11
Kurt Wallander se metió en una de las celdas para los detenidos y se echó a dormir. Después de mucho trabajo logró poner el mecanismo de alarma en su reloj de pulsera. Se daba dos horas de descanso. Cuando lo despertó la alarma, le dolía mucho la cabeza. Lo primero en lo que pensó fue en su padre. Tomó unas aspirinas del cajón de medicinas que había en un armario y se las tragó con la ayuda de una taza de café tibio. Luego se quedó un rato indeciso dudando entre ducharse primero o llamar a su hermana a Estocolmo. Al final bajó a los vestuarios de los policías y se metió bajo la ducha. Lentamente se le aliviaba el dolor de cabeza. Pero el cansancio aún le pesaba cuando se sentó en la silla, detrás del escritorio. Eran las siete y cuarto. Sabía que su hermana siempre se levantaba temprano. Como era de esperar, contestó casi a la primera señal. Con la máxima delicadeza le explicó lo que había pasado.
—¿Por qué no me has llamado antes? —preguntó con rabia—. Tendrías que haberte dado cuenta de lo que estaba ocurriendo.
—Supongo que me di cuenta tarde —contestó Wallander en tono evasivo.
Quedaron en que ella esperaría a que él hablara con el asistente social del hospital, antes de decidir cuándo bajaría a Escania.
—¿Cómo están Mona y Linda? —preguntó cuando se acababa la conversación telefónica.
Comprendió que no sabía que se habían separado.
—Bien —dijo—. Te llamaré más tarde.
Después fue en coche hasta el hospital. De nuevo la temperatura estaba bajo cero. Un viento helado entraba en la ciudad desde el sudoeste.
Su padre había dormido mal durante la noche, le dijo una enfermera que acababa de recibir el informe del personal nocturno. Pero, por lo que se veía, no había sufrido ningún daño físico tras su paseo nocturno por los campos.
Kurt Wallander decidió posponer el encuentro con su padre hasta después de hablar con el asistente social.
Kurt Wallander desconfiaba de ellos. Demasiadas veces le había dado la impresión de que los diferentes trabajadores sociales a los que había llamado al arrestar a jóvenes delincuentes tenían opiniones equivocadas. Eran blandos y esquivos, cuando en su opinión deberían imponer determinadas exigencias. Más de una vez se había irritado con las autoridades sociales, que con su laxitud, según le parecía, incitaban a los jóvenes delincuentes a continuar con sus actividades.
«Pero los asistentes de los hospitales quizá sean diferentes», pensó.
Después de esperar un rato, habló con una mujer de unos cincuenta años. Kurt Wallander le describió el decaimiento repentino. Dijo que había llegado inesperadamente y que se sentía desamparado.
—Tal vez sea una cosa transitoria —dijo la asistente—. A veces las personas mayores sufren una confusión temporal. Si se le pasa, bastará con que tenga una ayuda regular en casa. Si resulta ser senilidad crónica, tendremos que buscar otra solución.
Decidieron que el padre se quedaría durante el fin de semana. Después hablaría con los médicos para saber cómo proceder.
Kurt Wallander se levantó. La mujer que estaba delante de él obviamente sabía de qué hablaba.
—Es difícil estar seguro de lo que se debe hacer —dijo Wallander.
Ella asintió con la cabeza.
—No hay nada tan duro como estar obligados a ser padres de nuestros padres —reconoció—. Yo lo sé. Mi propia madre se volvió tan difícil que no pude dejarla en casa.
Kurt Wallander entró a ver a su padre en una sala en la que había cuatro camas. Todas estaban ocupadas. Había un hombre escayolado, otro yacía encogido como si tuviera fuertes dolores de barriga. El padre de Kurt Wallander miraba al techo.
—¿Qué hay, papá? —preguntó.
El padre tardó en contestar.
—Déjame en paz.
Respondió en voz baja. No quedaba rastro de su malhumorada irritabilidad. Kurt Wallander tuvo la sensación de que la voz de su padre estaba llena de amargura.
Se sentó un rato en el borde de la cama. Luego se marchó.
—Volveré, papá. Y recuerdos de Kristina.
Salió rápidamente del hospital, invadido por la impotencia. El viento helado le cortaba la cara. No tenía ganas de volver a la comisaría, así que llamó a Hanson desde el ruidoso teléfono del coche.
—Me voy a Malmö —dijo—. ¿Ha salido el helicóptero?
—Ya lleva observando media hora —contestó Hanson—. Todavía nada. También hay dos patrullas con perros. Si el dichoso coche está en la zona excursionista, lo encontraremos.
Kurt Wallander se fue a Malmö. El tráfico de aquella mañana era agobiante y duro.
Continuamente lo empujaban hacia la cuneta los conductores que le adelantaban con poco margen.
«Debería haber usado un coche de policía», pensó. «Pero hoy en día tal vez no importe».
Eran las nueve y cuarto cuando entró en la sala de la comisaría de Malmö donde le esperaba el hombre al que le habían robado el coche. Antes de ver al hombre habló con el policía que había registrado la denuncia del robo.
—¿Es verdad que es policía? —preguntó Kurt Wallander.
—Lo ha sido —le contestó el policía—. Pero le dieron la jubilación anticipada.
—¿Por qué?
El policía se encogió de hombros.
—Problemas de nervios. No sé exactamente.
—¿Lo conoces?
—Era un solitario. Aunque trabajamos juntos durante diez años, no puedo decir que lo conozca. Francamente, no creo que nadie lo haga.
—Alguien tiene que conocerlo, ¿no?
El policía se encogió de hombros de nuevo.
—Lo investigaré —dijo—. Pero todo el mundo puede estar expuesto a que le roben el coche, ¿no?
Kurt Wallander entró en la sala y saludó al hombre, que se llamaba Rune Bergman. Tenía cincuenta y tres años y se había jubilado cuatro años antes. Era delgado, sus ojos mostraban inquietud, preocupación. A lo largo de la nariz tenía una cicatriz como si fuera de un corte con un cuchillo.
A Kurt Wallander enseguida le dio la impresión de que el hombre estaba a la defensiva. El porqué no lo sabía. Pero la sensación estaba ahí y fue incrementando durante la charla.
—Cuéntame —dijo—. A las cuatro descubres que tu coche ha desaparecido.
—Iba a ir a Göteborg. Me gusta salir de madrugada cuando tengo que ir lejos. Al salir, el coche no estaba.
—¿En un garaje o en un aparcamiento?
—En la calle, delante de mi casa. Tengo garaje. Pero hay tanta porquería que no me cabe el coche.
—¿Dónde vives?
—En una urbanización de casas adosadas cerca de Jägersro.
—¿Es posible que tus vecinos hayan visto algo?
—Ya se lo he preguntado. Pero nadie ha visto ni oído nada.
—¿Cuándo fue la última vez que viste el coche?
—No salí en todo el día. Pero la noche anterior estaba en su sitio.
—¿Cerrado con llave?
—Claro que estaba cerrado con llave.
—¿Tenía bloqueo de volante?
—Por desgracia no. Se había roto.
Respondía con desenvoltura. Pero Kurt Wallander no se quitaba de encima la sensación de que el hombre estaba a la defensiva.
—¿Qué tipo de feria ibas a visitar? —preguntó.
El hombre le miró con sorpresa.
—¿Qué tiene que ver con esto?
—Nada. Sólo me lo preguntaba.
—Una feria de aviación, si es que quieres saberlo.
—¿Una feria de aviación?
—Me interesan los aviones viejos. Yo mismo construyo algunas maquetas.
—Si lo he entendido bien, tienes la jubilación anticipada.
—¿Qué cojones tiene eso que ver con mi coche robado?
—Nada.
—¿Por qué no me buscas el coche en vez de revolver en mi vida privada?
—Estamos en ello. Como sabes, creemos que el que robó tu coche puede haber cometido un homicidio. O quizá debería decir una ejecución.
El hombre le miró directamente a los ojos. La mirada insegura había desaparecido.
—Sí, lo he oído —dijo.
Kurt Wallander no tenía más preguntas.
—Pensé que podría acompañarte a casa —dijo—. Para ver dónde estaba aparcado el coche.
—No te invitaré a café —replicó el hombre—. Tengo la casa desordenada.
—¿Estás casado?
—Divorciado.
Se fueron en el coche de Kurt Wallander. La urbanización de casas adosadas era antigua y estaba detrás del hipódromo de Jägersro. Pararon delante de una casa de ladrillos amarillos con un pequeño césped a la entrada.
—Aquí, donde has parado, estaba el coche —dijo el hombre—. Exactamente aquí.
Kurt Wallander dio marcha atrás unos metros y salieron. Kurt Wallander vio que el coche había estado aparcado entre dos farolas.
—¿Hay muchos coches aparcados en la calle por la noche? —preguntó.
—Habrá uno delante de cada casa. Mucha gente que vive aquí tiene dos coches. Sólo cabe uno en el garaje.
Kurt Wallander señaló las farolas.
—¿Funcionan? —preguntó.
—Sí. Cuando alguna está rota me doy cuenta.
Kurt Wallander miró a su alrededor, pensativo. No tenía más preguntas.
—Supongo que volverás a saber de nosotros —dijo.
—Quiero que me devuelvan el coche —contestó el hombre.
Kurt Wallander, de repente, tenía otra pregunta.
—¿Tienes licencia de armas? —preguntó—. ¿Armas?
El hombre se quedó petrificado.
En aquel mismo momento un pensamiento demencial pasó por la cabeza de Kurt Wallander.
El robo del coche era una invención.
La persona que tenía a su lado era uno de los dos hombres que había matado al somalí el día anterior.
—¿Qué cojones quieres decir con eso? —le increpó el hombre—. ¿Licencia de armas? No serás tan idiota de creer que yo tenga algo que ver con eso.
—Tú que has sido policía sabrás que deben hacerse diferentes tipos de preguntas —dijo Kurt Wallander—. ¿Tienes armas en casa?
—Tengo tanto armas como licencia.
—¿Qué tipo de armas?
—Cazo de vez en cuando. Tengo un rifle máuser para la caza del alce.
—¿Qué más?
—Una escopeta de perdigones. Lanber Baron. Un arma española. Para la caza de liebres.
—Enviaré a alguien a buscar las armas.
—¿Por qué?
—Porque el hombre al que mataron ayer le dispararon a corta distancia con una escopeta de perdigones.
El hombre le miró con desprecio.
—Tú no estás bien de la cabeza —dijo—. Tú estás loco de remate, joder.
Kurt Wallander lo dejó y se marchó directamente a la comisaría. Pidió hacer una llamada y llamó a Ystad. Aún no habían encontrado ningún coche. Luego preguntó por el jefe en servicio de la sección de crímenes en Malmö. Alguna vez lo había visto y le pareció autoritario y presuntuoso. Fue la ocasión en que conoció a Göran Boman.
Kurt Wallander dio cuenta del asunto.
—Quiero que controléis sus armas —dijo—. Quiero que registréis toda su casa. Quiero saber si tiene algo que ver con las organizaciones racistas.
El policía lo observó un buen rato.
—¿Tienes alguna razón para creer que ha inventado el robo del coche? ¿Qué tiene que ver con el asesinato?
—Tiene armas. Y debemos investigarlo todo.
—Hay miles de escopetas de perdigones en este país. ¿Y cómo crees que voy a obtener una orden de registro de su casa, cuando se trata del robo de su coche?
—El asunto tiene máxima prioridad —ordenó Kurt Wallander, que empezaba a irritarse—. Llamaré al jefe de la policía provincial, hasta a la jefatura nacional si hace falta.
—Haré lo que pueda —dijo el policía—. Pero no me gusta investigar la vida privada de los compañeros. ¿Y qué crees que pasará si se enteran los periódicos?
—Me importa una mierda —replicó Kurt Wallander—. Tengo tres homicidios por resolver. Y alguien me ha prometido un cuarto asesinato. Lo voy a evitar.
Camino de Ystad se paró en Hageholm. Estaban acabando la investigación técnica. Repasó in situ la teoría de Rydberg sobre la forma en que había podido ocurrir el crimen y le dio la razón. El coche seguramente estaba aparcado en el lugar que Rydberg señaló.
De repente se acordó de que había olvidado preguntar al policía del coche robado si fumaba. O si comía manzanas. Continuó hasta Ystad. Eran las doce. Al entrar se encontró con una secretaria que se iba a comer. Le pidió que le comprara una pizza.
Metió la cabeza en el despacho de Hanson; todavía ningún coche.
—Reunión en mi despacho dentro de un cuarto de hora —dijo Kurt Wallander—. Intenta reunir a todo el mundo. Los que estén fuera deben estar localizables por teléfono.
Sin quitarse el abrigo se sentó en su silla y volvió a llamar a su hermana. Quedaron en que la recogería en Sturup a las diez de la mañana del día siguiente.
Luego se tocó el chichón de la frente que había tomado un color entre amarillo, negro y rojo.
Después de veinte minutos estaban todos reunidos excepto Martinson y Svedberg.
—Svedberg se ha puesto a buscar una aguja en un pajar —dijo Rydberg—. Alguien llamó diciendo que habían visto un coche sospechoso por ahí. Martinson está persiguiendo a alguien del club del Citroën que se supone que lo sabe todo acerca de la totalidad de los coches Citroën que se mueven por Escania. Es un dermatólogo de Lund.
—¿Un dermatólogo de Lund? —dijo Kurt Wallander con asombro.
—Hay putas que coleccionan sellos —dijo Rydberg—. ¿Por qué un dermatólogo no podría estar loco por los coches Citroën?
Wallander dio cuenta de su encuentro con el policía de Malmö. Él mismo oyó que carecía de fundamento el haber ordenado que registraran al hombre.
—No parece muy probable —dijo Hanson—. Un policía que piensa cometer un asesinato no será tan idiota como para denunciar el robo de su coche.
—Es posible —contestó Kurt Wallander—. Pero no podemos descartar ni una sola idea, por improbable que sea.
Luego pasaron a discutir sobre el coche desaparecido.
—Hay muy pocas observaciones por parte de la gente —dijo Hanson—. Eso refuerza mi opinión de que el coche no ha dejado este distrito.
Kurt Wallander desplegó el mapa del Estado Mayor y se inclinaron sobre él como si estuvieran preparando una batalla campal.
—Los lagos —dijo Rydberg—. El lago de Krageholm, el de Svaneholm. Supongamos que hayan ido allí y hayan tirado el coche. Hay pequeños caminos por todas partes.
—Suena un poco arriesgado —objetó Kurt Wallander—. Alguien podría haberlos visto.
A pesar de todo decidieron rastrear cerca de las orillas de los lagos. También enviarían gente a buscar en los viejos graneros abandonados.
Una patrulla de Malmö había estado buscando con perros sin encontrar rastro alguno. Tampoco la búsqueda desde el helicóptero había dado resultado.
—¿Y si tu árabe se equivocó? —preguntó Hanson.
Kurt Wallander pensó un momento.
—Lo volveremos a llamar —dijo—. Le haremos probar seis coches diferentes, entre los cuales pondremos un Citroën.
Hanson prometió cuidarse del testigo.
Luego hicieron un resumen de las investigaciones sobre los autores del crimen de Lenarp. Allí también tenían un coche fantasma que fue visto por el camionero madrugador.
Kurt Wallander notó que los policías estaban cansados. Era sábado y muchos de ellos habían trabajado sin descanso durante mucho tiempo.
—Dejamos Lenarp hasta el lunes por la mañana —dijo—. Ahora nos concentraremos en Hageholm. Los que no sean absolutamente necesarios que se vayan a casa a descansar. La semana que viene es probable que haya tanto trabajo como ésta.
Luego recordó que Björk entraría en servicio el lunes mismo.
—Björk se encargará —afirmó—. Aprovecho la ocasión para agradeceros vuestros esfuerzos hasta ahora.
—¿Nos apruebas? —preguntó Hanson con tono malicioso.
—Os doy sobresaliente —contestó Kurt Wallander.
Después de la reunión le pidió a Rydberg que se quedara un rato. Quería repasar la situación tranquilamente con alguien, y la opinión de Rydberg, como de costumbre, era la que más respetaba. Le informó sobre los esfuerzos de Göran Boman en Kristianstad. Rydberg asentía con la cabeza mostrando una expresión cavilosa. Kurt Wallander se dio cuenta de que estaba manifiestamente pensativo.
—Puede ser una falsa pista —dijo—. Este doble asesinato me extraña más cuanto más pienso en él.
—¿En qué sentido?
—No me quito de la cabeza lo que dijo la mujer antes de morir. Me imagino que ella en su lastimada conciencia interior tuvo que haberse dado cuenta de que el marido estaba muerto y que ella misma iba a morir. Creo que el ser humano, por instinto, intenta facilitar soluciones a los enigmas cuando ya no queda otra cosa. Y dijo una sola palabra. «Extranjero». La volvió a decir. Cuatro, cinco veces. Tiene que significar algo. Luego aquel nudo. El nudo corredizo. Tú mismo lo has dicho. Ese asesinato huele a venganza y odio. Pero de todos modos estamos buscando en una dirección equivocada.
—Svedberg ha elaborado un mapa de la familia Lövgren —dijo Kurt Wallander—. No hay relaciones extranjeras. Sólo granjeros suecos y algún que otro artesano.
—No olvides su doble vida —atajó Rydberg—. Nyström describió a su vecino durante cuarenta años como normal. Y sin recursos. Después de dos días sabíamos que nada de eso era verdad. ¿Quién dice que no hay otro doble fondo en esta historia?
—¿Qué te parece que debemos hacer, pues?
—Justo lo que estamos haciendo. Pero estar abiertos a reconocer que quizá seguimos una pista falsa.
Pasaron a hablar del somalí asesinado.
Ya desde que marchó de Malmö, Kurt Wallander le daba vueltas a un pensamiento.
—¿Puedes quedarte un rato más? —preguntó.
—Sí —contestó Rydberg, asombrado—. Claro que sí.
—Es por algo relacionado con aquel policía —dijo Kurt Wallander—. Sé que sólo es una corazonada. Una característica discutible en un policía. Pero pienso que deberíamos vigilar a ese tipo, tú y yo. Por lo menos durante el fin de semana. Luego veremos si seguimos y metemos a otros en el tema. Pero si es lo que yo creo, que él está metido, que su coche no fue robado, a estas alturas debería estar nervioso.
—Yo soy de la opinión de Hanson: un policía no es tan idiota como para hacer ver que le han robado el coche si está planificando un homicidio —replicó Rydberg.
—Creo que os equivocáis —contestó Wallander—. De la misma manera que él se equivocó. Es decir, pudo haber pensado que el hecho de que haya sido policía apartaría todas las sospechas de él.
Rydberg se frotó la rodilla dolorida.
—Haremos lo que tú digas —accedió—. Lo que yo piense o deje de pensar no es importante, mientras tú consideres necesario seguir.
—Quiero que lo mantengamos bajo vigilancia —dijo Kurt Wallander—. Nos repartimos en cuatro turnos hasta el lunes por la mañana. Será duro, pero aguantaremos. Yo puedo vigilar por las noches si quieres.
Eran las doce. Rydberg opinó que podía cuidarse hasta la medianoche. Kurt Wallander le dio la dirección.
En aquel momento entró la secretaria con la pizza que Wallander había pedido.
—¿Has comido? —preguntó.
—Sí —contestó Rydberg en tono vacilante.
—No lo has hecho. Cómete ésta y yo compraré otra.
Rydberg engulló la pizza sentado en el escritorio de Kurt Wallander. Luego se limpió la boca y se levantó.
—Tal vez tengas razón —dijo.
—Tal vez —contestó Wallander.
Durante el resto del día no ocurrió nada.
El coche continuaba desaparecido. Los bomberos rastreaban los lagos sin sacar otra cosa que piezas de una vieja trilladora.
Recibieron pocas pistas de la gente.
Los periodistas, la radio y la televisión llamaban sin cesar pidiendo informes sobre la situación. Kurt Wallander repetía su petición para que la gente llamase si podía dar alguna pista sobre un Citroën azul y blanco. Los preocupados responsables de los campos de refugiados llamaban para pedir más vigilancia policial.
Kurt Wallander contestaba con toda la paciencia que podía.
A las cuatro, una anciana murió atropellada por un coche en Bjäresjö. Svedberg, que había vuelto de su búsqueda, llevaba la investigación a pesar de que Kurt Wallander le había prometido que tendría la tarde libre.
Näslund llamó a las cinco y Kurt Wallander pudo oír que estaba bebido. Preguntó si había pasado algo, y si podía ir a una fiesta en Skillinge. Wallander le dio permiso.
Llamó al hospital dos veces para preguntar por el estado de su padre. Le dijeron que estaba cansado y ausente.
Poco después de la conversación con Näslund, llamó a Sten Widén. Una voz que Wallander reconoció contestó:
—Soy quien te ayudó con la puerta del granero —dijo—. El que tú adivinaste que era policía. Quisiera hablar con Sten si está por ahí.
—Está en Dinamarca comprando caballos —contestó la chica, que se llamaba Louise.
—¿Cuándo vuelve?
—Quizá mañana.
—¿Puedes decirle que me llame?
—Lo haré.
La conversación se acabó. Kurt Wallander tuvo la sensación de que Sten Widén en absoluto se encontraba en Dinamarca. Tal vez estaba al lado de la chica escuchando.
Tal vez estuvieran en aquella cama deshecha cuando llamó.
Rydberg no se ponía en contacto con él.
Dejó su informe a uno de los policías, que prometió dárselo a Björk en cuanto bajara del avión en Sturup aquella misma noche.
Luego repasó las facturas que había olvidado pagar a final de mes. Rellenó un montón de giros postales y los puso junto con un cheque en el sobre marrón. Comprendió que aquel mes no podría comprarse ni el vídeo ni el equipo de música.
Más tarde contestó una encuesta sobre si tenía la intención de participar en una salida a la ópera del Det Kongelige en Copenhague a finales de febrero. Contestó que sí. Woyzeck era una de las óperas que nunca había visto en escena.
A las ocho leyó el informe de Svedberg sobre el accidente de Bjäresjö. Comprendió enseguida que no había razón para formular una denuncia. La mujer salió a la calzada delante de un coche que iba a poca velocidad. El granjero que lo llevaba era de conducta irreprochable. Diferentes testigos eran unánimes. Hizo una anotación para dar el informe a Anette Brolin después de la autopsia de la mujer.
A las ocho y media, dos hombres empezaron una pelea en un bloque de pisos a las afueras de Ystad. Peters y Norén rápidamente lograron separar a los pendencieros. Eran dos hermanos conocidos por la policía. Se peleaban unas tres veces al año.
Un galgo fue registrado como desaparecido en Marsvinsholm. Como lo habían visto correr hacia el oeste, envió la denuncia a los compañeros en Skurup.
A las diez dejó la comisaría. Hacía frío y el viento llegaba a ráfagas. El cielo estrellado estaba límpido. Aún no nevaba. Se fue a casa, se abrigó con ropa interior de invierno y se puso un gorro de lana. Distraídamente regó las marchitas plantas de la ventana de la cocina. Luego se fue a Malmö.
Norén estaba de guardia durante la noche. Kurt Wallander prometió llamarlo varias veces. Pero Norén probablemente estaría ocupado con Björk, que regresaría y se enteraría de que sus vacaciones habían llegado a su fin.
Kurt Wallander se paró en un motel en Svedala. Dudó un rato antes de decidirse a cenar tan sólo una ensalada. No estaba seguro de que fuera la ocasión apropiada para cambiar sus costumbres alimenticias. Más bien sabía que correría el riesgo de dormirse si comía demasiado ante una noche en vela.
Tomó varias tazas de café bien cargado después de comer. Una señora mayor se acercó a venderle la revista Atalaya. Compró un ejemplar pensando que sería una lectura suficientemente aburrida para durarle toda la noche.
Poco después de las once, entró de nuevo en la E 14 y continuó los últimos kilómetros hasta Malmö. De repente empezó a dudar del sentido de la misión que le había asignado a Rydberg y que él mismo había asumido. ¿Cuánto crédito tenía derecho a dar a su intuición? ¿No deberían bastar las objeciones de Hanson y Rydberg para desistir de aquella vigilancia nocturna?
Se sentía inseguro, indeciso.
Y la ensalada no era suficiente comida para él.
Eran las once y media pasadas cuando entró en la calle que cruzaba la de la casa adosada amarilla donde vivía Rune Bergman. Al salir se bajó el gorro para taparse las orejas en aquella noche fría. Las casas a su alrededor estaban a oscuras. En la distancia se oía el chirrido de las ruedas de un coche. Se mantuvo en la sombra y entró en la calle que se llamaba Rosenallén.
Casi enseguida descubrió a Rydberg, que estaba al lado de un castaño alto. El tronco era tan grueso que daba sombra a todo el hombre. Wallander lo descubrió sólo gracias a que era el único escondrijo posible desde donde se podía controlar toda la casa amarilla.
Kurt Wallander se deslizó en la sombra del gran tronco. Rydberg tenía frío. Se frotaba las manos y golpeaba el suelo con los pies.
—¿Ha pasado algo? —preguntó Kurt Wallander.
—No mucho en doce horas —contestó Rydberg—. A las cuatro se fue a una tienda a comprar. Dos horas más tarde salió a cerrar la verja, que se había abierto por el viento. Pero está alerta. Me pregunto si, a fin de cuentas, no tendrás razón.
Rydberg señaló una casa junto a la de Rune Bergman.
—Está vacía —dijo—. Desde dentro del jardín se domina la calle y la puerta de atrás. Por si se le ocurriera salir por allí. Hay un banco donde sentarse. Si llevas ropa de abrigo.
Kurt Wallander había visto una cabina de teléfonos camino de la casa de Bergman. Le dijo a Rydberg que llamara a Norén. Si no había pasado nada importante podía irse en su coche a casa.
—Vendré sobre las siete. No te mueras de frío.
Desapareció sin hacer ruido. Kurt Wallander estuvo un rato observando la casa amarilla. Había luz en dos ventanas, una en el piso inferior y una en el superior. Las cortinas estaban corridas. Miró el reloj. Tres minutos pasada la medianoche. Rydberg no había vuelto. Por tanto, todo estaba tranquilo en la comisaría de Ystad.
Cruzó la calle deprisa y abrió la verja del jardín de la casa vacía. Anduvo a tientas en la oscuridad hasta encontrar el banco que Rydberg había mencionado. Desde allí podía verlo todo bien. Para mantener el calor, empezó a caminar, cinco pasos en una dirección, cinco pasos en la otra.
Cuando volvió a mirar el reloj era la una menos diez. La noche sería larga. Ya tenía frío. Intentó dejar pasar el tiempo observando las estrellas del cielo. Si le dolía la nuca, volvía a caminar de arriba abajo.
A la una y media se apagó la luz del piso de abajo. A Kurt Wallander le pareció oír una radio desde el piso de arriba.
«Rune Bergman tiene costumbres nocturnas», pensó.
«Tal vez las tienen los que reciben la jubilación anticipada».
A las dos menos cinco pasó un coche por la calle. Poco después otro más. Luego se hizo el silencio de nuevo.
La luz permanecía encendida en el piso de arriba. Kurt Wallander tenía frío.
A las tres menos cinco minutos se apagó la luz. Kurt Wallander intentó oír la radio. Pero todo estaba en silencio. Se abrazaba a golpes para conservar el calor.
Canturreaba mentalmente un vals de Strauss.
El sonido fue tan sordo que apenas lo oyó.
El clic de una cerradura. Eso fue todo. Kurt Wallander se interrumpió en uno de sus gestos para mantener el calor y escuchó.
Luego percibió la sombra.
El hombre debía moverse de forma muy silenciosa. Pero Kurt Wallander vislumbró a Rune Bergman cuando desapareció sin prisa en el jardín trasero. Kurt Wallander esperó unos segundos. Luego saltó la cerca con cuidado. Era difícil orientarse en la oscuridad, pero vio un pasaje estrecho entre el anejo y el jardín simétrico al de la casa de Bergman. Se movía rápidamente. Demasiado rápido para alguien que no veía casi nada.
Luego salió a la calle paralela a Rosenallén.
Si hubiera llegado un solo segundo más tarde, no habría visto a Rune Bergman desaparecer por una calle transversal hacia la derecha.
Dudó un momento. Su coche estaba aparcado a sólo cincuenta metros. Si no se subía a él en ese mismo instante y Rune Bergman tenía un coche aparcado cerca, no tendría ninguna posibilidad de seguirlo.
Corrió hacia su coche como un poseso. Las articulaciones, rígidas por el frío, crujían y se quedó sin aliento ya en los primeros pasos. Abrió la puerta del coche de un tirón, manipuló con torpeza las llaves y decidió cortarle el camino a Rune Bergman.
Giró por la calle que creyó que era la correcta. Demasiado tarde se dio cuenta de que era un callejón sin salida. Soltó unas palabrotas y dio marcha atrás. Rune Bergman tenía probablemente muchas calles entre las cuales elegir. Además, había un parque al lado.
«Decídete», pensó con rabia. «Decídete rápido, joder».
Condujo deprisa hacia el gran aparcamiento que quedaba entre el hipódromo de Jägersro y los grandes almacenes. Estaba a punto de perder la esperanza cuando vio a Rune Bergman en una cabina telefónica al lado de un hotel recién construido a la entrada de las caballerizas del hipódromo.
Kurt Wallander frenó y apagó el motor y los faros.
El hombre de la cabina telefónica no lo había descubierto.
Unos minutos más tarde paró un taxi delante del hotel. Rune Bergman se metió en el asiento trasero y Kurt Wallander puso el coche en marcha.
El taxi se metió por la autopista hacia Göteborg. Kurt Wallander dejó pasar un camión antes de empezar la persecución. Miró la aguja de la gasolina. No podría seguir al taxi hasta más allá de Halmstad.
De repente vio que el taxista puso el intermitente hacia la derecha. Tomaría la salida de Lund. Wallander lo siguió.
El taxi paró en la estación de ferrocarril. Cuando Wallander pasó por delante, vio que Rune Bergman estaba pagando. Se metió en una calle transversal y aparcó descuidadamente sobre un paso de cebra.
Rune Bergman caminaba deprisa. Wallander lo seguía entre las sombras.
Rydberg tenía razón. El hombre estaba alerta.
De pronto se paró y se volvió.
Kurt Wallander se tiró de cabeza en un portal. Se dio un golpe en la frente con un escalón y sintió que se le abría el chichón de encima del ojo. La sangre le caía por la cara. Se secó con el guante, contó hasta diez y continuó la persecución. El párpado se le pegaba debido a la sangre.
Rune Bergman se paró delante de una fachada tapada con tela de saco y andamios. De nuevo se volvió y Kurt Wallander se agachó detrás de un coche aparcado.
Luego desapareció.
Kurt Wallander esperó hasta que oyó cómo se cerraba la puerta. Un poco más tarde se encendió la luz de una habitación en el segundo piso.
Cruzó la calle corriendo y se metió detrás de la tela de saco. Sin pensárselo se subió al primer rellano de los andamios.
Todo chirriaba y crujía cuando movía los pies. Ininterrumpidamente iba quitándose la sangre que le cerraba el ojo. Luego se subió al segundo rellano. Las ventanas iluminadas estaban a sólo un metro por encima de su cabeza. Se quitó la bufanda y se la enrolló en la cabeza como si fuera un vendaje provisional.
Con cuidado se subió al siguiente rellano. Los esfuerzos le habían dejado tan cansado y sin aliento que permaneció tumbado durante más de un minuto antes de poder seguir. Con cautela se arrastró a gatas por las maderas heladas llenas del material de revoque. No se atrevía a pensar a cuántos metros de altura se encontraba. Le habría dado vértigo.
Lentamente miró por encima de la repisa ante la ventana iluminada. A través de las cortinas entrevió a una mujer durmiendo en una cama de matrimonio. A su lado la manta estaba apartada como si alguien se hubiera levantado muy deprisa.
Siguió arrastrándose.
Al mirar por la siguiente ventana, vio a Rune Bergman hablando con un hombre que llevaba un albornoz marrón.
Kurt Wallander pensó que era como si hubiera visto a aquel hombre antes.
Tan precisa era la descripción que la joven rumana había hecho del hombre que estaba en el campo comiendo una manzana.
Sintió los latidos de su corazón.
O sea que tenía razón. No podía ser otro.
Los dos hombres hablaban en voz baja. Kurt Wallander no podía entender lo que decían. De repente el hombre del albornoz desapareció por una puerta. En aquel momento Rune Bergman fijó la vista directamente en el lugar en que estaba Kurt Wallander.
«Me han descubierto», pensó al apartar la cabeza.
«Esos cabrones no dudarán en matarme de un tiro».
Se quedó paralizado de terror.
«Moriré», pensó desesperadamente. «Me volarán la cabeza».
Pero nadie fue a volarle la cabeza. Al final se atrevió a volver a mirar.
El hombre del albornoz estaba comiéndose una manzana.
Rune Bergman llevaba dos escopetas de perdigones en las manos. Puso una sobre la mesa. La otra la metió debajo de su abrigo. Kurt Wallander comprendió que había visto más que suficiente. Se dio la vuelta y se fue sigilosamente.
Lo que pasó después, no lo sabría nunca.
Pero se equivocó en la oscuridad. Al intentar agarrarse al andamio, su mano palpaba a ciegas en el vacío.
Después se cayó.
Ocurrió tan deprisa que casi no tuvo tiempo de pensar que iba a morir.
Justo encima del suelo su pierna quedó atrapada en una abertura que había entre dos maderas. El dolor fue terrible cuando sintió el tirón. Estaba colgando con la cabeza hacia abajo a menos de un metro del asfalto.
Intentó sacar el pie con movimientos giratorios, pero se le había enganchado. Colgaba en el aire sin poder hacer nada. La sangre le golpeaba las sienes.
El dolor era tan violento que se le saltaban las lágrimas. En aquel momento oyó que se cerraba la puerta del portal. Rune Bergman había dejado el piso.
Se mordió los nudillos para no gritar. A través de la tela de saco observó que el hombre se detenía de pronto. Exactamente delante de él.
Vio una ráfaga de luz.
«El disparo» pensó. «Ahora moriré».
Luego entendió que Rune Bergman había encendido un cigarrillo.
Los pasos se alejaron.
Estaba perdiendo el conocimiento a causa de la presión de la sangre en su cabeza. Tuvo una momentánea visión de Linda.
Con un enorme esfuerzo logró agarrar uno de los postes que aguantaban los andamios. Se ayudó con un brazo hasta poder asirse alrededor del andamio donde estaba encallado el pie. Reunió todas sus fuerzas para un último intento y dio un tirón. El pie se soltó y cayó de espaldas sobre un montón de grava. Se quedó quieto, comprobando que no tenía nada roto.
Luego se levantó y tuvo que sujetarse contra la pared para no desplomarse a causa del mareo.
Tardó casi veinte minutos en volver al coche. En el reloj de la estación vio que las manecillas señalaban las cuatro y media.
Se dejó caer en el asiento del conductor y cerró los ojos.
Después se marchó a casa a Ystad.
«Necesito dormir», pensó. «Mañana será otro día. Entonces haré lo que haga falta».
Gimió al ver su cara en el espejo del baño. Se lavó las heridas con agua caliente.
Eran casi las seis cuando se metió entre las sábanas. Puso el despertador a las siete menos cuarto. No se atrevía a dormir más que eso.
Intentó encontrar la posición en que le doliese menos el cuerpo.
En el momento de dormirse se sobresaltó por un golpe en el buzón de la puerta.
El periódico de la mañana.
Se volvió a estirar.
En sus sueños se le acercaba Anette Brolin.
En alguna parte relinchaba un caballo.
Era el domingo 14 de enero.
El día despertaba con vientos del noreste en aumento.
Kurt Wallander dormía.