15

Me arrellané en la butaca, crucé los dedos de las manos a la altura de mi nariz y me planteé lo mismo de siempre: ¿y ahora qué hago?

La eterna pregunta. Necesitaba tranquilizarme, pensar con calma, poner orden en mis ideas. Tenía que reorganizar las conexiones alteradas.

Ciertamente, algo se había desajustado. Sin el menor género de dudas. Kiki, Gotanda y yo estábamos enredados en medio de toda esa confusión, aunque no tenía ni idea de cómo ha sucedido. Hay que deshacer el enredo, me dije, y para eso tengo que recuperar el sentido de la realidad. Aunque, tal vez, las conexiones no se hayan alterado, sino que está surgiendo una nueva conexión, sin relación alguna con las demás. Sea como sea, no me queda más remedio que seguir por esa línea, con cuidado para que el hilo no se rompa. Ésta es la clave: moverme, a toda costa. No quedarme parado. No dejar de bailar. Bailar tan bien que deslumbre a todo el mundo.

Baila, había dicho el hombre carnero.

Baila, reverberó mi pensamiento.

Para empezar, decidí regresar a Tokio. De nada servía quedarse en Sapporo por más tiempo. Ya había cumplido con creces el objetivo por el que había ido al Hotel Delfín. Eso era, volvería a Tokio y allí tiraría del hilo.

Tras subirme la cremallera de la chaqueta, enfundarme los guantes, calarme el gorro y enrollarme la bufanda hasta la nariz, salí del cine. Caía tal nevada que no veía ni a un metro de mí. La ciudad entera estaba desesperantemente rígida y helada como un cadáver.

Una vez en el hotel, llamé a las oficinas de la All Nippon Airways y reservé un vuelo que salía hacia Haneda, el aeropuerto internacional de Tokio, a primera hora de la tarde. «Debo informarle que, debido a la nevada, quizá haya cambios de última hora y el vuelo se retrase o se suspenda. ¿Está conforme?», me preguntó la encargada de reservas. Le contesté que no me importaba. Decidido a regresar, quería hacerlo cuanto antes.

Acto seguido hice las maletas y bajé a pagar la cuenta. Luego fui al mostrador de recepción y llamé a la chica de gafas para que viniera a la zona de alquiler de coches.

—Me ha surgido un asunto urgente y debo regresar a Tokio —le expliqué.

—Muchas gracias por alojarse en este hotel. Estaremos encantados de que vuelva —dijo ella con su sonrisa profesional. Quizá le dolía que le hubiera anunciado tan súbitamente mi marcha.

—Sí —le dije—, volveré pronto. Me gustaría que entonces los dos fuéramos a cenar y a charlar con calma. Tengo muchas cosas de que hablar contigo. Pero ahora tengo que regresar a Tokio y arreglar algunos asuntos. Ya sabes, organizar y luego recapitular. Una actitud positiva. Una perspectiva global. A eso aspiro. Cuando termine, volveré. No sé cuántos meses tardaré. Pero te juro que voy a volver. Este lugar es para mí…, no sé cómo decirlo…, un lugar especial. Así que tarde o temprano volveré.

—Mmm —dijo ella, escéptica.

—Mmm —dije yo, en un tono más optimista—. Seguro que piensas que estoy diciendo tonterías.

—No, en absoluto —dijo, inexpresiva—. Sólo que no se puede prever lo que va a ocurrir dentro de unos meses.

—No creo que pase tanto tiempo. Volveremos a vernos. Porque tenemos algo en común —dije, tratando de parecer convincente. Pero no daba la impresión de que lo lograra—. ¿No te lo parece? —le pregunté.

En vez de contestar, se puso a tamborilear sobre la mesa con la punta del bolígrafo.

—Entonces, ¿te marchas en el próximo vuelo?

—Eso pretendo. Siempre que pueda despegar, claro, porque con este tiempo quizá lo cancelen.

—Entonces tengo que pedirte un favor.

—Muy bien, dime.

—Resulta que hay una niña de trece años que tiene que volver sola a Tokio. Su madre ha tenido que marcharse y la niña se ha quedado en el hotel. ¿No podrías hacerle compañía hasta Tokio? Lleva bastante equipaje y me preocupa que viaje sola.

—¡Qué locura! —dije—. ¿Cómo puede una madre largarse dejando sola a su hija? ¿No te parece una irresponsabilidad?

Ella se encogió de hombros.

—Sí, lo es. La madre es una fotógrafa famosa, una mujer un poco excéntrica. Se le ocurrió algo y se marchó de repente. Y se olvidó por completo de su hija. Ya sabes cómo son los artistas: a menudo pierden el mundo de vista. Luego se acordó de la niña y nos llamó por teléfono para decirnos que su hija seguía en el hotel y que por favor la enviáramos a Tokio en avión.

—¿Y por qué no viene ella a recogerla?

—Yo no puedo decirte eso. Parece ser que, por motivos de trabajo, tiene que quedarse en Katmandú una semana. Es muy famosa y, además, buena clienta del hotel. Ella dijo, despreocupada, que si lleváramos a la niña al aeropuerto, ésta ya se las apañaría sola para regresar a casa, pero no puedo hacer eso, ¿no crees? Es una niña, y si le pasara algo, nos veríamos en un buen aprieto.

—¡Estupendo, sólo me falta esto! —dije. De pronto recordé algo—: Oye, esa niña, ¿no será una cría de pelo largo, que siempre va vestida con una sudadera de un grupo de rock y se pasa el día escuchando música por el walkman?

—Exacto. ¿Acaso la conoces?

—Dios mío… —dije.

La chica llamó a la compañía aérea y reservó un asiento en el mismo vuelo que el mío. Luego llamó a la habitación de la niña y le pidió que preparase rápidamente las maletas, porque había encontrado a alguien que viajaría con ella. «No te preocupes, es un conocido mío», le dijo. Luego avisó al botones para que subiera a recogerle las maletas. También llamó al autobús del hotel. Lo hizo todo con gran soltura y agilidad. Era una chica competente.

—Eres muy apañada —le dije.

—Te dije que me gusta este trabajo. Está hecho para mí.

—Pero cuando te gastan una broma, te cabreas —repuse.

Ella volvió a tamborilear con el bolígrafo sobre la mesa.

—Ésa es otra historia. No me gusta que me gasten bromas ni que me tomen el pelo. Me pongo muy nerviosa.

—De verdad, no pretendía ponerte nerviosa —le dije—. Al contrario. Si bromeé fue para que te relajaras. Quizá fuese una broma estúpida, y muchas veces, cuando bromeo, a los demás no les hace ninguna gracia. Pero no lo hago con malicia. Y tampoco me río de nadie. Si bromeo es porque yo mismo lo necesito.

Ella se quedó mirándome con los labios ligeramente fruncidos. Me miraba como si contemplase desde lo alto de una colina los restos dejados por una riada. Luego emitió un ruido extraño por la nariz, como un suspiro o un resoplido.

—Por cierto, ¿no podrías darme tu tarjeta de visita? Pura formalidad. Ya que vas a ocuparte de la niña…

—Pura formalidad —murmuré, mientras sacaba una tarjeta de la cartera. Siempre llevo tarjetas de visita preparadas. Al menos una docena de personas me habían aconsejado que siempre las llevara conmigo. Ella la miró como si fuera una bayeta o algo parecido.

—Por cierto, ¿cómo te llamas? —le pregunté.

—La próxima vez que nos veamos te lo diré —contestó ella. Y se tocó el puente de las gafas con el dedo corazón—. Si nos vemos.

—Nos veremos, claro que sí —dije.

Ella esbozó una sonrisa tenue y silenciosa como una luna nueva.

Diez minutos más tarde apareció la niña en recepción acompañada por el botones. El chico llevaba una Samsonite enorme. Me dije que dentro cabría un pastor alemán de pie, sobre sus cuatro patas. Efectivamente, no podían abandonar sola a la niña en el aeropuerto con aquella cosa. Esta vez llevaba una sudadera con el logo TALKING HEADS, vaqueros ajustados y botas. Por encima, un abrigo de piel que parecía de buena calidad. Igual que la última vez, desprendía esa extraña sensación cristalina. Era una belleza muy delicada y vulnerable, como si al día siguiente fuese a desaparecer. Pero esa belleza, tan sutil y frágil, provocaba cierta clase de desazón en quien la contemplaba.

Talking Heads, en cambio, no se me antojó mal nombre para un grupo. Parecía sacado de una novela de Kerouac. «Las cabezas parlantes bebían cerveza a mi lado. Yo me moría de ganas de mear. ¡Voy a mear y vuelvo!, les dije a las cabezas parlantes.» El viejo Kerouac. ¿Qué sería ahora de él?

La niña me miró. Pero esta vez no me sonrió. Frunció el ceño y luego miró a la chica de gafas.

—Tranquila, es un buen tipo —le dijo.

—Soy mejor de lo que aparento —añadí yo.

La niña volvió a mirarme. Y asintió varias veces, resignada. Entonces me sentí como si fuera un ogro para ella. Una especie de señor Scrooge.

—Todo irá bien —la tranquilizó la chica—. Este señor es muy gracioso, atento y amable con las chicas. Además, es amigo mío. Así que tranquila, ¿vale?

—¿Señor? —dije, atónito—. Pero si sólo tengo treinta y cuatro años…

Pero nadie me prestó atención. La chica tomó a la niña de la mano y la llevó de inmediato hacia al autobús, que esperaba bajo el soportal. El botones ya había metido la Samsonite en el vehículo. Cogí mi equipaje y los seguí. ¿Señor, yo?, no paraba de repetirme. ¡Lo que hay que oír!

En el autobús sólo montamos la niña y yo. Hacía un día pésimo. De camino al aeropuerto, se mirara hacia donde se mirase, sólo se veía nieve y hielo. Parecía una región polar.

—Dime, ¿cómo te llamas? —le pregunté.

Ella clavó los ojos en mí. Hizo un pequeño gesto negativo con la cabeza y puso los ojos en blanco, hastiada. Luego observó a su alrededor, como buscando algo. Mirara a donde mirase, sólo había nieve.

—Yuki[5] —me respondió.

—¿Yuki?

—Es mi nombre —dijo—. Me llamo Yuki.

Sacó el walkman del bolsillo y se sumergió en su música. En todo el trayecto hasta el aeropuerto no me miró ni de reojo.

En ese momento supuse que se lo había inventado y me había dicho ese nombre al azar. Me dolió un poco. Luego, sin embargo, supe que se llamaba así. De vez en cuando, sacaba un chicle del bolsillo y se lo metía en la boca. Ni una vez me ofreció. Yo no tenía ganas de mascar chicle, pero me dije que, al menos, por pura cortesía, podía ofrecerme uno. Entre unas cosas y otras, acabé sintiéndome un ser miserable y envejecido. Así que me recosté en el asiento y cerré los ojos.

Recordé la época en la que yo tenía su edad. Por entonces yo también coleccionaba discos. Sencillos de 45 revoluciones. Hit the Road, Jack, de Ray Charles; Travelin’ Man, de Ricky Nelson; All Alone Am I, de Brenda Lee… Así hasta unos cien. Solía escucharlos todos los días hasta aprenderme las letras de memoria. Recordé la letra de Travelin’ Man y me puse a cantarla para mis adentros. Para mi sorpresa, la recordaba entera, aunque era una letra bastante absurda, y me salió de un tirón. China doll down in old Hong-Kong… Es asombrosa la capacidad de memorizar que uno tiene de joven. Y es que, en realidad, uno siempre se acuerda de las cosas estúpidas.

Nada que ver con las canciones de Talking Heads. Los tiempos cambian, The tiiimes they are a-chaaangin’

Dejé a Yuki sola en una sala de espera y fui al mostrador de la compañía a pagar los billetes. Pagué los dos con mi tarjeta de crédito, con la idea de echar cuentas más tarde. Quedaba una hora para el embarque, pero la empleada me dijo que probablemente se retrasaría.

—Esté pendiente de los avisos por megafonía —me dijo—. En estos momentos hay muy poca visibilidad.

—¿Cree que mejorará? —le pregunté.

—Eso dice el parte meteorológico, pero no sabemos cuándo —respondió ella un poco harta. Bueno, debía de haber repetido eso unas doscientas veces. Cualquiera acabaría harto en su lugar.

Regresé junto a Yuki y le dije que debido a la nieve el vuelo se retrasaría un poco. Ella me miró de reojo, como diciendo: «¡Mmm!», pero no abrió la boca.

—Por si acaso, vamos a esperar un poco antes de facturar el equipaje. Una vez hecho, es un follón recuperarlo —dije.

Ella puso cara de «Como tú digas», pero siguió sin abrir la boca.

—No nos queda más remedio que quedarnos aquí un rato. Ya sé que es muy aburrido esperar en un aeropuerto… —dije—. Por cierto, ¿has comido?

Ella asintió.

—¿No quieres ir a una cafetería? ¿Te apetece tomar algo? ¿Un café, un chocolate, un té, un zumo, lo que sea? —probé a preguntarle.

Puso cara de «No sé». Era la expresividad en persona.

—Vamos, pues —dije levantándome.

Arrastrando la Samsonite, fuimos a una cafetería. Estaba atestada. Debían de haber retrasado todos los vuelos, porque todo el mundo tenía cara de cansancio. En medio del bullicio, yo pedí un café y un sándwich para mí, y un chocolate caliente para Yuki.

—Dime, ¿cuántos días te alojaste en el hotel? —le pregunté.

—Diez —contestó ella, tras pensar un instante.

—¿Cuándo se fue tu madre?

Se quedó un rato mirando la nieve tras las cristaleras. Luego contestó:

—Hace tres días.

Aquello era como una clase de conversación en inglés para principiantes.

—¿Has estado todo este tiempo de vacaciones?

—No he ido al colegio en todo este tiempo. Así que déjame en paz —me soltó. Entonces sacó el walkman del bolsillo y se colocó los auriculares en los oídos.

Apuré el café y me puse a leer el periódico. Últimamente no hacía más que irritar a las mujeres. ¿Sería simplemente que tenía mala suerte o había algún motivo más oscuro que se me escapaba?

Lo más probable, concluí, era que se debía a la mala suerte. Al terminar de leer el periódico, saqué de mi bolsa de viaje una edición de bolsillo de El ruido y la furia de Faulkner. Cuando uno llega a cierto agotamiento mental, lo mejor es meterse en una obra de Faulkner o de Philip K. Dick. Entonces, o leo alguna de sus novelas, o no leo nada.

En todo ese rato, Yuki fue una vez al baño. También le cambió las pilas al walkman. Media hora después, por los altavoces informaron de que el vuelo con destino a Haneda saldría con cuatro horas de retraso. Para entonces creían que el tiempo habría mejorado. Estupendo, cuatro horas más de espera.

No había más remedio que aguantarse. Además, me lo habían advertido desde un principio. Me dije que debía adoptar una actitud más positiva y optimista. The power of positive thinking. Así que pensé de manera positiva durante cinco minutos y se me ocurrió una buena idea. Tal vez funcionase, tal vez. Pero sería mucho mejor que quedarse de brazos cruzados en medio de aquel bullicio y de aquella pestilencia a tabaco. Le dije a Yuki que esperase un momento y me fui hasta el mostrador de la compañía de alquiler de vehículos. Les dije que quería alquilar un coche. La empleada hizo rápidamente los trámites. Me dieron un Corolla Sprinter, con estéreo entre otros equipamientos. Luego me llevaron en un microbús hasta las oficinas de la compañía, que quedaban a diez minutos del aeropuerto, y me entregaron las llaves del coche. Era un Corolla blanco, sin estrenar, con neumáticos de invierno. Subí al coche y regresé al aeropuerto. Me dirigí entonces a la cafetería y le dije a Yuki que nos íbamos a dar un paseo de unas tres horas.

—Pero ¿no ves que está nevando muchísimo? ¡No veremos nada! —dijo—. Además, ¿adónde piensas ir?

—A ningún sitio en concreto. Sólo quiero conducir —le contesté—. Pero también podemos escuchar música a todo volumen. ¿No te apetece? Pondremos lo que tú quieras. Tanto walkman es malo para los oídos.

Ella torció el cuello, indecisa. Pero cuando me levanté y le dije «¡Venga, vamos!», también se levantó y me siguió.

Cargué con la maleta y, tras colocarla en el maletero, tomé la carretera y conduje despacio, sin rumbo fijo, bajo aquella nevada incesante. Yuki sacó una casete de su bolso bandolera, la metió en el equipo de música y lo puso en marcha. David Bowie y su China Girl. Luego Phil Collins. Starship. Thomas Dolby. Tom Petty & The Heartbreakers. Hall & Oates. Thompson Twins. Iggy Pop. Bananarama. Típica música de adolescentes. Los Rolling Stones tocaron Going to a Go-Go.

—Ésta me la sé —le dije—. Es muy vieja. The Miracles, Smokey Robinson & The Miracles. De cuando yo tenía quince o dieciséis años.

—¿Ah, sí? —dijo Yuki con indiferencia.

Yo me puse a tararear Goin’ to a Go-Go.

Luego vinieron Paul McCartney y Michael Jackson con Say say say. Había muy poco tráfico en la carretera. De hecho, no se veía un coche. Los limpiaparabrisas apenas lograban apartar los copos de nieve del vidrio. La temperatura en el interior del vehículo era agradable, y el rock and roll hacía que uno se sintiera bien. Hasta con Duran Duran. Relajado y cantando de vez en cuando lo que sonaba en la cinta, seguí sin desviarme de aquella carretera recta. Yuki también parecía estar a gusto. Cuando terminó la cinta de noventa minutos, ella se fijó en una casete que yo había alquilado en el momento en que recogí el coche.

—¿Qué es? —preguntó.

—Viejos éxitos —le contesté. Me había entretenido escuchándola cuando volvía al aeropuerto.

—Ponla —dijo ella.

—No sé si te gustará. Son canciones antiguas —le dije.

—Da igual. Llevo diez días escuchando la misma cinta.

Puse la cinta. Primero sonó Wonderful World, de Sam Cooke. «Don’t no much about history…» Una canción cojonuda. Sam Cooke… Lo mataron a tiros cuando yo estaba en tercero de secundaria. Luego sonó Oh, Boy!, de Buddy Holly. También murió. En un accidente de avión. Beyond the Sea, de Bobby Darin. También estaba muerto. Hound Dog, de Elvis. Elvis también murió, de sobredosis. Todos estaban muertos. Después, Chuck Berry. Sweet Little Sixteen. Y Summertime Blues, de Eddie Cochran. The Everly Brothers con Wake Up Little Susie.

Cuando me sabía la letra, yo también cantaba.

—Te las sabes todas —se sorprendió Yuki.

—Sí. Cuando tenía tu edad, no paraba de escuchar música, como haces tú —dije—. Me pasaba el día entero pegado a la radio y, con el dinero que me daban en casa, me compraba discos. Rock and roll. Creía que era lo mejor del mundo. Sólo con escucharlo me sentía feliz.

—¿Y ahora?

—Ahora sigo escuchando música. Me gustan algunas canciones. Pero no tanto como para aprenderme las letras. Ya no me emocionan.

—¿Por qué? —inquirió Yuki.

—¿Que por qué?

—Sí, dímelo.

—Supongo que porque no es fácil encontrar cosas buenas de verdad —dije—. Lo auténticamente bueno no abunda. Sucede así con todo. Con los libros, con las películas… Con el rock pasa igual. Si escuchas la radio durante una hora, encontrarás como mucho una buena canción. El resto no es más que basura producida en serie. Sólo que antes no le daba tantas vueltas a nada. Disfrutaba escuchando cualquier cosa. Era joven, tenía todo el tiempo del mundo y estaba enamorado. Cualquier chorrada, cualquier insignificancia, me emocionaba. ¿Entiendes lo que te quiero decir?

—Más o menos —dijo Yuki.

Como estaba sonando Come Go With Me, de The Del-Vikings, coreé la canción un rato.

—¿No te aburre? —le pregunté.

—No. No está mal —dijo ella.

—Sí, no está mal —repetí yo.

—¿Ahora ya no estás enamorado? —me preguntó Yuki.

Me paré a pensarlo un instante.

—Es algo complicado —contesté—. ¿A ti te gusta algún chico?

—No —se apresuró a decir—. Pero odio a unos cuantos…

—Lo entiendo —dije yo.

—Es más divertido escuchar música.

—Eso también lo entiendo.

—¿De verdad? —dijo Yuki, y me miró entornando los párpados, como si no me creyese.

—Sí. A eso ahora le llaman evadirse de la realidad. Pero no tiene nada de malo. Cada uno hace con su vida lo que quiere. Si tienes claro lo que deseas, debes vivir tu vida a tu manera. No importa lo que digan los demás. Que se pudran y se los coma un cocodrilo. Así pensaba cuando tenía tu edad, y sigo pensando lo mismo. Tal vez porque no he madurado, o tal vez porque siempre he tenido razón. Aún no lo sé.

Sugar Shack, de Jimmy Gilmer. Me puse a silbarla. A la izquierda, se extendía una llanura cubierta de nieve. «Just a little shack made out of wood. Espresso coffee tastes mighty good…» Un buen tema, de 1964.

—Oye, ¿no te han dicho que eres un poco rarito? —dijo Yuki.

—¡Hum! —fue mi respuesta.

—¿Estás casado?

—Lo estuve.

—¿Te divorciaste?

—Sí.

—¿Por qué?

—Mi mujer me abandonó.

—¿En serio?

—En serio. Se enamoró de otro y se marchó con él.

—Lo siento —dijo ella.

—Gracias —contesté.

—De todas formas, creo que entiendo a tu mujer.

—¿Por qué? —le pregunté.

Se encogió de hombros y permaneció en silencio. La verdad es que yo tampoco quería saberlo.

—Oye, ¿quieres un chicle? —me ofreció Yuki.

—No, muchas gracias —dije.

Roto el hielo, comenzamos a cantar a dúo el coro de fondo de Surfin USA, de los Beach Boys. Era el trozo de «inside, outside, USA», muy fácil. Y nos divertimos. Atacamos también el estribillo de Help Me, Rhonda. Todavía tenía remedio. Aún no me había convertido en el señor Scrooge. Mientras, la nevada empezó a remitir y llegamos al aeropuerto. Aparqué y dejé las llaves en la zona de alquiler de automóviles. Media hora después de haber facturado, embarcamos. Al final el avión despegó con cinco horas de retraso. Nada más elevarse el avión, a Yuki la venció el sueño. Dormida, estaba preciosa. Su rostro era bello como una delicada escultura hecha de algún material irreal. De una belleza tan frágil que, si alguien lo tocase, a buen seguro lo quebraría. La azafata que pasaba con las bebidas se quedó deslumbrada cuando la vio. Luego me dirigió una sonrisa, que yo le devolví. Pedí un gin tonic. Mientras me lo tomaba, pensé en Kiki. Recordé una y otra vez la escena en la que ella y Gotanda hacían el amor. La cámara giraba ciento ochenta grados. Allí estaba Kiki. «¿Qué significa esto?», decía.

Quésignificaesto, reverberó mi pensamiento.