Cuatro
La muerte del sargento Rubio Truaz, nacido en el Valle de Napa, en el norte de California, un chicano de veintiún años, fue presenciada por millones de personas. Tales son los portentos de nuestro tiempo y la maravilla de la Televisión. El sargento Truaz estaba de patrulla. O quizá todavía no de patrulla, pues las cámaras de televisión no se desplazan con las patrullas. O posiblemente la patrulla empezaba su servicio, o lo acababa. Ese extremo nunca quedó suficientemente claro, pero lo que sí resultó muy claro es que la cámara, cargada con película de color, enfocaba al sargento Truaz cuando la bala lo alcanzó. La bala dio a una granada que colgaba del cinturón de Truaz, y la granada estalló, haciendo arder al sargento Truaz de pies a cabeza. La granada incendiaria lo envolvió en fuego verdoso, y el micrófono de la Televisión recogió sus desesperados aullidos de dolor mientras se retorcía y rodaba por el suelo hasta que dos de sus camaradas consiguieron ponerle encima un saco de dormir y apagar las llamas. Después se dijo que aquellos aullidos fueron un efecto especial puesto en la banda sonora de la película para aumentar el efecto, pero esto no fue cierto. Los gritos pertenecieron al sargento Truaz; eran de él y bien de él, y siguieron durante siete minutos hasta que un médico le administró una inyección de morfina, lo cual seguramente no consiguió apenas calmarle el dolor. Unos minutos más tarde perdió el conocimiento, y al cabo de una hora, falleció.
Pasaron la película por diversas cadenas de Televisión, sin identificar al soldado en cuestión, y a esto siguieron muchas protestas airadas procedentes de diversos sectores, acusaciones y réplicas, pero no fue la primera ni tampoco la última vez que se hizo esto en la guerra del Vietnam. Los cámaras arriesgaban sus vidas para conseguir imágenes de los hombres en acción, para de este modo llevar directamente la guerra a las salas de estar de todos los norteamericanos. Y, ¿qué mejor exponente de la lucha en el frente que ver a un hombre alcanzado por una bala o un fragmento de metralla?
Y ya que la película fue tomada en unas condiciones de máxima tensión nerviosa, fue imposible detenerse para enterarse del nombre, graduación o cualquier detalle relativo a un desventurado, sin mencionar el cúmulo de dificultades que el cámara habría encontrado para enterarse de los nombres de cada uno en el Ejército o con los marines.
Así, pues, sucedió que la muerte del sargento Truaz, una extraordinaria visión de lo que la guerra puede ser, un increíble reportaje, fue presenciada por millones de personas. Entre esas personas estaba May Ling.
Barbara se encontraba en un cóctel aquella noche, de modo que se libró de ver aquel trivial incidente en una guerra de grandes dimensiones que conmovía, impresionaba, horrorizada, desconcertaba, enfermaba o entretenía a tantos millones de conciudadanos. Ella había acudido a Nueva York en esta primavera de 1966 para la publicación de su nuevo libro, La esposa del presidente. El libro fue publicado el once de mayo, el día en que el Gobierno de los Estados Unidos dio a conocer su respuesta oficial al Gobierno de la China continental en lo relativo al empleo de armas atómicas. El Gobierno de China había propuesto al Gobierno de los Estados Unidos que cada país se comprometiera a no utilizar nunca armas nucleares contra el otro. Para los chinos resultaba muy fácil hacer semejante propuesta; los expertos en estadísticas habían elaborado un estudio, utilizando las últimas calculadoras, que demostraba que era tal el número de chinos que si se les debía combatir con armas no nucleares, sería imposible matarlos con la suficiente rapidez como para dejar sin efecto el índice de natalidad. ¡Vaya con lo de renunciar al empleo de las armas nucleares! El Gobierno de los Estados Unidos se negó, indignado, y esta negativa fue condenada por mucha gente, incluyendo al senador Robert F. Kennedy. Un crítico literario preguntó si Barbara no se estaba uniendo al carro de los antigubernamentales, lo cual se había convertido en algo característico de los sesenta. Ostensiblemente. El crítico siguió: «Miss Lavette ha escrito un libro sobre una mujer; pero, en realidad, su novela es un duro ataque a la Presidencia y al método mediante el cual los norteamericanos eligen a la cabeza de su Ejecutivo. Si la Presidencia está sujeta, según da a entender Miss Lavette, a un proceso que requiere tales características como un malsano deseo de poder, indiferencia a las necesidades de los demás, y la incapacidad para manifestar normales pruebas de afecto, entonces, sin duda, nos hallamos ante una grave situación. Pero Miss Lavette se presenta con unas credenciales dudosas. ¿Quién es esa esposa de presidente acerca de la que escribe?».
Sí, ¿quién era en realidad? Los críticos acogieron el libro con ciertas reticencias. ¿Se trataba del presidente Lyndon Baines Johnson? ¿No recogía ella el eco, utilizando el privilegio de la ficción, del horrísono grito surgido de millones de gargantas?, preguntando: «Eh, eh, L. B. J., ¿a cuántos chicos has matado hoy?».
Su editor, Holden Greenway, un hombre obeso de aspecto balzaquiano, de explosivas y pintorescas emociones, no se mostró en absoluto preocupado.
—El libro se está vendiendo como rosquillas. Oh, te adoro, Barbara Lavette, y te diré algo de los críticos. El crítico es como el eunuco en el harén. Observa cómo copulan un día y otro, y él, pobre y miserable bastardo, sabe que nunca podrá hacerlo. De todos modos, tú quieres reunirte con ellos. Constituyen un grupo en el que hay de todo; algunos son realmente buenos, y están mezclados con tipos mediocres. Ten en cuenta que no creen en nada que esté más allá del río Hudson. De modo que vamos a celebrar un cóctel literario de sabor anacrónico, y cuando vean a la hermosa mujer que he incorporado a mi catálogo, cambiarán de parecer. La nuestra es una sociedad que se rige por la estética.
—En tal caso, será mejor que me mires dos veces —dijo Barbara—. Soy un ama de casa madura, y no ningún portento estético.
La fiesta se celebró en el apartamento de Greenway, en Sutton Place. Fue el primer cóctel literario de Barbara en más de veinte años. Se hizo la convocatoria para las cinco, pero a las seis, los únicos presentes aparte Barbara eran Greenway y sus dos hermanas, Kate, que tenía cincuenta años, y Sylvia, que tenía cincuenta y tres. Ambas eran bastante obesas, llevaba largas faldas de raso de color marrón, y el cabello recogido sobre la cabeza.
—Son unas buenas chicas y les gusta mucho la literatura —le susurró Greenway a Barbara—. Son muy románticas y su vida está marcada por la tragedia. Estaban prometidas a dos jóvenes que se alistaron en las Fuerzas Aéreas canadienses; servían en el mismo bombardero cuando fueron derribados con el aparato en llamas sobre Alemania. La tragedia es tan estúpida como el amor y el honor, y frecuentemente igual de ridicula. Adoran el recuerdo de sus muertos. Eso es mucho mejor que estar casadas con algún necio corredor de Bolsa. —Él le decía todo esto en voz baja y con una amable sonrisa—. Por supuesto, estoy mintiendo. Están casadas con unos necios corredores de Bolsa que vendrán más tarde. Ellas siempre llegan primero, porque recuerdan el nombre de todo el mundo. No se ponga nerviosa, mi querida Barbara, porque, dentro de media hora, habrá aquí cien personas. Nadie será lo bastante ingenuo como para llegar con menos de una hora de retraso.
Él tenía razón. La sala se llenó por completo, y todas las celebridades fueron presentadas a Barbara una detrás de otra. Las dos hermanas Greenway recordaban todos los nombres. Greenway, por su parte, se retiró a un rincón y se dedicó a beber a conciencia.
—Los que lo conocen, lo rehúyen —le dijo Kate a Barbara—. Se vuelve insultante, rudo, e insoportable. Pero es un gran editor. Hará maravillas con su libro, querida.
—Mi impresión particular —dijo el director de orquesta sinfónica, hablando a Barbara por la otra oreja—, es que usted ha escrito acerca de la esposa de Johnson.
Al tratar de negar esto, las palabras de Barbara quedaron ahogadas por una comparación entre el presidente Johnson y el emperador Tiberio. Un pequeño escritor, de voz chillona, se quejó de que estaban detractando al mejor hombre que se había sentado en la Casa Blanca en toda la Historia. Barbara renunció a intentar dar opinión alguna. La enorme sala estaba llena de gente.
—Ha escrito A sangre fría —le dijo alguien a ella—. La habrá leído, claro.
—Cactus Flower.
—No, no es original…, es una especie de traducción.
—Ésa es Jacqueline Susan —le dijo Sylvia—. Ya le he presentado a Jacqueline Susann. ¿O no lo he hecho? No suelo cometer tales errores.
La alta rubia que estaba frente a Barbara, le dijo:
—No me mire como si fuera una extraña. Soy su alter ego. La interpreté a usted en la película.
Barbara, muy alarmada, pensó: «Conque es ella, y nunca vi esa condenada película».
Desde su rincón, Greenway acudió en su rescate, llevándose aparte a la rubia.
—Vamos, preciosa, cuando estás borracha y patosa como yo, una copia te servirá igual que el original.
Un hombre barbudo que había escrito un libro sobre el asesinato de Kennedy, se acercó mucho a ella y le echó el aliento.
—Mire, Miss Lavette, el tema de hoy es el asesinato, el crimen, el nuevo camino para alcanzar el poder.
Barbara fue rescatada por una mujer de gruesos senos y de nariz ganchuda que llevaba un largo y holgado vestido de algodón. Condujo a Barbara fuera de la multitud, situándola en un rincón de la estancia en el que apenas había gente.
—El rescate es el elemento clave en estos ritos tribales locales, conocidos también con el nombre de cóctel literario. Si su editor no estuviera como una cuba, lo habría recordado.
—Ya lo ha hecho. Me ha rescatado una vez. He estado a punto de quedar en ridículo ante la estrella de Hollywood que me interpretó a mí en la película basada en mi libro. Nunca he visto esa película. —Barbara se echó a reír—. Realmente, nunca he asistido a ninguno de estos cócteles… Ah, bueno, sí creo que asistí a uno, pero hace ya mucho tiempo y no se parecía a éste. Es maravilloso.
—Horriblemente maravilloso.
—Exacto.
—Permítame que me presente. Nos presentaron hace media hora, pero usted no me recuerda. ¿Cómo podría hacerlo? Me llamo Netty Leedan y soy la autora de El enigma femenino, y usted es la persona con la que deseo hablar desde hace años. Por fin nos hemos encontrado, y no voy a dejar escapar esta oportunidad.
—Por supuesto —admitió Barbara—. Oh, esto es estupendo. He leído su libro y he releído fragmentos de él. Es sensacional.
—¿Está usted de acuerdo conmigo?
—En el fondo, usted no quiere que me muestre de acuerdo. En realidad, el libro ha hecho que me analice a mí misma, pero ¿sabe una cosa? Usted pretende cambiar el mundo. Yo ya lo he probado. No es posible.
—Cambiará. Créame, Barbara. ¿La puedo llamar así? Llámeme Netty. La he leído a usted y acerca de usted durante años. Existe un viejo dicho según el cual cuando la hora de una idea ha llegado, ésta es irresistible; es cierto, y ésta es la hora de la revolución de la mujer. Está ahí. En el aire. El movimiento feminista será el gran movimiento de nuestro siglo.
—¿Lo cree usted en realidad? Pero ¿por qué?
—Quizá porque todo lo demás ha fallado, porque hemos tocado fondo… No, ésa no es la razón. Pero sí en parte. A lo mejor es por esta sucia e injustificable guerra en la que nos hemos metido. Hay un mundo de mujeres observándola, en sus salas de estar, en las pantallas de sus televisores… Un testimonio vivo de cómo los hombres han fracasado. Quizá nosotras también fracasemos, pero nunca se nos ha dado la oportunidad para intentarlo.
—No —admitió Barbara—, nunca hemos tenido una oportunidad para intentarlo. No lo podríamos hacer peor que ellos, ¿verdad?
—Desde luego.
—Éste no es un lugar adecuado para conversar. ¿Por qué no almorzamos juntas?
—¿Cuánto tiempo se quedará usted en Nueva York?
—Unos pocos días.
—Mañana, entonces. ¿Está usted libre? —Ella anotó una dirección en un pedazo de papel—. Aquí, a las veinte treinta.
Posteriormente, Greenway se dirigió a Barbara.
—Ya he visto que Netty Leedan la ha acorralado a usted. Borracho, puedo definirla como una imbécil. ¡Diablos! Usted no necesita relacionarse con gente así, reprimida sexual.
—A lo mejor sí —dijo Barbara. Ella dudó que estuviera tan bebido como aparentaba—. Sí, creo que sí.
Ella se puso seria. Pasaba a Greenway más de cinco centímetros y miró con cierto desprecio a un hombre que tenía en sus manos buena parte de su vida creativa. De todos modos, se preguntó si su propia reacción, sus sentimientos, eran en realidad de desprecio o de simple indiferencia.
La dirección que Netty Leedan le había dado era de la Calle 54, junto a Madison Avenue, un lugar llamado «The Women's Exchange». Era un restaurante grande y agradable, completamente lleno, en su mayoría por mujeres, aunque en algunas mesas un hombre acompañaba a una mujer. Netty levantó el brazo para que advirtiera su presencia, y Barbara fue a reunirse con ella.
—La comida no está mal —dijo Netty, después de que hubieron pedido lo que deseaban—. En realidad, es muy buena. Pero no se trata de la calidad de la comida. Creo que en verdad vendría aquí sirvieran lo que sirviesen. La organización que dirige esto se creó hace años, en una época en que una mujer con un niño y sin hombre, casada o sin casar, no tenía ningún sitio a donde ir. Nada de ayuda social, ningún apoyo y la caridad brillando por su ausencia. Este lugar enseñó a las mujeres a trabajar en casa, cosiendo, bordando, y vendían lo que hacían. Oh, no tenía mucha importancia, con excepción de que a veces significaba la diferencia entre vivir o morir. En nuestro mundo de hoy esto ya no tiene lugar, pero me gusta comer y recordar.
—Nunca se me ocurrió —dijo Barbara lentamente— que en nuestro país hubiera algo semejante. Me resulta muy interesante comprobar cuántas cosas he ignorado.
—Sin embargo, usted ha sido consciente de muchas cosas, y ha escrito acerca de ellas. Yo he hecho poco comparada con usted. Usted, aun siendo una mujer, ha luchado en el mundo de ellos.
—No se puede luchar en el mundo de ellos. Lo máximo que se puede hacer es arañar sus límites. Siempre es a pesar de y nunca a causa de. Hagas lo que hagas, siempre se tiene en cuenta que eres una mujer. Y no crea ni por un momento que no ayudan el trasero y las tetas. No suelo hablar suciamente; aborrezco ese tipo de expresiones y me causan sumo malestar; pero ¿cómo expresarlo? Señora, me gustaría follar con usted… Oh, sí, eso suma muchos puntos a favor de una, y te permite entrar y salir de lugares en los que nunca lo harías si tuvieras mal tipo y el rostro con acné. Tengo cincuenta y dos años, y una pequeña ventaja de mi edad es que, en lo sucesivo, conseguiré las cosas con otras virtudes, o no haré nada en absoluto.
—Usted es todavía muy atractiva. ¿Quiere decir que no ha tenido ninguna relación sexual con Greenway?
—No, ese hombre no me gusta, y creo que él lo sabe. Y el libro se está vendiendo bien.
—Sí, se vende bien. Usted es una celebridad. ¡Diablos! Lo ha sido usted durante años. Mire, voy a quedarme en la ciudad unos días extra. Vamos a tener una reunión en «Carnegie Hall», el primer gran mitin que hemos organizado. Si la cosa funciona, será el comienzo verdadero, y finalmente tendremos un movimiento feminista digno de consideración. Tengo la firme impresión de que éste es el momento oportuno, y la necesitamos a usted. Quiero poder dar la noticia de que Barbara Lavette pronunciará el discurso de apertura…
—¡Oh, no! Soy muy mala oradora. No pretenda que lo haga. Sólo he pronunciado un discurso una vez en toda mi vida, hace muchos años, en lo de Sarah Lawrence. Y mis cuerdas vocales se paralizaron…
—Usted puede hacerlo.
—Por favor.
—No, créame, puede hacerlo.
Finalmente, Barbara dejó que la persuadiera, y durante los siguientes dos días escribió y volvió a escribir su discurso de diez minutos, lo ensayó ante el espejo, lo releyó con disgusto, trató de no asustarse ante lo que debería afrontar. Posteriormente llamó a Netty Leedan y le rogó que la disculparan; la mujer le dijo que era demasiado tarde, que ya se había anunciado su intervención por Radio y Televisión, así como en la Prensa.
A última hora de la tarde del día del mitin, Sally telefoneó desde Napa para comunicarle a Barbara la muerte de Rubio Truaz en Vietnam.
Después de aquello, en la siguiente hora, Barbara permaneció sentada en la habitación del hotel, sola y sin hacer nada. No leyó, ni casi pensó; sólo estuvo sentada. Más tarde se cambió de ropa para acudir al acto y recorrió a pie las pocas manzanas que separaban su hotel de «Carnegie Hall». Se dejó el discurso en el hotel.
«Qué extraño —pensó ella—, qué extraño me resulta hacer esto».
No estaba en modo alguno segura de por qué estaba allí, sentada en el estrado, entre una fila de mujeres, de cara a una gran sala de congresos llena en su casi totalidad por mujeres, aunque había una buena representación de hombres. Tampoco comprendía por qué estaba tan profundamente conmovida. La emoción la atenazaba interiormente, y notó que estaba a punto de echarse a llorar. Aquello no hubiera resultado apropiado, en modo alguno, y luchó por apartarse de sí misma, intentó comprender el significado del momento y del lugar, algo ajeno a ella. Nunca había estado antes en «Carnegie Hall». ¡Era un lugar inmenso! ¿Y cómo era que se había llenado con tantas mujeres? ¿Es que había surgido una nueva y misteriosa corriente en este momento de la historia de la Humanidad? Intentó poner en orden sus ideas, trató de concretar qué iba a decir, de establecer un orden de temas…, pero fue inútil. Algún embrujo la había hecho retroceder a los recuerdos de su juventud: las soleadas calles del París anterior a la Segunda Guerra Mundial, los árboles en floración, los amplios bulevares. Oír su propio nombre la arrancó de sus ensoñaciones. Netty Leedan la estaba presentando. Barbara se puso de pie y provocó una cerrada ovación al dirigirse al pódium. Se situó ante el micrófono, mirando a la audiencia.
—Había escrito un discurso —dijo al público una vez cesaron los aplausos—. Pasé dos días escribiéndolo y volviéndolo a escribir, y lo digo esto para que no crean que soy totalmente irresponsable al estar aquí sin siquiera un pedazo de papel. Tampoco quiero dar la impresión de que soy tan buena oradora que pueda permitírmelo; no lo soy. Éste es el segundo discurso que he pronunciado en toda mi vida, y el anterior tuvo lugar hace más de veinticinco años. Sin embargo, hace unas horas ha sucedido algo que me ha hecho comprender que no podía venir aquí y leer lo que había escrito acerca de las injusticias que sufrimos las mujeres. Sólo puedo referirme a lo que ha sucedido de modo que les ruego que me ayuden a compartir el sufrimiento.
Hizo una pausa. La audiencia la contemplaba atentamente. Los ojos de Barbara iban de un rostro a otro. ¿Eran extrañas… o hermanas? Netty Leedan las había llamado hermanas. Barbara pensó que a las únicas mujeres que había considerado hermanas, unidas a ellas por vínculos más fuertes que los de la sangre, eran las mujeres que había conocido en la cárcel. Apartó aquello de su mente. Debía hablarles y decirles lo que había sucedido.
—Mi padre, Dan Lavette, era hijo de inmigrantes italianos. Era pescador. En San Francisco, donde vivo, hay un lugar llamado Nob Hill; es un lugar, pero también un símbolo de éxito y poder. Mi padre se enamoró de una hermosa mujer que vivía en Nob Hill; ella se llamaba Jean Seldon, y era hija de una familia muy acaudalada y poderosa de banqueros. Jean Seldon, mi madre, es una mujer muy notable, pero entonces, hace tantos años, ella fue un producto de su tiempo y una víctima de su época…, igual que lo fue mi padre. Mi padre luchó mucho por alcanzar la riqueza y el poder, y en este proceso, mi madre lo perdió. La separación entre ellos se fue agrandando con el tiempo. Mi padre se unió a una amante: una china que se llamaba May Ling. Digo china, aunque en realidad su familia llevaba dos generaciones en los Estados Unidos. Pero ustedes hubieran tenido que conocer el San Francisco de entonces para comprender que haber nacido allí no significaba nada ante los ojos de los blancos. May Ling era una mujer encantadora e inteligente, muy bien educada, que hizo muy feliz a mi padre. Mi padre se divorció de mi madre en 1929, y, unos pocos años más tarde, él y May Ling se casaron.
»Les explico todo esto no por ningún deseo irreprimible de revelar la enredada historia familiar de los Lavette, sino porque sirve de preámbulo a lo que me ha sucedido hoy. Mi padre y May Ling estaban en las islas Hawai cuando el ataque contra Pearl Harbor, y May Ling murió a consecuencia de ello. Su muerte fue tan absurda y trágica como cualquier muerte en cualquier guerra. No, quizá más absurda, porque cuando la guerra mata a una mujer o a un niño, el asesino en particular queda camuflado por toda la eufemística racionalización e hipérbole patriótica con las cuales los hombres justifican las matanzas masivas que periódicamente hacen padecer a la raza humana.
»Mi padre y May Ling tuvieron un hijo, mi hermanastro, Joseph Lavette, que es médico y ejerce su profesión en la localidad de Napa, en el norte de California. Joe se casó con la hija de la familia propietaria de las «Bodegas Higate», en el Valle de Napa, y el primer fruto de su matrimonio, una niña, recibió el nombre de May Ling, como la madre de Joe. De nuevo les ruego que me disculpen si parece que estoy divagando, pero debo explicar esto de la única manera que sé hacerlo. En Higate, igual que en la mayor parte de las bodegas de California, la mayoría de los trabajadores son mexicanos. Los llamo mexicanos sólo para identificarlos, puesto que muchas de estas familias han vivido en California desde hace generaciones, algunos incluso antes de que los yanquis llegaran allí. El capataz de Higate es un hombre llamado Cándido Truaz, un chicano, tal como llaman a esos mexicanos nacidos en los Estados Unidos, y su hijo era un joven llamado Rubio Truaz. Rubio y May Ling se enamoraron. May Ling tiene diecinueve años, y es una chica hermosa y esbelta. Rubio tenía unos pocos años más, era estudiante en Berkeley. En circunstancias normales, los estudiantes universitarios están exentos del servicio militar, pero nada es normal cuando las reglas se aplican a los chícanos, y hace dos años, Rubio Truaz fue llamado a filas. Tres meses atrás, su unidad fue enviada al Vietnam, y a partir de entonces, cada noche, May Ling veía la televisión, con la esperanza de captar alguna imagen de Rubio Truaz. Hace unas pocas noches, su paciencia se vio recompensada. Ella lo vio. Lo enfocó la lente de una cámara cuando una bala alcanzó una granada que llevaba prendida en su cinturón. La granada estalló, y el muchacho quedó envuelto en fuego, pereciendo de esta forma espantosa y terrible, mientras la jovencita que lo amaba contemplaba el espectáculo.
»Hoy, la esposa de mi hermano, Sally, la madre de May Ling, me ha telefoneado para explicarme lo que ha sucedido. No sé si el daño causado a esa chiquilla será tan grande como el daño causado al hombre que amaba. Pero, después de hablar con mi cuñada, me di cuenta de que todo cuanto había escrito para leerlo aquí esta noche, carecía de importancia. Toda la importancia del mundo estaba en esa jovencita, mi sobrina, y que todos los símbolos característicos de la condición femenina estaban resumidos en el sufrimiento de May Ling. No sé qué resultará del mitin que se va a celebrar esta noche, y realmente ignoro si puede llegar a haber un movimiento feminista lo bastante poderoso para arreglar todo lo que los hombres han estropeado en este mundo. Sin embargo, ellos son las víctimas…, mucho más víctimas de lo que hemos sido nosotras jamás. Cuando nos esclavizaron, ellos se ataron a su propia locura, y allí, en Vietnam, somos testigos del último demencial resultado del machismo.
»Así, pues, estoy agradecida, muy agradecida por esta oportunidad para hablarles. He dicho que no sé si podremos crear un gran movimiento feminista. Ahora digo que deberemos tenerlo, porque todo lo demás ha fracasado. Hemos heredado ese fracaso. Hemos heredado toda la agonía y toda la locura, y de algún modo deberemos arreglarlo. Sin nosotras no hay Humanidad. Sale de nuestras entrañas. Debemos liberarnos de esta anacrónica esclavitud, y al hacerlo así, al menos nos quedará la débil esperanza de que podremos liberar a toda la Humanidad. Las mujeres siempre hemos rogado que cada guerra fuera la última. ¡Ya es hora de que dejemos de rogar y de que tengamos la seguridad de que ésta es la última guerra!
Un avión que despegó temprano de Nueva York llevó a Barbara al aeropuerto de San Francisco, llegando a eso de las once de la mañana. De regreso en su hogar, examinó el montón de cartas que había recibido en su ausencia. Encontró una carta de Sam, dejó las demás a un lado, y la abrió ansiosamente.
Querida mamá:
El semestre ha concluido hoy…, justo a tiempo para ver qué queda de un cerebro sometido a un excesivo trabajo, y poco dispuesto a emprender de nuevo la tarea. Muy a menudo recuerdo mis cuatro años de aprendizaje de francés en el instituto, y nuestras horas de brillante conversación en dicho idioma. Es muy natural que acabara en la Universidad Hebrea de Jerusalén. El hebreo, querida madre, no es un idioma, sino una forma de tortura judía, y dos años de dedicación a la lengua hebrea creo que me animarían a hacerme episcopaliano recalcitrante. Pero todo esto ya te lo he contado antes, y para ser completamente sincero, mi hebreo no es malo. Lo leo con facilidad, y cuando lo escucho con atención, puedo comprender la mayor parte de lo que dice un israelí. Hablan en frases, y nunca han oído acerca de la teoría de que debería haber espacios entre las palabras. Bueno, ya está bien. Mis notas son bastante buenas, y me he convencido de que en este lugar se da la mejor formación médica del mundo. Bueno, ya veremos.
Por otra parte, estoy preocupado por tu consejo de que permanezca en Israel durante el verano. Ya sé cómo te sientes con lo relativo a la incorporación a filas, pero dado que me registré antes de marcharme, estoy legalmente en este país, y según he oído, no llaman a quintas a los estudiantes universitarios. De cualquier modo, diría que soy objetor de conciencia, y si crees que es más fácil ser pacifista aquí que en los Estados Unidos, estás equivocada. He tenido muchas más discusiones sobre este particular de lo que puedes imaginarte. Aquí hay muchas cosas buenas, pero el pacifismo no es una de ellas. Siento nostalgia del olor a la bahía, de las colinas, de nuestra casa en Green Street, de ti. Hace un año que falto de casa. Ya sé lo que piensas de la guerra, y sé lo que la guerra le ha hecho a tu vida, pero ¿crees que eres realista en este aspecto?
Muy bien, he dicho lo que tenía que decir, y no es tan malo como parece. La madre de Freddie piensa igual que tú, y como yo, está destinado al exilio. Llegará de París el mes que viene, y vamos a recorrer este lugar a pie, palmo a palmo. Esto me causa emoción, porque durante dos años, con excepción de mi viaje a casa el año pasado, no he levantado la vista de los libros ni de las ranas, sapos y conejos que he estado disecando. Dos años, y todavía no conozco el país. Freddie se interesará por el vino israelí, que a él le parece horroroso, y estoy de acuerdo con él, y ambos nos dedicaremos a echar ojeadas lujuriosas a las chicas israelíes. Y recuerda: prometiste venirme a ver en setiembre, y espero que cumplas tu palabra.
Con todo cariño,
Sam.
Al estar sola, Barbara se permitió dar rienda suelta a su llanto, y después se encontró mejor. Una hora más tarde, estaba en su coche en dirección a Napa. No hizo más que detener el vehículo delante de la casa de su hermano cuando se abrió la puerta y May Ling salió corriendo a abrazarla.
—¡Querida tía Barbara! Estoy tan contenta de verte. Acabo de leer tu nuevo libro. Es sensacional. Me ha gustado mucho. Y ahora estás aquí en carne y hueso. ¿Querrás dedicarme el ejemplar? ¿A mí?
Sonriendo, radiante de satisfacción, May Ling cogió del brazo a Barbara y la condujo hacia la casa.
—Te quedarás a cenar, ¿verdad? No te irás a marchar.
Sally estaba dentro, esperando, cuando las dos entraron. Ella movió la cabeza ligeramente y se llevó un dedo a los labios.
—Si quieres que Barbara se quede a cenar, May Ling, tendremos que alimentarla. De modo que sé un ángel, ve al pueblo y compra un brazuelo de cerdo en casa de Schutz. Tamaño medio. Dile que lo cargue en nuestra cuenta.
—¿Ahora, madre? Tía Barbara acaba de llegar…
—Seguirá aquí cuando vuelvas.
Cuando May Ling se hubo ido, Sally llevó a Barbara a la oficina de Joe. Sonrió ligeramente cuando la besó.
—Bien venida a casa, hermana. Vivimos en un mundo maravilloso, ¿verdad?
—No lo comprendo, se la ve tan feliz.
Joe miró a Sally y movió la cabeza desolado.
—Siéntate —le dijo Sally a Barbara—. Debes escucharlo todo.
—¿Quieres decir que ha sido un error? —preguntó Barbara—. ¿Ha sido otra persona?
—Ha sido Rubio Truaz. Déjame explicarte lo que sucedió esa noche. Todos estábamos sentados en la sala de estar; todos excepto Danny. Él estaba en la cama, gracias a Dios. May Ling estaba viendo religiosamente las noticias de las diez en punto, siempre a la espera de captar una imagen de Ruby. Joe estaba leyendo. Yo miraba la televisión a ratos, sin mucho interés. Odio las escenas de guerra, pero miré cuando las pasaron. No podría describírtelo. Fue demasiado horrible, demasiado espantoso. Esas cámaras que tienen ahora pueden tomar un primer plano sin que el operador se mueva de su sitio; no sé cómo podía estar allí y conseguir que su cámara rodara. Creo que para eso les pagan. Era Ruby, sin lugar a dudas. Por supuesto, miré a May Ling…
—El caso es que —dijo Joe— ninguno de nosotros dijo ni una palabra. Sally abrió la boca aterrorizada, y yo la miré. Después dirigí la vista a May Ling.
Tenía el rostro completamente blanco, los puños cerrados, el cuerpo rígido. Lo primero que pensé es que había sufrido alguna clase de ataque. Incluso se me ocurrió que podría tratarse de epilepsia, una de esas reacciones instantáneas que uno tiene, pero no presentaba tales características. Yo nunca miré a la pantalla, jamás vi el horrible espectáculo.
—Por lo cual debes dar gracias —intervino Sally—. Joe dijo algo, no recuerdo qué, y yo me quedé paralizada, mirando fijamente a May Ling. Después la niña se levantó de un salto y fue corriendo al cuarto de baño. Yo me precipité tras ella, claro está, y Joe me siguió. Él aún no sabía de qué iba la cosa. May Ling se había inclinado sobre el lavabo y vomitaba convulsivamente. La rodeé con mis brazos, y ella siguió vomitando. Después se enderezó, sujetándose el estómago con las manos. Joe seguía sin enterarse de nada, llenó un vaso con agua del lavabo y le dijo a May Ling que se aclarase la boca. Ella así lo hizo. Después su padre le recomendó que bebiera agua, lo cual hizo ella muy obedientemente. Luego ella dijo en ese tono lastimero característico de los niños:
»—Gracias, papá. Ha debido de ser uno de esos curiosos virus de los que hablas. De pronto me he sentido muy mal.
—Yo no tenía aún ni idea —confesó Joe—. Creía que podría haberlo causado algo que había comido. Quise llevarla al consultorio para reconocerla. Pero Sally me dijo que no, que todo cuanto necesitaba era echarse y descansar. Cuando Sally habla en ese tono de voz, yo no discuto.
—La acompañé arriba —dijo Sally—. Ella se desvistió y se metió en la cama. Me rodeó el cuello con sus brazos, me besó y después dijo algo relativo al pobre papá, que parecía tan preocupado, y que debía decirle que estaría bien por la mañana, y que no podía ponerse enferma porque le había prometido a Ruby que seguiría con salud y exactamente tal como estaba hasta que él regresara de Vietnam. ¡Horripilante! ¡Oh, créeme, horripilante! Me quedé allí, y cinco minutos más tarde, ella se durmió profundamente. Así fue.
—¡Pobre niña! —exclamó Barbara—. Pero ¿qué significa eso?
Joe movió la cabeza en señal de negativa.
—Tú eres doctor, Joe.
—Sí, ya sé de qué se trata, y lo he discutido con los de psiquiatría infantil. No es una reacción muy común en jóvenes de su edad. Tiene casi diecinueve años. Esto se da más frecuentemente en la prepubertad, es como una especie de amnesia infantil. La mente recibe un impacto terrible, y como defensa, la propia mente lo bloquea. Es como si la cosa nunca hubiera sucedido. El único problema es que otra parte de la mente sabe que la cosa ha sucedido, y la defensa de May Ling puede derrumbarse.
—¿Cuándo?
—Hoy, mañana. Han pasado cinco días y puede estar a punto de producirse. El cuerpo de Ruby llegó a San Francisco ayer. Creo que se lo debemos decir hoy.
—Me da tanto miedo eso —dijo Sally.
—Me alegro de que estés aquí, Bobby. Ayudarás a estabilizar las cosas.
—Creo que se lo debería decir Bobby, yo soy muy cobarde —confesó Sally.
—Pero, entonces, ¿qué pasa? —preguntó Barbara—. ¿Lo recordará ella?
—Lo extraño es que sí recuerda —dijo Joe—. La mente no es un bloque compacto. Sería conveniente que se lo di jeras tú, Bobby. Regresará dentro de unos minutos. Si quisiéras hacerlo…
—¿Dónde está Danny?
—Estará haraganeando en la escuela, de modo que no regresará hasta después de las cuatro.
Sally llevó a la cocina la carne para asar cuando regresó con ella May Ling.
—¿Necesitas ayuda, mamá?
—La pondré en el horno y vuelvo con vosotros.
Al contemplarla, Barbara estaba desconcertada. ¿Cómo podía recordar, y al mismo tiempo no recordar? ¿Saber y no saber?
—Ven, siéntate aquí conmigo —dijo Barbara, dejándose caer en el sofá. May Ling tomó asiento a su lado, y Barbara acarició su suave cabello negro.
—Estoy muy contenta de tenerte aquí. No puedes imaginarte lo extraño que es leer un libro y después tener al escritor precisamente delante de tus ojos, especialmente si es tu tía. Debo hacerte cien preguntas…, pero, por supuesto, no me dirás quién es la esposa del presidente.
—Porque es un producto de mi imaginación, querida.
Joe entró en la sala, y se las quedó mirando.
—Pero, antes de hablar de eso, querida, debo decirte algo muy importante…
En este momento apareció Sally y tomó asiento con mucho cuidado delante de ellas.
—… algo muy triste.
May Ling se volvió para mirar a Barbara; toda la satisfacción desapareció de su rostro, sus oscuros ojos se humedecieron por el llanto. Entonces Barbara se dio cuenta de que ya había llegado el momento, que su mente se había unificado, aceptando el recuerdo de lo sucedido. La chica se puso de pie, se quedó así en silencio, durante un prolongado instante, y después se acercó a Sally, se puso de rodillas ante ella, apoyó la cabeza en el regazo de su madre y permaneció así, sollozando.
Aquella misma noche, cenando en su casa de Higate, Adam Levy descubrió otra faceta del carácter de su esposa. Eloise era una mujer encantadora; no era una pose que ella adoptara: había sido así desde niña. A muchos les parecía que siempre quería justificar ante los demás su propia existencia. La gente insensible decía de ella que sus maneras respondían a un clisé. A ello contribuía su clara piel sonrosada e infantil, su naricilla respingona, la boca semejante a un arco de Cupido y los bucles rubios que no necesitaban teñido ni permanentes. Su primer esposo. Tom Lavette, la había despreciado y maltratado. Adam la adoraba, y en veinte años de vida matrimonial apenas nunca le había levantado la voz. Eloise, por su parte, seguía siendo siempre la misma: una mujer amable y gentil cuyas únicas armas eran la indefensión y la vulnerabilidad. Pero esta noche, en la mesa, a la hora de cenar, se dirigió a su esposo con inesperada firmeza.
—Adam, debo discutir algo de la máxima importancia.
—¿Ahora, o más tarde?
—Ahora, creo, porque quiero que Joshua oiga lo que tengo que decir.
—Muy bien. Suéltalo.
—Joshua ha ido hoy a registrarse en el Ejército.
—¿Sí? Bueno, tenía que llegar. Tiene dieciocho años.
—¿Es eso todo lo que tienes que decir? —le preguntó ella fríamente—. Cándido ha traído hoy mismo el cadáver de Ruby. El ataúd está en su sala de estar…
—Cariño, eso ya lo sé. He pasado con Cándido toda la tarde. No creas que soy tan insensible a lo que ha sucedido. Pero ¿qué tiene que ver esto con lo de Joshua? Todos los chicos tienen que pasar por lo mismo. A Freddie le pasó igual.
—¡No creo lo que estoy oyendo!
—Mamá, tranquilízate —intervino Joshua—. Lo que papá quiere decir es que por haberme registrado no me voy a ir automáticamente al Ejército.
—Sé muy bien lo que eso significa. Quiero que los dos os enteréis de una cosa: ninguna fuerza en la Tierra conseguirá que mi hijo vaya al Ejército.
—Eloise, estamos muy lejos de eso.
—¿De veras? Dejadme que os recuerde una cosa. Vuestro abuelo, el padre de la abuela Clair —dijo ella, mirando gravemente a su hijo—, murió en la Primera Guerra Mundial. Era capitán de un buque de municiones que voló en pedazos en el mar del Norte. El abuelo Jake estuvo en aquella guerra, y sobrevivió por milagro. Sí, él me lo contó —dijo ella cuando Adam la miró con incredulidad—. Ralph Cassala fue herido y casi murió. En la Segunda Guerra Mundial, murió el hermano de tu padre, y mi propio hermano murió en Corea, y los dos hombres que amó tu tía Barbara y que pudieron proporcionarle una vida feliz, el tipo de vida que yo he tenido, pues los dos murieron en esas locas guerras. Es suficiente. Nuestra familia ha pagado un precio bastante alto, y no estoy dispuesta a enviar a un hijo mío a esa demencial carnicería. Ya sé que parezco enfadada y un poco histérica, y eso es porque estoy muy enfadada e histérica, y lo que me encoleriza más es que los dos estáis ahí sentados burlándoos de mí. ¡Eso no me gusta! Ruby Truaz era uno de los mejores muchachos que he conocido. ¿Por qué debía morir? ¿Qué sentido ha tenido su muerte?
Se produjo un profundo silencio. Ni Adam ni Joshua habían visto nunca así a Eloise. Aquello resultaba increíble. A Joshua se le ocurrió hacer un comentario inane.
—Pero, mamá, Ruby estaba en el Ejército. Esas cosas pasan.
—¡Oh! —estalló ella—. ¡Los dos sois una pareja de imposibles estúpidos!
La situación parecía irreal. Miraron a Eloise en silencio. Ella exhaló un profundo suspiro y habló con mucha calma.
—Quiero que me hagáis una promesa. Os lo digo muy en serio, y he tomado una decisión. O me dais vuestra palabra de que Joshua nunca irá al Ejército, o abandonaré esta casa esta noche.
Padre e hijo se miraron desconcertados.
—¿Qué podemos hacer? —le preguntó finalmente Adam a su mujer.
—Varias cosas. Podemos enviar a Joshua al Canadá. Lo podemos esconder si resulta necesario. Si nos lo proponemos, hallaremos muchas soluciones. Quiero que me lo prometáis.
De nuevo reinó el silencio. Al cabo de un rato, Joshua habló.
—De acuerdo, mamá, te lo prometemos.
Ella se volvió a Adam.
—Bueno… sí, si es algo tan importante para ti.
—¡No lo dudes! —Después, repentinamente, se echó a llorar, se levantó de la mesa y corrió hacia la cocina.
—Nunca había oído antes a mamá hablar de esta forma —le dijo Joshua a su padre, en voz baja—. Está realmente trastornada.
Adam asintió.
—¿Crees que habría sido capaz de abandonarnos?
—No lo sé —respondió Adam—. Realmente no lo sé.
—Mamá —le dijo Barbara a Jean—, ¿puedes quedarte quieta un momento, sentarte?
Recorriendo su sala de un extremo a otro, Jean contestó:
—Necesito tomar una copa.
—Entonces toma una. ¿Te la preparo?
—No. —Se volvió hacia Barbara—. ¿Sabes que desde la muerte de Danny, tu doctor Milt Kellman considera que soy una propiedad personal suya, y que debe mantenerme viva a toda costa? No quiero que me conserven viva. Tengo setenta y seis años. ¡Si supiera algún modo realmente elegante de acabar con esto, no lo dudaría un instante!
—¡Qué tontería! ¿Quieres hacer el favor de sentarte? ¿Qué ha pasado? ¿Es que Milt te ha dicho que no bebas más?
—Exactamente. No es que no me parezca razonable su consejo, pero no puedo dejar de beber. Me sucede algo terrible. Voy a vender esta casa. Es algo demencial que una vieja viva sola en este gran establo. Y me trae recuerdos. ¡Oh, odio los recuerdos! Hace más de medio siglo que Danny la construyó.
—Quizá deberías viajar otra vez…, durante un tiempo.
—Me aburre. He estado en todas partes a donde he deseado ir. No podría viajar sola, y creo que el pobre Stephan ya no podrá viajar más. —Tomó asiento y se quedó mirando fijamente a Barbara—. Tiene cáncer de intestino.
—¡Oh, no!
—Bobby, ser una vieja es un mal asunto… Es como estar en una fiesta más tiempo del debido, mientras tus anfitriones se mueren de ganas porque te vayas…
—Hoy tiene un mal día, ¿verdad? Eso de Stephan es horrible, pero tú estás llena de vida y aún eres atractiva.
—Tomaré una copa. Todo esto de la úlcera es una tontería. ¿Quieres tú otra?
—Desde luego.
—Sólo vino. Si le dijera a Milton que he tomado un cóctel, se enfadaría.
—¿Quieres que vaya a buscar yo la botella?
—Puedo hacerlo sola. —Se fue en busca del vino—. ¿Blanco? Sí, creo que sí. Si ves a Stephan, no le digas nada. No quiere que nadie lo sepa, pobrecillo. Lo operarán dentro de unas semanas. —Le entregó a Barbara su vaso—. ¡Salud y felicidad! Es el mejor de Higate, y muy bueno. Adam me envía una caja cada mes. Me estará eternamente agradecido porque por mí conoció a Eloise. Dicen que el matrimonio es imposible, pero el de ellos rompe la regla, ¿no es así?
—Sin duda.
—Oh, echo en falta a los chicos. ¿Regresarán Freddie y Sam?
—Hasta que termine esta maldita guerra, creo que no. ¿Por qué no vas a Israel? Los dos están pasando el verano allí.
—No es mala idea. No sé qué haré, Bobby. Oye, dime, ¿cómo está sobrellevando May Ling la muerte de ese chico del que estaba tan enamorada… se llamaba…?
—Rubio Truaz.
—Ah, sí. Era mexicano, ¿verdad?
—Un chicano. Le dolió mucho, pero supongo que, con el tiempo, lo superará.
—Bueno, quizás haya sido así mejor.
—¡Madre! Hay veces que me desconciertas…
—Bobby, no me refiero a la muerte del muchacho. Lo que pasa es que no era adecuado el uno para el otro.
—¿Cómo lo sabes?
—¿Por qué me levantas la voz, Bobby? No he dicho nada tan terrible. No veo que pudieran hacer pareja esa niña y un chicano, como tú lo has llamado.
—¿Es que tú no hiciste buena pareja con el hijo de un pescador italiano?
—No me perdonas una. Estás decidida a despojarme de todos mis prejuicios. Ya apenas me quedan.
Barbara no podía enfadarse con su madre. Jean pertenecía a una época y a un lugar. La época ya había pasado para siempre, y si ella vendía la casa de Russian Hill, una de las últimas viejas mansiones, entonces el lugar también se desvanecería.
—Te quiero mucho, mamá —dijo Barbara, besando a Jean.
—Eso me llena de alegría. Ahora dime, ¿cómo has encontrado Nueva York?
—Emocionante y maravilloso. Y quiero explicarte cómo me ha ido allí.
Cuando Barbara hubo acabado de contarle a su madre su viaje a Nueva York, Jean movió la cabeza con pesar.
—Querida Barbara, eres maravillosa. Nunca cambiarás. Aún te propones dar de comer al hambriento y cambiar el mundo.
—Nada tan elevado. Sólo aporto mi granito de arena.
—¿Y crees realmente que las mujeres conseguirán algún tipo de igualdad?
—Si luchan por ella… Somos la mitad de la raza humana.
—Los pobres, según me recuerdas tú algunas veces, constituyen la mayoría de la Humanidad, pero no sé que hayan podido arreglar mucho su situación.
—Esto es diferente.
—Sí, siempre lo es. —Ella ahora sonreía, contemplando a su hija—. Estuve hablando con Grace Pettyborn el otro día. Ya sabes, colabora de vez en cuando en el New York Times, lo cual la sitúa en la élite de los muy intelectuales. Te llamó Miss Beata Dos Zapatos. Por supuesto, tiene razón, pues tú vives con ambos pies firmemente plantados en el aire, aunque en este mundo, el peor de los mundos posibles, menos mal que existen unos pocos locos como tú. Mira, cuando estoy tan deprimida que nada me consuela, recuerdo que eres mi hija y pienso que, al menos, he hecho algo bueno. ¿En qué estás metida ahora, Bobby?
—Voy a detener esta asquerosa guerra, lo cual será mi pequeña contribución al movimiento feminista.
—¡Oh! ¿Y lo harás tú sola?
—No, tendré ayuda.
—Te echaré mucho en falta si vuelves a ir a la cárcel. Estás completamente loca.
—Ya he pensado en eso. Pero me pregunto si estoy más loca que cualquiera. Será la menopausia, o quizá por estar ahora sola.
—No, tú siempre has sido de este modo —dijo Jean moviendo la cabeza.
—Madre, ¿cuál es tu situación económica?
—Ésta es una pregunta muy rara. Tengo todo el dinero que pueda llegar a necesitar. ¿Por qué me lo dices? ¿Necesitas alguna cantidad?
—Ahora mismo, no. A lo mejor más adelante.
—¿Cuándo te pongas a intentar detener la guerra?
—Algo así.
—Barbara —dijo Jean—, esto no me gusta. Pareces estar bastante cuerda, pero las apariencias engañan. Tienes cincuenta años…
—Cincuenta y dos años, madre.
—Bueno, pues, cincuenta y dos. Resulta casi increíble que te deba sermonear en plan de madre. Hace veinte años te habría aconsejado que buscaras un buen hombre, te casaras con él, tuvieras hijos y vivieras como la mayoría de la gente.
—Ya lo hiciste, madre.
—Sí. Hoy eso no arreglaría el problema. Querida, las guerras no pueden ser detenidas. Forman parte de nuestro modo de vida, como la muerte y los impuestos. Nada de eso puede ser detenido, cambiado o mejorado. No sé lo que estás pensando o planeando, pero ¿por qué no te conformas sólo con vivir y ser razonablemente egoísta? El resto de la Humanidad vive de esa manera. ¿Por qué no escribes otro libro? ¿O enseñas en algún colegio? ¿O das conferencias? ¿O te dedicas a la equitación? ¿Y si yo te regalara un caballo? A ti siempre te han gustado los caballos.
—Madre, no he montado a caballo en veinticinco años.
—No sueles olvidar las cosas.
—Eres encantadora, madre, y te adoro.
—Estas bonitas palabras no cambian nada. Bueno, he dicho todo lo que nodía decir. ¿Cuánto dinero necesitas para ese insensato plan tuyo?
—No lo sé… todavía.
—Por supuesto, tu madre tiene toda la razón —le dijo Boyd Kimmelman—. No es que estés loca en el sentido legal o médico de la palabra. Si mataras a alguien me costaría Dios y ayuda demostrar ante el tribunal que estás loca.
—Gracias. No tengo intención de matar a nadie, de manera que puedes dejar descansar tu mente.
—Por otra parte, estás completamente desconectada de la realidad. Según he entendido, vas a iniciar cierto tipo de movimiento feminista para acabar con eso del Vietnam. Debes saber que existen al menos doscientas organizaciones con los mismos propósito y fines. No tienes más que leer el periódico por la mañana para ver el éxito que están teniendo.
—Ya lo sé —admitió Barbara—. Comprendo a qué te refieres, y a veces me pregunto por qué hago lo que hago. ¿Por qué no vivo al margen de eso? Mi propio hijo está a salvo por el momento. Después de que acabemos de almorzar, si te convenzo para que me dediques unas horas, podríamos ir a dar un paseo por el parque. Los dos nos gustamos y tenemos bastante dinero para vivir agradablemente. En lo relativo a la condición humana, las cosas siempre han sido de este modo, y creo que seguirán así. El enero pasado, el presidente Johnson nos dijo que, durante un año, sólo se nos ha muerto mil trescientos chicos en Vietnam. Dios sabrá cuántos heridos o inválidos habrá habido. Pero no son mis hijos. Siempre son los hijos de otros, ¿verdad? El presidente anunció que el enemigo había tenido treinta y cinco mil muertos, pero tampoco son nuestros chicos, de modo que ¿por qué deberían turbar mi sueño? No lo sé. Honradamente no lo sé. Estoy segura de que si Mr. McNamara estuviera aquí podría argumentar muy brillantemente sobre las razones de que siga este horror. Claro está, no puedo detener la guerra. No soy completamente imbécil, ni tampoco tengo delirios de grandeza. Y no deseo volver a la cárcel. No te puedes imaginar lo que me aterra pensar en la cárcel.
—No —dijo Boyd lentamente—. Tú eres como eres. Si fueras de otra manera, ya no serías Barbara, ¿verdad?
—No puedes imaginarte lo más mínimo lo pesado que resulta ser Barbara.
—Yo no pienso así. Seamos prácticos. Lo que vayas a hacer… Bueno, supongamos que lo realizas. Ahora no es igual que hace quince años. El McCarthysmo ya ha pasado. No irías a la cárcel. Por otro lado, si haces algo deberá ser públicamente, y la gente que colabore contigo deberá entender bien esto. Hay un importante aspecto legal acerca de todo esto: no estamos en guerra. El Congreso nunca ha votado una declaración de guerra contra Vietnam. Esto es una acción presidencial, de espantosa magnitud, pero, sobre el papel, sólo eso. De modo que no quebrantarías ninguna ley. Creo que intentes lo que intentes, no lograrás nada, pero lo digo porque soy un cínico abogado de edad madura y cansado.
—Quizá tienes razón.
—Y a mí me encantaría tener la tarde libre e ir a pasear por el parque contigo.
Fueron al Jardín de Té Japonés y tomaron asiento en un banco, mirando a la maravillosa pagoda roja de cinco pisos. Barbara no había estado nunca en Japón.
—Algún día me gustaría hacer el viaje… Japón, China.
—Te llevaré —dijo Boyd.
—Puede esperar. Lo dejaremos para los años de nuestra vejez, si es que no has encontrado una esposa para entonces.
—Yo no quiero esperar a los años de la vejez.
—Mi madre y Stephan Cassala recorrieron toda Italia, como dos distinguidos y viejos ciudadanos. Creo que disfrutaron. Ahora Stephan se está muriendo de cáncer.
—Lo lamento sinceramente.
—Sí, supongo que no se puede decir otra cosa. He oído que si un soldado muere en el campo de batalla, el que sobrevive es recompensado, y después surge el sentimiento de culpabilidad. Antes preguntabas por qué hago lo que hago. Tengo mi propio sentimiento de culpabilidad.
Él no quiso seguir con aquello. Kimmelman sabía de los sentimientos de culpabilidad de ella. No tenía objeto hablar del asunto.
Stephan Cassala estaba solo cuando Barbara entró en su cuarto del hospital. Estaba impresionantemente delgado; sonrió complacido.
—¡Cuánto me alegro que hayas venido, Barbara! Por favor, siéntate. —Ella le traía un tiesto de violetas africanas. Había otras flores en la habitación, pero no de esa clase—. Me encantan, mi madre solía cultivarlas —dijo Stephan—. ¿Sabes? Mi hijo Ralph ha estado aquí. Se acaba de marchar hace unos minutos. Me hubiera gustado que lo hubieras visto.
«Ya lo veré en el funeral», pensó ella sin querer. Reflexionó acerca de lo perverso y despiadado que puede ser un pensamiento. ¿Era ella tan insensible, fabricaba fríamente pensamientos y emociones? ¿Es que no le surgía nada como una respuesta natural del fondo de su corazón? Dejó las violetas, se aproximó al lecho y besó al enfermo en la mejilla.
—¡Vaya! Esto es maravilloso —dijo él—. Gracias, Barbara.
—¿Cómo te encuentras?
—Me calman el dolor —respondió él, encogiéndose de hombros—. No vale la pena engañarse, Barbara. Se ha metastatizado, como ellos dicen. Estoy echado aquí pensando que moriré muy pronto… Bueno, no es tan terrible. Desde luego, es terrible, pero en cierto modo no lo es. No sé si esto tiene mucho sentido. Tu madre ha estado aquí cada día. Los tres meses que pasamos juntos en Europa fueron los más felices de toda mi vida. Esto no es deslealtad a Danny, ¿verdad?
—Oh, no. Claro que no.
—¿Sabes? Hace mucho tiempo, allá por mil novecientos treinta, mi padre tenía un Banco. Creo que habrás oído hablar de él, el «Bank of Sonoma». Era un Banco pequeño, no como el de los Seldon. Bien, pues, un día nuestros depositarios nos asediaron con la intención de sacar sus fondos. Aquello nos destruía. Yo me volví loco pensando en la manera de salvar la situación. Danny y su socio, Mark Levy, tenían los grandes almacenes allí en Market Street. Yo acudí a ellos, y me entregaron todo el dinero en metálico que tenían disponible: alrededor de treinta mil dólares. Nunca pudimos devolver el préstamo, y ellos jamás lo reclamaron.
Le costaba mucho hablar.
—No te fatigues —le dijo Barbara.
—Yo sólo pretendí hacer un poco más feliz a Jean… Eso no es deslealtad a Danny. La amo tanto, pero ¡Dios todopoderoso!, eso no es un pecado.
—Steve, precisamente por eso te estoy más agradecida de lo que te imaginas. Por favor, descansa ahora. No intentes hablar más.
Stephan Cassala murió nueve días más tarde. Fue enterrado en el cementerio católico de San Mateo. Barbara llevó en coche a su madre al funeral, y estuvo sentada a su lado en la iglesia.
—Fue un hombre adorable —dijo Jean cuando hubo acabado la ceremonia—. Un hombre adorable y encantador. Ahora todos se han ido. Todos.
Sam se reunió con Fred en el aeropuerto de Tel Aviv. A primera vista, los dos se extrañaron de su repectivo aspecto. Se habían engordado. Ambos se habían dejado barba; la de Fred era rizada y su rufo cabello le llegaba hasta los hombros. Sam tenía el cabello y la barba blanqueados por el sol, la piel bronceada, y sus pálidos ojos parecían más pálidos que nunca. Se abrazaron, se besaron y luego volvieron a examinarse detenidamente.
—¡Por todos los santos! Me alegra volverte a ver, primo —exclamó Sam—. Dos años de exilio en el país de los judíos. ¡Vaya sorpresa encontrarme un goy norteamericano blanco bona fide!
—Has sobrevivido muy bien, primo. ¿Qué es todo ese rollo de que te estás quemando las pestañas estudiando? Si anduvieras con libros no estarías tan moreno…
—El curso terminó hace un mes. He estado desperdiciando mi vida por aquí en la playa, como un holgazán.
—¿Y vas de este modo…, con pantalones cortos, camisa y sandalias?
—Así es como voy, primo. Me he redimido bastante, me matriculé en la Universidad Hebrea: dos años para tratar de dominar este increíble idioma, y ahora soy el joven Sammy Cohén, en la ciudad. Tengo alquilada una habitacioncita en la calle Frishman, diez pavos a la semana, está cerca de la playa, y estoy haciendo de las mías. No me mires así. Me lo he ganado. Lo he arreglado para que puedas estar conmigo; sólo unos pocos días, y después nos pondremos en marcha. ¿Es eso todo lo que has traído? —señaló la sencilla bolsa que Fred llevaba consigo.
—Me dijiste que no necesitaría más.
—Desde luego, tienes razón. Aquí no es sitio para ir de etiqueta. Cogeremos un taxi. Después te pondrás la ropa adecuada y nos ocuparemos de que te alimentes.
Para Fred, todo aquello era nuevo, extraño y sorprendente. Pero lo más sorprendente fue para él aquella gran ciudad llena de vida. Había oído decir que Tel Aviv la fundaron en 1909 un puñado de colonos judíos, empezando a construir sobre dunas de arena. No esperaba encontrarse con kilómetros de calles, millares de personas que atestaban las aceras, los autobuses, el denso tránsito, los olores, el ruido y la confusión, las ocasionales casas de estuco junto a elevados rascacielos. Aquello no era hermoso ni poético, pero estaba maravillosamente vivo. La habitación que Sam había alquilado en la pensión de la señora Segal era pequeña, bastante limpia, y fresca, algo muy de agradecer en aquella calurosa ciudad. La mujer había puesto un catre junto a la cama de Sam. Éste le dijo a su primo, en un arranque de generosidad:
—La cama es para ti.
—Eres todo corazón —le dijo Fred—, pero la aceptaré, muchacho. Tú eres el anfitrión.
La señora Segal anduvo cerca de ellos, mirando con desconfianza al alto joven de barba rubia que Sam Cohén le había presentado como su primo. Después que Fred se hubo puesto unos téjanos y una camisa deportiva, ambos se encaminaron a la calle Dizengoff. Tomaron asiento en la terraza de un café y Sam pidió pita rellena con varios productos exóticos, así como cerveza para los dos.
—La cerveza es buena —le dijo a Fred—, y la comida también, si aprecias estas cosas y no buscas una cocina selecta, la cual suele ser asquerosa. Bueno, ¿qué te parece?
—Es un lugar condenadamente interesante. —Mordió la pita rellena—. Esto es bueno. ¿Qué me dices del vino de aquí?
—Olvídalo. En su mayor parte es demasiado dulce, pero si tienes muchas ganas de beber vino bueno, puedes comprar francés o italiano…, pagándolo a buen precio. Yo economizo mi dinero. No he recibido un centavo de mamá desde que estoy aquí. Es una locura por mi parte, y supongo que pagaré las consecuencias.
—¿De qué vives?
—Vendí el barco antes de venir aquí.
—¡Oh, no! Lo vendiste. Eres un tonto. ¿Por qué lo hiciste?
—Así me siento mejor… o algo parecido. De cualquier modo, aborrezco pedirle dinero a mi madre. De esta manera, podré permanecer aquí durante otro año, y después iré a la Facultad de Medicina aquí o bien en los Estados Unidos. La verdad es que regresaría allí ahora mismo, pero a mi madre le enloquece la idea de que me puedan llamar a filas. De acuerdo, eso puedo entenderlo, después de lo que ella ha pasado, y supongo que si eres hijo de Barbara Lavette, tienes que ser pacifista. No me voy a pelear por eso. Pero intenta ser pacifista en Israel. —Señaló a los muchachos que estaban sentados cerca de ellos con sus compañeras; iban uniformados y llevaban la metralleta sobre la rodilla—. Echa un vistazo a tu alrededor.
—Sí, eso ya me ha extrañado.
—Zahel. Eso significa Ejército. Éste es un pequeño país, así que la movilización debe ser instantánea. Les dan un día de permiso y tienen que llevarse las armas consigo. ¡Un gran sitio para ser pacifista! De algún modo se enteraron de que Bernie Cohén era mi padre, y publicaron una gran historia acerca de él en el Post de Jerusalén; dijeron que yo estaba estudiando aquí.
—Sin embargo, como ciudadano norteamericano estás exento, ¿no?
—Lo estoy. Y supongo que, como estudiante, seguiré en las aulas pase lo que pase. Pero aquí no hay nadie exento. Cuando sucede algo, afecta a todo el mundo. Bueno, a mí eso no me preocupa, y también estoy exento en Norteamérica, y si eso hace feliz a mi madre, pues estupendo.
—Y, todo lo demás, ¿cómo te ha ido?
—La cosa ha sido interesante, para ser sinceros. Esto me gusta. Y me encuentro bien. Sí, claro, tengo nostalgia de mi país, a veces lloraría y daría cualquier cosa por estar otra vez en San Francisco. No podría vivir aquí. Creo que no podría vivir en parte alguna en donde no se viera la bahía. Sin embargo, he podido establecer algunas cosas. Tengo un profesor de Historia que me llama Shmuel ha Cohén, que traducido por encima significa Samuel el sacerdote. Y, ¡maldita sea!, he aprendido este idioma. No es que sea un gran idioma, pero es hermoso, sencillo, lógico. Y, hablando de idiomas, esta noche tenemos una cita. Mi chica es israelí, una sabra, que significa nacida aquí; se llama Miriam. Trabaja en el Museo. Su amiga es una estudiante de arqueología de Pittsburgh, que trabaja como voluntaria en las excavaciones que se efectúan al Norte, en Megiddo, y ha venido para hacer unas investigaciones en el Museo durante unos días.
—No te has olvidado de nada, ¿verdad?
—Vamos, Freddie, he hecho lo que he podido. Pasaremos tres días aquí antes de que emprendamos viaje para recorrer el país, y no quiero que te aburras. Ahora, cuéntame algo de ti.
—¿Qué te voy a explicar? Comida francesa y vino francés. Mi francés probablemente no es mejor que tu hebreo, pero he seguido un curso de viticultura. He estado en todos los sitios interesantes: Corbiéres Minervois, Languedoc, Armagnac, Gaillac, Burdeos Cahors. Puedes estar seguro de que soy la mayor en ciclopedia ambulante sobre el tema: Médocs, Graves Champañas, Sauternes, Chablis, Nuits… Podría seguir, lo cual sólo significa que, cuando vuelva a casa seré más inaguantable que nunca. Me he enamorado tres veces. Estuve a punto de casarme con una y gracias a Dios, su padre me odiaba. Hay lugares de Francia en que las chicas aún obedecen a sus padres. He disfrutado mucho. Mi madre está tan revuelta como la tuya con lo del Vietnam. Pero ya está bien. El próximo setiembre vuelvo a casa.
—¿Y el Ejército?
—Al diablo con él. Ya buscaré alguna salida.
—¿Te has enterado de lo de Rubio Truaz?
—Sí, me he enterado. Más motivos de pesar. Esto huele mal, Sammy. Apesta. Esta guerra la están pagando los pobres y los desposeídos. Los chicos que pueden esconderse en las universidades o en el extranjero: tú y yo, por ejemplo, nos libramos. Los que no tienen medios, van al combate.
—Lo cual hace aún más execrable esta porquería de Vietnam. De cualquier modo, a nosotros aún no nos han llamado.
—¿Y si lo hacen?
—Yo qué sé. Sea como fuere, amigo Freddie, no vamos a arreglar los problemas del mundo. Ya tenemos los nuestros propios. Vamos a caminar y a recorrer el trayecto desde aquí hasta Galilea, y tenemos una cita con dos chavalas estupendas.
Aquella noche cenaron en un restaurante yemení en la antigua Jaffa, que está junto a Tel Aviv por el Sur. Miriam era una bonita joven de veinte años, morena. Su amiga era Rita Hogan, una arqueóloga irlandesa, católica, alta, delgada y con pecas y tenía el cabello rojizo y un ilimitado entusiasmo por todo lo israelí. Antes de que terminara la noche, Fred se había vuelto a enamorar.
Las mujeres llenaban las salas de estar de Barbara, que era más bien pequeña y estrecha, y siempre constituía un motivo de queja para los visitantes de la vieja casa de madera que había sobrevivido en las colinas de San Francisco. Allí estaban Sally, May Ling, Eloise, Clair Levy, Jean Lavette, Carla Truaz, Ruth Adams y Shela Abramson. Ruth Adams era una profesora de economía en Berkeley y Shela Abramson era la esposa de un fabricante de material sanitario. Estas dos mujeres eran viejas amigas de Barbara; años atrás, le habían dado dinero para el hospital de Toulouse que ella había ayudado a mantener. Ahora, en esta noche de finales de junio de 1966, bebían café, tomaban coñac y escuchaban.
—Estoy preocupada —les dijo Barbara—. Tampoco soy la víctima de una legítima fantasía. La verdad es que hace un montón de noches, doy vueltas en la cama pensando en cómo un grupo de mujeres decididas podrían ayudar a poner fin a esta guerra. Ninguna de mis ideas ha sido muy lógica últimamente, lo cual atribuyo a la menopausia o a algo parecido. Le digo a mi hijo que permanezca en Israel con la sensata idea de mantenerlo apartado de lo de Vietnam, lo cual es exponente de lo lógicamente que he estado pensando. De cualquier modo, he empezado a creer en mi fantasía, pero si la mayoría de vosotras creéis que estoy loca, podemos limitarnos a pasar una velada agradable y regresar a casa.
—Creo que estás un poco loca —dijo Clair—, pero ¿por qué no intentarlo?
—La cuestión es —intervino Sally— que cuando tú empiezas a llevar a la práctica esas fantasías, no dejas ningún cabo suelto. Lo sé, soy especialista en la materia, y si mi hija no estuviera aquí, podría señalar uno o dos. Pero entre una madre y una hija… ¡al diablo con eso! Di lo que debas decir, Bobby.
—Es muy sencillo. Sólo algo acerca de las madres; hay muchas.
—Te adoro —dijo Ruth Adams—, pero esto no tiene mucho sentido. La maternidad es tan antigua como el pastel de manzana. Y ambas cosas engordan.
—¡Qué chiste más malo! —exclamó Shela Abramson—. Dale una oportunidad a la chica.
—Lo que quise decir antes —les explicó Sally— es que si Bobby le ha estado dando vueltas a esta fantasía, y se va a dormir con ella en lugar de con un buen macho, es que probablemente lo tiene bastante claro. Así que, escuchémosla.
—El problema es que no tengo las ideas muy claras. Sólo se me ha ocurrido que nadie ha recurrido a las madres, y hay muchísimas. ¿Si su hijo va a ser destrozado, o va a volar por los aires, qué opina usted? Tengo la firme impresión de que todo el mundo piensa en el hijo de los demás. Me he estado dirigiendo a la gente para hablarles de este nuevo movimiento femenino, y muchos no están de acuerdo conmigo, pero tengo la convicción de que el punto capital de esto es la guerra: la más absoluta definición de un mundo de los hombres. Nos dejan embarazadas y tenemos que pasar nueve meses vomitando y tratando de dormir con un vientre que no nos pertenece por completo. Te revientas de dolor para traer una nueva pequeña vida a este triste mundo, y entonces esos lunáticos idean una solución para el asunto en un lugar llamado Vietnam. ¿Tiene esto algún sentido?
—Yo tengo cuatro hijos —dijo Shela Abramson.
—Pero ¿qué podemos hacer nosotras? —preguntó Sally—. Vivimos en un mundo en el que nada importa excepto el curioso cerdo que rige el país. Ninguna de nosotras regimos países. Ninguna de nosotras tenemos la menor influencia, y ésa es la pura verdad. Si nos lamentamos de que somos madres con hijos, ¿quién nos escucha? ¿A quién le importa?
—Quizá no le importe a nadie —dijo Eloise—. Las chicas que yo conozco ni siquiera hablan de esto. Comentan lo mal que van sus matrimonios, las arrugas que les salen en la cara, el nuevo coche y la pildora. Y los hombres son peores. Yo creía conocer a Adam. Se deshace si uno de los chicos se corta, o le tienen que practicar una amigdalectomía, o algo parecido, pero cuando tocamos el punto de la guerra, se limita a encogerse de hombros. A mí sí que me preocupa. Si Bobby quiere gritar, yo lo haré con ella. Aun cuando nadie nos escuche.
—¿Puede la vieja decir algo? —preguntó Jean.
Barbara miró a su madre con interés. Cuando le propuso la primera vez que se uniera al grupo, se encontró con una terca negativa.
—Hagas lo que hagas, Bobby, adelante. Pero déjame a mí tranquila. Te dije que si necesitabas dinero, te lo daría. No voy a ir más lejos. Soy una reaccionaria ilustrada, y pretendo seguir así hasta el final de mi vida.
Finalmente, accedió al ruego de Barbara para que acudiera a escuchar. Barbara insistió en que su madre debía saber lo que iba a financiar. ¿Qué diría ahora? Barbara hacía años que renunció a adivinar las reacciones de su madre.
—En primer lugar —dijo Jean—, siempre he votado a los republicanos. Continuaré haciéndolo así, y mi posición ideológica hace que rechace a Mr. Johnson, y a ese espantoso calvito llamado Dean Rusk, que habla en su nombre. También tengo dos nietos en edad militar. Muy bien. Mi esposo, Dan Lavette, dividía a la gente en dos clases. Debo decir que a él le gustaba simplificar más que a mí. Sin embargo, en este caso, él tenía razón. Decía que existen los que se mueven y los que son movidos. Danny solía impacientarse por los sueños que tenía todo el mundo en la ciudad acerca del Puente Golden Gate, que no existía en aquellos tiempos. Hablaban, hablaban, hablaban. ¡Maldita sea!, exclamó él una vez. Si yo quisiera hacerlo, lo haría. ¿Cómo lo hubiera hecho? Pues cogiendo el toro por los cuernos. Habría reunido un grupo de ingenieros para que hiceran el proyecto, y después habría ido en busca de fondos. Y si se hubiese propuesto hacerlo, lo habría realizado. Él siempre insistía en que una cosa en movimiento crece. ¿No creéis que las cosas que estáis diciendo también se comentan en un millón de hogares del país? Os aseguro que sí. Pero se limitan a hablar. Este país está lleno de madres. Si suponéis que eso va a cambiar un ápice el curso de esta maldita guerra, entonces dirigios a ellas.
—¿Y qué les diremos? —preguntó Ruth Adams.
Barbara se preguntaba cómo era posible tener una madre durante más de medio siglo e ignorarlo casi todo de ella. ¿La conocería su madre realmente a ella? ¿No serían extrañas la una para la otra?
—¿Barbara?
—Mirad —dijo ella lentamente—, no estoy segura de que tengamos que decirles nada, me refiero en este momento. Ellas ya lo saben. —Pensó que si su madre lo había visto con tanta claridad, difícilmente podría ser un secreto—. Creo que si pudiéramos hacerlas conscientes del número que son, eso sería el principio. Después vendrían otras cosas.
—Pero ¿qué somos nosotras? ¿Somos una organización?
—Si lo somos —intervino Shela Abramson—, y si Barbara va de nuevo a la cárcel, iremos todas con ella. Nada de quijotismos.
—Nadie irá a la cárcel —dijo Barbara—. Lo he discutido a fondo con mis abogados. No iremos a la cárcel, os lo aseguro.
—Amén.
—De todos modos, quiero saber qué somos.
—Somos mujeres. ¿No basta?
—No del todo —dijo Clair—. Deberemos actuar públicamente, y eso significa un local, una dirección, un número de teléfono, y por supuesto, un nombre.
—El local puede ser éste —replicó Barbara—, y el teléfono ya está puesto. En cuanto a lo del nombre… —se volvió a Carla Truaz—. Tú y May Ling no habéis dicho ni una palabra en toda la noche. ¿Os gusta la idea?
—Sí, a mí me gusta —contestó Carla suavemente.
—¿Qué nombre le darías?
Carla dudó, algo incómoda ante aquellos rostros que se habían vuelto hacia ella. La chica se miraba las manos fijamente.
—No sé. No se me ocurre ningún nombre.
—Inténtalo —dijo Barbara en tono cariñoso—. Nos has estado escuchando a todas hablar sobre el tema.
—Bueno…, creo que estaría bien… Madres para la paz.
—Es precioso —dijo una de las presentes—. Madres para la paz.
—¿Y qué eslogan adoptarías? —siguió preguntándole Barbara.
—¡Oh! No se me ocurre ningún eslogan. —De pronto, la chica estuvo a punto de llorar—. Realmente no sé lo que es un eslogan, no sé a qué se refiere usted con lo del eslogan.
—Es muy sencillo, querida. En pocas palabras, es lo que deseamos comunicarle a la gente. Es algo que deseamos decirle a todo el mundo… —Ahora estaban todas silenciosas y atentas, observando a la chica mexicana. Ella cerró los ojos y dejó de llorar—. Si pudieras, ¿qué les dirías?
—La guerra es mala —susurró Carla.
May Ling, sentada junto a Carla, la rodeó con un brazo y le secó las lágrimas.
—Ella tiene razón —dijo May Ling—. La guerra es mala para los niños y todas las criaturas vivientes.
En cuatro días de despreocupada caminata, Sam y Fred recorrieron la distancia entre Tel Aviv y Meggido. Llevaban mochila, pantalones cortos y zapatos ligeros de lona con suela de goma. Conversaron sobre su decisión de recorrer el país a pie sólo una vez. Aceptaron que los llevaran en un carro cargado de chicos y chicas que regresaban a un kibbutz. La mayor parte del trayecto la ocuparon en encontrar una apropiada traducción al hebreo del nombre Frederick. No lo consiguieron, pero fueron en carro dieciocho kilómetros. Les dieron de comer en el kibbutz y después hubo baile. A la mañana siguiente reemprendieron la marcha, dirigiéndose al interior desde la costa en Hadera.
—Ya lo tengo —dijo Fred—. Ya está. Me casaré con Rita Hogan y me haré judío. Aquí me necesitan. Les enseñaré cómo elaborar un vino que se pueda beber.
—Tú y Moisés. Él encontró agua, y tú les vas a dar vino. Rita Hogan es católica, y tú eres bastante Wasp, o sea anglosajón de familia protestante.
—Circuncidado.
—¿No hablarás en serio?
—¿Quién sabe? —dijo Fred—. No me he divertido tanto desde hacía muchos años. Me gusta esto. Este lugar me va. ¿Te acuerdas de esa chica, anoche, con la que mantuve una discusión tan animada?
—Ah, sí, aquélla con los pechos tan grandes…
—Siempre piensas en lo mismo. Bueno, pues, ¿qué crees que discutimos?
—¿Temas de sexo?
—¡Qué va, amiguito! Esas chavalas del kibbutz no son unas calientabraguetas. Estuvimos discutiendo la traducción de Suetonio hecho por Graves. La acaba de leer, en inglés, primo. ¿Te imaginas una muchacha de granja leyendo en casa a Suetonio en hebreo?
—¡En el nombre de Dios! ¿Para qué tendría que leer una muchacha de granja, en California, a Suetonio en hebreo? ¿Si es que encontrara semejante traducción al hebreo?
—No me comprendes.
—Demasiado bien. ¿Hicisteis algo?
—Ya te lo he dicho. Con esas chicas no hay nada que hacer.
—Pues yo sí.
—Bocazas. ¿Has probado alguna vez en un kibbutz?
—No busco chavalas de pueblo. ¿Te imaginas a Rita Hogan volviéndose judía y viviendo en un kibbutz contigo?
—¿Quién sabe?
—¿Cuántas veces te has enamorado, Freddie?
—He perdido la cuenta. Me gusta enamorarme.
Siguieron caminando. Sam guardó silencio, mirando a su alrededor lleno de curiosidad, con el rostro tenso. Cuando Fred le preguntó en qué estaba pensando, sacudió la cabeza, casi encolerizado.
—¿Qué te pasa, chico? ¿Es por algo que te he dicho? Ya sabes que me expreso de una manera…
Sam volvió a sacudir la cabeza. Después, al cabo de unos instantes, habló.
—En algún lugar de por aquí, probablemente lo tenemos a la vista —señaló a las colinas rocosas—, mataron a mi padre, allá por el año cuarenta y ocho. Quizás a dos o tres kilómetros de donde nosotros estamos.
—¿No lo sabes con exactitud?
—No hay forma de saberlo. —Apuntó hacia un kibbutz en la distancia, con sus verdes campos cultivados, los edificios y los huertos—. Todo eso no existía en el cuarenta y ocho. No sé por qué deseo saber dónde sucedió, pero en cierto modo me interesa. Había cuatro hombres: mi padre, un norteamericano llamado Brodsky, que estuvo con él en la guerra civil española y dos israelíes. Todos ellos fueron muertos por los árabes. Un estúpido episodio de la guerra, tan estúpido como casi todas las guerras. No ha quedado recuerdo en ninguna parte. Traté de descubrir el punto. No hubo modo. Él luchó en la guerra de España, y después seis años en el Ejército británico durante la Segunda Guerra Mundial, y después murió aquí. ¿Por qué? ¿Quién era él? Toda la vida he soportado la desagradable carga de ser el hijo de un héroe. ¡Héroes! Hubiese preferido tener un padre.
—Ya comprendo por qué has venido aquí —dijo Fred.
—Sueño con él. He visto fotografías de él, pero en los sueños se me aparece sin rostro.
En las excavaciones de Meggido, Rita Hogan les consiguió una tienda de campaña en donde pudieran pasar la noche, y les comunicó, muy emocionada, que había obtenido un día libre para enseñarles todas aquellas ruinas.
—No tengo ya derecho a ningún día libre. Ya he disfrutado todos los que me correspondían. Pero Bert Meadows, que es el jefe de aquí, es una buena persona y ha atendido mi petición. Hoy podréis comer también con todo el personal.
—¿Qué te pagan aquí? —preguntó Sam.
—¿Pagarme? Soy voluntaria. Sólo me cobran tres dólares al día por la comida.
—Son todo corazón, ¿verdad?
—Es que tú no eres arqueólogo.
—Sólo soy un confuso aspirante a médico.
—Si fueras arqueólogo —dijo Rita—, sabrías el privilegio que supone que te permitan trabajar aquí.
—No te preocupes por Sammy —dijo Fred—. No le van el romanticismo ni los pensamientos elevados. Estamos aquí, en el ombligo de la civilización, y a él se le ocurre hablar de dinero. Es un bárbaro.
El «bárbaro» caminaba detrás de la pareja, observándolos con interés, mientras Rita les enseñaba las excavaciones. Era un hermoso día, caluroso, despejado, el cielo en lo alto parecía una lámina de bruñido acero azul. La vasta llanura de Meggido deslumhraba por la luz solar veraniega. Aquello era el último símbolo de la guerra, el campo de batalla de los tiempos —Har Megiddo en hebreo, que san Juan transliteró en Armagedón— en donde se librará el último combate. Como siempre, igual que había hecho día tras día desde que estaba en Israel, Sam se preguntó qué era: judío o gentil. No muy lejos de aquel sitio, su padre había pagado el interminable precio de sangre y más sangre. ¿Existía California? ¿Qué tenían que ver con California los fieros guerreros que en tiempos primitivos lucharon en aquella llanura? ¿O qué tenían que ver con él? Él era un turista, el visitante, el observador. Contemplaba, tomaba notas, estudiaba. Esto lo había hecho del mismo modo en las calles de San Francisco, o en las aulas de la Academia Roxten. No pertenecía a ningún lugar. Trataba de ser judío, y le resultaba lo más difícil que había intentado jamás.
Fijándose en Fred y Rita, que caminaban delante de él, los vio altos y esbeltos. Se le ocurrió un pensamiento típicamente judío: «Una hermosa pareja de goys rubios». Sin embargo, en veinticuatro horas, Freddie se había vuelto más judío que él en dos años. Freddie se entregó de corazón a aquel lugar. Le encantaba, disfrutaba con la comida, con la gente, con la deliberada falta de cortesía, con la arrogante autosuficiencia. No obstante, Freddie no había tenido que librar las mismas luchas interiores que él. Freddie tenía un padrastro judío a quien adoraba; su vida estaba programada en las pendientes cubiertas de viñedos de Napa; Freddie podía ser judío o gentil, sin traumas ni problemas. Freddie se enamoraba con la misma rapidez que cualquiera se calza un par de zapatos. Sam se preguntó dónde estaba su amor. ¿Por qué no se había enamorado en dos años? Freddie le había dicho: «Éste es el definitivo. Es una gran chica. Estoy decidido a casarme con ella. Rita… ¿no es un nombre hermoso? ¿Cómo lo traducirías al hebreo?».
—No tiene traducción —le replicó Sam con acritud—. Es un maldito nombre goy, como el tuyo.
Ahora la chica con «el maldito nombre goy» y los brazos pecosos, con su cabello rojizo, les estaba enseñando los establos que habían sido excavados:
—Son los Establos de Salomón —dijo ella—. Tenían capacidad para novecientos caballos que tiraban de carros de guerra. ¿Os lo imagináis? Novecientos caballos.
—No fueron construidos por Salomón —dijo Sam—. Fueron construidos por el rey Ahab, que fue esposo de Jezabel.
—Eso ya lo sé —dijo Rita—. Pero los llaman los Establos de Salomón.
Fred miraba a Sam con curiosidad. Éste se sintió avergonzado.
—Lo siento —dijo el muchacho—. No quería humillarte, Rita.
—Ya lo sé. Vamos, quiero enseñaros el templo cananita.
—Yo lo he visitado —anunció Sam—. Id vosotros por delante. Luego nos reuniremos.
Sam tomó asiento sobre una piedra, recorriendo con sus dedos el tallado de su superficie. La piedra resultaba cálida al tacto.
—¡Maldición! —dijo en voz baja—. Hubieras debido estar aquí conmigo. ¡Dios, te necesito tanto!
Pero su padre no podía darle ninguna respuesta.
Phil Baker, que era editor ejecutivo del Morning World, de Los Ángeles, abrió la puerta de la oficina de Carson Devron, y le preguntó si podía dedicarle unos minutos.
—Todo el tiempo que quieras. ¿De qué se trata, Phil?
—Esto nos ha llegado del departamento de anuncios. Kelly ha creído que yo debía verlo. Y yo considero que tú también debes verlo. —Extendió sobre la mesa de Carson la prueba de un anuncio a toda página—. Para la edición de mañana.
El anuncio tenía sólo una fotografía; el resto era tipografía. Carson reconoció la fotografía. Fue tomada años atrás, durante la invasión japonesa de China. Mostraba un niño desnudo sobre una calle en ruinas de una ciudad destruida. La fotografía se llegó a hacer famosa en aquel tiempo, se reprodujo infinidad de veces, convirtiéndose en algo obligado en los exposiciones fotográficas. En el encabezamiento de la página, en grandes caracteres, se leía:
MADRES PARA LA PAZ
Y debajo: «Somos un grupo de mujeres que nos hemos unido a fin de hacer todo lo posible para detener la guerra en Vietnam, y con la esperanza de acabar con todas las guerras. Nuestro propósito es que las madres norteamericanas conozcan sus respectivos sentimientos. Al hacerlo así, pretendemos hacer saber al Gobierno que millones de mujeres de este país nos oponemos a la guerra y proclamamos nuestro deseo de paz. Con este objetivo, ofrecemos una sencilla consigna. Si esto parece ser la voz de un niño llorando en medio de una oscura desolación, entonces sólo podemos decir que “un niño debe guiarlas”. Éste es nuestro eslogan:
»“La guerra es mala para los niños y otras criaturas vivientes.”».
Debajo seguía la fotografía del niño, con el siguiente pie: «¿Puede este silencioso testimonio convertirse en la voz más fuerte del país? Nosotros lo creemos así, y os pedimos que os unáis a nosotras para difundir nuestra consigna y nuestro nombre por todos los Estados de este país. Escribidnos. Os enviaremos distintivos de solapa, adhesivos, carteles y banderolas. Si deseáis ayudarnos económicamente, enviadnos lo que podáis. Si no os es posible aportar ninguna contribución, os remitiremos gratis todo el material que necesitéis».
Iba firmado por Barbara Lavette, así como por otras cinco mujeres. Carson reconoció el nombre de Sally Lavette, la cuñada de Barbara. Los otros nombres le eran extraños. La dirección era la casa de Barbara, en Green Street.
—¡Ya lo he visto! ¿Qué pasa? —preguntó Carson a Baker.
—¿Lo publicamos?
—¿Hay algún problema de pago?
—Llegó con un cheque.
—Entonces, ¿por qué diablos me preguntas si lo vamos a publicar? ¿Desde cuándo rechazamos publicidad? —preguntó Carson en tono duro.
—Vamos, Carson. No me eches la caballería encima. Ya sabes que, editorialmente, hemos sido tremendamente cuidadosos con esta asquerosa guerra.
—Esto no es un editorial. Es simple publicidad. Ya hemos publicado otros anuncios antibélicos.
—Sí, pero pequeños. Éste ocupa una página completa.
—Muy bien, ¿y cuál es la diferencia?
—El viejo…
—Mi padre no dirige este periódico —le interrumpió Carson violentamente—. ¡Lo dirijo yo!
Baker asintió, se dio la vuelta y salió de la oficina. Carson permaneció sentado tras su mesa, estudiando la prueba que le habían dejado. Estuvo así unos diez minutos y después se levantó abandonando la oficina. Al salir, le dijo a su secretaria:
—Telefonee a mi esposa y dígale que he tenido que ir a San Francisco. Volveré esta noche. No sé a qué hora.
—¿En dónde se le podrá localizar, Mr. Devron?
—No se me podrá localizar. El periódico sobrevivirá.
Llegó al aeropuerto a tiempo para coger el avión de las diez treinta. Una vez estuvo dentro del aparato, empezó a lamentar lo impetuoso de su acción. ¿Qué significa aquello? ¿Había estado esperando todos aquellos meses una excusa para ver a Barbara? ¿Podía permitirse hacer algo tan pueril? ¿Por qué Phil Baker le había enseñado aquel anuncio? ¿Era porque todo cuanto estaba relacionado con Barbara Lavette era aún considerado como de su competencia, de su interés? Cuando el avión tomó tierra, Carson no había resuelto ninguno de sus problemas interiores. Sin embargo, se tranquilizó y se dijo que las cosas se resolverían por sí solas. Él sabía lo que pretendía hacer, aunque ignoraba por qué se proponía hacerlo.
Como muchos hombres, Carson se forjaba ilusorias islas de inmutabilidad. Ciertas cosas deben seguir tal como son, y una de ellas era la casa de Green Street. Aunque se hubiera divorciado de su esposa y se hubiese casado con otra mujer, un reducto de su memoria permanecía intacto, y con ese estado de ánimo se apeó del taxi que le había conducido allí desde el aeropuerto y subió los viejos peldaños de madera de la casa de Barbara. Se disponía a tocar el timbre cuando reparó en un tarjetón: «La puerta está abierta. Pase, por favor». Mientras leía esto, dos mujeres llegaron, empujaron la puerta y entraron en la casa. Él las siguió y se encontró con un maremágnum de mujeres, ruido y actividad. El mobiliario de la pequeña sala de estar había sido arrinconado contra la pared, y una larga tabla apoyada en caballetes ocupaba la estancia en toda su longitud. A aquella improvisada mesa había sentadas ocho mujeres, cuatro a cada lado; se afanaban con montones de papeles, sobres, tarjetas y sellos de correos. En el comedor, tres chicas hacían funcionar una multicopista. Sobre la entrada del comedor, un cartel anunciaba: «Información, aquí». En lo que pudo ver del comedor, distinguió a dos mujeres escribiendo a máquina, y al menos a otra media docena muy atareadas. A su derecha, en el pasillito en que se encontraba, había dos cajas de cartón abiertas que contenían distintivos de solapa; aquellas cajas hacían aún más pequeño el lugar, lo cual lo obligó a apretarse contra la pared para dejar pasar a otra mujer. Oyó que gritaban desde la cocina.
—¡Café! ¿Quién quiere café?
Del piso de arriba, una voz gritó para que se la oyera en aquel barullo:
—Alice, ¿quieres subir aquí? ¡Necesitamos ayuda!
Carson se dirigió a la sala de estar y se quedó allí, consciente de que cada vez había más ojos que se volvían a él. Por momentos sentíase más incómodo en aquella abarrotada habitación. Se llevó una alegría al ver aparecer a Barbara en aquel instante; bajaba por la escalera y en seguida se dio cuenta de su presencia. Ella se acercó a él, le cogió la mano y le besó en una mejilla.
—¡Cuánto me satisface verte! ¿Qué te trae a este manicomio?
—He tenido que venir a San Francisco. —Mintió, y se arrepintió de haberlo hecho—. No, no tenía que venir a esta ciudad. Sólo quiero hablar contigo. ¿Podemos almorzar juntos?
Ella dudó unos instantes. Después asintió y dijo:
—Claro, Carson. Hablar en este sitio sería empresa imposible. Dame un poco de tiempo para resolver unas cosillas, coger mi chaqueta y en seguida estaré contigo.
Barbara sentía la necesidad de estirar las piernas, de modo que bajaron paseando por la colina hasta el Embarcadero, y después hasta el restaurante de Gino y Jones Street. El día era agradable y fresco, lo bastante ventoso como para producir cabrillas en las aguas de la bahía, pero placentero hasta el punto de que el Embarcadero estaba lleno de turistas. Caminando junto a Barbara, Carson experimentó una repentina sensación de libertad, como si hubiera sido un muchachito al que le permitieran hacer una travesura; notaba cierto sentimiento de culpabilidad que añadía encanto a la situación. Le llenó de entusiasmo el aire limpio del Pacífico, la amplia vista de la bahía, los colores de la ropa de verano de los turistas y las casas blancas que se erguían en las maravillosas colinas.
—¿Por qué no vivo aquí? —le preguntó a Barbara—. ¿Por qué vivo en esa turbia ciudad dél Sur?
—Las preguntas retóricas nunca requieren una respuesta, ¿verdad? Me imagino que todos los turistas del Embarcadero se preguntan lo mismo. Nuestra población no aumenta.
—Porque no queréis. Sois la gente más cerrada del país, y poseéis la ciudad más maravillosa de Norteamérica, y deseáis que siga igual.
En el restaurante, observando el moreno y juvenil rostro de Carson, Barbara le preguntó:
—¿Por qué has venido aquí, Carson?
—Para darte esto. —Se sacó un cheque del bolsillo y se lo entregó.
—¿Qué es esto?
—El pago de tu anuncio.
—¿Quieres decir que no lo vas a publicar?
—Claro que lo vamos a publicar. Lo verás mañana en el periódico.
—Entonces —dijo ella, mirando el cheque—, no lo comprendo. ¿Por qué me lo das?
—Porque no quiero, no quiero que pagues un anuncio en mi periódico.
—¿Por qué no? Tú diriges un negocio, no una institución de caridad.
—Digamos que es mi contribución. Tú admites donativos. Tu anuncio los pide.
—Sí, admitimos donativos —dijo Barbara lentamente—. De gente que simpatiza con lo que tratamos de hacer.
—No sabía que pusierais condiciones.
—Sólo trato de comprender la razón de que me des una suma tan elevada de dinero. Tu periódico no se ha portado muy bien en esta cochina guerra. Habéis encontrado toda clase de razones para no denunciarla. Utilizáis esa horrible frase de «balance de bajas» cada día, como si hubieran matado moscas, no personas.
—Sí, eso es verdad.
—Entonces, ¿por qué?
—¿Podrías entenderlo si te dijera que me disgusta Lyndon Baines Johnson y esa carnada de elementos prostituidos que trabajan para él?
—¿Porque es un demócrata y los Devron sois republicanos hasta el tuétano?
—¿Eso es lo que realmente piensas de mí?
—No. No, siento haberlo dicho. Ha sido desconsiderado y fuera de tono.
—¿Aceptarás el cheque?
—Claro que sí —respondió Barbara, sonriendo—. Eres un encanto, Carson. —Se metió el cheque en el bolso—. Esto y todo lo que nos quieras dar. En esto no siento escrúpulos. A pesar de la intensa actividad que nos ves desarrollar, no tenemos ni un centavo. Gastamos el dinero con más rapidez de la que lo ingresamos. Vamos a publicar ese anuncio en el New York Times y en el Washington Post. Hemos contratado cien cuñas radiofónicas, y hemos impreso cien mil adhesivos, así como doscientos mil folletos. Tenemos una oficina de voluntarias en Nueva York y otra en Chicago, y vamos a abrir sucursales en Los Ángeles y en Washington. Nosotras les enviamos desde aquí todo el material que necesitan. La semana pasada gastamos sólo en correo mil ochocientos dólares. Mi cuñada Sally, que hace años fue estrella de cine y que durante mucho tiempo ha soñado en el modo de dejar de ser un ama de casa de Napa, se ha puesto a viajar por todo el país, para que la entrevisten en la Televisión y así explicar lo que intentamos hacer. Eso supuso contratar un equipo de relaciones públicas para arreglar lo de las entrevistas, así como pagarle sus desplazamientos. Eso son sólo las líneas generales. Lo más pesado es nuestra correspondencia, y todavía no me he metido con eso. Recibimos quinientas cartas cada día, y creemos que en el siguiente mes llegaremos a las mil.
—¿Y has hecho todo esto tú sola?
—Nunca, nunca, Carson. —Barbara movió la cabeza en señal de disgusto—. Lo que has visto en mi casa no ha sido casi nada. Cuando el tiempo es tan bueno como hoy, la mayoría de las voluntarias no acuden. Pero tenemos voluntarias, docenas de ellas, y son maravillosas, sencillamente maravillosas.
—Nunca te había visto así. Jamás te había visto tan excitada con nada.
—Sí, esto me excita. Cuando empezamos, era sólo un vago proyecto mío. Ni en mis momentos de mayor fantasía soñé con que funcionaría de esta forma.
—Pero ¿de dónde obtienes el dinero? Esto te debe de costar una fortuna.
—Sí. Mi madre me ha dado cincuenta mil dólares.
—¿Tu madre? ¿Me estás diciendo que la anciana reina de Russian Hill te ha dado cincuenta mil dólares para una organización antibelicista?
—Tal como te lo cuento. Y no es deducible de los impuestos. Esas ratas del Internal Revenue Service no nos declararán organización de interés social y los donativos que recibamos no desgravarán. Nunca antes me había metido en algo semejante, y créeme, es muy aleccionador.
—Pero ¿tu madre?
—Ya sé. Yo puse veinte mil dólares de mi bolsillo, y creo que le hubiera dado vergüenza poner menos.
—¿De dónde diablos has sacado veinte mil dólares?
—Mi libro se está vendiendo horrores. No necesito el dinero. Otros amigos míos han contribuido con cien dólares más, y cada día recibimos algunos billetes de dólar, o de cinco dólares. Una mujer de Kansas cuyo hijo murió en Vietnam, nos ha enviado todos los atrasos que el Ejérctio le debía al muchacho: más de mil dólares. Y una joven que colabora con nosotros, se llama Carla Truaz y es de familia chicana, ha entregado sus ahorros: cuatrocientos doce dólares. Lo considero un dinero bendito.
Les sirvieron la comida. Carson miraba asombrado a Barbara.
—Por favor, come —le dijo ella—. Me acabas de entregar un dineral, de modo que puedo dar por bien empleada esta tarde. Ya hemos hablado bastante de mí. No te había visto desde tu matrimonio.
—No, no nos habíamos visto.
—Estoy segura de que será una persona maravillosa.
—No eres sincera, Barbara. Nunca has hablado con ella.
—¿Eres infeliz, Carson?
—Estoy debidamente casado, y tengo un hijo de nueve meses, de manera que ya he cumplido mis obligaciones para con los Devron —dijo él con amargura—. Si consideras que he sido desleal utilizando tu anuncio como una excusa para venir aquí, probablemente tendrás razón. En lo que resta de nuestra ética, la deslealtad es menos reprobablé que la infidelidad. Quería verte. Sentía desesperados deseos de verte.
—Lo siento, Carson. Lo siento muchísimo.
—La cuestión es —dijo él con cierta tristeza— que ella me gusta. Es una buena persona.
—Y muy hermosa —dijo Barbara—. Vi su fotografía en el periódico.
—Sí, es muy atractiva.
—Y si pudiera vernos aquí, Carson, se quedaría desconcertada, y con mucha razón, por la atracción que ejerce sobre ti una mujer mayor cuyo cabello se está volviendo gris rápidamente.
—Tú no eres una mujer mayor.
—Qué bondadoso eres, Carson. Te quiero muchísimo. Siempre te querré. Eso no cambia nada. Sólo los tontos y los egoístas creen que el amor debe estar reservado a una sola persona.
—Gracias, Barbara —dijo él suavemente.
—Y ahora, ¿vas a comerte tu almuerzo?
—Claro. Una cosa, me gustaría enviar a alguien para que confeccione un reportaje sobre tu organización.
—Muy bien. ¿Por qué no? Queremos toda la publicidad que podamos obtener, buena o mala.
—Será buena.
Austin Campbell era un texano de quien se decía que no tenía más ambición que la de servir al presidente. En su anterior vida como ciudadano privado, había amasado muchos millones de dólares en el negocio del petróleo, y al ser un viejo amigo de confianza del presidente, ocupaba una posición de privilegio. Tenía una pequeña oficina en la Casa Blanca, fácil acceso al presidente, y, según el término periodístico, no era muy visible. Era un hombre rollizo, jovial, con papada y una naricilla de perro dogo; solía llevar amplios sombreros «Stetson» y caras botas de tacón alto. Tom Lavette apenas conocía a Campbell. Nunca se había reunido con él, pero a juzgar por lo que había oído de aquel hombre, tenía razones para respetarlo. Cuando la secretaria de Campbell llamó desde Washington y anunció que Campbell, que estaría en la Costa Oeste, tenía interés en hablar con Mr. Lavette, Tom manifestó en seguida su conformidad.
Campbell entró en la oficina de Tom con expresión pueblerina de respeto y admiración. Estrechó la mano de Tom efusivamente y echó una ojeada a la amplia y lujosamente amueblada oficina.
—¡Vaya, esto está muy bien! —dijo en señal de aprobación—. Allí en Washington me han dado un cuartucho de nada. Me gusta ese Jackson Pollock que tiene usted ahí —señaló hacia un enorme lienzo colgado de la pared—. ¿Es un Pollock?
—Sí, lo es.
«Cuidado —pensó Tom—. No te engañes con sus botas de cowboy».
Campbell se aproximó a los ventanales que brindaban una panorámica de la bahía, el Puente Golden Gate y las colinas de Marin County.
—Es estupendo. Viven ustedes en una ciudad fantástica, Tom. ¿No le importa que le llame Tom?
Tom movió la cabeza, tratando de dominar su fastidio. No le gustaba aquel subterfugio de recurrir al nombre de pila. Llamas a una persona por su nombre y rompes la primera barrera ante un extraño.
—¿Quiere tomar una copa? —le preguntó Tom.
—Bueno, unos dedos de Bourbon, con un poco de agua, sin hielo.
Tom oprimió un botón que hizo salir un bar de la pared, le preparó la copa a Campbell, él no quiso beber nada dando la explicación de que era demasiado temprano, y se sentó en un extremo de su escritorio, mientras Campbell se acomodaba en un confortable sillón de cuero negro «Eames».
—Thomas —dijo Campbell—, el presidente opina que debemos mantener una pequeña conversación. Ambos sabemos que es usted un hombre fuerte en el partido de la oposición, pero el presidente se reunió una vez con su padre, hace años, y tiene buenos recuerdos del gran Dan Lavette, de modo que dejemos el partido a un lado por unos momentos. El presidente está llevando una pesada carga. Nadie más que él quiere acabar con este asunto del Vietnam, pero ¡Dios santo!, debe ser concluido salvaguardando nuestro honor y dignidad, así como sin entregar el Sudeste asiático con armas y bagaje a esos canallas de ojos oblicuos de China. Así que, ¿cómo supone que se siente con nuestros mejores hombres allí, entregando sus vidas, mientras nos apuñalan por la espalda moralmente en nuestro propio país?
—Es una situación difícil —admitió Tom.
—Condenadamente difícil, con esos estudiantes moviéndose como locos por todo el país y con Fullbright clavando un cuchillo en su espalda y agrandando la herida. Bueno, ésos son gajes del oficio, pero hay un nuevo muchacho en la plaza, ¿o debería decir una nueva muchacha? ¿Qué opina usted de la maternidad? Es como el pastel de manzana o la «Coca-Cola». Pero esta vez se ha convertido en una terrible plaga. —Hizo una pausa y miró a Tom con ojos interrogantes, solicitando una respuesta.
—No acabo de entenderle —dijo Tom deliberadamente.
—Me refiero a la organización de su hermana, ya que desea que le hable con franqueza. Eso que llaman «Madres para la paz».
—Sí, he oído hablar de ello. No creo que tenga tanta importancia como para preocupar. Hay otras organizaciones antibelicistas.
—Tom, es preocupante. Más que eso, es algo intolerable. Empezaría aquí en su ciudad en alguna reunión informal, pero ahora se conoce en todo el país y se extiende corno el sarampión. Han abierto una oficina a dos pasos de la Casa Blanca. Ahora…
Tom pretendió interrumpirle, pero Campbell ignoró sus palabras.
—Ahora escuche un momento, Tom. Estas mujerzuelas nos están poniendo en un aprieto. Podemos manejar lo de los estudiantes, o lo de los comunistas, pero esto de las madres hace pupa. Queremos que se pare. Usted ha estado en el juego, y no tengo que explicarle las razones.
—¿Y cómo espera usted que lo pare?
—Se trata de su hermana.
Tom sonrió por vez primera desde que Campbell entró en su oficina.
—¿Conoce usted a mi hermana?
—Nunca he tenido el gusto.
—Si usted la conociera, comprendería que no es susceptible de ser presionada. No tengo ninguna influencia sobre ella, ninguna en absoluto.
—Bueno, pues le sugiero con todos los respetos que cambie usted esta situación.
—¿Cómo?
—Eso, hijo, es su problema.
—Mr. Campbell, tengo cincuenta y cuatro años. ¿Qué edad tiene usted?
—Oh, pues tengo unos cinco o seis años más que usted.
—No los suficientes como para ser mi padre —dijo Tom fríamente—. No me gusta que me llamen hijo, ni usted ni nadie. Tampoco me gusta que me llamen por mi nombre de pila personas desconocidas.
Campbell se lo quedó mirando detenidamente. Después asintió.
—De acuerdo, Mr. Lavette. Me he creído que estaba como en casa. Veo que ustedes aquí tienen su forma de ser. Puesto que vamos a ser fríos y formales, déjeme que le diga un par de cosas y me iré. Usted es propietario de una considerable flota de barcos cisterna. —De un bolsillo de la chaqueta se sacó un librito de notas—. En los últimos doce meses —dijo pasando las hojas del librito— usted ha entregado en Vietnam, por contrato con el Ejército unos trescientos ochenta millones de dólares en petróleo, fuel oil y gasolina. También hay unos cargamentos, aparte el petróleo, por valor de sesenta y dos millones. Esto constituye un excelente negocio, Mr. Lavette. Piense en ello.
Tras decir esto, se levantó de su asiento, sonrió y se marchó de la oficina de Tom.
Aquella noche, en la cena, Tom relató el incidente a su mujer, Lucy. Los años no habían tratado bien a Lucy; era cuatro años mayor que Tom, una mujer alta, seca, de labios finos. Su matrimonio estaba extrañamente desprovisto de amor, se daban a regañadientes algo profundamente sentido y necesitado. Ella era como su madre, y a su lado Tom ya no era el gran magnate, el frío e inaccesible Thomas Lavette; solía mostrarse como un niño suplicante, oscilando entre la dependencia y el odio, y ella era su a disgusto tolerado punto de apoyo. Lucy ahora lo consoló, mirándolo con una mezcla de afecto y desprecio.
—Pero ¿qué puedo hacer? Ese gordo y aceitoso canalla ha puesto el dedo en la llaga. ¿Qué puedo hacer?
—Déjame pensarlo. Encontraré una solución.
—¿Influir en Barbara? Lo dudo.
—No desconfíes de mí, Thomas —dijo ella gentilmente, sonriendo con el mejor sentido del humor que era capaz de mostrar—. A ella se le pueden poner las cosas difíciles.
—Barbara es mi hermana.
—No matamos a la gente. No somos la Mafia. Hay modos más civilizados.
—En eso confío, en eso confío.
Hasta finales de octubre, Carson no telefoneó a Barbara desde Los Ángeles, para anunciarle que le enviaba un reportero a San Francisco, para cubrir la noticia de «Madres para la paz». Barbara acababa de regresar a San Francisco. Había previsto reunirse con Sam en Israel en setiembre, pero después él cambió sus planes y decidió pasar la última semana de agosto en París con Fred. Barbara voló a París con Eloise, su primera visita a la ciudad desde los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial. Ya era un lugar muy distinto, y Barbara descubrió que en vez de la turbulencia emocional que ella había esperado, sintióse extrañamente indiferente, como si hubiera visitado un lugar en el que no hubiese estado antes. Excepto por el placer de ver a su hijo, reaccionó con el desinterés de un turista. O quizá la actitud de Sam hacia ella dejó en segundo plano todo lo demás. Hacía un año que no veía a su hijo Sam; se había engordado, y con su rostro tostado por el sol, sus azules ojos parecían más claros que nunca, semejaban del azul propio del hielo invernal. Más que otra cosa, aquellos ojos le recordaron a su padre; igualmente, su mirada aparecía ensombrecida por la duda, producto de alguna inseguridad interior. Barbara no lo vio muy entusiasmado con su decisión de finalizar su formación premédica en Israel; tampoco consiguió que le explicara qué preguntas sin respuesta seguían atormentándolo. Posteriormente, consideró que lo podría haber pasado mejor con él aquellos días, aunque no dejó de reconocer que también hubieran podido pasarlo peor. Ella podía recordar con toda claridad sus propias emociones cuando tenía la edad del muchacho.
Por su parte, Eloise vio estremecerse violentamente su mundo. En primer lugar, Fred le presentó a una chica alta y pelirroja, arqueóloga, llamada Rita Hogan quien, según le informó él, había aceptado ser su esposa. Además, Fred le anunció que, con guerra o sin guerra, ambos regresaban a los Estados Unidos. Eloise, que hacía unas semanas se había librado de sus terribles jaquecas, ahora volvió a padecerlas.
Barbara sintió alivio cuando ella y Eloise estuvieron a bordo del avión de regreso a casa. Fred y Rita los seguirían, dentro de una semana aproximadamente.
—No es sólo porque ella sea católica y su padre un obrero metalúrgico —se quejó Eloise—. Eso lo soportaría. Lo malo es que ella lo ha arrastrado a los Estados Unidos, y él podría ser llamado a filas.
—Eloise, querida, también podrían llamarlo a filas aunque estuviese en Europa, y es posible que ella esté embarazada, lo que significa que, como padre, no será movilizado.
—La conoció hace sólo dos meses —se quejó Eloise.
—Es un tiempo suficiente. Conozco a Freddie. —Barbara se preguntó por qué no habían sido las cosas tan sencillas con Sam. A su hijo lo atormentaban ciertos fantasmas, y sentía profundo pesar por su incapacidad de comunicarse con él, de influirle, de convencerlo de que todo iba bien, de que él era lo que era.
Al llegar a Nueva York, Eloise siguió hasta San Francisco, mientras que Barbara inició una gira de conferencias: Nueva York, Boston y después un seminario en Chicago. Adonde iba, siempre había mujeres esperándola y deseando hablar con ella. Cuando, finalmente, regresó a San Francisco, encontró el núcleo de su organización, las voluntarias en su casa de Green Street, totalmente falto de fondos, mientras el desaliento y el pánico ganaban terreno. Entonces fue cuando Carson la llamó para decirle que su mejor reportero en temas femeninos, Gertrude Simpson, llegaría a San Francisco el día siguiente.
—Barbara —le aseguró él—, puede ser una historia sensacional. Lo publicaremos en la primera página, en la primera columna, en la edición dominical. Y Gert es un encanto. Está plenamente contigo.
—Carson —dijo Barbara, decidida a dejar a un lado los escrúpulos—, eres un hombre bueno y maravilloso. Necesitamos ese reportaje. Pero aún más que eso, necesitamos dinero. No tenemos ya ni un centavo y estamos desesperadas por completo. Tú tienes muchas amistades que son más ricos que Dios. Yo he aprendido a mendigar, créeme. Si pudieras reunir a unas cuantas de esas personas en una habitación a fin de que yo pudiera hablarles, mejor si son mujeres, aunque si no hay otra cosa también servirían hombres… ¿Me comprendes?
—Dame una semana. Veré qué puedo hacer.
Su siguiente paso fue dirigirse a la oficina de Boyd Kimmelman. El rostro se le iluminó cuando vio a Barbara.
—¡Bobby! ¡Dios mío, cuánto te he echado de menos!
A Barbara le gustó estar entre los brazos de un hombre que la apretó con fuerza contra sí, la besó y la hizo sentirse como una mujer adorada, protegida. Por un momento se le ocurrió la fantasía de que era una esposa sin otras obligaciones más que las propias de un ama de casa de edad madura.
—¿Cuándo has regresado?
—Anoche. ¿Sabes?, estuve a punto de ir a tu apartamento. Al llegar a casa, abrí la puerta y me encontré con que casi no podía pasar a causa de los montones de cajas de cartón y de las mesas improvisadas; el lugar olía a humo de tabaco reconcentrado. Y, ¿quieres creerme?, ellas estaban ordenando recortes de Prensa sobre mi cama. Me sentí tentada de marcharme corriendo e ir a tu casa.
—¿Por qué no lo hiciste?
—No sabía si estabas solo.
—No te creo. ¿Cómo pudiste pensar algo semejante?
—Pues no me creas. He estado metida hasta el cuello en ese movimiento femenino durante tres semanas.
—¿Y qué me dices de París?
—Puedes creerme, Boyd: me dejó fría. Hasta los fantasmas mueren al cabo de treinta años. Suponía que el recuerdo de Marcel me partiría el corazón, pero su recuerdo no fue diferente allí de lo que es aquí. Oh, sí, me gustó volver a oír hablar en francés, hablar en francés y ver a Sammy. Pero hav un muro entre nosotros. Y no puedo superarlo.
—Lo conseguirás con el tiempo.
—¿Cuánto tiempo? Me siento vieja y cansada.
—No tienes aspecto de vieja, ni tampoco de cansada. Vamos a cenar esta noche con los turistas en el «Top of the Mark», contemplaremos desde allí la ciudad, recordaremos cosas del pasado y trataremos de ser exactamente tan jóvenes como en realidad nos sentimos…, si es que puedes olvidarte del humo de cigarrillos…
—Podré olvidarme. Pero en este preciso momento, viejo amigo, necesito ayuda desesperadamente. Estamos sin un centavo. Debemos a los impresores, a los fabricantes de papel e incluso a las casas que nos han alquilado las máquinas de escribir y fotocopiadoras. ¿Podemos obtener un préstamo? ¿Conoces a algún banquero amigo y generoso?
Boyd se echó a reír.
—Ño te rías de mí. Necesito ayuda.
—Querida Barbara, eres una inversión imposible. Gastas dinero pero no ingresas nada. Un asunto como el tuyo siempre está en números rojos. El banquero más amable e incompetente del mundo no te prestaría ni veinte centavos.
—Gracias.
Boyd se acercó a su escritorio, cogió su talonario de cheques, escribió algo en un cheque y después se lo entregó a Barbara.
—¿Qué es esto?
—Cinco mil dólares.
—¡Oh, no! —exclamó ella—. No he venido a pedirte dinero. He venido en busca de consejo, asesoramiento, y como todos los hombres de esta maldita sociedad, arreglas las cosas con dinero. —Tiró el cheque sobre la mesa—. Y ni siquiera estás de acuerdo conmigo. He discutido apasionadamente esta cuestión… contigo.
—No seas así —dijo él tranquilamente—. Concédeme el crédito de tener la suficiente inteligencia como para aprender. He aprendido más de ti que de nadie. No tienes derecho a decir lo que has dicho.
Al cabo de unos instantes, Barbara asintió.
—¿Qué, lo aceptas? —preguntó él ofreciéndole de nuevo el cheque.
Ella acabó por cogerlo.
—¿Cenamos hoy?
—Sí. —Barbara rodeó el escritorio, se inclinó para besarle en una mejilla, y después se marchó.
De nuevo en la casa de Green Street, Gertrude Simpson estaba aguardando a Barbara. Era una mujer menuda, de ojos brillantes y el cabello gris revuelto. Era asimismo una fumadora empedernida, y tenía los dedos amarillentos a causa de la nicotina. Tomaba sus notas en taquigrafía y nunca pedía al entrevistado que hiciera una pausa. Saludó a Barbara con entusiasmo.
—La conozco. Quiero decir que he leído sus libros. Ése es un modo de conocer a las personas. De todas formas, la voy a coser a preguntas. ¿Podemos encontrar algún rincón tranquilo en este manicomio?
Barbara la condujo escaleras arriba, al dormitorio de Sam, el único lugar que seguía siendo sacrosanto.
—Es la habitación de mi hijo —explicó ella—. Está en Israel, en la Universidad Hebrea, tratando de encontrarse a sí mismo, o a su alma, o simplemente sobrellevando sus veinte años. Su padre era judío —añadió Barbara.
—Conozco todos esos datos. Tenemos un archivo de personalidades, y he estudiado su carpeta. Llámeme Gert, todo el mundo lo hace. Te llamaré Barbara, si no te importa. Estás llevando a cabo una operación maravillosa. Cuando venía en el avión hacia aquí, traté de recordar lo que Abe Lincoln le dijo a Harriet Beecher Stowe: «¿De manera que usted es la mujercita que dividió una nación e inició esta guerra?», o algo parecido. Pensaba aplicarte la frase a ti, aunque en sentido contrario, pero no resultaría adecuado.
—No, desde luego —convino Barbara—. La cabaña del Tío Tom pudo desencadenar la guerra civil, pero seríamos tontas si imagináramos que nuestros pequeños alfilerazos serán capaces de acabar con ésta.
—Puede ayudar, sin duda puede ayudar. Durante un par de horas antes de que llegaras, he estado hablando con tus voluntarias. Son unas mujeres estupendas. Pero, lo que más me sorprendió es que, más o menos, todas dijeron lo mismo. Desde luego, están interesadas en tu proyecto. Odian la guerra, y les horroriza la idea de que sus hijos mueran o queden inválidos. Pero, sobre todo, manifestaron un auténtico sentimiento de liberación. Hablaron de su frustración por ser amas de casa, por ser como zombies educadas desde el colegio, por estar apartadas de la vida, porque no consideran ninguna expresión válida de la existencia encerar los suelos, lavar la ropa de los chicos y hacerles la cena a sus maridos. No todas han hablado así, pero sí muchas de ellas. De esta manera, aunque sólo estén cerrando sobres, tienen la sensación de que forman parte de algo mucho más grande. Cuatro de ellas consideran que sus maridos son totalmente idiotas y que no tienen la menor idea de lo que sucede en Vietnam ni en ninguna otra parte. Están muy encolerizadas. Y gran parte de la cólera la proyectan contra sus maridos. Aun cuando no lo expresaran directamente, yo lo he podido comprender. Una de ellas tiene dos hijos, de dieciséis y dieciocho años respectivamente; me ha hablado de su vida, de cómo cría a sus hijos. —Consultó sus notas—. «Los despierto, los visto, les pongo el desayuno, lavo los platos, limpio la casa, preparo la comida. Cuando se hicieron mayores, salieron de la escuela. Nada cambió. Nunca he hablado con ellos acerca de la vida real, de la guerra, o de este asqueroso lío en el que estamos metidos, porque nunca he sabido nada. Y mi esposo nunca nos habló, ni a ellos ni a mí. Y me convertí en una imbécil, en un robot, informada por los anuncios de la televisión de que era la mujer más afortunada de la Tierra». Todo es tremendamente interesante, ¿no crees?
—No has perdido el tiempo —reconoció Barbara.
—¿No te sorprende este enfoque que le ha dado al asunto?
—Oh, no, ¡qué va! Está todo dentro de la misma línea.
—Esperaba que dijeras eso. Ahora bien, tu caso es diferente. Eres una mujer importante, triunfadora, famosa. Según mis investigaciones, nunca has formado parte de este naciente movimiento feminista, hasta que hablaste en ese mitin de Nueva York la pasada primavera. ¿Fue eso lo que te convirtió?
—No me he convertido. Debo declarar que nunca he tenido la oportunidad de aceptar mi papel como ama de casa. Lo fui durante un tiempo, en los dos años de matrimonio con mi primer marido, hasta que murió. No estoy segura de que fuera una época muy feliz, y supongo que ya sabrás bastante acerca de mi matrimonio con tu jefe como para comprender que tampoco lo pasé muy bien. Ése es un aspecto del asunto. La guerra es otra cosa. Nací en el año catorce, el año en que empezó la Primera Guerra Mundial. Toda mi vida me he visto envuelta en guerras. Estaba en París durante la guerra civil española, y el hombre al que yo amaba murió a consecuencia de aquella contienda. Vi la Alemania nazi desde dentro, y fui corresponsal de guerra en la Segunda Guerra Mundial. Mi segundo esposo murió en Israel en la guerra del año cuarenta y ocho. De modo que podrás comprender que, para mí, constituye como una obsesión esa práctica de asesinatos masivos que el hombre ha desarrollado. Digo el hombre intencionadamente, porque, según lo veo, la práctica de la guerra ha formado parte integral de la loca ideología machista que guía la vida de los hombres.
—¿Y relacionas esto con la opresión de la mujer?
—Claro que sí. La mujer concibe al hijo, lo cría, lo alimenta, lo educa, y entonces el hombre mete al niño en su máquina de guerra, y lo asesina.
—¿No es esto algo simplista?
—Lo es. Si tratas de coger la complejidad de la his toria humana y reducirla a una o dos frases, la cosa se vuelve muy simplista.
—Muy bien. Esto te convierte en feminista. ¿Que piensas acerca de los hombres?
—¿Comparados con qué? Es todo lo que tenemos, ¿no crees? No podría vivir sin amar a un hombre o sin ser amada por un hombre.
—¿Y no ves ahí una contradicción?
—No. El movimiento feminista no es antimasculino. Es una lucha contra una opresión muy antigua.
—¿Sin necesidad de odiar al opresor?
—No, porque la opresión destruye más al hombre que a las mujeres. Uno no puede ser libre si no lo está el otro. De cualquier modo, no podríamos hacerlo solas… Unicamente con ayuda del hombre.
—Muy bien, Barbara —dijo la periodista—. Vamos a cambiar de tema. Basta de feminismo. Hablemos de «Madres para la paz». ¿Cómo empezó la cosa?
Aquella noche, en el «Top of the Mark», con las luces de la ciudad brillando a sus pies como una gigantesca joya en medio de una densa oscuridad, Barbara le confesó a Boyd que estaba indecentemente contenta.
—Ésa ha sido siempre mi desgracia: contentarme con poco. Gert Simpson, que es mucho más inteligente de lo que seré yo en mi vida, me ve como una persona encolerizada y descontenta. Está equivocada, por supuesto.
—Por supuesto.
—¿Estás de acuerdo con ella?
—No —respondió Boyd—. No estoy de acuerdo con ella, pero tampoco te veo como un ángel contento. En este momento estás ahita de sancocho de almejas, mariscos y vino blanco, todo lo cual produce satisfacción. Desde donde estoy sentado, te veo como una mujer muy compleja que casi siempre me confunde. Le has dicho a esa Gertrude Simpson que no puedes vivir sin amar a un hombre o ser amada por un hombre. En lo que se refiere a ser amada por un hombre…, bueno, eso puedo comprenderlo. Pero ¿amar a un hombre? ¿Te estás acostando con otro?
—Es una pregunta muy personal.
—Haré la pregunta de otro modo, como dicen mis colegas. ¿Me amas?
—A veces.
—Eso ya lo arreglaré. ¿Por qué no te casas conmigo?
—Hace meses que no me lo preguntas. ¿Me lo preguntas ahora porque he estado fuera?
—En parte. Me siento terriblemente solo cuando tú estás fuera. Y también para subrayar ciertos aspectos de tu carácter.
—No es tan complejo, Boyd. Soy un año mayor que tú. He experimentado un cambio de vida, y dentro de pocos años tendré el cabello completamente gris. No querrás que me lo tiña.
—Nunca.
—De cualquier modo —dijo Barbara—, espero devolverte esos cinco mil dólares la próxima semana.
—No los quiero.
—Digamos que los guardas hasta la próxima vez que pida dinero.
—¿Y de dónde piensas obtener esas sumas?
—Voy a ir a Los Ángeles a hablar con algunas personas.
—¿Así, nada más?
—No. Carson lo está arreglando para mí.
—¿Carson?
—Sí, todavía somos muy buenos amigos. —Y después, tras unos minutos de silencio, Barbara añadió—: Boyd, estás enfurruñado. Te veo celoso.
—¡Claro que estoy celoso!
—Pero si él está muy bien casado…
—¡Vaya! Pero no felizmente casado.
—Muy pocos lo están.
—Y, por las buenas, el editor de ese periodicucho podrido, belicista y chovinista se convierte en simpatizante de un movimiento pacifista femenino… ¡Ya!
—A lo mejor no duerme bien. Va a publicar un reportaje sobre nosotras.
—Me reservo el juicio hasta que lo vea.
A última hora de aquella noche, en el apartamento de Boyd, yaciendo en la cama entre los brazos de él, Barbara le comentó, algo soñolienta:
—Ya ves, no es muy cortés sugerir que porque haya estado en Los Ángeles me he acostado con mi exesposo.
—No lo sé. Es bastante cortés sugerir que una chica vieja que tendrá el cabello gris dentro de pocos años es tan deseable que un apuesto hijo de puta como Carson no puede evitar meterle mano.
—¡Vete al infierno! —le dijo Barbara, bostezando.
Por la mañana, preparando el desayuno en la cocina de Boyd, Barbara oyó el teléfono.
—Voy a cogerlo —gritó Boyd. Después le dijo que la llamaba su madre.
Barbara redujo la llama bajo la sartén, fue a coger el teléfono y se preguntó cómo diablos habría podido dar su madre con ella en aquel lugar, a las ocho de la mañana.
—El pecado en San Francisco es un secreto a voces. Pero no padezco de voyeurismo. Sólo necesito ayuda. Sally está aquí. Ha pasado aquí toda la noche. Ha dejado a tu hermano. Parece ser un fracaso matrimonial.
—Eso suena como una insensatez.
—Quizá lo es.
—¿Por qué ha acudido a ti?
—Porque soy un refugio cómodo y seguro. Supongo que no tenía otro sitio a donde ir.
—Llegaré ahí en una hora. Dile que me espere.
—El problema es que lo comprendo muy bien —le dijo a Boyd mientras se desayunaban apresuradamente—. Lo hizo ya una vez, cuando llevaban casados sólo unos pocos años. Mi hermano Joe es una buena persona, amable y considerado, pero terriblemente aburrido.
—La mayoría de los hombres lo son —dijo Boyd, con la boca llena de comida.
—No seas tan condescendiente y superior, y no hables con la boca llena. Mi cuñada está un poco loca.
—Es un mal frecuente.
—Gracias. Ella ha sido la enfermera de mi hermano, que tiene consultorio en casa; es, además, ama de casa, madre y cocinera. Cuando empezamos este asunto de «Madres para la Paz», le dijo a Joe que podía contratar una enfermera, que él ganaba suficiente dinero, lo cual es cierto, y que atendía a todos los chícanos del valle sin cobrarles nada, lo cual es casi verdad. Sally se puso a recorrer la Costa Oeste, hablando en todos los pequeños mítines que hemos podido organizar. En su tiempo fue toda una estrella cinematográfica, y eso ha ayudado. Me siento preocupada, y responsable.
—Eso son tonterías. Tú no eres responsable. Y si ella ya estaba decidida a dar el paso…
—Oh, no estoy de acuerdo. ¿Recuerdas lo que dijo William Blake? «El que quiera hacer bien al prójimo debe hacerlo a alguien en concreto. El Bien General es la tapadera del picaro, del hipócrita y del adulador». No me gustan esos que aman a la Humanidad y desprecian a la gente.
—Ahora estás siendo juez y jurado. ¿Por qué no escuchas su versión?
—Ya lo sé, ya lo sé. —Ella echó hacia atrás su silla—. Ten la bondad de disculparme y acaba de desayunarte solo. Debo marcharme corriendo.
Barbara llegó a la casa de su madre sin ningún plan preconcebido. El divorcio la asustaba. La cosa empezó cuando sus padres se divorciaron, con lo cual destruyeron su mundo infantil; su propio divorcio de Carson Devron la había dejado deprimida, incapaz de trabajar. Su hermano Joe siempre había inspirado un sentimiento de remordimiento y de protección. Joe era totalmente vulnerable. Era uno de esos raros hombres que no podía matar un mosquito sin experimentar dudas y pesadumbre. No tenía defensas. Era un excelente y compasivo médico, en un mundo en que la medicina se practicaba con mucha frecuencia sin mucha compasión y con menos pericia. Barbara había contemplado cómo Sally llevó a cabo su decisión de casarse con Joe, una decisión que dependió muy poco de los deseos de éste. La Sally de hacía veinte años había sido una excitante joven, salvaje y encantadora. Todavía era hermosa, aún resultaba excitante, todavía poseía el mismo gancho cuando la vio recorrer inquieta, de un lado a otro, la sala de estar de la casa de los Lavette en Russian Hill. Jean, que no podía soportar escenas de ningún tipo, había desaparecido escaleras arriba.
—No —dijo ella enfáticamente—. No, Bobby, no comprendes porque tú eres igual que él: ¡una condenada santa! Y lo único peor que ser un estúpido santo es estar casado con uno así. —Y después se esforzó en asegurar a Barbara que no había querido ofenderla—. Sabes que te quiero, Bobby. Te admiro. Siempre lo he hecho. Tú has sido mi Juana de Arco.
—¡Deja de decir tonterías! —gritó Barbara—. ¿Quieres, por una vez en tu vida, mirar a la gente tal cual es? No soy ninguna santa, tampoco es Joe ningún santo. Soy una mujer llena de problemas, divorciada, en nada diferente a otros diez millones de mujeres. Pasé meses en manos de un psiquiatra, tratando de que me enderezara la mente, y mi hijo está a diez mil kilómetros de distancia intentando descubrir quién es, porque yo le he fallado tanto como les fallé a mis maridos. Así que deja esas tontas fantasías y entonces quizá podremos hablarnos como dos personas civilizadas. Ahora dime, ¿qué ha pasado entre tú y Joe?
—No ha pasado nada. Eso es todo, Bobby.
—Me lo tendrás que aclarar mejor —le dijo Barbara—. Y, por el amor de Dios, deja de moverte y siéntate.
Sally se dejó caer en un sofá.
—Muy bien, muy bien, ya me siento.
Barbara cogió una silla y se sentó delante de Sally.
—Dime algo sensato.
—Muy bien. Estoy aburrida.
—¿Sólo eso? Eso no es nuevo, Sally. Dicen que la mayoría de los hombres viven en una silenciosa desesperación. La mayoría de las mujeres viven en un silencioso aburrimiento.
—No soy como la mayoría de las mujeres. ¿Sabes lo que sucedió cuando fui a hacer aquella gira, para hablar a grupos de mujeres? Me sentí viva. No pretendo que ésa fue la causa por la que hablé. Odio esta loca guerra. Aunque Danny tiene sólo once años, ese canalla de Johnson puede hacer durar la guerra para siempre. Pero no fue eso. Fue salir de Napa, de esa terrible vida de pueblo; separarme de Joe: sí, de Joe. Sentí que había estado como muerta y que algún milagro me había revivido. Y después, en Hollywood, fui a los estudios de la «Paramount». Me creas o no, Mike, el vigilante de la puerta me reconoció, y después, en un pequeño restaurante que está cerca de la puerta de entrada, me reuní con toda una pandilla de amigos, jóvenes actores que no eran estrellas y algunos veteranos antiguos conocidos míos; y celebramos un mitin en el mismo restaurante; me entregaron casi ochocientos dólares. Tengo casi cuatro mil dólares en cheques en mi bolso, destinados a tu organización. No sé cómo interpretarlo, pero fue maravilloso. Posteriormente me invitaron a una fiesta aquella misma noche, y me acosté con alguien que conocí en los viejos tiempos, y no me importó en lo más mínimo: sólo me sentí viva y joven. ¿Sabes cuánto tiempo hacía que no me sentía así?
Después permanecieron sentadas en silencio, mirándose ininterrumpidamente una a la otra, hasta que Sally estalló.
—¿Es que no vas a decirme nada?
—¿Le explicaste a Joe lo del hombre de la fiesta?
—Se lo conté, y le dije que tenía que abandonarlo.
—¿Y qué te replicó él?
—¿Qué crees que dijo, Bobby? —Su voz era lastimera, llorosa—. Me dijo que comprendía lo que me había sucedido. ¡Dios mío! ¡Lo comprendió! Pero no es verdad. Me aseguró que me ama.
—Te ama.
—Con eso no basta.
—¿Qué sientes por él? ¿Lo amas?
—¿Es amor sentirse muerta? No sé qué es el amor, pero no me interesa. ¡Quiero sentirme viva! Tengo cuarenta años. He desperdiciado mi vida. Quiero renacer. Yo era una estrella. Escribí poemas y los publiqué. Y después dejé de existir.
El problema estribaba en que Barbara la comprendía y que no podía oponerle argumentos. Ninguno. Sólo pudo pensar que la vida es una porquería.
—Y me odias por todo esto, ¿verdad? —preguntó Sally.
—¡Oh, déjalo! Haz lo que debas hacer. No soy ningún juez. ¿Qué me dices de May Ling y de Danny?
—May Ling se pasa la vida en tu casa. Para ella, esto llena su existencia. Ayudará a Joe con Danny. Es lo bastante mayor como para comprenderlo.
—Nadie es bastante mayor —reflexionó Barbara—. ¿No quieres llevarte a Danny contigo?
—No puedo. Suficiente daño le he hecho a Joe. No puedo hacer eso. Vuelvo al cine. Sí, ya sé que no volveré a ser una estrella; no albergo tales sueños. Pero encontraré trabajo. No es vida para Danny, y May Ling no dejará a Joe.
—¿Se lo has dicho a ella?
—Sí, a los dos. —Sally empezó a llorar—. ¡Oh, Bobby! Me siento tan despreciable, tan culpable.
—No tan culpable como yo —confesó Barbara. Se acercó a Sally y la hizo levantarse—. Vamos, chiquilla, buscaremos a mi madre, tomaremos café juntas y hablaremos del futuro.
—¿No me odias?
—Esta mañana, no. Ya veremos cómo me siento el mes que viene.
Una semana después, Barbara cogió el avión de las once que salía de Los Angeles para regresar a San Francisco. La noche anterior había sido muy buena: llevaba en el bolso alrededor de nueve mil dólares en metálico y en cheques. Casi todo el dinero procedía de una vieja dama de ochenta y dos años, que era algo así como prima segunda de la abuela de Carson. Vivía en Pasadena y, según dijo Carson, poseía más millones de los que podía contar. Le dio a Barbara un cheque por seis mil dólares, explicándole:
—Esto no es para tu organización, hija. Perdí todo interés en semejantes organizaciones cuando encontré a nuestro pastor en la cama con mi sobrina, Agnes, que ciertamente no era su esposa. Esto es porque has tenido el suficiente valor para ir a la cárcel cuando todos los demás se han acobardado y corrido. Nunca comprenderé por qué te dejó escapar Carson.
El resto del dinero procedía de un director, un productor y tres actrices que la acompañaron a Carson y a ella en una cena. A última hora de aquel día, de regreso en la habitación de su hotel, sintió que necesitaba hablar con alguien acerca de su triunfo. Telefoneó a Boyd, despertándolo. Él escuchó, soñoliento, la felicitó y le dijo que iría a esperarla al aeropuerto.
—No es necesario.
—Quiero hacerlo. Necesitas un guardaespaldas.
—Muy bien. Eres un encanto. Ahora vuélvete a dormir.
Cuando cruzó la puerta de llegadas del aeropuerto sentíase llena de moral y excitada.
—Bien, ¿qué opinas de mi talento como recaudadora de fondos? Una nueva profesión. Tengo bastante dinero para pagar todas nuestras deudas. —Entonces reparó en el rostro de Boyd, que había acudido a esperarla—. ¿Qué te pasa, Boyd?
—No ha habido ningún herido, ningún muerto, pero ha sido algo terrible.
—¿Quieres hacer el favor de contármelo?
—Tu casa ha ardido la noche pasada.
—¡Oh, no! —Ella se le quedó mirando, impresionada, incrédula, mientras los ojos se le llenaban de lágrimas, dando a entender por su semblante que le suplicaba le confesara que sólo era una broma grotesca—. ¿Toda la casa? —preguntó ella con voz ronca—. ¿No ha quedado nada?
Él movió la cabeza.
—Esas viejas casas de madera, Bobby, arden como la yesca.
—¿Cuándo? —consiguió decir ella—. ¿Cómo sucedió?
—A eso de las cuatro de esta mañana.
«Todo, una vida completa, mis libros, mis cuadros, mis recuerdos… todo ha desaparecido. Estoy desnuda. ¿Qué voy a hacer ahora?».
—He hablado con Harvey —estaba diciendo Boyd—. Me ha dicho que tu seguro estaba en regla. Eso es un pequeño consuelo.
—No puede serlo, no puede serlo —murmuró Barbara, llorando.
—No llores, querida, por favor.
—No, soy una persona adulta. ¿Por qué tendría que llorar? Tenía escritas casi cien páginas de mi nuevo libro, guardadas en mi despacho. ¿Por qué tendría que llorar? No puedo repetirlo. No puedo volver a vivir mi vida. Me resultará imposible escribir de nuevo esas cien páginas.
Boyd la condujo hasta su coche. Ella se enjugó el llanto, tratando de pensar, de recordar todo lo que había en la casa. La colección de discos de Bernie, los álbumes de fotografías, una marina que siempre encantó a Dan y que su madre le regaló tras el fallecimiento de éste, el mobiliario Victoriano cubierto con tela de crin negra que había pertenecido a Sam Goldberg, todos los libros de ella, los adquiridos en la actualidad y los de su infancia, su colección de libros Oz, de L. Frank Baum, que tanto representaron para ella y después se los dio a Sam para que los leyera, los platos que había coleccionado, los artículos que había escrito para Manhattan Magazine cuando fue corresponsal en París, traducciones extranjeras de sus libros. Jamás había sido capaz de tirar un libro. También había una vieja muñeca que ella había conservado, en la que no había pensado durante años. Y, por supuesto, el manuscrito en el que había estado trabajando. Sin duda, otras cosas podrían ser remplazadas, pero no el manuscrito. Esto se había perdido. ¿Cómo podría volver a escribirlo? Y entonces, de pronto, recordó de forma brusca y dolorosa el material de «Madres para la paz», millares de folletos, adhesivos, efectos de escritorio, sobres, una máquina «Xerox» que acababa de alquilar, máquinas de escribir, botones de solapa, cintas magnetofónicas, banderolas, millares de placas con direcciones que servían para mantener unida la organización por correo, así como rollos de película para un documental que habían planeado. Todo se había perdido.
Hasta que estuvieron en el coche de Boyd, dirigiéndose a San Francisco, Barbara mantuvo silencio; él tampoco quiso interrumpir sus pensamientos. Cuando finalmente ella habló, lo hizo con cierta desesperación.
—¿Qué haré, Boyd? ¿Cómo puedo remplazar todo eso?
—Ya sé que hay cosas que no podrás remplazar nunca. Pero tu seguro es bueno y la casa será reconstruida.
—No aseguramos las cosas de la organización. Habría material en la casa por valor de cincuenta o sesenta mil dólares. Tú ya lo viste. Lo sabes. Y el sótano estaba lleno de cajas de cartón. Con lo que llevo en el bolso no podría pagar ni las máquinas que alquilamos. ¿Cómo podremos salir de esto?
—De momento no hagas nada, Barbara. Tienes que superar el disgusto, y después nos sentaremos tranquilamente y haremos algún plan. Después de todo, la organización existe en la gente que ha estado trabajando contigo, y ellos seguirán ahí, y te sorprenderá la ayuda que te prestarán.
—No sé. No lo sé, la verdad. ¿Estás seguro de que no había nadie en la casa, de que no ha resultado nadie herido?
—Absolutamente.
—Quiero ir allí ahora.
—¿Ahora? ¿Estás segura?
—Sí, por favor. —Después, al cabo de un rato, le preguntó—: ¿Cómo empezó el fuego? ¿Lo saben?
—No, aún no.
—¿Qué significa eso?
—Puede haber sido un incendio premeditado, pero ni la Policía ni los bomberos están seguros. Es muy difícil determinarlo con esas viejas casas de madera. Arden con mucha facilidad. No esperes recuperar nada.
—Pero ¿sospechan que el incendio ha sido premeditado?
—No lo saben, Barbara. Alguien pudo arrojar una colilla a una papelera. Ruth Adams fue la última en abandonar anoche la casa. Ella cerró la puerta. Pero ella no fuma, y jura que todo estaba en orden cuando se marchó.
—Estoy segura de ello. Ruth es muy cuidadosa. Es extraño, Boyd, siempre me he dicho que las cosas materiales no significaban nada para mí. Mi madre se desesperaba al ver cómo me vestía. Aborrezco comprar ropa, y ahora tengo un vestido y un suéter en mi maleta y me lamento por todo lo que contenía la vieja casa. Pero es que yo amaba tanto esa casa… ¿Has hablado con mi madre?
—Esta mañana. Quiere que vayas con ella.
—De acuerdo, pero primero quiero ver mi casa.
Se quedó inmóvil en la acera de Green Street, contemplando el montón de madera quemada a que había quedado reducido su hogar. Ruth Adams, Shela Abramson, Eloise y algunas otras de las voluntarias estaban allí, esperándola, junto con un grupo de curiosos y de policías. Su casa estaba completamente destruida. No se podía rescatar nada.
La mañana siguiente, Lucy Lavette estaba sentada frente a su esposo. Mientras se desayunaba lo observaba cuidadosamente, al tiempo que él leía la noticia del incendio que había destruido la casa de Barbara. Como de costumbre, ambos tomaban el desayuno en la solana de su casa de Pacific Heights. A Lucy le encantaba aquel entorno de flores y palmeras. La casa había sido construida por su padre, y ella estuvo siempre muy unida a su padre. Tras el fallecimiento de éste, ella insistió para que Tom decidiera trasladarse a esta residencia. Por su parte, Tom admiraba la antigua magnificencia de la vieja mansión, poseedora de cosas imposibles de encontrar en una casa moderna, por mucho dinero que uno se quisiera gastar. De modo que no se opuso a convertir en su hogar la casa en que su esposa pasó su infancia y juventud. Esta mañana distaba mucho de sentirse feliz; a pesar de sus frías relaciones con Barbara, Tom siempre había conservado, en el fondo de su mente, un punto de orgullo por el hecho de que ella fuera su hermana.
—¿Has leído esto? —le preguntó a Lucy.
—Oh, sí.
—Pobre Barbara. Adoraba esa ridicula casa. A mi modo de ver, es completamente demencial aferrarse a esas viejas casas de madera de las colinas. Cualquier día tendremos un incendio tan malo como en mil novecientos seis.
Lucy estiró la mano sobre la mesa y cogió el periódico.
—¿Has visto esto? —preguntó ella, poniéndose a leer la noticia—. «Además de ser la residencia de Miss Lavette, la casa era utilizada como oficinas centrales de la organización antibelicista que se denomina a sí misma “Madres para la paz”. Según Ruth Adams, una de las fundadoras de la organización, las pérdidas de “Madres para la paz” en material y equipo ascienden a setenta y cinco mil dólares. Aunque incapaz de confirmar esta cifra, Barbara Lavette, entrevistada posteriormente en casa de su madre, en donde ahora reside, declaró que le parece acertada la estimación de sus pérdidas. Al preguntársele si la organización continuará sus actividades. Miss Lavette dijo que esperaba que fuera así, aunque el quebranto económico ha sido tremendo».
Tom escuchaba en silencio, contemplando a su esposa. Ella sonrió ligeramente.
—Ya lo ves, querido —le dijo ella—, hay muchas maneras de hacer bien las cosas.
Él continuó mirándola fijamente.
—Le voy a enviar este recorte de Prensa a Austin Campbell. Creo que sabrá apreciar su significado.
—¿Consideras esto un afortunado accidente? —preguntó Tom fríamente.
—No hay accidentes afortunados. Sólo los tontos confían en los accidentes. No soy ninguna tonta.
—¿Qué tratas de decirme?
—Sólo que Campbell nos lo agradecerá.
—Dime, Lucy, ¿es que has mandado quemar su casa?
—Y, si lo hubiera hecho, ¿me condenarías? Olvídalo, Tom. Te habías metido en un problema más serio de lo que podías pensar. Mr. Johnson es un hombre vengativo, y aunque tu hermana haya sido sólo como un tábano, él no tolera fácilmente semejantes cosas. Ahora tú has resuelto tu problema. ¿Y qué daños ha sufrido Barbara? La casa estaba asegurada. Lo que debe hacerse, se hace.
—¿Cómo has podido? —preguntó Tom con voz ronca—. Ella es mi hermana. Y sin consultarme. ¿Qué soy yo? Esto me pone a la misma altura que la Mafia.
—No me hables en ese tono, Thomas. Cada día se hacen cosas peores que ésta… sí, por respetables empresas de negocios.
—¡Yo no! Podríamos haber sobrevivido a cualquier cosa que nos hubiera hecho ese odioso mandril de Texas. Si hubiese querido lucha, se la habría dado. ¿De dónde diablos iba a sacar buques cisterna si prescindiera de los míos? Estoy completamente seguro que no puede prescindir de mis servicios. Pero involucrarme en algo tan bajo como…, ¡quemar la casa de una mujer…!
—Tranquilízate, Thomas, y reflexiona. Sabíamos que estaba en Los Ángeles, y teníamos la seguridad de que la casa estaba vacía. Puede estar contenta de haberse librado de semejante casucha.
—¡Esto es horroroso! —gritó Thomas, levantándose y saliendo de la estancia.
Lucy permaneció sentada a la mesa y acabó su desayuno. Había presenciado esos estallidos de cólera de su esposo otras veces. Si se le dejaba solo durante unas horas, volvería a entrar en razón. Siempre lo hacía.