13
El 15 de enero por la mañana, Kurt Wallander se dirigió al mercado de flores y plantas que había en la salida hacia Malmö y compró dos centros de flores. Recordó que hacía ocho días había hecho el mismo trayecto hacia Lenarp y el lugar del crimen que aún ocupaba toda su atención. Pensó que aquella semana era la más intensa que había vivido en todos sus años como policía. Al ver su cara en el espejo retrovisor pensó que cada rasguño, cada chichón, cada matiz entre morado y negro le recordaban aquella semana.
La temperatura era de varios grados bajo cero. No hacía viento. El transbordador blanco de Polonia estaba entrando en el puerto.
Cuando llegó a la comisaría un poco después de las ocho, le dio a Ebba uno de los centros de flores. Al principio no quería aceptarlo, pero él vio que se alegraba por el detalle. El otro centro floral se lo llevó a su despacho. Sacó una de las tarjetas que guardaba en un cajón y pensó un buen rato en lo que le escribiría a Anette Brolin. Pensó demasiado rato. Cuando al final escribió unas líneas, había desistido de encontrar la expresión perfecta. Sólo le pidió que fuera indulgente con él por su arrebato de la noche anterior. Le echó la culpa al cansancio.
«Por naturaleza soy tímido», escribió. No era exactamente verdad.
Pero pensaba que era una forma de darle ocasión a Anette Brolin de poner la otra mejilla.
Estaba a punto de ir al pasillo de la fiscalía cuando Björk entró por la puerta. Como siempre, llamó tan suavemente que Kurt Wallander no se dio cuenta.
—¿Te han enviado flores? —preguntó Björk—. Te lo mereces, es verdad. Estoy impresionado por la rapidez con que resolviste el crimen del negro.
A Kurt Wallander no le gustó que Björk hablara del somalí como del negro muerto. Era una persona muerta la que estaba debajo de la lona en el barro, nada más. Pero por supuesto no se puso a discutir.
Björk iba vestido con una camisa floreada que había comprado en España. Se sentó en la silla coja de madera al lado de la ventana.
—He pensado que deberíamos repasar el asesinato de Lenarp —dijo—. He estudiado el material de investigación. Parece que hay muchas lagunas. Pensaba encargar a Rydberg la responsabilidad principal de la investigación, mientras tú te concentras en hacer hablar a Rune Bergman. ¿Qué te parece?
Kurt Wallander contestó con otra pregunta.
—¿Qué dice Rydberg?
—No he hablado con él todavía.
—A mí me parece más lógico al revés. A Rydberg le duele la pierna y aún queda mucho trabajo de a pie en esa investigación.
Lo que decía Kurt Wallander era verdad. Pero no fue por consideración a Rydberg y a su pierna por lo que sugirió que se hiciera a la inversa.
No quería dejar la caza de los asesinos de Lenarp. Aunque el trabajo policial se hacía en equipo, pensaba que los asesinos eran suyos.
—También hay una tercera posibilidad —dijo Björk—. Que Svedberg y Hanson se encarguen de Rune Bergman.
Kurt Wallander asintió con la cabeza. Estaba de acuerdo con Björk.
Björk se levantó de la silla coja.
—Necesitamos muebles nuevos —reconoció.
—Necesitamos más policías —contestó Kurt Wallander.
Cuando Björk se marchó, Kurt Wallander se sentó a la máquina de escribir y redactó un extenso informe sobre la aprehensión de Rune Bergman y Valfrid Ström. Se esforzó por escribir un informe al que Anette Brolin no tuviera nada que objetar. Tardó más de dos horas. A las diez y cuarto sacó la última hoja del rodillo, firmó el informe y se lo dejó a Rydberg.
Rydberg se encontraba en su escritorio con cara cansada. Cuando Kurt Wallander entró en su despacho, estaba acabando una conversación telefónica.
—He oído que Björk quiso separarnos —dijo—. Me alegro de no tener que ocuparme de ese Bergman.
Kurt Wallander colocó el informe sobre su mesa.
—Léetelo —dijo—. Y si no tienes nada que objetar, se lo entregas a Hanson.
—Svedberg ha hecho otro intento con Bergman esta mañana —le contó Rydberg—. Pero todavía no dice nada. Aunque los cigarrillos encajan. La misma marca que había en el barro al lado del coche.
—Me pregunto qué se descubrirá —dijo Kurt Wallander—. ¿Qué hay detrás? ¿Nuevos nazis? ¿Racistas con ramificaciones en Europa? ¿Cómo coño se puede cometer un crimen de esa clase? ¿Salir a la carretera y pegarle un tiro a una persona totalmente desconocida? ¿Sólo porque da la casualidad de que es negro?
—No sé —dijo Rydberg—. Pero esto es algo con lo que tendremos que aprender a vivir.
Acordaron verse media hora más tarde, en cuanto Rydberg hubiera leído el informe. Entonces se concentrarían en la investigación de Lenarp.
Kurt Wallander se encaminó hacia la oficina de la fiscal. Anette Brolin estaba en la audiencia. Dejó el centro floral a la chica de la recepción.
—¿Es su cumpleaños? —preguntó la chica.
—Algo así —contestó Kurt Wallander.
Cuando volvió a su despacho, su hermana Kristina estaba esperándole. Ya había salido cuando él se despertó por la mañana.
Le informó de que había hablado con un médico y con la asistenta social.
—Papá parece mejor —dijo—. No creen que esté entrando en una senilidad crónica. Tal vez fuera sólo un trastorno temporal. Hemos decidido intentar que vaya una asistenta regularmente a su casa. Quería saber si podrías llevarnos hoy sobre las doce. Si no tienes tiempo, quizá me dejes tu coche.
—Claro que os llevaré. ¿Sabemos quién será la asistenta?
—Voy a hablar con una señora que vive bastante cerca de papá.
Kurt Wallander asintió con la cabeza.
—Suerte que estás aquí —dijo—. No habría podido hacerlo yo solo.
Acordaron que él iría al hospital sobre las doce. Cuando su hermana se marchó, ordenó los papeles del escritorio y puso la carpeta gruesa con el material de investigación sobre Johannes y Maria Lövgren delante de sí. Era hora de volver a empezar desde el principio.
Björk había dado órdenes de que hubiera cuatro personas en el grupo de investigación hasta nuevo aviso. Como Näslund estaba en cama con gripe, sólo eran tres los que se reunieron en el despacho de Rydberg. Martinson permanecía callado y parecía tener resaca. Pero Kurt Wallander recordaba su actuación decisiva cuando se ocupó de la viuda histérica en Hageholm.
Empezaron con un escrupuloso estudio de todo el material.
Martinson pudo completarlo con diferentes datos que había sacado de su trabajo en los registros criminales centrales. Kurt Wallander sintió una gran seguridad ante aquel lento y metódico examen de los diferentes detalles. Para un observador ajeno, aquel trabajo probablemente sería aburrido y agotador. Pero para los tres policías la cosa era diferente. La verdad y la solución podrían encontrarse bajo la combinación de los detalles más insignificantes.
Marcaron los cabos sueltos que debían tratar en primer lugar.
—Tú te ocupas del viaje a Ystad de Johannes Lövgren —le dijo a Martinson—. Debemos saber cómo llegó a la ciudad y cómo volvió a casa. ¿Tendrá más cuentas bancarias que no conozcamos? ¿Qué hizo durante la hora que transcurrió entre las visitas a los dos bancos? ¿Se fue de compras a alguna tienda? ¿Quién lo vio?
—Creo que Näslund empezó a llamar a todos los bancos —dijo Martinson.
—Llámale a su casa y pregúntaselo —ordenó Kurt Wallander—. Esto no puede esperar hasta que esté bueno otra vez.
Rydberg visitaría a Lars Herdin y Kurt Wallander iría de nuevo a Malmö para hablar con Erik Magnuson, el hombre del cual Göran Boman sospechaba que era el hijo secreto de Johannes Lövgren.
—Los demás detalles quedan aplazados de momento —anunció Kurt Wallander—. Empezaremos con esto y nos vemos de nuevo a las cinco.
Antes de ir al hospital, llamó a Göran Boman a Kristianstad y hablaron sobre Erik Magnuson.
—Está trabajando en el Consejo General —dijo Göran Boman—. Por desgracia no sabemos en qué. Hemos tenido un fin de semana excepcionalmente problemático por peleas y borracheras. Apenas he podido hacer mucho más que tirar a la gente de las orejas.
—Ya le encontraré —dijo Kurt Wallander—. Te llamaré mañana por la mañana a más tardar.
Unos minutos después de las doce se marchó al hospital. Su hermana le esperaba en la recepción y juntos subieron en ascensor a la planta donde habían trasladado a su padre después de pasar en observación las primeras veinticuatro horas. Cuando llegaron, ya le habían dado el alta y estaba esperándolos en el pasillo, sentado en una silla. Llevaba el sombrero puesto y la maleta, con la ropa interior sucia y los tubos de pintura, estaba a su lado. Kurt Wallander no reconocía el traje.
—Se lo compré —dijo su hermana cuando le preguntó—. Hará más de treinta años que no se compra un traje nuevo, ¿verdad?
—¿Qué tal, papá? —preguntó Kurt Wallander cuando estuvo delante de él.
El padre lo miró fijamente a los ojos. Kurt Wallander comprendió que se había recuperado.
—Tengo ganas de volver a casa —dijo de forma escueta, y se levantó.
Kurt Wallander tomó la maleta y su padre se apoyó en Kristina. Ella se sentó con él en el asiento trasero durante el viaje a Löderup.
Kurt Wallander, que tenía prisa por llegar a Malmö, prometió volver hacia las seis. Su hermana se quedaría a dormir y le pidió que comprara comida para la cena.
El padre se cambió el traje por su mono de pintar. Ya estaba delante de su caballete continuando con su cuadro inacabado.
—¿Crees que se arreglará solo con la ayuda de la asistenta social? —preguntó Kurt Wallander.
—Tendremos que esperar para verlo —contestó su hermana.
Eran casi las dos de la tarde cuando Kurt Wallander torció por delante del edificio principal del Consejo General de la provincia de Malmöhus. Antes hizo una parada en el motel de Svedala para comer un plato rápido. Aparcó el coche y entró en la gran recepción.
—Busco a Erik Magnuson —le dijo a la mujer que abrió la ventanilla de cristal.
—Al menos tenemos tres Erik Magnuson trabajando en el Consejo General —contestó—. ¿A cuál de ellos busca?
Kurt Wallander sacó su placa de identificación y se la enseñó.
—No lo sé —dijo—. Pero nació a finales de los años cincuenta.
La mujer de detrás de la ventanilla se percató enseguida de lo que sucedía.
—Entonces tendrá que ser Erik Magnuson del almacén central —dijo—. Los otros dos son bastante mayores. ¿Qué ha hecho?
Kurt Wallander sonrió ante su irrefrenable curiosidad.
—Nada —respondió—. Sólo le haré unas preguntas de rutina.
Ella le describió el camino. Kurt Wallander le dio las gracias y volvió al coche.
El almacén del Consejo General quedaba en las afueras, en la parte norte de Malmö, en una zona cercana al puerto petrolero. Kurt Wallander anduvo buscando un buen rato hasta que lo encontró.
Entró por una puerta donde se leía: DESPACHO. A través de una gran ventana vio carretillas elevadoras de color amarillo que iban y venían entre interminables líneas de estanterías.
El despacho estaba vacío. Bajó por una escalera y llegó al gran local del almacén. Un joven de pelo largo hasta los hombros se disponía a apilar grandes sacos de plástico con papel higiénico. Kurt Wallander fue hacia él.
—Busco a Erik Magnuson —dijo.
El joven señaló hacia una carretilla amarilla que se había parado delante de un puente de carga donde estaban descargando un camión.
El hombre que estaba sentado en la carretilla era rubio.
Kurt Wallander pensó que Maria Lövgren raramente habría pensado en extranjeros si aquel chico le hubiera apretado la cuerda.
Desechó la idea con irritación. De nuevo, iba demasiado deprisa.
—¡Erik Magnuson! —gritó a través del ruido del motor.
El hombre le miró extrañado, antes de apagar el motor y bajar.
—¿Erik Magnuson? —preguntó Kurt Wallander.
—¿Sí?
—Soy de la policía. Me gustaría hablar contigo un rato.
Kurt Wallander observó su cara.
No había nada inesperado en sus reacciones. Sólo tenía cara de sorpresa. Una sorpresa completamente natural.
—¿Por qué? —preguntó.
Kurt Wallander miró a su alrededor.
—¿Hay algún sitio donde podamos sentarnos? —preguntó.
Erik Magnuson le llevó a un rincón donde había una máquina de café. También había una sucia mesa de madera y unos bancos a punto de romperse. Kurt Wallander metió un par de coronas en la máquina y le salió un café. Erik Magnuson se contentó con ponerse una ración de rapé.
—Soy de la policía de Ystad —empezó—. Me gustaría preguntarte acerca de un asesinato brutal en un pueblo llamado Lenarp. Tal vez hayas leído algo en los periódicos.
—Creo que sí. Pero ¿qué tiene que ver conmigo?
Kurt Wallander había empezado a hacerse la misma pregunta. El hombre que se llamaba Erik Magnuson parecía totalmente indiferente por haber recibido la visita de un policía en su lugar de trabajo.
—Tengo que pedirte el nombre de tu padre.
El hombre frunció el entrecejo.
—¿Mi padre? —preguntó—. No tengo padre.
—Todo el mundo tiene un padre.
—De todas maneras, que yo sepa, no es nadie.
—¿Cómo es eso?
—Mamá me tuvo de soltera.
—¿Y nunca te ha dicho quién es tu padre?
—No.
—¿No se lo has preguntado nunca?
—Claro que se lo he preguntado. Incesantemente durante toda mi juventud. Luego me di por vencido.
—¿Qué decía ella cuando se lo preguntabas?
Erik Magnuson se levantó y echó unas monedas en la máquina de café.
—¿Por qué te preocupa mi padre? —preguntó—. ¿Tiene él algo que ver con ese crimen?
—Pronto llegaremos a eso —dijo Kurt Wallander—. ¿Qué te contestaba tu madre cuando preguntabas por tu padre?
—Diferentes cosas.
—¿Diferentes cosas?
—A veces que ella misma no estaba segura. A veces que era un viajante al que no volvió a ver. A veces otra cosa.
—¿Y te has contentado con eso?
—¿Qué coño voy a hacer? Si no quiere, no quiere.
Kurt Wallander pensó en las respuestas que recibía. ¿Era posible que una persona pudiera estar tan poco interesada en saber quién era su padre?
—¿Tienes buena relación con tu madre? —preguntó.
—¿Qué quieres decir?
—¿Os veis a menudo?
—Me llama de vez en cuando. Yo voy a Kristianstad alguna vez. Tenía mejor relación con mi padrastro.
Kurt Wallander se sobresaltó. Göran Boman no había mencionado ningún padrastro.
—¿Tu madre se volvió a casar?
—Vivía con un hombre cuando yo era pequeño. No estaban casados. Pero yo le llamaba papá igual. Luego se separaron cuando yo tenía quince años, más o menos. Me vine a Malmö al año siguiente.
—¿Cómo se llama?
—Llamaba. Está muerto. Se mató con el coche.
—¿Y estás seguro de que no era tu padre de verdad?
—No hay nada más diferente que él y yo.
Kurt Wallander lo intentó de nuevo.
—El hombre al que mataron en Lenarp se llamaba Johannes Lövgren —dijo—. ¿No sería tu padre?
Erik Magnuson, que se había sentado enfrente de él, le miró con asombro.
—¿Cómo coño quieres que lo sepa? ¡Pregúntaselo a mi madre!
—Ya lo hemos hecho. Pero lo niega.
—Vuelve a preguntárselo. Me gustaría saber quién es mi padre. Asesinado o no.
Kurt Wallander le creía. Apuntó la dirección y el DNI de Erik Magnuson y se levantó.
—Tal vez nos veamos otra vez —dijo.
El hombre volvió a subir a la cabina de la carretilla.
—A mí no me importa. Saludos a mi madre si la ves.
Kurt Wallander regresó a Ystad. Aparcó en la plaza y fue caminando por la calle peatonal y compró unas gasas en la farmacia. La vendedora le miró compasivamente la cara destrozada. En los grandes almacenes de al lado de la plaza compró comida para la cena. Camino del coche se arrepintió y volvió siguiendo sus pasos hasta la tienda de licores. Allí compró una botella de whisky. A pesar de que no debía gastar, eligió un whisky de malta.
A las cuatro y media había vuelto a la comisaría. No estaban ni Rydberg ni Martinson en sus despachos. Se fue al pasillo de la oficina de la fiscal. La chica de la recepción sonrió.
—Se alegró mucho por las flores —dijo.
—¿Está en su despacho?
—Está en la audiencia hasta las cinco.
Kurt Wallander se marchó. En el pasillo se encontró con Svedberg.
—¿Cómo te va con Bergman? —preguntó Kurt Wallander.
—Todavía calla —contestó Svedberg—. Pero se ablandará. Las pruebas se amontonan. Los técnicos creen que pueden ligar el arma al crimen.
—¿Sabemos algo más sobre el trasfondo?
—Parece ser que tanto Ström como Bergman han participado de forma activa en diferentes grupos xenófobos. Pero aún no sabemos si tenían empresa propia o trabajaban para alguna organización.
—En otras palabras, ¿están todos contentos?
—No exactamente. Björk dice que todos teníamos ganas de atrapar al asesino, pero que de todos modos hubo equivocaciones. Sospecho que se reducirá la importancia de Bergman y Valfrid Ström cargará con toda la culpa. Él, que nada puede decir. Yo creo que Bergman era bastante activo en este asunto.
—Me pregunto si era Ström el que me llamaba por las noches —dijo Kurt Wallander—. No llegué a oírle hablar lo suficiente para poder determinar con exactitud si era él o no.
Svedberg le escudriñó con su mirada.
—¿Y eso qué significa?
—Que en el peor de los casos existe más gente preparada para tomar el relevo de Bergman y Ström.
—Voy a decirle a Björk que la vigilancia de los campos debe continuar —dijo Svedberg—. Por cierto, nos han entrado algunos soplos que indican que fue una banda juvenil la que ocasionó el fuego aquí en Ystad.
—No olvides al anciano al que tiraron una bolsa con nabos a la cabeza —le recordó Kurt Wallander.
—¿Cómo va lo de Lenarp?
Kurt Wallander vaciló al contestar.
—No estoy seguro —dijo—. Pero hemos empezado en serio otra vez.
A las cinco y diez Martinson y Rydberg estaban en el despacho de Kurt Wallander. Rydberg aún parecía cansado y tenía mal aspecto. A Martinson se le veía descontento.
—Es un enigma la forma en que Johannes Lövgren fue a Ystad y volvió el viernes cinco de enero. He hablado con el conductor del autobús que hace este trayecto. Dice que cuando Johannes y Maria iban a la ciudad solían hacerlo con él. Juntos o cada uno por su cuenta. Estaba completamente seguro de que Johannes Lövgren no había ido en el autobús después de año nuevo. Tampoco los taxis habían efectuado ningún servicio a Lenarp. Según lo que contaba Nyström, iban en autobús si salían a algún sitio. Y sabemos que era avaro.
—Siempre tomaban café juntos por la tarde —dijo Kurt Wallander—. Los Nyström deberían de haber visto si Johannes Lövgren se iba a Ystad o no.
—Ese es precisamente el enigma —comentó Martinson—. Los dos dicen que no fue a Ystad aquel día. Y aun así sabemos que visitó dos sucursales bancarias entre las once y media y la una y cuarto. Aquel día tuvo que pasar fuera de casa tres o cuatro horas.
—Qué raro —dijo Kurt Wallander—. Habrás de seguir insistiendo en ello.
Martinson volvió a sus apuntes.
—Por lo menos no tiene otra cuenta bancaria en la ciudad.
—Bien —dijo Kurt Wallander—. Ya sabemos eso.
—Pero puede que la tenga en Simrishamn —objetó Martinson—. O en Trelleborg, o en Malmö.
—Concéntrate en su viaje a Ystad primero —aconsejó Kurt Wallander clavando la mirada en Rydberg.
—Lars Herdin persiste en su historia —empezó después de echar una ojeada a su gastado bloc de notas—. Por una casualidad se encontró con Johannes Lövgren y aquella mujer en Kristianstad en la primavera de 1979. Y afirma que fue por una carta anónima como se enteró de que tenían un hijo en común.
—¿Podría describir a la mujer?
—Vagamente. En el peor de los casos, tendremos que poner a las señoras en fila para que pueda señalar la correcta. Si es que está allí —añadió.
—Pareces indeciso.
Rydberg cerró el bloc con un gesto irritado.
—No me encaja nada —dijo—. Lo sabes. Claro que debemos seguir las pistas que tenemos. Pero no estoy seguro de que vayamos por buen camino. Lo que me molesta es que no sé qué otro seguir.
Kurt Wallander les habló de su encuentro con Erik Magnuson.
—¿Por qué no le preguntaste si tenía una coartada para la noche de los asesinatos? —preguntó Martinson con asombro cuando hubo terminado.
Kurt Wallander notó que empezaba a ruborizarse detrás de todos los chichones y morados.
Lo había olvidado. Pero no lo dijo.
—Lo dejé estar. Quise tener una excusa para verlo de nuevo.
Él mismo notó que lo que decía no era convincente. Pero ni Rydberg ni Martinson parecían reaccionar ante su explicación.
La conversación se paró. Cada uno se perdió en sus propios pensamientos.
Kurt Wallander se preguntó cuántas veces se había encontrado en una situación similar. Cuando una investigación deja de estar viva. Como un caballo que ya no quiere caminar. En aquel momento tendrían que tirar del caballo hasta que empezase a moverse de nuevo.
—¿Cómo vamos a proceder? —preguntó Kurt Wallander finalmente, cuando el silencio fue demasiado agobiante. Él mismo dio la respuesta—. Tú, Martinson, debes averiguar cómo pudo ir Lövgren a Ystad y volver sin que nadie lo notara. Tenemos que saberlo lo antes posible.
—Había un bote con recibos en un armario de la cocina —comentó Rydberg—. Pudo haber ido de compras a alguna tienda aquel viernes. Tal vez lo vio algún vendedor.
—Quizá tuviese una alfombra mágica —dijo Martinson—. Seguiré con esto.
—La familia —dijo Kurt Wallander—. Tenemos que investigarlos a todos.
Sacó un listado de nombres y direcciones de su gruesa carpeta y se lo dio a Rydberg.
—El entierro será el miércoles —anunció Rydberg—. En la iglesia de Villie. A mí no me gustan los entierros. Pero creo que a éste iré.
—Yo iré a Kristianstad mañana —dijo Kurt Wallander—. Göran Boman sospechaba de Ellen Magnuson. Creía que no decía la verdad.
Eran las seis y unos minutos cuando terminaron la reunión. Decidieron verse de nuevo la tarde siguiente.
—Si Näslund se encuentra bien, tendrá que ocuparse del coche de alquiler robado —dijo Kurt Wallander—. Por cierto, ¿llegamos a saber qué hace aquella familia polaca de Lenarp?
—El trabaja en la refinería de azúcar de Jordberga —comentó Rydberg—. De hecho tenía todos los papeles en regla. Aunque ni él mismo lo sabía.
Kurt Wallander permaneció sentado en su despacho cuando Rydberg y Martinson se marcharon. Tenía que examinar el montón de papeles que había en su mesa. Era el material de la investigación de un caso de malos tratos en el que había trabajado durante la noche de fin de año. Además, había un sinfín de informes que iban desde terneros desaparecidos hasta el camión que había volcado durante la última noche de tormenta. Debajo de todo apareció una notificación de que le habían subido el sueldo. Rápidamente calculó que le pagarían treinta y nueve coronas más al mes.
Cuando terminó de mirar el montón de papeles eran casi las siete y media. Llamó a Löderup y le dijo a su hermana que ya estaba de camino.
—Tenemos hambre —dijo—. ¿Siempre trabajas hasta tan tarde?
Se llevó una casete con una ópera de Puccini y se dirigió a su coche. En realidad le habría gustado cerciorarse de que Anette Brolin realmente había olvidado lo de la noche anterior. Pero lo dejó estar. Tenía que esperar.
Su hermana Kristina pudo explicarle que la asistenta que iría a la casa de su padre era una señora decidida, de unos cincuenta años, que probablemente no tendría problemas para cuidar de él.
—Mejor no lo podría tener —dijo al salir al patio a recibirlo en la oscuridad.
—¿Qué está haciendo?
—Está pintando —contestó.
Mientras la hermana preparaba la cena, Kurt Wallander se sentó en el trineo del estudio a observar mientras aparecía el paisaje de otoño. El padre parecía haber olvidado por completo lo ocurrido unos días antes.
«Tengo que visitarle regularmente», pensó Kurt Wallander. «Al menos tres veces por semana, mejor siempre a la misma hora».
Después de la cena jugaron a cartas con el padre un par de horas. A las once se fue a la cama.
—Me marcho mañana —le comunicó su hermana—. No puedo quedarme más tiempo.
—Gracias por venir —dijo Kurt Wallander.
Quedaron en que iría a buscarla a las ocho de la mañana siguiente y la llevaría al aeropuerto.
—Estaba completo desde Sturup —dijo—. Así que saldré de Everöd.
A Kurt Wallander le iba bien, ya que de todas formas se dirigiría a Kristianstad.
Un poco más tarde de medianoche entró por la puerta de su casa en la calle Mariagatan. Se sirvió una copa de whisky y se la llevó al cuarto de baño. Allí se relajó durante un largo rato sumergiendo su cuerpo en agua caliente.
Aunque intentaba olvidarlos, Rune Bergman y Valfrid Ström aparecían en sus pensamientos. Intentó entenderlos. Pero lo único que sacaba en claro era lo que había pensado muchas veces antes. Era un mundo nuevo que había surgido sin que él se hubiese dado cuenta. Como policía, seguía viviendo en un mundo antiguo. ¿Cómo iba a aprender a vivir en esta nueva era? ¿Cómo se maneja la enorme inseguridad que se siente ante los grandes cambios, que además ocurren demasiado deprisa?
El crimen del somalí era un nuevo tipo de asesinato.
El doble homicidio de Lenarp, en cambio, era un crimen a la antigua.
¿O no? Pensó en la brutalidad y en el nudo corredizo.
No lo sabía.
Era casi la una y media cuando por fin se metió entre las sábanas frescas.
La soledad de su cama le sentaba peor que nunca.
Luego siguieron tres días en los que no pasó nada. Näslund volvió y logró resolver el problema del coche robado.
Un hombre y una mujer lo alquilaron para ir robando en diferentes lugares y luego dejaron el coche en Halmstad. La noche de los asesinatos se alojaron en un hostal de Båstad. El dueño del hostal les dio la coartada.
Kurt Wallander habló con Ellen Magnuson. Ella negó firmemente que Johannes Lövgren fuera el padre de su hijo Erik.
Visitó a Erik Magnuson otra vez y le pidió la coartada que olvidó en la primera visita.
Erik Magnuson estaba con su novia. No había razón para dudar de ello.
Martinson no obtuvo resultados acerca del viaje a Ystad de Lövgren.
Los Nyström mantenían su versión, al igual que los conductores de los autobuses y los taxistas.
Rydberg fue al entierro y habló con diecinueve familiares de los Lövgren.
No hallaron nada que les permitiera avanzar.
La temperatura se mantenía alrededor de los cero grados. Un día había tranquilidad absoluta en el aire, el siguiente soplaba el viento.
Kurt Wallander se encontró con Anette Brolin en un pasillo. Le dio las gracias por las flores. Aun así no estaba seguro de que realmente hubiera borrado lo que pasó aquella noche.
Rune Bergman continuó sin decir palabra, aunque las pruebas contra él eran aplastantes. Diferentes movimientos nacionalistas de toda Suecia intentaron responsabilizarse de la organización de su crimen. La prensa y otros medios de comunicación mantenían un encendido debate sobre el tema de la inmigración en Suecia. Mientras todo estaba tranquilo en Escania, ardían cruces por la noche delante de diferentes campos de refugiados en otras regiones del país.
Kurt Wallander y sus colaboradores del grupo de investigación que intentaba resolver el doble homicidio de Lenarp se apartaron de todo aquello. Sólo muy de vez en cuando comentaban asuntos que no tenían que ver directamente con la estancada investigación. Pero Kurt Wallander se daba cuenta de que no era el único que se sentía inseguro y confuso ante la nueva sociedad que estaba surgiendo.
«Vivimos como si sintiésemos nostalgia de un paraíso perdido», pensó. «Como si echásemos de menos a los ladrones de coches y los reventadores de cajas fuertes de antaño, que se quitaban cortésmente la gorra cuando les arrestábamos. Pero aquel tiempo ya pasó de forma irremediable y la cuestión es si realmente era tan idílico como nos gusta recordar».
El viernes 19 de enero todo ocurrió de golpe.
El día empezó mal para Kurt Wallander. A las siete y media fue a la revisión anual de su Peugeot y a duras penas la pasó. Al repasar el protocolo de la inspección comprendió que tenía que hacer reparaciones por varios miles de coronas.
Volvió a la comisaría con el ánimo por los suelos.
Mientras se quitaba el abrigo, Martinson entró corriendo.
—Por fin, coño —dijo—. Ahora sé cómo fue Johannes Lövgren a Ystad y cómo volvió.
Kurt Wallander olvidó los problemas de su coche y notó que la excitación crecía de nuevo en él.
—No fue ninguna alfombra mágica —continuó Martinson—. Fue el deshollinador quien lo llevó.
Kurt Wallander se dejó caer en la silla.
—¿Qué deshollinador?
—El maestro deshollinador Artur Lundin de Slimminge. De pronto Hanna Nyström recordó que el deshollinador pasó aquel viernes cinco de enero. Limpió las chimeneas de las dos viviendas y luego se marchó. Cuando la mujer dijo que había limpiado las de los Lövgren al final y que se marchó sobre las diez y media, empezaron a sonar campanas en mi cabeza. Acabo de hablar con él. Lo encontré trabajando en el centro de atención primaria en Rydsgård. Resulta que nunca escucha la radio ni ve la televisión y ni siquiera lee los periódicos. Él deshollina las chimeneas y dedica el resto de su tiempo a beber aguardiente y a cuidar de unos cuantos conejos. No se había enterado para nada de que hubiesen asesinado a los Lövgren. Pero me ha contado que Johannes Lövgren fue con él a Ystad. Como tiene una furgoneta y Johannes Lövgren iba en el asiento trasero, que no tiene ventanas, no fue tan raro que nadie lo viera.
—Los Nyström tendrían que haberle visto volver.
—No —repuso Martinson en tono triunfante—. Eso es precisamente. Lövgren le pidió a Lundin que parase en la carretera de Veberöd. Después se puede ir por un camino cerca del pantano hasta llegar a la parte posterior de la casa de los Lövgren. Es más o menos un kilómetro. Si Nyström lo hubiera visto desde la ventana, habría parecido que Lövgren volvía de la cuadra.
Kurt Wallander frunció el entrecejo.
—Aun así suena raro.
—Lundin es una persona muy directa; me contó que Johannes Lövgren le prometió una botellita de vodka si lo volvía a llevar a casa. Lövgren se bajó en Ystad y él siguió hasta unas casas del norte de la ciudad. Luego recogió a Lövgren a la hora convenida y lo dejó en la carretera de Veberöd, por lo que recibió su botellita de vodka.
—Bien —dijo Kurt Wallander—. ¿Coinciden las horas?
—Coinciden exactamente.
—¿Le preguntaste sobre la cartera?
—Lundin dice que recuerda algo sobre una cartera.
—¿Llevaba algo más?
—Lundin cree que no.
—¿Vio si Lövgren se encontró con alguien en Ystad?
—No.
—¿Dijo algo de lo que iba a hacer en la ciudad?
—Nada.
—¿Podría ser que este deshollinador supiera que Lövgren tenía veintisiete mil coronas en la cartera?
—No lo creo. En absoluto parece un atracador. Creo que es un deshollinador solitario que vive contento con sus conejos y su aguardiente. Nada más.
Kurt Wallander pensó un rato.
—¿Puede ser que Lövgren hubiera quedado en verse con alguien en aquella carretera del pantano? La cartera ha desaparecido, ¿no?
—Tal vez. Iré con una jauría de perros y rastrearé el camino.
—Hazlo enseguida —dijo Kurt Wallander—. Quizás así lleguemos a alguna parte.
Martinson dejó la habitación. Estuvo a punto a chocar en la puerta con Hanson, que entraba.
—¿Tienes tiempo? —preguntó.
Kurt Wallander asintió con la cabeza.
—¿Cómo te va con Bergman?
—Está callado. Pero está vinculado al crimen. Esa tal Brolin le detiene hoy.
Kurt Wallander no quiso comentar la actitud de desprecio que Hanson mostraba hacia Anette Brolin.
—¿Qué querías? —inquirió sólo.
Hanson se sentó en la silla de madera al lado de la ventana con cara avergonzada.
—Quizá sepas que juego un poco a los caballos —empezó—. Por cierto, aquel caballo que me aconsejaste se puso a galopar. ¿Quién te había dado el soplo?
Kurt Wallander recordaba vagamente un comentario que había hecho una vez en el despacho de Hanson.
—Era una broma. Continúa.
—Supe que os interesa un tal Erik Magnuson que trabaja en el almacén central del Consejo General de Malmö. Pues hay un hombre que se llama Erik Magnuson que a menudo me encuentro en Jägersro. Apuesta alto, pierde mucho, y me he enterado de que trabaja en el Consejo General.
Kurt Wallander se interesó de inmediato.
—¿Cuántos años tiene? ¿Qué aspecto tiene?
Hanson se lo describió. Kurt Wallander supo enseguida que era el mismo hombre con quien se había entrevistado en dos ocasiones diferentes.
—Hay rumores de que se ha endeudado —dijo Hanson—. Y las deudas de juego pueden ser peligrosas.
—Bien —dijo Kurt Wallander—. Era justamente la información que necesitábamos.
Hanson se levantó.
—Nunca se sabe —dijo—. Juego y drogas pueden funcionar de la misma manera. A no ser que se juegue como yo hago, sólo por diversión.
Kurt Wallander pensó en algo que había dicho Rydberg sobre personas que a causa de la drogodependencia estaban dispuestas a cometer brutalidades sin límite.
—Bien —dijo a Hanson—. Muy bien.
Hanson salió de la habitación. Kurt Wallander pensó un momento antes de llamar a Göran Boman a Kristianstad. Estaba de suerte y lo encontró enseguida.
—¿Qué quieres que haga? —preguntó cuando Kurt Wallander terminó la narración de Hanson.
—Pasarle el aspirador —replicó Kurt Wallander—. No quitarle el ojo de encima.
Göran Boman prometió poner a Ellen Magnuson bajo vigilancia.
Kurt Wallander se encontró a Hanson cuando estaba a punto de salir de la comisaría.
—Las deudas de juego —dijo—. ¿A quién o a quiénes debe dinero?
Hanson tenía la respuesta.
—Hay un ferretero en Tågarp que presta dinero —respondió—. Si Erik Magnuson le debe dinero a alguien, será a él. Es el usurero de gran parte de los que apuestan alto en Jägersro. Y, por lo que sé, tiene unos tipos muy desagradables a su servicio a los que envía para que se acuerden quienes no están al día en los pagos.
—¿Dónde se le puede encontrar?
—Es el dueño de la ferretería de Tågarp. Un tío bajo y gordo de unos sesenta años.
—¿Cómo se llama?
—Larson. Le llaman Nicken.
Kurt Wallander volvió a su despacho. Intentó encontrar a Rydberg sin lograrlo. Ebba tenía la información. Rydberg no volvería hasta las diez, ya que estaba en el hospital.
—¿Está enfermo? —preguntó Kurt Wallander.
—Será el reuma —respondió Ebba—. ¿No has visto cómo cojea este invierno?
Kurt Wallander decidió no esperar a Rydberg. Se puso el abrigo, salió al coche y se fue a Tågarp.
La ferretería estaba en medio del pueblo.
Había una oferta de carretillas a precio rebajado.
El hombre que salió de una habitación al sonar el timbre de la puerta era, en efecto, bajo y gordo. Kurt Wallander estaba solo en la tienda y había decidido no andarse por las ramas. Sacó su placa de policía y la mostró. El hombre al que llamaban Nicken la miró con atención, pero parecía totalmente impertérrito.
—Ystad —dijo—. ¿Qué querrá de mí la policía de allí?
—¿Conoces a un hombre llamado Erik Magnuson?
El hombre de detrás del mostrador tenía demasiada experiencia para mentir.
—Podría ser. ¿Por qué?
—¿Cuándo lo conociste?
«Pregunta equivocada», pensó Kurt Wallander. «Le da posibilidades de retirarse».
—No me acuerdo.
—Pero ¿lo conoces?
—Tenemos algunos intereses en común.
—¿Cómo por ejemplo el deporte de trotones y juegos de totalizadores?
—Tal vez.
A Kurt Wallander le irritaba su afrentosa arrogancia.
—Ahora me vas a escuchar —dijo—. Sé que prestas dinero a gente que no sabe manejar bien sus apuestas. De momento no me importa qué tipo de interés les cobras. No me importa en absoluto que te dediques a actividades ilegales como la usura. Yo quiero saber otra cosa distinta. —El hombre llamado Nicken le miró con curiosidad—. Quiero saber si Erik Magnuson te debe dinero. Y quiero saber cuánto.
—Nada —contestó el hombre.
—¿Nada?
—Ni un duro.
«Mal», pensó Kurt Wallander. «La pista de Hanson nos ha llevado a mal sitio».
Un segundo más tarde comprendió que era al revés. Por fin habían llegado al sitio correcto.
—Pero si lo quieres saber, ha tenido deudas conmigo —dijo el hombre.
—¿Cuánto?
—Bastante. Pero ha pagado veinticinco mil coronas.
—¿Cuándo?
El hombre pensó un momento.
—Hace poco más de una semana. El jueves pasado.
«El jueves 11 de enero», pensó Kurt Wallander.
«Tres días después del asesinato de Lenarp».
—¿Cómo lo pagó?
—Vino aquí.
—¿En qué tipo de moneda?
—Billetes de mil. Billetes de quinientas.
—¿Dónde llevaba el dinero?
—¿Cómo que dónde llevaba el dinero?
—¿En una bolsa? ¿En una cartera?
—En una bolsa de plástico. De ICA, creo.
—¿Pagaba con retraso?
—Algo.
—¿Qué habría pasado si no hubiese pagado?
—Me habría visto forzado a recordárselo.
—¿Sabes de dónde sacó el dinero?
El hombre llamado Nicken se encogió de hombros. Al mismo tiempo entró un cliente en la tienda.
—No es mi problema —dijo—. ¿Algo más?
—No, gracias, de momento no. Pero tal vez nos veamos otra vez.
Kurt Wallander salió y fue hacia su coche. «Ahora», pensó. «Ya le tenemos».
¿Quién podría sospechar que saliese algo bueno del vicio de juego de Hanson?
Kurt Wallander volvió a Ystad y se sintió como si le hubiese tocado el gordo de la lotería.
Empezaba a olfatear la solución.
«Erik Magnuson», pensó.
«Ahora vamos».