Dos

Barbara y Carson Devron se casaron en junio de 1959. Ya que ambos contraían matrimonio por segunda vez, la ceremonia se celebró en una pequeña capilla en la Grace Cathedral, después de lo cual se ofreció una sencilla fiesta en la casa de Jean, en Russian Hill. Barbara hubiese preferido una sencilla boda por lo civil en la oficina del viejo amigo de su padre, el juez Fremont, pero Carson le hizo ver que aquello no podía ser. La madre de Carson, Lila Devron, consideraba que puesto que habían transcurrido diez años desde su primer desafortunado matrimonio, éste debería celebrarse de un modo en consonancia con la posición de los Devron en Los Ángeles. Pero hacía sólo seis meses que Dan había muerto, y Jean se mantuvo firme en cuanto al dónde y el cómo se debería celebrar la boda. Finalmente estuvieron presentes en la recepción los padres de Carson, su tía Sophie y su esposo, Jamie, así como su hermana, Willa, acompañada por su esposo, Drew Anthony.

Por la parte de los Lavette, la representación era asimismo escasa. Asistieron el hijo de Barbara y sus dos hermanos, Tom y su esposa, Lucy, así como Joe Lavette y su mujer, Sally, lo cual no añadió comodidad o calor a la velada, puesto que Joe y Tom apenas se conocían, y Barbara y Tom no se habían hablado durante años antes de la muerte de su padre. De todos modos, Jean consideró que se debía hacer algún esfuerzo para que los Devron se llevaran una buena impresión de su familia, así como para hacerles comprender que los Lavette de San Francisco —Seldon por parte de la madre— eran iguales si no superiores a los Devron de Los Ángeles en riqueza, aspecto y buenos modales. A Barbara todo esto le pareció enojoso y más bien ridículo; sin embargo, estaba dispuesta a pasar por aquello poniéndose en el lugar de su madre y considerándolo todo como una parte del valeroso esfuerzo de Jean para sobrevivir a la muerte de su esposo.

En conjunto, las cosas no salieron del todo mal. Los Lavette se mostraron correctos y aun amables, tanto entre sí como con respecto a los Devron. Las cuatro mujeres Lavette, Barbara, Jean, Sally y Lucy, ofrecieron un buen aspecto y resultaron atractivas.

Pero, sobre todo, pisaban su propio terreno. Los Devron habían subido desde el Sur, y se consideraran como se considerasen, ningún natural de Los Angeles podía evitar un sentimiento de inferioridad con respecto a San Francisco. Pensaran lo que pensasen acerca de la mujer con la que se había casado su hijo, lo importante era que pertenecía a los Lavette, y éstos eran una de las pocas familias de California que se podían equiparar con los Devron.

Tanto en los asuntos sociales como en los económicos, los Devron seguían la pauta de Lila, y cuando Lila abrazó a Jean, se rompieron los restos de hielo. Carson, junto a Barbara, señaló que su madre era una mujer extraordinaria.

—Ambas lo son —dijo Barbara.

—Pero diferentes, muy diferentes, me imagino.

Él estaba pensando en una noche, durante la anterior semana, cuando Lila le espetó que la boda no se podría celebrar. Ambos se encontraban en el saloncito de Lila, contiguo al dormitorio de ella en la casa de Hancock Park. Lila le había pedido que acudiera, antes de la cena. Quería hablar a solas con su hijo. Lila inició la conversación recordando a Carson que él nunca la había desobedecido abiertamente.

—Hemos tenido nuestras diferencias, hemos discutido —dijo Lila—, pero nunca has hecho nada contrario a mis deseos.

Sabedor de lo que iba a seguir, Carson asintió y aguardó.

—No me estás facilitando las cosas.

—No, madre, así es.

—Muy bien, iré directamente al grano. Esa boda no se podrá celebrar.

—¿Así, sin más, madre? ¿Por qué no me diste tu ultimátum hace una semana o un mes?

—Admito que he sido algo tonta en ese sentido, pero no tan tonta como para permitir que te destruyas.

—¿Te das cuenta de que yo no veo las cosas de esa manera?

—Por supuesto.

—Me puedes desheredar —dijo suavemente Carson—, pero no podrías hacer mucho más en el sentido de castigarme…, excepto impedir que seamos amigos. Creo que te amo, pero no es suficiente, ¿verdad?

—No tengo intención de castigarte. Simplemente te lo prohibo. No quiero que te cases con esa mujer.

Carson sacudió la cabeza.

—¿Nada más?

—Me voy a casar con ella, madre. Eso es todo.

Y ahora, viendo a Lila abrazar a Jean Lavette, Carson reconoció que nunca conocería del todo a su madre.

Cuando Barbara le informó a su hijo que tenía intención de contraer matrimonio con Carson Devron, su reacción fue un silencio casi sepulcral, un recogimiento en sí mismo del que sólo es capaz un hijo de doce años. No se encariñó con Carson. Éste trató por todos los medios, mediante halagos, regalos, e incluso invitándose a sí mismo al cúter, de ganar su afecto. Carson era un buen navegante y propuso a Sam que éste fuera el capitán de la tripulación. Pero nada de esto surtió efecto. Sam permaneció encerrado en sí mismo.

—Lo malo no es lo que hace —dijo posteriormente Carson a Barbara—, sino lo que no hace. Creí que la embarcación ayudaría, pero sólo ha servido para empeorar las cosas. No hay forma de que pueda ganar su afecto.

—Dale tiempo, por favor —le rogó Barbara—. Él nunca ha tenido un padre. Él adoraba a su abuelo. Si tú me hubieras preguntado, te habría aconsejado que no hicieras referencia a la embarcación. Ésta era algo muy exclusivo de él y de Dan Lavette.

Cuando se anunció finalmente la fecha de la boda, Sam anunció que no asistiría.

—Eso no tiene nada que ver conmigo —dijo sencillamente.

Después, ambos hablaron. Era la primera vez que Barbara había hablado abierta y seriamente con su hijo, sin reservas, revelando sus propios temores y dudas.

—No sirvo para vivir sola —confesó ella—. Tengo cuarenta y cinco años y estoy asustada. Siempre te he tenido a ti. Pero semejante situación tendrá un fin, y antes de lo que puedes imaginarte.

—¿Por qué tendrá un fin?

—Déjame que te lo explique. No es algo fácil de expresar. Por tu propio bien, tu propio bienestar y tu propia vida, tanto tú como yo debemos arreglárnoslas solos. Siempre he tratado de que fuera así. Dentro de pocos años irás a la Universidad, y después… Bueno, lo que decidas hacer con tu vida. Podemos amarnos mutuamente, pero que el cielo nos ayude si nos aferramos el uno al otro.

—¿Quieres decir que no deseas tenerme a tu lado?

—Sammy, Sammy, cariño. Eso sería lo último que se me ocurriría. Quiero tenerte a mi lado. Deseo poder verte, abrazarte y alimentarte. Pero quiero que seas libre, y, del mismo modo, yo debo ser libre. Carson no es como tu padre, pero nadie podría ser como él, y yo no puedo retroceder en el tiempo y volverme a convertir en una mujer joven. He encontrado un buen hombre que me ama, y me siento afortunada, muy afortunada, y eso es algo que quiero que comprendas.

—Trato de hacerlo —dijo Sam—. Trato de hacerlo.

—Y deberás comprender asimismo que después de la boda, nos marcharemos de viaje durante unas semanas, Carson y yo. El curso habrá terminado para entonces. Si lo deseas, puedes ir a Higate.

Sam asintió.

—No te sientas dolido conmigo, por favor, querido —le rogó Barbara.

Ella se lo explicó a Carson posteriormente.

—No hay nada tan cerrado e inaccesible como un chico de su edad. De forma que tú decidirás. No lo enviaré otra vez al colegio. No puedo hacerlo. Sería demasiado terrible para él.

—Le daremos tiempo. No soy un ogro.

—Claro que no. Tienes razón. Le daremos tiempo.

—¿Y la luna de miel?

—Él se quedará en Higate. Es el sitio que más le gusta, y estaremos fuera sólo un mes.

Adam Levy era presidente de «Higate Winery». Su padre, Jake Levy, ahora con sesenta años, aún dirigía la granja en el Valle de Napa, y supervisaba el trabajo en las bodegas, pero en los años posteriores a la Prohibición, cuando Jake y Clair Levy compraron un lagar en ruinas y tres mil seiscientas cuarenta hectáreas de buena tierra por unos millares de dólares, la «Higate Winery» se convirtió en la cuarta en importancia del Estado de California. Tenía oficinas en la calle Sacramento, en San Francisco, así como un almacén en Los Ángeles, y al mismo tiempo que todas las hectáreas productivas de Higate estaban plantadas de viñedos, su producción había alcanzado tal volumen que tomaron en arriendo casi cuatro mil hectáreas en el Valle de Sonoma y habían empezado a comprar más vides en el Valle de San Joaquín.

Eso significaba que Adam Levy debía estar frecuentemente ausente del Valle de Napa, algo que su esposa Eloise aceptaba sin quejarse. Barbara le envidiaba su capacidad de vivir satisfecha en un mundo tan limitado. A sus cuarenta y un años, Eloise apenas se diferenciaba de la hermosa y vulnerable muchachita con la que Tom, el hermano de Barbara, se había casado, divorciándose después. Pero su hermosura, casi de tarjeta postal, con su rostro ovalado, ojos azules y cabello rubio, ocultaba a una mujer cuya vida estaba llena de dolor, ansiedad y temor. El dolor se lo causaba una migraña crónica, y su ansiedad era asimismo constante.

Ella vivía con temores concretos y otros vagos. El principio de sus ataques de migraña se presentaba a menudo sin avisar, y el dolor era terrible, no había un momento de su vida en que no esperara el ataque. Sus temores vagos eran diversos, y tenían su origen hacía años en la creencia de que el esposo del que se había divorciado, Thomas Lavette, le quitaría a su hijo. Cuando este miedo se desvaneció, después del nacimiento de Joshua, su segundo hijo, fue remplazado por una ansiedad amorfa que no tenía ninguna causa real y aumentaba su vulnerabilidad; y dado que ella poseía pocas defensas, adoptaba una actitud de imperturbabilidad poniendo semblante de muñeca, lo cual a menudo era tomado por estupidez. Mrs. Johnson, que era la asesora de Frederick en el colegio local, cometía este error. Había considerado oportuno visitar a la madre de Frederick en su casa, y ahora se preguntaba si todo lo que había dicho no le habría entrado por un oído y le habría salido por el otro, sin haber comprendido posiblemente nada de nada. Eloise se limitó a permanecer sentada escuchando, sin que su rostro denotara la menor emoción.

—Pero no es que él sea malo. ¿Es alborotador o entorpecedor?

—¿Entorpecedor? —preguntó Mrs. Johnson—. Sí, por supuesto, entorpecedor. Se burla de sus profesores. Eso es entorpecedor.

—Pero ¿cómo? No entiendo de qué manera.

—He estado tratando de explicárselo. Miss Catell es su profesora de inglés. Un día dio una lección; al siguiente, preguntó por el imput de los alumnos con respecto a la lección. Su hijo se atrevió a informar a Miss Catell que imput significa algo que se mete dentro, no algo que se gasta. Después prosiguió advirtiendo a la profesora que su conocimiento del idioma inglés era primitivo, en el mejor de los casos. Puede usted imaginarse él efecto que causó en la clase. Y también la impresión que se llevó Miss Catell.

—Pero ¿tenía él razón? —preguntó Eloise desesperadamente.

—No es cuestión de que tuviera o no razón, ni tampoco es la primera vez que él ha hecho algo semejante, y no sólo en la clase de Miss Catell, sino también en la de Mr. Pikwick, nuestro profesor de Ciencias, a quien corrige constantemente, y en su clase de estudios sociales… ¿Necesito proseguir? Si no consigo hacerle comprender a usted cuál es el efecto que causa en la escuela, entonces, realmente…

—Creo que comprendo —susurró Eloise—. Hablaré con él…

—Eso no será suficiente. Creo que debo pedirle que se lo lleve de nuestra escuela.

—Faltan pocas semanas para que acabe el curso —rogó Eloise.

—Me gustaría hablar con su padre.

—Mi esposo está en San Francisco. Pero mañana hablará con usted, se lo prometo.

Al día siguiente, Adam fue a la escuela y habló con Mrs. Johnson, y por la noche sostuvo una conversación con su hijo. A Fred siempre lo había considerado como un hijo propio. Al igual que Eloise, Adam hablaba suavemente, era una persona llena de ternura. Tanto con su madre como con su padre, Fred invertía los papeles, como si ellos fueran sus hijos, y nunca dejaba de emplear con ellos su mordacidad. Ahora escuchó a su padre y movió la cabeza con impaciencia.

—No soy un idiota. No puedo quedarme sentado allí un día detrás de otro, siendo supuestamente educado por idiotas.

—No son unos idiotas, Fred, son profesores muy calificados.

—¿Quién los califica?

—No estoy negando tu inteligencia —dijo Adam pacientemente—. Eres mucho más brillante que la mayoría de los chicos de tu edad. Esto debería darte mayor dominio sobre ti mismo a fin de superar esta situación. Tienes que concluir el semestre, y después, al cabo de otro año, irás a la Universidad.

—Lo intentaré —prometió Fred.

Silencioso y sombrío, Fred aguantó las siguientes dos semanas. Después empezaron las vacaciones de verano. Esperaba ansiosamente a que llegara Barbara con Sam. Al verlos, dirigió un breve saludo a Barbara y condujo a Sam, corriendo, hasta la parte superior de la colina, sin detenerse hasta que los dos chicos se dejaron caer sin aliento junto al viejo hogar de piedra.

—¡Oh, Dios mío! ¡Este lugar es real! —dijo Sam—. Todo lo demás es una mierda. Esto es real y, durante un mes, no tendré que ver a ese tiparraco con el que mi madre se ha casado.

—Veo que no te gusta Kit Carson.

—Puedes asegurarlo. ¿Y si le pidiera un trabajo al viejo Jake? ¿Crees que me daría uno? Me podría quedar todo el verano, quizá, si tuviera un trabajo aquí.

—¿Qué edad tienes ya? —le pregúntó Fred.

—Casi trece.

—Bueno, podrías intentarlo. Eres casi tan alto como yo. Este verano nada de manada de lobos, porque estoy trabajando en la planta embotelladora. Excepto los fines de semana. Causé algunos problemas en la escuela, y por poco me expulsan. Me hubiera gustado que lo hubiesen hecho. Yo era demasiado listo para esos idiotas que llaman profesores, pero ya les di para ir pasando.

—Oh, Jesús, me habría gustado que hubieses estado en Roxten conmigo. Te necesitaba, Freddie. Me hicieron la vida imposible. —Se volvió hacia su primo y le preguntó con curiosidad—: Pero ¿por qué querían expulsarte? Mamá me ha dicho que saliste con todos los honores, y además perteneces al equipo de baloncesto.

—Es a causa de mi conflictivo carácter. Un ejemplo. Ese tipo, Burns, enseña estudios sociales. Habla acerca de gente de pedestal. Se refiere a la gente que uno pone en un pedestal. Yo aborrezco la forma de expresarse de la revista Time, y de cualquier modo, él no dice pedestal, sino pederasta. De modo que me levanto y digo: «Mr. Burns, supongo que no querrá decir pederasta». Él me mira despectivamente y me pregunta: «¿Qué diablos es pederasta?». Fíjate, ¡madre mía! No sabe lo que significa esa palabra. Me sentí obligado a explicarlo. ¿Podía yo hacer otra cosa, Sammy?

—Claro que no —admitió Sam, tan ignorante como Mr. Burns del significado de la palabra.

Llevando la maleta de Sam, Barbara siguió a Eloise escalera arriba hasta la habitación que Sam compartiría con Joshua, el hermano de once años de Fred. La habitación era agradable y soleada. Barbara expresó su satisfacción.

—No sé cómo agradecértelo —dijo Barbara.

—Barbara, te quiero, y queremos a Sam, y los chicos están locos por él. Además somos familia, e hiciera lo que hiciese, nunca podría corresponder lo suficiente a la amabilidad tuya y de tu madre.

Barbara pensó que no había forma de pagar aquello. Aquel lugar en el Valle de Napa, con sus amplios edificios de piedra, sus niños y perros, así como interminables filas de vides, como una gigantesca alfombra de nudos, le había dado una familia. Sin la gente que vivía allí —Jake Levy y su esposa, Clair; la vieja dama, su madre; Adam y Eloise, así como el hermano de Barbara, Joe, con su esposa Sally— sin ellos estaban solos ella, su madre y Sam. En otros lugares, tener una familia era cosa normal, pero California era aún una tierra de exilio.

Eloise preguntó por Jean.

—Pues, mira, no sé —dijo Barbara—. Hay días en que parece volver a ser ella misma, pero después vuelve a presentarse la depresión.

—Le he rogado que venga y esté conmigo.

—No. Hasta Oakland es una tierra salvaje según el punto de vista de mamá. No se moverá de San Francisco, y casi nunca pone el pie fuera de casa. Ya sé que supondría un sacrificio para ti dejar a los niños, pero si pudieras pasar aunque fuera un día o dos con ella… Jean te quiere, Eloise.

—Veré lo que puedo hacer. Me gustaría. Tengo bastante ayuda para llevar la casa, y Adam comprenderá. ¿Cuándo os marcháis tú y Carson?

—Mañana. Iremos en vuelo a Nueva York, y después tomaremos el Cristoforo Colombo para desplazarnos a Génova. Pasaremos una semana en Florencia y Roma, y posteriormente dos semanas en un hotel de Ischia, en la bahía de Nápoles.

—¡Qué maravilloso! ¡Cómo te envidio!

—No sé… Bien, espero que resulte bien. Estaremos fuera cinco semanas.

—Claro que resultará bien. Nunca conocí una auténtica luna de miel. La primera vez, con Tom, fue algo desgraciado, y cuando me casé con Adam no tuve valor para dejar a Freddie.

—Ya lo sé —admitió Barbara—. Tengo mis problemas, pero Carson necesita descansar un poco del periódico, y yo me siento tan vieja. Ya sabes que tengo cuarenta y cinco años.

—Nunca has tenido mejor aspecto. No has cambiado ni un poco desde la primera vez que nos vimos.

Barbara se echó a reír.

—¡Qué tontería!

—Es verdad. Si yo planeara una luna de miel, tendría que empezar en París.

—Sí. Eso es lo que dijo Carson.

Estuvieron a punto de tener su primera pelea real. Carson propuso que comenzara su luna de miel pasando una semana en París.

—Te dije que yo estaba con la segunda Acorazada cuando entramos en París, y nunca he regresado allí. Siempre tuve intención de hacerlo, pero, por alguna razón, no me fue posible. Me gustaría ir allí contigo, sobre todo teniendo en cuenta lo bien que hablas el francés. Bueno, valdría la pena, ¿no crees?

Barbara movió la cabeza.

—No. No lo veo así, Carson.

—¿Por qué?

—No puedo ir allí de luna de miel. Trata de comprender.

—¿Qué debo comprender? ¿Es por Marcel? Hace veinte años que murió. ¿O es por Bernie? Murió hace diez años. ¿Es que nunca olvidas?

—Los dos están muertos. No deseo hablar de ellos.

—Sin embargo, es por eso, ¿verdad? Y si es así, razón de más para ir a París y deshacernos de ambos fantasmas.

—No hay ningún fantasma —dijo suavemente Barbara—. Quiero que este viaje sea positivo y maravilloso. En toda mi vida nunca he hecho un viaje de vacaciones relajada y feliz. No podría sentirme así en Francia.

—Lo cual significa que nunca pisaremos Francia.

—No, no, Carson. No es eso. Iremos a Francia… Adonde quieras ir. Pero, por favor, no en nuestra luna de miel.

Su reacción reveló un aspecto de su carácter que ella aún no le conocía. Él se enfurruñó. Se apartó de ella. Se mostró como un muchachito frustrado. Lo único bueno es que el enfado duró sólo una hora aproximadamente. Más tarde, él le dijo:

—He sido un idiota con este asunto. Claro que comprendo tus razones.

Barbara no estaba segura de haberlo entendido ni ella misma, ni de que Carson lo hubiera hecho. Ahora le dijo a Eloise:

—No sé por qué te estoy explicando todo esto. Pero es que estoy tan asustada…

—¿De qué?

Se habían invertido los papeles. Siempre había sido Eloise, asustada por todo, quien había acudido a Barbara en busca de apoyo.

—De lo que he hecho —confesó ella—. De este matrimonio. Sucedió que el mundo se rompió en pedazos con la muerte de mi padre… y ésa fue la razón.

—Pero, Bobby, él te ama y tú también lo amas.

La expresión del rostro de Eloise era tan triste que Barbara se echó a reír.

—Por completo. Y viviremos felices por siempre jamás.

Cuando el doctor Kellman informó a Jean que le gustaría recetarle unas pastillas para dormir, pero sólo cuatro a la vez, ella lo miró con asombro, y después soltó una carcajada. Era la primera vez que Kellman la veía reír desde la muerte de Dan.

—Milton, es un sol, tan preocupado y solícito. No te preocupes, no voy a quitarme la vida.

—Nunca se me ha ocurrido nada semejante.

—¿Ah, sí? Entonces, ¿por qué cuatro a la vez…, ya sabes lo tonto que es eso, Milton? Podría guardarlas durante varias semanas, y después finis. No temas. Duermo poco, pero sé que es algo propio de mi edad. Tengo sesenta y nueve años, ya lo sabes, y eso significa ser una vieja. A propósito, ¿es ésta una visita profesional?

Kellman se había presentado inesperadamente y ahora, de pie e incómodo en el salón, él le aseguró que no era así. Era un hombre delgado, calvo, de unos cincuenta y pico años, con gafas de gruesos cristales. Miraba a aquella mujer alta, de cabello blanco, que tenía frente a él.

—Nada de vieja —le dijo—. Tiene buena salud. Lo que necesita es aire puro y ejercicio.

—Supongo que todo esto se lo ha recomendado Barbara. Y si ésta no es una visita profesional, sentémonos y tomemos algo… ¿una copa? No, creo que es temprano para los dos, y no me estoy volviendo una alcohólica, si eso es lo que sospechas.

—Nunca lo he pensado.

—¿Tomamos té?

—Un té nos sentará bien. Dispongo de veinte minutos. Les quito diez a mis pacientes y otros diez al hospital.

—Te envidio. Yo no tengo nada. Desde la mañana hasta la noche, nada. Y no me compadezco; me limito a señalar un hecho.

—Entonces eso deberá cambiarse.

Tomaron asiento en el pequeño cuarto para desayunos, situado en la parte posterior de la casa. Desde la ventana se dominaba la bahía y el puente. Ella y Dan habían estado frente a frente en aquel lugar en múltiples ocasiones. Kellman admiró la vista.

—Siempre he soñado con una vista de la bahía y del puente. Nunca lo he logrado.

—La bahía estaba aquí cuando Dan y yo construimos la casa —comentó Jean—. El puente no. Pero ya sabes, Milton, se llega a un punto en que uno no se fija en las cosas. Tiene que haber otra persona, si no, carece de significado. Uno no le hace aprecio. Había veces en que Danny y yo veíamos la televisión; no muy a menudo, sólo de vez en cuando. No puedo verla sola. Sería un fastidio.

—Porque se encierra en casa. La bahía está ahí, y también el puente. Salga. Pasee. Coja los tranvías. Vaya de compras.

Sonriendo, Jean asentía.

—Los doctores son maravillosos.

—¿Le hago una receta para las pildoras? Un largo paseo le sentaría mejor.

—No, olvídese de las pildoras. Se preocuparía demasiado.

Jean lo acompañó hasta la salida, cerró la puerta cuando él se hubo marchado y después se miró al espejo del vestíbulo. Examinó atentamente las arrugas en torno a sus ojos y labios, se estiró un mechón de cabello, se echó los hombros hacia atrás.

—¿Qué dirías, Danny? —murmuró ella—. ¿Una hermosa figura de mujer? Bueno, no realmente. Tú escogerías tus palabras más cuidadosamente, ¿no es así? Como un toque de orina y vinagre… sí, algo semejante. Supon que lo intentamos.

Élla fue al piso de arriba y se puso un traje de lana marrón, la chaqueta sobre un suéter de casimir. Se peinó, consideró la posibilidad de teñírselo, y se lo sujetó por la parte posterior del cuello de una manera que a ella le pareció rejuvenecerla excesivamente unos treinta años.

«Al diablo con aquella idea —pensó—. Me gusta de esta manera, y también le habría complacido al viejo Dan». Llamó a su ama de llaves.

—Mrs. Bendler. ¡Voy a salir!

—¿Digo que le traigan el coche?

—No. No quiero coche.

—¿Volverá usted para la cena?

—No lo sé. Puede irse a casa. Probablemente comeré un bocado en cualquier parte y me meteré en un cine.

Fuera, brillaba el sol y el viento soplaba con fuerza.

«Ya han pasado siete meses —se dijo cuando empezó a descender colina abajo—, siete largos y podridos meses. Ya es hora de que deje de llorar».

La razón por la que Barbara estuvo a punto de perder el transbordador del hotel desde Ischia hasta tierra firme fue que se detuvo en el pueblo a comprar un pañuelo de seda. La calle llena de bonitas tiendas que arrancaba del puerto de Ischia siempre le hizo sentirse incómoda; y los precios eran asimismo desorbitados. Se entretuvo demasiado rato con los pañuelos, consultó su reloj, y pagó por el que ya tenía en la mano, de color azul pálido. Después echó a correr hacia el muelle. El hermoso transbordador, semejante a un yate, ya se había separado del muelle. En popa, un hombre alto y de cabello gris, le hizo una mueca y gritó:

—Si es saltadora, lo puede lograr.

La separación era de más de un metro, y cada vez era mayor. Sin pensarlo dos veces, Barbara dio el salto. El hombre estiró los brazos y la sujetó cuando ella se tambaleó en el borde. Una vez Barbara hubo recuperado el equilibrio y el aliento, le dio las gracias y le dijo que la había salvado de un baño desagradable.

—¿Nada usted?

—Muy bien.

—Entonces no he salvado su vida, ¿verdad?

El hombre tenía acento italiano, y la observaba interesado y divertido. Era muy alto, más de metro ochenta, quizá de unos cincuenta y cinco años, delgado, con ojos azul pálido y un talante reservado aunque agradable.

Le resultaba vagamente familiar, y Barbara tenía la sensación de que lo había visto en el hotel.

—Mi vida no, pero mi pañuelo se ha quedado ahí —dijo ella, señalando hacia donde el chal azul flotaba, retrocediendo—. Pero se lo agradezco… Creo que no nos conocemos.

—Estoy en el hotel. No, no nos conocemos. La he visto con ese apuesto joven… ¿Es su esposo?

—Sí, soy Barbara Devron.

—Encantado de conocerla. Me llamo Umberto Leone, y ya que no he salvado su vida ni su pañuelo, quizá podría pagar mi torpeza invitándola a un cappuccino o a un coñac.

Barbara no vio ninguna razón para negarse. El viaje de Ischia a Nápoles tardó más de una hora, y resultaba más agradable estar sentada en la cubierta superior tomando café y hablando con un italiano encantador que permanecer sola y mirar a las gaviotas. Por otra parte, además de Urberto Leone, los únicos pasajeros eran cuatro rollizas señoras alemanas con las que Barbara no quería saber nada.

Y Leone era encantador. Poseía ese don italiano de hacer sentirse a una mujer muy importante sin asediarla de forma molesta. Le dijo a Barbara que estaba casado, que tenía cuatro hijos y que era presidente de una pequeña compañía automovilística de Milán.

—Pero, una vez al año —dijo él—, me paso dos semanas en Ischia. Todavía es el lugar más hermoso que conozco… por el momento. Dentro de unos pocos años, sin duda, se convertirá en otro Capri, pero aún no. Y con esta adorable embarcación, uno tiene Nápoles al otro lado de la bahía. Adoro Nápoles. Es la verdadera Italia. Sí, existe pobreza, hay ladrones y mendigos, pero también están los napolitanos.

—Ya lo he notado —admitió Barbara—. Lo encuentro más excitante que Roma, y más pintoresco. Mi esposo no está de acuerdo conmigo. La pobreza le repele.

—Es comprensible, teniendo en cuenta que ustedes son de California.

—¿Cómo? No le comprendo.

—He estado allí sólo dos veces, pero siempre lo he visto como un lugar en donde no existe la noción de la pobreza.

—No sé si eso es un cumplido o no —dijo Barbara riéndose—. Pero está usted equivocado, Mr. Leone. Tenemos nuestra pobreza…, demasiada, desde nuestro punto de vista.

—Quizás. Un turista ve lo que se supone debe ver. Pero, dígame… ¿por qué este viaje a Nápoles sola? Para la mayoría de norteamericanos son preferibles las tiendas de Ischia.

—No he salido de compras. Voy a volver a Pompeya. Estuve allí con mi esposo la semana pasada, pero sólo durante unas pocas horas. Ese lugar me fascinó, de modo que he decidido regresar sola y pasar allí un día entero.

—¿Es que a su esposo no le gustó?

—Sí. Pero considera que con una visita basta. Él se va a pescar, y a mí no me gusta la pesca. Además, ambos consideramos que será beneficioso que pasemos un día separados.

—Es posible. ¿Hace tiempo que está usted casada?

—Hace unas pocas semanas. Estamos en nuestra luna de miel. —Él la miraba con curiosidad, y Barbara añadió—: Ambos nos hemos casado por segunda vez, por si le interesa saberlo.

—Nunca llegaría a la descortesía de preguntarlo. Ustedes dos forman una espléndida pareja, de modo que la gente se fija en ustedes y se hacen comentarios. ¿Es su marido un editor de periódico?

—Sí, el Los Angeles World. El inglés de usted es excelente. ¿Ha vivido en Inglaterra o en Estados Unidos?

—Viajo mucho. Y, durante la guerra, estuve con sus fuerzas. Entonces no era un fabricante de automóviles. Despreciaba a Mussolini.

—Pero, teniendo en cuenta que soy una norteamericana rica, usted creerá que yo lo admiré…

—Posiblemente —contestó él extendiendo las manos—. Pero lo dudo.

—No lo admiré. En lo más mínimo. Y ya que estamos en plan de confidencias, ¿no pone su esposa ninguna pega a que pase usted unas vacaciones solo?

—¿Por qué motivo? Ella es una mujer inteligente. Y ésta es una válvula de escape. ¿Sabe?, nuestro matrimonio es feliz, pero yo también soy un hombre. No soy un prisionero. Tampoco ella.

—Eso es muy progresista —dijo Barbara, sonriendo ligeramente— para un…

—Usted quiere decir para un italiano.

—¿De verdad? Entonces, perdóneme.

—No hay de qué. ¿Por qué debería saber usted más acerca de los italianos de lo que yo conozco de los norteamericanos?

—Porque yo soy medio italiana. Ésa es una razón.

—¡No! ¿De verdad?

—De verdad. Dos abuelos eran italianos. Nunca los conocí. Murieron antes de que yo naciera. Los otros eran protestantes norteamericanos blancos de pura cepa. De modo que ya lo ve: debería tener una idea acerca de todo esto. Pero temo que no es así.

—Es usted una mujer interesante, Mrs. Devron. ¿Cómo ha pensado usted llegar hasta Pompeya?

—En el puerto hay taxis. Alquilaré uno para todo el día.

—Tengo mi coche en el muelle. No quiero presionarla ni darle la impresión de que la quiero conquistar. No tengo otros motivos más que la perspectiva de pasar unas cuantas horas agradables. De cualquier modo, me encantaría poderla llevar en mi coche hasta Pompeya.

—No… no, realmente no es necesario. Es usted muy amable…

—No se trata de amabilidad. En lugar de pasar el día solo, gozaría de una compañía encantadora. Soy una persona bastante civilizada, de modo que estoy seguro de que usted no tendrá…, bueno, ¿cómo podría expresarlo en inglés?, digamos que momentos incómodos. También, al ser italiano, hablo este idioma. ¿Y usted?

—No, yo no lo hablo.

—¡Ah! ¿Ve cómo podría serle útil? Acepte mi invitación, por favor. Y si le resulta inconveniente que su esposo se entere de que ha ido a Pompeya en el coche de un hombre al que apenas conoce, entonces mis labios permanecerán cerrados.

—No, si vamos allí juntos, no hay razón de mantenerlo en secreto. Estoy casada. No soy una esclava.

—¡Bravo! Entonses, ¿acepta usted?

—No. Es muy amable de su parte, pero creo que no debo hacerlo.

Sin embargo, para cuando el transbordador llegó al puerto de Nápoles, Barbara ya había aceptado la oferta de Leone. La verdad era que ella estaba aburrida, y que si bien deseaba volver a visitar Pompeya, no soportaba la perspectiva de pasar un día sola, ni podía aceptar la idea de que posiblemente se había aburrido otros días de su luna de miel, que algo dentro de ella había sufrido una transformación o cambiado, que había entrado en un matrimonio con un poso de profundo recelo. Amaba a Carson; cuando se preguntaba a sí misma si realmente lo amaba, ella se respondía siempre de forma afirmativa y simplista; amaba a su esposo.

El coche de Leone, aparcado junto al muelle, era un modelo deportivo aerodinámico y lujoso, de color negro.

—Es un Carlotta—, así se llama mi mujer. Es mío, quiero decir que los fabrico yo —explicó él, casi en tono de disculpa—. Somos una pequeña compañía, fabricamos entre doscientos y trescientos coches cada año, pero cada uno es como una obra de arte. No quiero ser presuntuoso. Verdaderamente, me disgusta la gente que convierte el automóvil en un fetiche. Pero fabricarlos es mi modo de vida… —Guardó silencio. Estaba algo cohibido.

Barbara sintió que aquel hombre le gustaba. Le encantaba su franqueza, que la tratara como a un igual en inteligencia.

—Es un hermoso coche —dijo ella—. Y yo vengo de un lugar donde los coches son una ideología y como fetiches, de manera que, por favor, no pida disculpas. Alguien que construye algo tan bello no debe disculparse.

—Pero a usted no le interesan los coches, la ropa…

—¿Es eso una forma discreta de decirme que visto horriblemente?

—Usted viste de forma maravillosa, pero con desinterés. Usted cree que tiene buen aspecto poniéndose lo que se ponga. ¿No estoy en lo cierto? Usted recorre las tiendas de Ischia para comprar un pañuelo, y luego lo pierde al saltar, pero ni siquiera lo comenta.

—La arrogancia de una mujer rica.

—A lo mejor no.

Cruzaron Nápoles en coche. En la carretera hacia el Sur, Leone le preguntó:

—¿Ha visto usted alguna vez el Vesubio?

—¿El volcán? No.

—Entonces, ¿sería usted capaz de ir a Pompeya sin ver el monstruo que la embalsamó con cenizas? Creo que no. Será sólo cuestión de una hora echar un vistazo al Vesubio, y usted nunca lo olvidará.

La forma en que el coche deportivo negro ascendía por la sinuosa carretera que conducía hasta el Vesubio, hizo creer a Barbara que Leone había sido en un tiempo piloto de carreras, pero ya que él no lo había mencionado, ella no lo sacó a colación. Ella estaba llena de sentimientos de culpabilidad y de reservas mentales. Sin embargo, Barbara disfrutaba enormemente. Leone había levantado la capota del coche, y el viento, al dar con fuerza en el rostro y en el cabello de Barbara, la hizo sentirse más viva, más despierta que nunca en todos los meses transcurridos desde la muerte de su padre. El riguroso mundo de los Devron y los Lavette por el momento quedaba olvidado. Dejaron el coche aparcado y fueron con el funicular hasta casi el borde del gran volcán. Después se situaron en el propio borde. Cuando Barbara se inclinó mucho para ver mejor el humeante interior, Leone la cogió por la cintura y después le pidió rápidamente perdón.

—Es peligroso —explicó él—. ¿Es que nunca considera el peligro?

—No, no muy a menudo.

—Ya me he dado cuenta. Es mejor tener un poco de miedo. Después conduciré más cuidadosamente. —A continuación él siguió hablando de carreras automovilísticas cuando era más joven, pero lo hizo con disgusto—. Poner en riesgo una vida por eso… ¡es estúpido!

—Sin embargo, usted fabrica coches que van a ciento ochenta kilómetros por hora.

—Eso es porque a la gente le gusta. No, es una excusa necia. Los fabrico porque el vehículo en sí es hermoso.

Almorzaron en el restaurante para turistas en Pompeya; el vino tinto fue excelente, pero la pasta no era muy buena.

—Los spaghettis del Sur no son de lo mejor, excepto quizás en un lugar de Capri —se disculpó él.

—Conozco el sitio.

—¿De verdad?

—¿Ha oído hablar usted alguna vez de Richard Halliburton? —Él negó sacudiendo la cabeza—. No, estoy segura de que no. Era un escritor norteamericano que recorrió el mundo buscando aventuras, aventuras pasadas de moda tales como cruzar a nado el Bosforo y escalar los Alpes; de cualquier modo, lúe un héroe de mi juventud así como de otro millón de muchachas, y una de las cosas que hizo fue nadar en la Laguna Azul. Bueno, le hablé a Carson de eso, y no se le ocurrió otra cosa más que alquilar una barca de remos e ir a la Laguna Azul para nadar. Creo que se lo estropeé, porque yo también nadé allí, y luego vimos aquella escalera metálica y, en la parte superior del acantilado, aquel pequeño restaurante, con mesas fuera dominando la bahía.

—Sí, conozco el lugar —dijo Leone sonriendo.

—Comimos spaghettis con salsa dulce de mantequilla y bebimos vino tinto. Fue un manjar de dioses.

—Y su Carson… ¿le gustó a él tanto como a usted?

—Más.

Siguieron hasta Pompeya. Leone observó a Barbara cuando ella se halló en el foro, con la barbilla levantada, los hombros echados hacia atrás, como si mediante algún hechizo, ella pudiera hacer retroceder el tiempo y resucitar la ciudad.

—Hasta ahora me he contenido para no decirle lo hermosa que usted es. Estoy seguro de que lo habrá oído decir demasiadas veces.

—Tengo cuarenta y cinco años, Mr. Leone —le contestó ella secamente.

—Eso no cambia las cosas. La llamaré Barbara si usted me llama a mí Bert. No hemos sido debidamente presentados, pero llevamos juntos cinco horas.

Barbara lo estudió reflexivamente antes de contestarle.

—Si así lo deseas…

—Sí, lo deseo. Tengo diez años más que tú. Barbara. Mrs. Devron. Mr. Leone. Ridículo. Ni siquiera te he cogido del brazo. Somos amigos… eso creo. ¿Por qué todas las mujeres norteamericanas consideran que los italianos son anormalmente amorosos?

—Su tono quitaba intención a sus palabras.

—Me gustaría que fueran normales en cuestiones amorosas.

—¡Vaya! Entendido. Me resulta difícil creer que seas medio italiana. Eres demasiado norteamericana, lo cual resulta delicioso.

—¿Del mismo modo en que son deliciosos los niños tontos? Pero no quiero permanecer aquí y parlotear. Aún no he visto la mitad de la ciudad, y no voy a regresar aquí por tercera vez.

Bajaron por la Strada dell'Abbondanza. Barbara estaba llena de una insaciable curiosidad. Entraba y salía de las casas, se quedaba parada en los jardines, fascinada por la antigua panadería, los frescos, los talleres.

Leone la seguía atentamente, observándola con interés y hablando poco. Ella se volvió hacia él una vez, para preguntarle si se aburría.

—No, en modo alguno.

—Pero ya has estado aquí antes.

—Muchas veces. Pero nunca contigo.

—Eso es muy amable. Pero puedo coger un taxi para regresar a Nápoles.

—Tonterías. Me estoy divirtiendo. Pero, dime, Barbara, ¿qué te resulta encantador de este lugar?

—No estoy segura… —Ahora se estaban aproximando al anfiteatro—. ¿Entramos?

—Si tú quieres —dijo Leone.

Cruzaron la puerta y pisaron el herboso suelo del gran anfiteatro. Se quedaron en el fondo, alzándose sobre ellos las filas de asientos.

—¿Qué decías…?

—Creo que el sentido de una ciudad es que la gente tenga algún propósito, que su comunidad tenga algún sentido. Éstos vivían en un lugar en donde habían vivido sus padres y sus abuelos. Era una ciudad, pero también era un lugar en donde todo el mundo se conocía. Tenemos algo así en San Francisco, pero nuestra ciudad es mucho más grande… —Ella contemplaba las filas de asientos—. Este anfiteatro es demasiado grande… Me refiero para una ciudad tan pequeña.

Leone asintió.

—Lo bastante grande para toda la ciudad: para los adultos y también los niños. ¿Sabes?, ésta era su obsesión: sentarse aquí y ver cómo los hombres se mataban entre sí.

—¡Oh, no! Eso no es verdad —protestó Barbara—. Shaw dice que todo era una farsa, que los gladiadores no se mataban.

—Ya sé lo que dice vuestro George Bernard Shaw; era un hombre muy inteligente, pero estaba equivocado. Los gladiadores se mataban. En el año cincuenta y nueve, una pareja de gladiadores de la ciudad de Nuceria estaba luchando contra dos gladiadores locales en esta misma arena. Entre la multitud había unos setecientos nucerianos, que habían venido a ver luchar a sus gladiadores. El resto de los asientos, unos doce mil, estaban ocupados por los ciudadanos de Pompeya. Pues bueno, la muchedumbre enloqueció, tal como suele suceder algunas veces con las masas, y se arrojaron contra los nucerianos, matando hasta el último de ellos. Fue un terrible baño de sangre. Así que, ya ves, la vida que llevaban no puede ser definida por esta bucólica y apacible ruina.

—¿Es verdad lo que me estás diciendo? —susurró Barbara.

—Por completo. Cuando regresemos al hotel encontrará en la biblioteca una historia de Pompeya. Puedes comprobar lo que te he dicho.

—Pero ¿cómo unas personas crean una ciudad tan hermosa como ésta y comportarse como animales?

—¿Animales? No, los animales no hacen cosas así. Personas. Recuerda que yo he vivido la guerra.

—Yo también —dijo Barbara en voz baja—. Estaba en Alemania. Tienes razón, Umberto, los animales no hacen semejantes cosas.

De regreso a Nápoles en coche, Leone le dijo:

—¿Amas a tu esposo?

—Sí, lo amo.

—En plan egoísta, me gustaría que lo odiaras.

—¿Odias tú a tu esposa?

—No la amo ni la odio. Es mi mujer…

Carson se estaba vistiendo para la cena cuando Barbara llegó a su suite en el hotel. Él la besó y después advirtió que no tenía un aspecto muy feliz tras su segunda excursión a la Antigüedad.

—Esa arena me ha impresionado, y me ha puesto algo melancólica. Lo superaré. Pero es que pensar en gente que disfrutaba con el espectáculo de unos hombres haciéndose pedazos entre sí…

—Aún les gusta el rugby. A mí también.

—Pero no es exactamente lo mismo.

—Supongo que no, aunque las futuras generaciones no estarán de acuerdo contigo. De cualquier manera, ya has satisfecho tu capricho arqueológico. ¿Cogiste un taxi? He estado algo nervioso pensando que recorrías el sur de Italia sola en un taxi.

—Esta vez no. En el transbordador conocí a un caballero encantador, y me llevó en su coche allí.

Carson dejó de hacerse el nudo de la corbata y se volvió para mirarla.

—¡Ah! ¿Es alguien que conozcamos?

Ella negó moviendo la cabeza.

—Es un fabricante de coches italiano. Se llama Umberto Leone.

—Sí, ya le he visto —dijo Carson lentamente—. Fabrica el Carlotta. ¿Cómo sucedió? ¿Te recogió en la carretera?

—Esto que has dicho es una grosería.

—Lo siento. No he querido decir eso.

Barbara se dejó caer en una silla y miró fijamente a Carson.

—Pues, ¿qué has querido decir?

—Me preguntaba sólo cómo ha sido que hayas conocido a un extraño que te ha llevado en su coche a Pompeya. No importa. Olvidémoslo.

—Sí que importa. Esta mañana corrí para alcanzar el transbordador y salté. Él me cogió por el brazo y me salvó de darme un baño en la bahía de Nápoles. Le di las gracias. No soy una niña, Carson.

—¡Vaya un humor que se te ha puesto!

—De acuerdo. Estoy de pésimo humor, y tú no ayudas a mejorarlo. No quiero crear un problema con esto, porque no es nada. Conocí a un hombre encantador. Me llevó en su coche hasta Pompeya y me trajo después aquí. Te amo, me he casado contigo y no me meto en la cama con desconocidos.

—¿Así que pasaste el día con él en Pompeya?

—¡Sí! —exclamó ella violentamente, poniéndose en pie y dirigiéndose al cuarto de baño; una vez dentro, cerró la puerta. Transcurrieron unos minutos antes de oír la voz de Carson a través de la puerta.

—Barbara, ¿cuán humilde debe ser mi excusa?

—Bastante.

—Me he portado como un burro.

—Más o menos.

—¿Me perdonas?

—Sí. Tengo hambre. Te perdono.

—Ischia —informó Fred a Sam— es una isla situada en el extremo norte de la Bahía de Nápoles. Capri está en el extremo sur, y se refieren a ella en las canciones que cantan, pero no tiene la clase de Ischia.

—¿Cómo sabes todo eso?

—Lo he leído en las guías turísticas.

—He estado en Catalina —dijo Sam.

—Hijo mío, eres un paleto. Catalina es para paletos. ¿Sabes una cosa, compañero? Si tuviera un año más, los dos nos podríamos ir a Ischia, tumbarnos bajo el sol, junto a la piscina de un hotel de lujo, y abordar a las chavalitas… Pero ¿de qué estoy hablando? Tú nunca le has puesto la mano encima a una chica.

—Lo probé con May Ling. Se enfadó.

—May Ling —dijo Fred en tono despectivo—. May Ling es como un palo. Ni siquiera tiene tetas. Es una cría desagradable, y además, uno no hace esas cosas en familia. ¿Cuántos años tienes… trece?

—Exactamente —admitió Sam tristemente.

—Bueno, hay que dar tiempo al tiempo.

—¿Por qué supones que podrías ir a Ischia si tuvieras un año más?

—Pues mira, para entonces tendré quinientos dólares ahorrados, y desde luego, en mi dieciocho cumpleaños recibiré algún regalo de mi abuelita Jean. ¿Y qué hay más estimulante para un pobre muchacho de granja que un viaje a Europa?

—¿Has hablado a tu madre acerca de ello?

—Ya llegará el momento de decírselo.

—Entonces veremos.

Estaban sentados en la habitación de Fred, que, al igual que el propio Fred, despertaba la admiración ferviente de Sam. A diferencia de la habitación del hermano de Fred, en la que había muy pocas cosas —Joshua era un muchachito de once años muy ordenado y sobrio—, la habitación de Fred estaba llena de libros, cañas de pescar, raquetas de nieve, bates, guantes, tres pelotas de baloncesto, una gran pelota medicinal y gran cantidad de ropa. Eloise nunca pisaba aquella habitación. Sólo contemplarla a través de la puerta entreabierta hacía que se echase a temblar. Una vez por semana, una mujer chicana trataba de limpiarla… sin éxito. A Sam le habían dado un empleo en la planta embotelladora, clasificando tapones de corcho; se tomó la tarea en serio y ponía toda su voluntad en el trabajo. Antes nunca había desempeñado ningún trabajo. Al final de cada semana, le pagaban cinco dólares: su propio dinero ganado con sus propias manos. Las horas no le resultaban pesadas, y en Higate estaba con gente a la que quería.

—De cualquier modo —dijo Fred—, esa Ischia es un gran lugar, y no hay ninguna razón para que tu vieja no se divierta. No puedes pedirle que esté sola durante el resto de su vida.

—¿Por qué no? Además, no está sola. Yo vivo con ella.

May Ling, que tenía doce años y casi medía un metro setenta, llevaba el negro cabello hasta los hombros y flequillo. Su rostro tenía unas facciones notablemente perfectas. Le preguntó a su madre por qué les gustaba a los muchachos tocar a las chicas. Sally, cuya mente barajó más de una docena de contestaciones apropiadas a aquella pregunta, consideró que ninguna era adecuada para esta situación. Se limitó a mirar fijamente a su hija durante largo rato. A los doce años no se tenía que ser tan inocente en este ilustrado o ignorante —según se considerase— año de 1959. Unas pocas semanas después, al hablar con Barbara sobre el particular, le confesó que estaba confusa.

—Si te quedaste sin palabras —dijo Barbara—, entonces fue una novedad, ¿no es así, Sally?

—Ahora te estás metiendo conmigo. Ya no soy tan parlanchína. ¿Qué habrías dicho tú?

—Trato de recordar lo que sabía acerca del sexo cuando tenía doce años. Por supuesto, aquéllos eran otros tiempos. Pero creo que a los doce años ya me habían manoseado de lo lindo, aunque desmañadamente. ¿Por qué no le explicas de qué va todo el asunto?

Se hallaban en el salón de la casa de Barbara, en Green Street, en San Francisco. Sally había llegado de Napa para pasar un día en la ciudad. Sally era sumamente inquieta; sólo un agotamiento total podía calmarla. Ahora, mientras hablaba, no cesaba de moverse por la pequeña estancia, como un gato evitando las pesadas piezas de mobiliario Victoriano que en otro tiempo pertenecieron a Sam Goldberg, el abogado de Dan Lavette; Barbara los guardaba como un tesoro desde que compró la vieja casa. Barbara observaba con envida los movimientos de Sally. Ésta cambiaba de posturas como una bailarina; en presencia de Sally, Barbara siempre sentíase enorme y torpe, aunque ambas poseían la misma estatura.

—¿Explicárselo? —chilló Sally—. Estás bromeando. No podría afrontarlo…, no con May Ling. Sólo con mirarla me siento impura. Bueno, lo soy. Me refiero a que soy razonablemente impura.

Barbara se echó a reír.

—Impura. Sally, eres increíble.

—Muy a menudo también lo creo así. He vuelto a escribir poesía…, después de muchos años de haberlo rehuido. Espero que ella empiece a menstruar. Ése será un buen modo de explicárselo. Creo que va retrasada. ¿Es que las chinas menstruan con retraso?

—¿Quieres hacer el favor de sentarte? —le rogó Barbara—. Sally, May Ling es sólo una cuarta parte china.

Sally se dejó caer en el sofá.

—¿Quieres otra copa?

—Claro que sí. No pude probar la bebida mientras estuve embarazada de Danny o amamantándolo. Joe se habría encolerizado. Para vivir con tu hermano Joe es completamente indispensable estar ligeramente embriagado. No me mires así, Bobby. ¿Has prohado alguna vez vivir con un santo?

—No, creo que no. —Llenó el vaso de Sally con una jarra de martinis. Sally estaba probando el sofá.

—Supongo que no querrás vender este maravilloso viejo sofá. Si lo haces, lo quiero yo.

—No voy a vender nada de esta casa. Se quedará tal como está. Os voy a dar las llaves a ti y a Eloise. La podréis ocupar siempre que vengáis a la ciudad.

—¿Y cómo le sienta a Carson que vengas por aquí? ¿No le provoca malos pensamientos?

—No te muerdes la lengua, ¿verdad?

—Lo siento, Bobby. Me he pasado.

—Pues mira, ésta es una encantadora casa vieja, y en esta vecindad las casas libres son tan raras como los tréboles de cuatro hojas. Y siempre son mejores que una habitación de hotel. Vendremos aquí mucho. No sé cuánto podré soportar Beverly Hills. Tú has vivido allí.

—Si lo llamas vivir. No fue la mejor época de mi vida.

Pero hasta que no se disponía a marcharse, a Sally no se le ocurrió preguntar a Barbara por su luna de miel.

—Estuvo bien. Pasé buenos ratos.

—Y también malos, supongo. Eso es lo normal en las lunas de miel.

A la mañana siguiente, Barbara cerró la casa para viajar a Los Ángeles. Ya había cargado su coche con todo el equipaje que eran capaces de contener el portaequipajes y los asientos posteriores. Sam ya estaba en el coche, esperando impacientemente. Barbara se detuvo para mirar aquel lugar. Era una casa pequeña y estrecha, que se levantaba en la pendiente de la colina; se trataba de una de aquellas viejas casas maravillosamente decoradas con madera que sobrevivieron sin daños el terremoto de 1906. Era fascinantemente fea. Había dos ventanas saledizas, estilo tríptico, una encima de la otra y dominando la parte delantera de la casa. Dos cabezas de Medusa de madera, de aspecto sorprendentemente benigno, coronaban cada una de las ventanas. Para llegar hasta la puerta había que subir seis escalones; la entrada estaba encuadrada por columnas de madera, de estilo seudomoruno. Sobre la puerta y las ventanas, la madera estaba tallada centímetro a centímetro, y este sorprendente trabajo se repetía en las filas de dentellones sobre los que se apoyaba el tejado. La casa estaba cubierta con tablas de chilla, y pintada de blanco.

Barbara vio por primera vez aquella casa en 1934, cuando estuvo involucrada en la gran huelga portuaria. Utilizaban su camioneta para dar primeros auxilios a los huelguistas heridos. Barbara se dirigió a Sam Goldberg, que era el abogado de su padre, en busca de consejo y de apoyo. Siete años más tarde, en 1941, tras la muerte de Sam Goldberg, compró la casa. Éste fue el lugar al que regresó después que hubo hecho de corresponsal de guerra. Allí vivió con su esposo hasta la muerte de éste, y había sido el hogar de Sam durante los trece años de su vida. Cuando Carson le sugirió que la vendiera, ella se quedó desconcertada.

—No puedes hablar en serio —le dijo.

—Claro que sí. Tú eres mi mujer. ¿Tiene algún sentido que conserves una casa de tu propiedad en San Francisco, si estamos viviendo en Los Ángeles?

—No es una casa de mi propiedad —protestó Barbara—. Es un lugar para los dos. No necesitamos el dinero, y los impuestos son muy bajos. Significa tanto para mí…

—De eso se trata. Tienes que cortar los vínculos con el pasado alguna vez, Bobby.

—No me fuerces a ello, por favor, cariño —le rogó Barbara—. No puedo vender esa casa. Intenta comprenderlo. Yo mostré mucha comprensión en lo de la casa de Beverly Hills.

Mientras estaban en su luna de miel, los agentes de fincas de Carson habían estado buscando una casa adecuada. Carson no se había mostrado partidario de Hancock Park. En primer lugar, estaba demasiado cerca de donde vivían sus padres; en segundo lugar, pertenecía al pasado. En 1959, Beverly Hills era todavía elegante, tal como en Los Ángeles se consideraba la elegancia; estaba convenientemente situada en el ensanche de la ciudad. Además, Carson lo consideró un lugar muy conveniente para que ellos residieran en él. Carson opinaba que la antipatía de Barbara hacia Beverly Hills se debía a la gente del cine. Barbara lo dudaba. Ella opinaba que si debía establecerse en Los Ángeles, tendría que vivir cara al océano, en Santa Mónica o en Pacific Palisades. A Carson le pareció que ambos lugares estaban muy lejos del centro de la ciudad, y cuando finalmente Barbara vio la enorme mansión cubierta de estuco que Carson consideraba la residencia adecuada para ellos, ella levantó las manos en señal de desesperación.

Carson se mostró gentil y persuasivo.

—Claro que yo preferiría una casa pequeña. Ya sé que sólo somos nosotros dos y el chico. Pero debe también tenerse en cuenta que yo soy el editor del periódico. ¡Diablos! También podría reírme de eso, y quizá con el tiempo lo haré; entonces podríamos irnos a vivir a una casa de la playa en Malibú, en donde seríamos mucho más felices. Ya sé lodo eso, Bobby. Pero, justo en ese momento, soy lo que soy. Y estás casada conmigo. Tengo que recibir gente… No, no la clase de personas que te resultan tan desagradables, Pero yo soy un elemento clave aquí. Vienen personas de Washington, de Sacramento, de Europa, de Japón y Hong Kong, y no hay manera alguna de que pueda rehuirlos. Debes aprender a disfrutar con todo esto.

—¿Siendo una maestra de ceremonias? —preguntó Barbara dubitativa.

—¿Lo has probado alguna vez?

—Me parece que lo he evitado.

—Tendría que gustarte. No resulta fácil; no si se hace correctamente. Se requieren diplomacia e inteligencia. No creo que eso perjudique tus actividades literarias…

Por último, Barbara cedió. Ella había contraído un compromiso, y aquello formaba parte del compromiso. También la casa formaba parte del compromiso, así como Carson. Ella lo amaba, y quizá lo amaba más cuando era así, semejante a un muchachito suplicando que le compraran un nuevo juguete.

Y ahora había cargado su coche, cerrado la casa de Green Street —ella la conservaría y aceptaría la casa de Beverly Hills— y se dirigía a Los Ángeles con Sam sentado a su lado, sombrío y deseando estar aún en Higate, seleccionando tapones de corcho.

En el Este al menos hasta la reciente generación, las familias proliferaban y se extendían. Algunas familias llevan en América tres siglos, otras dos siglos, la mayoría un siglo o menos. Cuando los primeros inmigrantes abandonaron Europa, África o Asia, el corte en el cordón umbilical fue brutal y definitivo, y en muchos casos, los que permanecieron en los lugares de origen nunca volvieron a ver a quienes se habían marchado. En Irlanda, donde la gran pobreza hacía inconcebible un viaje de regreso, la marcha era frecuentemente acompañada por lo que llegó a ser conocido como el «velatorio americano», con excepción de que había más lágrimas para los vivos que se marchaban que las derramadas por los muertos en un velatorio real. Pero, una vez en América, las familias se reconstituían, y conforme pasaban generaciones en el nuevo país, había padres, madres, abuelos, bisabuelos y multitudes de tíos, tías y primos. Pero con el traslado a California, el proceso se repitió. A California llegaron individuos solos, que se hallaron sin parientes de ninguna clase, habiendo roto sus vínculos con el pasado, y de esta forma la nueva familia, iniciando su lento crecimiento otra vez en la Costa Oeste, poseía un firme y casi precioso sentido de sí misma. Era algo que iba más allá de los lazos de la sangre. Los amigos eran considerados a menudo como un tesoro, fundiéndose con frecuencia con la propia familia.

Por esa causa, en el algo más de medio siglo desde que se produjo el gran terremoto, los Lavette, los Levy y los Cassala habían adquirido ciertos aspectos de constituir una sola familia, aun cuando habían mezclado sus sangres con los Seldon, los Whittiers, los Harvey y los Clawson. En California costó un tiempo que se trazaran las finas líneas entre católicos, protestantes y judíos, pero cuando esto se hizo, la textura fue desigual y fácilmente rota. Thomas Lavette, el hemano mayor de Barbara, se había casado originalmente con Eloise Clawson. Fred era su hijo. Cuando Tom y Eloise se divorciaron, Tom se casó con Lucy Sommers, que era bisnieta de un irlandés propietario de una mina de oro e hija de un socio en el Banco Sheldon. Los hilos podían ser cortados; en su momento oportuno, volverían a unirse. Thomas Lavette, en 1959, gozaba de la reputación de ser el tercer hombre más rico y poderoso de la Costa. Quizá no era así. Posiblemente era el cuarto o el quinto. De cualquier modo, su riqueza e influencia bastaban para ser conocido como uno de los «hacedores de reyes». El que estaban preparando se llamaba Norman Drake, que había sido miembro del Congreso y que, como miembro del Comité de Actividades Antiamericanas, se había mostrado particularmente interesado en acusar a Barbara de desacato al Congreso por negarse a revelar los nombres de las personas que la habían ayudado a enviar medicamentos a los supervivientes del ejército republicano español. Y como se quiera que Thomas Lavette estaba detrás de Drake, Dan Lavette no había hablado con su hijo desde hacía muchos años, hasta su muerte.

En el viejo Este, esto habría roto a la famifia. En California, debido a diversas influencias, Tom aún se creía formar parte de la familia. Su esposa Lucy, compartía sus sentimientos. Ambos consideraban que para Tom presentar Norman Drake a Carson Devron no sólo sería una falta de tacto, sino que sería algo que repercutiría, desde el punto de vista de Carson, sobre toda la familia. En realidad, Tom no podía vivir y actuar como Thomas Lavette en un orgulloso aislamiento; debía manifestarse como Thomas Lavette, de la familia Lavette. La diferencia era sutil, pero importante.

—No sé por qué te han cargado con eso —le dijo su esposa Lucy—. A veces dudo de que sean tan inteligentes como dicen.

Las personas a las que ella se refería era un grupo de hombres muy ricos y poderosos que controlaban la mayor parte de la industria de California, así como una sustancial proporción del resto de la industria nacional. No se habían dado ningún nombre, y su organización era muy superficial, pero todos se conocían perfectamente. Hacía casi diez años que Tom había pasado a formar parte de su círculo, y algo menos de diez años que había puesto a Norman Drake bajo su tutela pasando a ser casi de su propiedad.

Aquel día, Tom y Lucy estaban tomando el desayuno, como hacían cada mañana que estaban en la ciudad, en la solana de su mansión de piedra gris en Pacific Heights. Tom soportaba la habitación llena de plantas. Lucy la adoraba. La vieja casona había sido construida por el padre de Lucy poco después del terremoto, y Lucy la veneraba, del mismo modo que veneraba la memoria de su padre.

—Y si son tan inteligentes como tú pareces creerlo —prosiguió diciendo Lucy—, entonces su elección de Norman Drake es, por decirlo con un eufemismo, incongruente. Pensar que ese hombrecillo desagradable pueda ser presidente de los Estados Unidos… Bueno, ¡es intolerable!

—Lo importante es que es un hombre que depende de nosotros. Él es nuestro hombrecillo desagradable.

—¿Y cómo pretendes que sea elegido?

—Del mismo modo como fue elegido para el Congreso y para el Senado.

—¿Y cómo es eso posible? ¿Es que el votante lo conoce bien? ¿Es que la gente es tan baja? ¿Es que él es como todo el mundo? Si esto es así, que el cielo nos ayude.

En los últimos años, Tom había tenido que admitir el hecho de que su esposa le disgustaba. Ella era agresiva, muy competente, y más brillante que él. Durante los primeros años de su matrimonio, él había aceptado contento tal realidad; pocas personas sabían cuántas de las buenas operaciones de la GCS habían sido inspiradas por Lucy; y mientras esto había complacido a Tom al principio, ahora sólo le irritaba y aumentaba su frustración. Hubo poco amor entre ellos al principio, pero sí hubo dependencia y necesidad. Cuando la dependencia y la necesidad se hicieron demasiado evidentes, Tom manifestó una abierta irritación y cólera contenida.

Ahora le dijo fríamente:

—Lo importante no es su capacidad de ganar votos, sino cómo voy a vendérselo a Carson Devron. Y tengo que hacerlo. Él es mi hombre. Se lo presenté a los demás. Incluso lo llevé a mi sastre. Hasta le enseñé que no se hurgara la nariz en público. Y esa miserable hermana mía se ha tenido que casar con Devron.

—No se lo lleves a Carson —dijo Lucy—. Llévaselo a Christopher y a Lila. Mamá y papá. Ellos entienden estas cosas. Ellos te lo enviarán a Carson.

—Christopher Devron —dijo Tom pensativo—. De modo que el viejo aún lleva el control, ¿eh?

—Yo diría que sí —contestó Lucy.

El viejo, Christopher Devron, le recordó a Tom su padre, Dan Lavette. Tenía las mismas dotes de mando, el mismo aplomo, la misma figura alta y fornida que desafiaba el paso del tiempo. Tenía setenta y cuatro años, y su rostro estaba tan lleno de rayas como las montañas del desierto, vistas a diez mil metros de altura; sus ojos eran de un azul pálido, de mirada directa, fría e inquisitiva. Aquellos ojos examinaron a Tom cuidadosamente de forma calculadora, antes de que asintiera y dijera:

—¿Así que tú eres el muchacho de Dan Lavette? Nunca conocí a tu padre, pero, según sé, era un hombre singular y fuera de lo corriente. Y yo sé mucho de todo, hijito, así que no tienes que explicarme nada. Nuestra familia se dedica al periodismo, y el conocimiento de la historia de nuestro peculiar Estado es algo que nos interesa. ¿De modo que tu pequeño club quiere vender con engaño a Norman Drake al pueblo norteamericano?

—Ésa es una forma de decirlo…

—Conozco a tus asociados —interrumpió Devron—. He cenado con ellos algunas veces, pero no me habéis convencido. También conozco a Norman Drake.

—Entonces creo que convendrá conmigo en que…

—¿Qué te hace pensar eso? —volvió a interrumpirle Devron—. No supongas, muchacho. Hay muy pocas posibilidades de que esté de acuerdo contigo en algo, sobre todo en las cualidades que posee Norman Drake. A menos que me digas que consigue muchos votos.

—Los consigue —dijo Tom suavemente.

—¿Y qué más me vas a decir acerca de él?

Tom hizo una mueca.

—Nada. Ni una puñetera palabra más.

El viejo aceptó su sonrisa y se la devolvió. Abrió una botella de coñac y echó licor en dos copas; le entregó una a Tom y volvió a poner en su sitio la botella casi con reverencia.

—¿Te gusta? —preguntó mientras Tom bebía.

—Es un coñac excelente.

—Es de California. Nunca lo olvides, hijito. Nuestro coñac es tan bueno como cualquiera del mundo, y nuestro clima le da algo especial. Ahora hablemos de Norman Drake…, no es que carezca de cualidades. No muerde la mano que lo alimenta, adora el dinero, y ha nacido justamente aquí, en el sur de California. Todo esto son cualidades. ¿Podría llegar a ser presidente? Pues bien, hijo, creo que ya sería hora que tuviéramos a un muchacho nuestro en el poder; tampoco eres el único que se ha fijado en Norman Drake. En cuanto a mi propia opinión… Bien, si uno se quiere meter en política no debe ser muy escrupuloso. Si uno busca la virtud será mejor que se vaya a una iglesia, no a un prostíbulo.

—¿Lo apoyará su periódico? —preguntó Tom sin ambages.

—Siempre vas al grano, ¿eh? Me gustas, Thomas. Mi hijo es quien edita el periódico, y mi hijo está casado con tu hermana. Creo que tu hermana y tú no tenéis muy buenas relaciones.

—Nos hablamos.

—Ya es algo. Condenadamente poco, pero sí algo. No espero que los miembros de una familia se amen, pero deberían permanecer en contacto. Tú no eres católico, ¿verdad?

—Me educaron en la iglesia episcopaliana.

—Claro, tu familia lo era. Tu abuelo era propietario de una parte de la Grace Cathedral, ¿no es así?

—Le pertenecía algo… sí.

—Me gustaba el viejo Tom Seldon. Era un buen hombre, a pesar de ser banquero. Ahora parece como si los demócratas fueran a jugar con ese jovenzuelo mocoso de Boston, el hijo de Kennedy. Norman Drake. Debería conseguirlo. No creo que Estados Unidos estén todavía a punto para el Papa, y ese muchacho de Boston podría darle a Drake la oportunidad que necesita.

—¿Puede usted convencer a su hijo de eso? —preguntó Tom algo tenso.

—Creo que sí. Su papaíto todavía es dueño del periódico, y si no puede convencerlo, su madre sí que lo hará. ¿Hasta qué punto está segura tu gente de que Drake puede obtener la nominación?

—Parece que están seguros.

—Muy bien, hijito. No te digo que sí ni que no. Pero puedes tener el convencimiento de que pensaré sobre el particular. Resulta interesante… Norman Drake, presidente. ¡Dios mío, qué bajo hemos caído!

El mayordomo cogió el teléfono y después le dijo a Barbara que la llamada era para ella. O quizá no era un mayordomo. Carson prefería llamarlo el chico de la casa. En Beverly Hills tenían sirvientes de esas características. La amplia mansión recubierta de estuco, situada en Rexford Drive, que Carson había comprado para él y su novia, necesitaba tres personas trabajando todo el tiempo para que las cosas simplemente funcionaran: una cocinera, una doncella y un mayordomo. El jardinero acudía dos veces por semana, y para las grandes cenas y fiestas, personal eventual ayudaba a la cocinera. Los criados se alojaban en una casita situada detrás de la piscina. La casa tenía un enorme salón, biblioteca, un gran comedor, cocina, despensa, y siete habitaciones. Carson la compró amueblada, pero le aseguró a Barbara que tendría completa libertad para cambiar cualquier pieza del mobiliario, o éste en su totalidad. Al habérsele concedido tal privilegio, favor, seguridad, promesa, Barbara se había visto dominada por una especie de parálisis que la inmovilizaba ahora que el teléfono estaba sonando, en realidad siempre que el teléfono sonaba. Había contestado al teléfono; toda su vida; sin embargo, en esta casa, su respuesta se veía constantemente paralizada. No era sólo que odiara aquella enorme mansión colonial seudoespañola; la empequeñecía y la anulaba. Al principio, se había enfrentado con ello. Había contestado al teléfono; había tomado notas; había examinado aquellas sillas, sofás y mesas de extraordinario tamaño; después, poco a poco, empezó a rendirse. La rendición empezó al buscar por la casa una habitación en la que trabajar. Escogió un cuarto, pero era oscuro. A la ardiente luz del sol del sur de California, todas las habitaciones de la casa eran oscuras. Un electricista instaló unas luces; ella sentóse bajo aquellas luces, y las palabras, que eran las herramientas de su trabajo, no acudían. Carson denominó aquello «bloqueo de escritor».

—¡Todos los escritores pasan por ello! —le aseguró él.

Entonces, cuando ella permaneció sentada junto a un teléfono que había sonado tres veces, sin tocarlo, Carson se dirigió a ella, Barbara no le contestó, y el le dijo a Robin, el mayordomo, que respondiera a la llamada. Carson decidió que Barbara sufría una depresión. Pero cuando tocó el punto, ella se negó a discutirlo. Ella recordó la profundidad y terror de la depresión que había sufrido en la cárcel. Barbara se dijo en este momento que había una diferencia cualitativa entre una depresión y estar deprimida.

Y ahora el mayordomo, un coreano llamado Robin Park, contestó al teléfono y después se dirigió al estudio de Barbara, en donde ella estaba sentada mirando la máquina de escribir. Le dijo que el jefe de Policía de Santa Mónica estaba al aparato y que deseaba hablar con Mrs. Devron.

—¿Has dicho el jefe de Policía?

—Sí, señora, el jefe de Policía.

—¿No querrá hablar con Mr. Devron?

—Ha dicho la señora, no el señor.

Ella cogió el teléfono y la voz al otro extremo de la línea le preguntó si era Mrs. Devron.

—Sí. ¿De qué se trata?

—Tenemos aquí a su hijo. Ha hecho una serie de cosas indebidas. He estado hablando con él, le he preguntado quiénes son sus padres, por ser un menor. Bueno, pues me gustaría hablar con usted antes de acusarlo.

—¿Se encuentra él bien? —gritó Barbara—. ¿Está herido?

—No, señora; no está herido.

—Espere, por favor. Llegaré ahí cuanto antes.

Posteriormente, recordando su estado de ánimo y sus pensamientos durante el viaje en coche desde Beverly Hills hasta Santa Mónica, unos pocos kilómetros por Wilshire Boulevard, Barbara sólo podía pensar en una sensación de desastre. Ella, cuya vida siempre se había caracterizado por el ánimo y la decisión, ahora carecía de ambas cosas. Pensó que desde que había llegado a este lugar un año antes, para escribir un guión basado en su libro, lodos los pasos de su vida se habían visto faltos de voluntad o criterio. Barbara había dejado que las cosas fueran sucediendo; se había casado con un hombre que era un desconocido para ella; vivía en una casa que odiaba, rodeada por objetos que habían pertenecido a otros, y entre ella y su hijo se había levantado un muro. Una vez, hacía mucho tiempo, ella había llorado sin esfuerzo, pero ahora las lágrimas se habían secado junto con todo lo demás. Condujo su automóvil entre filas de coches usados en venta y de tiendas de comida barata; su rostro estaba como petrificado.

Cuando llegó a la comisaría de Policía de Santa Mónica, Barbara pidió ver a su hijo. El jefe de Policía, un hombre macizo que parecía preocupado, le aseguró que su hijo se encontraba bien.

—Lo verá usted en seguida. Mrs. Devron.

—Quiero verlo ahora. ¿Dónde está? ¿En una celda?

—No está en una celda, Mrs. Devron. ¿Quiere hacer el favor de calmarse? Se halla en una habitación al fondo del vestíbulo, no está herido, y podrá verlo dentro de unos minutos.

—¿Qué ha hecho?

El jefe de Policía le dirigió una mirada sombría. Sobre la mesa tenía un vaso de agua y un paquete de «Tums». Cogió dos «Tums» y se los tragó bebiendo un trago de agua.

—Mi estómago —se disculpó él—. Chiquillos… ¡Dios mío! ¿Por qué harán las cosas que hacen? ¿Me lo puede usted decir?

—Dígame qué ha hecho, por favor.

—Estaba sobre el farallón que domina la autopista de la Costa del Pacífico. Eran tres. Los otros dos se escaparon. Arrojaban desde arriba piedras a los coches.

—¡Dios mío! —exclamó Barbara.

—Alcanzaron a un coche. Rompieron el parabrisas. El conductor resultó herido.

—¿De gravedad?

—Le han dado cuatro puntos en la mejilla. Ha tenido suerte. Consiguió dominar el coche, y aunqué salieron proyectados muchos trozos de cristal, ninguno le dio en los ojos. Si se hubiera quedado sin visión, se podría haber matado. Ya hay bastante criminalidad; sólo falta que los chiquillos hagan cosas así.

—¿Está usted seguro de que mi hijo… es el culpable?

—Estamos seguros. Él ha hablado. Justamente detrás había un coche de la Policía, y uno de nuestros agentes subió al farallón antes de que los muchachos se marcharan. No le diré que su hijo fuera precisamente el que tiró la piedra en cuestión. Todos ellos tiraban piedras.

—¿Qué va a hacer usted con él? —pregunto Barbara con desmayo.

—No lo sé. —Cogió otro «Tums» y lo masticó—. Tengo un hijo de su edad. Odio tener que proceder contra los niños. Lo hemos fichado, y el hombre que ha resultado herido, se llama Wescott, prefiere presentar cargos. —Movió la cabeza con disgusto—. El chico tiene trece años. Bueno, Wescott está aquí. ¿Quiere usted hablar con él? Quizá podrá arreglar el asunto con él o a lo mejor la quiere demandar. No lo sé. No, no voy a acusar al niño, Mrs. Devron. Tiene un susto de muerte, y quizá ya está bastante castigado. Si fuera mi hijo, me lo llevaría a casa y le zurraría la badana.

Wescott era un hombrecillo bajo y delgado; estaba sentado en un banco de la comisaría. Aún temblaba a consecuencia de la experiencia sufrida. En una mejilla llevaba una tira de esparadrapo. Siguió moviendo la cabeza y murmurando que no lo comprendía.

—Ha sido algo terrible, algo terrible, Mrs. Devron. ¿Por qué los niños harán cosas así?

—No lo sé. Lo siento mucho.

—El chico debería ser castigado. Ha hecho algo espantoso.

—No lo puedo negar —admitió Barbara—. Estoy de acuerdo con usted. Ha sido algo terrible y no tendría que haber sucedido. Pero él no es un chico malo, ni cruel. No sé por qué ha pasado semejante cosa. Todavía no lo he visto. Sin embargo, puedo pagar por los daños causados al coche y por…, bien, por lo que haga falta…

—Voy a hablar con mi abogado —dijo él.

—Sí, claro. —Tratando de evitar que le temblase la mano, Barbara extendió un cheque por mil dólares.

—El coche está asegurado —dijo él, mirando el cheque.

—Le he pagado casi lo que vale.

—Eso no quiere decir que no vaya a hablar con mi abogado.

—Me lo imagino —murmuró Barbara.

El hombre aceptó finalmente el cheque, y entonces Barbara siguió a un agente hasta el fondo de un pasillo. El policía abrió una puerta.

—Aquí lo tiene. Puede llevárselo a casa.

Sam estaba sentado tras una mesita de madera, sobre una silla de cocina. A Barbara le pareció que aquélla era una habitación para interrogatorios, y tuvo que librar una lucha interior para contener las lágrimas, para no abrazar a su hijo, para evitar que su rostro revelara emoción alguna. Sam la miró fijamente. El policía los dejó solos. Sam trató de hablar, tragó saliva sin decir palabra y, por fin, preguntó:

—¿Qué me van a hacer?

—Nada —respondió Barbara—. Nos vamos a casa.

Salieron de la comisaría y se metieron en el coche.

—¿Es que me dejan ir así? —preguntó Sam con voz ronca.

—Exactamente.

—Tú me odias, ¿verdad?

—¡No!

—Crees que lo he hecho a propósito.

—No sé qué creer. Del modo en que me siento, me cuesta hasta conducir. Así que trata de aclarar tus ideas y yo haré lo mismo con las mías. No quiero discutir sobre esto hasta que lleguemos a casa.

Siguieron el viaje en silencio, con Sam acurrucado en el asiento delantero, todo lo apartado de su madre que el asiento le permitía. Cuando llegaron a la gran casa de Rexford Drive, Barbara le dijo a Sam que se fuera a su habitación y la esperase allí. Él la obedeció sin mirarla. Barbara se dirigió al cuarto de baño y se dio unas manotadas de agua fría en la cara; después se la secó con una toalla. Durante el día no usaba maquillaje, y al mirarse al espejo, vio un semblante pálido y con arrugas. Toda su vida, Barbara había tenido la seguridad de ser una mujer hermosa. No era algo que ella hubiera ganado o conseguido, pero siempre la confortaba y daba moral, a despecho de una pretendida y frecuentemente estudiada indiferencia. Ella reflexionaba a menudo sobre el particular y consideraba que era afortunada; otras lo eran menos. A veces lo analizaba intelectualmente, pero desde el punto de vista emocional era algo que siempre estaba con ella, como una agradable envoltura de seguridad. Ahora, por vez primera, no vio nada hermoso en el rostro que la miraba en el espejo, y entonces la cólera que sentía por sí misma, por Sam, el horror por aquel incidente, todo se convirtió en una especie de temor enfermizo.

—¿Qué nos estamos haciendo? —susurró ella—. ¿Qué nos ha sucedido?

Ella tenía cuarenta y cinco años. Estaba cansada y asustada. Su hijo casi había matado a un hombre, a un desconocido. Estuvo a punto de matarlo a consecuencia de un irreflexivo acto de violencia, y ahora tendría que afrontar el asunto, y hablar con su marido; éste se enteraría porque los periódicos se enteraban de esas cosas. ¿Y quién era su esposo? Este último pensamiento cruzó con rapidez por su mente. ¿Quién era este hombre con el que se había casado? ¿Quién era este muchacho? ¿Ella era una mujer madura casada con un muchacho hecho de plástico? ¿No fue ése su pensamiento inicial?

—¡Oh, no, no, no! —exclamó Barbara—. Soy terriblemente injusta con uno de los mejores hombres que he conocido en mi vida. ¿Qué me está pasando?

Respiró profundamente varias veces, y después permaneció en completo silencio durante largo rato. Más tarde se dirigió a la habitación de Sam. Él estaba echado en la cama, con el rostro vuelto en dirección contraria a la puerta, sin moverse. Al verlo de aquella manera, ella descubrió por vez primera lo alto que era el muchacho para su edad: casi un metro ochenta y cinco. Su osamenta era asimismo poderosa. En este momento, podría haberse rendido, diciéndose que su hijo era la única cosa en el mundo que amaba sobre todo lo demás, su vínculo con la vida y la realidad, con el pasado y con el futuro; Barbara tuvo la sensación de que aquí y ahora, ante sus ojos, el muchacho se estaba convirtiendo en un hombre. No lo pierdas, se rogó a sí misma. Trata de comprender.

—¡Sam, levántate! —dijo vivamente, y cuando el chico no se movió, repitió—: ¡Levántate, ahora mismo!

Él se dio la vuelta y se quedó sentado.

—Ahí. En esa silla. Vamos a hablar.

Sam saltó de la cama y se dejó caer en la silla.

—¿Para qué? Lo hice yo.

—Lo que tú has hecho —dijo Barbara con serenidad— tiene que ver con lo que yo he hecho. O razonamos de una condenada vez o no habrá esperanza para ninguno de los dos.

—No sé a qué te refieres —murmuró él.

—Creo que sí lo sabes. ¿Cómo llegaste a las Pacific Palisades? Está a kilómetros de aquí.

—Hice novillos. Fuimos en autoestop.

—¿Por qué? ¿Por qué hiciste novillos?

—Porque odio el colegio. Odio Beverly Hills. Odio a los muchachos.

—Es mucho odio. ¿Por eso lanzaste las piedras? ¿Porque odias la escuela?

—No sé por qué tiré las piedras —dijo Sam—. Lo hice y ya está.

—Eres inteligente. Eres tan inteligente que, a veces me asustas. Sin embargo, vas a las Palisades y tiras piedras a gente desconocida. ¿Por qué?

—No sé por qué. No sabíamos que habíamos lastimado a una persona. Lo hicimos por hacer algo.

No quería herir a nadie. —Empezó a llorar, y a través de sus lágrimas, se sinceró—: No quería venir aquí. Tú me hiciste venir a este lugar. Lo odio. ¿Por qué no puedo irme a casa? Primero me enviaste a aquel maldito colegio en Connecticut, y ahora me has traído aquí. Odio esto.

—Ponte en pie —dijo Barbara suavemente.

El chico se levantó, y Barbara le rodeó con sus brazos y lo atrajo hacia sí.

—Te quiero mucho —dijo ella con ternura—. Esto ha sido un mal día para los dos. Ahora deseo que te duches y te cambies de ropa. Hablaremos de todo esto más tarde.

—Yo no quería lastimar a nadie —insistió él.

—Ya lo sé —dijo Barbara.

Ella pensó que resultaba extraño que sucediera algo semejante, tan terrible y alarmante, y que, sin embargo, sintiera un irracional regocijo, como si aquello hubiera probado algo. «Sólo que no sé lo que prueba, a menos que sea que los dos estamos vivos. Y algo tan desesperante como esto nos hace sentirnos vivos». Y entonces se preguntó a sí misma qué pensaba.

—Odio este lugar —dijo Barbara en voz alta—. Lo odio tanto como él: esta casa, Beverly Hills… no, no lo odio —reflexionó—. No sé dónde está, o dónde estoy.

Barbara enumeró lo que desconocía; no se desconocía a sí misma, a su hijo ni a su esposo. Si estaba enamorada de su marido, ¿por qué había estado todo congelado y muerto en su interior hasta ahora? ¿Y qué le sucedía en este momento? Sus pensamientos la retrotrajeron a Italia, el día que pasó con Umberto Leone, pero ello no suponía nada nuevo. El recuerdo de aquel día había estado acudiendo a su mente durante semanas, y siempre con la pregunta de por qué no le había permitido hacer el amor con ella, y siempre se respondía con un equívoco de una clase u otra. Ahora, por primera vez, dejó volar su fantasía, a causa del vacío existente en su interior. Con la completa certeza de que no volvería a verlo, podía permitirse la desesperada necesidad de estar con un hombre semejante, sin llegar a entender por qué sentía tal necesidad.

Si Carson se enteró del incidente de Santa Mónica, no hizo mención de él. A Barbara le parecía que él lo ignoraba, y decidió no hablarle sobre el particular. Por otra parte, Carson estaba complacido con el cambio observado en su esposa. Había superado su talante depresivo. En una cena ofrecida por Phil Baker, el editor ejecutivo del Morning World, Barbara dio la impresión de encontrarse completamente a gusto, complaciente y encantadora. Entretuvo a los presentes con el relato de cómo había ido a la Alemania nazi en 1939, siendo arrestada por la Gestapo.

—¿Pero no pasó un miedo terrible? —le preguntó Ceil Baker.

Ceil Baker era una joven californiana rubia como el oro, mucho más joven que su marido. Tuvieron que explicarle lo que era la Gestapo. Barbara sintióse relajada y comunicativa, sin ánimo de condenar la ignorancia —o, como Carson lo definió más tarde—, la estupidez.

—Yo era muy joven y muy romántica —dijo Barbara—. Mis amigos en París querían desesperadamente establecer algún contacto con elementos clandestinos en Alemania, si es que había tales, lo cual dudo, y puesto que yo era muy poco política y carecía del más elemental sentido común, y además era periodista, me ofrecí como voluntaria. ¡Ah, sí! A mi editor, en Nueva York, le encantó la idea.

—Por eso, desde entonces, odia a los editores —comentó Baker.

—¡Oh, no! ¡En absoluto! Pero fui allí y traté estúpidamente de encontrar a un hombre que ya estaba muerto, y entonces intenté evitar que unos malvados nazis maltrataran a unos ancianos judíos… y, bien, pude sobrevivir.

—Por suerte para Carson.

—Desde luego. Brindaré por eso —dijo Carson.

A continuación, la conversación derivó hacia temas políticos, y alguien mencionó el hecho de que Norman Drake había anunciado su candidatura.

—Eso es lo que quieren todos los muchachos valientes norteamericanos. ¿Por qué no Norman Drake?

—Claro, ¿por qué no?

—Ese tipo siempre saca muchos votos. Sabe jugar muy bien sus cartas.

Baker no dijo nada. Conocía la historia de Barbara. Carson miró a su esposa, incómodo.

—¿Lo vais a apoyar?

La pregunta se la hicieron a Carson y Baker.

Baker se encogió de hombros. Carson habló.

—Aún no nos hemos decidido.

—Habréis pensado algo, ¿no?

—Sí, algo hemos pensado —admitió Carson.

De regreso, en su dormitorio, en la casa de Beverly Hills, Barbara se sentó en una silla y observó cómo Carson se desabrochaba la camisa. Ella apenas había hablado desde que salieron de casa de los Baker. Y ahora Carson quería saber si había algo que la preocupara.

—¿No lo adivinas?

—He creído que te estabas divirtiendo.

—Así es.

—¿Norman Drake?

—¿Qué significa… eso de que habéis pensado algo? —preguntó ella fríamente.

—Quizá no me entendiste bien.

—¿No te entendí? Es posible. Dijiste que estabas pensando en la posibilidad de que el periódico apoye a Norman Drake.

—Sí.

—¿Es eso todo?

—Bobby, ¿qué quieres que te diga? Lo estamos pensando. Lo estamos discutiendo. Gente entendida asegura que lo designarán candidato por el partido. Tenemos que pensar en ello.

—Lo cual significa que podrías apoyarlo.

Carson se acercó a ella y se inclinó para besarla. Barbara se apartó.

—¡No lo hagas! Estoy hablando de un asunto terriblemente serio. No soy una niña.

Carson se apartó, cruzó la habitación y después se volvió, irritado.

—No, no lo eres. Muy bien, mira, Bobby, odias a ese hombre visceralmente. Tienes razón, lo reconozco. El asunto sucedió hace años. Ya es agua pasada. El McCarthyismo pasó a la Historia. Ya no hay lista negra. Fue vuestro Harry Truman, el niño bonito de los liberales, quien presidió la lista negra y el terror. Acabamos con aquello. Nuestro periódico es decente y honesto, pero no somos demócratas y el periódico no es liberal. ¡Eso ya lo sabes! ¡Siempre lo has sabido! Y en lo tocante a los demócratas y liberales, ¿dónde diablos estaban cuando te enviaron a la cárcel?

—Estás gritando.

—Lo siento. —Se dejó caer en la cama, frente a ella—. Vamos, Bobby, hemos discutido muchas cosas, pero la política es rancho aparte. Los dos hemos tratado de que el matrimonio vaya bien, y bien lo sabe Dios, no ha resultado fácil. Ouizá ningún matrimonio es fácil. Pero yo lo intento.

—Lo reconozco.

Él movió la cabeza.

—Lo intentas —dijo Barbara—. Lo intento. ¡Santo cielo, Carson! ¿Qué va mal entre nosotros?

—Nada.

—Nada. Pero tu periódico apoyará a Norman Drake.

—Eso es cosa del periódico.

—Y mi esposo es el editor.

—¡Oh, no! —exclamó Carson, poniéndose en pie y recorriendo la habitación nuevamente con grandes zancadas—. Eso no es justo. Tú no estás casada con el periódico. Se trata de una entidad con sus propias responsabilidades.

—Y Norman Drake es una de ellas.

—Si resulta elegido, así será.

—Muy bien —dijo Barbara, exhalando un profundo suspiro—. Me dejas al margen del asunto. No soy patriotera. Estoy de acuerdo en que, muchas veces, es el último refugio de un sirvergüenza. Sin embargo, éste es nuestro sitio. Hemos nacido aquí y hablamos nuestra lengua nativa, y también hemos aportado algo al país. Si deseara ser condenadamente sentimental, diría que San Francisco es mi madre. No sé cómo sientes acerca de Beverly Hills… —Ella se echó a reír ante aquella ridicula imagen.

—Ahora estás resultando ofensiva —dijo Carson.

—La madre de nadie. Lo retiro.

Carson forzó una sonrisa.

—Los de California del Norte son tan insufribles como los de Nueva York. Di lo que tengas que decir, chica, pero ahórrate los adjetivos.

—Gracias. Me estaba preguntando si sientes algo por este país. ¿Lo amas? ¿Lo odias?

—No soy tan profundo, Bobby.

—No lo creía así. ¿Qué ha hecho Norteamérica para tener que sufrir a Norman Drake?

—Tenemos nuestros pecados.

—No lo hagas, Carson.

—Todo lo que dije es que lo estamos discutiendo. ¿Nos acostamos ahora?

Unos días más tarde llamó por teléfono un hombre que dijo llamarse George Merkounian. Quiso saber si estaba hablando con Mrs. Devron, y Barbara le contestó que así era.

—Esto es muy privado. ¿Tiene extensiones esta línea?

—O me dice lo que desea, Mr. Merkounian, o colgaré.

—Sí, claro, claro. Sólo quiero que nuestra discusión sea confidencial. Soy el abogado de Mr. Westcott.

Barbara había dejado a un lado aquel incidente, y durante un buen rato no recordó quién era Westcott. Sam había estado acudiendo al colegio puntualmente, hacía sus deberes sin falta, manifestando con ello un sordo remordimiento. En otras circunstancias, tal conducta hubiera preocupado a Barbara; ahora ella lo aceptaba como una reacción por parte del muchacho a causa de la culpabilidad y del temor. De pronto recordó perfectamente el apellido Westcott.

—Creo que deberíamos vernos para hablar, Mrs. Devron. Mi oficina no está lejos de su casa, justo al norte de Wilshire en Canyon. Mi cliente, Mr. Westcott, tiene algunos motivos de queja, pero no hay razón para que todo esto se haga público. Siempre prefiero arreglar estas cosas fuera del tribunal.

—Le entregué mil dólares a Mr. Westcott —le recordó Barbara—. Él pareció estar de acuerdo con que la cantidad era adecuada para cubrir los daños que sufrió su coche, así como los honorarios del médico que lo atendió.

—Él también me ha dicho que le aseguró que emprendería una acción legal. ¿No cree preferible que hablemos antes de llevar la cosa adelante?

—Muy bien —convino Barbara y entonces le dio su dirección y concertaron la cita para la tarde siguiente.

Ella se dirigió a la oficina de Canyon Drive, reflexionando, como había hecho tantas veces, que casi nadie andaba más allá de un bloque o dos de casas en Beverly Hills. Trató desesperadamente de vencer el sentimiento depresivo que la volvía a dominar. Intentaba recuperar la moral que recordaba tener cuando paseaba por el Embarcadero en San Francisco, pero aquí no existía ninguna bahía batida por el viento, el aire no olía a sal, no se veía por aquel lugar puestos de venta de cangrejo recién pescado y pan de explorador. A su paso, Barbara sólo veía aceras muertas y vacías de gente; estaba sola. Se sucedían los céspedes bien cuidados, las palmeras y las enormes mansiones recubiertas de estuco. En el barrio de oficinas, al sur de Santa Mónica Boulevard, había un poco más de vida. Tanto los hombres como las mujeres se parecían mucho físicamente; las mujeres eran rubias, y realzaban su estatura con zapatos de altos tacones; los hombres se mostraban bronceados por el sol, y llevaban las camisas desabrochadas hasta el tercer botón. Ella sintióse torpe, acomplejada, fuera de lugar. En el edificio de oficinas de Canyon Drive, Barbara experimentó un súbito temor. ¿Por qué no le había hablado a Carson acerca del incidente? ¿Existía aún alguna posibilidad de que Sam pudiera ser castigado por lo que había hecho? ¿Lo podrían separar de ella y enviar a uno de esos horribles correccionales para jóvenes acerca de los que había leído? ¿Qué defensa podría presentar ante Westcott y su abogado?

El bufete, situado en el tercer piso del edificio, tenía en la puerta un letrero en el que se leía «Merkounia-Abbot». Merkounian era alto, delgado, afable y de buena presencia. Trató cortésmente a Barbara, mirándola admirativamente con sus oscuros ojos.

—Siempre quise conocerla, Mrs. Devron. Es lástima que sea en estas circunstancias, como adversarios. —Golpeó con un dedo el ejemplar de Hollywood Repórter que tenía sobre la mesa—. He leído aquí que su película se estrenará dentro de pocas semanas. A menudo me he preguntado lo que se siente cuando te llevan a la pantalla un libro. Debe de ser muy emocionante.

—No he venido aquí a hablar de eso —dijo Barbara.

—Por favor, siéntese y no me considere su enemigo.

—Me cuesta mucho creer que sea mi amigo… Cuando me telefoneó, sus términos fueron amenazadores. Mi hijo hizo algo alocado y dañino…

—Yo no la amenacé —interrumpió él—. Siéntese, haga el favor.

Barbara se dejó caer en una silla. Le temblaban las manos. Aferró con fuerza su bolso y esperó.

—Mi cliente, Mr. Westcott —dijo Merkounian—, ha sufrido lesiones y ha pasado mucha angustia. La ley tiene previstos tales casos. Usted ya lo sabe. Es bien cierto que si el incidente lo hubiera causado cualquier muchacho chicano, la cosa no habría pasado a mayores. Pero, en este caso, tenemos al hijo de una pareja muy rica y encumbrada socialmente.

—Es mi hijo —dijo Barbara—. Mr. Devron todavía no lo ha adoptado.

—Ya lo sé. Ahora mire, Mrs. Devron, no voy a andarme por las ramas. Podríamos ir a los tribunales y demandarla por un millón de dólares. Su negligencia ha sido la causante de los actos de su hijo. No le diré que vayamos a obtener el millón de dólares, pero sí podríamos sacar una cantidad muy sustanciosa. Mr. Westcott no quiere ir a juicio. Yo tampoco. —Hizo una pausa y la miró pensativo—. ¿Está al corriente su marido de estos hechos?

—No, no está al corriente —contestó Barbara tras un instante de vacilación.

—Nosotros no queremos dar publicidad al asunto. Por una suma razonable, suficiente para compensar los daños físicos y mentales de mi cliente, nos sentiriamos satisfechos de dar por terminado el asunto.

—¿A cuánto asciende su «suma razonable»? —preguntó fríamente Barbara.

—Cincuenta mil dólares.

—Su cliente no resultó malherido —dijo Barbara lentamente, dominándose—. Sólo sufrió daños el parabrisas de su coche y se hizo un corte en la mejilla. Estoy de acuerdo en que fue un incidente espantoso, pero muchas veces he recibido impactos de piedras contra mi coche, de forma casual.

—Esto que tratamos no fue algo casual. Fue un acto de mala fe.

—No tengo cincuenta mil dólares.

Merkounian sonrió.

—Vamos, vamos, Mrs. Devron. Usted está casada con uno de los hombres más ricos del sur de California. Usted es una Lavette. ¿Quiere que le cuente lo que representa la familia Lavette? Usted ha vendido sus libros a la industria cinematográfica…, no, no voy a discutir sobre eso. Lo que deseamos es obtener una compensación y dejarla tanto a usted como a su hijo libres de cargos; todo por cincuenta mil dólares. Le damos dos semanas de plazo. Si no, procederemos judicialmente.

Boyd Kimmelman se incorporó en 1945 a la firma de abogados de Sam Goldberg, tras licenciarse de los servicios jurídicos del Ejército. Goldberg había muerto varios años antes, y Harvey Baxter ocupó su lugar. La historia de la firma, que llevaba el nombre de Goldberg, Benchly, Baxter y Kimmelman, resumía un poco la historia del norte de California. El padre de Goldberg había llegado a California en 1852 como buscador de oro. Jamás encontró ni una pepita de este metal, y acabó sus días con un puesto de venta de frutas en Sacramento, si bien consiguió enviar a su hijo a la Facultad de Derecho. El padre de Adam Benchly fue un marino británico, desembarcó en San Francisco en 1850, encontró trabajo en un saloon, del que acabó siendo propietario, y tuvo tres hijos. Adam Benchly y Sam Goldberg se hicieron socios y abrieron un bufete conjunto en 1891, después que Benchly trató de que lo eligieran alcalde y fuera derrotado por trescientos veintidós votos, muchos de los cuales procedían de ciudadanos ya muertos. Con el tiempo, el padre de Barbara, Dan Lavette, se convirtió en su principal y más acaudalado cliente, Benchly y Goldberg ya habían muerto hacía muchos años, pero Harvey Baxter y el miembro más joven de la firma, Boyd Kimmelman, continuaban siendo los abogados de Barbara, supervisaban los asuntos legales de la Fundación Lavette, instituida por Barbara cuando ésta heredó. Ellos la defendieron en su juicio por desacato al Congreso, y también se encargaron del asunto del testamento de Dan y de los intereses de Jean, tras la muerte de Dan. Ahora Barbara iba a hablar con Boyd Kimmelman, y eludió las preguntas de Carson con la excusa de que no tenía más remedio que pasar un día o dos con su madre.

Barbara mantenía una curiosa relación con Boyd. Éste era un hombre de una estatura similar a la de Barbara, de complexión bastante recia; llevaba su rubio pelo cortado a cepillo. Sus brillantes ojos azules siempre estaban llenos de vivacidad, y su rostro redondo y de apariencia inocente ocultaba su agresividad. Era un buen abogado y sentía un sincero afecto por Barbara. En la firma, él era el contrapeso necesario al grave y conservador Harvey Baxter, unos diez años mayor que él. Kimmelman tenía cuarenta y cuatro años, uno menos que Barbara.

Ahora, teniéndola delante en su oficina, él escuchó el relato de los hechos, le hizo unas cuantas preguntas y después dijo:

—Déjame que lo piense unos minutos, Barbara.

Él se retrepó en su silla y cerró los ojos. Barbara se aproximó a la ventana, desde la que se denomina Market Street, y observó a la muchedumbre que circulaba, los coches, el colorido y la excitación. Siempre que regresaba, ella encontraba la misma sensación de comodidad, de seguridad. Tras todos sus pasos por la vida y su experiencia, sólo aquí le encontraba un sentido a la existencia. Los meses pasados en Beverly Hills eran como un sueño, y la oprimente desesperación que la había acompañado hasta este lugar ya había enpezado a aliviarse. La voz de Kimmelman la sacó de sus meditaciones.

—Él te puede demandar —dijo Kimmelman. Ahora la contemplaba pensativo—. ¿Has hablado con tu marido acerca de esto?

—No.

—¿No le has dicho nada? ¿No le has mencionado el incidente?

—No, no le he dicho nada.

Barbara se apartó de la ventana y se acercó a Kimmelman, se inclinó y le besó en una mejilla.

—Comprendo tus razones.

—Eres un hombre adorable, Boyd.

—Mejor para Boyd. ¿Me has oído, Barbara? He dicho que creo que puede demandarte… por negligencia. No puede hacer que procesen a Sam, y me resulta imposible imaginar que pueda iniciar ningún tipo de procedimiento criminal contra Sam, y si te demanda a ti… bueno, ¿quién sabe? Nunca he oído de un caso exactamente como éste, pero estoy seguro de que debe de haber algún precedente. Menos mal que no has sido tú quién lo ha herido, porque si te enfrentaras con un jurado ansioso de escarmentar a los ricos…

—Yo no soy rica, Boyd.

—Eso lo sabes tú, y yo también. ¿Quién más? Tu marido es rico. Siéntate, por favor, Barbara. Cuando llegaste aquí parecías una víctima completamente deprimida, y ahora me estás sonriendo.

—Desconozco la razón. He notado sólo que se me ha quitado un gran peso de encima, y desconozco la razón.

—¿Quieres hacerme el favor de sentarte?

Barbara tomó asiento frente a él.

—Me vas a decir que le pague, ¿verdad? Aún estás traumatizado por nuestra última sesión en el tribunal. Eso fue hace diez años, Boyd, pero estoy segura de que te habrás jurado a ti mismo no volverme a permitir que pise otro tribunal.

—Más o menos.

—No tengo cincuenta mil dólares —se quejó Barbara.

—No estarás pensando seriamente en provocar un proceso, porque, si es así, te costará tanto como lo que podrías perder. Eso sin mencionar a tu marido.

—Pero esto es un chantaje —protestó Barbara.

—Claro que es un chantaje legalizado. Te diré que una gran parte de la ley no criminal es chantaje legalizado, y la cosa sigue cada día. ¿Cuánto dinero puedes reunir ahora en efectivo?

—Tengo unos veinte mil ahorrados; es lo que me queda de mis actividades en el mundo cinematográfico. La casa de Green Street me pertenece por completo, así que podría hipotecarla…

Boyd movió la cabeza en señal de impaciencia.

—Toda tu vida has procurado pensar como una pobre. Eso es insensato, Barbara. ¿Quieres ser realista por un momento? ¡No tienes que hipotecar esa condenada casa! Tu madre es una de las viudas más ricas de la ciudad. ¡Ella te dará el dinero! ¡Yo mismo te puedo dar el dinero!

—Boyd, me estás chillando.

Él cerró los ojos y asintió.

—Sí, creo que te estoy chillando. Perdóname, por favor.

—Eres un encanto. Te lo perdono todo.

—Gracias. ¿Me prometerás ahora que le pedirás dinero a tu madre? Pídeselo en concepto de préstamo. A ella le gustará ayudarte, créeme. Voy a reunir algunos papeles y bajaremos a Los Ángeles mañana, a fin de terminar con este estúpido asunto. Y si él fuera mi hijo, lo pondría sobre mis rodillas y le calentaría el culo.

—Me gustaría poderlo hacer yo.

—Mientras tanto, ¿dónde te alojas? ¿En tu casa?

—Voy a almorzar con mi madre, pero me quedaré en mi casa.

—Muy bien. Me voy a encargar de esto con Harvey, y a menos que haya algunos cambios en los planes, me reuniré contigo en el aeropuerto. Te telefonearé hacia las nueve de la mañana, y haremos los arreglos precisos.

Ella había estado ausente de la casa de Green Street durante meses, y llegó allí con recelos. Pero en el momento en que entró en el pequeño y sombrío vestíbulo, su corazón se alivió y notó una sensación de optimismo y tranquilidad. Recorrió toda la casa, pensando en lo agradable y bonita que era aquella pequeña vivienda. Desde luego, estaba muy limpia y bien conservada, y aunque Eloise y Sally la hubieran utilizado, no quedaba la menor huella de su paso. Eran las once, y el recorrido hasta la casa de su madre, en Russian Hill, era cuestión de sólo diez minutos; de modo que decidió saborear aquel lugar un rato más. Se dejó caer en el viejo sillón de cuero del salón, en donde su esposo, el padre de Sam, tomaba asiento y dormitaba mientras oía sus discos de Bach. Hacía tanto tiempo que había fallecido…, once años, muerto en algún lugar de Israel. Pobre Bernie. Pero aquel pensamiento no le produjo lágrimas, ni dolor. El tiempo lo borra todo, aunque también decepciona, y en este momento ella consideró que no habían pasado once años, sino que sucedió ayer. ¡Qué lugar tan extraño y seductor era aquella casa! Era tan antigua como la propia ciudad, fue construida por Sam Goldberg para su novia, después éste vivió sólo allí tras la muerte de ella; más tarde siempre estaba lista esperando la llegada de su dueña. Barbara no quería pensar, analizarse a sí misma y su matrimonio. Sentada en el salón, sentíase bien. A pesar de los dolores y agonías que había sufrido mientras vivió en esta casa, los recuerdos le resultaban reconfortantes. Ella trajo aquí a su hijo después de tenerlo en el hospital y afrontó los primeros doce años de la vida del muchacho. Barbara permanecía sentada con los ojos entornados, recordando muchas cosas y tratando de no pensar que al día siguiente regresaría a Beverly Hills.

—Me lo has contado todo, pero no me has explicado absolutamente nada —le dijo Jean a Barbara, después que hubo servido el café y sacado una bandeja con pastelillos. Pidió disculpas por los pastelillos, igual que lo había hecho por el souflé, que salió mal. Era el día libre de Mrs. Bendler, y ya que Barbara sugirió que ambas podían comer en casa de la madre, Jean preparó ella misma el almuerzo.

—Soy una pésima cocinera, y hacer pasteles constituye para mí un misterio.

—Tienes un aspecto espléndido —dijo Barbara—. Estoy contenta.

—Tengo el aspecto y me siento como una vieja. Claro que tendrás los cincuenta mil dólares. Te extenderé un cheque antes de que te marches, y no discutas conmigo; tampoco me digas que utilizarás tu propio dinero. Soy tan rica como Dios, indecentemente rica, y no voy a hablar de dinero; en lo que se refiere a Sam, puedo comprender por qué hizo lo que hizo, y si tú no lo entiendes, eso, querida, es un problema que debes resolver tú sola. Te lo repito: no me has explicado nada.

—No sé a qué te refieres.

—Tú, querida mía, eres absolutamente imposible. ¿Es que intentas pasar toda tu vida como una ridicula girl scouts?

—Yo nunca he pertenecido a las girl scouts, madre.

—¡Vaya una perspicacia! Esperaba una respuesta más inteligente por tu parte.

—Estás enfadada conmigo, ¿no es verdad? —dijo Barbara, desconcertada.

—Claro que lo estoy. ¿Por qué no te has dirigido a Carson? Los Devron están forrados de dinero.

—No hubiera podido hacerlo.

—No hubieras podido hacerlo. ¡Vaya por Dios! ¿Qué significa eso?

—Significa que Sam es mi hijo, y no de Carson.

—Una verdadera lástima, ¿no? No es que carezca de importancia. Si Carson es tu marido, entonces es también padre de Sam. ¿Quiere él adoptarlo?

—Nunca hemos hablado sobre el particular.

—¿Le gusta Sam? —preguntó Jean.

—Madre, se trata de mi vida y de mi hijo. —Barbara permaneció en silencio durante unos momentos, mirando su taza de café—. No, a Sam no le gusta, y Carson se ha dado cuenta de ello. Madre, soy una chica mayor. Los matrimonios no se hacen en el cielo cuando tienes veinte años. No sé dónde se hacen a mi edad.

—¿Quieres hablar del asunto?

—No, creo que no.

—No, no es algo que estés dispuesta discutir con tu madre, ¿verdad? De todos modos, creo que deberías hablar de ello… con alguien.

—Quizá. ¿Qué me dices de ti?

—Bueno, soy una viuda. Estados Unidos está lleno de ellas. El otro día leí que las viudas poseen el setenta y cinco por ciento de la riqueza del país. Trato de no sentirlo por mí misma.

—Tienes un aspecto magnífico. Aún eres la mujer mejor vestida de la ciudad. Estás terriblemente sola, ¿no es así?

—¿Sola? —Jean se encogió de hombros—. Estoy metida en siete organizaciones de caridad. También pertenezco al Comité Cívico de Arte. Participo en el consejo del Museo, y el gobernador me acaba de incluir en el nuevo consejo asesor estatal para cuestiones artísticas. Cambiaría todo eso por estar diez minutos con Danny. Cuando veo a alguien por la calle fumando uno de esos condenados cigarros, mi corazón se detiene y me siento desfallecer. Sammy diría que me estoy desahogando contigo, y supongo que es así, pero no deseo que se compadezca. Hay días buenos y días malos. Steve Cassala está en la ciudad esta noche. Me va a llevar a cenar. Mi pobre y querido amigo. Creo que ha estado secretamente enamorado de mí durante los últimos treinta años aproximadamente, y sus limpios labios jamás pronunciaron una sola palabra; su propio matrimonio ha sido un desastre, sin amor ni esperanza, pero como son católicos no se pueden divorciar. Es un mundo maravilloso, Bobby querida, y ahora su esposa está en el hospital, muriéndose de cáncer, y Steve se está portando de la forma más solícita y amorosa en que un hombre puede hacerlo. Así que iremos a cenar cuando él salga de visitarla. ¿Por qué no nos acompañas?

—¡Oh, no! Será mejor que vayáis solos. Pero no sabía lo de Joanna. Pobre mujer.

—Sí, y Steve tiene el corazón roto a causa del sentimiento de culpabilidad. ¿Conocías bien a Joanna?

—No realmente. La había visto en bodas y funerales. La he visto dos o tres veces… La última ocasión fue cuando el funeral de papá.

—Puedes quedarte aquí, ya lo sabes. No tardaré.

—Me quedaré en Green Street…, a menos que tengas especial interés en que permanezca aquí.

Jean movió la cabeza en señal de negativa y sonrió.

—Creo que necesitas pasar una noche sola.

Pero, de regreso en su casa de Green Street, Barbara llegó a la conclusión de que lo último que necesitaba en este día precisamente era pasar una noche sola. Hizo una llamada a la oficina de Carson en el periódico, pero colgó el teléfono antes de que contestaran. Después telefoneó a su casa de Beverly Hills, y habló con Sam. Ahora eran las cuatro, y él había regresado a casa de la escuela. Le preguntó qué estaba haciendo.

De una manera extrañamente madura, le preguntó:

—¿Me estás controlando, mamá?

—Claro que no. Sólo quería hablar con alguien querido.

Barbara se preguntó por qué había dicho aquello, considerando que era muy raro por parte de ella decir aquellas cosas.

Se produjo una larga pausa antes de que Sam hablara. Por fin, el chico preguntó:

—¿Dónde estás? ¿En casa de la abuela?

—No, en la casa vieja. En Green Street.

—Me gustaría estar ahí contigo. Si te quedas ahí, ¿puedo pasar contigo el fin de semana?

—Regreso mañana.

De nuevo una prolongada pausa.

—Claro. No te preocupes por mí. No me moveré de aquí. Estoy leyendo Los tres mosqueteros. Es fabuloso.

—¿De verdad? Nunca la he leído.

—Deberías hacerlo. Vale la pena.

Barbara colgó el teléfono, lo contempló unos instantes y después marcó el número de sus abogados y pidió que la pusieran con Boyd Kimmelman.

—Me preguntaba —le dijo ella—, si estás libre para cenar esta noche.

—Esta noche, mañana por la noche, la próxima noche…

—¿Te importaría llevarme a cenar?

—Me encantaría.

—¿Te parece bien a eso de las ocho? ¿Pasarás por mi casa?

—Ahí estaré.

Barbara pidió un taxi y se dirigió al hospital St. Mary. Yendo junto a la monja que la acompañaba a la habitación de Joanna Cassala, experimentó una extraña y casi intolerable sensación de repetir algo ya vivido. Era la primera vez que visitaba un hospital católico desde la muerte de Marcel. Eso fue en 1938, veintiún años atrás. ¿Era posible… veintiún años? Ella tenía entonces veinticuatro, vivía en París y escribía para una revista de Nueva York.

Él era periodista. El recuerdo de él, de su primer amor que fue como ningún otro, de cuando la dejó para marcharse a España para escribir acerca de la guerra civil, de cuando fue herido, y después su muerte a consecuencia de gangrena en el Hospital del Sagrado Corazón, en Toulouse… Todo aquello gravitaba sobre su muerte y su cuerpo. La monja que estaba a su lado le preguntó:

—¿Se encuentra usted bien, señora?

—Sí, me encuentro bien.

—Ya comprendo. Estas cosas son tan tristes…

—¿No hay ninguna esperanza para Mrs. Cassala?

—Me temo que no.

Stephan estaba en la habitación, sentado junto al lecho. Joanna, con oscuras ojeras, enflaquecida, sonrió temblorosamente cuando vio a Bárbara.

—Qué buena has sido, qué considerada, ¡venir aquí desde Los Ángeles!

Barbara la besó. Stephan, parpadeando, se levantó para ceder su asiento a Barbara.

—Levanta un poco la cama, por favor —le dijo Joanna a su marido—, así podré contemplar a Barbara. No me mires —le dijo a Barbara—. Estoy hecha un espantajo, sin maquillaje, ni nada.

Después empezaron a hablar acerca de Beverly Hills, de la gente del cine, de los Devron. Para Joanna, Barbara había sido siempre una figura maravillosa y fascinante. Barbara iba contestando a sus preguntas, tratando de ser divertida; sin embargo, al cabo de unos minutos, Joanna cerró los ojos y se quedó en silencio.

—Se fatiga con facilidad —dijo Stephan.

Al cabo de un rato, él salió al corredor con Barbara, quien se enjugó el llanto, sin saber con certeza si lloraba por Joanna, por sí misma o por sus recuerdos.

—Ha sido tan bondadoso por tu parte venir aquí —dijo Stephan.

—Estaba en San Francisco. Mi madre me lo contó. Yo no lo sabía.

Stephan movió la cabeza en señal de pesar.

Ya en el restaurante aquella noche, acompañada por Boyd Kimmelman, tomando su segundo martini, Barbara dijo:

—Cuando éramos niños, acostumbrábamos discutir que Dios era una mujer. ¡Qué tontería! Sólo un hombre podría retorcer las cosas de modo tan inmisericorde. ¡Esa pobre mujer! ¡La vida es una porquería!

—Tiene sus momentos, como por ejemplo ahora mismo. Estás hablando con un hombre que se siente en paz con el mundo.

—Bien. Estás hablando con una mujer que está llena de remordimientos. Suele decirse habitualmente entre vosotros los judíos que tenéis el monopolio de los sentimientos de culpabilidad. Créeme, una buena mujer blanca y protestante típica, especialmente una de las que se dice perteneciente a una buena familia, podría mostrarte abismos de culpabilidad en los que nunca soñarías.

—Eso es muy interesante —dijo Boyd—. Prosigue.

—Lo haré. Dos martinis me embriagan ligeramente y me vuelvo locuaz. Existe la teoría de que los escritores son locuaces. Nada de eso. Hablan en silencio a una hoja de papel. Los abogados son algo distintos por completo. ¿Por qué te divorciaste Boyd?

—Hablar de esto no estaba en el programa, ¿verdad?

—¿Fue por el alcohol?

—Pasó durante la guerra. Yo estaba en Alemania. Cuando regresé a casa, ya no volví a verla. Harvey Baxter se hizo cargo del asunto, bendito sea. Ella estaba viviendo en Hollywood con un director de cine.

—¿No te sentiste terriblemente colérico?

—No. Para decirte la verdad, me sentía aliviado.

—Pero eso sucedió hace casi quince años. ¿Por qué no volviste a casarte de nuevo?

—Pues… —Se echó a reír.

—Te estás riendo de mí.

—No, querida Barbara. No podría reírme de ti. Creo que tomaré otra copa. Lo primero que aprende un buen abogado es a no decir demasiadas cosas. Por eso todos los abogados somos aburridos.

—Tú no eres aburrido.

—Dame tiempo. Ahora, en contestación a tu anterior pregunta, te diré que viví con una dama unos cinco años, y después la cosa se deshizo. No sé cómo explicártelo mejor. No encuentro tan tentadora la institución del matrimonio. Cuando pienso en el pobre Steve Cassala, dos miserables vidas desperdiciadas… ¿Conoces algún matrimonio feliz?

—Alguno. El de mis padres, por ejemplo. Sí, desde luego —dijo Barbara— conoció su parte de sangre, sudor y lágrimas, pero funcionó. Conozco algunos otros…

—¿El tuyo?

—Pues he almorzado con mi madre, y me ha dicho que debía desahogarme con alguien. Creo que ella me considera como a una relamida y virginal chicarrona perteneciente a los boy scouts. ¿Te doy yo esa impresión?

—En absoluto.

—Supongo que ella se refería a otra cosa, y no precisamente a un abogado. La mayoría de mis amistades están metidas en lo que ellos llaman terapia, una palabra de la clase media que significa hablar con un sacerdote. Creo que no podré soportarlo. Me has preguntado acerca de mi matrimonio. Es un desastre.

—¿Ah, sí? Opino que deberíamos pedir algo de comer.

—Si tú quieres, Boyd, ¿qué anda mal en mí? He amado a dos hombres; uno de ellos murió en la guerra civil española y el otro en Israel. Y ahora me he casado con un buen hombre, decente, pero no estoy enamorada de él. Quiere hijos que no puedo darle, y no hemos dormido juntos desde una semana después que acabara nuestra luna de miel. Sí, él lo ha intentado, pobre chico… En nombre Dios, ¿qué estoy haciendo? Creo que estoy completamente borracha. Por favor, pídeme un gran plato de spaghettis y otro martini.

Eran poco más de las siete de la mañana cuando Barbara se despertó. Boyd aún dormía, echado sobre el estómago, con un brazo colgando fuera de la cama. Barbara se volvió para mirarlo, y entonces le acarició suavemente el cabello. Él se movió sin despertarse. Curiosamente, ella no sintió remordimientos ni experimentó culpabilidad alguna, sólo una extraña y agradable calma y satisfacción, como si hubiera estado ausente durante largo tiempo y finalmente regresara a sí misma. Había sido un agradable y fácil acto de amor entre dos personas que no estaban enamoradas pero que, aun así, se profesaban un gran afecto. Se conocían desde hacía mucho tiempo. Boyd la había defendido cuando la juzgaron por desacato al Congreso; él había luchado por ella apasionadamente. La pasada noche le había dicho: «Nunca me he permitido enamorarme de ti, Barbara. Un hombre que no se pone límites a sí mismo es un maníaco, un tonto o ambas cosas. Yo no soy nada de eso». Fueron unas palabras inteligentes, pensó ella ahora, pero había habido en el pasado demasiados hombres que decidieron que estaban enamorados de ella. Tal declaración amorosa se había desvalorizado. A ella le complacía que Boyd no la hubiera pronunciado, y bastaba con que él la poseyera con ternura y sinceridad, dándole algo que ella necesitaba desesperadamente. Barbara sabía que existían mujeres que se realizaban plenamente en la vida sin necesidad de hombres. Pero ella no pertenecía a tal grupo, y pensar en la existencia sin amor en el sentido físico resultaba una perspectiva sombría. A pesar de sus numerosos trastornos emocionales y neurosis, nunca había experimentado ninguna inhibición contra el goce de un cuerpo del sexo opuesto. Barbara lo había discutido con Eloise, que se quedó impresionada al encontrar a Fred y a Sam enfrascados en la lectura de un Playboy.

—Pero ¿por qué no? —preguntó Barbara—. ¿Por qué no deben ver lo adorable que puede ser un cuerpo?

Ahora se estiró perezosamente, echando a un lado las sábanas. Su propio cuerpo era aún firme y atractivo.

Boyd se despertó, bostezó, se desperezó y después se incorporó apoyándose en un codo. Se puso a contemplarla.

—Eres una mujer hermosa, Barbara.

—Ya me lo han dicho otras veces, amiguito.

—¿A las siete y media de la mañana?

—Se ha dado el caso.

—¿Lo lamentas… ahora?

—No. Claro, no he reflexionado sobre el particular. Es demasiado temprano y me siento lánguida. Puedes utilizar el cuarto de baño de Sam; está abajo, en el vestíbulo. Yo permaneceré lánguida unos minutos más, y después me daré una ducha. No hay absolutamente nada para comer en casa, pero te puedo hacer café, si te apetece.

—¿Regresas hoy a Los Angeles?

—Sí.

—¿No podría persuadirte para que te quedaras unos días más?

—¿Y convertir la aventura amorosa de una noche en un idilio? ¿Es eso lo que pretendes, Boyd?

—No sé lo que pretendo. Estoy desnudo debajo de estas sábanas, y expresar las ideas requiere un mínimo de indumentaria. Si te dijera lo que estoy pensando, los dos nos sentiríamos muy confundidos.

—Entonces será mejor que nos visitamos y conversemos.

Pero, al tomar café en la cocina, no tocaron el tema. Boyd dijo que regresaría a su apartamento, se cambiaría de ropa, se afeitaría, iría a la oficina a recoger algunos papeles, y después cogería un taxi que lo llevara al aeropuerto.

—Una vez allí, veremos a Mr. Merkounian y nos ocuparemos del asunto.

—Cincuenta mil dólares —dijo Barbara—. Cuando no era más que una niña y regresaba del colegio después de mi segundo año, me vi involucrada en la gran huelga portuaria de 1934. Mamá y papá estaban divorciados, y mi madre se había casado con John Whittier, el magnate naviero. Trabajé en la cocina del sindicato y todo el dinero que gané lo gasté en comida…

—Ya lo sé —dijo Boyd suavemente—. Salió a relucir en el juicio. Recuerdo que lo vendiste todo, incluso tu coche, para comprar comida para los huelguistas.

—¿Una de mis medallas por buena conducta? Este mundo está completamente loco, Boyd. Y ahora Merkounian recoge cincuenta mil dólares para su cliente, un dinero que le ha sacado a mi madre. No me siento culpable por lo que pasó entre nosotros anoche, pero esto otro me llena de tales sentimientos de culpabilidad y tristeza…

—No tienes que pagar eso, Barbara. Podrías exponerle el asunto a tu esposo e ir después a los tribunales. No estoy seguro de que no ganáramos.

—¿Las famosas últimas palabras? No, pagaré.

—De acuerdo. De cualauier modo quiero que cobres el cheque antes de que te recoja, digamos a las once. Quiero regatear un poco con Mr. Merkounian. Creo que aceptará una cantidad mucho menor.

—Tiene un apellido raro, ¿verdad? Merkounian…

—Es armenio. Son buena gente, trabajadores y muy astutos. Creo que podremos llegar a un acuerdo.

—Y, hablando de nombres, ¿cómo es que tú te llamas Boyd Kimmelman?

—Vaya, por fin me lo preguntas al cabo de tantos años. Demasiado pronto o demasiado tarde, depende según se mire. ¿Sabías que a tu padre le pusieron Daniel porque nació en un vagón de ferrocarril en la línea de Santa Fe, y que tu abuelo decidió que aquello parecía una leonera?

—No, nunca oí eso —dijo Barbara sorprendida—. ¿Cómo diantres lo sabes tú? ¿No lo estarás inventando todo?

—Me lo contó Harvey Baxter, a quien se lo dijo Sam Goldberg. Mi nombre es menos romántico. Un individuo llamado Frank Boyd salvó la vida de mi padre durante el terremoto. Así que me pusieron Boyd Kimmelman. Ve ahora a cobrar el cheque, y te recogeré aproximadamente a las once.

Cándido Truaz había trabajado para Jake Levy casi durante treinta años. Sabía tanto del proceso de elaboración de los vinos como cualquiera en el Valle de Napa, y Jake, que ya pasaba de los sesenta, confiaba mucho en la habilidad y conocimiento de este hombre. Le dijo a Clair que si le sucedía algo a Truaz, él lo pondría todo en manos de Adam y se apartaría del negocio de los vinos para siempre. No es que tuviera mucha fe en Adam. Adam estaba interesado en una variedad de cosas, y la filosofía de Jake era que si un hombre elaboraba vino, no debía interesarle nada más en el mundo. Pero ahora Truaz, un corpulento y fuerte chicano, de rostro moreno, arrugado y perpetuamente preocupado, se acercó a Jake y le dijo que debía comunicarle algo, aunque no sabía cómo hacerlo.

—¡Me importa un pimiento cómo lo digas! —repuso Jake—. Si tienes que comunicarme algo, suéltalo sin ambages. Nosotros dos siempre hemos hablado así, ¿no es verdad?

—Tienes razón, Jake.

—Muy bien. ¿Qué mosca te ha picado?

—Mi hija tiene problemas.

Truaz tenía tres hijas.

—¿Quién? ¿Cuál de ellas?

—Carla.

Carla tenía dieciséis años, con extremidades bien torneadas, ojos oscuros y senos ya en su plenitud. Los Truaz vivían en una casita situada en el confín de la finca Higate. Carla estudiaba en el instituto.

Jake siempre se expresaba con brusquedad.

—¿Qué pasa, hombre? ¿Es que se la han follado?

—Todavía no lo sabemos.

—¿Y cómo diablos es que no lo sabéis aún? Llevadla a Napa, a que la vea Joe, y la someterá a la prueba del conejo, o como coño se llame eso. Entonces sabremos qué hacer con el hijo de puta que abusó de ella, pobre cría.

—¡Ay, Jesús! —suspiró Truaz—. Ésa es la cuestión, Jake. Se trata de tu nieto Freddie.

—¡No! ¡Maldita sea! ¿Estás seguro?

—Eso es lo que ella dice. Se lo arranqué a golpes.

Jake movió la cabeza en señal de gran disgusto.

—¡Qué lío! No es conveniente pegar a los niños… pero le romperé la cara a ese pequeño bastardo. Pero yo no puedo hacerlo… Es cosa de Adam. ¡Maldito pequeño hijo de puta!

—¿Qué podemos hacer? —preguntó Truaz compungido—. Si Freddie fuera un muchacho chicano, yo sabría cómo proceder. Tendría que casarse con ella, o nunca más volvería a andar. Pero, en el caso de Freddie…

—Bueno, espera un poco —dijo Jake, poniendo el brazo sobre los hombros de Truaz—. Vamos, viejo amigo, son unos crios. Yo quiero a Carla. Es una chica estupenda y sería una buena esposa para Freddie. ¿Crees que yo me opondría si ellos quisieran casarse? No, señor. Pero Freddie aún no ha cumplido los dieciocho, y Carla tiene dieciséis… ¿O quince?

—Dieciséis.

—Pues ya sabes lo que pasa con ese tipo de matrimonios. Todo son problemas. Primero veamos si ella está embarazada, y después trataremos de arreglar las cosas. Mientras, déjame Freddie a mí.

Resultó que Carla no estaba embarazada. Estuvo sentada, inclinada hacia delante y sollozando en el consultorio de Joe Lavette. Escuchaba las palabras de Sally, la mujer de Joe.

—Esta vez no has quedado embarazada —le dijo Sally—, y también deberás aprender, Carla, que si te vas a la cama con un hombre, eso no significa necesariamente que te vayas a quedar preñada. Por otra parte, no sigas con ese juego. Es como la ruleta rusa. Esta vez has sido afortunada. La próxima, puedes encontrarte de verdad embarazada…

—No habrá una próxima vez —dijo Carla, llorosa.

—No me vengas con eso, por favor. Sería buena cosa que te mantuvieras limpia hasta que te cases, pero la vida no siempre es así. Te voy a dar un librito, siéntate en la sala de espera, léelo y aprende algo acerca de cómo funciona el cuerpo. Y, por amor de Dios, no te vayas corriendo a tu madre si vuelves a acostarte con otro muchacho. Acude a mí. ¿Por qué tienes esos cardenales en los brazos?

—Ha sido papá. Tenía razón. Hubiera debido matarme.

—¡Vaya, hombre! Tienes el cerebro de un mosquito, y por eso te has acostado primero con Freddie. Piensa un poco. ¿Qué deseas hacer cuando seas mayor?

—Quiero ser una artista de cine como usted.

Sally soltó una carcajada, y el rostro de Carla, surcado de lágrimas, hizo una mueca de disgusto.

—Oh, no, no me estoy riendo de ti —dijo Sally rápidamente—. Eres lo bastante guapa como para convertirte en artista de cine. Es sólo que hace tantos años que estoy casada con Joe, siendo su enfermera y criando a los hijos… Creo que no podrías comprenderlo. Pero déjame que te diga esto, querida, si deseas ser una estrella cinematográfica, o cualquier otra cosa que requiera cerebro o talento, no desperdicies tu vida casándote con un cualquiera que en el fondo no te guste. Así sólo serías desgraciada.

Adam Levy había sido bastante desgraciado, y por eso le rogó a su padre:

—Por favor, déjame que arregle esto. No quiero que se entere Eloise.

—¿Cómo vas a resolver el asunto? —preguntó Jake—. Si fuera mi hijo, me lo pondría encima de las rodillas y le dejaría el culo de forma que no pudiera sentarse durante una semana.

—No se puede golpear a un chico de su edad, papá. Deja que lo arregle yo.

Pero, según Eloise se lo explicó a Jean, cuando fue a San Francisco a verlo unos días más tarde, ella no dejó de enterarse.

—Estaba en la cocina, abajo —dijo Eloise—, pero Adam chillaba de un modo que oí cada palabra. Josh estaba fuera en alguna parte, gracias a Dios. Nunca había visto antes a Adam tan enfadado con Freddie… En realidad nunca lo había visto tan encolerizado. Gritaba que Freddie lo había traicionado, que el muchacho había obrado estúpida y ridiculamente… Y yo no tenía ni la menor idea acerca de qué hablaban. No sabía lo que había sucedido. Y entonces mi marido gritó que con todas las chicas que hay en el Valle de Napa, él había tenido que…, había tenido que… —Eloise no pudo pronunciar la palabra cagar— defecar en su propia puerta.

Jean la abrazó.

—Eloise, eres maravillosa. Eres completamente maravillosa.

—No soy tan maravillosa, Jean querida, porque en aquel momento estuve a punto de sufrir uno de esos espantosos dolores de cabeza que a veces padezco, y me fui arriba para decirles que pararan. Freddie estaba de pie, mirando a través de la ventana, y Adam gritaba que el muchacho debía volverse o que, si no…, y justo cuando entré en la habitación, Freddie exclamó que Adam siempre lo había odiado, lo cual me partió el corazón, porque Adam adora al chico, y en aquel momento me eché a llorar y la discusión cesó.

—Y Adam te explicó toda la historia.

—Sí, pero, Jean, no entiendo nada de eso. Freddie no nos ha hablado a Adam ni a mí durante dos días. Él siempre había venerado a Adam, y ahora estoy tan asustada…

—¿De qué?

—De perder a Freddie.

—No vas a perderlo, Eloise. ¿Por qué sigues creyendo que el mundo es un jardín de rosas? Ya has sufrido lo bastante como para pensar de otro modo.

—Yo nunca he sufrido: ése es el problema. Tengo mucho miedo.

Boyd Kimmelman decidió finalmente que iría solo a ver a Mr. Merkounian. Arregló el asunto por veinticinco mil dólares en metálico.

Antes de regresar aquel mismo día a San Francisco, estuvo hablando con Barbara.

—Se trataba de un asunto dudoso, me refiero a la demanda judicial, y desde el principio. Merkounian estaba preocupado por lo que sucedería si Carson se enteraba. Se trataba de hostigamiento y chantaje. Ahora el asunto está concluido. Puedes estar completamente segura de que ni Merkounian ni Westcott declararán ese dinero. No hay nada que estimule más la codicia de cualquier condenado norteamericano que una cantidad en metálico libre de impuestos. Puedes comprarlo casi todo y a cualquiera con dinero en metálico, y se coserán los labios, Barbara, créeme. Aquí tienes los otros veinticinco mil dólares para que se los devuelvas a tu madre. Ya está arreglado.

Se habían reunido en el Salón de Polo, del «Beverly Hills Hotel». Barbara no experimentaba ningún sentimiento de culpabilidad al estar allí tomando una copa sentada junto al hombre con el que se había acostado la noche anterior. Lo que sí en cambio la turbaba era el cierto cinismo de Boyd.

—¿Es que no hay nada ni nadie que conserve un poco de honor? —preguntó ella—. Tú eres un hombre de leyes, Boyd. ¿No estaremos contribuyendo a la corrupción?

—¿Tú crees? He resuelto un caso sin ir a los tribunales mediante un pago al contado. Es perfectamente legal. Tu madre te prestó el dinero. Tú se lo devolverás, estoy seguro. No hay nada irregular. Lo curioso es que Merkounian es un tipo decente. Se crió en una pequeña granja del Valle de San Joaquín, y su familia se rompió el espinazo para enviarlo a la Universidad. Ahora es un abogado de Beverly Hills. Los armenios sufrieron matanzas por parte de los turcos; los judíos las padecieron por los nazis. Pero ninguno de los dos olemos a carne quemada. Pero ¿cómo diablos estoy hablando de esto?

—Creo que lo comprendo —dijo Barbara, sonriendo levemente.

—Yo me marcho esta noche. ¿Necesitas algo más?

—Supongo que no. —Barbara sacó un cheque de su bolso y lo metió en el sobre junto con los veinticinco mil dólares que Boyd le había devuelto—. Es mi cheque por veinticinco mil, y quiero que le entregues toda la cantidad a mi madre. Ella se mostrará muy indignada y costará que lo acepte, pero no te dejes convencer. Haz que se lo quede.

—¿De dónde has sacado veinticinco mil dólares?

—Mi famosa riqueza. No te preocupes, Boyd. Todo me va bien.

—Así lo espero. No hemos vuelto a hablar de tu matrimonio. ¿Quieres que discutamos el asunto?

—No.

—De acuerdo. ¿Vas a volver pronto a San Francisco?

—Querido Boyd —dijo Barbara, tomándole la mano—. Soy muy mala candidata para un plan amoroso. Gracias a Dios, ninguno de los dos estamos enamorados. No sé cuándo regresaré a casa. No sé mucho de nada, excepto que este maldito asunto ya ha concluido, por lo cual te estoy muy agradecida.

Pero el asunto no había concluido. Dos semanas más tarde, Sam le dijo que sabía todo lo referente a lo del arreglo con Mr. Westcott. Se acercó para decírselo cuando ella acababa de leer un editorial en el Morning World de Los Ángeles. El tema del editorial era Norman Drake.

«Mr. Drake ha anunciado que se presentará como candidato a la presidencia. Mr. Drake llega a este punto de su carrera tras años de experiencia en la Cámara de Representantes y en el Senado de los Estados Unidos. Mejor preparado que otros candidatos, con un profundo y práctico conocimiento del gobierno, ha probado ser un inteligente y enérgico legislador, así como un brillante elemento en campañas electorales. Al ser natural de California, está bien al corriente de las necesidades especiales y particulares de los Estados de la Costa Oeste, una zona bastante olvidada por el Gobierno Federal de Washington. Aun cuando este periódico estuviera en el pasado en desacuerdo con algunos de los puntos de vista de Norman Drake, en un sentido general apoyamos tanto su posición como su programa. Le damos la bienvenida a esta competición política».

Carson se había marchado al centro de la ciudad una media hora antes, sin hacer mención del editorial. Barbara estaba sentada en la mesa del cuarto donde solía desayunarse. Tomaba café, mientras leía el editorial, cuando Sam se aproximó a ella. Robin Park, el mayordomo coreano, puso frente a él una fuente de huevos con tocino.

—No tengo hambre —dijo Sam.

—Quiero que te desayunes como es debido —dijo Barbara mecánicamente, sin levantar la vista del periódico.

—No puedo. No tengo hambre.

—Sí… —Ella había acabado de leer el editorial.

El significado estaba claro. Volvió a mirarlo, fijándose en frases, en fragmentos.

—Tengo que preguntarte algo —dijo Sam.

Barbara dirigió una mirada a su alrededor. El suelo de aquella estancia estaba embaldosado; unas puertas correderas de cristal daban acceso a la terraza, a la piscina y, más allá, al campo de tenis. Ella no jugaba demasiado bien al tenis, y además este deporte no la entusiasmaba. Carson era un gran jugador. El campo de tenis había sido uno de los factores principales que lo impulsaron a comprar la casa.

—¿Te puedo preguntar algo, por favor?

Barbara dejó el periódico sobre la mesa y miró a su hijo. Se le ocurrió que él nunca hablaba de su embarcación, de la hermosa embarcación que su abuelo le había legado, y que permanecía amarrada en la bahía de San Francisco. ¿Por qué pensaba ella en el barco precisamente ahora? El editorial que acababa de leer aún le martilleaba el cerebro. Su mundo se estaba descomponiendo. No había apoyos por parte alguna; era como un terremoto silencioso, sentido sólo por ella, y al otro lado de la mesa su hijo la estaba observando, aquel muchacho alto y delgado que, según ella pensaba frecuentemente ahora, era la única razón de su existencia. ¿Qué más? Barbara había dejado de escribir. Las comidas eran previstas y preparadas por la cocinera. Algunas veces ella iba de compras, pero casi siempre la comida era pedida por teléfono a una tienda especial en Rodeo Drive. Una vez miró los precios y casi se puso enferma de la impresión, pero cuando se quejó a Carson de ello, él quitó importancia al asunto.

—Tu tiempo es más valioso —dijo él.

Barbara se preguntó qué suponía él que ella hacía con su tiempo. Los largos y maravillosos paseos que eran tan necesarios para su creatividad como escritora, resultaban imposibles en Beverly Hills. San Francisco era un lugar en el que uno podía pasear. Pasear en Beverly Hills era como retroceder, semejante a encontrar algo contrario a la cultura, quedar prisionero de algo ajeno y distante a uno; era una alienación que ella nunca había experimentado en París o Londres o Nueva York.

—¡Mamá!

—¿Qué quieres, Sam? —preguntó ella suavemente—. ¿Qué deseas preguntarme?

—¿Soy judío?

Es lo último en el mundo que ella esperaba que Sam le preguntase; su idea más inmediata fue decirle que ya era hora que dejara el colegio; y luego se dijo a sí misma: «Al diablo con el colegio. Aquí hay algo importante y, que Dios me ayude, he olvidado lo que es importante y lo que no lo es».

—Bien, eso depende —contestó Barbara con gran seriedad—. Nunca he estado absolutamente segura de lo que hace a una persona judía, excepto tener el padre y la madre judíos, así como una religión diferente, supongo. Pero la mayoría de los judíos y también los cristianos, los que yo conozco, parece que no tienen ninguna religión. Me han dicho que, de acuerdo con las leyes judías, en un matrimonio mixto, si la madre no es judía, el hijo tampoco lo es. Pero no estoy muy segura de que eso importe mucho.

—Mi apellido es judío. Cohén es un apellido judío. Cuando fui a la escuela dominical en Grace Cathedral, en cuanto los chicos oían mi nombre, sabían que yo era judío. Por eso odiaba ir allí. Tengo cara de judío.

—¿Qué? ¿Cómo?

—Que tengo cara de judío. —Dirigió una mirada a su reloj de pulsera—. Es tarde, me debo marchar al colegio.

—No te preocupes por el colegio. Hoy puedes llegar tarde, y yo te daré un escrito justificativo. Vamos a hablar. Crees que pareces judío. Steve Cassala es italiano. Tiene los ojos oscuros, el cabello negro y una gran nariz ganchuda. ¿Tiene aspecto de judío?

—Él es italiano, tal como has dicho.

—¿Tiene cara de judío Jake Levy?

—Él no es judío.

—¿No? ¿No se te ha ocurrido nunca que Levy es también un apellido judío? ¿Es que la abuela Levy no es judía?

—No lo sé. Nunca he pensado sobre el particular.

—¿Y por qué piensas en eso ahora? ¿Te ha sucedido algo en la escuela?

—No. —Sam dudó—. Westcott —dijo por fin.

—Ése es un asunto concluido y que pertenece al pasado.

—No, no es así —dijo Sam con voz chillona—. Tú le has pagado veinticinco mil dólares. Algún día te devolveré el dinero. Te lo juro.

Durante largo rato, Barbara se limitó a mirarlo fijamente, en silencio. Después dijo en voz baja:

—Muy bien, supongamos que me cuentas cómo has sabido lo de los veinticinco mil dólares.

—Fui a ver a Mr. Westcott. Él me lo dijo.

—¿Fuiste a verlo? Pero ¿por qué?

—Quería disculparme por lo que había hecho. Tengo casi ochocientos dólares en mi cuenta de ahorro.

Es el dinero que el abuelito solía darme. Se lo ofrecí a Mr. Westcott.

—¿Lo aceptó? —preguntó Barbara, notando cómo la cólera aumentaba en su interior.

—No. Me dijo… —Sam sacudió la cabeza—. Utilizó palabras ofensivas.

—Cuéntame lo que te dijo.

—¿Estás segura de que deseas oírlo?

—Sí, quiero que me lo cuentes. He oído palabrotas muchas veces. No me voy a asustar.

Sam exhaló un profundo suspiro.

—Bien, pues me dijo que cogiera mi dinero y que me lo metiera en el culo. Después me llamó pequeño judío hijo de puta. Me dijo que los judíos se estaban apoderando de California, pero que él y otros pronto pondrían freno a eso. Después te insultó a ti.

—¿Qué insultos fueron?

Sam movió la cabeza en señal de negativa.

—Después me habló del dinero que tú le habías pagado a su abogado… —Sam estaba llorando—. ¿Has hecho eso para que yo no vaya a la cárcel?

Barbara se acercó a él y le rodeó con sus brazos.

—¿Lo has hecho por eso?

—No, cariño, no. Tú no habrías ido a la cárcel de ningún modo. Él amenazó con un proceso por negligencia, y Boyd Kimmelman consideró que lo mejor que podía hacer era arreglar el asunto, y ahora ya lo está. No quiero que pienses en ello, o que lo vuelvas a mencionar, ni que se lo cuentes a nadie. Todo ha pasado, y ese dinero no significa nada para mí.

—Te lo devolveré algún día… te lo prometo.

—Ya veremos. Mientras tanto, es agua pasada. Te prepararé un desayuno caliente, te llevaré al colegio y justificaré tu retraso.

Cuando Barbara regresó tras haber llevado a Sam al colegio, telefoneó a su madre, a San Francisco.

—Quería oír tu voz —le dijo a Jean—. Tú eres una persona comprensiva, y he estado pensando en que deseaba hablar contigo. ¿Sabes que hace ya seis meses que estoy casada y que casi estamos en Navidad?

—¿Estás bien? —preguntó Jean, ansiosa.

—Me siento muy feliz, y muy triste.

—¿Qué ha sucedido?

—Es demasiado largo para explicarlo por teléfono.

—Me tienes completamente desconcertada.

—Supongo que sí —convino Barbara.

Después, ella se dirigió en coche a la playa, estacionó el vehículo en la explanada que da frente al arranque de Sunset Boulevard, y tomó asiento sobre la arena, mirando al océano. Permaneció allí casi una hora, contemplando las grandes olas y serenando su ánimo con el ruido del océano. Era un día caluroso, pero en esta época del año no había mucha gente en la playa; sólo algunos niños con sus madres, algunas parejas jóvenes, y a su izquierda, bastante lejos, un grupo de atletas se ejercitaban con una pelota medicinal. Ella estaba próxima a su período menstrual, y ya podía sentir el cambio que se producía en su cuerpo en tales ocasiones, una especie de efusión, de oleada de calor, una tristeza física y necesidad. Sin pensar en el futuro, ella sabía lo que iba a suceder.

Barbara volvió a su casa de Beverly Hills a última hora de la tarde. Carson estaba en la pista de tenis, realizando un furioso partido con Kirk Alman, un artista cinematográfico muy importante, cuya última película acababa de ser estrenada. A ambos lados de la pista estaban como espectadoras dos hermosas chicas rubias. Quedaba sólo aproximadamente una hora de luz solar, y Carson jugaba con un brío y una desesperación que parecían oponerlo tanto a la puesta de sol como a su contrincante al otro lado de la red.

Mientras Barbara estaba allí presenciando la escena, Sam salió del interior de la casa y se puso a su lado.

—Nadie puede vencer a Carson —dijo Sam—. Es demasiado bueno. Si lo deseara, podría ser un profesional.

Barbara empezó a hablar, pero Sam se dio la vuelta y se metió de nuevo en la casa.

El juego concluyó. Carson saltó la red y estrechó la mano de Kirk Alman. Las dos chicas bonitas palmotearon de admiración y después se precipitaron hacia los jugadores; una de ellas abrazó a Alman, y la otra besó en la mejilla a Carson. Éste se acercó a Barbara y la besó.

—¡Qué juego más bueno! —dijo Carson—. Estoy empapado. Deja que vaya a ducharme, y tomaremos una copa.

—Solos. Quiero hablar contigo.

—No hay problema. Les diré que se vayan.

Carson presentó a las muchachas. Barbara ya había visto a Alman muchas veces antes. Las dos jóvenes rubias eran artistas de cine. Barbara las saludó con un movimiento de cabeza y una sonrisa. Mientras Carson se duchaba y se vestía, Barbara subió a la habitación de Sam. Él estaba inclinado sobre su escritorio, trabajando con el modelo de un avión; con una cuchilla de afeitar de un solo filo cortaba cuidadosamente finas tablillas de madera de balsa.

—¿Cómo te ha ido hoy? —le preguntó ella.

—Muy bien.

—¿Juegas alguna vez al tenis con Carson? —preguntó ella.

—Una vez. Me dejó ganar.

—Bueno, supongo que podrás comprenderlo, ¿verdad?

Sam asintió sin pronunciar palabra. Barbara salió de la habitación, cerrando suavemente la puerta tras sí. Ya abajo, se puso a preparar unos martinis. Carson entró en la biblioteca mientras ella echaba la bebida.

—¡Vaya! —exclamó él cuando hubo tomado el primer sorbo—. Kirk aborrece perder. Se pone hosco, así que tenías razón al desear que no se quedaran. Ya lo sabes, Bobby, el sur de California te estropea y no puedes vivir en otra parte. ¡Tenis en diciembre!

Barbara lo escuchó y lo observaba. Pensó que era un hombre encantador. Dulce, amable, decente. Quiso llorar. Años atrás, lo habría hecho. A las viejas costumbres les cuesta desaparecer, pero desaparecen.

—Supongo que habrás visto el periódico —dijo Carson.

Ella asintió.

—¿Hablas tú… o hablo yo? —preguntó Carson.

—Habla tú —contestó Barbara, dejándose caer en una silla.

Él se inclinó sibre la barra, y la estudió.

—Eres toda una mujer —dijo Carson—. A veces me asustas.

Ella movió la cabeza. No había respuesta para aquello.

—¿Has leído el periódico?

Barbara asintió.

—Ya me lo has preguntado. He leído el editorial.

—¿Estás enfadada?

—No.

—Quiero explicártelo.

—De acuerdo.

—No estoy escurriendo el bulto. Phil Baker escribió el editorial, pero eso no importa. Ha sido una decisión familiar, y por encima de ella ha estado la decisión del consejo. ¿Quieres que te explique algunas de las razones para tal decisión?

—Sí, me gustaría oírlas.

—En cualquier circunstancia, Bobby, un candidato presidencial no es un tipo corriente y normal de ser humano. La energía, la vanidad, el estímulo necesarios para emprender una campaña semejante con ciertas posibilidades de éxito, son algo único, y aparte la energía, el talento o la brillantez del candidato, el factor decisivo es el dinero. Estamos en la Era de la Televisión, y la Televisión es condenadamente cara. De acuerdo. Nosotros apostamos por Norman Drake. Tiene energía y ambición, el único objetivo de su existencia es agradar a la gente, que lo voten. Pensemos lo que pensemos tú o yo de él, a muchísima gente le cae bien. Se ven reflejados en él. Arrastra muchos votos. Trabaja para el partido. Ha nacido y se ha criado en California, y nunca hemos tenido uno de los nuestros en Washington. Lo respalda gente con mucho dinero. Con cantidades ilimitadas de dinero. Personalmente, lo desprecio, pero los candidatos no se eligen basándose en cuestiones morales o sociales. Ya sé que fue miembro del Comité de Actividades Antiamericanas, pero ¡cielo santo!, si fuéramos a descartar a todos cuantos desempeñaron un papel en la Era McCarthy, no tendríamos a quién echar mano. Yo soy el editor del Morning World, pero no soy el propietario del periódico y no tomo las altas decisiones.

Barbara se levantó y fue a servirse la segunda copa. Nunca había sido bebedora: sólo un vaso de vino, un cóctel de vez en cuando en alguna ocasión especial. Recientemente, en Beverly Hills, las ocasiones eran más numerosas.

—Cuando el consejo tomó su decisión, ¿qué votaste tú? —le preguntó ella a Carson.

—Me abstuve. Comprendieron la razón.

—Supongo —dijo Barbara— que podría mostrarme cáustica, desagradable, mordaz. La ocasión es apropiada para ello. Pero ahora no me siento mordaz: sólo triste. Condenadamente triste.

—¿No estarás exagerando un poco?

—Quizá.

Barbara se dejó caer de nuevo en una silla, mirando su copa. La bebida era un pretexto. Ella nunca había resuelto nada emborrachándose. Las pocas veces en que se había embriagado fueron momentos felices. Las palabras también eran un pretexto. Siempre flotaban alrededor sin tocar nunca lo primordial. ¿Y qué era lo primordial de aquello? Ella se encontraba en un lugar extraño, en una casa extraña y con un hombre extraño. Los sueños tienen la misma calidad que la extrañeza. En su sueño, uno intenta tocar algo, pero esto se desvanece.

—Me pregunto —dijo ella—, sólo para satisfacer mi curiosidad, si me podrás decir una cosa. En el curso de los acontecimientos, conforme se desarrolle esta campaña presidencial, ¿tienes pensado recibir a Norman Drake en esta casa?

—Es una pregunta ociosa. Es muy posible que así sea, en casa de mi padre o aquí.

—Aquí, lo cual significa en mi casa. No es que crea precisamente que ésta es mi casa. Pero vivo aquí.

—Estás encolerizada —dijo Carson—. Estás terriblemente encolerizada conmigo, y permaneces ahí sentada tranquilamente como un maldito Buda. Si quieres que hablemos, hagámoslo. No estés ahí quieta burlándote de mí. Eres una mujer encantadora, Barbara, una mujer de grandes cualidades, pero no eres la única persona en la tierra que ha tenido unos principios y ha vivido para ellos. No soy un monje, ni tampoco soy un santo, pero tampoco soy un canalla. Si no sabes de dónde procede el dinero de los Devron, seguro que sí conoces la procedencia del dinero de los Lavette. Intento dirigir un jperiódico honesto…

—¿Qué es honesto? —preguntó Barbara—. ¿Vender tu país y a tu gente?

—¡Mierda! ¡Maldita sea, no! Eso no lo voy a admitir. Yo no he traicionado a nadie…, y si quieres participar en un concurso de honestidad, empecemos desde el principio. No he mirado a otra mujer desde que nos casamos, desde que te conocí. ¿Fuiste honrada aquel día con aquel gigoló italiano, o lo que fuera?

—Lo fui, si llamas a eso honradez. Pero no creo que sea tan honesta. Estoy tan asustada como tú al mirarme y descubrir lo que realmente soy. Pero soy una mujer y tú eres un hombre. Tú eres el que tomas las iniciativas, y yo me limito a seguirlas. Desde que estoy aquí, mi espíritu se ha marchitado. No ha sido por culpa tuya. Las cosas han resultado así. No es que nuestro matrimonio haya fracasado; sucede sólo que no sé cómo llevar cualquier matrimonio. Durante toda mi vida he sido como una extraña que ha estado buscando un lugar al que pertenecer. Y ahora esta ciudad, esta casa, ¡oh, Dios mío!, Carson, estoy muy confundida y no sé de qué manera resolverlo. Estamos casados, pero nuestro matrimonio no existe. Hace dos semanas, cuando estaba en San Francisco, cené con un antiguo amigo e hice el amor con él.

Carson dejó su copa y miró fijamente a Barbara. Ella aguardó. Finalmente, dijo:

—¡Di algo!

—¿Qué?

—Pregúntame por qué —respondió ella por fin, casi frenéticamente.

—No. ¡Me importa un rábano!

—Lo siento —musitó Barbara—. Lo siento mucho. Te he ofendido mucho. Pero todo esto resulta doloroso, independientemente de lo que digas tú o de lo que diga yo. Estas cosas hacen daño.

Barbara se levantó y salió de la estancia. Sabía que el llanto no la ayudaría en absoluto.