10

Llovía a cántaros. Kurt Wallander tenía frío. Eran casi las cinco y la policía había montado focos alrededor del lugar del crimen. Vio a dos camilleros de la ambulancia que se acercaban pisando el lodo. Se llevarían al somalí muerto. Mientras miraba el lodazal, se preguntó si era posible que ni siquiera un hombre tan competente como Rydberg pudiera encontrar huellas.

A pesar de todo sentía cierto alivio. Hasta hacía unos diez minutos habían estado rodeados de una esposa histérica y nueve niños chillando. La esposa del muerto se lanzó al lodo, su desesperación era tan conmovedora que algunos de los policías no pudieron soportarlo y se apartaron. Para su asombro, Wallander se dio cuenta de que el único que podía lidiar con la pena de la mujer y los niños desesperados era Martinson, el más joven de los policías, que en su breve carrera profesional no había tenido que transmitir ni un solo mensaje de muerte a un familiar. Abrazó a la mujer, se arrodilló en el lodo, y de alguna manera se entendieron, por encima de todas las barreras idiomáticas. Llamaron a un sacerdote, pero naturalmente no pudo hacer nada. Después de un rato, Martinson se llevó a la mujer y a los niños al edificio principal, donde un médico esperaba para cuidar de ellos.

Rydberg se acercó pisando el lodo. Sus pantalones estaban manchados hasta los muslos.

—Vaya lío —dijo—. Pero Hanson y Svedberg han hecho un buen trabajo. Han logrado encontrar a dos refugiados y un intérprete que creen haber visto algo.

—¿Qué?

—¿Cómo lo voy a saber? Yo no hablo ni árabe ni suahili. Pero se van a Ystad ahora mismo. El Departamento de Inmigración nos ha prometido intérpretes. Pensé que sería mejor que tú te encargaras de los interrogatorios.

Kurt Wallander asintió con la cabeza.

—¿Tenemos alguna pista? —preguntó. Rydberg sacó su manchado bloc de notas.

—Lo mataron exactamente a la una —dijo—. La encargada estaba escuchando las noticias de la radio cuando dispararon. Fueron dos disparos. Pero ya lo sabes. Estaba muerto antes de caer al suelo. Parecen perdigones normales. Marca Gyttorp, supongo. Nitrox 36, probablemente. Eso es más o menos todo.

—No es mucho.

—Me parece lo mismo que nada. Pero tal vez los testigos tengan algo.

—He ordenado horas extras para todos —informó Kurt Wallander—. Tendremos que trabajar durísimo día y noche si hace falta.

Cuando volvieron a la comisaría, el primer testimonio fue desesperante. El intérprete, que decía dominar el suahili, no entendía el dialecto que hablaba el testigo. Era un joven de Malawi. Kurt Wallander tardó casi media hora en comprender que el intérprete no traducía lo que decía el testigo. Luego tardó casi veinte minutos más en comprender que el joven de Malawi, por alguna extraña razón, dominaba el luvale, un idioma que se habla en partes de Zaire y Zambia. Pero entonces tuvieron suerte. Uno de los representantes del Departamento de Inmigración conocía a una vieja misionera que hablaba el luvale a la perfección. Ella tenía casi noventa años y vivía en un piso con asistencia médica y social en Trelleborg. Después de contactar con los compañeros de esta ciudad, le prometieron que la misionera iría en un coche policial hasta Ystad. Kurt Wallander sospechaba que una misionera nonagenaria podría no estar en su mejor forma. Pero se equivocó. Una señora pequeña de pelo blanco y ojos despiertos apareció de repente en la puerta de su despacho, y poco después conversaba animadamente con el joven.

Por desgracia, el joven no había visto nada.

—Pregúntale por qué solicitó ser testigo —preguntó Kurt Wallander, cansado.

La misionera y el joven se hundieron en una larga conversación.

—Probablemente sólo pensaba que sería emocionante —dijo por fin—. Y se puede comprender.

—Ah, ¿sí? —preguntó Wallander.

—Tú también has sido joven, ¿verdad? —dijo la anciana.

El joven de Malawi fue devuelto a Hageholm y la misionera regresó a Trelleborg.

El siguiente testigo sí tenía alguna información. Era un intérprete iraní que hablaba bien el sueco. Al igual que el somalí muerto, había salido a pasear por los alrededores de Hageholm cuando se oyeron los disparos.

Kurt Wallander sacó un extracto del mapa del Estado Mayor en que aparecía el territorio cercano a Hageholm. Puso una cruz en el lugar del crimen y el intérprete inmediatamente pudo señalar dónde estaba al oír los dos disparos. Kurt Wallander estimó la distancia en unos trescientos metros.

—Después de los disparos oí un coche —dijo el intérprete.

—Pero ¿no lo viste?

—No. Estaba en el bosque. No se veía la carretera.

El intérprete señaló otra vez. Hacia el sur.

Luego le dio una buena sorpresa a Kurt Wallander.

—Era un Citroën —dijo.

—¿Un Citroën?

—Los que llamáis «sapo» aquí en Suecia.

—¿Cómo puedes estar tan seguro de eso?

—Crecí en Teherán. De niños aprendíamos a reconocer las diferentes marcas de coche por el sonido del motor. El Citroën es fácil. Sobre todo el «sapo».

A Kurt Wallander le costaba creer lo que oía. Luego se decidió rápidamente.

—Ven conmigo al patio —dijo—. Y al salir, te pones de espaldas y cierras los ojos.

Fuera, bajo la lluvia, puso en marcha su Peugeot y dio una vuelta por el aparcamiento. Estuvo todo el tiempo observando al intérprete con atención.

—Bueno. ¿Qué era? —preguntó luego.

—Un Peugeot —contestó el intérprete sin dudarlo.

—Bien —dijo Kurt Wallander—. Perfecto.

Envió al testigo a casa y dio la orden de buscar un Citroën, que pudiese haber sido visto entre Hageholm y la E 14 hacia el oeste. Las agencias de noticias también recibieron la información de que la policía buscaba un Citroën que posiblemente tuviera que ver con el asesinato.

El tercer testigo era una mujer joven de Rumanía. Durante el interrogatorio estuvo sentada en el despacho de Kurt Wallander dando el pecho a su hijo. El intérprete hablaba mal el sueco, pero a Wallander le parecía suficiente para comprender lo que había visto la mujer.

Iba por el mismo camino que el somalí asesinado y se había cruzado con él al volver al campo.

—¿Cuánto tiempo? —preguntó—. ¿Cuánto tiempo pasó desde que te encontraste con él hasta que oíste los disparos?

—Tal vez tres minutos.

—¿Viste a alguien más?

La mujer asintió con la cabeza y Kurt Wallander se apoyó en la mesa, expectante.

—¿Dónde? —preguntó—. ¡Señálalo en el mapa!

El intérprete le sostuvo el niño mientras la mujer buscaba en el mapa.

—Aquí —dijo apretando el lápiz contra el mapa.

Kurt Wallander vio que era cerca del lugar del asesinato.

—Cuenta —le apremió—. Tómate tu tiempo. Medítalo bien.

El intérprete tradujo y la mujer reflexionó.

—Un hombre vestido con un mono azul —dijo—. Estaba de pie en el campo de al lado.

—¿Cómo era?

—Tenía poco pelo.

—¿Cómo era de alto?

—Altura normal.

—¿Yo soy de altura normal?

Kurt Wallander se puso de pie.

—Era más alto.

—¿Qué edad?

—No era joven. Ni viejo tampoco. Quizá cuarenta y cinco años.

—¿Te vio a ti?

—No lo creo.

—¿Qué hacía en el campo?

—Comía.

—¿Comía?

—Comía una manzana.

Kurt Wallander reflexionó.

—Un hombre vestido con un mono azul está en un campo junto a la carretera comiendo una manzana. ¿He entendido bien?

—Sí.

—¿Había alguien más?

—No vi a nadie más. Pero no creo que estuviera solo.

—¿Por qué no lo crees?

—Era como si estuviera esperando a alguien.

—¿Ese hombre llevaba un arma?

La mujer meditó de nuevo.

—Puede que tuviera un paquete marrón a los pies —dijo—. Aunque quizás era sólo lodo.

—¿Qué ocurrió después de que vieras al hombre?

—Seguí hacia casa lo más rápidamente que pude.

—¿Por qué tenías tanta prisa?

—No es bueno cruzarse con hombres desconocidos en el bosque.

Kurt Wallander asintió con la cabeza.

—¿Viste algún coche?

—No. Ningún coche.

—¿Puedes describir al hombre con más detalle?

Pensó mucho rato antes de contestar. El niño dormía en los brazos del intérprete.

—Parecía fuerte —dijo—. Creo que tenía las manos grandes.

—¿Qué color de pelo tenía? El poco que le quedaba.

—Color sueco.

—¿Color rubio?

—Sí. Y era calvo así.

Dibujó una media luna en el aire.

Después la dejaron volver al campo. Wallander fue a buscar una taza de café. Svedberg preguntó si quería una pizza. Él dijo que sí.

A las nueve menos cuarto de la noche se reunieron los policías en el comedor. Kurt Wallander los encontró a todos con buena cara, excepto a Näslund. Estaba resfriado y tenía fiebre, pero se negó tercamente a irse a casa.

Mientras compartían las pizzas y los bocadillos, Kurt Wallander intentó hacer un resumen. Había quitado un cuadro de una de las paredes y proyectaba la imagen de un mapa. Había puesto una cruz en el lugar del crimen y había dibujado las posiciones y movimientos de los dos testigos.

—No estamos totalmente en blanco —empezó—. Tenemos la hora y dos testigos fidedignos. Unos minutos antes de oír los disparos, el testigo femenino ve a un hombre vestido con un mono azul de pie en un campo al lado de la carretera. Encaja exactamente con el tiempo que debe de haber tardado el muerto en llegar hasta este punto. Luego sabemos que el asesino ha desaparecido en un Citroën y que se ha dirigido hacia el sudoeste.

La exposición se interrumpió cuando Rydberg entró en el comedor. Los policías reunidos soltaron unas carcajadas. Rydberg estaba cubierto de lodo hasta el cuello. Se quitó los zapatos sucios y mojados de una patada y aceptó el bocadillo que le ofrecieron.

—Llegas justo a tiempo —dijo Kurt Wallander—. ¿Qué has encontrado?

—He buscado a cuatro patas en el lodo de aquel campo durante dos horas —contestó Rydberg—. La rumana pudo señalar con bastante exactitud el lugar donde aguardaba el hombre. Tenemos huellas de pisadas. De botas de goma. Y eso es lo que la testigo dijo que llevaba. Botas de goma normales de color verde. Luego encontré el corazón de una manzana.

Rydberg se sacó una bolsa de plástico del bolsillo.

—Con un poco de suerte encontraremos huellas digitales —aseguró.

—¿Se pueden tomar las huellas digitales en el corazón de una manzana? —preguntó Wallander, sorprendido.

—Se pueden tomar las huellas digitales en cualquier cosa —dijo Rydberg—. Puede haber un pelo, un poco de saliva, fragmentos de la piel.

Colocó la bolsa de plástico encima de la mesa, con cuidado, como si fuera una figura de porcelana.

—Luego seguí las pisadas —continuó—. Y si este hombre que come manzanas es el asesino, creo que ocurrió de este modo.

Rydberg sacó su bolígrafo del bloc de notas y se puso al lado de la imagen proyectada.

—Él vio venir al somalí por la carretera. Entonces tiró la manzana y salió a la carretera directamente delante de él. Me pareció ver que las botas arrastraron un poco de lodo hasta la carretera. Allí disparó dos veces a una distancia de unos cuatro metros. Luego se dio la vuelta y corrió unos cincuenta metros a lo largo de la carretera desde el lugar del crimen. La carretera hace un giro allí y además hay una pequeña entrada, cosa que posibilita que un coche dé la vuelta. En efecto, allí había huellas de un coche. Aparte de eso, encontré dos colillas. —Sacó otra bolsa de plástico del bolsillo—. Después, el hombre se metió en el coche y se fue hacia el sur. Así creo que ocurrió. Por lo demás, pienso enviar la factura de la tintorería a la policía.

—Yo te serviré de testigo —prometió Kurt Wallander—. Pero ahora vamos a pensar.

Rydberg levantó la mano como si estuviera en el colegio.

—He tenido un par de ideas —dijo—. Primero estoy seguro de que eran dos. Uno que esperaba y otro que disparó.

—¿Por qué crees eso?

—La persona que elige comer una manzana en una situación importante no suele ser un fumador. Creo que había una persona esperando en el coche. Un fumador. Y un asesino comiendo una manzana.

—Parece razonable.

—Además, me da la sensación de que estaba muy bien planeado. No hace falta averiguar mucho para saber que los refugiados de Hageholm utilizan esta carretera para pasear. La mayoría de las veces van en grupo, supongo. Pero de vez en cuando alguien va solo. Y si entonces te vistes como un granjero, nadie lo encontrará sospechoso. Asimismo, el lugar estaba bien elegido, si pensamos en que el coche podía esperar en el camino de al lado sin que lo vieran. Por tanto creo que esta barbaridad fue una ejecución a sangre fría. Lo único que no sabían los asesinos era quién vendría solo por la carretera. Y tampoco les importó.

El comedor se quedó en silencio. El análisis de Rydberg había sido tan claro que nadie tenía nada que objetar. El carácter despiadado del crimen era patente.

Fue Svedberg quien al final rompió el silencio.

—Ha llegado un mensajero con una casete del periódico Sydsvenskan —anunció.

Alguien fue a buscar un radiocasete.

Kurt Wallander reconoció la voz de inmediato. Era el mismo hombre que le había llamado dos veces amenazándole.

—Enviaremos esta cinta a Estocolmo —dijo Kurt Wallander—. A lo mejor obtienen algo analizándola.

—Creo que deberíamos averiguar qué clase de manzana comió —opinó Rydberg—. Con un poco de suerte podremos encontrar la tienda donde la compró.

Más tarde empezaron a hablar del motivo.

—Xenofobia —expuso Kurt Wallander—. Pueden ser tantas cosas. Pero supongo que tendremos que indagar en estos movimientos que hay de nuevos suecos. Obviamente hemos entrado en una fase nueva y más peligrosa. Ya no pintan frases propagandísticas por las calles. Ahora se tiran bombas incendiarias y se mata. Pero en absoluto creo que sean las mismas personas las que han hecho esto y las que incendiaron las barracas aquí en Ystad. Todavía opino que fue una chiquillada o un acto temerario de unos borrachos que se habían enfadado con tanto refugiado. Este asesinato es otra cosa. O bien son personas que trabajan solas. O bien pertenecen de alguna manera a un movimiento. Y es ahí donde vamos a sacudirlos. Saldremos a pedir a la gente que nos ayude. Pediré recursos a Estocolmo para catalogar estos movimientos de nuevos suecos. Este asesinato pertenece a la categoría de emergencia nacional. Eso significa que dispondremos de todos los recursos que hagan falta. Además, alguien tiene que haber visto ese Citroën.

—Hay un club de propietarios de coches Citroën —dijo Näslund con voz ronca—. Podemos comparar su registro con el de las matrículas de coches. Los que son socios de ese club conocerán todo Citroën que se mueva en este país.

Se repartieron el trabajo. Eran casi las diez y media cuando acabaron la reunión. Nadie pensaba en irse a casa. Kurt Wallander improvisó una conferencia de prensa en la recepción de la comisaría. Insistió de nuevo en que todos los que hubieran visto un Citroën en la E 14 se pusieran en contacto con la policía. Al mismo tiempo, dio una descripción provisional del asesino.

Cuando terminó, le llovieron las preguntas.

—Ahora no —dijo—. He dicho lo que tenía que decir.

Camino de su despacho, Hanson se le acercó y le preguntó si quería ver una grabación del programa en el que había participado el jefe de la policía.

—Prefiero no verla —contestó—. Al menos de momento.

Arregló su escritorio. Pegó en el auricular la nota donde ponía que tenía que llamar a su hermana. Luego telefoneó a Göran Boman a su casa. Fue Boman quien contestó.

—¿Cómo os va? —preguntó Boman.

—Tenemos algunas cosas —contestó Kurt Wallander—. Seguimos trabajando.

—Tengo buenas noticias para ti.

—Eso es lo que esperaba.

—Los compañeros en Sölvesborg encontraron a Nils Velander. Parece que tiene un barco en una naviera adonde va a lijarlo de vez en cuando. El protocolo del interrogatorio llegará mañana, pero me han dicho lo más importante. Dice que el dinero de la bolsa de plástico viene de la venta de ropa interior. Y aceptó cambiarlo por otros billetes para que podamos controlar las huellas digitales.

—Deberemos ir a la sucursal del Föreningsbanken aquí en Ystad —dijo Kurt Wallander—. Tenemos que investigar si podemos seguir la numeración de los billetes.

—El dinero viene mañana. Pero, sinceramente, no creo que sea él.

—¿Por qué no?

—No lo sé.

—¿Creí que tenías buenas noticias?

—Y las tengo. Ahora referentes a la tercera mujer. Pensé que no te importaría que la visitara solo.

—Claro que no.

—Como ya sabes, se llama Ellen Magnuson. Tiene sesenta años y trabaja en una farmacia aquí en Kristianstad. Me la había encontrado una vez antes, por cierto. Hace unos años atropelló a un operario de los que trabajan en la carretera, en un accidente de tráfico. Fue en las afueras del aeropuerto de Everöd. Afirmó que la había cegado el sol. Seguramente fue verdad. En 1955 tuvo un hijo con un padre registrado como desconocido. El hijo se llama Erik y vive en Malmö. Es funcionario del Consejo General. Fui a casa de la mujer. Parecía asustada y ansiosa, como si hubiera estado esperando la visita de la policía. Negó que Johannes Lövgren fuera el padre de aquel chico. Pero tuve la impresión de que mentía. Si te fías de mi juicio, me gustaría concentrarme en ella. Pero naturalmente no olvidaré al vendedor de pájaros ni a su madre.

—Las próximas veinticuatro horas no tendré tiempo para mucho más de lo que estoy haciendo ahora —dijo Kurt Wallander—. Te agradezco todo lo que puedas averiguar.

—Te envío los papeles —dijo Göran Boman—. Y los billetes. Me imagino que tendrás que firmar un recibo por ello.

—Cuando todo esto haya terminado, nos tomaremos un whisky —dijo Kurt Wallander.

—Habrá una conferencia en marzo, en el castillo de Snogeholm, sobre los nuevos caminos del narcotráfico en los estados del este —dijo Göran Boman—. ¿Qué te parece?

—Me parece perfecto —contestó Kurt Wallander.

Acabada la conversación se fue al despacho de Martinson para saber si había llegado algún soplo del buscado Citroën.

Martinson negó con la cabeza. Todavía nada.

Kurt Wallander volvió a su despacho y puso los pies encima del escritorio. Eran las once y media. Poco a poco intentó aclarar sus pensamientos. Primero repasó de forma metódica el asesinato del campo de refugiados. ¿Había olvidado algo? ¿Existía algún indicio en el desarrollo de los acontecimientos imaginados por Rydberg o algo más que debieran hacer inmediatamente?

Estaba contento, la investigación iba sobre ruedas, lo mejor que podía. Tendrían que esperar a que llegaran ciertos análisis técnicos y a que aparecieran pistas del coche. Cambió de posición en la silla, se desató la corbata y pensó en lo que le había contado Göran Boman. Se fiaba por completo de su juicio.

Si su colega tenía la impresión de que la mujer mentía, seguramente era así.

Pero ¿por qué no le interesaba Nils Velander?

Bajó los pies del escritorio y tomó un folio en blanco. Luego escribió una lista recordatoria de todo lo que debía tener tiempo de hacer durante los próximos días. Decidió que el banco de Föreningsbanken tendría que abrirle las puertas al día siguiente, a pesar de ser sábado.

Cuando terminó con la lista, se levantó desperezándose. Eran poco más de las doce. En el pasillo oía a Hanson hablando con Martinson. De lo que hablaban, sin embargo, no podía entender nada.

Fuera, delante de la ventana, una farola se movía por el viento. Se sentía sudado y sucio y pensó en ir a darse una ducha en los vestuarios de la comisaría. Abrió la ventana e inspiró el aire frío. Había dejado de llover.

Estaba ansioso. ¿Cómo podrían evitar que los asesinos actuaran otra vez?

La próxima sería una mujer, para resarcirse de la muerte de Maria Lövgren.

Se sentó a la mesa y se acercó la carpeta con el resumen sobre los campos de refugiados en Escania.

No era probable que el asesino volviera a Hageholm. Pero había un montón de alternativas posibles. Y si el asesino elegía a su víctima de la misma forma aleatoria que en Hageholm, aún tendrían menos pistas que seguir.

Además, era imposible exigir a los refugiados que no salieran.

Apartó la carpeta y colocó una hoja en la máquina de escribir.

Eran casi las doce y media. Pensó que tanto podía escribir su informe a Björk como hacer cualquier otra cosa.

En aquel momento la puerta se abrió y Svedberg entró en la habitación.

—¿Novedades? —preguntó Kurt Wallander.

—En cierta manera —respondió Svedberg con la cara preocupada.

—¿Qué ocurre?

—No sé cómo explicarlo. Pero acabamos de recibir una llamada de un granjero de Löderup.

—¿Ha visto el Citroën?

—No. Pero afirmó haber visto pasear a tu padre por el campo, en pijama. Con una maleta en la mano.

Kurt Wallander se quedó petrificado.

—¿Qué coño estás diciendo?

—El que llamó parecía lúcido. En realidad quería hablar contigo. Pero conectaron la llamada mal y me llegó a mí. Pensé que tú deberías decidir lo que vamos a hacer.

Kurt Wallander se quedó sentado totalmente quieto con la mirada vacía.

Luego se levantó.

—¿Por dónde? —preguntó.

—Parece ser que tu padre va caminando hacia la carretera principal.

—Me ocupo yo mismo. Volveré en cuanto pueda. Que me den un coche con radio para que podáis avisarme si hay algo.

—¿Quieres que vaya contigo o que lo haga otro?

Kurt Wallander negó con la cabeza.

—Papá tiene demencia senil —dijo—. Debo intentar encontrarle un sitio en alguna parte.

Svedberg hizo que le dieran las llaves de un coche con radio.

Justo cuando iba a salir descubrió a un hombre fuera, en la penumbra. Lo reconoció, era uno de los periodistas de los periódicos de la tarde.

—No quiero que me siga —dijo a Svedberg.

Svedberg asintió con la cabeza.

—Espera a que me veas salir marcha atrás y que se me cale el motor delante de su coche. Entonces te puedes marchar.

Kurt Wallander se sentó en el coche y esperó.

Vio correr al periodista hacia su coche. Treinta segundos más tarde salió Svedberg en su coche particular. Paró el motor.

El coche bloqueó la salida del periodista. Kurt Wallander se alejó.

Condujo deprisa. Demasiado deprisa. No hizo caso al límite de velocidad al atravesar Sandskogen. Además, estaba casi solo en la carretera. Unas liebres asustadas huyeron por el asfalto mojado.

Cuando llegó al pueblo donde vivía su padre, no tuvo que buscarlo. Las luces del coche lo delataron pisando descalzo el lodo del campo, vestido con su pijama de rayas azules. Llevaba su viejo sombrero en la cabeza y una gran maleta en la mano. Se llevó irritado la mano a los ojos cuando las luces lo cegaron. Luego continuó caminando con paso enérgico, como si fuera camino de una meta claramente marcada.

Kurt Wallander apagó el motor pero dejó los faros encendidos.

Luego salió al campo.

—¡Papá! —gritó—. ¿Qué coño estás haciendo?

El padre no contestó, sino que siguió caminando. Kurt Wallander lo persiguió. Tropezó, cayó y se mojó medio cuerpo.

—¡Papá! —gritó de nuevo—. ¡Para! ¿Adónde vas?

Ninguna reacción. El padre parecía ir más rápido. Pronto estarían en la carretera principal. Kurt Wallander corrió y tropezó al alcanzarlo y agarrarlo por el brazo. Pero el padre dio un tirón, se liberó y siguió.

Entonces Kurt Wallander se enfureció.

—Policía —rugió—. ¡Alto o disparo!

El padre se paró de golpe y se dio la vuelta. Kurt Wallander le vio abrir y cerrar los ojos a la luz de los faros.

—¿Qué te dije? —gritó—. ¡Me quieres matar!

Después lanzó la maleta hacia Kurt Wallander. La tapa se abrió y mostró su contenido: ropa interior sucia, tubos de colores y pinceles.

Kurt Wallander notó que una gran pena lo invadía. Su padre había salido trastornado por la noche, imaginándose que iba camino de Italia.

—Cálmate, papá —dijo—. Sólo te quería llevar a la estación. Para que no tuvieras que ir a pie.

El padre lo miró con incredulidad.

—No me lo creo —dijo.

—Cómo no iba a llevar a mi propio padre a la estación cuando se va de viaje.

Kurt Wallander recogió la maleta, cerró la tapa y empezó a caminar hacia el coche. Metió la maleta en el portaequipajes y se puso a esperar. Su padre tenía el aspecto de un animal atrapado por la luz de los faros allí, en el campo. Un animal que había sido acosado hasta el fin, esperando el disparo mortal.

Luego empezó a caminar hacia el coche. Kurt Wallander no supo si lo que veía era una expresión de dignidad o de humillación. Abrió la puerta de atrás y el padre entró. Tapó los hombros de su padre con una manta que había en el portaequipajes.

De repente vio salir a un hombre de entre las sombras y se sobresaltó. Un anciano, vestido con un mono sucio.

—Yo fui el que llamó —dijo el hombre—. ¿Cómo va?

—Va bien —contestó Wallander—. Gracias por llamar.

—Fue una pura casualidad que lo viera.

—Entiendo. Gracias otra vez.

Se sentó al volante. Cuando se volvió, vio que su padre tiritaba de frío bajo la manta.

—Ahora te llevo a la estación, papá —dijo—. No tardaremos mucho.

Fue directamente a la entrada de urgencias del hospital. Tuvo la suerte de encontrarse con el joven médico que había conocido en el lecho de muerte de Maria Lövgren. Le explicó lo sucedido.

—Nos lo quedamos en observación durante la noche —dijo el médico—. Puede haber pasado mucho frío. Mañana el asistente social tendrá que intentar encontrarle un sitio.

—Gracias —dijo Kurt Wallander—. Me quedaré con él un rato.

A su padre lo habían secado y acostado en una camilla.

—Coche-cama a Italia —dijo—. Por fin iré allí.

Kurt Wallander estaba sentado en una silla al lado de la camilla.

—Claro —dijo—. Ahora irás a Italia.

Eran más de las dos cuando dejó el hospital. Recorrió en coche el corto trayecto que había hasta la comisaría. Todos excepto Hanson se habían marchado a casa. Estaba mirando la cinta del debate grabado en el que había participado el director general de la jefatura Nacional de Policía.

—¿Ha pasado algo? —preguntó Wallander.

—Nada —contestó Hanson—. Unos soplos, claro. Pero nada decisivo. Me tomé la libertad de enviar a la gente a casa a dormir unas horas.

—Muy bien. Es raro que nadie llame a informar sobre el coche.

—Estaba pensando en ello. Tal vez sólo condujo un rato por la E 14 y luego se metió otra vez en uno de los caminos vecinales. He mirado los mapas. Hay un embrollo de caminitos por allí. Además de una gran zona para excursionistas donde nadie se mete durante el invierno. Las patrullas que controlan los campos peinan esos caminos esta noche.

Wallander asintió con la cabeza.

—Enviaremos un helicóptero en cuanto se haga de día —dijo—. El coche puede estar escondido en alguna parte por aquella zona.

Se sirvió una taza de café.

—Svedberg me explicó lo de tu padre —dijo Hanson—. ¿Cómo fue?

—Bien. Tiene demencia senil. Está en el hospital. Pero fue bien.

—Ve a casa a dormir unas horas. Pareces cansado.

—Tengo que escribir unas cosas.

Hanson apagó el vídeo.

—Me acuesto un ratito en el sofá —dijo.

Kurt Wallander entró en su despacho y se sentó ante la máquina de escribir. Los ojos le escocían de cansancio. Aun así, el cansancio comportaba una lucidez inesperada. «Se comete un doble asesinato», pensó. «La caza del asesino acciona otro asesinato. Cosa que debemos solucionar pronto, para no tener otro asesinato más.

»Y todo esto en el transcurso de cinco días».

Después escribió su informe para Björk. Decidió hacer que alguien se lo diera en mano ya en el aeropuerto.

Bostezó. Eran las cuatro menos cuarto. Estaba demasiado cansado para pensar en su padre. Sólo temía que el asistente social del hospital no encontrara una buena solución.

La nota con el nombre de su hermana todavía estaba en el teléfono. Al cabo de unas horas, cuando fuera de día, tendría que llamarla.

Bostezó de nuevo y se olió las axilas. Apestaban. En aquel momento, Hanson entró por la puerta entreabierta.

Wallander enseguida se dio cuenta de que algo había ocurrido.

—Ya tenemos algo —dijo Hanson.

—¿Qué?

—Ha llamado un tío desde Malmö, diciendo que le han robado su coche.

—¿Un Citroën?

Hanson asintió con la cabeza.

—¿Cómo es que lo descubre a las cuatro de la mañana?

—Dijo que iba a una feria a Göteborg.

—¿Lo ha denunciado a los compañeros en Malmö?

Hanson asintió de nuevo con la cabeza. Kurt Wallander alcanzó el teléfono.

—Pues nos pondremos en marcha —dijo.

La policía de Malmö prometió apresurarse a interrogar al hombre. La matrícula del coche robado, el modelo y el color ya estaba distribuyéndose por todo el país.

—BBM 160 —dijo Hanson—. Color azul grisáceo con techo blanco. ¿Cuántos puede haber en este país? ¿Cien?

—Si no han enterrado el coche, lo encontraremos —dijo Wallander—. ¿Cuándo sale el sol?

—Dentro de cuatro o cinco horas —contestó Hanson.

—En cuanto se haga de día enviaremos un helicóptero sobre la zona excursionista. Encárgate tú.

Hanson asintió. Estaba a punto de dejar la habitación cuando se acordó de que había olvidado decir algo a causa del cansancio.

—¡Es verdad, coño! Otra cosa.

—¿Sí?

—El tipo que llamó y dijo que habían robado su coche era policía.

Kurt Wallander miró a Hanson con asombro.

—¿Policía? ¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que era policía. Como tú y como yo.