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El periódico
Tomé el metro en Broadway y Lafayette, como
lo hago siempre, y pasé examen de mí mismo hasta que llegué a la
Tercera avenida y la calle Cincuenta y tres. Reflexioné varias
horas sobre el pasado y coloqué cada momento y cada intervalo en
precisa yuxtaposición. Una secuencia de acontecimientos había
ocurrido; una secuencia de acontecimientos no había ocurrido.
Estaba viajando en el metro y todo armonizaba; había ruido,
movimiento y suciedad; luz y oscuridad; y había gente. Ya eran más
de las ocho de la tarde así que había pocos viajeros; pero en la
anormalidad espesa y abrumadora de nuestra época, estas gentes que
ahora veía eran normales, corrientes y decentes. Ahí estaban y yo
las veía, y mis ojos no me engañaban. Las catalogué y confronté la
verdad. Había una mujer cincuentona, cargada de paquetes que siguió
viaje hasta Queens; una muchacha de alrededor de veinte o
veintiuno, vestida simplemente pero con buen gusto, tanto que uno
olvidaba lo fea que era: una falda negra bien cortada, una chaqueta
corta, verde, sobre una blusa blanca y otro de esos impermeables
transparentes como el que había visto más temprano; un negro que
llevaba a una niñita de seis o siete años dormida en sus brazos, y
él la acunaba con tanta ternura y amor que este espectáculo quedó
grabado en mi mente y me hirió también, como choca siempre con mi
soledad una ternura semejante. Había además un borracho que dormía
sin mover un solo músculo, y una mujer rubia madura ondulada,
lustrada y pulida desde la cabeza hasta los pies y en todo su
cuerpo rechoncho; la expresión de su rostro era impávida...; con
semejante comienzo podía seguir pulsando todo el vagón en el que
viajaba yo, normal y corriente.
Vivía en un mundo que era normal y corriente
y, además, estable; pero cuando uno ponía frente a si una cierta
clase de espejo, el reflejo no era ya en modo alguno ni normal, ni
corriente, ni estable; y la única conclusión a la que podía llegar
era que había sido atrapado, durante un breve instante, en el
reflejo de algo. Lo cual no significaba nada, y, sin embargo, nada
podía encontrar yo que significara más.
Cuando me bajé en la Tercera avenida ya no
llovía, aunque las aceras estaban todavía mojadas y la noche era
calurosa y bochornosa. La edición bulldog
del matutino News acababa de salir, y
ahí, abarcando toda su brillante primera página rosada campeaba la
fotografía del hombre, cubierto por una sábana, que se habla
arrojado a la muerte; su nombre ya no era un secreto de Estado,
porque en grandes letras llamativas se anunciaba al mundo,
moderadamente interesado, que Charles Calvin se habla suicidado.
Compré un ejemplar.
Mientras estaba allí de pie, frente al bar
de la esquina de la Tercera avenida y de la calle Cincuenta y tres,
pensé en un pequeño incidente que habla ocurrido en ese mismo sitio
hacia cosa de un mes. Aquella noche, las calles estaban empapadas
en fango y hielo y yo volvía tarde a casa; justo cuando pasé la
esquina un viejo salió del bar, dio un paso, resbaló y cayó cuan
largo era; su cabeza fue a dar contra la acera con un golpe sordo.
Yacía bajo la roja luz del neón, con la boca abierta, los ojos
vidriosos, el rostro grisáceo y sin esperanza, y los transeúntes
pasaban junto a él sin siquiera volverse para mirarlo. Yo me
incliné sobre el cuerpo, le levanté un poco la cabeza y me pareció
que estaba moribundo; y sentí tristeza de que este anciano muriera
así, en el frío y el fango, sin nadie que le importara un comino a
su lado o derramara una lágrima ante la tremenda y vulgar tragedia
de su fin. Pero también yo formaba parte de la indiferencia
general, porque me alejé sin llegar a saber jamás si sobrevivió o
murió —tan poco unido me sentía a la anchurosa corriente de vida a
la que todos los hombres deberían sentirse unidos, si es que sus
vidas deben tener algún sentido.
Pensé en aquello esa noche, y parecía tener
alguna razón o importancia dado mi peculiar estado de ánimo; pero
aunque me fuera en ello la vida no podía llegar a discernir cuál
era esa importancia. Me metí el diario en el bolsillo, me dirigí
hacia la avenida Lexington y seguí hacia el sur. Hay allí un buen
lugar donde comer hamburguesas. Entré, me senté a la barra, pedí
dos a medio asar con un vaso de leche y leí la historia tal como la
relataba el Daily News.
Los hechos no eran muchos y poco podía
extraerse de ellos; el hombre era lo importante. De acuerdo con lo
que decía el Daily News, la corriente se
cortó en el edificio a las cinco menos diez por razones no
conocidas aún. A esa hora Calvin estaba en su oficina, que daba
sobre la avenida Broadway, y acababa de dictar una carta a su
secretaria. No se le daba valor alguno a la carta, aunque
evidentemente era una carta trascendente dirigida a todo un
personaje, ni más ni menos que al presidente de los Estados Unidos.
La carta contestaba una serie de preguntas que el presidente le
había formulado a Calvin respecto a las armas atómicas, y Calvin
dictó su respuesta, basándose en las notas en las que se había
pasado trabajando la mayor parte de la tarde. El contenido de la
carta de Calvin no venía publicado en el diario, pero la secretaria
declaró que cuando ella le dejó estaba de bastante buen humor, a
pesar de haberse mostrado deprimido algo más temprano aquella misma
tarde. El hecho de haberse apagado las luces no le molestó, puesto
que su oficina recibía buena luz de las ventanas y nunca se le
ocurrió que los ascensores pudieran detenerse. Le dijo que llevara
la carta a destino para que la entregaran a primera hora de la
mañana siguiente, y que ya podía marcharse, pero que él se quedaría
para revisar el informe de un proyecto.
Pasaban entonces pocos minutos de las cinco
y todos se hablan ido de las oficinas menos la secretaria, Calvin y
su socio. La secretaria cerró la puerta del despacho de Calvin y
sólo tuvo tiempo de llegar hasta su escritorio y arreglar unos
papeles cuando oyó un grito, o del despacho de Calvin o de
afuera..., no estaba segura de dónde provenía. Corrió al despacho
de Calvin, y, un momento después, el socio de éste, Bronson
Gilcuddy, entró por otra puerta. Al igual que el de Calvin, el
despacho de Gilcuddy daba a la avenida Broadway y tenía una puerta
comunicante por la que Gilcuddy entró. La ventana del despacho de
Calvin se hallaba abierta de par en par y Gilcuddy y la secretaria
se asomaron por ella al mismo tiempo. En la penumbra creciente,
alcanzaron a divisar el bulto del cuerpo humano allá abajo. La
secretaria recordó que se habla echado a llorar. Gilcuddy
retrocedió tambaleante hasta una silla en la que se dejó caer con
el rostro entre las manos, murmurando: «¡Oh! Dios mío, Dios mío,
Dios mío.»
El diario ponía mucho énfasis en lo
terriblemente afectado que se mostraba Bronson Gilcuddy.
Considerado en su profesión como un hombre con nervios de acero, no
dejaba de tener interés el hecho de que cuando llegó la policía se
hallaba sentado en una silla llorando y apretando entre las manos
un encendedor de oro que le habla regalado Charles Calvin cuando
eran jóvenes y habían empezado a trabajar formando sociedad. Este
encendedor había sido hallado debajo de la ventana desde donde
había caído Charles Calvin.
Damon y Pitias fueron recordados a propósito
de este vínculo emocional inusitado entre dos hombres maduros y
afortunados, y el cronista añadía que el dolor de Bronson Gilcuddy
no pudo verse dominado hasta que llegó Joyce Calvin, hija del
muerto. Era tan evidente que ella necesitaba su apoyo, que Bronson
Gilcuddy la abrazó, dejó a un lado sus propios sentimientos y, en
lenguaje periodístico, su rostro asumió una expresión que no
presagiaba nada bueno para quienquiera que hubiese tenido
injerencia en el crimen... si es que de un crimen se tratara.
Joyce Calvin se había mostrado muy entera
por cierto. Su madre estaba demasiado quebrantada para dejarse ver,
pero la hija, una de las más populares jovencitas recientemente
presentadas en sociedad, había actuado en todo momento con dignidad
y valor.
Esto era todo cuanto rodeaba el hecho.
Sabiendo que el alcalde era amigo de Calvin, la secretaria tuvo la
presencia de ánimo de llamarle primero, tras lo cual telefoneó a la
hija y al cuñado del muerto. El hecho de que se presentara allí la
policía era con toda evidencia debido a la importancia de Calvin y
el News lo daba simplemente como
suicidio, a pesar de que hacía notar que el suicidio de Calvin era
uno de los otros muchos de personas importantes en la vida
norteamericana ocurridos en el curso del año.
«En el caso de Charles Calvin —decía el
cronista—, le llama a uno la atención el hecho de que no haya
ocupado ningún puesto en el gobierno desde la guerra y que hubiera
desechado varias propuestas para desempeñar tareas especiales. No
sería errado decir que ningún hombre de los Estados Unidos estaba
considerado de la misma forma que Calvin. Conocido como "el último
de los romanos"; tanto los amigos cuanto los enemigos le
consideraban como del todo incorruptible. De él dijo La Guardia:
"Es de la talla de Lincoln y piensa como Jefferson". Aunque algunos
puedan disentir en esta definición, era en general admitido que
sólo él podía ocupar el lugar de Wendell Willkie. Sin embargo, a
diferencia de Willkie, se mantenía alejado de todas las ataduras
políticas. No obstante, se insinuaba en algunos sectores que estaba
pensando en la posibilidad de regresar a la vida pública...»
Lo cual era más o menos lo que yo sabía de
Charles Calvin sin necesidad del Daily
News. Me puse a estudiar su retrato: el rostro áspero de un
hombre preocupado que está cerca de los sesenta. Si uno se
empeñara, se podía discernir un parecido superficial con Lincoln,
pero ello revestía menos importancia que la expresión de honestidad
preocupada e inquisitiva que se ponía de manifiesto hasta en la
fotografía. «¿Seria un ser como yo —me pregunté—, absoluta y
completamente solo...?» Sin embargo, tenía una familia, su mujer y
su hija, y ¿qué representaban ellas para él y él para ellas, y
cuándo se verían libres de esa última y desesperada zambullida que
hizo en el vacío? ¿Quizá ya se habían liberado de ella? ¿Cómo podía
saberse... y qué podía saberse al leer esto? Hojeé el diario, y
unas páginas más adelante leí que un millar de hombres, mujeres y
niños habían muerto en una incursión aérea sobre Shangai. No tenía
importancia porque el asunto de China ya estaba casi
arreglado.
Pagué mis dos hamburguesas y la leche, y
salí para irme a casa. De nuevo caía una fina llovizna. Pensé en un
buen trago de whisky para cuando llegara a mi apartamento, y
después la cama y un libro, para poder olvidar los sueños que los
hombres sueñan cuando están despiertos.
Sin embargo, no era tan fácil deshacerse de
Charles Calvin. Se aferraba a mí mientras avanzaba, bajo la lluvia.
Caía una y otra vez. Le veía caer. Le observaba y al principio
parecía un pájaro; pero luego se transformaba en un hombre que
caía, con los brazos y las piernas extendidos, verticalmente, y su
rostro se ensanchaba en una mueca de terror, ese rostro grande,
áspero, de yanqui que era la aspiración y la envidia de todos
nosotros, y también el sello de nuestra cultura. Así pensaba yo en
él mientras avanzaba y contemplaba su grandeza.
Nuestros grandes hombres son así. Nuestros
grandes hombres son tranquilos y se quedan atrás y dejan que otros
griten y chillen. El nombre no significaba nada, pero era, para
Estados Unidos, un nombre muy apropiado: Charles Calvin. Era
precisamente el nombre que un hombre así debía tener. Las gentes
leerían sobre su nombre y su muerte y no sabrían qué es lo que
habían perdido: un Lincoln o un Roosevelt, o un Calvin que hubiera
podido ser más que los dos. O así sentía yo y, sin embargo, ¿qué
sabía yo de Charles Calvin? ¿Estaba él cerca de miles de seres...
que nunca supieron cuán cerca estuvo de ellos? ¿Llorarían por él?
Esa pérdida, ¿sería también la mía y lloraría yo por él? No lo
sabía. Sólo supe que algo grande e importante había muerto, y me
sentía lleno de una extraña clase de pena y de temor por su
fallecimiento; y mientras avanzaba hacia casa a través de la fina
lluvia primaveral, le veía caer una y otra vez.