Capítulo XI
La casa en la que me alojaba en Leiden fue antaño la morada de Jan Steen, el gran Jan Steen, al que considero tan grande como Rafael. También como pintor religioso era grande Jan Steen, y esto se verá con claridad el día en que la religión del dolor se extinga y la religión de la alegría arranque el turbio velo de los rosales de esta tierra y los ruiseñores, por fin, puedan cantar jubilosamente sus maravillas largamente ocultas.
Pero ningún ruiseñor cantará tan alegre y exultante como pintaba Jan Steen. Nadie como él ha comprendido con esa profundidad que en este mundo siempre debería haber fiesta; supo que nuestra vida no es más que un beso irisado de Dios y se dio cuenta de que el Espíritu Santo se revela con todo su esplendor en la luz y en la risa.
Su mirada reía a la luz y la luz se reflejaba en su mirada risueña.
Y Jan siempre fue un muchacho simpático y amable. Cuando el viejo y severo presidente de Leiden se sentaba junto a él en la lumbre y le soltaba una larga filípica sobre su vida alegre, su conducta regocijante y nada cristiana, sus ganas de beber, su administración desordenada y su hilaridad incorregible, Jan le escuchaba durante dos horas con toda tranquilidad, sin descubrir ni rastro de impaciencia por el largo sermón. Sólo en una ocasión le interrumpió, diciéndole:
—Sí, dómine, la iluminación quedaría mucho mejor; sí, por favor, dómine, acerque usted su silla un poco a la lumbre para que las llamas lancen su brillo encendido sobre todo su rostro y el resto del cuerpo quede en la sombra…
El dómine se levantó furioso y se marchó. Jan, empero, tomó inmediatamente su paleta y pintó al viejo y severo señor, tal como había posado sin sospecharlo, en esa actitud reprensoria. El cuadro es excelente y colgaba en mi alcoba en Leiden.
Después de haber visto en Holanda tantos cuadros de Jan Steen, me parece conocer su vida entera. Sí, conozco a toda su parentela: a su mujer, a sus hijos, a todos sus primos, a los enemigos de la familia y demás allegados; sí, los conozco cara a cara. El caso es que todos ellos nos saludan desde sus lienzos y una colección de los mismos sería una biografía del pintor. A menudo ha dejado dibujado, con una sola pincelada, los secretos más recónditos de su alma. Así, creo que su mujer debió de reprocharle con harta frecuencia su afición a la bebida. Pues en el cuadro que representa el día de los Reyes Magos y en el que aparece Jan sentado a la mesa con toda su familia, vemos a su mujer con un enorme cántaro de vino en la mano, y sus ojos brillan como los de una bacante. No obstante, estoy seguro de que la buena mujer nunca había tomado una copa de más y el socarrón quería hacernos creer que no era él, sino su mujer, quien amaba la bebida. Por eso nos sonríe desde el cuadro con tanto más alborozo. Es feliz, sentado en medio de los suyos; su hijito es el Rey Mago, de pie en una silla, con una corona de oropel; su anciana madre, una sonrisa rebosante de dicha en el rostro arrugado, lleva en brazos al nietecito más pequeño; los músicos tocan las melodías más graciosas y divertidas; y la señora de la casa, celosamente parsimoniosa, guardadora y enfadadiza, pasa a la posteridad como sospechosa de estar borracha.
¡Cuántas veces pude pasarme horas enteras en mi casa de Leiden evocando las escenas domésticas que el excelente Jan debió de haber vivido y padecido en ella! A veces creía verle en carne y hueso, sentado ante su caballete, cogiendo de tarde en tarde el gran botijo, «pensar y beber y luego volver a beber sin pensar». No era un triste fantasma católico, sino un moderno y luminoso espíritu de la alegría que, aún después de fenecido, visitaría su antiguo taller para pintar cuadros graciosos y beber. Sólo de tarde en tarde nuestros descendientes vislumbrarán tales genios, a la clara luz del día, cuando el Sol mire por las ventanas limpias y en las torres no toquen las sordas campanas lúgubres, sino que resuenen, jubilosas, las trompetas para anunciar la deliciosa hora del mediodía.
El recuerdo de Jan Steen, empero, era lo mejor o quizá lo único bueno de mi albergue en Leiden. Sin ese estímulo agradable no me hubiera aguantado en ella ni siquiera ocho días. El exterior del edificio era mísero, lamentable y desabrido, nada holandés. La casa, oscura y carcomida, se hallaba muy cerca del agua y, al pasar por el otro lado del canal, se creía ver a una vieja bruja que se contemplaba en un resplandeciente espejo mágico. Siempre había cigüeñas sobre su tejado, como las hay sobre todas las cornisas holandesas. Pared por medio se alojaba la vaca cuya leche yo bebía por la mañana, y debajo de mi ventana había un gallinero. Mis plúmeas vecinas daban buenos huevos, pero dado que antes de traerlos al mundo me obligaban a escuchar, a modo de aburrido proemio a los huevos, su largo cacareo, harto se me quitaban las ganas de apreciarlos. Con todo, entre los verdaderos fastidios de mi casa figuraban dos inconvenientes de los más fatales: en primer lugar, la música de violín que atormentaba mis oídos durante el día, y luego, las molestias de la noche, cuando mi hospedera acosaba a su pobre marido con sus celos singulares.
Quien desease conocer la relación de mi hospedero con mi señora hospedera, sólo necesitaba escucharles haciendo música. El hombre tocaba el violonchelo, la mujer el llamado violon d’amor; pero ella nunca se ajustaba al ritmo, sino que siempre iba un compás por delante y, encima, sabía cómo extraer de su desgraciado instrumento unos sonidos tormentosos, refunfuños estridentes. Mientras el chelo gruñía y el violín lloriqueaba, uno creía escuchar la riña de un matrimonio. Además, ella seguía tocando cuando hacía rato que su marido había acabado, de suerte que parecía como si quisiera decir la última palabra. Era una mujer alta, pero muy esmirriada, nada más que piel y huesos; una boca en la que castañeaban algunos dientes postizos, una frente corta, apenas un mentón, pero una nariz tanto más larga, cuya punta salía como un pico y con el que a veces parecía poner sordina a una cuerda mientras tocaba el violín.
Mi hospedero frisaba en los cincuenta años y era un hombre con unas piernas muy flacuchas, de semblante pálido y macilento y unos ojitos verdes sobremanera pequeños que pestañeaban constantemente, como los de un centinela a quien el sol hiere el rostro. Era fabricante de bragueros de oficio y anabaptista de religión. Leía la Biblia con mucha asiduidad. Esta lectura se deslizaba en sus sueños nocturnos y, al tomar el café por la mañana, contaba a su mujer, con los ojitos parpadeantes, que le habían bendecido de nuevo, que las personas más sagradas le habían honrado con su plática, que había tratado hasta con la santísima majestad de Jehová y que todas las mujeres del Antiguo Testamento le habían dedicado sus atenciones más amables y afectuosas. Este último detalle no le gustaba nada a mi hospedera, y no pocas veces manifestaba su disgusto y los celos que le causaba el trato nocturno de su marido con las mujeres del Antiguo Testamento. ¡Si, por lo menos, decía, fuesen la virgínea María, la anciana Marta o incluso Magdalena que, al cabo, se había regenerado!… Pero una relación nocturna con las hijas borrachas del viejo Lot, con la bonita madame Judit, con la extraviada reina de Saba y con semejantes mujerzuelas equívocas, ¡eso no se podía tolerar! Sin embargo, nada igualó a su furia cuando una mañana su esposo, en su dicha sobremanera locuaz, le hizo un retrato exaltado de la hermosa Ester, la cual le había pedido que le ayudara a arreglarse para ganar para la buena causa al rey Asuero, gracias al poder de sus encantos. En vano el pobre hombre manifestó que el propio señor Mardoqueo le había presentado a su bella hija adoptiva, que ésta ya estaba a medio vestir y que sólo peinó su larga caballera negra… ¡En vano! La furibunda mujer pegó al pobre hombre con sus propios bragueros, vertió café caliente sobre su rostro y, a buen seguro, le habría matado si éste no hubiera prometido, por todos los santos, dejar sus relaciones con las mujeres del Antiguo Testamento y tratar, en lo sucesivo, únicamente con los patriarcas y los profetas varones.
La consecuencia de ese maltrato fue que desde entonces myn Heer callaba, muy temeroso, su ventura nocturna; se convertía en un san Roué, en un libertino bíblico; según me confesó, tenía el valor de hacer las proposiciones más indecentes a la desnuda Susana; sí, al cabo, llegó a ser tan atrevido como para soñar que estaba en el serrallo del rey Salomón y tomaba té con sus mil mujeres.