18

La esposa

 

—Ahora me siento mejor, David —reaccionó—. Dejaré de comportarme como una colegiala y podremos conversar.
Traje las copas servidas.
—Eres bueno conmigo, David. Eres muy parecido a mi padre, ¿sabes?
—Nadie tiene que ser como tu padre, Joyce. Tu padre era lo que era. Permanecerá así para ti siempre.
—¿Si? David, quiero preguntarte algo... pero quiero que me prometas que me dirás la verdad. No te lo preguntaré si no me dices la verdad.
—¿Por qué no he de decirte la verdad, Joyce?
—No me hagas preguntas, David. ¿Me la dirás?
—Si puedo, lo haré.
—Eso es todo cuanto quiero. Ahora dime, David, ¿fue asesinado mi padre?
Me quedé ahí sentado, mirándola.
—¿Por qué no me contestas, David?
Permanecí sentado y finalmente observé:
—Joyce, es una de esas preguntas...
—¿Qué preguntas?
—¿Por qué he de saberlo yo, Joyce?
—Tú estabas en el edificio, ¿no es así?
—¿Cómo lo sabes?
—Me lo dijo Bronson. Me dijo que habías vuelto a Nueva York, vuelto a tu apartamento, vuelto al edificio el día en que murió mi padre.
—¿Qué más te dijo Bronson, Joyce? —le pregunté con suavidad. ¿Te contó dónde estuve durante tres años?
—Sé dónde estuviste.
—¿Dónde, Joyce?
—Estabas escondido.
—¿Y por qué estaba escondido, Joyce? —volví a preguntarle casi en voz baja—. ¿Bronson te dijo eso también?
—Tú pensaste... —se interrumpió, hizo un movimiento negativo con la cabeza, y apuró el resto de su copa—: Estoy un poco ebria, David.
—¿Qué pensé yo?
—Estoy un poco ebria, David. Tengo que estarlo. Si me quedo sentada pensando en las cosas, acabaré volviéndome loca.
—Es que quiero saber qué te dijo Bronson, Joyce. Es muy importante para mí. Me pediste que fuera sincero contigo. Te dije que lo sería. Tú tienes que ser sincera conmigo, Joyce, si es que quieres que te ayude.
—Estoy confundida. Ya no sé cuál es la verdad, David, no lo sé.
—¿Qué es lo que pensaba yo? ¿De qué me ocultaba, Joyce?
—De mi padre —susurró.
La miré asombrado. Me puse en pie, meneando negativamente la cabeza; luego me volví a sentar y tomé sus manos entre las mías.
—Nunca me tengas miedo, Joyce. Soy tu amigo. Tú lo sabes. ¿Por qué iba a temer a tu padre?
—Porque tú sabías lo de la fórmula, David —replicó ella con voz opaca—. Ni siquiera Bronson estaba enterado..., tan sólo tú, yo y mi padre. Y cuando abrí la caja de caudales, no estaba allí.
—Joyce, Joyce..., tu padre no fue asesinado. ¿No leíste la declaración de su secretaria? Le dejó solo durante un instante nada más. Y en aquel momento, él perdió la cabeza. Esas cosas pasan, Joyce. Las personas están trastornadas y uno ignora que lo están. Entonces el más mínimo motivo puede ser el factor determinante que las induce a tomar una decisión trágica. Puede resultar una cosa aterradora eso de... de estar arriba en un edificio, atrapado ahí, sin ascensores, sin luz...
—¡David!
—Algunas personas pueden reaccionar muy mal...
—David, ¿por qué me hablas de su secretaria?
—¿No es eso lo que publicaron los diarios?
—Tú sabes perfectamente quién era la secretaria de papá, David.
—¿Sí?
—Sí, sí, si..., ¿es todo cuanto puedes decir? ¿Qué estás intentando, David, volverme loca? ¿Todo el mundo ha perdido la razón? Tú sabes quién era su secretaria, y que estaba mintiendo..., ¡como mentía siempre, que Dios la maldiga!
Yo no pronuncié ni una sola palabra, sino que la miré. ¿Qué podía decir? Algunas cosas las recordaba, pero no podía acordarme de los acontecimientos que fueron sucediéndose aquel día en el piso de las oficinas de Gilcuddy y Calvin; ahí las paredes resistían, mi memoria no conseguía echarlas abajo.
—¡Shela! —la joven escupió el nombre—. ¡Shela! La querida de Bronson, esa prostituta inmunda, despreciable...
—¡Cállate!
—¿Por qué he de callarme, David? ¿Por qué la amas? Porque estás enamorado de esa perra asquerosa..., ¡y yo podría arrastrarme a tus pies y me darías un puntapié!
—¡Cállate, Joyce! Te estás poniendo histérica..., ¡cállate! ¡Trata de serenarte de una vez!
Entonces se calló repentinamente, mirándome como si me viera por primera vez y susurró:
—David, David, David, ¿por qué me comporto tan mal siempre?
—No es cierto. Has pasado por demasiadas cosas últimamente.
—Pero tengo que saber, tengo que saber —exclamó—. Es necesario, David.
—¿Por qué no hablamos de ello? Tú has dicho que Shela mentía. ¿Cómo sabes que mentía?
—Porque nunca llevó esa carta; no entró en el despacho de mi padre. Abrió la puerta, pero no entró. Salió..., se fue. Y un momento después de que se hubo ido, un hombre entró en el despacho de mi padre, un hombre alto, un hombre alto de unos treinta y cinco anos, y pasó directamente por la oficina y salió...
—¿Y quién era ese hombre, Joyce?
—No lo sé.
—¿Cómo te enteraste de todo esto?
Inspiró profundamente, me miró directamente a los ojos y dijo con calma, sin levantar la voz:
—Porque me lo dijo un hombre llamado Caselle.
De nuevo permanecí callado. Me quedé sentado sin decir ni palabra.
—¿Por qué no me preguntas nada, David?
—¿Qué debería preguntarte?
—podría interesarte cómo supo esto Caselle. Te lo contaré. David. Lo averiguó porque la operadora de la centralita lo vio todo y se lo refirió.
—¿Por qué no se lo contó ella a la policía? —inquirí enojado—. ¿Qué clase de patrañas estás inventando?
—¿Estoy inventándolas, David? No se lo dijo a la policía porque alguien le dio quinientos dólares para que tuviera la boca cerrada. Pero después tuvo miedo..., tenía tanto miedo que no quiso revelarle a Caselle quién le había dado el dinero. Pero si le dijo a Caselle el nombre de la persona a la que vio salir del despacho de mi padre inmediatamente después de su caída, o de que le empujaran o de que saltara por esa ventana... Un salto que lo llevaría a estrellarse en la acera. ¿Sabes lo que esto significa, David? ¿Puedes imaginar lo que habrán sido sus últimos momentos? ¿Puedes llegar a imaginar el horror de ese salto? ¿Puedes imaginar el terror, el dolor, el espantoso dolor?
—Puedo imaginarlo —aseguré—. Y no le haces ningún bien, Joyce, poniéndote así. Lo que tenemos que hacer es encontrar a esa operadora y averiguar...
—No, no, no —exclamó, moviendo la cabeza en actitud negativa—, no, David..., no vamos a encontrarla. La policía estuvo aquí esta mañana antes del entierro. Me dijeron que había muerto anoche a consecuencia de una dosis excesiva de píldoras para dormir. Por eso tienes que ayudarme, David, para que consigamos hablar con Caselle.
«Nunca lo encontrarás y que Dios nos ayude», pensé. Yace ahí en su oficina cubriéndose de polvo y alguien a quien él entrevistó tomó demasiadas píldoras para dormir. ¿Habría sucedido inmediatamente después de su entrevista con él cuando esta operadora de la centralita, este pobre ser condenado, sin nombre y sin rostro...? ¿Habrá sonado el timbre de su puerta? ¿Sería Josephson o el pelirrojo, o alguno de los otros? ¿A cuántas criaturas dominaba Vincent? ¿podría alguien escapar de sus garras? Pero yo había conseguido escapar y por el momento ellos no sabían dónde estaba; y estaba aquí conversando con Joyce y ella hablaba de muerte. Alguien había muerto. Alguien estorbó a Vincent y esa persona estaba muerta. Me preguntaba cómo lo habría hecho. Cómo consiguieron que tomara la dosis mortal. Pero ellos tenían recursos de sobra. ¿Quién mejor que yo para saber los recursos que tenían?
Me había quedado callado demasiado tiempo. Joyce se puso en pie. Como si de pronto hubiera recordado algo, se volvió para mirarme y en sus ojos brillaba un nuevo fulgor.
—¿O es que no tienes ganas de encontrar a Caselle, David? —inquirió.
—¿Qué quieres decir?
—¿Qué quiero decir? ¿Qué quiero decir? ¿Por qué no me cuentas lo que estabas haciendo en ese edificio, David?
—No puedo decírtelo —repliqué.
—Eso significa que no quieres.
—Significa que no puedo.
—Está bien, David..., yo pensé: éste es mi amigo. Pensé que todo se arreglaría con que David volviese, porque David me diría la verdad. Nunca se me ocurrió que David tendría ciertas razones para no ayudarme. Eso nunca se me ocurrió...
Me puse en pie y traté de tomarle una mano, pero ella se soltó y se alejó de mí, diciéndome que no la tocara, que no me atreviera a tocarla.
—Nunca..., ¡no me toques! Y te voy a contar lo que estuve haciendo hoy... ¿Te gustaría saberlo, David?
—Si masticas algo mucho tiempo, Joyce, acabará tomando la forma que desees darle.
—¿Tú crees? O quizá si lo masticas lo suficiente, tomará la forma de la verdad. Eso es lo que ha ocurrido, ¿no es así, David? Sólo que no seguiré masticándolo. ¿Sabes?, he descubierto quién es Caselle. Bronson lo averiguó para mí. Bronson quería a mi padre, David, y hubiera muerto por él. Bronson no se queda mirándome asombrado cuando le pido que haga algo. Lo hace, David, y descubrió que Caselle es un detective privado y me dio su número de teléfono; desde esta mañana he estado llamándole. Cuando Caselle conteste, y contestará en algún momento, David, me dirá quién es el hombre que estaba con mi padre cuando murió... o cuando le asesinaron.
La tomé de las muñecas. Trató de soltarse, luchando y retorciéndose para zafarse, pero yo me mantuve firme, y entonces volvió la cabeza a un lado para no tener que mirarme.
—¡Joyce! —ordené—. ¡Joyce, escúchame!
—No hay nada que puedas decirme.
—Puedo decirte que yo no maté a tu padre. A eso querías llegar con tus insinuaciones e indirectas, pero tarde o temprano si sigues pensando eso vas a volverte loca. ¿Acaso mato yo a la gente, Joyce? Mírame..., ¿crees que soy un asesino?
Me miró y rogó, lloriqueando:
—Suéltame, por favor, David. Me estás lastimando.
Cuando le solté las muñecas, se dejó caer en el sofá, y ocultó el rostro entre las manos.
Le acaricié el cabello y le hablé:
—Joyce..., ¿recuerdas que cuando ingresé en el ejército y tú eras una chiquilla dijiste que yo iba a ser tu caballero de brillante armadura lo mismo que tu padre? Bueno, pues déjame que te diga esto: yo quería a tu padre, Joyce, porque era como si fuera mi padre también y mucho más porque nunca tuve uno, Joyce; fue él quien me encontró cuando era un huérfano en Glasgow y me trajo aquí y me dio la oportunidad de estudiar e ilustrarme... Era más que amor. Yo reverenciaba el suelo que pisaba, Joyce, y creía que nunca podría llegar a hacer nada malo y sigo creyéndolo, Joyce..., ¿me oyes?
—Te oigo —susurró, sin levantar la cabeza.
—Yo no le maté, Joyce. Hay algunas cosas que ignoro y que no comprendo, pero las averiguaré y las comprenderé querida... y salga lo que salga de esto, no cambiarán las cosas en lo que concierne a tu padre. Te lo prometo. Te prometo que seguirá siendo para ti lo que siempre fue, un ángel con las alas desplegadas, saliendo a luchar por una causa buena y justa. Siempre fue eso para ti, ¿verdad, Joyce? Tenía que ser eso para ti.
Me miró entonces, con los ojos brillantes de lágrimas, y muy semejante a la chiquilla que había conocido hacía mucho tiempo.
—Será como te lo digo; nada ensuciará su nombre jamás, Joyce, porque nada de lo que ha hecho puede ensuciarlo. ¿Quieres confiar en mí?
Hizo un movimiento afirmativo con la cabeza, y de pronto comprendí qué destino amargo y peculiar era el suyo; era una niña para siempre prisionera del hombre cuyo retrato estaba ahí en la mesa, y para siempre condenada al peculiar infortunio que él le había creado, a las cadenas de hierro con las que la había atado, al igual que me había encadenado a mí y a todos aquellos que caían en sus garras..., porque por muy fuerte que fuese Vincent, ésta era una fuerza más despiadada, más inevitable. Podría haberle odiado si hubiera estado vivo. Pero estaba muerto y yo libre de él. Sólo que vivo o muerto, ella nunca se vería libre de él..., pero esto no podía revelárselo yo ni hablar de ello. Hubiera dado mi vida por Joyce Calvin, por lo tanto era poca cosa mantener a este hombre en su reluciente corcel, en los cielos brillantes, para siempre jamás...
Alguien estaba llamando.
—Joyce, Joyce..., ¿quién está ahí?
Yo saqué del bolsillo uno de mis característicos puritos y Joyce sonrió, recordando, y yo también estaba recordando.
—Todavía los fumas.
—¡Joyce! —llamó la voz, y la joven se puso rígida al oírla, decidida a excluirla. Entonces la mujer entró y en el primer momento la miré como a una desconocida; pero luego los recuerdos acudieron en tropel arrastrándose, deslizándose, hasta que la desconocida alta, rubia, más bien atractiva se convirtió en la esposa de Charles Calvin, con todas las cosas que yo había sabido acerca de la esposa de Charles Calvin; el rostro acicalado, semejante a una máscara, se convirtió en el intermediario de mil asociaciones de ideas y todos los gestos eran los estudiados y ensayados gestos que yo había visto con tanta frecuencia. Pero Joyce ni se movió, permanecía sentada, rígida y quieta.
La mujer llevaba una bata negra, ropa interior negra, zapatillas de raso negro, y en una mano apretaba un pañuelo negro: había acaparado el sentimiento y lo había convertido en algo grotesco. Pude comprender la rigidez de Joyce. Yo también me puse tieso; ella me miró, abrió los brazos y exclamó:
—David..., David, has llegado muy tarde, pero has llegado.
No era solamente malo; era siniestro. Me echó los brazos alrededor del cuello y me besó, y yo me obligué a abrazarla y a besarla.
—Ha sido terrible, David —expresó—. No puedes imaginarte por lo que hemos pasado.
—Comprendo.
—¿Cómo vas a poder comprender, David? Tendrías que haberle visto... después...
—¡Mamá! —interrumpió Joyce.
Ella me miró y se enjugó con suavidad los ojos; Joyce se levantó y salió del salón.
—Así se ha comportado todo el tiempo —explicó Frances Calvin.
—Está muy trastornada —comenté.
—El entierro ha tenido lugar esta mañana. Te he buscado por entre la gente. Me decía: David acudirá al entierro sin duda. Pero no estabas.
—No pude asistir —repuse.
—No..., supongo que no pudiste. Lo habían dejado muy bien, David. Hacen cosas maravillosas. Tenía toda la apariencia de un buen mozo —se sentó en el sofá—: Ven a sentarte aquí a mi lado, David.
Me senté junto a ella y me tomó la mano:
—Ha sido muy difícil, David.
—No me cabe duda. Estas cosas siempre lo son.
—Si sólo hubiera podido ocurrir de otro modo. Pero caer desde esa altura...
—Es cosa pasada y de nada sirve pensar en ello —repliqué en forma mecánica.
—El alcalde hizo acto de presencia en el entierro —prosiguió ella—, y el gobernador se desplazó desde Albany, y...
Me puse en pie y ella interrumpió su charla de cotorra preguntándome súbitamente:
—¿Qué te ocurre, David?
—Lo siento, pero debo irme —contesté.
—¡Pero si apenas has estado un minuto conmigo, David!
—Debo irme.
—Como Joyce..., ¿vas a reaccionar como Joyce, David? ¿Qué he hecho? —se levantó y se encaró conmigo; estaba mejor así, sin disfraz, con los ojos echando chispas—. ¿Qué voy a hacer... llorar por eso? ¿Por qué no lloras tú, David? ¡Tienes mejores razones que yo! ¡Tú le mataste!
—¡Cállate! —exclamé.
—Tú lo hiciste ¿no es—cierto, David? ¿No es cierto?
Le di una bofetada, no fuerte pero brusca, y reaccionó como lo hace una niña: primero con indignación, luego con terror y después con lágrimas; se sentó en el sofá llorando y gimiendo:
—No te culpo..., no te culpo..., te aseguro que estaba contenta, contenta. Si alguna vez un hombre mereció...
—¡Cállate! —grité—. ¿O quieres que vuelva a pegarte?
—¡Hazlo, pégame! —chilló—. ¡Pégame... pégame!
—¿Quién te dijo que yo le había matado, pedazo de tonta?
—Bronson.
—Pues bien, ¡yo no le maté, maldita estúpida, hablas por hablar! Lo que había entre tú y Charles me importa un comino, y ahora terminó. Pero si alguna vez le dices una palabra de esto a Joyce...
—A Joyce..., a la dulce y pequeña Joyce. Y si te dijera yo que tu dulce, preciosa y frágil Joyce estaba deslizándose en la cama de Bronson en tanto que Charles se acostaba con Shela, ¿qué dirías, David?
—Diría que eres una vieja con una mentalidad sucia y obscena —le contesté; luego di media vuelta y salí de la casa. Ya no podía aguantar más.