscritos y arcaicos decorados. De pechos sobre una oscura mesa de nogal veíase un viejo mal encarado, un espectro casi, según lo amarillo y extenuado que se hallaba, con sus ojillos penetrantes y sus manos de marfil, escribiendo a la luz de la fúnebre lámpara, que apenas si servía para hacer más densas las tristezas y oscuridades de aquel pobre recinto.
Un instante después, al ir a hacer un movimiento involuntario como para ver mejor aquel cuadro, diría que todo él por entero, es decir, habitación, libros, espectro, etc., atravesando el puente de argentina luz astral que cruzaba la calle, habíase trasladado frente a mí hacia los pies de mi cama.
—Presta atento oído al rumor de esa pluma al rasgar el papel —continuó diciéndome la voz misteriosa, tan distante y, sin embargo, tan cercana—. Así alcanzarás a saber por la pluma misma la más espeluznante y real de las historias de dolor que imaginar te puedes, olvidándote de tus propios sufrimientos y acortando las terribles horas de esta noche de insomnio. ¡Ensaya, pues! —añadió, repitiendo la tan conocida fórmula de cabalistas y rosacruces.
Ensayé, al punto, como se me ordenaba, concentrando toda mi atención en la imponente figura del anciano, quien parecía no darse ni cuenta de mi presencia. Al principio, el rasgueo de la pluma de ave de éste me resultaba casi imperceptible, pero poco a poco fue haciéndose más claro y comprensible para mí, cual si aquel personaje de misterio estuviese relatando en alta voz aquello mismo que escribía. Pero no; los labios de aquel espectro viviente no se desplegaban ni un instante para pronunciar la palabra más ínfima. La voz, por otra parte, era vaga, vacía cual acentos de seres de otro mundo, y cada letra y palabra un fulgor lívido y fosfórico parecía brotar bajo los puntos de la pluma, a la manera de un fuego fatuo, no obstante hallarse, quizá, el ser que delante tenía, a muchos miles de millas de Alemania, cosa nada infrecuente en el encantado misterio de la noche, cuando, en alas de nuestra mágica imaginación «aprendemos bajo los destellos de sidérea sombra el sublime lenguaje del otro mundo», que Lord Byron diría. Los clichés astrales de mis ojos y oídos internos se impresionaron de un modo indeleble con las frases aquellas, así que hoy no tengo sino copiarlas para transmitirlas como las recibí, con riesgo de que las toméis por una novela forjada de propósito, acerca de un personaje fantástico, cuyo verdadero nombre averiguar no pude.
Ora la aceptéis como realidad, ora la aceptéis como cuento, espero, sin embargo, que ha de resultaros del más vivo interés.
Empiezo.