8

El asesino

 

—Si no es usted un mentiroso...—empezó a decir Caselle, y le interrumpí repitiéndole que podía irse al demonio y al infierno, lo cual era más o menos lo que le habla dicho ya una docena de veces, que los quinientos pavos eran suyos y que cuanto antes renunciara al asunto más contento estaría yo. Y mientras hablaba, él me examinaba, recostado en la pared.
—¿Me despide usted?
—Como quiera —repliqué con cansancio—. Lo que usted quiera. No me importa.
—Quiero seguir con esto. Ya le he dicho que le creía.
—Está bien, boy-scout.
—No me llame así, Stillman —me espetó con calma—. No me gusta. No me llame así. Si sigo, quiero ser su amigo, Stillman.
—Discúlpeme.
—O.K. Y ahora, ¿qué pasa, Stillman? Este es el piso, ¿verdad?
—Planta veintidós... el mismo piso donde trabajó Charles Calvin.
—Yo también lo he visto. Pero un pintor de letreros hubiera podido arreglar eso en unas pocas horas. Preguntemos.
De modo que volvimos a las oficinas de Gilcuddy y Calvin, entramos y preguntamos a la secretaria. Si no nos hablamos equivocado; le dijimos que estábamos haciendo una inspección por cuenta del Diario Legal, que inventamos sobre la marcha; le hicimos unas cuantas preguntas inofensivas y luego nos marchamos.
—Eso también ha podido ser falso —insistió Caselle con terquedad—. Volvamos abajo y hagámoslo de nuevo.
Tomamos el ascensor. Cuando llegamos al hall Caselle me tomó del brazo y rió, satisfecho de su razonamiento:
—No pueden comprar la compañía telefónica. Llámelos.
Había una cabina y entré en ella; marqué un número que conocía tan bien como la palma de mi mano y Caselle me miraba desde afuera. El timbre sonó dos veces y, luego, la voz inexpresiva de la operadora me preguntó qué número llamaba. Se lo dije.
—Ese número ha sido desconectado —me informó con tranquilidad.
Entonces fui yo quien esperó afuera mientras Caselle llamaba. Oí su voz a través de la puerta cerrada de la cabina. Oí cómo insistía para saber cuándo había sido desconectado el número.
—¿Y bien? —inquirió cuando salió.
—Compre unos puritos de ésos, Stillman, ¿quiere? Me gustan.
Compré unos cuantos y nos pusimos a fumar.
—Hace tres años —Caselle movió afirmativamente la cabeza, estudiando pensativo el pequeño puro—. No se ponga nervioso, Stillman. No digo que sea usted un mentiroso, no digo que sea yo un mentiroso. No hablaremos de esto de ese modo. Quizá más tarde, pero no por ahora. Lo dejaremos fermentar durante un rato...
Vio que yo miraba el botón de llamada y a los ascensoristas cuando salían del ascensor en la planta baja, mientras esperaban la señal que les volviera a llamar arriba.
—¿Reconoce a alguno de ellos?
—No.
—¿Y al hombre del quiosco de cigarrillos? —murmuró.
—Es nuevo.
—¿Qué tal si le preguntamos? Supongamos que nos diga que hace tres años que trabaja acá.
—Pregúntele —mascullé con amargura.
Observé a Caselle mientras compraba un paquete de cigarrillos y cómo le preguntaba al hombrecillo cetrino que le atendía, desde cuánto tiempo trabajaba en ese quiosco.
—¿Es usted el inspector de trabajo? —preguntó el hombre cetrino.
—Soy policía —replicó Caselle.
—Desde el asunto Calvin este lugar está repleto de policías mugrientos.
—Esa no es manera de expresarse —amonestó suavemente Caselle—. Le hago una simple pregunta, ¿por qué no la contesta?
—Porque hace mucho que aprendí la lección.
—Esa no es una contestación. Oiga, trato de ser amable con usted. ¿Prefiere que no sea amable?
—Tómelo con calma —instó el hombre cetrino—. Hace tres años que trabajo aquí. ¿Es un crimen acaso?.
—Ningún crimen, en absoluto —repuso Caselle; se acercó a mí, me tomó del brazo y me llevó al ascensor—: Arriba de nuevo. Contaremos los pisos esta vez, Stillman —sus dedos se hundieron en mi brazo—. Somos de carne y hueso, de modo que tranquilícese. Está duro como una roca.
No le contesté, contamos los pisos y bajamos en el veintidós. Todo seguía igual y allí al final del corredor se levantaba la pared. Volví a tocarla.
—No han construido esa pared recientemente, Stillman —dijo Caselle—. Hace mucho tiempo que está aquí. No tiene vuelta de hoja; ningún error, ningún decorado de teatro, ninguna puerta secreta..., no es esa clase de argucia, Stillman; no se trata de nada extraordinario, todo agradable, normal y natural, con excepción de una rata muerta y de un gorrión muerto, y quizá eso sea natural también para quienes los utilizan.
—Pero esta mañana misma... —empecé a decirle.
—No nos hará ningún bien hablar de ello, Stillman. Quiero seguir adelante con esto. Quiero seguir progresando. ¿Hay algo más? Con un movimiento de cabeza le indiqué la puerta.
—Entonces, vamos al sótano y veamos cómo pudo bajar cuatro tramos de escaleras que no existen.
Descendimos de nuevo al hall. Faltaban unos minutos para las cinco de la tarde y el ascensor estaba lleno. Cuando salieron todos, llevé a Caselle hasta la enorme puerta de bronce y entramos. Al pasar al otro lado, toda la escena de la noche anterior me volvió a la memoria vivida, normal y específicamente. No era un sueño y no era una ilusión; era algo que me había sucedido veinticuatro horas antes y mirando hacia atrás lo vi todo como lo había visto entonces, y el recuerdo tenía la punzante sensación que sólo puede tener un recuerdo reciente. Antes de bajar, Caselle me detuvo y me pidió que le repitiera lo que yo creía que había ocurrido la noche anterior.
—No lo creí. Ocurrió.
—Sea que lo haya creído o que haya pasado, ¿qué le parecería volver a explicarlo?
De modo que se lo expliqué de nuevo; le conté con todo detalle lo de la escalera, lo de la muchacha y lo del pelirrojo.
—No me dijo que era pelirrojo.
—¿Qué importa cuál fuese el color de su pelo, Caselle?
—Nada; sólo que el hombre que nos seguía en la calle Cincuenta y uno era pelirrojo.
—¿Un hombre grandote?
—Vigoroso, fuerte... con cara de perro dogo —completó Caselle.
Entonces bajamos, y el sótano era lo que uno espera que sea un sótano. Caselle dio una vuelta por la base de la escalera, golpeando con el tacón el suelo, examinando la pared, tratando de imaginar dónde estaría la escalera si hubiera una, que no la había.
—Lo dijo usted antes —le recordé—. Ningún escotillón, ninguna plataforma.
—Pues bien, ¿por qué no hablamos con ese portero?
—Lo están haciendo —intervino alguien y, cuando nos volvimos, ahí estaba el pelirrojo apuntándonos con una pistola automática del cuarenta y cinco, grande y fea; pero ahora no era portero, sino que parecía estar de vacaciones, vestido con un traje de tweed color castaño, camisa y corbata caras y sombrero flexible de fieltro echado hacia atrás. Era idéntico a un perro dogo, pero no porque le hubieran golpeado; tenía cara de animal y era un animal: su vida entera había sido empleada en la formación de ese rostro. Ningún ser humano nace así; el rostro es el espejo, y luego el espejo se deforma,—se tuerce, la imagen se torna atormentada, torturada. La cabeza de este hombre gris era grande, ancha y cuadrada, así como la del hombre gris era pequeña; era grande pero tenía la boca muy chica y muy cruel y los ojos hundidos tras gruesos párpados carnosos, coronados por espesas cejas rojizas; el pelo era también de un color rojizo anaranjado, cortado casi al rape y el vello anaranjado de sus manos prolongaba el esquema. Algunos animales son mansos, pero éste no lo era; pertenecía a la clase de animal que uno odia y tanto Caselle como yo le odiábamos. El odio de Caselle era visible tanto para mí como para el pelirrojo que nos miraba fría, imperturbablemente y el único movimiento visible estaba en la dilatación de las aletas de la nariz, enorme y chata; a cada inspiración, las ventanas de la nariz se abrían y se cerraban.
Mi conocimiento se ampliaba y también mi sensibilidad, porque ya no tuve la menor duda de que se trataba de un hombre de Vincent. Llevaba la misma marca del hombre gris. Vincent no era más que un nombre, pero yo ya estaba rellenando un marco con referencias y detalles sobre las criaturas de Vincent. Se habían despojado de su humanidad; todo lo que entraba en la hechura del hombre, todo lo que ha estado en nuestro largo y laborioso pasado, acosado por los sueños, ya no formaba parte de ellos; se habían convertido en una nueva clase de animal, una terrible clase de animal. ¿Y cuántos de ellos había? ¿Cuántos eran los que pertenecían a Vincent? ¿Cuántos los que estaban maduros para entrar a formar parte de su secta?
—¿Qué es lo que quieren? —preguntó el pelirrojo. Su voz era como la ciudad: chata, inexpresiva.
—Somos policías —replicó Caselle—. De modo que guarde eso.
—¿Policías? ¡Narices!
—¿Por qué no se guarda ese artefacto? —dijo Caselle—. ¿Qué facha tenemos? No tiene derecho a apuntamos con una pistola como si fuese un asaltante de pacotilla.
—Quizá soy un asaltante de pacotilla, ¿eh?
—Quizá lo sea —asintió Caselle, y en ese momento le quise y le admiré; porque detrás de los ojos azules y del rostro de boy-scout había algo fuerte y sin miedo... y dentro del contexto del miedo, porque intuí que el pelirrojo iba a matarnos, y en aquel instante mi cuerpo se puso tenso y salté para quitarle el arma. Al arrojarla a un lado, salió un tiro; pareció dispararse en mi estómago, pero erró el blanco y el pelirrojo perdió el equilibrio, mientras yo me aferraba a su mano y a la pistola al mismo tiempo. Yo daba la espalda a Caselle cuando éste avanzó y le pegó un puñetazo al pelirrojo en pleno rostro. Todavía aferrado a la mano y al arma, giré sobre mí mismo y le di en los tobillos dos puntapiés de modo que caí con el hombre encima, y al tiempo que yo daba contra el suelo de cemento vi el pie de Caselle en la cara del pelirrojo. La mano aflojó la presión y le quité el arma; rodé hacia un costado y le pegué con el cañón, con todas mis fuerzas, en la cabeza. Se quedó inmóvil; toma tiempo contarlo, pero todo sucedió en el espacio de dos segundos.
Caselle me ayudó a ponerme de pie, y los dos nos quedamos mirando al pelirrojo que yacía tan quieto ahora, tan inmóvil, con un ojo cerrado, ensangrentado y magullado allí donde el tacón de Caselle le había dado el golpe; el otro ojo estaba un poco entornado, la boca abierta y de la nariz chata salía un hilo de sangre.
—¿Está muerto? —preguntó Caselle.
Me incliné y le tomé el pulso: latía débilmente, pero latía. Luego le registré los bolsillos. Llevaba un clip de oro con ochenta y tres dólares en los bolsillos del pantalón así como unas monedas, dos llaves en un llavero; un pañuelo, y, en el bolsillo de la chaqueta, un paquete de cigarrillos... pero ninguna documentación, ninguna cartera, ninguna tarjeta. Volví a poner el dinero donde estaba, pero guardé las llaves en mi bolsillo.
—¿Y el arma? —preguntó Caselle. Me la tomó de la mano. Era una pistola del cuarenta y cinco reglamentaria del ejército, demasiado grande para el bolsillo donde la guardó Caselle. Luego nos limpiamos los trajes lo mejor posible y subimos, dejando al pelirrojo tirado en el suelo. El ascensorista nos miró cuando llegamos al hall y pasamos por delante de él hacia la puerta de salida.
—Necesito beber algo —dijo Caselle.
El necesitaba tomar algo y yo también, de modo que cruzamos la calle y entramos en el bar de Jimmy White donde pedimos para cada uno un whisky doble.