Cinco

Sam no concibió ningún proyecto acerca del futuro hasta que no estuvo en el avión que lo conduciría a Israel, efectuando el vuelo Londres-Tel Aviv, a finales del verano de 1964. Llevaba encima casi siete mil dólares en cheques de viaje, procedentes de la venta de su adorada embarcación, heredada de su abuelo. Cuando le explicó a su madre su proyecto, vender el barco, la primera reacción de ella fue de incredulidad y de resistencia. Finalmente, Barbara accedió a su decisión, reconociendo en su hijo una firme voluntad e independencia que no debían ser desviadas.

Al cabo de tres años, Sam tenía muy poca idea de lo que pretendía hacer en Israel, o de cómo era Israel en realidad. Adoptó diversas formas de vida: turista recorriendo el país y visitando todos sus rincones; miembro de un kibbutz, trabajando incansablemente el suelo del viejo país; un esnob pasando el día en los cafés —aunque no estaba muy seguro de que fueran auténticos cafés— y las noches en busca de románticos encuentros; un investigador solitario tratando de descubrir su pasado y orígenes. Tras probar y considerar cada uno de sus diversos estilos de vida, tuvo el suficiente sentido común para rechazarlos todos y tomar en serio, con realismo, sólo dos alternativas: encontrar un trabajo o continuar sus estudios. Y dado que no estaba preparado para desempeñar ningún trabajo que le produjera satisfacción alguna, decidió estudiar. Una vez hubo llegado a Israel, se dirigió a Jerusalén e inició los trámites para matricularse en la Universidad Hebrea.

No era fácil; en realidad resultó la cosa más complicada que había intentado en su vida, y su decisión de ser estudiante de Medicina hizo su existencia aún más difícil. En las tres semanas anteriores al inicio del curso contrató un profesor y se embarcó en un intensivo estudio del hebreo. Encontró una habitación en una casa de la calle Bezalel, que estaba bastante cerca de la Universidad. Durante tres semanas vivió allí, saliendo sólo para comer. Trabajaba catorce horas cada día, y consiguió poseer un elemental conocimiento del idioma. Ahora, menos de tres años más tarde, a principios de junio de 1967, le faltaban pocos días para su marcha. Se había gastado todo el dinero, y como no deseaba ninguna ayuda de su madre, le pidió un préstamo a Jean, su abuela, lo justo para adquirir un pasaje para el vuelo sin escalas Tel Aviv-Nueva York, de la compañía «El Al». Desde Nueva York volaría a San Francisco. Le quedaban unos cuarenta dólares, que le servirían para pasar la semana siguiente, así como para pagar el billete del autobús que lo llevaría de Jerusalén a Tel Aviv.

Hoy, en aquella tranquila tarde, estaba sentado en la casi desierta biblioteca, escribiendo una carta a su madre, que empezó con una especie de disculpa.

Pudiera ser que regrese antes de que recibas esta carta, pues el correo aquí falla a veces, pero, de todos modos, he decidido escribir esta carta. Recuerdo cuando me explicaste lo de tu última noche en la cárcel, y tu lógico miedo de morir antes de ser puesta en libertad. No es una comparación muy adecuada, pero siento tan grandes deseos de regresar a casa que últimamente he dormido poco, inquieto por si pasa algo que impida mi regreso. Por supuesto, no sucederá nada, y aun cuando el correo vaya rápido excepcionalmente en este caso, yo llegaré uno o dos días después de la carta. No obstante, extrañamente, he acabado por amar este lugar, y estoy dividido entre este amor y mi desesperante necesidad de regresar a casa. Cuando trato de analizar esa necesidad y me pregunto de qué se trata, en concreto, puedo dejar a un lado el lugar y el paisaje, por muy queridos que me sean. Es una cuestión familiar, y creo que no podría afrontar la vida lejos de la gente que he conocido y amado desde niño. Eso es lo importante. No te puedes imaginar lo mucho que os echo de menos a ti y a la abuelita Jean, así como a la gente de Higate, y a Freddie. Creo que si fuéramos hermanos no estaríamos tan unidos, y no me sorprendió nada que no se llegara a celebrar su matrimonio con Rita Hogan. El problema de Freddie no es que se enamora de todas las chicas guapas que conoce, sino que se desenamora con la misma rapidez. No es constante, pero dado que sólo tiene veinticinco años, eso cambiará. Yo, aunque aún debo celebrar mi veintiún cumpleaños, bien, me creo más serio.

Ayer, el doctor Reznik, me llamó a su despacho y me habló acerca de vivir en Israel. «Shmuel —me dijo— ahora que te hemos dado nuestra sangre y sustancia, y te hemos elevado de la categoría de un naar (tonto) a la de una persona de cierto sentido común, nos dices que te propones marcharte. Nos has robado, y huyes con tu botín». Por supuesto, es una rudimentaria traducción del hebreo. El doctor Reznik que es el director del departamento de Biología de aquí, es un anciano maravilloso. Creo que ya te lo he mencionado en alguna de mis anteriores cartas. Fue uno de los fundadores de esta Universidad, que tiene una historia muy extraña. ¿Sabes?, cuando llegué aquí, mamá, lo único que sabía de la Universidad Hebrea era su nombre, y esperaba encontrar algo semejante a Berkeley o Stanford. Pues bien, no. La Universidad se inició mucho antes de que existiera un Estado judío, fue hacia 1924 aproximadamente, y el doctor Reznik, que tiene unos setenta y cinco años, ha estado aquí desde el principio. Nació en Viena, en donde se licenció en Medicina, y un día me explicó toda la historia de la fundación de la Universidad, cuando no tenían edificios, libros ni equipos: sólo la Facultad y alrededor de un centenar de estudiantes, y algunos de los primeros edificios fueron construidos por los estudiantes. Eso fue en el monte Scopus, que lo ocuparon los árabes en 1948. El lugar en donde estoy estudiando, como sabes, se halla en Givat Rain.

Pues eso es lo que me contó ayer el doctor Reznik, y yo me puse algo tonto y le dije que él no me quería aquí porque no soy judío. Me dijo: «¡Vaya! ¿De manera que nos has estado engañando? Entonces, dime, ¿de dónde has sacado el nombre de Shmuel ha Cohén, que no es sólo un nombre judío, sino el más distinguido?». No se mostró realmente enfadado, y él sabe muy bien de dónde procede mi nombre, que en hebreo significa Samuel el sacerdote. Y después estuvimos hablando largo rato acerca de quién soy y de lo que soy, y de lo que significa para mí no ser judío según la ley judía y por las leyes de Israel, e ir por la vida con un nombre judío. Es un hombre muy sabio, y su opinión, según he podido comprender, es que ser judío es un estado mental. Yo no estoy en ese estado mental, lo cual me extraña, porque me encanta este lugar y he sido aquí más feliz, que desgraciado, y aquí es donde me he hecho hombre, signifique eso lo que signifique. Pero, si no soy judío, tampoco soy cristiano, y debo existir como algo suspendido entre dos mundos, atrapado en un nombre judío que nunca cambiaré.

Por otra parte, el doctor Reznik no considera que esto sea ninguna tragedia. Por el contrario, cree que soy afortunado y que comprenderé cosas que jamás habría comprendido en otras circunstancias. Te cuento todo esto porque cuando vine aquí y me separé de tu lado por tan largo tiempo, insistía en que debía descubrir mi identidad. Pero no estoy seguro de que haya progresado mucho en este sentido.

En otoño, si puedo resolver los problemas de ingreso, me gustaría ir a la Facultad de Medicina de Stanford, lo cual sería muy conveniente porque funciona en el Hospital Lañe, justamente ahí, en San Francisco. Me parece que pasará mucho tiempo antes de que sienta deseos de volverme a marchar otra vez de San Francisco. En cuanto a los problemas de ingreso, me han dicho que mis tres años de aquí constituyen el equivalente de cuatro años de estudios en Norteamérica, quizá más, porque el año pasado ya hice prácticas de hospital. Mis notas han sido buenas, lo cual no es fácil por lo que exigen en este lugar. Además, Ralph Cassala es un pez gordo en Stanford, y no voy a tener vergüenza de utilizar todas las influencias posibles para estudiar en la ciudad.

No sé qué pensarías de mí cuando estuvimos juntos en París el verano pasado. Me porté de forma bastante grosera, y al cabo del tiempo he comprendido lo incorrecto de mi actitud. Bueno, he madurado mucho durante el pasado año, y mira, mamá, la casa no tiene por qué estar lista para mi regreso. Hay muchas habitaciones en la casa de Russian Hill y a la abuelita Jean no le importará tenerme por allí una semana o dos. Si ves a Freddie, dile que acuda a San Francisco a pasar unos días, para que podamos recorrer de nuevo los viejos lugares.

En tus últimas cartas, he podido percibir un temor oculto a que me enamore de alguna chica judía y de que me quede aquí. Ya ves, no ha sucedido. Quizás he estado algo enamorado de Rachel, y has podido ver, por la fotografía, la clase de chica que es: una kibbutznik, con todas las cualidades de una kibbutznik. El kibbutz la envió aquí a estudiar Medicina, y después regresará al kibbutz. Era imposible. Admito que he conocido jóvenes maravillosas de los kibbulzim, pero al cabo de unos pocos fines de semana en el kibbutz de Rachel, que no está lejos de Jerusalén, me di cuenta de que si debía pasarme la vida en un sitio semejante, me acabaría volviendo loco. En primer lugar, porque es una sociedad muy cerrada. A menos que hayas nacido en él y le hayas criado en él, nunca perteneces realmente al kibbutz. Constituye un gran experimento de vida en comunidad, pero no deja de ser una granja. Lo que más nos separa a Rachel y a mí es la forma de ver la guerra y las muertes. Mis sentimientos hacia la vida y mi aborrecimiento del dolor me han impulsado a estudiar Medicina. Nunca podría hacer comprender a Rachel lo que significa para mí ser un pacifista filosófico. Ella me dice que aquí todos son pacifistas. Que los judíos son pacifistas. Pero que si no nos defendemos, moriremos. Hemos discutido durante horas el asunto, pero nunca nos hemos puesto de acuerdo. De cualquier modo, no soy un granjero. Es una lástima, porque la chica es maravillosa, pero cuando le sugerí que regresara conmigo a San Francisco, me miró como si me hubiera vuelto completamente loco. Ése es un punto que no se puede ni discutir. De todas formas, nuestra decisión de romper relaciones fue mutua, pero lo pasamos muy mal, porque en el fondo nos queríamos.

Podrás ver que tus temores acerca de una guerra aquí eran infundados. ¿Sabes, mamá?, no debes estar siempre tratando de protegerme, sientas lo que sientas sobre lo de la guerra del Vietnam. Si algún día me llamaran a filas, sería como médico, que es la única misión positiva en la guerra: tratar de arreglar lo que otros han destrozado. Por si esta carta llega antes que yo, te diré que cogeré el primer avión que sale para Nueva York el 14 de junio, y aterrizaremos en el Aeropuerto Internacional de San Francisco a eso del mediodía. No quiero ninguna ceremonia. Sólo quiero que estés tú allí, tú únicamente, con los brazos abiertos para recibir al hijo pródigo. ¡Y sentiré una enorme alegría al verte!

Estaba metiendo la carta en el sobre cuando oyó que le llamaban.

—¡Shmuel!

Sam levantó la mirada y vio que el doctor Reznik se acercaba a él, avanzando entre las mesas de la desierta biblioteca. El anciano se movía con rapidez, limpiando sus lentes; se los volvió a poner cuidadosamente cuando se sentó en el otro extremo de la mesa que ocupaba Sam.

—De modo que estás aquí —dijo el profesor—. Te he buscado por todas partes, incluso en tu habitación. He andado demasiado para ser un viejo. —Echó un vistazo a su alrededor—. Conque estabas sentado aquí, en este lugar desierto.

—Está vacío —dijo Sam—. Nunca lo había visto antes de este modo, pero creo que no me había dado cuenta.

—¿No sabes el motivo?

—Estoy aquí hace horas, escribiéndole una carta a mi madre.

—O sea, ignoras por qué está vacía la biblioteca… —la voz del doctor Reznik reflejó tristeza.

—Sí. ¿Qué ha sucedido?

—Estamos otra vez en guerra.

—Oh, no. No.

—Sí, estamos en guerra.

—¿Con quién?

—Con todo el mundo —respondió el doctor, moviendo la cabeza—. Con todo el mundo, Shmuel: Egipto, Iraq, Siria, Jordania… Ya se pueden oír los fragores de la guerra. Aquí no. —Volvió a mirar en torno de la vacía biblioteca—. A unos kilómetros de distancia. Aquí reina la tranquilidad. En este lugar la sabiduría de los siglos reposa tranquilamente, mientras los hombres vuelven a matarse entre sí.

—Le acabo de escribir a mi madre que regreso a casa la semana que viene. Tengo el pasaje —dijo Sam tristemente.

—Veremos, veremos —dijo el anciano asintiendo con la cabeza—. Mientras tanto, te necesito.

—¿Por qué?

—Los jordanos ya están atacando. Nuestras fuerzas marchan contra ellos en Jerusalén Este, y se estará desarrollando la guerra al otro lado de la calle Samuel.

—Es una locura. ¿Cuándo ha empezado esto?

—Hoy, mientras permanecías sentado aquí. —Se volvió a quitar las gafas para limpiarlas—. Ahora escúchame, Shmuel —dijo duramente el viejo—, la Universidad está vacía. Han llamado a todo el mundo. Hemos reunido un puñado de estudiantes de Medicina, junto con los que ya somos demasiado viejos, y vamos a crear una serie de puestos de socorro en la zona de Guela, en las calles Yoel y Guela. Uno de los puestos estará a mi cargo. Rachel ya está allí, y Ari, que está exento por una pierna ortopédica. También tenemos una anciana, que es enfermera en el hospital. Eso es todo lo que se ha podido reunir. Te necesito allí.

—Aún no soy médico —protestó Sam.

—¿Soy yo médico? Hace veinte años que no practico la medicina. Eres el mejor estudiante que tengo. Has aprendido algo. Puedes poner un vendaje. Puedes ligar una arteria. Puedes curar una herida. Puedes acomodar un hueso roto. Es para mantener vivos a los muchachos hasta que las ambulancias puedan llevarlos al hospital. He dicho los muchachos, pero el enemigo ya ha empezado a bombardear. Puede resultar herido cualquiera: mujeres, niños…

—No quería volver a ver a Rachel. Nos dijimos adiós.

—¿Cómo? —preguntó con dureza el doctor Reznik—. ¿Es que no eres medio judío? Le dirás adiós otra vez.

—Vamos —admitió de mala gana Sam—. No tiene por qué provocarme.

—Muy bien, muy bien. Vayamos, hijo mío. Nos detendremos en la farmacia de Hubber, en la calle Ben Yehudá, para coger material.

—¿Quiere usted decir que en los puestos no hay nada?

—Todavía no. La guerra acaba de empezar. —Después añadió—: Esto nuestro ha sido una ocurrencia de última hora. Tienen preparados los hospitales, las ambulancias y los equipos de médicos. Pero te sorprenderás, Shmuel, del importante papel que vamos a desempeñar nosotros.

Hasta el mediodía, Barbara no supo nada del estallido de aquella guerra. Se despertó temprano a causa de la llamada telefónica de Sally, que había conseguido un buen papel secundario en una película. Después de confesar a Barbara que no había dormido en toda la noche porque se sentía más hundida que eufórica, le explicó que si no hubiese conseguido este trabajo, habría regresado a Napa, pues ya había tenido algunos fracasos. Había estado hablando por teléfono con Joe casi cada día desde hacía un mes.

—Y ahora no sé qué hacer —le dijo a Barbara—. Ni siquiera sé si deseo el papel, que es estupendo, pero si lo acepto tengo el presentmiento de que nunca podré regresar junto a Joe, y él ha sido tan bueno conmigo durante todo este tiempo. Es la segunda vez que nos hemos separado. ¿Crees que estoy algo loca, Barbara? Por favor, dime la verdad.

—Sí, creo que estás loca —aseguró Barbara, soñolienta.

—Lo sé, lo sé. Pero, en este mundo, ¿quién no lo está? Bobbv, soy consciente de que hablo sin sentido, pero te juro que me siento la mujer más miserable del mundo. Bueno, quizá no la más miserable, pero sí entre las diez más miserables. Un día me odio por haber hecho algo tan estúpido como separarme de Joe y al día siguiente no puedo soportar la idea de regresar a Napa. Tienes que ayudarme.

—No puedo ayudarte —dijo Barbara, irritada—. Por una vez en tu vida vas a tener que decidir entre estar casada o no estar casada. Joe es mi hermano. No puedes ponerme a mí en medio de esto.

—Lo sé. Soy una imbécil. Me siento culpable, pero no puedo rechazar ese papel. Es la primera cosa decente que me ha salido en meses. Y ahora tú también me odias, junto con May Ling y Danny.

—Ellos no te odian. —Le resultaba imposible enfadarse con Sally—. Si aceptas el papel, ¿por qué no le dices a Joe que vaya a estar a tu lado un tiempo?

—No lo haría.

—¿Se lo has preguntado alguna vez? ¿Lo has probado alguna vez? Todo este maldito asunto del movimiento feminista carece de sentido si un hombre y una mujer no pueden vivir sus vidas a gusto y permanecer casados.

—¿Querrías hablar tú con él? —rogó Sally.

—En modo alguno. Él es tu esposo.

La conversación la dejó más enojada consigo misma que con Sally. Perdió la paciencia. Se preguntó por qué estaba en medio de aquello, en medio de tantas cosas. ¿Dónde estaba Barbara Lavette, Barbara Devron o Barbara Cohén? ¿Por qué le resultaba imposible recobrar la calma? Habían sido unos duros y confusos ocho meses los transcurridos desde que ardió su casa. Tuvo que encontrar un local en donde pudiera continuar trabajando la organización. Debió reunir suficiente dinero para pagar sus deudas, para arrancar de nuevo, persuadiendo a las mujeres que colaboraron con ella en el sentido de que las cosas podrían aún salir bien, que podrían, con su trabajo, cambiar el curso de los acontecimientos. Ella no había soñado que estuvieran ansiosas de aceptar la derrota, pero habían pasado la mayor parte de sus vidas aceptando la derrota, y Barbara las comprendió perfectamente. En su interior experimentaba un fuerte deseo de conformarse: habían hecho algo, lo habían intentado y la cosa había terminado. Pero, una vez más, ella estaba en medio. Ninguna de las otras veinte mujeres que habían participado en la organización habrían tomado la decisión, ni lo hubieran querido ni tampoco se habrían visto presionadas; tenía que ser ella. Encontrar cosas, hacer cosas, conseguir poner en marcha algo muerto. Nunca volvió a trabajar en el libro que había empezado, el manuscrito que resultó destruido por el fuego. Barbara se repetía una y otra vez por qué una persona y no otra considera las cosas insostenibles. Nadie salvó el mundo, ni tampoco nadie lo cambió; era sólo una súplica interior a la que se debía responder, y la propia alma la que debía ser salvada.

Al mismo tiempo, había estado viviendo en la casa de su madre durante ocho meses. Abandonó aquella casa cuando estudiante. Se llevaba bien con su madre. Jean se mostraba amable. Pero se le ocurrió que, después del incendió, Jean hubiera podido decirle: «Aquí tienes esta enorme y ridicula mansión de Russian Hill. Trae aquí a tus “Madres para la paz”. Si podían trabajar en tu casa, también podrán hacerlo en la mía». Pero Jean jamás dijo nada semejante, y Barbara nunca se lo propuso: Cuando se lo refirió a Boyd, él opinó que la casa de Russian Híll era cuanto le quedaba a Jean. Con tan poco futuro, a ella sólo le restaba recordar algunos momentos de cincuenta años atrás. Barbara trató de comprenderlo. ¿No era ella igual? De otro modo, ¿por qué tenía el proyecto de reconstruir la casa de Creen Street tal como estaba antes del incendio? Jean le había dicho: «Ésta ha sido siempre tu casa, Barbara, y el cielo sabe que sobran las habitaciones». Sin embargo, Jean no había protestado demasiado cuando Barbara le explicó que pensaba reconstruir la vieja casa. Mr. Kurtz, el contratista, se mostró mucho más enfadado.

—Usted me pide algo imposible. Usted tenía una casa victoriana de madera, Miss Lavette. ¿Quién podría construir hoy una casa semejante? ¿Cree que porque me ha enseñado fotografías de la casa puedo yo reconstruirla? Nunca. Dentículos curvados. ¿Quién haría hoy algo semejante? ¿Y los dinteles sobre las ventanas? Tallados a mano… Hoy nadie haría eso ni a precio de oro. Usted quiere pilastras empotradas en toda la fachada, coronas corintias, frontones… ¿Supone que soy un mago?

—Encontrará de todo eso en las tiendas de objetos viejos —le dijo Barbara, conciliadora—. Siempre derriban una de esas viejas casas en la ciudad. En Jones Street están derribando cuatro, y también sé que hacen lo mismo con otras en North Beach. Encontrará la madera tallada que precisa. Estoy segura que lo conseguirá alguien tan hábil y ocurrente como usted.

El proyecto habría resultado imposible si Tom no la hubiera telefoneado para ofrecerle su ayuda. Su hermano, extrañamente amable, le aseguró que el Banco, el «Banco Seldon», que había pertenecido a su abuelo y ahora era de Tom, le haría un préstamo hipotecario sin intereses, por todos los años que deseara. Su interés y buena voluntad la conmovieron, igual que las muestras de simpatía y adhesión de muchos otros. En el Tribune, de Chicago, un periódico nada liberal, publicaron un reportaje sobre el incendio de su casa, lo cual desencadenó una corriente de contribuciones a «Madres para la paz».

Barbara reflexionó que, en el fondo, no era muy diferente de su madre, que conservaba la vieja casa como el único punto de estabilidad y continuidad en su vida. No tuvo en cuenta las protestas de Mr. Kurtz y recorrió las tiendas de antigüedades para encontrar mobiliario semejante a las antiguas piezas que la esposa de Sam Goldberg comprara para la casa setenta y cinco años antes.

Éstas y otras cosas ocupaban la mente de Barbara mientras se duchaba y vestía después de recibir la llamada telefónica de Sally. Había obligado a Mr. Kurtz a trabajar contra reloj, con la esperanza de tener reconstruida la casa antes del regreso de Sam. Ahora, todo cuanto quedaba por hacer era pintar el exterior y algunos acabados en las habitaciones. No esperaba que Sam viviera junto a ella demasiado tiempo, pero del mismo modo que aquella casa significaba para Barbara su último refugio en la vida, esperaba que para su hijo fuera igual.

Jean estaba sentada a la mesa desayunándose, y se quejaba a Mrs. Bendler de que el café era muy flojo. Barbara se unió a ella. El ama de llaves recordó a la anciana que el doctor Kellman le había prohibido por completo el café; Jean dijo que Kellman era un viejo estúpido.

—También me prohibe beber o trasnochar. Anoche estuve hasta las dos leyendo Nicolás y Alejandra, de Massie, y me tomé tres copas de jerez, y me encuentro perfectamente bien. ¿Lo has leído, Barbara?

—No, madre.

—Tendrías que hacerlo. Los liberales nunca leéis nada que os haga dudar de vuestros principios. Llévese el café, por favor, no se puede beber.

—Deje una taza para mí, por favor —dijo Barbara—. Luego no tendré tiempo de desayunarme.

—¿Quién llamó a una hora tan intempestiva? —preguntó Jean.

—Sally. Ha estado hablando con Joe y casi había decidido volver junto a él, pero ahora le van a dar un papel en una película, y la chica tiene sentimientos de culpabilidad y dudas.

—Está completamente loca —contestó Jean, untando con mantequilla una tostada.

—Sí, supongo que sí. Pero todas lo estamos, más o menos, Mr. Kurtz está convencido de que estoy como una cabra.

—Con razón. Reconstruir esa extraña casa victoriana como un facsímil es algo que no alcanzo a comprender. Supongo que luego irás allí.

—Tenemos una cita a las diez. Después me reuniré con Boyd en su oficina, y me llevará a almorzar. Más tarde me reuniré con mis colaboradoras en el nuevo local de la organización. Estamos esperando un nuevo adhesivo que nos va a llegar de un momento a otro de la imprenta. He decidido que en nuestra cultura automovilística, los adhesivos son fundamentales para hacer circular nuestros mensajes.

—Le tienes mucho afecto a Boyd, ¿verdad?

—Sí, mucho afecto.

—¿Ha dicho si quiere casarse contigo?

—Me lo ha pedido varias veces.

—¿Por qué no has aceptado?

—En primer lugar, porque tengo cincuenta y tres años. En segundo lugar, el matrimonio no me sienta muy bien. Conozco a Boyd hace veinte años, y es un hombre encantador y considerado. Pero él sigue su camino y yo el mío. Cuando nos necesitamos, nos encontramos.

—Sí, esto es muy característico de nuestros tiempos, pero no lo apruebo plenamente. Confío en que mis nietos no tengan la misma mentalidad. Me haría una ilusión enorme tener un bisnieto antes de morir. Y hablando del asunto, ¿cuándo regresa nuestro Sam?

—El día catorce, casi dentro de una semana.

—Estoy muy impaciente por volverlo a ver, créeme, Barbara. Quiero mucho a nuestro Samuel. Y ha estado ausente tanto tiempo… Amo a ese muchacho, y es un sentimiento con el que debo ser muy cuidadosa. Ya no es un muchacho, ¿verdad?

—Me temo que ya no, madre.

—También quiero a Freddie, pero es algo casquivano, y además, se ha dejado esa barba… Bueno, menos mal que no se casó con aquella muchacha.

—¿Por qué? Era una chica encantadora.

—¿Sí? Pero si es católica, e irlandesa…

—¡Santo cielo, madre! Tú te casaste con un italiano que era católico.

—Danny —dijo Jean con calma—, como ya te he dicho otras veces, había dejado de ser católico antes de que nos casáramos, y en cuanto a que era italiano…, pues, bueno, los italianos de San Francisco eran diferentes. Me refiero a que no compararás a Stephan Cassala con un italiano, ¿verdad?

—¿Por qué no? —Barbara se preguntó si, al cabo de tantos años, aún sería incapaz de conocer bien a su madre.

—Era un caballero distinguido y cortés —contestó Jean.

—Madre, no sé qué decirte. Me dejas desconcertada. Tus prejuicios me confunden.

—¿Prejuicios? —preguntó Jean, sonriente—. Creo que he superado todos mis prejuicios.

—Claro que sí —condescendió Barbara. Besó a su madre y se marchó. Después recordaría lo bien que se había sentido aquella mañana. La casa estaba casi terminada; Sam regresaría al hogar dentro de pocos días; el cielo estaba azul y el viento del Pacífico era sumamente agradable. Caminó de prisa, recorriendo en escasos minutos las pocas manzanas que separaban la casa de su madre y la suya propia en Green Street. Mr. Kurtz la estaba esperando, con su equipo de pintores sentados en los escalones de la casa reconstruida.

—Cada minuto que usted se retrasa —le informó él— me cuesta dinero. ¿Cree usted que cuando los pintores están sentados y la esperan no cobran su tiempo?

—Creí que ya estaban trabajando desde primera hora.

—¿Antes de que usted viera el color? Ni pensarlo. Tengo mucha experiencia con usted, Miss Lavette.

—Pero dije que fuera pintura blanca. Usted ya lo sabía.

—Hay muchas tonalidades de blanco: blanco intenso, blanco de yeso, blanco grisáceo, blanco ostra, blanco antiguo, blanco azulado, blanco amarillento.

—Pues blanco blanco.

—No hay ningún color así. Venga y véalo.

Cuando Barbara declaró que la pintura blanca que él había preparado le gustaba, Mr. Kurtz exhaló un suspiro de alivio, dio orden a sus pintores para que empezaran y le dijo a Barbara que si ella planeaba otra futura reconstrucción que no lo llamara a él.

—Pero, Mr. Krutz, el Chronicle publicó un largo artículo acerca de mi casa, y el reportero le puso a usted por las nubes señalando que su trabajo había sido soberbio.

—Eso es lo malo —dijo Mr. Kurtz.

Barbara se marchó de allí con buen humor, y dado que era aún temprano, decidió bajar paseando por la colina hasta Market Street, reflexionando, como lo había hecho muchas veces en el pasado, que éste era un lugar por el que muchos descendían a pie, aunque muy pocos subían del mismo modo; se preguntó cómo sería antes de que hubiera tranvías, autobuses y automóviles. ¿Qué había escrito Sam acerca de aquello…? ¿Algo sobre caballos tirando de los coches colina arriba, una composición literaria escolar, o quizás una de sus cartas? A ella le encantaban las cartas en las cuales él daba rienda suelta a su fantasía, o a su memoria. En una de aquellas cartas, había descrito todo un día, detallado al minuto, de sus experiencias en aquella tonta escuela de Connecticut a la que ella lo envió… Y ahora ni siquiera podía recordar el nombre de aquel lugar. Trataba de traerlo a su memoria cuando entró en la oficina de Boyd, y entonces él le comunicó que Israel estaba en guerra.

Barbara se lo quedó mirando en silencio durante unos instantes, y después se dejó caer en una silla. Boyd se habría sentido más tranquilo si ella hubiera gritado o se hubiese echado a llorar. Pero no dijo nada y permanecía en silencio.

—¿Te encuentras bien?

Ella asintió. Boyd le llenó un vaso de agua de una jarra que tenía sobre la mesa y se lo entregó. Bebió el agua y después preguntó en voz baja:

—¿Qué clase de guerra?

Comprendió que se enteraría tarde o temprano.

—De la peor clase —respondió Boyd—. Egipto, Siria y Jordania, todos a la vez.

—Lo cual significa que habrá luchas en Jerusalén…

—Me temo que sí. Me he pasado dos horas al teléfono. Tenía la insensata esperanza de que podría hablar con la Universidad Hebrea, y comunicarme con Sam. ¡Ni pensarlo! No hay modo de hablar con Jerusalén, ni siquiera con Israel. La operadora internacional me dijo que podían incluirme en una lista de espera que puede significar tres horas, mañana o nunca. Después llamé a un antiguo condiscípulo mío en el Departamento de Estado, lo cual no es fácil, porque comunicarse con ellos es complicadísimo, y me ha dicho que las noticias procedentes de Jerusalén son muy escasas y en su mayor parte contradictorias. —Dudó un instante.

—Por favor, dime lo que sepas —rogó Barbara.

—Ya sabes que la ciudad está dividida. La línea divisoria va de Norte a Sur, a lo largo de la muralla oeste de la ciudad vieja. Bien, pues de acuerdo con lo que han conseguido saber, se desarrollan combates a lo largo de la línea divisoria. Creen que los israelíes resisten bien, pero en este preciso momento no están seguros. De cualquier modo, la lucha se libra a cosa de un kilómetro de la Universidad Hebrea.

—A cosa de un kilómetro, ¡Dios mío!

—Barbara —dijo Boyd—, ya sé cómo te sientes. Las cosas no van a mejorar por lo menos durante un día. Quiero decir que no hay modo de que Sam se comunique contigo o tú con él por lo menos durante un día, y posiblemente mucho más. Él no tiene teléfono propio, y mi amigo me ha dicho que no tienen ninguna comunicación con la Universidad. Debes convenir conmigo que es lo bastante hábil como para sobrevivir. Después de todo, no está en el Ejército.

—Si Jordania ocupa Jerusalén —dijo Bárbara tristemente—, matarán a todo el que encuentren.

—¡No! ¡Nada de eso! ¿Qué te hace creer semejante cosa?

—Los israelíes lo creen.

—Barbara, no pudieron tomarla en el año cuarenta y ocho. ¿Por qué crees que lo van a hacer ahora, veinte años después?

—Boyd, es demasiado terrible —susurró ella, empezando ahora a llorar—. Él habría regresado a casa si yo hubiera insistido. Es culpa mía. No puedo soportarlo. Primero su padre, y ahora mi hijo. Es demasiado.

La farmacia de Hubber, en la calle Ben Yehudá, fue una de las primeras bajas de la guerra.

—Me han dejado limpio —dijo Hubber al doctor Reznik—. ¿Por qué no vino usted antes?

—Porque estaba tratando de encontrar a mi asistente, que es un pacifista filosófico y estaba sentado en la biblioteca, escribiendo una carta a su madre.

—Al menos es un buen hijo —dijo Hubber—. Mi hijo está en el Sinaí, y el mundo se acabaría si se le ocurriera escribir una carta a su madre. Mire lo que tengo, he reservado algo de material y le daré a usted una parte. —Buscó bajo el mostrador y sacó un litro de yodo, dos litros de agua oxigenada y cuatro litros de alcohol.

—No es mucho.

—No, son los restos. —Hizo una pausa para escuchar las distintas explosiones—. Armas pesadas, y muy cerca. Tengo algo de mercurocromo americano que nadie ha querido.

—Nos lo llevaremos.

Sacó una caja con doce botellines.

—¿Vendas? —pidió el doctor Reznik.

—Le daré lo que me han dejado. No mucho, pero le será útil. —Sacó cajas de vendas y de esparadrapo, y las puso sobre el mostrador—. Un momento —dijo, dirigiéndose a la trastienda. Regresó con una cajita de cartón—. Más productos norteamericanos. Las llaman tiritas.

—Ya las conozco —dijo Reznik—. Las hemos utilizado. Pero, ahora… —Se encogió de hombros—. Venga, tráigalas.

Hubber le entregó dos cajas de tiritas.

—Recoge todo eso —le dijo a Sam—. Le haré la cuenta y usted me la conformará, doctor. Ya discutirá después con el Ministerio de la Guerra.

Cargado cada uno con un cajón de material sanitario, Sam y el doctor Reznik se pusieron en marcha. Las calles por las que pasaban estaban llenas de soldados, civiles, hombres, mujeres, niños, todos ellos extrañamente calmados, como si no hubiera sucedido nada extraordinario. Nadie corría, nadie gritaba, excepto el conductor de una furgoneta que insultaba a un taxista que le cerraba el paso.

—No murmures —le dijo el doctor Reznik a Sam—. Si quieres hablarme, hazlo en voz alta.

—Estaba hablando conmigo mismo. Me preguntaba qué clase de loca guerra es ésta en la que se va a una farmacia a recoger material médico.

—¿A dónde querías que fuéramos? Le dije a Rachel que llevara todo mi instrumental del laboratorio.

—¿Instrumentos de disección?

—Nos arreglaremos bien con ellos. Tengo algunas otras cosas. ¿Por qué te preocupas tanto?

—Porque no tengo nada de que preocuparme —contestó Sam cáustico—. He adquirido el billete para regresar a mi país la semana que viene. Ahora mi madre ya se habrá enterado de esto, medio loca y recordará cómo murió aquí mi padre en el cuarenta y ocho. ¿Podría comunicarme con ella? ¿Habría algún modo?

—Imposible. Lo siento —dijo Reznik con tristeza—. ¿Murió aquí tu padre? No lo sabía. ¿En la guerra?

—En la guerra.

Sam no quería hablar de aquello. En este momento no quería hablar de nada. Se dijo que mañana, si era humanamente posible, se dirigiría a Tel Aviv, aunque tuviera que ir andando, llegaría al aeropuerto y dormiría en la sala de espera, hasta que llegara el día del viaje. Aquélla no era su guerra. Ninguna guerra era la suya, y ninguna contienda tenía la menor huella de cordura u honradez. A veces, cuando caminaban por la calle Bezalel, el doctor Reznik le dirigía la mirada, pero su contraído rostro y sus apretados labios no invitaban a la conversación.

El puesto de socorro del doctor Reznik, uno de los muchos improvisados apresuradamente, fue instalado en una planta baja, la vivienda de la familia Lieberman. Eran de origen polaco, y abandonaron Polonia para refugiarse en Palestina, poco antes de la invasión nazi. Rose y Aaron Lieberman tenían cincuenta y pico años; su único hijo estaba en el Ejército, y había dejado a su esposa e hijo pequeño con sus padres. Era un pequeño apartamento de dos dormitorios; la sala de estar había sido convertida en dispensario. El hecho de que su apartamento estuviera a menos de un kilómetro de la línea del frente no parecía preocupar demasiado a los Lieberman. Ambos eran personas rechonchas y de naturaleza calmosa. Cuando Reznik y Sam llegaron, Rose Lieberman estaba en la cocina, preparando la comida. Con guerra o sin ella, en su casa nadie pasaría hambre. Su nuera, Shela, estaba amamantando a su hijito en el dormitorio, y Aaron Lieberman estaba en el otro dormitorio, limpiando su rifle. Al ser demasiado viejo para el Ejército, era reservista, y ahora que el apartamento había sido convertido en puesto de socorro, sintióse libre para dejar a su familia, acercarse al frente y ver si podía ser útil.

Aquello aumentó la impresión de Sam de que estaba en un mundo que se había vuelto loco. La enfermera enviada por el hospital estaba extendiendo una sábana sobre el sofá, para que pudiera utilizarse como lecho. Ari, el ayudante del doctor Reznik, estaba leyendo un periódico. Rachel les había abierto la puerta, cogió el cajón del doctor Reznik, dirigió una fugaz mirada a Sam, y pidió a Ari que la ayudara.

Sam dejó su cajón sobre el suelo, y ahora él y Rachel quedaron cara a cara.

—Creí que te habías marchado —dijo ella. Rachel era una muchacha alta y bien constituida, de rasgos finos, ojos oscuros, y llevaba su negro cabello recogido en una cola de caballo.

Sam se encogió de hombros y movió la cabeza.

—Ya que la guerra está a unas pocas manzanas de aquí —dijo el doctor Reznik—, ¿por qué no vais fuera y habláis mientras nosotros arreglamos las cosas dentro?

—¿Es que tenemos que hablar de algo? —preguntó Sam.

—Creo que sí.

—Muy bien. Hablemos, pues.

Ella lo precedió hasta la puerta y ambos tomaron asiento en los escalones exteriores de la casa. Empezaba a oscurecer, y desde Jerusalén Este llegaba el sonido de disparos de armas ligeras, puntuado de vez en cuando por el estallido de una granada de la artillería. Una mujer salió a la calle y llamó a gritos a sus niños. Aparecieron tres chiquillos, y ella les ordenó que se metieran en casa. Pasó un autobús lleno de soldados, seguido incongruentemente por una muchacha en bicicleta. Al rato apareció una compañía de paracaidistas, marchando en columna de a dos, con sus metralletas «Uzi» colgadas del hombro; llevaban un paso arrogante y vivo. Uno de ellos dirigió un silbido de admiración a Rachel, y ésta lo saludó moviendo la mano.

Rachel sujetó con alfileres un brazal en la manga de Sam. El brazal llevaba bordada una estrella de David.

—Ahora eres un médico —dijo Rachel—. Un médico muy silencioso, irritado y hosco, pero, de cualquier modo, eres un médico.

—Estoy anonadado —le dijo en inglés.

—Habla en hebreo. Estás aún en Israel. A propósito, tu hebreo es muy bueno, apenas se te nota acento.

—Me has dicho que deseabas hablar conmigo.

—Estoy hablando contigo, mi querido y adorado amigo.

—¡Maldita sea! —le gritó a ella—. ¿Crees que soy de hierro? Nos dijimos adiós una vez. ¿Cómo supones que me siento?

—Posiblemente igual que yo; a lo mejor no. He pasado toda la tarde en esa habitación, esperando, rogando para que el doctor Reznik te encontrara y te trajera con él.

—¿Por qué, por qué?

—No estoy segura. Te amo, Sam. Pero no era sólo por eso. Nos despedimos. Yo lo acepté. Pero ahora nos hallamos en el final o en el comienzo de algo. O nuestro país perecerá, o Jerusalén será libre. Quería tenerte a mi lado. Cuando ambos teníamos toda la vida por delante era diferente. Yo haría mi vida. Y tú la tuya. Eso es lo que decidimos, con muy buen sentido. Pero, ahora…

—Rachel —dijo él, cogiéndole la mano—. No quiero ser cruel o insensible. Eres la única chica a la que he amado. Pero éste no es mi país, ni ésta es mi guerra. Ninguna guerra es mi guerra. Ninguna muerte ni ninguna causa justifican los asesinatos que provocan…

—¡Asesinatos! ¿Es un asesinato defendernos? ¿Es que vamos a morir como en el Holocausto? ¿Es que no tenemos derecho a vivir?

—Rachel, eso ya lo hemos discutido. No quiero darle más vueltas.

—¿Entonces por qué has venido ahora? —preguntó ella irritada—. No te necesitamos. ¿Por qué has venido?

—Porque he creído que podría ayudar. —Ella no le retiró la mano. Siguió allí, cálida y viva bajo la de Sam. Rachel se arrimó más a él, de modo que su muslo apretara el del muchacho.

—No te hago ningún reproche —dijo ella dulcemente—. Crees que te quiero hacer prisionero y tenerte aquí. No es así. Sólo quiero que ahora estés junto a mí. No luches ahora contra mí. No discutas conmigo. Quédate un ratito a mi lado. Los dos estaremos en silencio.

—Muy bien —admitió él—. De acuerdo, querida.

Permanecieron en silencio conforme fue oscureciendo. En el Este, el cielo se iluminó con el estallido de unas granadas, semejantes a fuegos artificiales. Después se escuchó un ruido horrísono y hacia el final de la calle, a cincuenta metros de donde ellos estaban, estalló una granada. La concusión hizo que Rachel se echara encima de Sam. Era la primera vez que el muchacho había estado tan cerca del estallido de una granada de artillería, y el golpe del aire comprimido, la falta de aliento en sus pulmones y la rasgadura de su ropa como si hubiera sido algo palpable, fue algo nuevo y terrorífico. Rachel se recobró primero y corrió por la calle hacia el lugar en donde había estallado la bomba. Al cabo de un instante, Sam se puso de pie de un salto y se precipitó detrás de ella. La granada había alcanzado una casa, destruyendo una pared y haciendo pedazos las ventanas. Sobre la calle yacía un hombre sangrando, y desde dentro de la casa, Sam pudo oír que salían gritos de dolor.

—Atiende a ese hombre —le dijo a Rachel, señalando al caído en la calle. La puerta de la casa había sido arrancada de sus goznes. Sam se precipitó hacia el interior, abriéndose paso entre personas procedentes de otros apartamentos. La puerta del apartamento de la planta baja estaba abierta. Una niña de unos diez años estaba sobre el suelo, sangrando profusamente a consecuencia de un profundo corte en el brazo. Lloraba de dolor, y dos mujeres que se hacían eco de su llanto trataban en vano de contener la hemorragia.

—¡Déjenme! —ordenó Sam con energía, apartando a una mujer de junto a la niña.

Cogió su pañuelo, hizo un torniquete para el brazo y lo apretó con fuerza.

—Veamos, vamos, muñequita, no pasa nada. Tráiganme una venda —dijo dirigiéndose a las mujeres—. Una servilleta limpia, cualquier cosa. Y antiséptico: peróxido, alcohol. ¿Hay alguien más herido?

Aparentemente no. Corrieron en busca de lo que había pedido, y él acarició el cabello de la niña, para calmarla.

—Me duele —dijo ella lloriqueante.

Tenía un corte en todo el antebrazo, y también se le veían pequeñas heridas, hechas por trozos de cristal, en el rostro y en el cuello. Alguien le alargó una botella de peróxido, y él lo echó sobre la herida. La niña gritó de dolor. Sam oyó la voz del doctor Reznik.

—Une la carne y sujétala. —El anciano se inclinó sobre él, poniendo una compresa sobre la herida y vendándalo—. Le practicaremos la sutura en el puesto de socorro. Límpiale las heridas del rostro. —Le entregó a Sam un trozo de gasa.

—Tendríamos que llevarla al hospital.

—Ya lo sé, ya lo sé. Todas las ambulancias están en el frente. Hacemos lo que podemos. Ella se pondrá bien —le dijo a la mujer.

La niña volvía a llorar por el dolor que le causaba el antiséptico en sus cortes. Sam la cogió en sus brazos.

—¿A dónde la lleva? —le gritó una de las mujeres.

—Al puesto de socorro. Está en esta misma calle, en casa de los Lieberman.

Cuando salieron fuera, Rachel y Ari estaban cubriendo al hombre de la calle con una sábana que alguien les había dado. Los transeúntes los ayudaron a poner el cuerpo sobre la acera, en donde una mujer se arrodilló a su lado, llorando y golpeándose el rostro con las manos. Sam llevó a la niña al puesto de socorro, y la dejó sobre el sofá. Sarah tenía el instrumental preparado, y Reznik fue al cuarto de baño a lavarse las manos. Las dos mujeres los habían seguido, junto con otros vecinos.

—Por favor —les dijo Sam—. Es una habitación pequeña. Esperen fuera, tengan la bondad. Su hija se pondrá bien en seguida.

—¿Por qué llora tanto?

—Porque le hace daño. —Sam se fue al cuarto de baño.

—Lávate las manos —le dijo Reznik—. Dile a la señora Lieberman que necesitamos más toallas. Nada de anestesia. Me siento desesperado. No he suturado una herida en veinte años.

La señora Bergen, la madre de la niña, tenía un coche y dijo que podría llevar a la niña al hospital. Con un suspiro de alivio, Reznik cerró la herida con unas tiras de adhesivo, y Sam llevó a la pequeña donde estaba aparcado el coche. Cuando regresó, había dos mujeres y un hombre en la sala de los Lieberman, todos ellos con heridas superficiales causadas por fragmentos de metralla procedentes de una granada que había caído en la calle Mussaief, dos manzanas más allá. Ari y Sarah los estaban atendiendo. Rachel estaba sentada en los escalones de la entrada, y Sam se puso a su lado.

—He visto morir a un hombre —dijo Rachel, sombría—. Tenía el vientre completamente abierto y destrozado. Era viejo. Me miró y sonrió; después, murió. ¿Cómo pudo sonreírse con el vientre destrozado? Fue terrible.

La familia del anciano se había llevado el cadáver, y la calle se quedó desierta, con excepción de dos policías provistos con linternas, que comprobaban los daños causados por las granadas. El alumbrado de la calle había fallado a causa de la explosión, y reinaba la oscuridad con excepción de las luces que se veían en las ventanas de las casas. Uno de los policías gritó que taparan las ventanas, y entonces las luces empezaron a desaparecer.

—¿Cómo te sientes? —le preguntó Rachel a Sam.

—Todavía no lo sé.

—¿Tienes miedo?

—Aún no.

—Yo nunca tuve miedo en el kibbutz. Nos atacaron una vez, y no sentí temor. Pero aquí, en la ciudad…

—Comprendo. Es la diferencia entre estar en casa y lejos de casa.

—Me siento solitaria.

—Los dos estamos alejados de casa, ¿no es verdad?

—Nunca se me había ocurrido eso —confesó Rachel.

Los dos policías se acercaron a ellos. Llevaban metralletas «Uzi».

—¿Cómo va la cosa? —les preguntó Sam.

Los policías se detuvieron, contentos de tener alguien con quien hablar. Uno de ellos encendió un cigarrillo. El otro dijo:

—Bien, conque les gritas que apaguen las luces, y tú enciendes un cigarrillo.

—¿Quién puede ver un vigarrillo?

—¿Son ustedes médicos, muchachos?

—Somos estudiantes de Medicina en la Universidad Hebrea —les contestó Rachel—. Él es norteamericano. Yo soy una kibbutznik. Tenemos un puesto de socorro dentro de la casa. El doctor Isador Reznik está a cargo de él. Hemos atendido a la niña herida a consecuencia de la bomba, y tratamos de ayudar al anciano que ha muerto.

Uno de los policías sacó su libreta de notas.

—¿Saben ustedes su nombre?

—No. Pero su familia recogió el cadáver y se lo llevaron a su hogar, cuatro casas más allá, en esta misma calle.

—¿Pueden decirnos qué está sucediendo? —les preguntó Sam—. Se está desarrollando una guerra a un kilómetro de distancia y nadie parece saber qué está sucediendo. ¿Están atacando los jordanos?

—Todavía no. Ni nuestros muchachos ni los jordanos. Sólo ha habido intercambios de disparos y un pequeño duelo artillero.

—Somos policías. No sabemos más que usted.

Siguieron su camino en la oscuridad. El doctor Reznik salió de la casa, cargó su pipa, la encendió y tomó asiento junto a Sam y Rachel.

—Bueno, hijos míos. Ya estamos otra vez en guerra.

—Siempre ha habido guerra —dijo Rachel con tristeza.

—La existencia de nuestro pueblo es una afrenta histórica —dijo Reznik—. Nadie quiere tolerarla. Sin embargo, con ayuda de Dios…

—No nos ha ayudado demasiado —dijo Sam con enojo—. Estamos aquí a tiro del lado jordano de la ciudad, y esas casas están llenas de mujeres y niños. ¿Por qué no hacemos algo para evacuarlas?

—¿A dónde? —preguntó el doctor Reznik en voz baja—. ¿A dónde podríamos ir, Shmuel? Vivimos en un país del tamaño de un sello de correos. La mitad de nuestra ciudad santa está en manos de nuestros enemigos. A cualquier parte que vayamos nos encontraremos con el frente. Por mi parte, acepto de grado un peligro que está reservado a los jóvenes. Si debemos tener guerra, los viejos debemos luchar en ella, no los jóvenes.

Rachel tocó la mano de Sam y sonrió tristemente. El doctor Reznik dio unas chupadas a su pipa. Hacia el Este y el Norte, se oían explosiones intermitentes, así como ininterrumpidos disparos de armas ligeras, viéndose también granadas que al estallar iluminaban el cielo. En la calle apareció un jeep, conducido lentamente con las luces cortas. Se detuvo delante de ellos, y el conductor, un soldado, les preguntó:

—¿Dónde está el puesto de socorro?

—Aquí mismo. Soy el doctor Reznik.

Dos jóvenes con gafas estaban sentados en la parte posterior del jeep; ambos llevaban sendos brazaletes de médico.

—Estamos recogiendo médicos, los que podamos encontrar en los puestos de socorro —explicó el conductor—. Hemos tenido un maldito percance en la estación de evacuación de heridos. Una bomba alcanzó una ambulancia. Hemos perdido tres médicos, y los necesitamos ya.

—¿Dónde? —le preguntó Reznik.

—Entre Sanhedria y Fago. Los doctores Leventhal y Kahanski están a cargo.

—Dejadme ir —pidió Rachel.

—Mujeres no.

—Voy a avisar a Ari —dijo Reznik.

—¿Por qué diablos tiene que ir Ari? —preguntó Sam—. Está lisiado. —Rodeó el jeep y saltó al asiento contiguo al del conductor.

El doctor Reznik no hizo nada para detenerlo. Rachel lo miró fijamente.

«Qué canalla soy —pensó Sam—. Qué condenado canalla».

Se llevaría consigo la expresión del rostro de Rachel.

El chófer se equivocó de dirección. Era de Tel Aviv y no conocía las callejuelas de Jerusalén.

—¡Vaya una jodida guerra! —murmuró Sam en inglés. Después dijo en voz alta, en hebreo—: Gira aquí, por Fischel, hasta el final, y después a la izquierda por Samuel.

Oyeron un sonido estremecedor y una bomba estalló en una casa delante de ellos.

—¿No hay otro camino? —preguntó el chófer—. Ahí delante están bombardeando.

—Te podrías perder por estas calles. Sólo sé que si seguimos por Fischel llegaremos a Samuel, y que si giramos a la izquierda, iremos a parar a Sanhedria. ¿Cuál es la diferencia? No sabemos dónde están bombardeando.

El conductor aumentó la velocidad, y un minuto o dos después se encontraron en la calle de Samuel el Profeta, frente a la barrera de alambradas, fortines armados de ametralladoras y trincheras, que dividían los sectores israelí y jordano de Jerusalén. En la oscuridad, la barrera resultaba invisible, pero la calle estaba llena de vehículos militares y de tropas a pie.

El chófer consiguió avanzar por la calle y torció hacia la izquierda. El bombardeo procedente del lado jordano era intermitente; las granadas surcaban el cielo e iban a parar a la zona judía. A distancia se oyó un ensordecedor fuego artillero, y las bombas estallaron en la oscuridad cayendo en el lado jordano.

—Son los nuestros —dijo el chófer.

—Maravilloso —dijo Sam con amargura, en inglés.

Fueron detenidos por un policía militar, a quien el conductor informó de que estaban buscando el puesto de evacuación de bajas del doctor Leventhal.

—Se han trasladado a la Dushinski Yeshiva. ¿Sabes cómo llegar allí?

—Creo que sí —intervino Sam.

Al cabo de unos minutos, llegaron a la Yeshiva, cerca de la cual habían caído varias bombas. En la calle de delante se veía una ambulancia y dos coches destruidos y quemados. En aquel momento llegó otra ambulancia y empezaron a trasladar los heridos dentro de la Yeshiva.

—Eso significa que el ataque ha empezado —le dijo el chófer a Sam.

De la Yeshiva salió un doctor y le preguntó al soldado qué había traído.

—Tres médicos.

—Seguidme —dijo el doctor. Los condujo dentro del edificio y bajaron por una escalera. El sótano estaba lleno de pálidos estudiantes rabínicos, intimidados por el caos que los rodeaba. A través de una puerta abierta que daba a otra parte del sótano, Sam pudo ver un quirófano improvisado, con intensas luces sobre las mesas y médicos y enfermeras trabajando. Los tres estudiantes de Medicina permanecieron allí a la espera unos instantes, fascinados. Después, un hombre con una bata manchada de sangre se acercó a ellos. El doctor que los había conducido hasta allí explicó que eran voluntarios de los puestos de socorro.

—¿Qué sois? ¿Estudiantes de Medicina?

Los tres asintieron.

—¿Podéis curar heridas superficiales, quemaduras, cortes?

Volvieron a asentir.

—Muy bien. Lavaos las manos. Hay un cuarto de baño al final del corredor. El material está en ese cuartito de ahí. Hacen una selección en la entrada, y meten a los menos graves en esa gran sala. Atended sólo a los que sepáis. Todo lo demás enviádselo a los doctores.

Se despertó cuando notó que una mano le sacudía. Miró su reloj. Pasaban unos minutos de las cuatro. No sabía si era de madrugada o por la tarde. Estaba confundido, y en aquel sótano no había modo de saberlo. Después, poco a poco, empezó a recordar los acontecimientos de la noche anterior. Había dormido sólo durante una hora, y hasta entonces había tenido que atender a una interminable fila de heridos. Al levantar la vista, se encontró con el rostro de un anciano judío ortodoxo, barbudo, que le ofrecía una taza de té y un trozo de pastel.

—Come, hijo. Esto te dará fuerzas. Sam se lo quedó mirando como atontado durante un momento. Después cogió el té y el pastel. Estaba muy hambriento, y cuando probó el primer bocado del pastel, se comió el resto con voraz apetito.

—Fuera hay más —le dijo el viejo—. Ahora el doctor Leventhal quiere verte.

Había seis jóvenes reunidos en el corredor, con Leventhal y un militar de aspecto fatigado y uniforme manchado. El propio Leventhal parecía caerse de fatiga, y tenía la bata cubierta por completo de sangre. No perdió el tiempo.

—Todos ustedes son estudiantes extranjeros —dijo el doctor—, y todos son también voluntarios. Ahora ya tenemos aquí bastantes enfermeras, y no los necesitamos, pero en el lado jordano, donde nuestras tropas han estado luchando, las bajas entre los médicos han sido muy elevadas. Necesitamos médicos. No tienen ninguna obligación. ¿Quiere ir alguno de ustedes?

Tras un momento de duda, uno tras otro mostró su conformidad.

—Muy bien. Sus equipos ya están preparados. Recójanlos cuando emprendan la marcha. No sean héroes y no cometan tonterías. Sigan a los combatientes. Vayan detrás. Llevarán morfina y vendas. Calmen el dolor y las hemorragias. Que Dios los bendiga.

A continuación, el doctor se marchó y el militar les hizo una señal para que lo siguieran. Sam continuaba confuso. Se daba cuenta de que sus actos no guardaban relación con su estado mental. Se había ofrecido voluntario para algo para lo que no estaba preparado ni sentía inclinación, y cuando se pidió a sí mismo una explicación, ya no había remedio. Dos de los ancianos aparecieron con bandejas de pasteles y Sam se puso a comer aquellos dulces maquinalmente. Sintió desesperados deseos de orinar.

—¿Puedo ir al cuarto de baño? —preguntó al militar.

Los otros estudiantes hicieron la misma petición.

—Id, muchachos, id. Ya os mearéis en los pantalones luego. Pero podéis ir.

Luego, fuera, les dieron sus equipos así como cascos de acero con el distintivo de médico. El de Sam le venía pequeño. Subieron a la ambulancia. Cuando el vehículo arrancó, cayó una granada en el mismo lugar ocupado antes por la ambulancia. Condujeron con lentitud, sin luces, durante unos diez minutos. Se detuvieron y les dijeron que salieran. Ahora estaban rodeados de ruido ensordecedor producido por el estallido de granadas, disparos de ametralladoras pesadas y de armas ligeras.

—Seguidme y no os separéis —les dijo el militar.

Los llevó por la oscuridad. Vagamente, Sam pudo distinguir la brecha en la barrera que había dividido los dos sectores de Jerusalén, los montones de alambre de púas, la tierra revuelta por la explosión de los proyectiles empleados para romper la barrera, fragmentos de cemento dispersos por doquier. El soldado que los conducía llevaba una linterna que empleaba ocasionalmente; también pudieron ver las luces de otras linternas. Se cruzaron con camilleros que iban en dirección opuesta.

—¡A la trinchera! —gritó el soldado, iluminándola con la linterna. En el fondo de la trinchera había dos cuerpos—. Jordanos —dijo el soldado. De pronto oyeron un agudo silbido, que ya les resultaba familiar—. ¡Agachad el culo! —exclamó el soldado. Los estudiantes de Medicina se arrojaron al suelo y la granada pasó sobre sus cabezas y estalló detrás de ellos. A Sam se le cayó el casco, que echó a rodar. Trató de encontrarlo—. ¡En marcha! —les ordenó el militar.

Delante de ellos, media docena de linternas y de reflectores trazaban un dibujo irracional. Cuando se aproximaron más, Sam se dio cuenta de que se trataba del centro de evacuación de heridos; era un trozo de terreno llano en donde yacían unos cuarenta hombres, unos pocos en camillas y la mayoría sobre el suelo. A juzgar por el sonido de las armas de fuego, dedujo que los combates se estaban librando a no más de unos cien metros de allí. Un hombre manchado de sangre se acercó a ellos; era un doctor. Ni siquiera los heridos estaban tan ensangrentados.

—Médicos —le dijo el soldado—. Estudiantes extranjeros.

—Gracias. —El militar desapareció, y el doctor les dijo—: Hemos seleccionado tres grupos: los leves aquí —señaló a un montón de hombres sobre el suelo—, los graves ahí, y los muy graves allí. —Habló con rapidez—. A veces nos equivocamos. Fijaos bien en los signos vitales y en las hemorragias. Muchos de ellos llevan vendajes de campaña. Comprobad esos vendajes y cambiádselos. Si sienten dolor, utilizad la morfina. ¿Tenéis morfina y vendajes? Los muchachos asintieron.

—Hay un montón de linternas ahí junto con el material. No tengo tiempo de daros más instrucciones. Poneos manos a la obra.

Conforme el doctor hablaba llegaban más bajas: hombres tambaleantes, agarrándose con la mano sus heridas, soldados que ayudaban a sus compañeros, camilleros. Los tres doctores y el puñado de estudiantes se pusieron a trabajar con una rapidez desesperada. Después, Sam se preguntó si había estado asustado, y jamás pudo darse una respuesta lógica a esa pregunta. Todo lo que sucedía era como una interminable pesadilla, si bien todo se veía iluminado por una salvaje realidad. Sintióse dominado por la euforia. Finalmente, por primera vez en su vida, estaba actuando sin dudas ni irritación. Todo había quedado a un lado. Lo que había causado aquellas heridas, lo que destrozaba y laceraba la carne no era de su incumbencia. Todos los juicios morales, todos los argumentos intelectuales habían desaparecido. Él estaba salvando vidas, estaba deteniendo hemorragias, estaba venciendo al dolor. Aquellos hombres heridos eran como una parte de él. Sam era joven, igual que aquellos muchachos judíos carirredondos y sonrosados, igual que los jordanos de rostro moreno, todos ellos atenazados por el dolor, llorando, gritando agónicamente.

Extrañamente, Sam se dominó. No le afectaban la sangre, los vientres abiertos, las heces expelidas por intestinos torturados.

Un doctor se detuvo un momento para comprobar su labor. Lo felicitó.

—Muy bien. Lo estás haciendo muy bien.

«¡Vete al diablo! —dijo Sam para sí mismo—. No tienes ni puñetera idea de lo que estoy sintiendo».

Vio sobre el suelo a uno de los jóvenes que habían ido sentados en el jeep con él; el chico tenía un orificio de bala en la frente. Se llamaba Ernesto, y era brasileño. Sam no supo cómo aceptar aquello sin gritar de rabia por lo absurdo y estúpido de aquella muerte. Sin embargo, la aceptó.

Empezaba a amanecer, el cielo estaba grisáceo, y al Este se divisaba una ligera tonalidad rosada. Hubo un alto en el desfile de heridos, las armas guardaron silencio momentáneamente. Entonces, en la distancia, alguien empezó a gritar:

—¡Un médico! ¡Un médico! ¡Un médico!

El paisaje cambió conforme fue aclarando. Se empezaron a ver los edificios en la zona de combate: hacia el Norte, la Escuela de Policía, al Sur, el conglomerado de edificios de la colonia norteamericana. Se volvieron a oír los gritos agónicos reclamando un médico.

Un doctor tocó el hombro de Sam.

—Necesitamos a alguien allí —dijo señalando hacia donde provenían los lamentos—. ¿Quieres ir tú?

Sam comprobó su equipo. Cogió más morfina, vendajes y antiséptico. Después se puso en marcha. Echó a correr por una calleja estrecha, ocultándose detrás de una pared destruida cuando, de pronto, se reanudó el fuego. El lugar estaba surcado de trincheras. Se refugió en una de ellas. La voz que pedía un médico, ahora más débil, parecía proceder de algo más lejos en aquella trinchera, produciendo un extraño eco en las paredes de la misma. Sam se puso a avanzar por la trinchera. Pasó sobre el cadáver de un paracaidista israelí; después encontró dos jordanos muertos, luego tropezó con un israelí con la cabeza volada, y por fin halló a otro israelí hecho un ovillo, sujetándose el estómago. Sam se detuvo, se inclinó sobre él y buscó signos vitales. El muchacho estaba frío y muerto. La petición de un médico se había desvanecido. La trinchera trazaba una curva, y Sam pasó junto a un israelí y un jordano trabados en un abrazo mortal, los dos arrodillados, aferrándose ambos mortalmente.

De pronto oyó que muy cerca daban un débil grito solicitando socorro. Estaba justo delante de él. Encontró al hombre herido que buscaba. Tenía media pierna destrozada, y se había hecho como había podido un torniquete. ¿De dónde habría sacado fuerzas para gritar?

—Ya ha pasado todo —le dijo Sam—. Tranquilo, te vamos a curar.

El soldado israelí, que no tendría más de dieciocho años, de improviso empezó a gritar histéricamente. Sam le dio una inyección de morfina, y el muchacho se tranquilizó, mientras las lágrimas remplazaron a los gritos de dolor. Sam aflojó el torniquete y dejó que la sangre manara por un momento; después, volvió a ponerle el torniquete. El chico gritó de nuevo cuando Sam le aplicó antiséptico en la herida.

—¿Dónde estás? —preguntó una voz.

Sam miró hacia arriba y vio dos camilleros en el borde de la trinchera. Como pudo, sacó al muchacho de la trinchera con ayuda de los camilleros y lo pusieron en la camilla. Después Sam se quedó junto a la trinchera, inmóvil, mientras los camilleros desaparecían entre la niebla matutina. Le faltaron las fuerzas o la voluntad para moverse de allí.

Al cabo de un rato oyó pisadas y se volvió. Dos soldados israelíes le estaban apuntando con sus «Uzi».

—¡Médico! —gritó él—. ¡Soy médico!

—¿Dónde está Zvi?

—¿Quién es Zvi?

—El muchacho con la pierna herida.

—Le he dado morfina. Los camilleros se lo han llevado.

—¿Estaba bien?

—Estaba vivo.

—¿Dónde está tu unidad?

—Dios lo sabrá.

—Quédate con nosotros, necesitamos médicos. Los nuestros han muerto.

Sam los miró como atontado.

—Despierta, chevra. Ya dormirás luego.

Echaron a andar por la trinchera y, al cabo de un instante, Sam los siguió. ¿Qué importaba ya? Había perdido por completo el sentido de la dirección, y ya no sabía a qué unidad pertenecía. Un lugar no sería peor que otro. Pasaron junto a dos soldados jordanos muertos, y por fin la trinchera terminanaba en un bunker. El bunker era como una tumba. Saltaron fuera de la trinchera y les dio en el rostro la luz del sol. A lo lejos se oían disparos. Recorrieron un calle, con un muro a un lado y casas al otro. De pronto, cayeron unos cascotes del muro que Sam tenía enfrente y ambos soldados empuñaron sus «Uzi». El fuego procedente de la casa se detuvo. Corrieron hasta el final de la calle, que daba a una arteria más amplia, y allí encontraron un tanque y doce soldados israelíes más. El comandante del tanque salía en aquel momento de su interior, y los dos soldados que acompañaban a Sam le dijeron lo del fuego procedente de la casa. El tanque dio la vuelta y se dirigió hacia la calle que acababan de dejar. Los soldados se pusieron en marcha, y Sam los siguió.

—¿Quién es éste? —preguntó uno de los soldados que ahora iba con ellos, señalando a Sam.

Era una pregunta razonable. Toda su ropa: tejanos, sandalias y camisa deportiva estaban cubiertos de sangre seca, igual que las manos y el rostro.

—Es un médico. Atendió a Zvi.

—¿Está vivo Zvi?

—Él dice que sí.

Un soldado le enseñó el brazo. Tenía una fea herida vendada con tiras de su camisa. Sam le quitó aquel improvisado vendaje ensangrentado, le aplicó desinfectante y se lo volvió a vendar bien. Otro soldado tenía la mano atravesada por un balazo. Todos contemplaron aprobadoramente mientras Sam lo atendía.

Un hombre de más edad, aparentemente su jefe, le preguntó a Sam quién era.

—Shmuel Cohén. Soy un estudiante norteamericano.

—¿Has estado en esto toda la noche?

Sam asintió.

—Ven con nosotros. Vamos al museo. Podrás descansar allí.

—¿Qué museo?

—El Museo Rockefeller. Todo ese sector está limpio, hasta la muralla de la ciudad vieja.

Sam se echó a reír, casi histéricamente.

—¿Cuál es la gracia?

—El Museo Rockefeller —dijo Sam—. El mundo entero es una broma.

Abrió los ojos, estaba caliente y cómodo en la manta que lo envolvía, con un techo a menos de medio metro sobre su cabeza. Desde donde estaba podía ver los pies y las piernas de personas. Le costó un momento recordar que se había arrastrado para dormir bajo uno de los armarios del museo. No es que allí hubiera muchos lugares para escoger, con tantos soldados pernoctando en el museo. Alguien le había dado una manta, por lo que se sintió agradecido. Poco a poco, la sucesión de acontecimientos se ordenó en su atontada mente. Lo habían puesto a trabajar en una habitación del museo que había sido convertida en puesto de socorro —él existía en un mundo que se había convertido en un puesto de socorro—, y por fin le habían dado de comer. ¡Qué lujo había constituido! ¡Qué indudable festín! Como borracho, casi incapaz de tenerse en pie, lo condujeron a un improvisado comedor, en donde el menú consistió en atún enlatado, pan de pita y champaña. No tenía idea de dónde procedían el atún ni el champaña. La sala estaba abarrotada de soldados israelíes sucios y sin afeitar, que habían luchado durante toda la noche en la salvaje y sangrienta batalla por Jerusalén Este. Las tropas estaban eufóricas por seguir vivas, y no sólo vivas, sino también por haber salido victoriosas. Sam no recordó ninguna comida que antes le hubiese sabido tan bien. Comió y comió, regando la comida con buenos tragos de champaña que, según supo después, se había sacado de uno de los hoteles jordanos durante la noche. Después, completamente ebrio, anduvo tambaleándose hasta encontrar un montón de mantas. Le ofrecieron una. Halló un sitio bajo el armario, y se quedó dormido instantáneamente.

No tenía idea de cuánto tiempo había dormido. Suponía que había perdido un día, no sabía qué había estado sucediendo últimamente. Permaneció donde estaba, escuchando las voces de los hombres cuyos pies veía; de su conversación dedujo que eran arqueólogos que comprobaban y catalogaban el contenido del museo. Fuera, la guerra aún seguiría. Dentro de este lugar, reinaba la tranquilidad; hasta las voces de los arqueólogos sonaban extrañamente calmadas.

Esperó hasta que se hubieron marchado de allí, y después salió arrastrándose. Dobló su manta y anduvo por el museo hasta que encontró un montón de mantas, mochilas y armas. Añadió su manta al montón, convencido ahora de que había estado durmiendo durante catorce o quince horas. Era la mañana del día siguiente; el museo estaba lleno de civiles así como de soldados. Él había perdido en alguna parte su equipo médico. Posiblemente también habría perdido su profesión. Salió del museo. Fuera, en la calle entre el Museo Rockefeller y las murallas de la Ciudad Vieja, las tropas israelíes se movían en dirección a la Puerta de Herodes. No se oían ruidos de guerra: ni disparos ni estallido de granadas.

—¡Hemos tomado la ciudad antigua! —se dijo a sí mismo—. Ya tenemos todo Jerusalén.

Aun en sus pensamientos, era la primera vez que se vinculaba con lo que había sucedido allí, o que aceptaba, como parte de sus esperanzas, las de las personas que lo rodeaban.

En la calle había mujeres, sirviendo café caliente y bocadillos de pita.

—Hay también para el chevra —dijo una mujer.

—Soy médico —le dijo a la mujer. Aún no se había dado cuenta del aspecto que tenía. Su ropa estaba tiesa a consecuencia de la sangre seca, y tenía sucios el rostro y las manos.

La mujer lo miró fijamente y después le dio café y un bocadillo. Masticando el pan, bebiendo del vasito de plástico, caminó con la masa humana hasta la Puerta de Herodes, la cruzó y bajó por la estrecha calle que conducía a la Montaña del Templo. No tenía idea de adonde se dirigía, pero todos seguían la misma dirección: soldados, civiles, viejos judíos ortodoxos con sus largos caftanes, mujeres, niños judíos, niños árabes. Él nunca había estado antes en la ciudad vieja de Jerusalén, pues permanecía cerrada tras sus altas murallas, prohibida a los judíos bajo pena de muerte. Contempló con la curiosidad propia de un turista las callejuelas llenas de suciedad, las viejas y ruinosas casas, a los habitantes árabes de la Ciudad Vieja, quienes contemplaban en silencio cómo la muchedumbre de judíos avanzaba hacia la Montaña del Templo.

Él subió a la Montaña, frente a la cúpula dorada de la Mezquita de Ornar. La montaña estaba llena de gente que profería gritos de júbilo, que cantaba. Había soldados que se abrazaban entre sí; otros permanecían en silenciosa plegaria, moviendo los labios. Algunas mujeres lloraban, viejos judíos barbudos se balanceaban rezando sus oraciones. Los niños gritaban. Sam permaneció en silencio. Al cabo de un rato se dio cuenta de que estaba llorando, y las lágrimas surcaron abundantemente su rostro cubierto de sangre seca.

Sam se desplazó a pie desde la Ciudad Vieja hasta su alojamiento en la calle Bezalel. Cruzó una ciudad en llanto y en éxtasis, una ciudad cuya población fluía en dirección contraria, hacia la Ciudad Vieja y la Montaña del Templo. Para ellos era el comienzo, para él era el final de una parte de su vida. En los años venideros, viviría con el recuerdo de lo sucedido en estas últimas cuarenta y ocho horas; las tendría presentes tanto en sus sueños como en sus momentos de vigilia. Pero ahora estaba extrañamente en paz consigo mismo, muy en paz. La pensión en la que él vivía, estaba desierta, algo que le agradó. Eso significaba que tendría el cuarto de baño a su disposición. Se quitó los pantalones, camisa, calcetines y sandalias, se puso un albornoz y metió aquellas prendas sucias en una bolsa de papel, que luego echó en el cubo de la basura comunal. Después, deseando fervientemente que el calentador funcionara, llenó la bañera con agua caliente, se frotó bien, vio cómo el agua se ponía de color rojizo a causa de la sangre, dejó que se fuera por el sumidero, llenó la bañera de nuevo, y se volvió a enjabonar. Se puso después ropa limpia y se encaminó hacia la casa de los Lieberman.

La señora Lieberman estaba en el apartamento, cuidando del niño; los demás se habían ido a la Ciudad Vieja. Qué diferente se veía todo hoy: la calle, la casa, la sala de estar que ya no era un puesto de socorro…

—¿Rachel también se ha marchado? —preguntó él.

—Sí, Rachel también. ¿Tienes hambre, Shmuel? ¿Deseas comer algo?

—Si no le ocasiona molestias… Estoy muerto de hambre. He tratado de comprar algo de comida, pero todas las tiendas están cerradas.

Le frió huevos y le cortó unas buenas rebanadas de pan. Mientras Sam comía, ella se sentó delante de él, con el niño en brazos.

—¿De modo que ya tenemos toda ia ciudad? Aquí la guerra ha acabado, gracias a Dios.

—Sí, toda la ciudad.

—¿Has estado en la Montaña del Templo?

—Sí.

—Yo iré más tarde, cuando ellos regresen. No parece posible, es como un sueño. ¿Cómo ha ido la cosa? ¿Han muerto muchos chicos nuestros?

—No lo sé. Espero que no. —Al contemplarla, recordó a la rolliza mujer judía del avión, cuando él regresaba a San Francisco para el funeral de su abuelo. Trató de recordar su apellido, pero no pudo. ¡Qué parecida era a esta señora Lieberman, a quien conoció dos noches atrás, y que ahora lo trataba como si fuera su propio hijo!

—¿Dijo Rachel a dónde iba?

—Creo que a la Montaña del Templo. ¿Era tu novia?

—Nos tenemos un gran afecto.

—Pero ahora tú te vas, regresas a América…

—Sí.

—No es que sea algo en que deba meterme, pero ¿cómo puedes hacer eso? ¿Cómo puedes marcharte de aquí? Ésta es tu tierra. Tu hebreo es mejor que el mío. Por mucho que lo intento, no puedo hablar correctamente en hebreo, pero el tuyo es como el de un sabra. Y si esa chica maravillosa es tu novia… —Avergonzada, se interrumpió. El niño que tenía en brazos empezó a llorar.

—Me tengo que marchar ahora —dijo Sam poniéndose de pie—. Gracias por el almuerzo. Ha sido muy bondadosa.

—No tendría que haber dicho lo que he dicho. No es cosa mía.

—Es usted muy buena. —Sam se acercó a ella y le besó en una mejilla—. Gracias de nuevo. —Se marchó.

Barbara reflexionó mucho en su camino al aeropuerto para ir a recibir a Sam. Mientras la guerra —que sería conocida como la Guerra de los Seis Días— aún seguía, Sam consiguió ponerse en contacto con ella por teléfono, desvaneciendo así los peores temores de Barbara. Cuando recibió la llamada de su hijo desde Nueva York, comprobó que su hijo al fin había podido realizar el viaje previsto. Ella aún no sabía cómo le había ido durante la Batalla de Jerusalén; Sam se había limitado a decirlé que estaba sano y salvo, y que el resto lo sabría cuando él estuviera de regreso en San Francisco. Mientras tanto, durante los primeros días de la guerra, cuando no recibía noticias de su hijo, Barbara pasó un miedo terrible. Consideró la posibilidad de que su hijo, su único hijo, pudiera morir, que el pequeño Estado de Israel fuera derrotado y destruido y que el holocausto volviera a repetirse. Puesto que ella misma le había sugerido que se quedara allí para terminar sus estudios preparatorios de Medicina, sus remordimientos eran terribles. Aun a pesar de su tolerancia y compasión, Barbara era de raza blanca y protestante en la clasificación étnica tan arraigada en la sociedad norteamericana. Se había criado a la sombra de la Grace Cathedral, un edificio que había estado muy relacionado con su familia. Y siempre que libraba una lucha interna, nunca había podido aceptar a un judío sin que una pequeña voz en su interior le recordara que los judíos eran diferentes. Incluso su primer marido no fue simplemente un hombre; era un hombre precisamente judío, y como muchos intelectuales americanos, ella vivía, se movía y trabajaba en un mundo en el que abundaban los judíos. Cuando se enfadaba con un cristiano, sólo se ponía enojada; cuando se enfadaba con Boyd Kimmelman, surgía una débil voz que le susurraba la palabra judío. Hacía muchos años, cuando Sam Goldberg había sido abogado de su padre, ella había recurrido a él en sus momentos de desconsuelo. Goldberg era un hombrecillo bajo y obeso, calvo y con un pequeño círculo de cabellos blancos. Él la había orientado, consolado y ayudado; pero, siempre, en algún rincón de su mente, ella lo clasificaba como aquel encantador y bondadoso hombrecillo judío.

Todas estas ideas cruzaron por su mente mientras se dirigía en coche al aeropuerto. Ella se llamaba Barbara Lavette, y su hijo Samuel Cohén. ¿Habría supuesto aquello siempre un motivo de distanciamiento entre los dos? Cuando su casa ardió, Barbara tuvo la sensación de quedarse desnuda y completamente despojada en un mundo eternamente absurdo. Se vio dominada por la autocompasión, diciéndose que había perdido a su hijo, su hogar y el manuscrito en el que había trabajado tan concienzudamente. Era una mujer de cincuenta y tres años que no tenía nada, con una vida llena de ilusiones románticas, que se había ensangrentado al estrellarse contra las murallas de los prejuicios y de la inhumanidad. Al verse de este modo, tuvo que reprimir el deseo de volver al consultorio de la doctora Albright. Y cuando la doctora Albright le telefoneó para preguntarle en qué la podía ayudar, Barbara le dijo escuetamente:

—Necesitamos dinero para nuestra organización. Por lo demás, estoy bien.

Al cabo de unos días le llegó un cheque. Consiguió vencer aquel obstáculo, y a partir de este momento, su situación anímica mejoró. Y en los momentos de silencio durante la Guerra de los Seis Días, cuando no llegaban noticias y ella no tuvo modo de enterarse si su hijo vivía o estaba muerto, logró una vez más dominarse. Aunque no volviera a ver a su hijo, Barbara seguiría viviendo; pero, si lo volvía a ver, haría un nuevo intento para comprenderlo.

«Supongo —se dijo en este día—, que comparto con la mayoría de la Humanidad la necesidad de ser de alguna importancia. Yo quería ser de gran importancia al menos para una persona, quizá porque él representa tanto para mí. Pero lo único fundamental es que él es importante para mí. Todo lo demás él lo decidirá». Aunque esta conclusión no era rigurosamente profunda, la consoló.

Por fin, después de tanta espera, se situó en la puerta de llegadas, el muchacho bajó del avión, y ella lo vio. No lo recordaba tan alto. Llevaba pantalones téjanos, camisa azul de obrero y chaqueta de pana. Del hombro le colgaba la bolsa con su equipaje. Estaba muy moreno, su cabello rubio se había puesto más claro a consecuencia del sol. Barbara se dijo: «¡Qué apuesto es! Tengo un hijo muy guapo».

Al cabo de un instante, los dos estaban abrazados, y él le aseguraba que se encontraba bien, que no llorara, y que volvía para quedarse.

Barbara no le molestó con preguntas. Las cosas importantes no se dicen a la ligera. Todo en su debido tiempo. Él se mostró complacido y encantado con todo lo que vio: la bahía, las secas colinas junto a la carretera que conducía a la ciudad, los botes de vela meciéndose por la brisa, el tránsito por la autopista. Había cambiado. Algo había derribado sus murallas protectoras y se abrió a su madre. Al principio no fue nada importante. En el avión viajó sentado junto a una chica francesa que no hablaba inglés.

—De modo que empecé con el francés que tú me enseñaste cuando era un crío. Un francés infantil. Le causó una gran impresión. No —se adelantó a su pregunta al ver la expresión de su madre—. No he tratado de ligármela. Te voy a llevar a cenar esta noche, si es que puedo volver a ponerme mi antigua ropa elegante.

—Sam, toda tu ropa quedó destruida por el fuego.

—De cualquier modo ya no me serviría. Después iremos a «Gino's». Él me dará de comer vaya como vaya vestido.

—Claro.

—¿Has reconstruido la casa?

—Totalmente. Volví loco al contratista porque insistí en que fuera igual a la extraña casa victoriana que se había quemado. Sam —dijo ella—, ardo en deseos de hacerte infinidad de preguntas. No sé por cuál empezar.

—Entonces déjame comenzar a mí, y ya habrá tiempo para todo. ¿Cómo está la abuelita Jean?

—Tiene setenta y siete años, y sigue siendo hermosa. No sé cómo lo consigue.

—Es una dama de clase.

—Le rompí el corazón al no dejarla venir a recibirte al aeropuerto. Yo te quería para mí sola.

—En exclusiva. Y tú, ¿qué tal mamá?

—Muy ajetreada. Hoy sobre todo.

—Tienes un aspecto maravilloso.

—Gracias. —Si él hubiera sabido que ella se había pasado casi toda la mañana cambiándose de ropa, tratando de escoger lo más adecuado y rogándole a Jean que la aconsejara en lo de su atuendo, pues deseaba ofrecer un buen aspecto.

—A propósito, ¿dónde vamos a alojarnos? ¿Podremos dormir en la nueva casa?

—Cariño, todavía no nos han entregado el mobiliario. Nos quedaremos con la abuela.

—¿En la mansión? Bueno. Creo que podré aguantar unos días en esa vivienda aristocrática.

—Creo que la casa de Green Street también era bastante aristocrática.

—Pues sí —admitió él—. ¿Qué sabes de la gente de Napa? ¿Cómo está Freddie?

—Hace tiempo que no lo he visto. Pero escribió un largo artículo sobre elaboración de vinos en el Chronicle del domingo. Muy erudito.

—Me lo imagino. Freddie está lleno de erudición. Fuimos a unas bodegas en Israel y Freddie empezó a largarles una conferencia acerca de lo que hacían mal y por qué su vino era tan dulce. Creí que lo echarían de allí, pero Freddie es un tipo tan convincente y de tanta buena fe que lo escucharon y le dieron la razón. ¿Te lo imaginas?

—Lo intento.

—¿Y May Ling? ¿Ha superado lo de la muerte de Ruby?

—Creo que sí. Ella es prácticamente la que lleva el peso de «Madres para la paz». ¿Sabes? Sus padres se han separado.

—¡Oh, no!

—Sí. Supongo que esto es propio de nuestros tiempos. Podrían volverse a juntar, pero no tengo demasiadas esperanzas.

Siguieron hablando, y Barbara se quedó sorprendida de lo fácil que ahora resultaba la comunicación entre ellos. Pero hasta la última hora de aquella noche, sentados ante el fuego, en el estudio de su abuelo de la casa de Russian Hill, Sam no le explicó lo que había sucedido durante la batalla. No omitió nada, lo relató todo con sencillez y franqueza. A Barbara le pareció aquello una catarsis. No le interrumpieron. Tanto Barbara como Jean permanecieron atónitas, observando cómo el fuego de la chimenea proyectaba sombras sobre Sam, mientras él les explicaba lo acontecido en aquellas cuarenta y ocho horas. Cuando hubo acabado, permanecieron en silencio durante un rato, y entonces Jean le preguntó si había sentido miedo.

—Sólo una vez creo, cuando aquel chico brasileño, que también era estudiante, fue muerto.

—¡Qué horror!

—No… Bueno, sí y no. Siempre he oído que si salvas la vida de alguien sientes una especie de euforia. Uno de los médicos militares me dijo que salvar una vida era equiparable a una dosis de heroina para un toxicómano. Quizá sí o quizá no, y no sé realmente cuántas vidas salvé. Si es que salvé alguna. Espero que sirviera para algo mi actuación, pero no puedo asegurar que nadie me deba la vida. Pero ahora sé una cosa: que, de pronto, todo tuvo sentido. Me había encontrado a mí mismo. Nunca antes me había sentido así. Aquella noche tuve la sensación de que sabía por qué había venido al mundo, en medio de aquella noche… ¡Dios, qué cariño sentí por aquellos que a mi alrededor se afanaban haciendo lo mismo que yo, porque no tenía importancia qué era el hombre, jordano o israelí… los atendíamos a todos con iguai entrega!

—¿Y la chica, Rachel? —preguntó Jean.

—Cuando regresé a casa de los Lieberman esperaba encontrarla allí. Pero se había marchado. Al día siguiente fui a su kibbutz. Está sólo a unos veinticinco kilómetros de Jerusalén. Lo curioso es que todavía no sé por qué fui allí. Nada habría cambiado. Pero me era imposible marcharme sin decirle adiós. Bueno, pues, la cosa no fue bien. En el kibbutz sólo habían quedado mujeres, niños y ancianos. Todos los demás se habían ido al Ejercito, y me sentí muy extraño en aquel lugar. Ella se mostró fría y distante, y yo pude comprender su actitud. Ni siquiera nos besamos. Nos estrechamos las manos, intercambiamos unas palabras, y me marché. Después me pregunté si hubiera sido distinto de haber sido yo totalmente judío, en lugar de algo que no es ni judío ni cristiano. Pero estoy satisfecho con lo que soy. Algún día deberá acabarse eso de dividir el mundo en razas y religiones y naciones, todas ellas con licencia para asesinar a cualquiera que sea diferente, y creo que debo dar gracias por estar, según cómo, en el medio.

Esforzándose por contener el llanto, Barbara dijo:

—Es muy tarde y tú has tenido un día muy pesado, así que será mejor que nos acostemos, y mañana iremos a comprarte algo de ropa.

—Estoy sin blanca, mamá. Sin blanca.

—¿Crees que eso supone para mí algún problema?

Sam se acercó a ella y la besó.

—Muy bien. Acepto tu ayuda… de momento.

Sally regresó a Napa un día a última hora de la tarde. Llevaba un maletín «Gucci» y un vestido de seda natural color de cervato. Tenía un aspecto maravilloso; sin duda, parecía una estrella de cine. Cuando una estrella de cine entra en una sala, en un avión o en un almacén, atrae la atención de la gente, posiblemente porque su rostro ha sido muv visto en televisión, o también es posible que porque las estrellas caminan y se mueven de una manera que las distingue de los demás. Todo eso indica al espectador que se trata de uno de los miembros de la única aristocracia que en América tenemos. La estrella puede ser estúpida, egoísta, asustada, arrogante, esquizofrénica, alcohólica, idiota, o incluso moderadamente engreída porque la vida le ha sonreído. La estrella siempre tiene sus maneras características. Sallv poseía esa cualidad a pesar de los años que había estado sin ser estrella. Cuando se metió en aquel avión para hacer el corto viaje a San Francisco, la azafata la reconoció, aun cuando no sabía quién era Sally, y le dio el asiento delantero de la derecha. La gente la señalaba y susurraba. Sally tenía cuarenta y un años, pero a las estrellas, los años las perdonan más que a los comunes mortales. En la agencia «Hertz», supusieron que desearía un «Thunderbird», y como Sally sabía cómo debía mostrarse, no puso ningún reparo en ello.

Alexander Hargasey, el productor de cine que le había dado a Sally su primer papel estelar en 1948, siempre hablaba de ella con admiración.

—Tiene cerebro —decía Hargasey—. Tiene más talento en su dedo meñique que todos los demás juntos.

No había encontrado mucha inteligencia en la gente con la que debía tratar, y nunca había conocido a nadie como Sally. Sin embargo, su inteligencia no le sirvió de ayuda; ella siempre se consideraba movida, utilizada y frustrada por fuerzas que escapaban a su control, y con mucha frecuencia, después de haberse embarcado en alguna aventura, se preguntaba qué la habría impulsado a hacer lo que hizo. Hoy sentíase de este modo en el momento en que detuvo el «Thunderbird» delante de la casa de la que se marchó hacía casi un año.

La casa de Napa era una antigua residencia campestre que fue construida en los años veinte. Tenía un amplio porche que se extendía por tres lados, rosas y madreselvas trepando por enrejados, dos pisos de tabla de chilla, con la pintura deteriorada. Joe siempre había tenido la intención de pintar el exterior, pero cuando tenía que afrontar la realidad de quitar las enredaderas que tanto adornaban, desistía del proyecto.

La puerta principal no estaba nunca cerrada; en realidad no tenían llave, y Sally entró muy insegura, latiéndole el corazón apresuradamente. La sala de la planta baja estaba vacía. Sally se quedó allí y entonces May Ling, que se encontraba arriba, haciendo unos deberes escolares, oyó la puerta y al bajar por las escaleras vio a su madre. Ella corrió hacia Sally y se abrazaron. Durante unos minutos se quedaron de esta manera, muy unidas.

—Estás tan alta como yo —dijo Sally—. Debes de haber crecido. Déjame que te mire.

—Mamá, esto es absurdo. Casi tengo veinte años y ya he dejado de crecer.

—Eres muy hermosa.

—No, no lo soy. Freddie dice que parezco una de esas muñecas japonesas, y tiene razón. Tú eres la única belleza en esta familia. Tienes un aspecto maravilloso.

—¿De verdad? Yo no me siento tan maravillosa. ¿Dónde está Danny?

—Haraganeando por alguna parte. Volverá pronto. ¿Sabes? Tuvimos una criada, pero se marchó. Yo me he encargado de cocinar y de limpiar. Soy muy buena cocinera. ¿No crees que es estupendo? Claro, tuve que dejar de colaborar con la tía Barbara, pero papá va a ocuparse de buscar otra criada en cuanto tenga tiempo.

—¿Dónde está?

—En el hospital. Volverá para la cena. Tiene una nueva enfermera, que es vieja y malhumorada. Es muy desagradable. Hoy tiene libre, gracias a Dios. Ya sabes cuán terrible puede resultar la gente desagradable. Estaba arriba con unos catálogos, porque papá dice que debo ir a la Universidad y no desperdiciar el resto de mi vida. Ya sabes cómo es él.

—Lo sé —admitió Sally. Después oyó que la puerta se abría y se dio la vuelta. Allí estaba su hijo Danny, jadeando. Al ver el coche detenido delante de la casa había echado a correr. Ahora se la quedó mirando. Era un muchachito de doce años, con el rostro pecoso y tostado por el sol. La miraba boquiabierto.

—¿Es ése tu coche, el «T-Bird» amarillo? —preguntó el niño.

—Lo he alquilado —susurró ella, ardiendo en deseos de que el chiquillo se acercara a ella. Pero él no se movió; se mantuvo quieto y mirándola.

Sally sintióse muy cansada, se fue hacia una silla y se dejó caer en ella. May Ling la observó, en silencio, apenada. Los ojos de Sally se llenaron de lágrimas, y ella pensó: «Todo tu mundo se ha ido a la mierda, y lo único que se te ocurre es que se te va a correr el maquillaje».

Danny se aproximó a ella, le acarició una mejilla y le dijo:

—No llores, por favor, mamá.

Sally y su marido, Joe Lavette, eran distintos en muchas cosas. Uno veía el mundo simbólicamente, mientras que el otro lo abordaba pragmáticamente. En el mundo de símbolos de Sally, la estupidez y la injusticia acechaban por doquier; eran sus enemigos personales, y en esto no se diferenciaba de Barbara, a quien Sally había adorado como su heroína desde la niñez. Joe, por su parte, miraba a Barbara con compasión, lamentando que, según su modo de pensar, hubiera desperdiciado tan gran parte su vida. Criado por una madre china y abuelos chinos, Joe poseía la cualidad de la aceptación. Lo que era no podía ser cambiado; podía ser suturado, vendado, ayudado…, pero todo ello dentro de lo que era en sí. Sirviendo como joven doctor en el Sur del Pacífico, durante la Segunda Guerra Mundial, curó de la mejor manera que supo; no puso en tela de juicio la guerra… Hasta aceptaba la guerra del Vietnam. Su misión era curar lo que pudiera ser curado, mientras que Sally veía la guerra como un símbolo de inhumanidad del hombre para con el hombre. El imperfecto mundo de Joe era para Sally una jaula de locos, en el que la estupidez de los hombres llevaba la agonía a casi todo el mundo.

Esta diferencia entre los dos se hizo claramente evidente hoy en la manera en que Joe aceptó su regreso. Él no sabía nada acerca de su decisión. Entró en la casa y la vio allí, y él sonrió complacido. «Nada más —pensó Sally—. Si sólo se hubiera mostrado frío y distante al principio, o acusador, o profundamente turbado…». Pero sonreír y aceptar su presencia era simplemente demasiado, y ella se dijo a sí misma: «El problema con los malditos santos es que viven en el mismo mundo que nosotros».

—Tienes un aspecto estupendo —le dijo él—. Estás muy hermosa.

—Yo no creo que esté hermosa.

—Me alegra que hayas venido. ¡Qué magnífica sorpresa!

May Ling estaba en la cocina preparando la cena. Danny se había ido arriba.

—Te diré por qué he venido —dijo Sally—. He venido porque tú y yo vamos a habiar esta noche. Y me refiero a que vamos a hablar en serio.

—Pues sí, claro que hablaremos en serio.

—Te digo que vamos a hablar. Y no sabes a qué me refiero porque nunca hemos hablado en profundidad.

Al cabo de un instante, Joe movió la cabeza.

—No, la verdad es que no sé a qué te refieres.

—Claro que no. Si lo supieras no estaríamos aquí así, mirándonos como una pareja de extraños. Bueno, ahora no quiero meterme en el asunto. Si quieres sentarte y tratar de hablar conmigo esta noche, me quedaré. Si no, me marcharé.

May Ling había rellenado y asado un pavo. Estaba bueno, y Sally insistió en que May Ling era mejor cocinera que ella. Danny, más tranquilo ahora, pero todavía desconcertado por la situación de sus padres, acosó a Sally con preguntas acerca de Hollywood, y ella le contó al niño y a May Ling la historia de sus primeros pasos en el mundo del cine, cuando fue a ver a Alexander Hargasey —un viejo amigo de Dan Lavette— con un guión que ella había escrito, y cómo finalmente consiguió un buen papel en una película.

—¿Fue una buena película? —preguntó May Ling—. ¿Por qué nunca la hemos visto?

—Fue malísima, y tú eras demasiado pequeña para ver películas. Si alguna vez la pasan por televisión, la veremos. Para mi vergüenza.

Siguieron hablando del mundo del cine. Joe guardó silencio la mayor parte del tiempo, observando a su esposa. Después de cenar, Sally dijo:

—Vosotros dos tendréis que limpiar la mesa esta noche. Papá y yo vamos a ir a su despacho para hablar. Tenemos cosas muy importantes que discutir.

Sus dos hijos se miraron mutuamente, y después asintieron en silencio. En el despacho de Joe, Sally tomó asiento en el viejo sofá de cuero. Joe se situó detrás de su mesa.

Preguntándose cómo es que habían tenido aquellos hijos, Sally comentó:

—Son unos niños maravillosos. Se me parte el corazón.

—Quizás hicimos algo bien —dijo Joe.

—Quizás, y posiblemente yo lo hice todo mal. No lo sé, Joe, la semana pasada rechacé uno de los mejores papeles que se puedan ofrecer a una mujer de mi edad. Me habría situado entre las mejores actrices secundarias merecedoras de un premio de la Academia. Pero lo he rechazado.

—¿Por qué? —le preguntó Joe.

—¿No lo sabes? ¿No puedes imaginártelo?

—Bueno, si quieres decir que no deseabas seguir allí…

—¡Oh, Jesús, Joe! ¿Por qué crees que me casé contigo?

—Siempre he creído que porque me amabas.

—¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

—Nunca lo supe. Ésa es la verdad. Eras la chica más maravillosa que había conocido, sumamente hermosa y mucho más lista que yo. Nunca supe por qué te casaste conmigo, Sally. Fui simplemente afortunado.

—¿Crees que fuiste afortunado? ¿Crees realmente que fuiste afortunado?

—Sí.

—Tu peor enemigo puede haber sido semejante fortuna. Escúchame, Joe. Te diré por qué me casé contigo. Lo hice porque tú eras todo lo que no era yo. Tú eres honrado, decente y honorable, y no creo que hayas hecho daño a nadie en toda tu vida… excepto a mí.

—¿A ti? Por amor de Dios, Sally. Eso es tan insensato como todo lo demás que estás diciendo. Moriría antes de hacerte daño.

—¡Mierda! ¡Maldita sea! Nadie se muere por evitar hacer daño a otro. ¿Sabes lo que eres, Joe Lavette? Eres un jodido santo, y Dios ayude a los que estemos casados con santos. Es mucho más fácil estar casada con un hijo de puta. Porque un hijo de puta, lo tienes muy claro, así que cuando pisas mierda, puedes sacar el pie. Ya sé que estoy hablando en plan sucio. Aprendí a hablar así cuando tenía diez años, porque oía lo que la gente decía. Tú nunca escuchas lo que dicen los demás, pero cuando me expreso suciamente, me oyes impresionado.

—Sally, te estás excitando mucho…

—¡Claro que sí! Te he dicho que esta noche hablaríamos, y si tú no quieres hacerlo, dilo, recogeré mi asqueroso bolso «Gucci» de trescientos dólares y volveré a ese estercolero llamado Hollywood en donde puedo tratar con bordes en lugar de con santos. Tú tienes la palabra. O hablamos, o…

—Estás hablando muy en serio, ¿verdad?

—Puedes estar bien seguro de ello —contestó Sally.

—Conforme. Hablemos. Pero no tienes necesidad de usar palabras soeces. Te escucho.

—Bien. Déjame que te pregunte algo. ¿Cuando salvas una vida, qué vida estás salvando?

—No lo comprendo. Si es la de un paciente, salvo la vida de ese paciente.

—No, querido. Salvas tu propia vida. Lo haces posible para poder existir tú en este apestoso planeta, y cuando me marché de aquí, estuve salvando mi propia vida, y cuando alguna pobre tía a la que están pegando consigue finalmente coger una pistola y disparar contra el cerdo que la ha estado golpeando, ella también salva su propia vida. Todo esto es igual. Tú te compadeces de Barbara. Quizá me has dicho cien veces la pena que te da Barbara, pero Barbara está viva y yo no estoy viva. Barbara ha tomado sus decisiones. Toda su vida ha tomado sus decisiones. Eso es lo que significa ser libre: poder tomar tus propias decisiones, y la esencia de lo que significa ser una mujer es que la mayoría de nosotras nunca podemos tomar decisiones. No importa que nosotras mismas construyamos nuestras trampas o nuestras jaulas; siguen siendo trampas y jaulas.

Ella terminó de hablar, y permaneció sentada, temblando de excitación.

—Quisiera tomar una copa —dijo ella al cabo de un rato.

Joe se acercó a un armarito y sacó una botella de escocés.

—¿Lo quieres solo, o prefieres que le ponga agua y hielo?

—Lo tomaré solo.

Él le puso una cantidad y Sally se la bebió de golpe, tosiendo a consecuencia de lo fuerte de la bebida.

—¿Quieres un poco de agua?

—No, estoy bien.

Joe volvió a ocupar su sitio detrás de la mesa. Apoyó la barbilla en las manos y se quedó mirando a su esposa.

—¿Por qué no me dijiste todo esto antes? —le preguntó finalmente.

—Quizá porque nunca tuve las ideas claras, o quizá porque nunca supe cómo hacer que me escucharas, o posiblemente pensé que no me estenderías de ninguna manera. Cuando era una muchachita que se criaba en Higate, todo tenía sentido. Todo mi mundo estaba allí, mis padres y mis maravillosos hermanos, y los perros… Todo como en una bella historia romántica. Tú acudías a trabajar allí cada verano, y pude enamorarme de aquel corpulento e inescrutable joven. Después, todo se descompuso. John murió en el Pacífico, y tú estabas remendando heridos por las islas Salomón, o cualquier otro sitio inverosímil, y la cosa dejó de tener sentido, y no lo ha tenido desde entonces. Quizá para ti sí, pero no para mí. ¿Sabes a qué me estoy refiriendo? ¿Me comprendes?

—Lo intento —contestó Joe—. No es fácil para mí ponerme en tu lugar. Lo intento, pero no es fácil. Piensa en cómo me fueron las cosas a mí. Mi padre no se casó con mi madre hasta que tuve catorce años. Ella era la amante de Dan Lavette. Él la instaló en aquella casita de Willow Street, en donde nací: el hijo bastardo de Dan Lavette. Claro, lo superé de la mejor manera que supe, y él siempre fue mi héroe, tu héroe. Dan Lavette fue el héroe de todo el mundo. El gran Dan Lavette… ¿Cómo se le podía odiar? Me has dicho que yo no te comprendo, pero, Sally, ¿es que tú me has comprendido alguna vez a mí? Me has dicho que soy como un santo, pero si supieras la cólera, el furor y la frustración con la que he vivido, rectificarías eso. Yo tenía mi madre, May Ling, que era el ser humano más bello que he conocido. Yo era su único hijo. Así, que, de cierto extraño modo, todo tenía que ser por ella. Tuve que pasar por todo por ella. Tuve que ser del modo que ella quería que fuese. Yo debía crear lo que ella hubiera creado. Fue tan cruelmente maltratada que le juré a Dios que si yo tenía una esposa, nunca sufriría lo mismo que mi madre…, ¿me entiendes? Así que, ya ves, intento ponerme en tu lugar, pero no es fácil.

—Que Dios nos ayude a los dos —susurró Sally.

—Aún no estoy seguro de por qué rechazaste tu papel en la película.

—Porque te quiero, y quiero a mis hijos. ¿No es suficiente?

—¿Porque nos quieres…?

—Exacto. ¿No es suficiente?

—Deseo tanto que te quedes en casa que, cuando hablo solo, digo que me pondría de rodillas y suplicaría…, pero eso no solucionaría nada…

—No, no mucho.

—Cuando te marchaste de aquí, fue como si me hubiera muerto. Hice todo lo que debía hacer, pero era como estar muerto.

—Conozco la sensación.

—¿Te refieres a cuando estabas aquí?

—¡No, maldito tonto! Cuando he estado fuera de casa.

—¿Qué puedo hacer? —preguntó él en tono lastimero.

—Reconocer que soy Sally, que soy un ser humano, en lugar de considerarme simplemente tu esposa o la madre de tus hijos, trata de verme como un ser humano. Si tiene que operar en San Francisco o en San Diego, o ir a un congreso médico en Denver o Chicago, no se me ocurriría ponerme en tu camino. Reconozco la necesidad de lo que haces porque todo el mundo lo reconoce. Pero ¿quién reconoce mis necesidades? Supon que quiero ir a San Diego porque ya estoy harta de quedarme aquí. ¿Lo aceptarías? ¿Verías bien que fuera a Hollywood para hacer algún asqueroso papel secundario en un programa de televisión? Ésta es mi necesidad. ¿Podría yo decirte a ti, Joe, que debo estar en Hollywood mañana, y lo aceptarías sin egoísmo…, sin forzarme a tener que huir como cuando recorrí el país hablando para «Madres para la paz», tan llena de remordimiento por mis actos que tuve que acostarme con un imbécil, y después me odié, te odié y lo aborrecí todo? Todos los condenados matrimonios que conozco se están rompiendo porque la mujer tiene la noción de que podría sentirse viva y humana, pero no sabe qué hacer con esa noción, excepto huir. Yo no quiero eso, Joe, te juro que no.

—Entonces, ¿qué quieres?

—Estoy intentando explicártelo. Quiero ser una persona.

—Me estás pidiendo que dé vueltas a un asunto que siempre he tenido claro —dijo él lentamente, buscando las palabras que expresaran su confusión y que no la excitaran—. Estoy haciendo esfuerzos por comprenderte, y créeme. Pero también estoy muy desconcertado. He tratado de explicarle a May Ling lo que había sucedido entre nosotros, y que Dios me ayude, no acerté a explicárselo.

—¿Y ahora? ¿Lo ves todo con mayor claridad?

—Lo intentaré. Eso es todo lo que puedo decir…, si eso nos va a mantener juntos. Me has pedido qué habláramos. He hablado, y he escuchado.

Jean Lavette era una de esas afortunadas mujeres que pasaban por la vida sin padecer otro tipo de enfermedades más que algún resfriado o alguna gripe benigna. Por añadidura, a sus setenta y siete años conservaba todos sus dientes, algo que atribuía a la excelente casta puritana de Boston de la que procedía. Al igual que con muchas de las opiniones de Jean, Barbara se limitaba a aceptarla sin discutir aspectos genéticos. Sin embargo, Barbara sintióse de pronto preocupada al llegar a casa de Jean y encontrar a su madre en la cama.

—Es el segundo día —le informó Mrs. Bendler—. Se niega a llamar al doctor.

Jean, incorporada sobre tres almohadas, con un camisón malva adornado con lacitos, leía la novela de Isaac Bashevis Singer titulada La mansión.

—¿La has leído? —le preguntó a Barbara, y cuando movió la cabeza en señal de negativa, añadió—: Pues deberías hacerlo. Tienes toda clase de amigos judíos. Todos mis amigos judíos han muerto.

—Madre, ¿de que diablos estás hablando? ¿Qué amigos judíos están muertos?

—Mark Lew está muerto, y Sam Goldberg también.

—Madre, Sam murió hace al menos veinte años, y en cuanto a Mark Levy, murió en el año treinta, si no me equivoco, además apenas lo conocías, y he oído decir que nunca fuiste muy amable con él.

—¿Tratas de ponerte desagradable? Estoy en la cama, enferma. Deberías tener un poco de consideración.

—Y Milton Kellman no está precisamente muerto. ¿Por qué no lo avisas? ¿Por qué no quieres que te vea un doctor?

—No puedo soportar a Milton. Me vuelve loca, diciéndome lo que debo comer y lo que debo beber, así como el reposo que debo guardar.

—Entonces llama a otro doctor.

—¿Y ofender a Milton? Nunca me lo perdonaría. Nunca me volvería a hablar.

—Me rindo, me rindo. ¿Estás realmente enferma?

—Oh, querida, no lo sé. Me siento muy mal. No tengo fiebre, pero noto malestar, debilidad y decrepitud. El otro día bajé a Market Street y la han puesto patas arriba para construir un Metro. ¿Qué le pasa a esta ciudad para construir un Metro y todos esos horribles edificios elevados?

—Eso se llama progreso, madre. Y le voy a pedir a Milton que venga a reconocerte.

—Me aburre. ¿Quién te ha dicho que nunca fui cortés con Mark Levy?

—Creo que tú misma.

—¿Yo? Sí, supongo que es verdad. He cambiado, ¿no es verdad, Bobby?

—Siempre he considerado que eras una mujer extraordinaria.

—No sé qué significa eso. ¿Nos libraremos alguna vez de ese maldito Mr. Johnson? He leído en alguna parte que tiene la costumbre de hurgarse la nariz. No tiene la menor educación.

—Tiene peores costumbres, madre.

—Estoy segura. Me estoy dejando el pelo completamente blanco. Creo que teñirlo de malva o de azul sería terriblemente ridículo.

—No te sentaría bien, madre.

—Claro que no. Sin embargo, no hay ninguna razón para que tú lleves esos mechones grises. Eres una mujer joven.

—Tendré en cuenta tu consejo.

—No puedo soportar que estés de acuerdo con cada tontería que digo —dijo Jean, enojadísima—. No sólo tienes tus propias opiniones, sino que las tienes muy particulares. No me trates como una vieja.

—Ni se me ha ocurrido hacerlo.

—Vuelves a darme la razón. ¿Cómo llevas esa agitación antibelicista? ¿Necesitas dinero?

—Siempre necesitamos dinero.

—Esta ciudad está llena de gente que no sabe el dinero que tiene, ni qué hacer con él. Mi administrador me ha dicho que si consiguieras un estatuto de desgravación fiscal, podrías recoger mucho más dinero. Si estás realmente desesperada, encontrarás mi talonario de cheques en el cajón de mi tocador.

—Ya nos has dado bastante. Y si me permites que te lo diga, le estás dando a Sam demasiado.

—Sólo lo que necesita. Resulta muy divertido. Él, con toda la seriedad del mundo, firma un recibo por todo lo que le presto. Insiste en eso. He incluido un codicilo en mi testamento condonándole todas las deudas contraídas conmigo. ¿Ha encontrado alguna chica que le guste?

—No, que yo sepa.

—Bueno, no corre prisa. Todavía es joven. Tengo dos nietos estupendos, y creo que a Danny le gustaría su forma de ser. Nunca he esperado mucho de Freddie, pero es un buen chico. Está empezando a sentar la cabeza, y supongo que Eloise y Adam estarán contentos por ello. Y no quiero que ninguno de los dos vaya a Vietnam. No cambiaría ni un cabello de esos muchachos por todo el arroz de ese lugar.

—Hasta ahora hemos sido afortunados, madre.

—Bueno, eso no depende de la suerte. Tú eres la única de la familia que hace algo. Los demás se limitan a sentarse y a dejar que pasen las cosas. Ahora empiezo a sentirme cansada, de modo que ve a hacer tus cosas y, si no tienes nada mejor que hacer, date una vuelta por aquí mañana.

Más tarde. Barbara telefoneó al doctor Kellman.

—Milton, estoy preocupada —le dijo—. Me parece que algo anda mal.

Él prometió acudir a ver a Jean.

Los abogados de Thomas Lavette eran «Richardson, Merrill y Coleman», una firma muy prestigiosa con la que había hecho negocios desde que se separó de John Whittier hacía casi veinte años. Originalmente, Whittier, ahora muerto, fue el socio de Tom; cuando se separaron, Tom pasó el aspecto legal de sus negocios de «Seever, Lang y Murphy», que habían sido los abogados de Whittier, a la firma de «Richardson». A partir de aquel momento, él y Seth Richardson se hicieron íntimos amigos. El día que Barbara visitó a su madre, Tom y Richardson almorzaron juntos en el comedor privado de las oficinas de la GCS, en la Montgomerv Street. Richardson tenía cincuenta y siete años, o sea, dos más que Tom; era un hombre rechoncho y afable, muy versado en el complicado derecho mercantil. Prácticamente dedicaba todo su tiempo a los asuntos de la GCS. Tom había hablado confidencialmente con él cuando fue quemada la casa de Barbara, y el abogado lo desaprobó por no haber acudido a él antes.

—Tenía intención de hacerlo —explicó Tom—. Pero cuando Lucy emprende una de sus acciones directas, nunca avisa.

—Tendrías que haber hablado conmigo. Tenemos tentáculos que llegan hasta Washington, aunque esté en la Casa Blanca ese bodoque de Texas.

Tom le habló con toda franqueza, Richardson lo escuchó, después exhaló un suspiro y movió la cabeza con tristeza.

—¿Qué me dices?

—Que no podrá ser. ¿Crees que no sé lo que estás padeciendo? Pero, Thomas, los ricos son especiales, y los muy ricos son aún más especiales. Hay dos categorías en los Estados Unidos para quienes el divorcio es muy difícil y frecuentemente imposible: los muy pobres y los muy ricos. Sospechaba que un día me consultarías esto, y he estudiado el caso. Me temo que tendrás que soportarla.

—¿Qué diablos me quieres dar a entender? No necesito una conferencia sobre desigualdades sociales. La única maldita virtud del dinero es que puede comprar cualquier cosa. Me parece que te has precipitado en tu juicio, Seth. Yo me niego a abandonar la única esperanza que tengo. Si Nelson Rockefeller pudo divorciarse de su mujer y casarse con su querida, entonces yo también puedo divorciarme de mi esposa.

—Las circunstancias son diferentes. Oh, no se trata de una cuestión de dinero. Admito que no somos tan importantes como los Rockeleller, pero estar entre los veinticinco primeros en la lista de «Fortuna Five Hundred» te da derecho a cierta paridad. Pero las circunstancias son completamente distintas. Desde luego, Tom, me podrías citar ejemplos como el de Tommy Manville y otros de su categoría que cambiaban de esposa como si nada, pero eran en su mayoría legatarios que despilfarraban fortunas heredadas. Para decirlo crudamente, acudían al mercado de mujeres y las compraban y las vendían. Tu caso es muy diferente.

—A ver si me lo explicas —dijo Tom.

—Muy bien. Cuando tú y John Whittier unisteis su «Great Cal Shipping» con el «Banco Sheldon», establecisteis un equilibrio económico. Al separarte de Whittier, fueron las doce mil acciones del paquete Sheldon, originariamente poseídas por Alvin Sommers y legadas a tu mujer, lo que te permitió apartar del negocio a Whittier. Lucy votó su paquete de acciones, pero conservó su propiedad. Actualmente, la GCS es una compañía tenedora, pública, con tres millones de acciones. Lucy es la dueña del veinticinco por ciento de esas acciones. Pero eso es sólo la punta del iceberg. Según nuestras leyes, Lucy tiene derecho a la mitad de sus adquisiciones posteriores a tu matrimonio, lo cual abarca tu período de mayor prosperidad. Y aún sólo estamos al comienzo de esta maraña. Podría estar todo el resto de la tarde para explicártelo todo. El caso es que si pretendieras el divorcio, en el caso de que ella estuviera de acuerdo y no tuvieras que luchar para obtenerlo, Lucy te podría destruir. Bueno, tú conoces a tu mujer mejor que yo. ¿Qué te parece que haría?

Pasaron unos momentos antes de que Tom contestara.

—Precisamente lo que has dicho: me destruiría.

—¿No queda nada ya entre vosotros?

—¡Sí! Desconfianza y odio.

—Eso no pone la cosa muy fácil.

—Para decirlo con palabras suaves. ¿Qué me aconsejas?

—De cualquier modo, Tom, tienes que convivir con ella. A menos que solicite el divorcio, lo cual cambiaría la cosa. Sería tan destructivo como te puedes imaginar, pero nosotros tendríamos una oportunidad de luchar.

—Ella no querrá divorciarse. ¿Por qué?

—Entonces tendrás que vivir con ella. Procura estar lo menos posible a su lado, establece distancias entre los dos, y adáptate a vivir así. Ojalá pudiera ofrecerte algo mejor, pero no puedo.

Después del incendio, Barbara había encontrado un local en un segundo piso, en Larkin Street. Lo obtuvo por un alquiler que ascendía a ciento cincuenta dólares al mes. Aquel local estaba falto de toda clase de comodidades: carecía de agua corriente, y sólo había un primitivo aseo en el piso de abajo. Pero el local consistía en una amplia sala de cuarenta y seis metros cuadrados. Las mujeres compraron caballetes y tablones a Mr. Kurtz, el contratista de Barbara. Alquilaron máquinas de escribir, y pusieron dinero de su bolsillo para sellos de correos. Un editorial escrito por Carson Devron, que apareció en la segunda página del Morning World de Los Angeles, hizo que afluyeran los donativos: más de nueve mil dólares, incluyendo un cheque de tres mil dólares del propio Carson. A principios de aquel año de 1967, «Madres para la paz» estaba otra vez en marcha, y a finales del verano de 1967, el Chronicle de San Francisco señaló, con notable objetividad, que «Madres para la paz», quizás el menos estridente de los movimientos pacifistas nacionales, ha llegado a convertirse en uno de los más influyentes».

Frederick Lavette acudió por vez primera al local de «Madres para la paz». Había llegado temprano a San Francisco para participar como orador en un almuerzo ofrecido por la Asociación de Elaboradotes de Vino, en la cual tenía muchos amigos, y también enemigos.

El tacto no era una de las principales virtudes de Fred. Había aprovechado la oportunidad para denunciar la costumbre californiana de dar a sus vinos nombres franceses.

—¿Durante cuánto tiempo —había preguntado él— debemos seguir con esta práctica torpe y engañosa? ¿Durante cuánto tiempo deberemos seguir dependiendo de Europa y del supuesto buen paladar de Nueva York? Su «paladar» no es más que la ignorancia y pueblerinismo. Tuve la desgracia de estar presente en una cena dada en Nueva York, en donde ciertos gourmets, de los cuales uno escribe en el New York Times, hicieron ascos a una botella de Higate Mountain Red 1964, que yo había presentado a mis anfitriones. El vino tenía calidad como para estar en las mejores mesas del mundo. Se negaron a probarlo. Y no lo rechazaron con conocimiento de causa después de haberlo probado, porque los gourmets son, más que otros, víctimas de la ignorancia que ellos denuncian. Pero ¿a quién se puede culpar? A nosotros. El Cabernet Savignon no es un vino de California. Nunca podrá serlo. Es un vino de Burdeos, de igual modo que Pinot Noir y Chardonay son vinos de Borgoña. Las viñas de Médoc y Graves no pueden crecer en el Valle de Napa sin cambiar su carácter y por mucho que lo intentemos, no podremos producir vino francés. ¿Por qué tendríamos que hacerlo? Nuestro vino es soberbio. Pasé dos años trabajando y estudiando en las zonas vinícolas de Francia, Italia y España. Hay grandes vinos franceses, y también los hay muy malos. Hay excelentes vinos californianos, y los hay pésimos. Tenemos Napa, Sonora, la Costa Norte, Santa Rosa, Shenandoah, Chiles, para nombrar sólo unos cuantos de los lugares de aquí en donde se produce un vino espléndido. ¿No es hora ya de que dejemos de engañar al público acabando con ese culto a todo lo francés inspirado por los gourmets, y que demos a nuestros vinos los nombre que les corresponden?

Siguió durante otros diez minutos, y al acabar recibió el aplauso de algunos de los aproximadamente cincuenta presentes, mientras que otros guardaron silencio en señal de enfado. Estos últimos deseaban saber quién era aquel joven pedante, y de dónde procedía. Su padre adoptivo, Adam, y el padre de Adam, Jake Levy, estaban presentes. Jake miró a Freddie con semblante serio y le preguntó si había considerado el hecho de que Higate producía Pinot Noir y Chardonay, de los que estaban justamente orgullosos.

—Tienes toda la razón, abuelo. Producimos los mejores vinos blanco y tinto de California. El nombre que les demos es algo aparte.

Otros se enfrentaron con él y se enzarzaron en discusiones. Pero, finalmente, Fred pudo marcharse de allí, y a eso de las tres ya estaba en la oficina de Larkin Street, en donde había prometido reunirse con May Ling para participar en una manifestación pacifista que discurriría por Market Street e iría a parar ante el Edificio Federal. Estaba aún euforico por lo que consideraba un bien merecido ataque contra el complejo de inferioridad de los viticultores californianos. Aún se sintió más animado al llegar a aquel abarrotado local, con sus docenas de mujeres que no cesaban de hacer ruido y de afanarse en medio de cierta confusión.

—¡Vaya un lugar! —le dijo a May Ling—. No imaginaba que hubierais montado una cosa así. ¿Lo diriges tú?

—¡Oh, no! Lo llevamos entre todas. Principalmente la tía Barbara, y esas dos señoras que están ahí: Shela Abramson y Ruth Adams. Procuro estar aquí todo lo que puedo, pero con el próximo semestre en la Universidad no sé si podré.

—¿Dónde están los hombres y los muchachos? ¿O es que no los dejáis entrar aquí?

—Pues claro que sí. Aparecieron por aquí uno o dos, pero no son constantes. Sammy colaboró unos pocos días, pero es la primera vez que tú vienes por aquí.

—Soy un hombre muy ocupado. Las Bodegas Higate me pagan diez mil al año, aunque con los impuestos queda reducido a menos. Por ese precio obtienen una pinta de sangre y ocho horas diarias. El viejo Jake es un tipo duro: o produces, o fuera.

—¡Qué va! El abuelo es un anciano bondadoso. Salgamos de aquí o llegaremos tarde.

—He dejado mi coche en el garaje. Cogeremos el autobús.

Fred la observó mientras esperaban el autobús. Él había conservado una imagen de ella como la de una adolescente delgada, pálida y de pequeños senos. La realidad —aunque ésta no era la primera vez que la veía en los recientes meses— le sorprendió, quizá porque ahora la miraba ya como a una mujer. Sus pechos no eran pequeños, ni tampoco estaba delgada. No era una muchacha de aspecto ordinario; él nunca había conocido a nadie que se pareciera a May Ling, con su elevada estatura, sus hombros rectos, sus delicados rasgos y su negro cabello, cortado en flequillo y enmarcándole el rostro. No podía decidir si era muy hermosa o muy exótica. «Algo entre las dos cosas», pensó el muchacho.

Cuando llegaron a Market Street, la manifestación ya estaba en marcha. May Ling y Fred se situaron en una fila entre dos manifestantes que les hicieron sitio, y enlazaron sus brazos con ellos. La manifestación no era tan multitudinaria como habían sido o serían otras, pero llenaba una gran parte de Market Street, deteniendo el tráfico. De al menos mil gargantas salía el grito: «¡Oye, oye, L. B. J.!, ¿a cuántos chicos has matado hoy?». Y también: «Al diablo, no iremos, ¿no oyes, L. B. J.? ¡Deten la matanza ya, hoy!». Ante el Edificio Federal, la multitud había aumentado, pero estaba menos organizada. La Policía había puesto barricadas y hubo algunos forcejeos. Se oyó la voz de una mujer, desde la tribuna de oradores, que rogó se mantuviera el orden.

—Participamos en una manifestación contra la violencia. Mantengámonos en orden.

—Mira, es tía Barbara —dijo Fred—. ¿Qué te parece?

—Es una mujer maravillosa.

Sam empezó a llamarlos a gritos y se abrió paso hasta ellos, les explicó que había intentado unírseles desde que los vio en la Calle 5.

—Ahí tienes a tu madre —dijo Fred.

—Sí, señor. Mirad, chicos, estoy repartiendo octavillas y buscando madres. Os veré luego.

—Ahora vamos a cantar —dijo Barbara desde la plataforma.

Las voces empezaron a surgir de las gargantas, desentonando al principio.

«¿Cuántos caminos debe recorrer un hombre antes de que se le pueda llamar hombre? Sí, ¿y cuántos mares debe cruzar una paloma blanca antes de dormir en la arena? Sí, ¿y cuántas veces deben surcar el aire las balas de cañón antes de ser barridas para siempre?».

Cuando se deshizo la concentración, Fred y May Ling regresaron a Market Street, donde estaba el garaje en el que Fred había dejado su coche. Fred había rodeado con el brazo el talle de May Ling. Ambos estaban eufóricos, sintiendo la emoción del acto y con la certeza de que habían participado en algo importante. Hacía algo de fresco a aquella hora, mientras oscurecía de forma gradual. Fueron por Market Street, pasando junto a la gente que se apresuraba a ir a sus casas procedentes del trabajo. Los dos jóvenes iban como ausentes, sin deseos de llegar a ningún lugar en concreto, satisfechos con sólo pasear. Cerca del garaje, deseosos de que aquella situación no cesara, Fred dijo:

—He tenido una gran idea. Los dos estamos bien vestidos; yo con este traje, camisa blanca y corbata, todo en honor de los viticultores, y tú…

—¡Oh, Freddie! —protestó May Ling—. Llevo un viejo vestido gris de franela, de mamá. Tengo un aspecto horroroso.

—¡Estás estupenda! Escucha. Quedémonos en la ciudad y cenemos en algún sitio de postín, como el «Top of the Mark» o el «Fairmont».

—Freddie, eso cuesta un dineral. Estás loco.

—Vamos, puedo pagarlo. Estos días no salgo con ninguna chica. Estoy forrado.

—Quedé con papá en que me recogería en Larkin Street a las seis, de camino a casa procedente del hospital.

—Entonces telefonearemos a Larkin Street y dejaremos un mensaje.

—Si es que hay alguien allí.

—Pues si no hay nadie, iremos y esperaremos a tu padre.

Estaban en la acera, mirándose, de pronto May Ling sonrió y todo su rostro se iluminó.

—Sí, de acuerdo. Hace siglos que no paso un buen rato. Y ahora no voy a perdonar la ocasión. Pediré ostras, filete y natillas con merengue para postre. Así te podrás gastar la pasta que has ahorrado.

—Perfecto, y champaña con las ostras, Cabernet francés con el filete, lo cual es una traición por mi parte, pero quién lo va a saber, y si ese condenado restaurante lo tiene, tomaremos un Tokay Imperial con el postre. Y compraré un cigarro de medio dólar, si no te molesta el humo.

—Freddie, todo esto es soberbio, y nos vamos a poner como señores, pero ¿qué estamos celebrando?

—Nuestro encuentro. Tú y yo, los últimos Lavette.

—¡No digas eso! Te olvidas de mi hermano, Danny. Pero, está bien. Vamos a buscar un teléfono.

El «Top of the Mark» estaba todo lleno, puesto que era temporada turística, pero encontraron una mesa en el «Fairmont». Pudieron comer y beber todo cuanto habían proyectado, con excepción del Tokay Imperial; tuvieron que conformarse con un Tokay corriente. Sólo tomaron un vaso de este vino cada uno.

—Por supuesto, ya lo sabía —le aseguró Freddie—. En San Francisco no hay Tokay Imperial, o al menos no en la mayor parte de los sitios. Cuando el abuelo Jake y la abuela Clair estuvieron en París, antes de la Segunda Guerra Mundial, consiguieron vender unas cuantas cajas de nuestro vino a una empresa vinícola francesa llamada «Lebouche et Dume». Fue una gran operación. A cambio, Monsieur Lebouche le dio a Jake cuatro botellas de Tokay Imperial, procedentes de las viñas del emperador Francisco José. He sido bastante tonto al tratar de impresionarte pidiéndolo aquí.

—Me has impresionado. Siempre lo has hecho.

—¿Te ríes de mí?

—Un poco. Te quiero, de modo que no importa.

—¿Qué clase de cariño sientes por mí?

—¿Lo has probado alguna vez?

—¿Qué, el cariño?

—No, atontado, el Tokay Imperial.

—Naturalmente. Cuando regresé de Europa, Jake descorchó la última botella. Sol embotellado. Ya sabes, es casi imposible hacer un buen vino dulce. En todo el mundo sólo hay cuatro que sean realmente buenos: dos tipos de jerez, el mejor Tokay húngaro, y un vino chino acerca del que he leído pero que nunca he probado… ¿Por qué te ríes de mí?

—Porque estoy un poco trompa.

—Yo también estoy un poco trompa, y no me río de ti.

—Eso es lo que mi madre llama el mal masculino.

—¿Qué?

—No tener ojos en el cogote.

—Me estás tomando el pelo.

—Sí.

De regreso a Napa, May Ling dijo con semblante soñador:

—Me gustaría que no fuéramos primos.

—Yo he tenido la misma idea. Pero la verdad es que no lo somos… al menos no por completo.

—¿Cómo quieres decir?

—Sólo tenemos en común un abuelo. Es cierto que el viejo Dan Lavette fue nuestro abuelo, pero la madre de tu padre fue May Ling, y la madre de mi padre la abuela Jean.

—Pero Adam es el hermano de mi madre.

—Él es mi padre adoptivo. Tom Lavette es mi padre biológico, según dicen. De manera que no somos primos del todo. Más bien somos como unos primos segundos.

—¿Por qué le estás dando vueltas a todo esto?

—Porque esta noche ha sido maravillosa. Me gustaría que se repitiera, una y otra vez.

—Eso es posible, aunque fuéramos primos.

—También me gustaría hacer el amor contigo.

—Sammy dice que has hecho el amor con la mitad de las chicas guapas de Francia.

—Sammy es un bocazas.

—También dice que te enamoras y te desenamoras con la misma lacilidad con que te quitas los zapatos.

—Por esa razón no te he dicho que creo que me estoy enamorando de ti.

—Nadie se puede enamorar de mi. Freddie. Soy demasiado alta y de aspecto raro.

—Bueno, mira, yo mido alrededor de metro ochenta y cinco. Tú no eres tan alta.

—Tanto no.

—Y no me importa que tengas aspecto extraño. Es interesante.

—Gracias.

—También creo que eres hermosa.

—¿Por qué no lo dijiste en primer lugar?

—El problema es qué clase de niños tendremos. No me importaría que salieran chinos, pero las rarezas genéticas son harina de otro costal.

—Freddie, eres terrible y estás loco. ¿Qué te hace creer que me voy a casar contigo?

—Tengo veinticinco años. Ya es hora de que me case.

Ella guardó silencio durante el resto del viaje. Mantuvo apoyada la cabeza sobre el hombro de él. Cuando llegaron a casa de May Ling, en Napa, ella se incorporó, se volvió a mirarlo y lo besó dulcemente en los labios.

—Creí que estabas dormida —dijo Fred.

—Sólo pensaba.

—¿En qué?

—En lo que has dicho. La próxima vez que hablemos de este tema, Frederick Thomas Lavette, o lo haces en serio o te puedes olvidar del asunto.

—¿Qué vas a hacer mañana por la noche?

—Nada. Leer un libro. Ver la televisión.

—Vendré a las ocho.

—Puedes quedarte a cenar, si lo deseas. No le diré a mamá que tengo un nuevo amiguito. Sólo le diré que mi peor primo quiere cenar con nosotros.

—Tu madre no es tonta.

—Oh, eso ya lo sé. Y yo tampoco, Freddie. Ya lo verás.

—¡Bah! Mañana vendré. ¿A qué hora?

—A las siete —dijo ella mientras salía del coche—. Esta noche ha sido algo especial. Eres un encanto.

—Mañana vendré.

Sam estaba atareado con sus libros después de cenar. Trataba de traducir del hebreo los términos químicos, biológicos y médicos necesarios para los exámenes que pronto tendría que pasar. Sonó el teléfono y fue a cogerlo. Escuchó un momento y luego dijo:

—Claro. En seguida. —En lugar de gritar, bajó la escalera y se dirigió hacia donde su madre estaba leyendo—. Es tu hermano, al teléfono.

—¿Joe?

—No. —Dudó un momento—. Thomas Lavette. —No era capaz de decir tío Thomas. Sólo había visto a su tío una vez en la vida, con ocasión del funeral del abuelo.

—¿Tom?

Sam asintió, fue de nuevo arriba y colgó el auricular de la extensión. Por unos instantes pensó en lo extraño de aquella llamada de un hombre casi tan remoto y misterioso como Howard Hughes. Él no guardaba hacia su tío ningún sentimiento de disgusto ni tampoco de simpatía. Thomas Lavette era sólo una sombra entre sus recuerdos.

Tom significaba mucho más para Barbara. Sólo se llevaban veintiún meses. Se habían criado en la misma casa de Russian Hill, conpiraron para burlarse de la misma institutriz, hicieron juntos las primeras exploraciones sexuales infantiles, pertenecieron, cuando adolescentes, al mismo club ecuestre de Menlo Park, comieron en la misma mesa durante años. Los primeros años nunca se pueden borrar, y aun cuando en veinte años habían tenido un contacto muy distante y superficial, Barbara no pudo olvidarse jamás de la imagen de aquel esbelto y apuesto joven, con blazer azul y pantalones de franela blanca que, según ella pensó siempre de él, parecía haber salido directamente de las páginas de F. Scott Fitzgerald. Ella nunca había podido llegar a odiarlo, y esta noche, al oír su voz, le contestó con simpatía.

—Quiero verte y hablar contigo —dijo Tom.

—Sí, claro.

—¿Puede ser esta noche? ¿O sería ponerme en plan exigente?

—No, no. En modo alguno. ¿Ha sucedido algo?

—¿Puedo verte a solas?

—Desde luego. Estoy sentada leyendo. Sam está aquí, pero se quedará en su habitación. ¿Te encuentras bien, Tom?

—Supongo que sí. Llegaré ahí en media hora.

Barbara colgó el teléfono.

—Bueno, algo le pasará —dijo ella en voz baja.

Tomó asiento y empezó a rememorar el pasado.

—¿Hay algún problema? —preguntó Sam, bajando por la escalera.

—Era mi hermano.

—Ya lo sé.

—Sammy, quédate en tu habitación. No creo que desee ver a nadie más que a mí.

—Puedo vivir sin verlo.

—No me gusta que hables así —dijo Barbara enérgicamente—. Es un hombre que sufre.

—Lo siento, mamá. En realidad es que no lo conozco.

El hombre que penetró en la sala de estar de Barbara media hora más tarde no parecía en modo alguno el joven aristocrático surgido de F. Scott Fitzgerald. A sus cincuenta y cinco años, Tom Lavette daba la impresión de tener diez años más. Barbara se quedó sorprendida al ver el cambio que había experimentado su hermano. Se había engordado; tenía bolsas debajo de los ojos y pliegues en las mejillas; su escaso cabello rubio se había vuelto blanco, y lo llevaba cuidadosamente peinado a ambos lados de la cabeza. Al entrar en la estancia, miró a su alrededor, asombrado.

—Es increíble.

—Gracias a Mr. Kurtz.

—¿Charley Kurtz, el contratista? —Tom estaba nervioso, rígido, abría y cerraba los puños.

Barbara hizo un intento para aliviar la tensión. Su hermano debía tranquilizarse, pues parecía a punto de estallar o desintegrarse.

—Tú me lo enviaste, Tom, por lo cual debo darte las gracias, aunque él probablemente te odiará hasta el día de su muerte. Dice que le he quitado diez años de vida. Le hice reconstruir todo esto tal como estaba. Le costó ocho meses, pero ya está.

—¿Puedo tomar una copa? —preguntó Tom.

—Claro. ¿Bebes Bourbon, según recuerdo…?

—Sí, sólo con unos cubitos de hielo.

Ella se dirigió a la cocina en busca de hielo. Cuando regresó, él miraba el papel de la pared, y lo tocaba.

—Lo encontré en un viejo almacén de North Beach. Lo habían tenido en las estanterías durante años, y les compré todo el que les quedaba por veinte dólares. Auténtico Victoriano. Seguramente lo fabricaron antes del terremoto. La tela de crin negra procedía de una tiendecita de Napa. Debo admitir que llegó a convertirse en una obsesión para mí. No sé por qué tenía que reproducirlo todo; era una extraña casa vieja, pero éste es mi refugio. Una psiquiatra que conozco dice que es mi reacción permanente a la mansión de Russian Hill. Es posible. Si no fuera por la desolación, y el disgusto que me llevé, así como por la pérdida de mis libros, cuadros y cartas, lo cual nunca podré remplazar, diría que no hay mal que por bien no venga. Al menos las cañerías son nuevas. Las viejas cañerías siempre tenían grietas.

Tom bebió de un trago su whisky, miró a su alrededor y después tomó asiento en el sofá de tela de crin y miró fijamente a su hermana.

—Yo te la quemé —dijo con voz clara.

Barbara no supo qué responder a aquello. Se preguntó si estaría borracho o si se trataría de algún tipo de disculpa simbólica.

—He dicho que yo te la quemé. ¿Es que no me has oído?

—Te he oído —dijo Barbara, sentándose frente a él—. Pero no tengo la menor idea de a qué te refieres.

—Nuestro presidente envió aquí a un hijo de puta, y éste me informó que o bien conseguía yo que tú cesases tus actividades, o apartarían a la GCS del negocio de la guerra. Se lo dije a Lucy, y ella contrató a un incendiario para que te quemara la casa.

Durante unos momentos, Barbara no reaccionó, y después dijo, con mucha calma:

—Esto no tiene sentido, Tom. Parece algo sacado de una mala película.

—Toda mi vida parece sacada de una mala película.

—¿Me estás diciendo que Lucy contrató a alguien para que me quemara la casa?

—Sí.

—¿Estabas tú enterado?

—Lo supe cuando había pasado.

Todo aquello era absurdo, carecía de lógica. Aquél era su hermano; se le veía abatido, preocupado, hundido, pero no era un monstruo. Su esposa era una mujer obsesiva y colérica, pero Barbara la conocía de toda la vida. Habían ido al mismo colegio; de jovencitas habían coincidido en bailes y en fiestas. Personas así no queman las casas… ¿o sí? Se estaba librando una guerra en Vietnam, pero ¿de quién era aquella guerra? ¿Quién la hacía, quién servía en ella, quién la continuaba? ¿Quién era culpable y quién era inocente? Tenía que ver las cosas con claridad y con calma. Su hermano había acudido a ella. La casa se había quemado y ya estaba reconstruida. Otras cosas habían ardido y nunca podrían recuperarse. Los muertos estaban muertos. No había ningún Mr. Kurtz que pudiera reproducirlas basándose en fotografías.

Su mente divagaba. Si su casa no hubiese sido fotografiada e incluida en un libro de las viejas casas de madera de San Francisco, nunca habrían podido reconstruirla. ¿Y si May Ling se hubiera quedado a dormir en la casa, como solía hacer a veces? ¿Habría perecido?

—Di algo. No estés tan callada.

Sí, ella tenía que decir algo, hacer algunos comentarios. «Eres un completo canalla, hermano mío». Enfático, pero incorrecto. Él no era un completo canalla. Era incluso posible que no hubiera ningún miembro de la raza humana que fuera un canalla completo. Todos estaban atrapados en la misma agonía. ¿Qué le iba a decir a Tom? ¿Todos padecemos la misma agonía, hermano mío? Ella se notaba distante de sí misma, se veía como un personaje de algo que estuviera escribiendo. No encontraba palabras adecuadas para aquella ocasión.

—Me has dicho antes —dijo ella con lentitud y calma— que ese hombre de Washington te amenazó con rescindir los contratos que la GCS tiene con el Ejército. ¿Qué significa eso?

—Pues que nuestros beneficios en esta asquerosa guerra son enormes. Vendemos gasolina y la llevamos en barco a las Fuerzas Armadas norteamericanas en Vietnam. Enviamos por mar alimentos y municiones.

—¿Por qué la llamas asquerosa guerra, Tom? Es una buena guerra. Te está haciendo más rico.

—No seas mordaz conmigo, Barbara. Nuestro padre, el gran Dan Lavette, ganó sus millones en las dos guerras mundiales. En la Primera Guerra Mundial hizo la misma maldita cosa que estoy haciendo yo ahora, y en la Segunda Guerra Mundial, construyó los barcos.

—Entonces, ¿por qué considerarla una guerra funesta?

—¿Qué quieres que te diga? ¿Que amo esta guerra? ¿Que estoy hasta los codos de sangre y que lo paso bomba? Yo no soy el responsable de esta guerra.

—¿Quién es responsable, Tom? Tú quemaste mi casa. Dime ahora cuántas casas arden en Vietnam, sin seguro y sin ningún Charley Kurtz que las reconstruya.

—¿Es eso todo lo que tienes que decirme?

—¿Qué puedo decirte, Tom? Has venido hoy a mi hogar a decirme que Lucy ordenó quemar mi casa. Trato de ser comprensiva, no quiero juzgar, pero ¡por el amor de Dios! Soy un ser humano. Tengo sentimientos y hay cosas que me duelen. He tratado de olvidar otras cosas que han sucedido, y estoy segura de que, con el tiempo, podré considerar esto desapasionadamente. Ahora no puedo. Estoy sentada aquí tratando de convencerme de que mi hermano no es un completo canalla, pero no resulta fácil.

—Estoy intentando afrontar las cosas por una vez en mi vida.

—Admirable —dijo Barbara fríamente—. ¿La amas, la adoras?

—¿A Lucy? La odio.

—¿Por qué no te divorcias de ella?

—No puedo. No me mires así. No puedo. Estoy atrapado. Si me divorciara de ella, haría pedazos la GCS. No me pidas que te lo explique. La cosa es así, tal como me explicó detalladamente mi abogado. Si quieres venganza, no busques más. Aquí tienes al culpable.

—No quiero vengarme.

—Tenía que hablar con alguien o me hubiera vuelto loco. Ayer alquilé a un asesino para que la matara. Es lo que dicen arreglar un contrato.

—¡Oh, no! ¡No!

—Puedes estar tranquila. Recapacité y anulé la orden.

—¡Dios todopoderoso! —susurró Barbara—. ¿En qué clase de mundo vivimos en el que se puede contratar gente para quemar casas y asesinar esposas?

—En el mismo podrido mundo en el que hemos vivido siempre.

—¿Cómo lo hacéis? ¿Buscáis en las páginas amarillas de la guía telefónica en el apartado «asesinos»?

—Hay agencias especiales. ¡Maldita sea, Barbara! No hagas el papel de la inocente. Tú tienes experiencia de la vida. Ya sabes cómo son las cosas.

—No quiero saber cómo son las cosas. ¿Por qué me explicas esto?

—Así no sentiré tentaciones.

—Ah, vaya. Así no tendrás tentaciones de matar a tu esposa. Que Dios nos ayude a los dos, Tommy.

—Gracias por la copa —dijo él poniéndose en pie.

—Lo siento, lo siento mucho —dijo Barbara.

—En cuanto a la casa —movió la cabeza con desesperación—. Todos perdemos cosas que amamos. Yo perdí a Freddie. Perdí a Eloise, y esta noche te he perdido a ti. Eso me convierte en todo un perdedor, ¿no es verdad, Bobby?

Después que se hubo marchado, Barbara sólo pudo pensar en que, al final, cada uno de ellos había pronunciado el nombre infantil del otro. Ella creyó comprender la razón, pero aquello no arreglaba nada.

El doctor Milton Kellman siempre se sentía impresionado cuando entraba en la vieja mansión de los Lavette en Russian Hill, y este sentimiento lo turbaba. No sólo le imponía el hecho de que la casa de los Lavette fuera una de la media docena de las grandes antiguas residencias que quedaban en la colina, sino porque era el hogar de Jean Seldon, que hacía muchos años se había casado con Dan Lavette, convirtiéndose en Jean Lavette. Y Jean Seldon era la hija de Thomas Seldon, cuyo grandioso castillo de piedra parda fue uno de los doce castillos similares que habían coronado Nob Hill hacía mucho tiempo, siendo las casas de los magnates que gobernaban la ciudad y explotaban el nuevo territorio de California. Como muchos judíos de San Francisco, él poseía un especial y muy poco judío sentimiento de territorialidad e identidad. Él no era un inmigrante llegado a un lugar ya construido. Su abuelo llegó a la ciudad en sus comienzos, cuando San Francisco era aún llamada Yerba Buena, y la ciudad consistía en unos pocos edificios de adobe, colgadizos y tiendas de campaña. Sin embargo, en sólo unas pocas décadas, los magnates se habían distanciado del resto: ellos eran los duros e inflexibles yanquis blancos y protestantes que gobernaban al Oeste con un espíritu de divino derecho de conquista, codicia y autoritarismo tan firmemente implantado como el divino derecho de los reyes lo habían estado en la vieja Europa. Seldon había pertenecido a ese grupo de elegidos, y entre ellos, Jean Seldon había sido una princesa, y el doctor Kellman era lo bastante viejo para recordar, y este recuerdo persistía. Así que al entrar en la casa Lavette, él sentíase impresionado por su presencia allí, al mismo tiempo que enfadado por sentirse impresionado.

Y Jean le caía bien. Le gustaban las relaciones que mantenían, a pesar de que sostenían algunas discusiones y de que Jean despreciaba sus consejos médicos. Sin embargo, a los ojos de ella, él había salvado la vida a Dan cuando éste sufrió su primer ataque cardíaco, y Kellman sabía que ella estaba agradecida y que lo respetaba a él enormemente. Él sentía gran aprecio por Jean, y cuando Mrs. Bendler le abrió la puerta, él preguntó ansiosamente:

—¿Dónde está?

—En la cama.

—¿Va comiendo algo?

—Muy poco. Dice que no tiene apetito. Me quedo a pasar la noche. No quiero dejarla sola.

—Hace usted bien.

Kellman subió arriba. La puerta del dormitorio de Jean estaba abierta.

—Soy Milton —dijo él—. ¿Está usted presentable?

—No estoy presentable desde que era una adolescente. Entre, Milton. Supongo que mi hija le habrá dicho que venga.

Él acercó una silla a la cama, en la que estaba Jean incorporada merced a un montón de almohadas; llevaba puesto un camisón azul adornado con lacitos. Kellman abrió su maletín, señalando que si lo hubiesen invitado a aquella casa, no habría habido necesidad de que Barbara lo avisara.

—¡Ya! ¡Invitar a un médico! Están ustedes tan ocupados haciendo dinero que no tienen tiempo para nada más. Además, estos días no recibo visitas.

—Mal asunto. Le haría bien recibirlas, en lugar de quedarse en la cama.

—Estoy enferma.

—¿Ah, sí?

—No es algo que pueda usted curar. Sólo me siento acabada. No quiero hacer nada ni ir a ninguna parte.

Él sacudió el termómetro.

—Abra la boca.

—Es inútil. No tengo fiebre.

—O abre la boca o se lo meto por el recto.

—No se atrevería. Por otro lado, sería lo más parecido a un acto sexual que he experimentado en mucho tiempo. Y no mueva la cabeza. No puedo tolerar mojigatos.

Él le tomó el pulso mientras ella tenía el termómetro en la boca, y cuando le sacó el termómetro, ella dijo:

—Ya se lo dije. No necesito un doctor que me diga cuándo tengo fiebre.

—¿Cómo se encuentra?

—Ya se lo he dicho. Apagada.

—¿A qué se refiere? ¿Siente algunos dolores, algo concreto?

—No, Milton, nada de eso. Me siento débil, sin apetito. Y cuando salgo de la cama me canso en seguida. Ya sé que soy una vieja, pero eso no es razón para sentirse tan débil y apagada. ¿O sí?

—Usted no es una vieja. Es simplemente una mujer, y aún encantadora. Le diré lo que quiero que haga. Quiero que se vista e iremos a mi consultorio.

—¿Por qué?

—Porque deseo hacerle un examen a conciencia.

—Bueno, pues hágalo aquí.

—No puedo hacerlo aquí. Quiero examinarle los pechos y la vagina. Quiero que mi enfermera esté presente.

—Milton, tengo setenta y siete años. Dentro de seis meses cumpliré setenta y ocho. No sea tan vergonzoso.

—Es que no sé si podré resistir la tentación —dijo él, sonriendo—. ¿Ha leído alguna vez lo que dijo Ben Franklin refiriéndose a las mujeres viejas?

—Sí. Se dirigía a hombres jóvenes, no a viejos tontos.

—Este viejo tonto esperará fuera hasta que se haya vestido. Y no tarde todo el día en hacerlo. Tengo otros pacientes. Y nada de maquillaje. Tiene buen aspecto tal como está.

—Yo nunca salgo sin maquillarme.

—La espero fuera.

Yendo al consultorio de Kellman en coche, Jean le preguntó:

—Está realmente preocupado por mí, ¿verdad?

—Un poco.

—Es usted un hombre encantador, Milton.

—Eso no arregla las otras cosas que me ha dicho.

—No tengo intención de quedar ahora bien. En verdad creo que es usted un hombre encantador.

—Eso no alterará mis honorarios. Ni un centavo.

—Claro que no.

El reconocimiento duró una hora. Kellman fue concienzudo. Después le dijo a Jean que se vistiera y ordenó a su enfermera que la condujese a su oficina. Allí, le pidió amablemente que se sentara frente a él. Kellman ocupó su sitio tras la mesa.

—Algo debe de andar mal —dijo Jean—. Pone cara de jugador de póquer.

—No quisiera discutirlo todavía, pero deseo hacer unos exámenes adicionales y escuchar otras opiniones. He telefoneado al Hospital Mt. Zion y he reservado una habitación para usted. La voy a llevar ahora allí.

—¡Está completamente loco —exclamó Jean— si cree que voy a ir al hospital sin saber qué me pasa!

—Ya le he dicho que discutiremos el asunto después de hacer otras pruebas y escuchar algunas opiniones.

—Milton, escúcheme —dijo Jean muy seriamente—. Nos conocemos desde hace más de veinte años. Sé algo acerca de usted: es el médico que establece diagnósticos con más rapidez en esta ciudad, y sabe exactamente qué me pasa. No me venga con esas tonterías acerca de pruebas y opiniones. Ahora déjeme que le diga algo acerca de mí, y espero que lo comprenderá. Tenga lo que tenga, quiero que me diga la verdad. No quiero que me engañen. Y si no puede decirme la verdad, encontraré otro médico que me la dirá.

Él se la quedó mirando pensativo, con los codos apoyados sobre la mesa, las palmas de las manos juntas, y las puntas de los dedos apoyándole la barbilla. Al cabo de un rato, estiró los brazos, exhaló un suspiro y dijo:

—De acuerdo. Si le digo la verdad, ¿me promete que irá al hospital?

—¿Para una operación?

—No, para hacer unos exámenes. No le estoy mintiendo.

—Hemos hecho un trato, doctor Kellman. Usted me dice lo que tengo, y entonces iré al hospital con usted.

—Muy bien. Pero su convencimiento de que soy el médico que establece los diagnósticos con mayor rapidez en la ciudad, es emocional y tiene muy poca base real. Quiero que tenga muy en cuenta esto. Puedo equivocarme. Cualquier doctor puede equivocarse.

—Vamos, Milton. No puedo esperar otra cosa más que lo peor. Si por casualidad no es tan grave, me quedaré agradablemente sorprendida.

—Muy bien. Es una psicología muy barata, pero no tengo ninguna otra Jean Lavette entre mis pacientes, y por esta vez romperemos las reglas. Estoy bastante seguro de que tiene cáncer de mama, Jean. Usted quiere la verdad, y no sé otro modo de decirla. Si lo dejáramos así, yo tendría grandes dudas; de momento no podemos saber si lo que he encontrado en sus pechos son tumores benignos o malignos. La biopsia nos dará un resultado definitivo. Pero ya que quiere toda la verdad, le diré más. La examiné no hace mucho, y el rápido desarrollo de su mal parece indicar algo más. Recordará que pasé bastante tiempo reconociéndole el abdomen, y en lo que he podido determinar, usted tiene nodulos, tumores en su hígado. Esto es todo lo que puedo decirle por lo que he podido ver. Por esa razón debemos hospitalizarla inmediatamente.

—¿Entonces cree oue el cáncer se me ha extendido al hígado?

—Lo que yo crea no tiene importancia. No lo sé. Por eso debemos ir al hospital én seguida, para descubrir si se ha metastatizado.

—Me está engañando, Milton —dijo Jean calmosamente—. Usted sabe muy bien cómo estoy.

—Yo no puedo saberlo. Sólo puedo suponerlo.

—Y, si se ha extendido al hígado, ¿qué me pasará?

—¿Por qué no esperamos hasta que estemos en el hospital? Lo sabremos en unas horas.

—Oh, no, Milton. Hicimos un trato. Usted me lo prometió.

—Sí, se lo he prometido.

—No, doctor. Quiero saber si ya ha alcanzado mi hígado.

—Por favor, no me presione, Jean.

—Lo estoy presionando. Insisto.

—Muy bien, querida amiga. Lo siento terriblemente. Si ha alcanzado su hígado, entonces es fatal.

Ahora Jean permaneció en silencio durante un minuto, mirando fijamente a Kellman. Después le preguntó, suavemente:

—¿No hay ninguna posibilidad, ninguna solución, ninguna esperanza…?

—Me temo que no.

—¿Qué significa fatal? ¿Cuánto duraré?

—Está especulando con lo que todavía no sabemos.

—Milton, Milton una vez ha pronunciado la sentencia de muerte, no tiene derecho a andarse con subterfugios. Es usted demasiado buen doctor para no saber exactamente en qué estado me encuentro. He dicho que iré al hospital. Ahora, por favor, dígame cuánta vida me queda.

—Si es el hígado —dijo él con voz quebrada—, podría vivir un mes, dos meses, posiblemente un año.

—¿Seré una inválida hasta el final?

—Irá perdiendo gradualmente su vigor.

—¿Y el dolor?

—Sufrirá muy poco dolor.

Jean estuvo con los ojos cerrados durante un momento; después dijo:

—Vayamos ahora al hospital.

De camino al hospital, Jean le dijo:

—Esto debe quedar entre usted y yo, Milton. Nadie más debe enterarse, ni Barbará ni nadie. Lo último que desearía en esta vida sería que mis amigos y familias anduvieran a mi alrededor tratando de disimular sus sentimientos ante una moribunda. Ya he presenciado esas escenas, y no quiero participar en ellas. Supóngo que Barbara descubrirá que he estado en el hospital. Le llamará y tratará de sonsacarle la verdad. Los dos le diremos que hemos hecho algunas pruebas y que los resultados son negativos.

Kellman nunca había conocido a nadie como ella. Trató de discutir, pero Jean le cortó en seco.

—No. Ha de ser así, Milton.

—Tendrá que guardar cama. ¿Qué diremos entonces?

—Déjeme arreglarlo a mí.

—¿No desea que Barbara sepa que está en el hospital?

—No hasta que haya regresado a casa.

—Bueno, lo intentaré. Barbara no es tonta, pero quizá podremos idear algo para engañarla.

Al vestirse para abandonar el hospital el día siguiente, Jean se preguntó por qué había permitido que la llevaran a ese lugar. No necesitaba aquellos exámenes adicionales para saber su estado. Desde el momento en que Kellman hubo acabado su reconocimiento, ella supo cuál era el veredicto. Y desde aquel preciso instante, Jean sintió la necesidad de ser ella misma, de tener absoluto control sobre el tiempo que le restaba de vida, y de no sufrir indignidades innecesarias. Palpar su cuerpo, clavarle agujas, examinar trozos de su carne…, todo aquello eran indignidades. Ella hubiera tenido que negarse en redondo a semejante cosa. Sorprendentemente, comprobó que no sentía un auténtico temor, aunque sí cierto nerviosismo, uno o dos momentos de intensa ansiedad, pero el miedo no la había dominado, y Jean se preguntaba si esto obedecía a que estaba enfadada con Kellman, o si, más tarde se apoderaría de ella un terrible y angustioso temor a la muerte.

Kellman insistió en llevarla él mismo a casa. Para entonces, el enfado de ella con el doctor ya se había pasado. Kellman, por otro lado, estaba lleno de un peculiar remordimiento; opinaba que él hubiera de bido confirmarle su mal a Jean. Él experimentaba una desagradable sensación de ignorancia y de impotencia, por pertenecer a una profesión que no había encontrado remedio para aquella dolencia.

—Ha hecho todo lo que ha podido —dijo Jean, dándole unos golpecitos en la mano—. Nuestro problema ahora es guardar el secreto, y en este aspecto no estoy muy segura de usted, Milton.

—Usualmente, las cosas son al revés, y es el paciente el que ignora su estado. En este caso… Bueno, resulta difícil ser sólo médico, Jean. Siento un gran afecto por usted. Me odio y odio lo que hago. Somos tan inútiles, sabemos tan poco.

—Milton, no llore por mí. Yo he vivido una larga y magnífica vida, y hay peores maneras de morir Usted ha sido un querido amigo y una extraordinaria niñera conmigo. Le diré algo que nunca antes había contado a nadie. Desde que Danny murió, hace casi diez años, me ha costado vivir cada día. Aprendí a amar a un hombre, y no fue fácil, porque al principio yo era incapaz de amar, ni a mí ni a otros. Pero aprendí. Y en los buenos años que pasé con Danny, quince en total, tuve algo que pocas mujeres tienen. Después de que él murió, me limité a vegetar porque no sabía qué otra cosa hacer. En realidad, ya nada me importa.

—Me gustaría tener su valor —murmuró Kellman.

—No es valor, Milton: es indiferencia.

—Bueno… —No había nada que él pudiera decir—. Barbara me ha telefoneado. Mrs. Bendler le dijo que estaba en el hospital.

—¿Qué le ha dicho usted?

—Le he dicho que no tenía objeto que la viera a usted, ya que regresaría a casa esta noche. Creo que la tendrá en casa.

—Y, por lo demás, ¿qué le dijo usted?

—Que padece malnutrición, debilidad. Odio mentir a alguien como Barbara.

—Claro, lo comprendo. Está atrapado entre dos mujeres testarudas, y eso supone una posición incómoda. Gracias.

Pero Barbara, al presentarse aquella noche en la casa de Russian Hill, manifestó sus sospechas.

—¿Qué significa malnutrición? Milton me ha sorprendido.

—Eso significa que últimamente como muy poco, y alimentos inadecuados. Estas cosas suceden a mi edad, querida. Milton me ha dado unas pastillas y reconstituyentes. No tienes por qué preocuparte.

—¿Cuándo has permitido tú a alguien que se preocupe por ti? —preguntó Barbara—. Eres la mujer más cabezota y arrogante que he conocido. Y te quiero mucho —añadió.

—Eso es muy agradable —dijo Jean—. Los chicos hoy andan tan preocupados odiando a sus padres que oír que me quieres supone como una ráfaga de aire fresco.

—Creí que ya lo sabías, aunque no te lo hubiera dicho.

—Tienes razón. Ahora, durante las próximas semanas, no me moveré de casa y pasaré mucho tiempo en cama. Milton me ha recetado descanso. Así que si puedes hacer que vengan esos dos nietos míos, para que pasen unos minutos con una vieja, te lo agradecería enormemente.

—Vendrán —dijo Barbara.

En las siguientes semanas, las fuerzas de Jean fueron decreciendo rápidamente. Ya no le gustaba recibir a nadie en su dormitorio. Cada día se vestía cuidadosamente y bajaba trabajosamente abajo. Si hacía buen tiempo, se quedaba sentada en el balcón, que era una especie de terraza voladiza, con una maravillosa vista de la bahía y el Puente Golden Gate, así como las colinas de Marin County. Dan y ella se habían sentado allí mil veces, para desayunarse por las mañanas, para cenar, contemplando las variadas puestas de sol, y el parpadeo de las estrellas en un cielo de terciopelo negro. Si hacía frío y había humedad, como sucede a menudo en San Francisco, se iba a la biblioteca, que era la estancia de la casa que más le gustaba a Dan, con su recargado mobiliario y el cuadro del primer barco de Dan, el Oregon Queen, colgado sobre la repisa de la chimenea. Mrs. Bendler encendía el fuego en el hogar, y Jean permanecía allí sentada durante horas, contemplando las llamas. Vivía mucho en el pasado, tanto en sus horas de vigilia como en sus sueños nocturnos.

Jean nunca había intentado crearse una filosofía de la vida. Ella había aprendido y se había formado a base de sus propios sufrimientos y agonías internas, y como mucha gente sensible, tenía sentimientos y vislumbres que no podría concretar. Su insatisfacción por el estado de las cosas en el mundo no era de índole ideológica; ella no tenía teorías ni sueños utópicos, y al revés que su hija, no tenía deseos de cambiar las cosas ni la confianza de creer que podía cambiarlas. No poseía explicaciones para su sensación de que la sociedad se desintegraba a su alrededor; sólo comprobaba eso: desintegración y cambio.

La cruel guerra del Vietnam iba más allá de su comprensión, aunque su horror llegaba hasta ella y le conmovía. Asimismo, por su formación y orígenes, sentía desprecio por los hombres que gobernaban la nación. La ciudad, su adorada San Francisco, en donde había pasado toda su existencia, ya no era la ciudad de su niñez y juventud; ahora estaba cruzada por autopistas de seis carriles, sobrecargada con altos rascacielos de oficinas y apartamentos, llena de gente nueva con nuevas tendencias, sectas y movimientos de los cuales leía cosas sin entenderlos. El pasado era mejor, más fácil, más comprensible. En el pasado ella podía recordar a Dan, esperando para recogerla delante de la casa de su padre, sentado en una calesa tirada por un solo caballo, vestido con una chaqueta azul, con veinte años y dispuesto a conquistar el mundo. Y conquistaron el mundo…, un mundo que se había ido con el tiempo.

Pero sus energías la abandonaban definitivamente, y muy pronto ya no pudo abandonar el lecho. Cuando el doctor Kellman fue a verla, Jean le dijo sin rodeos:

—¿Ha llegado ya la hora, Milton? ¿Me estoy muriendo? ¿Cuánto me queda?

Él no pudo o no supo contestar a su pregunta tal como a ella le hubiera gustado.

—¿Cómo puedo mantener esta charada de la malnutrición? Barbara sabe que algo anda muy mal.

—Quizá se lo deberíamos decir.

—Preferiría que no lo hiciera.

Cuando el doctor se marchó, Jean telefoneó a Boyd Kimmelman y le pidió que acudiese a hablar con ella, que trajera con él su testamento y todo lo relativo a sus bienes, y que no le dijera nada a Barbara acerca de aquello. Quedaron en que se reunirían el día siguiente.

Boyd no había visto a Jean hacía meses. Barbara le había dicho lo que sabía, y lo que sospechaba. Sin embargo, se quedó impresionado por el aspecto de Jean. Tenía el rostro demacrado, las mejillas hundidas, los brazos y manos en los huesos.

Él antes nunca había considerado a Jean una mujer vieja. Ahora tenía el aspecto de una frágil anciana.

—Siéntate, Boyd —dijo Jean, observándolo con interés—. Acerca una silla a la cama. Mi voz ya no es la que era, ni tampoco mi oído. No te preocupes por mi mirada. Miro todo y a todo el mundo ahora como si viera las cosas y a la gente por primera vez.

—Hubiera tenido que venir a verla antes —dijo Boyd—, Barbara me dijo que estaba usted algo débil…

—No trates de disculparte, y estoy segura de que Barbara sospecha que estoy peor de lo que digo.

—Sí, creo que sí. —Boyd cogió una silla y tomó asiento.

—La verdad es, Boyd, que me estoy muriendo. Tengo cáncer. Es incurable, inoperable, y se ha extendido por todo mi cuerpo. Me disgusta causarte esta mala impresión, pero debo confesarlo.

—Pero, a lo mejor…

—¡No! —le interrumpió ella—. No vamos a perder el tiempo con trivialidades ni manifestaciones de aprecio. Lo que he dicho es un hecho. Eres el único de la familia que lo sabe. Digo de la familia, porque dado que el matrimonio es algo pasado de moda en estos días, tú sales con Barbara y te acuestas con ella hace años. Y hoy tenemos mucho trabajo, todo el que me permitan mis fuerzas. Así que manos a la obra. Primero, el testamento.

—Sí, he traído las copias de su testamento.

—Lo que decidamos cambiar, Boyd, quiero que se haga aquí y ahora, de modo que yo pueda firmarlo, o poner mis iniciales, o lo que se haga en tales casos. ¿Comprendido?

—Sí, desde luego, Mrs. Lavette. ¿Tienen ustedes una máquina de escribir en casa?

—Olvídate de eso. ¿Es que no tienes una estilográfica?

Boyd intentaba mantener el equilibrio, pero lo estaba perdiendo con suma rapidez. Había entrado en un dormitorio y le habían espetado —la madre de la mujer a la que amaba—, como el que se refiere al tiempo, que se estaba muriendo. También le habían ordenado, igual que se hace con un colegial, que no expresara su afecto ni tampoco su dolor. Encima, le habían preguntado, de forma algo impertinente, si tenía pluma estilográfica.

—Todo esto es demasiado, ¿verdad? —dijo Jean, sonriéndole finalmente—. Querido muchacho, los moribundos somos personas intratables. Vivimos en un país que nunca afronta el hecho de la muerte, aunque hayamos llegado a ser tan competentes en infligirla. No te preocupes.

—Estoy afectado. ¡Claro que sí! ¡Santo cielo! Tal como usted ha señalado, es prácticamente mi suegra.

—Lo cual facilitará las cosas. Ahora ocupémonos de los detalles del testamento. Creo que mis bienes, aparte esta casa y cuanto contiene, ascienden a un valor aproximado de dos millones de dólares.

—Sí, más o menos —admitió Boyd—. Acciones, bonos y dinero en metálico en su cuenta corriente. Pero la casa, considerando su colección de pinturas, hace que esa cantidad aumente mucho.

—De acuerdo. Discutiremos primero lo de la casa. Esta vivienda ya no es de nuestro tiempo. He vivido en ella porque está llena de recuerdos, pero es una reliquia de otra época, y aquí, en Nob Hill y Russian Hill ya no toleran semejantes reliquias. Barbara nunca vendría a vivir aquí, y en el testamento manifiesto mi voluntad de que se venda; no tiene hipoteca, y Harvev Baxter me aseguró que dará lo suficiente para pagar los derechos reales.

—Es muy posible. Pero me sorprende que no haya llamado a Harvey en lugar de a mí. Él está más familiarizado con sus asuntos.

—Harvey es un viejo, y no toleraría que se pusiera a llorar sobre mi colcha. Ahora hablemos de mis cuadros. Por favor, léame lo que se especifica en el testamento.

—El Mondrian y la Mujer azul de Picasso se lo dejo a mi querida amiga Eloise Levy, que ha sido como una hija para mí… —Él se interrumpió y preguntó—: ¿Identifica eso el Picasso suficientemente? Creo que sólo hay un Mondrian…

—¡Oh, sí! Tengo dos Picassos, y cada uno de ellos está titulado.

—A mi hija Barbara le dejo el cuadro del Oregon Queen, el Pescador de Winslow Homer, y los dos cuadros de Thomas Eakins. ¿Hay sólo dos? —preguntó Boyd.

—¿Sólo dos? Mi querido muchacho…

—Bueno, mis conocimientos de arte son limitados. El resto de sus pinturas, Mrs. Lavette, irán a parar al Museo de Arte de San Francisco.

—El cielo sabe que los necesitan desesperadamente, considerando lo que tienen allí. Bueno, pues voy a cambiar eso algo. Quiero reservar dos para los chicos, uno para Freddie y otro para Sam. Ya nos ocuparemos de eso luego… El principal cambio será una manda para Sammy. Iba a dejarle una considerable suma de dinero, acciones, o algo semejante. Pero, de hacerlo así, Fred se sentiría herido, y dejarle dinero a Freddie sería ridículo. Estoy seguro de que Tom lo hará su heredero, ya que, según Barbara me ha explicado, Tom y su esposa prácticamente no se hablan, y aparte, he oído que Higate va en camino de convertirse en una de las principales industrias vinícolas del Estado. De modo que quiero eliminar esa manda a favor de Sam. Todo el dinero irá a manos de Barbara, con excepción de diez mil dólares para Mrs. Bendler, que ha sido muy bondadosa conmigo. Barbara decidirá lo que le quede a Sam. Pero… —hizo una pausa al observar que Boyd estaba pensativo—. ¿Tienes alguna influencia sobre ella?

—¿Sobre Barbara?

—Sí.

—No si está decidida a algo. Nadie puede influirla.

—Estoy segura de tu honradez. Mi hija es una mujer muy peculiar, para decirlo con palabras suaves. Mi padre le dejó quince millones, de los cuales ella se desprendió. Y dado que es un producto de una Seldon y de un Lavette, esto demuestra que el sentido común no es hereditario. ¿Puedes hacer que le resulte imposible desprenderse del dinero que le voy a dejar?

—Sí, eso puede hacerse. Podemos establecer un fideicomiso vitalicio —dijo Boyd tras un momento de reflexión—. Eso haría que ella sólo percibiera los réditos.

—Estoy segura de que será suficiente. Lo ha sido para mí, y mis gustos son más caros que los suyos.

—Necesitará albaceas testamentarios.

—Creo que tú y Harvey sois las personas adecuadas.

Continuaron discutiendo el testamento y sus detalles durante otra media hora. Al cabo de este tiempo, Jean estaba completamente exhausta. Boyd tomó asiento frente al tocador para redactar las modificaciones. Jean lo observó, preguntándose desapasionadamente qué clase de hombre sería él, no su aspecto externo, sus maneras o sus opiniones, sino en lo más profundo de su ser, en donde una persona puede tener una esencia incluso desconocida para sí misma. No es que a ella le importara eso demasiado en aquel momento: ya estaba por encima de todo.

Jean había traído algo a este mundo; no demasiado, pero sí algo que podía ser medido en la escala de la Humanidad. Barbara descubriría qué clase de hombre era él, para bien o para mal. Tener una hija como Barbara no había sido poca cosa, no había sido algo intrascendente: era la continuación de un hilo que seguiría. Incluso Tom tendría una continuación con Freddie, igual que Barbara con Sam. Aquello estaba bien. Dan le había dicho una vez, refiriéndose a Barbara: «Hemos debido de hacer algo bien». No había felicidad en el legado de un rico, pero eso era un secreto. La vida estaba llena de secretos; la muerte sólo tiene un secreto.

Jean se estaba adormeciendo, se deslizaba en ese cálido espacio entre el sueño y la vigilia, en el que destellos del pasado adquieren una realidad no totalmente onírica. Boyd concluyó su trabajo.

—¿Mrs. Lavette? —dijo él suavemente—. Debe firmar esto. Su ama de llaves y yo serviremos de testigos.

—Oh, sí, me estaba adormeciendo. Me canso con facilidad. —Consiguió incorporarse para poder firmar y rubricar—. Mi estado de salud —le dijo a Boyd, hablando con lentitud y esfuerzo ahora—, es un secreto entre yo y mi abogado. Deberás respetar mi voluntad. No quiero que Barbara lo sepa… todavía no.

—¿Puedo decirle que he estado aquí?

—Aún no. Y, Boyd…

—¿Sí, Mrs. Lavette?

—Mi hija es una mujer extraordinaria. Creo que eres un hombre afortunado.

—Ya sé que lo soy. —Él se inclinó y la besó, notando que la mano de Jean agarraba la suya con inesperada energía.

Después que él se hubo marchado, ella se dijo:

«Me voy. Ya no hay razón para seguir aquí». Sentía dolor, no demasiado, pero era dolor. Tomó dos de las pildoras amarillas que él doctor Kellman le había recetado. Eran muy efectivas y le hicieron sentirse soñolienta. Volvió a sumirse de nuevo en esa cálida situación entre el sueño y la vigilia.

Cuando Barbara fue a ver a su madre unos días más tarde, se dio cuenta de cómo estaba Jean, a pesar de que ésta sólo quiso admitir que sentía cansancio y debilidad. Una hora después, Barbara irrumpió en la oficina de Kellman.

—¡Mi madre se está muriendo! ¿Lo sabe usted?

—Siéntese, Barbara —dijo él—. Por favor, siéntese. —Algo en la voz de él calmó su ira—. Sí, su madre se está muriendo.

—¿De modo que usted ya lo sabe, Milton? ¿Cómo ha podido usted…?

—Su madre cree que hay ciertas cosas que una persona debe hacer sola. Morirse es una de ellas. Ahora, si se sienta y se calma, romperé la palabra que le di a su madre y le explicaré cuál es la situación. No ha sido fácil para mí. —Barbara hizo lo que Kellman le había pedido, y entonces él le explicó el desarrollo de los acontecimientos—. Era sólo mi opinión, Barbara. Consulté con dos de los mejores especialistas del hospital Mt. Zion. Le practicamos biopsias y la pusimos en los rayos X. No es operable y no se le puede aplicar ningún tratamiento. Su madre es una mujer muy vigorosa y fuera de lo corriente, y me exigió que jurara no decir esto a nadie.

Barbara asintió y se le llenó el rostro de lágrimas.

—Cuando la vuelva a ver, por favor, no le demuestre que está enterada. Esto es algo que ella desea vivamente.

Barbara se mostró de acuerdo. Una semana más tarde, Jean murió. Barbara estaba a su lado. Jean se limitó a cerrar los ojos y susurrar:

—Estoy muy cansada. Creo que voy a echar un sueñecito.

—¿Por qué? —preguntó Joshua—. ¿Por qué tengo que ser yo el que encienda el fuego?

Joshua se sentía tolerado. Como hermano menor de Fred, él siempre había tenido la sensación de ser simplemente tolerado.

—Porque hace frío —explicó Fred. Estaba echado, con la cabeza apoyada en el regazo de May Ling.

—Yo encenderé el fuego —dijo Dan.

—Tú no harás nada —le dijo Joshua—. Estás aquí por tolerancia, se te permite que estés entre los que son mayores que tú, para escucharlos. Voy a encender el fuego porque esos dos idiotas —señaló a Sam y a Fred— no saben cómo hacerlo, y aunque supieran, son demasiado vagos.

—¿Es esto realmente un fuego indio?

—Ya estás haciendo preguntas —le advirtió Joshua.

—Tú eres tolerado. No hagas preguntas. —Joshua se había unido finalmente a los mayores.

—Tengo trece años.

—No seas tan duro —le dijo Carla a Joshua, y después le aseguró a Dan que no era realmente un fuego indio—. El padre de Joshua lo construyó cuando era un niño, creo que hace treinta o treinta y cinco años.

—¿Recuerdas la primera vez que hicimos un fuego aquí? —le preguntó Sam a Carla—. Yo no tendría más de diez años, y parece que hace una eternidad… y treinta años…

—El sentido del tiempo es algo muy subjetivo —les dijo Fred—. Para un crío, un día es una eternidad. A la edad del joven Danny, un mes es un período de tiempo largo, muy largo. A nuestra edad ya es cuestión de años, aunque éstos aún nos parecen muy largos. Pero ¿sabéis?, cuando hablé con la abuelita Jean antes de que muriera, me dijo que cuando retrocedía en sus recuerdos medio siglo, era como si sólo hubiera transcurrido un momento.

—Hace medio siglo —dijo Sam—. Mil novecientos dieciocho. Eso es mucho, pensar que mil novecientos dieciocho fue sólo hace un momento.

—Todo esto es muy inquietante —dijo Carla, acercándose a Sam—. No me gusta pensar en estas cosas. Me asustan.

—Mi querida niña —dijo Sam rodeándola con un brazo—. No tengas ningún temor. Siempre serás joven y hermosa.

—¿Qué es eso de querida niña, Samy? Soy tres años mayor que tú.

—Ya lo sé. Por eso nunca te he pedido que te cases conmigo.

—Tú eres un ligón muy experto, ¿verdad?

—No, querida, Freddie es el experto en ligues.

—De cualquier modo, no pienso casarme… nunca.

—¿Por qué? —preguntó May Ling.

—Tengo mis razones.

—En lo que se refiere a mujeres, Freddie es el prototipo de saltamontes. Nos hemos dado de plazo un año. Si para entonces él todavía quiere, bueno, pues a lo mejor. Si no, seguiremos tan amigos.

Ahora las llamas ya despedían resplandor. Fred se acercó al fuego y entonces exclamó:

—¡Maldita sea, Josh! ¡Ya has vuelto a traer esas asquerosas pastillas de malvavisco! No volverás a asarlas y a ofrecérnoslas… Sería inmoral.

—Nostalgia —dijo Joshua.

—A mí me encantan las pastillas de malvavisco asadas —dijo Danny.

—Mi hermano es la única persona simpática que hay aquí —dijo May Ling—. Y lo maltratáis. Pobre abuela Jean. ¡Vaya una pandilla de depravados descendientes!

—¡Oh, no! —protestó Dan—. Están fríos.

—¿Qué querías decir, al llamarme saltamontes?

—Sólo estaba aludiendo a tus tendencias poligámicas.

—La poligamia, querida, es un estado de matrimonio múltiple. Nunca he estado casado, ni una sola vez.

—Por la gracia de Dios —dijo Sam.

—Usted, caballero —dijo Fred—, es un santurrón impostor.

—Entre otras cosas.

—¿Quién quiere una pastilla de malvavisco? —ofreció Joshua.

—Aparta eso. Sólo con verlo me pongo enfermo.

—De cualquier modo, Carla —dijo May Ling—, eso de que no te casarás nunca es bastante extremado. ¿Cómo puedes saberlo?

—Si hubieses visto tantas esposas mexicanas como yo, maltratadas, golpeadas y preñadas cada nueve meses, pensarías igual que yo. Estoy trabajando en la «Seaside Repertory Company», y me pagan sesenta dólares a la semana, y la cosa no me va mal. Y si Hollywood decide alguna vez emplear mexicanos, entonces tendré mi oportunidad.

—Te gusta compadecerte a ti misma —dijo Sam—. ¿Por qué diablos siguen llamándote mexicana? Tu familia está en el Norte de California desde hace siete generaciones. Podrás ser chicana, pero no eres más mexicana que yo.

—¡Chicana! ¡Chicana! —exclamó Carla—. Vosotros los anglos lo tenéis todo bien, con excepción de un poco de cerebro y sensibilidad.

Sam se inclinó sobre ella y la besó.

—Perdóname, pero yo no soy anglo. Soy un semita, ¿cómo podría ser un anglo?

—Sí, como yo soy china.

—Yo sí que soy china —dijo May Ling.

—Yo no —dijo Dan—. Tengo pecas. Los chinos no tienen, pecas.

—Ha hablado la voz de la sabiduría —observó Freddie—. Resulta un hecho interesante comprobar que conforme nos vamos haciendo mayores alrededor de este fuego, más idiotas son nuestras conversaciones. A este paso, cuando tengamos cuarenta años, farfullaremos babeando.

—Así sucederá con los descendientes de los pioneros —admitió Sam—. Los Levy y los Lavette cruzaron este gran continente y plantaron su semilla en las verdes colinas de California. No sabían qué clase de fruto nacería.

—Los dos sois completamente absurdos —decidió May Ling—. Claro que podía esperarse esto. Cualquiera que nos observase, digamos hace diez años, advirtiendo nuestras características mutuas, y después nos llamara «manada de lobos»… bien, tendría que ser absolutamente tonto. ¿Os lo imagináis? «Manada de lobos».

—¿Os llamabais así? —preguntó Dan—. Fantástico. La manada de lobos.

—¿Quién quiere una pastilla del malvavisco? —preguntó Joshua.

—¿Quién inventó ese nombre? —quiso saber Carla—. No lo recuerdo.

—Fui yo —respondió Fred, suspirando—. Tenía entonces afición a leer a Jack London. Bueno, uno vive aquí y lee a Jack London, ¿qué otra cosa se podría esperar?

—Freddie, esto es muy noble y honrado por tu parte —dijo May Ling—. Si dejas de enamorarte de todas las rubias explosivas que ves, me casaré contigo.

—No he estado enamorado de nadie en seis meses. Me estoy volviendo tan serio y triste como Sammy. ¿Quieres dejar de comer esas porquerías? —le dijo a Josh—. Reventarás como un globo.

El sol poniente rozaba ahora la cumbre de las colinas que había frente al valle ahora ya en sombras. La tonalidad dorada y rojiza del cielo era tan asombrosamente hermosa que todos ellos dejaron de hablar. Aquellos colores duraron sólo unos momentos. Fue como tocar un gran interruptor de la luz, con lo cual se quedó a oscuras el Valle de Napa. A sus pies, se veían luces en las viviendas de Higate, y sobre sus cabezas empezaron a aparecer las estrellas.

—Éste es el lugar más hermoso del mundo —dijo suavemente May Ling.

—Es el único lugar en el que he sido feliz —dijo Carla—. Fuera cuentan ellos. Siempre cuentan ellos. Aquí sólos contamos nosotros. Pero somos un fraude. Subimos aquí y pretendemos que el exterior no existe. Intentamos hacernos pasar por niños al venir a este lugar, pero ya no somos unos niños. Ruby dejó de ser un niño cuando lo asesinaron en Vietnam, y Sammy dejó de ser un niño en Jerusalén; en cuanto a Fred, eso le pasó hace mucho tiempo en el Sur. ¿Y May Ling y yo? También hace mucho tiempo. Y ahora vosotros tres estáis ya en las listas del Ejército y tenemos que contar cada maldito día hasta que decidan llamaros. Y yo trabajo en esa asquerosa «Seaside Repertory Compan›» y cada semana me dicen: «Ten paciencia, Carla, y haremos algo español uno de estos días, de modo que sé buena chica y mecanografía scripts y apunta a los actores». ¡Español! ¡Siete generaciones en este país y tengo que esperar una obra española!

Carla se echó a llorar, y Sam la aproximó más a su cuerpo, acariciándole el cabello. Carla no era muy locuaz. Esta noche era la primera vez que Sam había presenciado en ella semejante torrente de palabras y llanto. Él le secó las lágrimas, la besó y susurró:

—Vamos, chiquita. Eres amada. Profundamente amada.

—He oído —dijo Joshua con tristeza—, que van a empezar a llamar a filas a universitarios.

—¡Hombre! —exclamó Sam—. Eso es precisamente lo que necesitamos escuchar ahora.

—Bueno, hay que pensar en ello.

Después permanecieron en silencio durante un tiempo, mientras oscurecía cada vez más. Joshua, que comprendía haber metido la pata, avivó el fuego y se puso a mirarlo fijamente. Él ya había decidido que si lo llamaban a filas, iría, pero también consideraba que no tenía objeto decirles eso a los demás, o tratar de explicarles por qué debía ir. Joshua sabía el dolor que le causaría a su madre, pero era algo inevitable. Estaba lejos de ser capaz de explicárselo a otra persona, pues le costaba trabajo explicarse a sí mismo los motivos para incorporarse al Ejército y, posiblemente, para ir a Vietnam. Todo ello tenía algo que ver con el hecho de que su padre había tomado parte en la invasión de Normandía, había luchado en suelo francés, siendo gravemente herido, y al acabar la guerra era mayor del Ejército de los Estados Unidos, condecorado. Adam nunca hablaba acerca de la guerra, pero Joshua sabía todo aquello, del mismo modo que sabía que el hermano de Adam, cuyo nombre le habían puesto a él, había muerto en el Pacífico en la misma guerra. Asimismo estaba al tanto de que su abuelo, el viejo Jake, había peleado en Francia en 1917 y 1918. Aquello no tenía nada que ver con ninguna proclividad militarista o agresiva por su parte; era el más pacífico de todos ellos; era algo profundamente arraigado en su mente, como algo inevitable. Si aquél iba a ser su destino, pues de acuerdo. Él iría hasta el final. No estaba en desacuerdo con Fred y Sam; él sabía muy bien cuál era su camino.

Sam estiró el brazo y le tocó el hombro.

—No te preocupes, chico. Correremos nuestra suerte.

—No somos realmente unos fraudes —dijo Fred. Había estado pensando en las espontáneas palabras de Carla—. Nosotros no hemos hecho este mundo. Nos han traído a él, y hacemos las cosas de la mejor manera que sabemos. De pronto, ya hemos dejado de ser niños: somos gente adulta, y si tenemos algo de sensibilidad y miramos a nuestro alrededor, comprobamos que el mundo es una porquería. Desde el Vietnam hasta esos cretinos de Washington, es todo una mierda, pero me pregunto si alguna vez ha sido diferente. El otro día estuve hablando con unos promotores de urbanizaciones, antes de que el abuelo los echara. Han estado comprando tierras de viñedos por todo el valle para construir casas. Por supuesto, Jake dice que los enviará al infierno o se arruinará antes de vender una hectárea de terreno de Higate. Bueno, no hay peligro de que nos arruinemos, pero sobre nuestras cabezas pende una espada de Damocles. Jake, papá y mamá quieren que las cosas sigan igual que están, pero esa forma de pensar es un poco infantil, ¿no?

—Por eso se enfadaban tanto cuando fumábamos hierba —dijo May Ling—. En cambio, no decían nada si bebíamos vino. Siempre hemos podido beber vino. Pero la hierba era algo nuevo.

—Ya no. Es curioso, no he vuelto a pensar en los porros en años. —Sam movió la cabeza—. Por otra parte, en este valle la cosa es así. Si dices una sola palabra contra el vino, te linchan.

—Desde luego —admitió Fred.

—En los, días de la Prohibición, cuando el abuelo Jake compró estas tierras, no se podía beber vino ni licor en todo el país —comentó Joshua—. Es irreal, completamente irreal.

—Hay que olvidar el pasado —dijo Fred—. Ahora las cosas están mejor. —Se situó de forma para poder mirar a May Ling. A la luz del fuego, el rostro de la muchacha parecía un camafeo de marfil cincelado.

May Ling le tocó la cara y después le pasó un dedo por los labios.

—Querido muchacho —dijo ella dulcemente—, hablas demasiado. Si encuentras una esposa, hablarás hasta matarla.

—Ya he encontrado una.

—Ya veremos.

—Tengo una idea —dijo Fred—. Cenemos los cuatro en la ciudad la semana que viene.

—¿Y yo qué? —preguntó Joshua.

—La semana que viene, hermano, tú estarás de regreso en Stanford estudiando viticultura. Sin embargo, si puedes encontrar una dama aceptable a los ojos de tus mayores y no te importa conducir, nos alegrará que vayas con nosotros.

Dan, echado sobre el estómago, con la barbilla apoyada en las manos, respetuosamente silencioso, escuchaba a las dos jóvenes mujeres y a los tres jóvenes con asombro y admiración. Estaba agradecido de que hubiesen admitido su presencia. Algún día… sí, algún día. Todo sería posible algún día.

El mundo siguió girando, y llegó la primavera de 1968. En San Francisco, Lynda Johnson Robb, la hija del presidente, fue expulsada de un tranvía por comer un helado. Esto tuvo más repercusión que un terremoto acaecido meses más tarde en Irán, y que mató a doce mil personas. En Menphis, Tennessee, Martin Luther King dijo:

—Esta noche soy feliz. No me preocupa nada. No temo a ningún hombre. Mis ojos han visto la gloria de la llegada del Señor.

Al día siguiente, fue asesinado por James Earl Ray. Fue una época de asesinatos. Dos meses después, Robert F. Kennedy, candidato a la Presidencia de los Estados Unidos, fue asesinado en Los Ángeles por Sirhan B. Sirhan, un jordano. En Vietnam, como había sucedido otras veces antes, comenzaron unas conversaciones de paz. El 28 de abril hubo otra manifestación en favor de la paz en San Francisco. En Oakland, un hombre golpeó a su mujer porque se había incorporado a una organización pacifista femenina.

En San Francisco, en la casa de Barbara en Green Street, Boyd Kimmelman se aflojó el cinturón, se retrepó en su asiento y dijo lleno de satisfacción:

—¡Diablos! Eres una magnífica cocinera, Barbara. ¿Dónde lo aprendiste? ¿O es un don natural?

—Nada se recibe de forma natural. Aprendí en París, y me costó horrores, pues era una chica que no sabía ni hervir un huevo.

—Has encontrado el camino para llegar al corazón de un hombre. ¿Has estado alguna vez en Malibú?

—¿Por qué me haces una pregunta tan tonta?

—Jim Bernhard, que es un viejo amigo, cliente y últimamente un productor cinematográfico de mucho éxito, tiene una casa en la Colonia Malibú, que es una zona muy postinera de la Playa de Malibú. Tiene que estar ausente durante un par de semanas, y me ha preguntado si me gustaría ir allí y utilizar la casa mientras él esté fuera. Tiene un ama de llaves, de modo que no tendríamos que hacer nada más que comer, dormir y pasear por la playa.

—Parece bastante tentador.

—No te veo muy convencida.

—Ya he estado allí. No me gusta del todo la gente de ese lugar.

—Supongo que te referirás a cuando estuviste trabajando en Hollywood. Hace diez años. Del modo como son las cosas allí, probablemente no reconocerás ni un solo rostro.

—Eso coincide con las vacaciones de primavera de Sam, pero me imagino que él tendrá pensado ir a Higate. La organización puede prescindir de mí durante unas pocas semanas. Vayamos.

—Maravilloso. ¿Qué te parece si cogemos la vieja Carretera 1 y pasamos una noche en Big Sur?

Pasaron en Malibú dos semanas muy tranquilas. No asistieron a ninguna fiesta, tampoco recibieron a nadie, y se limitaron a saludar con la cabeza a la demás gente de la colonia. La casa era lo bastante grande como para que dos personas estuviesen cómodas. Bernhard se había marchado unos días antes de que ellos llegaran, y su ama de llaves, una mujer vieja mexicana, los aceptó con simpatía, sobre todo gracias al excelente dominio que Boyd tenía del idioma español. La mujer dio por supuesto que ellos estaban casados, y no hicieron nada para que se llevara un desencanto en este sentido. Llevaron puestos pantalones téjanos, pasearon descalzos por la playa, y en ocasiones se aventuraron a bañarse en las frías aguas del océano. Por las noches permanecían sentados frente a la chimenea; a veces hablaban, otras leían o jugaban al backgammon. Dejaron establecido que no pondrían la televisión ni leerían periódicos.

Una noche, sentados delante de la chimenea, Boyd observó que sus relaciones eran cada vez mejores.

—Los dos tenemos más de medio siglo a nuestras espaldas, pero aún formamos una buena pareja. Parece que no nos ponemos nerviosos, y para ser una pareja con cincuenta y pico años, nuestra vida sexual es muy aceptable. Respetamos nuestra mutua independencia, y por encima de todo eso, estoy completamente enamorado de ti y no puedo concebir tener a nadie más a mi lado.

—¿A qué conduce todo esto?

—No lo sé. Estaba pensando en que podríamos casarnos y con seguridad seríamos muy felices.

—Probablemente.

—Nunca te lo he explicado, pero tu madre me pidió que fuera a verla cuando Kellman le dijo que su enfermedad era mortal.

—¿Hizo eso? ¿Por qué?

—Para efectuar algunos cambios en su testamento. Nada importante. Pero me pasé la tarde con ella, y hablamos mucho. Fue la primera vez que hablé largo rato con ella.

—Pero ¿por qué te llamó a ti y no a Harvey Baxter?

—Jean dijo que Harvey era como una vieja, y que no quería verlo llorar sobre su colcha.

—Sí, mi madre era así. ¿No te pidió también que cuidaras de su pobre hijita huérfana?

—¿Jean Lavette? Vamos, Barbara.

—Me pregunto que cuál es el motivo de esta repentina petición de matrimonio. Hace meses que…

—He creído que debía esperar un tiempo apropiado después de la muerte de tu madre. Aquí y ahora parece la situación adecuada.

—Supongo que sí. Por otra parte, ¿qué diferencia supondría? No soy muy buena como esposa. Uno de mis matrimonios duró dos años, y el otro menos de un año. Pero tú y yo, ¿cuánto tiempo hace que dura lo nuestro? Creo que ya son ocho años.

—Es verdad. Me disgusta hacer preguntas, pero ¿qué vas a hacer esta noche?

—Por otro lado, hay un elemento de incertidumbre que probablemente ambos necesitamos.

—¿Ah, sí?

—Pregunta.

—¿Cómo quieres decir, pregunta?

—Eres encantador y muy inteligente, Boyd, pero no muy rápido de reflejos. Pregúntame qué voy a hacer esta noche.

—Muy bien. ¿Qué vas a hacer esta noche?

—No mucho, pero estoy cansada de permanecer sentada aquí delante del fuego como una vieja. Vayamos a dar un paseo por la playa.

Se pusieron sus jerseys, y, cogidos de la mano, caminaron por la playa, contemplando el movimiento de las olas. La luna estaba llena y brillante, iluminando la noche, y en medio del oleaje había un solo pescador que estaba arrojando su sedal.

—No es que la familia vaya a acabarse —dijo Barbara—. Parece que Freddie va a casarse con May Ling cualquier día de estos. Y Sam está encandilado, según dicen, de Carla Truaz, una hermosa chiquita chicana a la que habrás visto por las oficinas de mi organización.

—¿Muy hermosa, cabello negro, ojos oscuros y que se parece a Natalie Wood?

—¡Vaya! Veo que te fijas.

—¿Quiere Sam casarse con ella?

—No creo que Sam esté aún dispuesto a casarse con nadie. Todavía tiene que sentar la cabeza y debe acabar sus estudios de Medicina, y después el Ejército se apoderará de él si esta loca guerra no ha terminado. No creas que tiene tan claro lo de su matrimonio.

—Eso es algo que tú no has entendido de mí —dijo Boyd—. Hace veinte años, cuando fui por primera vez a Washington para defenderte de aquel podrido asunto del Congreso, me enamoré. Desde entonces hasta ahora, a la única que he querido ha sido a Barbara Lavette. Ahora ya te tengo, y cada día temo perderte.

Ella dejó de caminar, se volvió hacia él y lo besó.

—Mi pobre y querido Boyd. Nunca tenemos a nadie. Ésa es la gran ilusión, ¿no crees? Ni siquiera nos tenemos a nosotros mismos. Intentamos aferrarnos desesperadamente a otros porque tenemos miedo, y en este mundo de locos, ¿qué persona cuerda podría vivir sin temor? Yo ya no entiendo de amor. Es la palabra más prostituida y corrupta del léxico humano. Pero confiar en alguien, saber que estará ahí cuando lo necesites, bueno, eso es fantástico. Eso es lo que siento con respecto a ti, Boyd, y estoy segura de que tal sentimiento no cambiará.

Boyd reflexionó sobre esto unos instantes. Después dijo:

—Creo que me bastará para ser feliz.

Siguieron caminando. Ambos consideraron que se había dicho todo lo que se debía decir. Después, como ya empezaba a hacer frío, se dieron la vuelta y regresaron a la casa.