Capítulo X

En Leiden mantuve mucho trato con el pequeño Sansón, al que todavía se mencionará muchas veces en esas páginas rememorativas. Aparte de él, a quien veía más a menudo era a otro de mis comensales, el joven Van Moelen; yo podía estar horas y horas contemplando su rostro hermoso y pensando entretanto en su hermana, a la que nunca había visto y de la que tan sólo sabía que era la mujer más bella de Waterland. También Van Moelen era un hombre guapísimo, un Apolo, pero no un Apolo de mármol, sino más bien de queso. Era el más perfecto holandés que he visto jamás. Una extraña mezcla de valentía y flema. Cuando un día, estando en un salón de café, encolerizó tanto a un irlandés que éste sacó del bolsillo una pistola, le disparó y, en vez de darle a él, le arrancó de la boca su pipa de loza, el semblante de Van Moelen permaneció tan quieto como un queso, y en un tono del todo indiferente y tranquilo, dijo: «Jan, ¡e nue piep[4]!». Lo que me resultaba molesto en él era su sonrisa, ya que en esos momentos mostraba una fila de dientecitos blancos y muy menudos que más bien parecían espinas de pescado. Me desagradaba además que llevara grandes zarcillos de oro. Tenía la rara costumbre de cambiar a diario la disposición de los muebles de su casa y, cuando se le visitaba, se le encontraba afanado en colocar ora la cómoda en el sitio de la cama, ora el escritorio en el del diván.

El pequeño Sansón formaba en ese sentido el contraste más pavoroso. No podía soportar que en su habitación variara el menor detalle; se inquietaba notoriamente con tan sólo tocar la cosa más nimia, aunque fuera un apagavelas. Todo tenía que quedar tal como estaba, ya que sus muebles y sus demás enseres le servían de apoyo para retener en su memoria, según las reglas mnemotécnicas, toda clase de datos históricos o sentencias filosóficas. Una vez, durante su ausencia, la criada de la casa le quitó un viejo baúl de su habitación y sacó de los cajones de la cómoda sus camisas y calcetines para echarlas a la colada. Cuando Sansón volvió a su casa, estuvo inconsolable y afirmó que ahora ya no sabía nada de la historia asiria y que todas las demostraciones de la inmortalidad del alma, que con tanto esfuerzo había ordenado sistemáticamente en los cajones, se habían ido al lavadero.

Entre los hombres originales que conocí en Leiden figuraba también myn Heer Van der Pissen, primo de Van Moelen, quien me lo presentó. Era profesor de Teología en la universidad y le oí explicar el Cantar de los Cantares, de Salomón, y el Apocalipsis, de san Juan. Era un hombre apuesto y lozano, de unos treinta y cinco años y, en la cátedra, sobremanera serio y gravedoso. No obstante, cuando un día me vino en gana visitarle y no encontré a nadie en el salón, pude ver por la puerta entreabierta de un gabinete contiguo una escena curiosísima. El gabinete tenía un decorado medio chinesco, medio francés Pompadour: en las paredes tapices de damasco, dorados y brillantes; en el suelo la alfombra persa más suntuosa; por doquier maravillosas pagodas de porcelana, juguetes de nácar, plumas de avestruz y piedras preciosas; poltronas de terciopelo rojo con flecos de oro; entre ellas un sillón especialmente prominente que parecía un trono y en el que estaba sentada una chicuela que quizá frisara en los tres años, pero que vestía un traje de raso azul con bordados de plata, muy a la antigua usanza. En una de sus manos alzadas llevaba, a modo de cetro, un vistoso abanico de plumas de pavo, y en la otra una mustia corona de laurel. Ante ella, empero, se revolcaban en el suelo myn Heer Van der Pissen, su criado moro, su perro caniche y su mono. Los cuatro se tiraban del pelo y peleaban a mordiscos, mientras la niña y el papagayo verde, sentado en la percha, clamaban sin cesar: «¡Bravo!». Finalmente myn Heer se levantó del suelo, se arrodilló ante la niña, ensalzó en un solemne discurso en latín la bizarría con la que había combatido y derrotado a sus enemigos y dejó que la pequeña coronara su cabeza con la mustia corona… «¡Bravo, bravo!», gritamos la niña, el papagayo y yo, que en ese mismo instante entré en la habitación.

Myn Heer parecía un tanto desconcertado al verse sorprendido por mí en sus extravagancias. Según me comentaron más tarde, ésas las hacía a diario; todos los días vencía al criado moro, al perro caniche y al mono; todos los días se dejaba coronar por la pequeñuela, que no era su propia hija, sino una echadilla del orfanato de Amsterdam.