Capítulo III
Mi primera excursión, al salir de Schnabelewops, me llevó a Alemania, en concreto a Hamburgo, donde permanecí seis meses, en vez de encaminarme de inmediato a Leiden para dedicarme allí, según el deseo de mis padres, al estudio de la teología. He de confesar que durante aquel semestre me entregué más a las cosas mundanas que a las divinas.
La ciudad de Hamburgo es una buena ciudad, toda de casas sólidas. Aquí no reina el infame Macbeth, aquí reina Banco. El espíritu de Banco predomina por doquier en esa pequeña ciudad libre, cuya cabeza visible está constituida por un Senado sabio y prudente. En efecto, es un Estado libre en el que se halla la mayor libertad política. Aquí todos los ciudadanos pueden hacer lo que quieran, puede hacer lo que quiera también el sabio y prudente Senado; aquí todos son dueños libres de sus actos. Es una república. Si a Lafayette no le hubiera tocado la suerte de encontrar a Luis Felipe, a buen seguro habría encomendado sus franceses a los ancianos senadores y padres de la patria de Hamburgo. Hamburgo es la mejor república. Sus costumbres son inglesas y su comida es celestial. De veras, entre Wandrahmen y Dreckswall hay manjares de los que nuestros filósofos no tienen ni la más remota idea. Los hamburgueses son buena gente y comen bien. En materia de política, religión o ciencia, sus respectivas opiniones son muy diversas, pero en lo tocante a la comida reina la unanimidad más portentosa. Por mucho que disputen aquí los teólogos cristianos acerca del significado de la Cena, todos comulgan en la trascendencia del almuerzo. Puede que haya un sector entre los judíos locales que reza el benedícite en alemán mientras que otro lo canta en hebreo, pero ambos partidos comen y comen bien y saben formarse un juicio cabal sobre lo que comen. Los abogados, los asadores legales que dan vueltas y revueltas a las leyes hasta que consiguen quedarse con carne sin hueso; en las salas de juicio pueden debatir cuanto quieran si los juicios han de ser públicos o no, en las salas de comida acatan como un solo hombre que todos los platos han de ser ricos, por muy diversos que sean sus propios juicios gastronómicos. El estamento militar sigue sin duda el régimen de los bravos espartanos, pero de la sopa negra no quiere saber nada. Los médicos, tan desacordes en el tratamiento de enfermedades, suelen curar la dolencia patria —es decir, indisposición del estómago—, bien como brownianos, con porciones aún más grandes de carne ahumada, bien como homeópatas, con 1/10 000 gotas de ajenjo disueltas en una gran escudilla de sopa de tortuga; estos médicos se muestran conformes cuando se habla del sabor mismo de la sopa y de la carne ahumada. Hamburgo es la ciudad natal de la última, de la carne ahumada, y se vanagloria de ella como Maguncia suele alardear de su Johann Faust o Eisleben de su Martín Lutero. Pero ¿qué son la imprenta y la Reforma comparadas con la carne ahumada? Dos partidos discuten en Alemania sobre si las dos primeras fueran ventajosas o perjudiciales. Sin embargo, hasta nuestros jesuitas más celosos abundan en la opinión de que la carne ahumada es un gran invento de mucho provecho para la humanidad.
Hamburgo fue fundada por Carlomagno y está habitada por unos 80 000 hombres pequeños que no se cambiarían por el gran Carlos, que yace sepultado en Aquisgrán. Acaso la población de Hamburgo alcance los 100 000; no lo sé a punto fijo, a pesar de que pasé días enteros ambulando por sus calles para observar a su gente. A buen seguro se me habrá pasado por alto algún que otro hombre, puesto que fueron las mujeres las que reclamaron especialmente mi atención. A las últimas, no las encontré delgadas en absoluto, sino en su mayoría hasta corpulentas, a veces encantadoras y hermosas y, en general, de una cierta sensualidad opulenta que ni por asomo me desagradaba. Si no se muestran muy entusiastas en el amor romántico ni vislumbran apenas la gran pasión del corazón, no es culpa suya, sino de Amor, el dios menor, que a veces coloca en su arco las flechas más agudas y ardientes, pero que, ora por picardía, ora por torpeza, dispara demasiado bajo, de modo que suele dar, no en el corazón de las hamburguesas, sino en su estómago. Por lo que atañe a los hombres, vi en su mayoría criaturas rechonchas, ojos fríos y sensatos, mejillas sonrosadas que colgaban dejadas, instrumentos de masticar desarrollados a la perfección, el sombrero como clavado en la testa y las manos metidas en ambos bolsillos, igual que alguien a punto de preguntar: «¿Cuánto le debo a usted?».
Entre las curiosidades de la ciudad figuran: 1) El antiguo Ayuntamiento, donde se hallan esculpidos en piedra los retratos de los grandes banqueros, con cetro y manzana imperial en las manos. 2) La Bolsa, donde se congregan a diario los hijos de Hammonia como otrora los romanos se reunieron en el foro, y donde pende sobre sus cabezas una negra placa de honor con los nombres de sus más insignes conciudadanos. 3) La hermosa Marianne, mujer de extraordinaria belleza, en la que el diente del tiempo está royendo desde hace veinte años… Sea dicho de pasada: «el diente del tiempo» es una mala metáfora, porque es tan viejo que seguro que no tiene ningún diente; me refiero al tiempo. En cambio, la hermosa Marianne aún conserva todos sus dientes y, al no tener ni un pelo en la lengua, los enseña. 4) La antigua Caja Central. 5) Altona. 6) Los manuscritos originales de las tragedias de Marr. 7) Los propietarios del gabinete de Rödinger. 8) El salón de la Bolsa. 9) La Sala de Baco y, por fin, 10) El Teatro municipal. El último merece especiales elogios; sus miembros son todos buenos burgueses, cabezas de familia honrados, que no saben fingir ni embaucar; hombres que, al convencer a los infelices que desesperan de la humanidad de que no todo en el mundo es pura farsa e hipocresía, convierten el teatro en un templo.
Al enumerar las curiosidades de la república de Hamburgo, no puedo menos que mencionar que, en mi época, la Sala de Apolo en el Drehbahn era espléndida. Ahora ha decaído y en ella se ofrecen conciertos filarmónicos, se exhiben mañas de prestidigitadores y se da de comer a los naturalistas. ¡Antes era otro cantar! Las trompetas sonaban con brío, los tambores redoblaban, las plumas de avestruz flotaban al viento, y Heloise y Minka correteaban por entre las filas de la polonesa de Oginski; y todo era muy decente. ¡Hermosa sazón aquélla en la que la suerte me sonreía! ¡Y la suerte se llamaba Heloise! Era una suerte dulce, bonita, venturosa, con mejillas de rosa, naricilla de lirio, ardientes labios de claveles fragantes, ojos como el cerúleo lago de las montañas; había, empero, algo de estupidez sobre su frente, cual turbio velo nubloso sobre un resplandeciente pasaje primaveral. Heloise era cenceña como un álamo y vivaracha como un pájaro, y su piel era tan delicada que el arañazo de una horquilla la inflamó durante doce días enteros. Sin embargo, cuando la piqué yo, su fanfurriña no duró ni doce segundos, y luego sonrió… ¡Hermosa sazón aquélla en la que la suerte me sonreía! Minka sonreía muy raras veces, porque no tenía unos dientes bonitos. Pero tanto más hermosas eran sus lágrimas cuando lloraba, y Minka lloraba por cada infortunio ajeno. Era sobremanera bondadosa. A los pobres les daba su último chelín; muchas veces era capaz de dejar hasta su última camisa si se lo pedía. Era un alma así de benévola. Nunca podía decir que no, a no ser que se tratara de su agua. Ese carácter tierno y complaciente hacía un contraste harto delicioso con su aspecto exterior: una audaz figura de Juno; la nuca blanca e insolente, rodeada, cual serpientes voluptuosas, de indómitos rizos negros; ojos que brillaban imperiosos bajo los oscuros arcos de triunfo; labios bien curvados y soberbiamente purpúreos; manos marmóreas y señoriales, en las que, por desventura, había algunas pecas; tenía también un lunar marrón en forma de puñal corto en la cadera izquierda.
Si te he dejado caer en lo que suele llamarse mala compañía, querido lector, consuélate con que, al menos, no te haya costado tanto como a mí. Como verás, no han de faltar mujeres ideales en este libro y ahora mismo te presentaré, para tu solaz, a dos decorosas señoras de compañía a las que a la sazón conocí y llegué a admirar. Se trata de madame Pieper y de madame Schnieper. La primera era una mujer hermosa y de edad madura: grandes ojos castaños, alta frente blanca, negros rulos postizos, una atrevida nariz de antiguo romano y una boca que era una guillotina para la reputación de cualquiera. En efecto, no existe máquina de ejecución de un buen nombre más eficaz que la boca de madame Pieper. Ella iba directamente al grano, no se andaba con rodeos; cuando la mejor de las buenas famas iba a parar entre sus dientes, Madame Pieper tan sólo sonreía… Pero esa sonrisa era como una cuchilla: el honor quedaba decapitado y caía al saco. Siempre fue un modelo de decencia, pundonor, religiosidad y virtud. Otro tanto podría decirse de madame Schnieper. Era una mujer delicada, de pequeños pechos timoratos, velados normalmente por un triste y tenue crespón, cabellos de un rubio claro, ojos celestes que sobresalían terriblemente inteligentes de su rostro blanquecino. Se decía que nunca se podía escuchar sus pasos y, en efecto, antes de que uno se diera cuenta, estaba a su vera y desaparecía con igual silencio. También su sonrisa era letal para todo buen nombre, pero menos como una cuchilla que como aquellas brisas ponzoñosas de África, ante cuyo soplo todas las flores se marchitan; todo buen nombre tendía a ajarse miserablemente cuando una leve sonrisa retozaba en sus labios. Siempre fue un modelo de decoro, pundonor, religiosidad y virtud.
No quisiera dejar de alabar a varios de los hijos de Hammonia ni a elogiar de un modo más rotundo a algunos hombres que gozan de mucho aprecio, concretamente a aquéllos cuyo valor suele estimarse en unos cuantos millones de marcos. No obstante, en este preciso momento quiero reprimir mi entusiasmo para que luego arda en llamas más vivas. Pues tengo pensado nada menos que editar un templo en honor a Hamburgo, siguiendo el mismísimo plano que hace diez años diseñó un célebre escritor que, con ese fin, solicitó a cada hamburgués que le enviara, con la mayor prontitud, un inventario especificado de sus virtudes específicas, junto con un tálero especial. Nunca he podido enterarme bien de por qué ese templo de honor no llegó a realizarse. Unos decían que el empresario, ese hombre honorable, cuando apenas había llegado de la A de Aaron a la A de Abendrot y sentado, por decirlo así, los primeros cimientos, fue aplastado por el peso de todo el material; otros afirmaban que el sabio y prudente Senado hizo fracasar el proyecto por excesiva modestia, impartiendo de pronto al arquitecto de su propio templo de honor la orden de abandonar, en un plazo de veinticuatro horas, el territorio de Hamburgo, con todas sus virtudes. Fuera por el motivo que fuese, el caso es que la obra no se ha llevado a cabo; y como yo, por propensión ingénita, he querido hacer algo grandioso en este mundo, y siempre he aspirado a hacer posible lo imposible, he vuelto a acariciar ese gigantesco proyecto y voy a entregar un templo de honor a Hamburgo: un ingente libro inmortal, en el que describiré las excelencias de todos y cada uno de sus habitantes sin excepción, en el que referiré los nobles gestos de caridad oculta que aún no han aparecido en los periódicos, en el que narraré hazañas que nadie creerá y en el que lucirá la viñeta de mi propio retrato, tal como estoy sentado en el Jungfernsteg, delante del Pabellón Suizo, pensando en la glorificación de Hamburgo.