LA MUJER ABANDONADA

A la señora duquesa de Abrantes.

Su afectuoso servidor,

Honorato de Balzac.

París, agosto de 1835.

En 1822, al comenzar la primavera, los médicos de París enviaron a la baja Normandía a un joven convaleciente de una enfermedad inflamatoria causada por ciertos excesos en el estudio, o quizás en el vivir. Su convalecencia requería un absoluto reposo, una alimentación suave, un aire frío y la ausencia total de sensaciones extremas.

Los feraces campos del Bessin y la existencia gris de la provincia parecieron, pues, propicios a su restablecimiento. Fue a Bayeux, linda ciudad situada a dos leguas del mar, a la casa de una de sus primas, la cual lo acogió con aquella cordialidad propia de las personas acostumbradas a vivir retiradas, y para las cuales la llegada de un pariente o de un amigo se convierte en una dicha.

Todas las ciudades pequeñas, salvo en algunas costumbres, se parecen entre sí. Ahora bien, después de algunas veladas pasadas en casa de su sobrina, la señora de Sainte-Sevère, o en casa de las personas que componían su sociedad, aquel joven parisiense, llamado el señor barón Gastón de Nueil, hubo conocido en seguida a las personas que aquella sociedad exclusiva consideraban como si constituyesen la ciudad entera. Gastón de Nueil vio en ellas al personal inmutable que los observadores encuentran en las numerosas capitales de los antiguos Estados que formaban la Francia de antaño.

Se trataba ante todo de la familia cuya nobleza, desconocida más allá de cincuenta leguas, pasa, en el departamento, por incontestable y de la más alta antigüedad. Esta especie de familia real en tono menor roza por sus alianzas a los Navarreins, a los Grandlieu, a los Cadignan y a los Blamont-Chauvry. El jefe de esta raza ilustre es siempre un cazador determinado. Hombre desprovisto de maneras, abruma a todo el mundo con su superioridad nominal; tolera al subprefecto de la misma manera que soporta los impuestos; no admite ninguno de los nuevos poderes creados por el siglo XIX y hace observar, como una monstruosidad política, que el primer ministro no es un gentilhombre. Su mujer tiene en la voz un tono lleno de acritud, habla en voz alta, tiene sus adoradores, pero es devota; educa mal a sus hijas y piensa que ellas tendrán siempre suficiente fortuna con su apellido. La mujer y el marido no tienen idea alguna del lujo actual: conservan las libreas de teatro, se aferran a las antiguas formas en lo que concierne a la vajilla de plata, los muebles, los coches, como las costumbres y el lenguaje. Este viejo fausto encaja, por otra parte, bastante bien en la economía de las provincias. En fin, se trata de los nobles de antaño, menos el laudemio, menos la jauría y los trajes con galones; todos llenos de honor entre sí, todos adictos a los príncipes que sólo ven a distancia. Esta casa histórica “de incógnito” conserva la originalidad de una antigua tapicería de alto lizo. En la familia vegeta infaliblemente un tío o un hermano, teniente general, cordón rojo, hombre de corte, que fue a Hannover con el mariscal de Richelieu y al que encontráis allí como la hoja extraviada de un viejo panfleto de Luis XV.

A esta familia fósil se opone una familia más rica, pero de nobleza menos antigua. El marido y la mujer van a pasar dos meses de invierno a París, de donde traen el tono fugitivo y las pasiones efímeras. La señora es elegante, pero un poco afectada y siempre en retraso con respecto a las modas. Sin embargo, se burla de la ignorancia afectada por sus vecinos; su vajilla de plata es moderna; tiene botones, negros, un ayuda de cámara. Su hijo mayor tiene un tílburi, no hace nada, tiene un mayorazgo; el menor es auditor del Consejo de Estado. El padre, muy al corriente de las intrigas del Ministerio, cuenta anécdotas sobre Luis XVIII y sobre la señora du Cayla; invierte al cinco por ciento, evita la conversación sobre la sidra, pero a veces cae todavía en la manía de rectificar la cifra de las fortunas departamentales; es miembro del consejo general, se hace vestir en París y ostenta la cruz de la Legión de Honor. En fin, esté gentilhombre ha comprendido la Restauración, y acuña moneda en la Cámara, pero su adhesión a la monarquía es menos pura que la de la familia rival. Recibe la Gazette y los Débats. La otra familia no lee más que la Quotidienne.

El señor obispo, antiguo vicario general, flota entre estos dos poderes que le tributan los honores debidos a la religión, pero haciéndole sentir a veces la moraleja que el bueno de Lafontaine puso al final de El asno cargado de reliquias. El buen hombre es plebeyo.

Luego vienen los astros secundarios, los gentileshombres que gozan de diez a doce mil libras de renta, y que han sido capitanes de navío o capitanes de caballería, o nada en absoluto. A caballo en los caminos, ocupan el término medio entre el cura que lleva los sacramentos y el inspector de las contribuciones. Casi todos acaban apaciblemente sus días más ocupados en la tala de bosques o en la sidra que en la monarquía. Sin embargo, hablan de la Carta y de los liberales entre dos rubbers de whist o durante una partida de tablas reales, después de haber calculado unas dotes y arreglado matrimonios de acuerdo con las genealogías que se saben de memoria. Sus mujeres se dan mucho tono y adoptan los aires de la corte en sus cabriolés de mimbre; creen estar muy elegantes cuando llevan un chal o un gorro; compran anualmente dos sombreros, pero después de muchas deliberaciones, y se los hacen traer de París ocasionalmente; en general son virtuosas y charlatanas. Alrededor de estos elementos principales de la gente aristocrática se agrupan dos o tres solteronas de calidad que han resuelto el problema de la inmovilización del ser humano. Parecen estar selladas en las casas donde las veis: sus rostros, sus toilettes, forman parte del inmueble, de la ciudad, de la provincia; ellas constituyen su tradición, la memoria, el espíritu. Todas poseen algo de rígido y monumental; saben sonreír o menear la cabeza en el momento oportuno, y de vez en cuando dicen palabras que pasan por ingeniosas.

Algunos burgueses ricos se han introducido en ese pequeño barrio de San Germán gracias a sus opiniones aristocráticas o a su fortuna. Pero, a pesar de sus cuarenta años, cada cual dice de ellos: “¡Ese fulanito piensa bien!”. Y sirven para diputados. Generalmente son protegidos por las solteronas, pero se murmura de ellos.

En fin, dos o tres eclesiásticos son recibidos en esta sociedad selecta, por su estola o por su ingenio y porque esas personas nobles, aburriéndose entre sí, introducen el elemento burgués en sus salones de la misma manera que el panadero pone la levadura en la masa.

La suma de inteligencia amasada en todas estas cabezas se compone de cierta cantidad de ideas antiguas a las que mezclan algunas ideas nuevas que fermentan en común todas las noches. Semejantes al agua de una pequeña ensenada, las frases que representan esas ideas tienen su flujo y su reflujo cotidianos, su perpetuo oleaje, exactamente igual: el que oye hoy su vacío sonido lo oirá mañana; dentro de un año, siempre. Sus sentencias inmutablemente formuladas sobre las cosas de aquí abajo forman una ciencia tradicional a la que nadie puede añadir una gota de ingenio. La vida de estas personas rutinarias gravita en una esfera de costumbres tan inmutables como sus opiniones religiosas, políticas, morales y literarias.

Cuando un extraño es admitido en esta sociedad, todos le dirán, no sin un dejo de ironía: “¡No encontraréis aquí el brillo de vuestro mundo parisiense!”, y cada cual condenará la existencia de sus vecinos tratando de hacer creer que él Constituye una excepción en esta sociedad y que ha intentado sin éxito renovar. Pero si, por azar, el extraño corrobora por alguna observación la opinión que estas personas tienen recíprocamente de sí mismas, pasa en seguida por hombre malo, sin religión y sin ley, por un parisiense corrompido, como son en general todos los parisienses.

Cuando Gastón de Nueil hizo su aparición en este pequeño mundo en el que se observaba completamente la etiqueta, en que todas las cosas de la vida armonizaban entre sí, donde todo era observado a la luz del día, donde los valores nobiliarios y territoriales estaban cotizados como los capitales de la Bolsa en la última página de los periódicos, había sido pesado de antemano en las infalibles balanzas de la opinión bayeusense. Ya su prima, la señora de Sainte-Sevère, había dicho la cifra de su fortuna, la de sus esperanzas, exhibido su árbol genealógico, alabado sus conocimientos, su cortesía y su modestia. Fue acogido en la forma que era de esperar, fue aceptado como un buen gentilhombre, pero sin ceremonia, porque sólo contaba veintitrés años de edad; pero ciertas personas jóvenes y algunas madres le dirigieron tiernas miradas. Poseía dieciocho mil libras de renta en el valle del Auge, y su padre, tarde o temprano, había de dejarle en herencia el castillo de Manerville con todas sus dependencias. En cuanto a su instrucción, a su futuro político, a su valor personal, a su talento, no se habló de todo ello. Sus tierras eran buenas y sus arriendos bien seguros; habíanse realizado en ellas excelentes plantaciones; las reparaciones y los impuestos corrían a cargo de los colonos; los manzanos tenían treinta y ocho años; en fin, su padre estaba haciendo tratos para comprar doscientos arpendes de bosque contiguos con su parque, que quería rodear de muros: ninguna esperanza ministerial, ninguna celebridad humana podía competir con tales ventajas. Sea por malicia, sea por cálculo, la señora de Sainte-Sevère no había hablado del hermano mayor de Gastón, y Gastón no dijo sobre él una palabra. Pero ese hermano estaba tuberculoso y parecía que pronto había de ser sepultado, llorado, olvidado. Gastón de Nueil comenzó por divertirse a costa de aquellos personajes; dibujó, por así decirlo, las caras en su álbum con la sápida verdad de sus facciones angulosas, ganchudas, arrugadas, con la graciosa originalidad de sus vestidos y de sus costumbres; complaciose en observar las variantes de su dialecto, el tono peculiar de sus ideas y de sus caracteres. Pero, después de haber aceptado mentalmente por un instante esa existencia parecida a la de las ardillas ocupadas en dar vueltas dentro de su jaula, advirtió la ausencia de oposiciones de una vida parada de antemano, como la de los religiosos en los conventos, e incurrió en una crisis que no es todavía ni tedio ni hastío, pero que comporta casi todos sus efectos. Después de los ligeros sufrimientos de esta transición, operose para el individuo el fenómeno de su trasplante a un terreno que le es adverso, donde debe atrofiarse y llevar una vida raquítica. En efecto, si nada lo saca de ese mundo, adopta insensiblemente sus costumbres, se adapta a su vacío que lo conquista y que lo anula. Ya los pulmones de Gastón iban acostumbrándose a esa atmósfera. Dispuesto a reconocer una especie de felicidad vegetal en esas jornadas pasadas sin preocupaciones y sin ideas, empezaba a perder el recuerdo de aquel movimiento de savia, de aquella fructificación constante de las inteligencias que tan ardientemente había compartido en la esfera parisiense, e iba a petrificarse en medio de aquellas petrificaciones, a permanecer allí para siempre, como los compañeros de Ulises, satisfecho de su pingüe envoltura. Una noche se hallaba Gastón de Nueil sentado entre una anciana señora y uno de los vicarios generales de la diócesis, en un salón pintado de gris, decorado con algunos retratos de familia, provisto de cuatro mesas de juego alrededor de las cuales dieciséis personas estaban charlando mientras jugaban al whist. Allí, sin pensar en nada, pero digiriendo una de aquellas cenas exquisitas, el porvenir de la jornada en provincias, sorprendiose al ver que justificaba las costumbres de la región. Concebía por qué aquella gente continuaba usando los naipes del día anterior, a barajarlos sobre tapetes gastados, y cómo llegaban a no vestirse para sí mismos ni para los demás. Adivinaba cierta filosofía en el movimiento uniforme de aquella vida circular, en la tranquilidad de aquellas costumbres lógicas y en la ignorancia de las cosas elegantes. Comprendía, en fin, la inutilidad del lujo. La ciudad de París, con sus pasiones, sus tempestades y sus placeres, ya no era en su mente más que una especie de recuerdo de la infancia. Admiraba de buena fe las manos rojas, el aire modesto y tímido de una persona joven cuyo rostro le había parecido al principio algo estúpido, sus maneras desprovistas de gracia, el conjunto repelente y el porte extraordinariamente ridículo. Estaba perdido. Habiendo venido de la provincia a París, iba a caer de la existencia inflamatoria de París a la fría vida de la provincia, sin una frase que hiriese su oído y le trajese de pronto una emoción parecida a la que le habría ocasionado algún motivo original en medio de los acompañamientos de una ópera aburrida.

—¿No fuisteis ayer a ver a la señora de Beauséant? —dijo una señora anciana al jefe de la casa principal del país.

—He ido esta mañana —respondió el interpelado—. La encontré tan triste y afligida, que no he podido persuadirla para que viniese a comer con nosotros.

—¿Con la señora de Champignelles? —exclamó la vieja manifestando cierta sorpresa.

—Con mi mujer —dijo tranquilamente el gentilhombre—. ¿Acaso la señora de Beauséant no es de la casa de Borgoña? Por medio de las mujeres, es cierto; pero, después de todo, ese nombre lo blanquea todo. Mi mujer ama mucho a la vizcondesa, y la pobre señora se encuentra desde hace tiempo tan sola…

Al decir estas palabras, el marqués de Champignelles miró con aire sereno y frío a las personas que lo escuchaban examinándolo; pero fue casi imposible adivinar si hacía una concesión a la desgracia o a la nobleza de la señora de Beauséant, si se sentía halagado de recibirla, o si quería obligar por orgullo a los gentileshombres de la región y a sus mujeres a ver a aquella dama.

Todas las mujeres parecieron consultarse con una mirada; y entonces, habiendo reinado de pronto el más profundo silencio en el salón, su actitud fue interpretada como señal de desaprobación.

—¿Esa señora de Beauséant es por casualidad aquella cuya aventura con el señor de Ajuda-Pinto produjo tanto revuelo? —preguntó Gastón a la persona que estaba a su lado.

—La misma —le respondieron—. Desde la boda del marqués de Ajuda, ha venido a vivir a Courcelles; aquí nadie la recibe. Ella, por otra parte, es demasiado inteligente para no haberse dado cuenta de lo equívoco de su posición, por ello no ha intentado ver a nadie. El señor de Champignelles y algunos hombres se han presentado a su casa, pero ella sólo ha recibido al señor de Champignelles, quizás a causa de su parentesco, porque son aliados a través de los Beauséant. El marqués de Beauséant padre se casó con una Champignelles de la rama principal. Aunque la vizcondesa de Beauséant pase por descender de la casa de Borgoña, comprenderéis que aquí no podíamos admitir a una mujer separada de su marido. Se trata de viejas ideas a las cuales nos aferramos aún neciamente. La vizcondesa ha cometido un gran error en sus deslices, porque el señor de Beauséant es un hombre galante, un hombre de corte: se habría hecho cargo de las cosas. Pero su mujer es una cabeza loca…

El señor de Nueil, aunque oía la voz de su interlocutora, ya no la escuchaba. Hallábase absorbido por mil fantasías. ¿Existe otra palabra para expresar los atractivos de una aventura en el momento en que ésta sonríe a la imaginación, en el momento en que el alma concibe vagas esperanzas, presiente dichas inefables, temores, acontecimientos, sin que nada alimente todavía ni fije los caprichos de ese espejismo? La mente revolotea entonces, alumbra proyectos imposibles y produce en germen la felicidad de una pasión. Pero quizá contiene por entero el germen de la pasión, como una semilla contiene una flor con sus perfumes y sus hermosos colores. El señor de Nueil ignoraba que la señora de Beauséant se hubiese refugiado en Normandía después de un esplendor que la mayor parte de las mujeres envidian y condenan, sobre todo cuando las seducciones de la juventud y de la belleza casi justifican la falta que han ocasionado. Existe un prestigio inconcebible en toda especie de celebridad, sea ésta debida a lo que fuere. Parece ser que para las mujeres, como antaño para las familias, la gloria de un delito borra la vergüenza del mismo. De la misma manera que tal o cual casa se enorgullece de sus cabezas cortadas, una linda y joven mujer resulta más atractiva por la fama fatal de un amor dichoso o de una horrible traición. Cuanto más digna es de lástima, mayor es la simpatía que despierta. Solamente somos implacables para las cosas, para los sentimientos y aventuras vulgares. Al atraer las miradas, parecemos grandes. ¿No es preciso, en efecto, elevarse por encima de los demás para poder ser visto? Ahora bien, la gente experimenta involuntariamente un sentimiento de respeto para todo lo que ha aumentado de tamaño, sin preguntarse cómo lo ha hecho. En aquel momento, Gastón de Nueil sentíase impulsado hacia la señora de Beauséant por la secreta influencia de estas razones, o quizá por la curiosidad, por la necesidad de introducir un interés en su vida actual, en fin, por esta multitud de motivos imposibles de decir y que la palabra fatalidad sirve a menudo para expresar. La vizcondesa de Beauséant había surgido de pronto ante él, acompañada de un gran número de imágenes agradables: era para él un mundo nuevo; junto a ella había quizás algo que temer, esperar, combatir, vencer. Debía formar contraste con las personas que Gastón veía en aquel salón mezquino; en fin, era una mujer, y él no había encontrado aún ninguna mujer en aquel mundo frío en que el cálculo sustituía al sentimiento, en el que la cortesía no era más que deberes, y en el que las ideas más sencillas tenían algo que hería demasiado para que pudieran ser aceptadas o formuladas. La señora de Beauséant despertaba en su alma el recuerdo de sus sueños de joven y sus más vivas pasiones, por un momento adormecidas. Gastón de Nueil estuvo distraído el resto de la velada. Pensaba en el medio de poder introducirse en casa de la señora de Beauséant, y ciertamente apenas existía tal medio. Decían que era una mujer sumamente inteligente. Pero si bien las personas inteligentes pueden dejarse seducir por las cosas originales o atractivas, por otra parte son exigentes, saben adivinarlo todo; a su lado, hay, pues, tantas probabilidades de perder como de triunfar en la difícil empresa de agradar. Además, la vizcondesa debía unir al orgullo de su situación la dignidad que le ordenaba su apellido. La soledad profunda en que vivía parecía ser la menor de las barreras levantadas entre ella y el mundo. Era, pues, casi imposible para un desconocido, por muy buena que fuese su familia, hacerse admitir en su casa. Sin embargo, al día siguiente por la mañana, el señor de Nueil dirigió sus pasos hacia el pabellón de Courcelles, y dio varias veces la vuelta al cercado que de él dependía. Presa de las ilusiones en las que es tan natural creer a su edad, miraba a través de las rendijas o por encima de las paredes, permanecía en contemplación ante las persianas cerradas o examinaba las que estaban abiertas. Esperaba un azar novelesco, combinaba sus efectos sin darse cuenta de su imposibilidad, para introducirse cerca de la desconocida. Durante varias mañanas dio por allí algunos paseos de un modo muy infructuoso; pero, a cada paseo que daba, aquella mujer colocada fuera del mundo, víctima del amor, sepultada en la soledad, crecía en su pensamiento y se alojaba en su alma. Así, el corazón de Gastón palpitaba de esperanza y de alegría si, por casualidad, al caminar a lo largo de los muros de Courcelles, acababa de oír los pasos de algún jardinero.

Pensaba escribir a la señora de Beauséant; pero, ¿qué decirle a una mujer a la que no se ha visto ni se conoce? Por otra parte, Gastón desconfiaba de sí mismo; además, como los jóvenes aún llenos de ilusiones, temía los terribles desdenes del silencio más que a la misma muerte, y estremecíase al pensar en todas las probabilidades que su primera prosa amorosa podía tener de ser arrojada al fuego Hallábase presa de mil ideas contrarias que pugnaban entre sí. Pero al fin, a fuerza de dar a luz muchas quimeras, de componer novelas y de devanarse los sesos, encontró una de aquellas felices estratagemas que acaban por aparecer y que revelan a la mujer la más inocente extensión de la pasión con que un hombre se ha ocupado de ella. A menudo, las incongruencias sociales crean tantos obstáculos reales entre una mujer y su amante, que los poetas orientales han expuesto algunos de ellos en las deliciosas ficciones de sus cuentos, y sus imágenes fantásticas raras veces son exageradas. Así, tanto en la naturaleza como en el mundo de las hadas, la mujer debe pertenecer siempre a aquel que sabe llegar hasta ella y librarla de la situación en que languidece. El más pobre de los derviches, al enamorarse de la hija de un califa, no se hallaba ciertamente separado de ella por una distancia mayor que la que encontraba entre Gastón y la señora de Beauséant. La vizcondesa vivía en una ignorancia absoluta de los afanosos paseos que daba por causa de ella el señor de Nueil, cuyo amor aumentaba cuanto mayores eran los obstáculos a superar, y que conferían a su amante improvisada los atractivos que posee cualquier cosa lejana.

Un día, confiando en su inspiración, lo esperó todo del amor que había de brotar de sus ojos. Creyendo que la palabra es más elocuente que la carta más apasionada, y especulando así con la curiosidad natural en la mujer, fue a la casa del señor de Champignelles proponiéndose emplearlo para el éxito de su empresa. Le dijo al gentilhombre que debía cumplir con una obligación importante y delicada cerca de la señora de Beauséant; pero, ignorando si ella leía las cartas de escritura desconocida, o si concedería su confianza a un extraño, le rogaba que le preguntase a la vizcondesa, con ocasión de su próxima visita, si se dignaría recibirlo. Invitando al marqués a guardar el secreto en caso de una negativa, lo comprometió de un modo muy ingenioso a que no ocultase a la señora de Beauséant las razones que pudieran abrirle las puertas de su casa. ¿Acaso no era un hombre de honor, leal e incapaz de prestarse a una cosa de mal gusto o inadecuada? El altivo gentilhombre, cuya vanidad había sido lisonjeada, fue completamente engañado por la diplomacia del amor que presta a un joven el aplomo y el elevado grado de disimulo de un viejo embajador. Trató de penetrar en los secretos de Gastón; pero éste, sintiendo vergüenza de decírselo, opuso frases normandas a las hábiles interrogaciones del señor de Champignelles, el cual, como buen caballero francés, le cumplimentó sobre su discreción.

En seguida corrió el marqués a Courcelles, con la prisa que las personas de cierta edad ponen en prestar un servicio a las mujeres lindas. En la situación en que se encontraba la vizcondesa de Beauséant, un mensaje de esta índole era adecuado para intrigarla. Así, aunque no viese, al consultar su memoria, ninguna razón que pudiese llevar a su casa al señor de Nueil, no vio ningún inconveniente en recibirlo, después de haberse informado prudentemente, sin embargo, de cuál era su posición en el mundo. No obstante, al principio había rehusado; luego discutió este punto de conveniencia con el señor de Champignelles, interrogándolo para tratar de adivinar si sabía el motivo de aquella visita; luego había vuelto a su negativa. La discusión y la discreción del marqués habían excitado su curiosidad.

El señor de Champignelles, no queriendo parecer ridículo, pretendía, como hombre instruido pero discreto, que la vizcondesa debía conocer perfectamente el objeto de aquella visita, aunque ello lo buscase de muy buena fe sin encontrarlo. La señora de Beauséant creaba relaciones entre Gastón y algunas personas que no conocía, perdíase en absurdas conjeturas, y preguntábase a sí misma si jamás había visto al señor de Nueil. La carta de amor más verdadera y más hábil no habría ciertamente producido tanto efecto como aquella especie de enigma sin palabras que tanto intrigó a la señora de Beauséant.

Cuando Gastón se enteró de que podía visitar a la vizcondesa, viose a la vez inmerso en el entusiasmo de obtener tan pronto una felicidad ardientemente deseada y singularmente perplejo al tener que dar un desenlace a su ardid.

—¡Bah!, verla —repetíase mientras se vestía—, ¡esto es todo!

Luego esperaba, al franquear la puerta de Courcelles, encontrar un expediente para desatar aquel nudo gordiano que él mismo había estrechado. Gastón era de aquellos que, creyendo en la omnipotencia de la necesidad, avanzan siempre; y en el último instante, al llegar frente al peligro, se inspiran en él y hallan las fuerzas necesarias para vencerlo. Puso un cuidado especial en su toilette. Imaginaba, como todos los jóvenes, que de un rizo bien o mal colocado dependía su éxito, ignorando que en la juventud todo es encanto y atractivo. Por otra parte, las mujeres selectas que se parecen a la señora de Beauséant sólo se dejan seducir por las gracias de la inteligencia y la superioridad del carácter. Un gran carácter halaga su vanidad, les promete una gran pasión y parece deber admitir las exigencias de su corazón. La inteligencia les agrada, responde a la delicadeza de su naturaleza, y ellas se creen comprendidas. Ahora bien, ¿qué es lo que quieren todas las mujeres, si no es el verse complacidas, comprendidas o adoradas? Pero es necesario haber reflexionado muy bien sobre las cosas de la vida para adivinar la alta coquetería que comportan la negligencia en el vestir y la reserva de la inteligencia en una primera entrevista. Cuando somos lo bastante astutos para resultar hábiles políticos, somos demasiado viejos para aprovecharnos de nuestra experiencia. Mientras Gastón desconfiaba lo bastante de su inteligencia como para tomar prestadas seducciones a su vestir, la señora de Beauséant, por su parte, esmerábase instintivamente a su toilette y decíase mientras se peinaba:

—No quiero causarle miedo.

El señor de Nueil poseía en su inteligencia, en su persona y en sus maneras, esa peculiaridad ingenuamente original que confiere una especie de sabor a los gestos y a las ideas ordinarias, permite decirlo todo y hacer que todo sea creído. Era instruido, penetrante, de fisionomía feliz y móvil como su alma flexible. Había pasión, ternura, en sus vivos ojos; y su corazón, esencialmente bueno, no les desmentía. Así, pues, la resolución que adoptó al entrar en Courcelles estuvo en armonía con la naturaleza de su carácter franco y de su imaginación ardiente. A pesar de la intrepidez del amor, no pudo, sin embargo, impedir una violenta palpitación cuando, después de haber cruzado un patio grande diseñado como jardín inglés, llegó a una sala en la que un ayuda de cámara, tras haberle preguntado su nombre, desapareció y regresó con la orden de introducirlo.

—El señor barón de Nueil.

Gastón entró lentamente, pero con elegancia, cosa más difícil aún en un salón donde hay una mujer que en el que hay veinte. En el ángulo de la chimenea, a pesar de la estación, ardía un gran fuego, y encima de ella se encontraban dos candelabros encendidos que proyectaban una suave luz, allí vio a una mujer joven sentada en una moderna poltrona de respaldo muy alto y cuyo bajo asiento le permitía dar a su cabeza actitudes llenas de elegancia y de gracia, inclinarla, levantarla lánguidamente, como si se tratase de un pesado fardo; luego, mostrar los pies o esconderlos bajo los largos pliegues de un vestido negro. La vizcondesa quiso colocar encima de una mesilla redonda el libro que leía; pero, al volver al mismo tiempo la cabeza hacia el señor de Nueil, el libro, mal colocado, cayó en el intervalo que separaba la mesa de la poltrona. Sin parecer sorprenderse de este incidente, se incorporó y se inclinó para responder al saludo del joven, pero de un modo imperceptible y casi sin levantarse de su asiento, en el que su cuerpo permaneció sumergido. Inclinose como para levantarse, atizó la lumbre; luego recogió un guante que con negligencia puso en su mano izquierda, mientras buscaba el otro con una mirada prontamente reprimida, ya que con su mano derecha, mano blanca, casi transparente, sin anillos, de dedos delgados y cuyas rosadas uñas formaban un óvalo perfecto, mostró una silla como para invitar a Gastón a sentarse en ella. Cuando su desconocido huésped hubo tomado asiento, ella volvió la cabeza hacia él con un movimiento interrogante y coquetón cuya delicadeza es imposible describir; este movimiento pertenecía a aquellas intenciones benévolas, a aquellos gestos graciosos, aunque precisos, que confieren la educación primera y la costumbre constante de las cosas de buen gusto. Estos movimientos multiplicados se sucedieron rápidamente en un instante, sin sacudidas bruscas, y encantaron a Gastón por esta mezcla de cuidado y abandono que una mujer hermosa añade a las maneras aristocráticas de la alta sociedad. La señora de Beauséant contrastaba demasiado vivamente con los autómatas en medio de los cuales vivía desde sus dos meses de exilio al fondo de la Normandía, para que no personificase para él la poesía de sus sueños; así, él no podía comparar sus perfecciones con ninguna de las que en otro tiempo había admirado. Delante de aquella mujer, y delante de aquel salón amueblado como un salón del barrio de San Germán, lleno de aquellas fruslerías tan lujosas que se encuentran encima de las mesas, al ver libros y flores, encontrose de nuevo en París. Pisaba una verdadera alfombra de París, volvía a ver el tipo distinguido, las formas frágiles de la parisiense, su elegancia exquisita y su negligencia de los efectos rebuscados que tanto perjudican a las mujeres de las provincias.

La señora de Beauséant era rubia, blanca como son las rubias, y tenía los ojos pardos. Presentaba noblemente su frente, una frente de ángel caído, que se enorgullece de su falta y no quiere perdón. Sus cabellos, abundantes y recogidos por encima de dos cintas que describían sobre aquella frente amplias curvas, aumentaban aún la majestad de su cabeza. La imaginación encontraba, en las espirales de aquella dorada cabellera, la corona ducal de Borgoña; y en los ojos brillantes de aquella gran dama, todo el valor de su casa; el valor de una mujer fuerte solamente para rechazar los desprecios o la audacia, pero llena de ternura para los dulces sentimientos. Los contornos de su cabeza, admirablemente colocada sobre un cuello largo y blanco; los rasgos de su delicado rostro, sus labios finos y sus móviles facciones, guardaban una expresión de exquisita prudencia, un matiz de ironía afectada que se parecía a la astucia y a la impertinencia. Era difícil no perdonarle aquellos dos pecados femeninos pensando en sus desgracias, en la pasión que había estado a punto de costarle la vida, y que venía atestiguada por las arrugas que, al menor movimiento, surcaban su frente, o por la dolorosa elocuencia de sus bellos ojos a menudo levantados hacia el cielo. ¿No era acaso un espectáculo impresionante, aumentado aún por el pensamiento, ver en un inmenso salón silencioso a aquella mujer separada del mundo entero, y que, desde hacía tres años, permanecía al fondo de un pequeño valle, lejos de la ciudad, sola con los recuerdos de una juventud brillante, feliz, apasionada, en otro tiempo alegrada por fiestas, constantes homenajes, pero ahora entregada a los horrores del vacío? La sonrisa de aquella mujer anunciaba una elevada conciencia de su valor. No siendo ni madre ni esposa, rechazada por el mundo, privada del único corazón que pudiera hacer palpitar el suyo sin tener que avergonzarse, no extrayendo de ningún sentimiento los recursos necesarios para su alma vacilante, había de extraer su energía de ella misma, vivir de su propia vida y no tener más esperanza que la de la mujer abandonada; aguardar la muerte, acelerar su lentitud a pesar de los hermosos días que le restaban aún. ¡Sentirse destinada a la felicidad, y tener que morir sin recibirla, sin poder darla…! ¡Una mujer! ¡Qué dolores! El señor de Nueil hízose estas reflexiones con la rapidez del relámpago y se halló muy avergonzado de su personaje en presencia de la más grande poesía de que pueda rodearse una mujer. Seducido por el triple esplendor de la belleza, de la desgracia y de la nobleza, permaneció casi boquiabierto, soñador, admirando a la vizcondesa, sin encontrar nada que decirle.

La señora de Beauséant, a quien sin duda esta sorpresa no desagradó, tendiole la mano con un gesto amable pero imperativo; luego, esbozando una sonrisa en sus labios pálidos, como para obedecer una vez más a las gracias de su sexo, le dijo:

—El señor de Champignelles me ha hablado, caballero, del mensaje que tan amablemente os habéis encargado de traerme. ¿Acaso es de parte de…?

Al oír esta terrible frase, Gastón comprendió aún mejor lo ridículo de su situación, el mal gusto, la deslealtad de su proceder para con una mujer tan noble y tan desdichada. Se sonrojó. Su mirada, marcada con mil pensamientos, se turbó; pero de pronto, con la fuerza que los jóvenes corazones saben extraer de los sentimientos de sus faltas, se tranquilizó; luego, interrumpiendo a la señora de Beauséant, no sin hacer un gesto lleno de sumisión, respondiole con voz conmovida:

—Señora, no merezco la dicha de veros; os he engañado indignamente. El sentimiento al cual he obedecido, por muy grande que fuese, no podría hacer excusar el miserable subterfugio que me ha servido para llegar hasta vos. Pero, señora, si tuvieseis la bondad de permitirme deciros…

La vizcondesa lanzó al señor de Nueil una mirada llena de altivez y desprecio, levantó la mano para tirar del cordón de la campanilla, y la hizo sonar; el ayuda de cámara acudió, y ella le dijo mirando con dignidad al joven:

—Jaime, acompañad al caballero.

Levantose con orgullo, saludó a Gastón y se agachó para recoger el libro que se le había caído. Sus movimientos fueron tan secos, tan fríos, como elegantes y graciosos habían sido aquellos con los que al principio lo había acogido. El señor de Nueil se había levantado, pero permanecía en pie. La señora de Beauséant dirigiole de nuevo una mirada como para decirle: “¿Bien, es que no vais a salir?”.

Esta mirada estuvo penetrada de una burla tan intensa, que Gastón palideció como una persona a punto de desfallecer. Algunas lágrimas humedecieron sus ojos, pero las retuvo, las secó en los fuegos de la vergüenza y de la desesperación, miró a la señora de Beauséant con una especie de orgullo que expresaba a la vez resignación y cierta conciencia de su valor: la vizcondesa tenía derecho a castigarlo, ¿pero debía hacerlo? Luego salió. Al cruzar la antesala, su perspicacia natural y su inteligencia aguzada por la pasión, hiciéronle comprender todo el peligro de su situación.

Si abandono esta casa —se dijo—, nunca más podre volver a entrar en ella; seré siempre un necio a los ojos de la vizcondesa. Es imposible para una mujer, y ella es mujer, no adivinar el amor que me inspira; ella experimenta quizás un pesar vago e involuntario por haberme despedido tan bruscamente, pero no debe, no puede revocar su decisión; es a mí a quien corresponde comprenderla.

Al hacer esta reflexión, Gastón se detiene en la escalinata, deja escapar una exclamación, se vuelve vivamente y dice:

—He olvidado algo:

Y vuelve al salón, seguido del ayuda de cámara, que lleno de respeto hacia un barón y hacia los derechos sagrados de la propiedad, fue completamente engañado por el tono inocente con que esta frase fue pronunciada. Gastón entró suavemente, sin ser anunciado. Cuando la vizcondesa, pensando quizá que el intruso era su ayuda de cámara, levantó la cabeza, encontró ante sí al señor de Nueil.

—Jaime me ha acompañado —dijo sonriendo.

Su sonrisa, impregnada de una gracia melancólica, quitaba a estas palabras todo lo que pudieran tener de irónico, y el acento con que fueron pronunciadas debía llegarle al alma.

La señora de Beauséant fue desarmada.

—Bien, sentaos —le dijo.

Gastón se apoderó de la silla con un movimiento ávido. Sus ojos, animados por la felicidad, arrojaron un brillo tan intenso, que la condesa no pudo sostener aquella mirada juvenil, bajó los ojos hacia su libro y saboreó el placer siempre renovado de ser para un hombre el principio de su dicha, sentimiento inextinguible en la mujer. Además, la señora de Beauséant había sido comprendida. ¡Agradece tanto la mujer el encontrar a un hombre que comprenda los caprichos tan lógicos de su corazón, los movimientos aparentemente contradictorios de su espíritu, los fugaces pudores de sus sensaciones, ora tímidas, ora audaces, sorprendente mezcla de coquetería e ingenuidad!

—Señora —exclamó suavemente Gastón—, vos conocéis mi falta, pero ignoráis mis crímenes. Si supieseis la felicidad que…

—¡Ah!, tened cuidado —dijo la joven levantando uno de sus dedos con aire misterioso a la altura de su nariz, que rozó con dicho dedo; luego, con la otra mano, hizo como si se dispusiera a tirar del cordón de la campanilla.

Este gracioso movimiento, esta graciosa amenaza provocaron sin duda un triste pensamiento, un recuerdo de su vida feliz, de la época en que podía ser todo encanto y todo amabilidad, en que la felicidad justificaba los caprichos de su espíritu como daba un mayor atractivo a los menores movimientos de su persona. Reunió las arrugas de su frente entre sus dos cejas; su rostro, tan suavemente alumbrado por las bujías, adquirió una expresión sombría; miró al señor de Nueil con una gravedad desprovista de frialdad, y le dijo como una mujer profundamente imbuida del sentido de sus palabras:

—Todo esto es muy ridículo. Hubo un tiempo, caballero, en el que yo tenía derecho a ser locamente alegre, en que habría podido reír con vos y recibiros sin temor; pero hoy mi vida ha cambiado mucho, ya no soy dueña de mis acciones, y me veo obligada a reflexionar. ¿A qué sentimiento debo vuestra visita? ¿Es curiosidad? Entonces pago bien caro un frágil instante de felicidad. ¿Acaso amaríais apasionadamente a una mujer infaliblemente calumniada y a quien jamás habéis visto? Si es así, vuestros sentimientos se basarían en el descrédito, en una falta a la que el azar ha dado celebridad.

Dicho esto, arrojó con despecho el libro sobre la mesa.

—¡Y qué! —repuso, tras haber lanzado una terrible mirada a Gastón—. ¿Porque he sido débil, quiere, entonces, el mundo que siga siéndolo siempre? Esto es horrible, degradante. ¿Venís a mi casa para compadecerme? Sois muy joven para simpatizar con las penas del corazón. Sabedlo, caballero, prefiero el desprecio a la compasión; no quiero que nadie me compadezca.

Hubo un instante de silencio.

—Bien, ya veis, caballero —repuso levantando la cabeza hacia él con aire triste y dulce—, sea cual fuese el sentimiento que os haya impulsado a lanzaros atolondradamente a mi casa, me estáis hiriendo. Sois demasiado joven para estar totalmente desprovisto de bondad, sentiréis, pues, la impertinencia de vuestra acción; os la perdono y os hablo ahora de ella sin amargura. No volveréis a esta casa, ¿verdad? Os lo suplico, cuando podría ordenároslo. Si me hicieseis una visita, no estaría ni en vuestro poder ni en el mío impedir que toda la ciudad creyese que os habéis convertido en mi amante, y añadiríais a mis penas una pena muy grande. Supongo que no es esta vuestra voluntad.

Guardó silencio mirándole con una dignidad verdadera que lo dejó confuso.

—Hice mal, señora —respondió en tono emocionado—; pero el ardor, la irreflexión, un vivo deseo de felicidad, son para mi alma cualidades y defectos. Ahora —añadió— comprendo que no debí tratar de veros y, sin embargo, mi deseo era muy natural…

Trató de referir con más sentimiento que ingenio los sufrimientos a los que le había condenado su necesario exilio. Describió el estado de un joven cuyo fuego ardía sin alimento, haciendo pensar que era digno de ser amado tiernamente y, sin embargo, nunca había conocido las delicias de un amor inspirado por una mujer joven, bella, llena de buen gusto, de delicadeza. Explicó su falta de delicadeza sin querer justificarla. Aludió a la señora de Beauséant demostrándole que ella significaba para él el tipo de la amante incesante pero vanamente deseada por la mayoría de los jóvenes. Luego, hablando de sus paseos matutinos alrededor de Courcelles, y de las ideas vagabundas que se apoderaban de él al contemplar el pabellón en el que al fin se había introducido, suscitó aquella indefinible indulgencia que la mujer encuentra en su corazón para las locuras que inspira. El joven dejó oír una voz apasionada en aquella fría soledad, a la que traía las cálidas inspiraciones de la edad juvenil y las gracias de la inteligencia que revelan una educación esmerada. La señora de Beauséant se hallaba privada desde hacía mucho tiempo de las emociones que confieren los sentimientos verdaderos expresados bellamente para no sentir, de manera viva, sus delicias. No pudo por menos de mirar el rostro expresivo del señor de Nueil y admirar en él aquella hermosa confianza del alma que no ha sido aún desgarrada por las crueles enseñanzas de la vida del mundo ni devorada por los perpetuos cálculos de la ambición o de la vanidad. Gastón era el joven en la flor de la edad y se comportaba como un hombre de carácter que desconoce aún sus altos destinos. Así, los dos hacían, sin saberlo el uno del otro, las reflexiones más peligrosas para su calma, y trataban de ocultarse mutuamente tales reflexiones. El señor de Nueil reconocía en la vizcondesa una de aquellas mujeres tan raras, siempre víctimas de su propia perfección y de su inextinguible ternura, cuya graciosa belleza constituye el menor encanto cuando han permitido una vez el acceso a su alma, en la que los sentimientos son infinitos, en la que todo es bueno, en la que el instinto de lo bello se une a las expresiones más variadas del amor para purificar los placeres y hacerlos casi santos: admirable secreto de la mujer, presente exquisito tan raras veces otorgado por la naturaleza. Por su parte, la vizcondesa, al escuchar el acento verdadero con que Gastón le hablaba de las desgracias de su juventud, adivinaba los sufrimientos impuestos por la timidez a los grandes niños de veinticinco años, cuando el estudio los ha preservado de la corrupción y del contacto con la gente del mundo, cuya experiencia corroe las bellas cualidades de la edad juvenil. La vizcondesa lo consideraba el sueño de todas las mujeres, un hombre en el cual no existía aún ni ese egoísmo de familia y de fortuna, ni ese sentimiento personal que acaba por matar, en su primer impulso, la abnegación, el honor, la estimación de sí mismos, flores del alma que se agostan con la misma rapidez con que al principio adornan la vida con emociones delicadas, aunque fuertes y reavivan en el hombre la probidad de su corazón. Una vez lanzados a los vastos espacios del sentimiento, llegaron muy lejos en teoría, sondearon el uno y el otro la profundidad de sus almas, informáronse de la verdad de sus expresiones. Este examen, involuntario en Gastón, era premeditado en la señora de Beauséant. Usando de su tacto natural o adquirido, expresaba sin perjudicarse a sí misma opiniones contrarias a las suyas para conocer las del señor de Nueil. Estuvo tan ingeniosa, tan graciosa, fue tan ella misma con un joven que no despertaba su desconfianza, creyendo que no habría de verlo más, que Gastón exclamó ingenuamente al oír unas palabras deliciosas pronunciadas por ella:

—¡Ah, señora! ¿Cómo ha podido un hombre abandonaros?

La vizcondesa permaneció silenciosa. Gastón se sonrojó, creyendo haberla ofendido. Pero aquella mujer estaba sorprendida por el primer placer profundo y verdadero que experimentaba desde el día de su desgracia. El pícaro más redomado no habría realizado, a fuerza de habilidad y de arte, los progresos que el señor de Nueil debió a aquel grito salido del corazón. Este juicio arrancado al candor de un hombre joven la hacía inocente a sus propios ojos, condenaba al mundo, acusaba al que la había abandonado y justificaba la soledad en que había venido a languidecer. La absolución mundana, las conmovedoras simpatías, la estima social, tan deseadas, tan cruelmente negadas, en fin, sus más secretos deseos habíanse realizado con aquella exclamación que embellece aun los más dulces halagos del corazón y aquella admiración siempre ávidamente saboreada por las mujeres. Era, entonces, entendida y comprendida, el señor de Nueil le daba con toda naturalidad la ocasión de levantarse de su caída. La joven consultó el reloj de pared.

—¡Oh, señora! —exclamó Gastón—, no me castiguéis por mi aturdimiento. Si no me concedéis más que una velada, dignaos no abreviarla.

La vizcondesa sonrió al oír este cumplido.

—Pero —dijo—, puesto que no hemos de volver a vernos, ¿qué importa un momento más o menos? Si yo os agradase, ello equivaldría a una desgracia.

—Una verdadera desgracia —respondió él tristemente.

—No me digáis eso —repuso gravemente la joven—. En cualquier otra situación, yo os recibiría con agrado. Voy a hablaros sin rodeos, comprenderéis por qué no quiero, porqué no debo volver a veros. Creo que vuestra alma es lo bastante grande para no sentir que, si la gente sospechara de mí una segunda falta, me convertiría a los ojos del mundo en una mujer despreciable y vulgar, pareceríame a las otras mujeres. Una vida pura y sin tacha, dará, pues, relieve a mi carácter. Soy demasiado orgullosa para no tratar de permanecer en medio de la sociedad como un ser aparte, víctima de los hombres por mi amor. Si no permaneciese fiel a mi posición, merecería toda la censura que me abruma y perdería mi propia estima. No he tenido la alta virtud social de pertenecer a un hombre a quien no amaba. He quebrantado, a pesar de las leyes, los vínculos conyugales: era un error, un crimen, será todo lo que queráis; pero para mí este estado equivalía a la muerte. He querido vivir. Si hubiese sido madre, quizá habría encontrado fuerzas para soportar el suplicio de un matrimonio impuesto por las conveniencias. A los dieciocho años de edad, pobres jovencitas, no sabemos apenas lo que nos obligan a hacer. He violado las leyes del mundo, el mundo me ha castigado; éramos justos el uno y el otro. He buscado la felicidad. ¿No es acaso una ley de nuestra naturaleza el ser felices? Yo era joven, era hermosa… Creí encontrar un ser tan amante como apasionado parecía. ¡Fui muy amada durante un instante…!

Hizo una pausa.

—Pensaba que un hombre no debía abandonar a una mujer en la situación en que yo me encontraba —repuso la vizcondesa—. He sido abandonada, ya no agradaba a mi amante. Sí, sin duda falté a alguna ley de la naturaleza: habré sido demasiado amante, demasiado abnegada o demasiado exigente, lo ignoro. La desgracia me ha hecho ver claras las cosas. Después de haber sido mucho tiempo la acusadora, me he resignado a ser la única delincuente. He absuelto, pues, a mis expensas, a aquel de quien creía tener que quejarme. No he sido lo suficientemente hábil para conservarlo. Ya no sé qué amar: ¿Cómo pensar en sí mismo cuando se ama? Fui, pues, la esclava, cuando debí haber sido el tirano. Los que me conozcan podrán condenarme, pero me apreciarán. Mis sufrimientos me han enseñado a no volver a exponerme al abandono. No comprendo cómo todavía existo, después de haber soportado los dolores de los ocho primeros días que han seguido a esta crisis, la más horrible en la vida de una mujer. Es preciso haber vivido durante tres años sola para haber adquirido la fuerza para hablar de este dolor como lo estoy haciendo en este momento. La agonía suele desembocar en la muerte. Pues, bien, caballero, era una agonía sin que tuviese la tumba como desenlace. ¡Oh, cuánto he sufrido!

La vizcondesa levantó sus bellos ojos hacia el techo, al que sin duda confió todo lo que no debía oír un extraño.

El techo es el confidente más amable y complaciente que puedan encontrar las mujeres en las ocasiones en que no se atreven a mirar a su interlocutor. ¿No es como un confesonario, salvo que en éste el confesor brilla por su ausencia? En aquellos momentos, la señora de Beauséant era elocuente y hermosa; habría que decir coqueta, si esta palabra no resultase demasiado fuerte. Al hacerse justicia, al poner entre ella y el amor las más altas barreras, aguijoneaba todos los sentimientos del hombre; y cuanto más elevaba el objetivo, mejor lo ofrecía a las miradas. Finalmente bajó los ojos para posarlos en Gastón, después de haberlos hecho perder la expresión demasiado intensa que les había comunicado el recuerdo de sus penas.

—¿Confesáis que debo permanecer fría y solitaria? —díjole en tono tranquilo.

El señor de Nueil sentía violentos deseos de caer a los pies de aquella mujer, entonces sublime de razón y de locura, pero temió parecerle ridículo; reprimió, pues, su exaltación y sus sentimientos; experimentó a la vez el temor de no lograr expresarlos bien, y el miedo de alguna terrible negativa cuya aprensión es capaz de helar las almas más ardientes. La reacción de los sentimientos que reprimía en el momento en que brotaban de su corazón le causó aquel dolor profundo que conocen las personas tímidas y las ambiciosas, a menudo obligadas a devorar sus deseos. Sin embargo, no pudo impedir romper el silencio para decir con voz trémula:

—Permitidme, señora, que me entregue a una de las más grandes emociones de mi vida, confesándoos lo que me hacéis experimentar. ¡Me ensancháis el corazón! Siento en mí el deseo de emplear mi vida en haceros olvidar vuestras penas, en amaros por todos aquellos que os han odiado u ofendido. Pero se trata de una efusión del corazón muy súbita, que hoy nada justifica y que yo debería…

—Basta, caballero —dijo la señora de Beauséant—. Hemos ido demasiado lejos tanto el uno como el otro. He querido despejar de toda dureza la negativa que se me ha impuesto, explicaros las tristes razones que me inducen a ello, y no tratar de alcanzar cumplidos. La coquetería sólo sienta bien a la mujer que es feliz. Creedme, es mejor que sigamos siendo extraños el uno para el otro. Más tarde, sabréis que no hay que forjar lazos cuando éstos han de romperse necesariamente algún día.

Ella suspiró ligeramente, y su frente se arrugó para volver a adquirir en seguida la pureza de su forma.

—Qué sufrimientos para una mujer —dijo— no poder seguir al hombre que ama en todas las fases de su vida. Luego, ¿esta profunda pena no ha de repercutir horriblemente en el corazón de ese hombre, si ella es amada? ¿No es acaso una doble desgracia?

Hubo un momento de silencio, tras el cual ella dijo sonriendo y levantándose para que su huésped también se levantara:

—¿Seguramente que al venir a Courcelles no esperabais oír un sermón?

Gastón se encontraba en aquel momento más lejos de aquella mujer extraordinaria que en el instante en que la había abordado. Atribuyendo el encanto de aquella hora deliciosa a la coquetería de un ama de casa celosa por desplegar los dotes de su inteligencia, saludó fríamente a la condesa y salió desesperado. Por el camino, el barón trataba de comprender el verdadero carácter de aquella criatura flexible y dura como un resorte; pero le había visto adoptar tantos matices, que le fue imposible emitir un juicio verdadero sobre ella. Además, las entonaciones de su voz resonaban en su oído, y el recuerdo prestaba tanto hechizo a los gestos, a los movimientos de su cabeza, a los de los ojos, que aún se sintió más enamorado. Para él, la belleza de la vizcondesa relucía aun en medio de las tinieblas, las impresiones que había recibido de ella se despertaban, atraídas la una por la otra, para seducirle de nuevo revelándole unas gracias de mujer y de inteligencia que él hasta entonces no había advertido. Cayó en una de esas meditaciones vagabundas durante las cuales los pensamientos más lúcidos se combaten, se rompen los unos contra los otros, y sumergen el alma en un breve acceso de locura. Hay que ser joven para revelar y para comprender los secretos de esta especie de ditirambos, en los que el corazón, asaltado por las ideas más justas, más locas, cede a la última que le ataca, a un pensamiento de esperanza o de desesperación, a merced de un poder desconocido. A la edad de veintitrés años, el hombre se halla casi siempre dominado por un sentimiento de modestia: la timidez, la turbación de la joven le agitan, teme expresar mal su amor, no ve más que dificultades y se asusta, teme no agradarle, sería atrevido si no amara tanto; cuanto más comprende el valor de la felicidad, tanto menos cree que su amante pueda fácilmente concedérselo; por otra parte, quizá se entrega demasiado enteramente a su placer, y cree no poder darlo; cuando, por desgracia, su ídolo es impresionante, lo adora en secreto y de lejos; si no es adivinado, su amor expira. A menudo, esta pasión presurosa, muerta en el joven corazón, permanece en él, brillante de ilusiones. ¿Qué hombre no tiene varios de estos recuerdos vírgenes, que, más tarde, despiertan, cada vez más agradables, trayendo la imagen de una felicidad perfecta? recuerdos parecidos a esos hijos perdidos en la flor de la edad, y de los cuales los padres no han conocido más que las sonrisas. El señor de Nueil regresó, pues, de Courcelles presa de un sentimiento preñado de resoluciones extremas. La señora de Beauséant habíase convertido ya para él en la condición de su existencia: prefería morir a vivir sin ella. Todavía bastante joven para experimentar aquellas crueles fascinaciones que la mujer perfecta ejerce sobre las almas nuevas y apasionadas, hubo de pasar una de esas noches tempestuosas durante las cuales los jóvenes van de la felicidad al suicidio, del suicidio a la felicidad, devoran toda una vida feliz y se duermen impotentes. Noches fatales en las que la mayor desgracia consiste en despertar convertido en filósofo. Demasiado enamorado para poder dormir, el señor de Nueil se levantó, se puso a escribir cartas, ninguna de las cuales le satisfizo, y las quemó todas.

Al día siguiente fue a dar la vuelta al pequeño recinto de Courcelles, pero al caer la noche, porque tenía miedo de que lo viera la vizcondesa. El sentimiento al que entonces obedecía pertenece a una naturaleza de alma tan misteriosa, que es preciso ser joven aún o encontrarse en situación parecida, para comprender su silenciosa dicha y sus rarezas; cosas todas éstas que harían encogerse de hombros a las personas demasiado felices por ver siempre el lado positivo de la vida. Tras crueles vacilaciones, Gastón escribió a la señora de Beauséant la carta siguiente, que puede ser considerada como modelo de la fraseología particular a los enamorados, y compararse con los dibujos que los niños hacen a escondidas para felicitar a sus padres en el día de su santo; presentes detestables para todo el mundo, salvo para aquellos a quienes van destinados:

“Señora:

”Ejercéis tan grande imperio sobre mi corazón, sobre mi alma y mi persona, que hoy depende mi destino completamente de vos. No arrojéis mi carta al fuego. Sed lo bastante benévola para leerla. Quizá me perdonaréis esta primera frase al daros cuenta de que no se trata de una declaración vulgar ni interesada, sino de la expresión de un hecho natural. Quizás os sentiréis conmovida por la modestia de mis megos, por la resignación que me inspira el sentimiento de mi inferioridad, por la influencia de vuestra determinación sobre mi vida. A mi edad, señora, no sé qué amar, ignoro completamente lo que puede agradar a la mujer y lo que la seduce; pero experimento por ella embriagadoras adoraciones. Me siento irresistiblemente atraído hacia vos por el placer inmenso que me hacéis experimentar y pienso en vos con todo el egoísmo que nos arrastra hacia donde para nosotros existe el calor vital. No me creo digno de vos. No, me parece imposible, joven, ignorante, tímido, daros la milésima parte de la felicidad a que yo aspiraba al oíros, al veros. Sois para mí la única mujer que hay en el mundo. No concibiendo la vida sin vos, he tomado la resolución de abandonar Francia e ir a jugarme la vida hasta que la pierda en alguna empresa imposible, en las Indias, en África, no sé dónde. ¿No es preciso que combata un amor sin límites con algo infinito? Pero, si queréis dejadme esperar, no el ser para vos, sino el obtener vuestra amistad, me quedo. Permitidme que pase junto a vos, raras veces, si queréis, algunas horas parecidas a las que os he robado. Esta frágil felicidad, cuyos vivos goces pueden serme vedados a la menor palabra ardiente que os diga, bastará para hacerme soportar el hervor de mi sangre. ¿He presumido acaso de vuestra generosidad al suplicaros sufrir un comercio en el que todo es provecho para mí solamente? Vos sabréis muy bien hacer ver a ese mundo al que tanto sacrificáis, que yo no soy nada para vos. ¡Sois tan inteligente y orgullosa! ¿Qué habéis de temer? Ahora yo quisiera poderos abrir mi corazón, para persuadiros de que mi humilde petición no esconde segundas intenciones. No os habría dicho que mi amor era sin límites al rogaros que me concedieseis la amistad, si tuviese la esperanza de haceros compartir el sentimiento profundo sepultado en mi alma. No, yo seré a vuestro lado lo que queréis que yo sea, con tal que esté a vuestro lado. Si me rechazáis, y podéis hacerlo, no murmuraré ni una sola palabra, y partiré. Si más tarde, otra mujer que no seáis vos, entra para algo en mi vida, vos habréis tenido razón; ¡pero si muero fiel a mi amor, concebiréis cierto pesar, tal vez! La esperanza de ocasionaros una pena endulzará mis angustias, y será toda la venganza de mi corazón incomprendido…”.

Es preciso no haber ignorado ninguna de las excelentes desgracias de la juventud, es preciso haber trepado a todas las quimeras de dobles alas blancas que ofrecen su grupa femenina a ardientes imaginaciones, para comprender el suplicio de que fue presa Gastón de Nueil cuando supuso su primer ultimátum en manos de la señora de Beauséant. Veía a la vizcondesa fría, risueña y jugando con el amor como los seres que ya no creen en él. Habría querido rescatar su carta, la encontraba absurda. Acudían a su mente mil y una ideas infinitamente mejores, o que habrían sido más conmovedoras que sus palabras rígidas, sus malditas palabras alambicadas, sofisticadas, pretenciosas, pero felizmente mal puntuadas y escritas de través. Procuraba no pensar, no sentir nada; pero pensaba, sentía y sufría. Si hubiera tenido treinta años, habríase aturdido artificialmente; pero aquel joven ingenuo aún, no conocía ni los recursos del opio ni los expedientes de la extrema civilización. No tenía junto a él a ninguno de esos buenos amigos de París, que saben muy bien deciros: ¡POETE, NON DOLET! tendiéndoos una botella de vino de champaña o arrastrándoos a una orgía para suavizar los dolores de la soledad. ¡Excelentes amigos, siempre arruinados cuando vos sois ricos, siempre en apuros cuando vos los buscáis, habiendo perdido siempre su último luis en el juego cuando vais a pedirles uno, pero siempre teniendo un mal caballo para venderos; siempre dispuestos a embarcarse con vosotros para descender por una de esas rápidas pendientes en las que se gastan el tiempo, el alma y la vida!

Al fin el señor de Nueil recibió de manos de Jaime una carta con un sello de cera perfumada, con el escudo de Borgoña, escrita en un papel vitela y que desprendía el perfume de una mujer hermosa.

Corrió en seguida a encerrarse en su habitación para leer y volver a leer su carta.

“Me castigáis con mucha severidad, caballero, tanto por la amabilidad con que quise mitigar la rudeza de una negativa como por la seducción que la inteligencia ejerce siempre sobre mi ánimo. He tenido confianza en la nobleza de la juventud, y me habéis engañado. Sin embargo, os he hablado, si no con el corazón abierto, que habría sido completamente ridículo, por lo menos con franqueza, y os he dicho mi situación, con objeto de hacer que un alma joven pudiera hacerse cargo de mi frialdad. Cuanto más me habéis interesado, tanto más vivo ha sido el pesar que me habéis causado. Soy por naturaleza cariñosa y buena; pero las circunstancias hacen que sea mala. Otra mujer habría quemado vuestra carta sin leerla; yo la he leído y contesto a ella. Mis razonamientos os demostrarán que si no soy insensible a la expresión de un sentimiento que he hecho nacer, incluso involuntariamente, estoy muy lejos de compartirlo, y mi conducta os demostrará aún mucho mejor la sinceridad de mi alma. Luego, he querido, para vuestro bien, utilizar la especie de autoridad que me concedéis sobre vuestra vida y deseo ejercerla una sola vez para hacer que caiga la venda que ahora cubre vuestros ojos.

”Pronto tendré treinta años, caballero, vos apenas contáis veintidós. Vos mismo ignoráis cuáles serán vuestros pensamientos cuando tengáis mi edad. Los juramentos que ahora juráis tan fácilmente podrán pareceros entonces demasiado pesados. Hoy, quiero creerlo, me daríais sin arrepentiros vuestra vida entera, sabríais incluso morir por un placer efímero; pero a los treinta años, la experiencia os quitaría la fuerza necesaria para hacer cada día sacrificios para mí, y yo, me sentiría humillada al aceptarlos. Un día, todo lo ordenará, la naturaleza misma os mandará que me abandonéis; ya os lo he dicho, prefiero la muerte al abandono. Ya lo veis, la desgracia me ha enseñado a calcular. Razono, ya no habla en mí la voz de la pasión. Vos me obligáis a deciros que no os amo, que no debo, ni puedo ni quiero amaros. He pasado ya por el momento de la vida en que las mujeres ceden a movimientos del corazón irreflexivos, y ya no podría ser la amante que vos ansiáis. Mis consuelos, señor, vienen de Dios, no de los hombres. Por otra parte, leo demasiado claramente en los corazones a la triste luz del amor burlado, para aceptar la amistad que me pedís, que vos me ofrecéis. Sois víctima de vuestro propio corazón, y esperáis mucho más de mi debilidad que de vuestra fuerza. Todo esto es efecto de los instintos. Os perdono ese ardid de niño, porque aún no sois cómplice de ello. Os ordeno, en nombre de este amor pasajero, en nombre de vuestra vida, en nombre de mi tranquilidad, que permanezcáis en vuestra región, que no dejéis de llevar en ella una vida honorable y hermosa por una ilusión que necesariamente habrá de extinguirse. Más tarde, cuando, al cumplir vuestro verdadero destino, habréis desarrollado todos los sentimientos que aguardan al hombre, apreciaréis mi respuesta, que quizás en estos momentos acusaréis de excesivamente rigurosa. Encontraréis entonces con placer a una mujer vieja cuya amistad será ciertamente para vos dulce y preciosa: no habrá sido sometida ni a las vicisitudes de la pasión ni a los desengaños de la vida; en fin, nobles ideas, ideas religiosas, la conservarán pura y santa. Adiós, caballero; obedecedme pensando que vuestros éxitos proyectarán algo de placer en mi soledad, y no penséis en mí más que de la forma en que se piensa en los que están ausentes”.

Después de haber leído esta carta, Gastón de Nueil escribió las siguientes palabras:

“Señora, si yo dejase de amaros aceptando las oportunidades que me ofrecéis de ser un hombre corriente, merecería mi suerte, ¡confesadlo! No, no os obedeceré, y os juro una fidelidad que sólo se romperá con la muerte. ¡Oh! tomad mi vida, a menos que temáis introducir remordimientos en vuestra vida…”.

Cuando el criado del señor de Nueil volvió a Courcelles, su amo le dijo:

—¿Entregaste mi billete?

—A la señora vizcondesa misma; se hallaba sentada en un coche y se disponía a partir…

—¿Para venir a la ciudad?

—No lo creo, señor. La berlina de la señora vizcondesa estaba enganchada con caballos de posta.

—¡Ah! entonces se va —dijo el barón.

—Sí, señor —dijo el ayuda de cámara.

En seguida hizo Gastón sus preparativos para seguir a la señora de Beauséant, y ella lo llevó hasta Ginebra sin saberse acompañada de él. Entre las mil reflexiones que le asaltaban durante este viaje, ésta era la que más especialmente le preocupaba: “¿Por qué se habrá ido?”. Estas palabras fueron el texto de un gran número de hipótesis, entre las cuales escogió, naturalmente, la más halagadora, la siguiente: “Si la vizcondesa quiere amarme, no hay duda de que prefiere, como mujer inteligente, Suiza, donde nadie nos conoce, a Francia, donde encontraría quien la criticase”.

Ciertos hombres apasionados no amarían a una mujer que fuese lo suficientemente hábil como para elegir su terreno, ya que esto es propio de gente refinada. Por otra parte, nada prueba que la suposición de Gastón fuese verdadera.

La vizcondesa alquiló una casita a orillas del lago. Cuando se hubo instalado en ella, Gastón se presentó una tarde, al caer la noche. Jaime, ayuda de cámara esencialmente aristocrático, no se asombró al ver al señor de Nueil y lo anunció en calidad de criado acostumbrado a hacerse cargo de todo. Al oír este nombre, al ver al joven, la señora de Beauséant dejó caer el libro que tenía en las manos; su sorpresa dio tiempo a Gastón para llegar hasta ella y decirle con una voz que le pareció deliciosa:

—¡Con qué placer he tomado los caballos que os habían conducido a vos!

¡Verse tan bien obedecida en sus secretos deseos! ¿Dónde está la mujer que no hubiese cedido a semejante felicidad? Una italiana, una de esas divinas criaturas cuya alma es el antípoda de la de las parisienses, y que, a este lado de los Alpes, sería considerada como profundamente inmoral, decía al leer las novelas francesas: “No comprendo porqué esos pobres enamorados pasan tanto tiempo arreglando lo que debe ser asunto de una mañana”. ¿Por qué el narrador, siguiendo el ejemplo de esa buena italiana, no habría de evitar el hacer languidecer a sus oyentes y al tema de su obra? Habría algunas escenas de coquetería que sería agradable dibujar, dulces esperas que la señora de Beauséant quería ofrecer a la felicidad de Gastón para caer con gracia, como las vírgenes de la antigüedad; quizá también para gozar de los placeres castos de un primer amor, y elevarlo a la más alta expresión de fuerza y de poder. El señor de Nueil se hallaba aún en la edad en que un hombre es víctima de esos caprichos, de esos juegos que tanto gustan a las mujeres, y que ellas prolongan, sea para estipular sus condiciones, sea para gozar más tiempo de su poder, cuya disminución adivinan instintivamente. Pero estos pequeños protocolos de gabinete, menos numerosos que los de la conferencia de Londres, ocupan demasiado poco espacio en la historia de una pasión verdadera para que deban mencionarse.

La señora de Beauséant y el señor de Nueil vivieron durante tres años en la quinta situada junto al lago de Ginebra que la vizcondesa había alquilado. Permanecieron solos, sin ver a nadie, sin hacer que nadie hablase de ellos, paseando en barca, levantándose tarde, en fin, felices como todos soñamos llegar a ser. Esta casita era sencilla, de persianas verdes, rodeada de anchos balcones con marquesinas, una verdadera casa de amantes, casa de blancos canapés, alfombras mullidas y silenciosas, en la que todo irradiaba alegría y felicidad. En cada ventana, el lago aparecía bajo aspectos diferentes; a lo lejos, las montañas con sus fantasías de nubes, fugitivas; encima de ellos el hermoso cielo; luego, delante de ellos, un largo manto de agua caprichosa, cambiante. Las cosas parecían soñar para ellos y todo les sonreía.

Graves intereses llamaron al señor de Nueil a Francia: su padre y su hermano habían muerto; fue preciso abandonar Ginebra. Los dos amantes compraron aquella casa, habrían querido romper las montañas y hacer salir el agua del lago, a fin de llevárselo todo con ellos. La señora de Beauséant siguió al señor de Nueil. La vizcondesa compró cerca de Manerville una propiedad considerable que unió a las tierras de Gastón, y donde permanecieron juntos. El señor de Nueil abandonó muy gentilmente a su madre el usufructo de las tierras de Manerville, a cambio de la libertad que ella le dejó de vivir soltero. Las tierras de la señora de Beauséant estaban situadas cerca de una ciudad, en uno de los lugares más lindos del valle de Auge. Allí los dos amantes pusieron entre ellos y el mundo unas barreras que ni las ideas sociales ni las personas podían franquear, y volvieron a encontrar sus buenos momentos de Suiza. Durante nueve años enteros, saborearon la dicha que es inútil describir; el desenlace de esta historia hará sin duda que adivinen sus delicias aquellos cuya alma puede comprenderlo todo, bajo alguna de sus infinitas apariencias, la poesía y la oración.

Sin embargo, el marqués de Beauséant (cuyo padre y hermano mayor habían muerto), marido de la señora de Beauséant, gozaba de excelente salud. Nada nos ayuda mejor a vivir que la certeza de que nuestra muerte ocasionaría la felicidad de otros. El señor de Beauséant era una de esas personas irónicas y testarudas que, parecidas a rentistas vitalicios, encuentran un placer más en el hecho de levantarse cada mañana con buena salud. Por lo demás, era hombre galante, un poco metódico, ceremonioso, y calculador, capaz de declararle su amor a una mujer con la misma tranquilidad con que un lacayo dice: “La señora está servida”.

Esta pequeña nota biográfica sobre el marqués de Beauséant tiene por objeto hacer comprender al lector la imposibilidad en que se encontraba la señora marquesa de casarse con el señor de Nueil.

Ahora bien, después de estos nueve años de felicidad, el contrato más dulce que una mujer haya podido alguna vez firmar, el señor de Nueil y la señora de Beauséant se encontraron en una situación tan natural y tan falsa como aquella en que se encontraban desde que comenzó esta aventura; crisis fatal, sin embargo, de la que es imposible dar una idea, pero cuyos términos pueden plantearse con exactitud matemática.

La señora condesa de Nueil, madre de Gastón, no había querido nunca ver a la señora de Beauséant. Era una persona rígida y virtuosa, que había realizado muy legalmente la felicidad del señor de Nueil padre. La señora de Beauséant comprendió que aquella honorable anciana había de ser su enemiga y que trataría de arrancar a Gastón de su vida inmoral y antirreligiosa. La marquesa había querido vender sus tierras y volver a Ginebra. Pero habría sido desafiar al señor de Nueil, y era incapaz de hacerlo. Por otra parte, él se había aficionado mucho a sus tierras de Valleroy, donde había hecho muchas plantaciones, muchos movimientos de terrenos. ¿No equivaldría a arrancarlo de una especie de felicidad mecánica que las mujeres desean siempre para sus maridos e incluso para sus amantes? Había llegado a la región una señorita de la Rodière, de edad de veintidós años y rica de cuarenta mil libras de renta. Gastón encontraba a esta heredera de Manerville cada vez que su deber lo llevaba allá. Colocados estos personajes de este modo como las cifras de una proporción matemática, la carta siguiente, escrita y entregada una mañana a Gastón, explicará ahora el terrible problema que, desde hacía un mes, la señora de Beauséant trataba de resolver:

“Mi ángel querido, escribirte cuando vivimos corazón a corazón, cuando nada nos separa, cuando nuestras caricias nos sirven tan a menudo de lenguaje, y las palabras son también caricias, ¿no es un contrasentido? Pues, no, amor mío. Hay ciertas cosas que una mujer no puede decir en presencia de un amante; el solo pensamiento de estas cosas le quita la voz, hace que la sangre refluya a su corazón; quédase sin fuerzas y sin aliento. Estar de tal modo a tu lado me hace sufrir; y a menudo me encuentro en este estado. Comprendo que mi corazón debe ser todo verdad para ti, no debe disimularte ninguno de mis pensamientos, ni siquiera los más fugaces; y me gusta demasiado esta holgura que tan bien me sienta, para permanecer mucho tiempo preocupada, cohibida. Por lo tanto, voy a confiarte mi angustia: sí, se trata de una angustia. ¡Escúchame! no hagas ese pequeño ta ta ta… con el que me haces callar con una impertinencia que yo quiero, porque todo lo que de ti viene me agrada. Querido esposo del cielo, déjame que te diga que tú has borrado todo recuerdo de los dolores bajo el peso de los cuales en otro tiempo mi vida estuvo a punto de sucumbir. No he conocido el amor más que a través de ti. Ha sido preciso el candor de tu hermosa juventud, la pureza de tu alma grande para satisfacer las exigencias de un corazón exigente. Amigo, muchas veces he palpitado de alegría al pensar que, durante estos nueve años, tan rápidos y tan largos, mis celos jamás se han despertado. He poseído todas las flores de tu alma, todos tus pensamientos. No ha habido la más leve nube en nuestro cielo, no hemos sabido lo que era un sacrificio, siempre hemos obedecido a las inspiraciones de nuestros corazones. He gozado de una felicidad sin límites para una mujer. ¡Las lágrimas que mojan esta página podrán decirte toda mi gratitud! Habría querido escribirla de rodillas. Pues, bien, esta felicidad me ha hecho conocer un suplicio mucho más horrible que el del abandono. Querido, el corazón de una mujer tiene repliegues muy profundos: hasta ahora yo misma he ignorado la extensión del mío, como ignoraba la extensión del amor. Las miserias más grandes que puedan abrumarnos son aún fáciles de soportar en comparación con la única idea de la desgracia de aquel a quien amamos. Y si nosotras fuésemos las causantes de esta desgracia, ¿no habría motivos para morirnos?… Tal es la idea que me oprime. Pero ella arrastra todavía otra más pesada; aquélla disminuye la gloria del amor, lo mata, hace de él una humillación que enturbia para siempre la vida. Tú tienes treinta años y yo tengo cuarenta. ¡Cuántos terrores no inspira esta diferencia de edad a una mujer amante! Tú puedes haber sentido al principio involuntariamente, luego seriamente los sacrificios que por mí has hecho, renunciando por mí al mundo entero. Tú has pensado quizás en tu destino social, en esa boda que debe aumentar necesariamente tu fortuna, permitirte confesar tu felicidad, tus hijos, transmitir tus bienes, aparecer en el mundo y ocupar en él tu sitio con honor. Pero tú habrás reprimido estos pensamientos, dichoso de sacrificarme, sin que yo lo sepa, una heredera, una fortuna y un hermoso porvenir. En tu generosidad de hombre joven, tú habrás querido permanecer fiel a los juramentos que no nos atan más que a los ojos de Dios. Mis dolores pasados se te habrán aparecido, y yo habré sido protegida por la desgracia de la que tú me has sacado. ¡Deber tu amor a la compasión! Esta idea me resulta aún más horrible que el temor de hacer fracasar tu vida. Aquellos que saben apuñalar a sus amantes son muy caritativos cuando las matan felices, inocentes, y en la gloria de sus ilusiones… Sí, la muerte es preferible a los dulces pensamientos que, desde hace algunos días, entristecen secretamente mis horas. Ayer, cuando me preguntaste tan dulcemente: ”.¿Qué tienes?” tu voz me hizo estremecer. He creído que, según tu costumbre, estabas leyendo en mi alma, yo aguardaba tus confidencias, imaginando haber tenido justos presentimientos al adivinar los cálculos de tu razón. Entonces me acordé de algunas atenciones que te son habituales, pero en la que he creído advertir esta especie de afectación mediante la cual los hombres traicionan una lealtad difícil de sostener. En este momento, he pagado bien cara mi felicidad, he comprendido que la naturaleza nos vende siempre los tesoros del amor. En efecto, ¿acaso la suerte no nos ha separado? Tú te habrás dicho: “Tarde o temprano, debo abandonar a la pobre Clara, ¿por qué no separarme de ella a tiempo?”. Esta frase estaba escrita en el fondo de tu mirada. Te he dejado para ir a llorar lejos de ti. ¡Evitar la vista de mis lágrimas!, he aquí las primeras que la pena me ha hecho derramar desde hace diez años, y me siento orgullosa de poder mostrártelas; pero no te he acusado. Sí, tienes razón, no debo tener el egoísmo de sujetar tu vida, brillante y larga, a la mía que pronto estará gastada. Pero, ¿y si me equivocase?… ¿si hubiese confundido una de tus melancolías de amor con un pensamiento de razón?… ¡Ah!, ángel mío, no me dejes en la incertidumbre, castiga a tu celosa mujer; pero devuélvele la conciencia de su amor y del tuyo: toda la mujer se halla en este sentimiento, que todo lo santifica. Desde la llegada de tu madre, y desde que tú has visto en su casa a la señorita de la Rodière, estoy presa de una dudas que nos deshonran. Hazme sufrir, pero no me engañes: puedo saberlo todo, ¡tanto lo que te dice tu madre, como lo que tú piensas! Si tú has vacilado entre algo y yo, te devuelvo tu libertad… Yo te ocultaré mi destino, aprenderé a no llorar delante de ti; únicamente, que no quiero volverte a ver más… ¡Oh! tengo que detenerme, mi corazón se rompe…

”Me he quedado triste y como ausente durante unos instantes. Amigo mío, nada tengo contra ti, ¡tú que eres tan bueno, tan franco! tú no podrías ni herirme, ni engañarme; pero me dirás la verdad, por muy cruel que ésta fuese. ¿Quieres que te dé ánimos para que seas capaz de confesármelo todo? Bien, pues, corazón mío, yo quedaré consolada con un pensamiento de mujer. ¿No habré poseído acaso de ti el ser joven y púdico, todo gracia, todo belleza, todo delicadeza, un Gastón al que ninguna mujer podrá conocer ya y de quien yo he gozado de un modo tan delicioso?… No, tú no volverás a amar como me has amado a mí, como me amas todavía; no, yo no podría tener rival. Mis recuerdos carecerán de amargura al pensar en nuestro amor, que llena todos mis pensamientos. ¿No está fuera de tu poder el fascinar de ahora en adelante a una mujer con los rasgos infantiles, con las juveniles delicadezas de un corazón joven con esas coqueterías del alma, esas gracias del cuerpo y esos rápidos acuerdos de placer, en fin, por el adorable cortejo que sigue al amor adolescente? ¡Ah! ahora eres un hombre, obedecerás a tu destino calculándolo todo. Tendrás preocupaciones, inquietudes, ambiciones, cosas que impedirán que ella disfrute de esa sonrisa constante e inalterable por la cual tus labios estaban siempre embellecidos para mí. Tu voz, para mí siempre tan dulce, será a veces triste. Tus ojos, sin cesar iluminados por un resplandor celestial al verme, se enturbiarán a menudo para ella. Luego, como es imposible amarte como yo te amo, esa mujer no te agradará nunca tanto como yo te he agradado. Ella no tendrá nunca ese perpetuo cuidado que yo he tenido de mí misma y este estudio constante de tu felicidad, cuya inteligencia nunca me ha faltado. Sí, el hombre, el corazón, el alma que yo habré conocido, ya no existirán; yo lo sepultaré todo en mi recuerdo para gozar de ello aún, y vivir dichosa esta hermosa vida pasada, pero desconocida de todo aquello que no es nosotros mismos.

”Querido tesoro mío, si, a pesar de todo, tú no has concebido la más ligera idea de libertad, si mi amor no te pesa, si mis temores son quiméricos, si yo soy siempre para ti tu EVA, la única mujer que haya en el mundo, una vez leída esta carta, ven: ¡acude a mi lado! ¡Ah! en un instante te amaré más de lo que te he amado, creo, durante esos nueve años pasados. Después de haber soportado el suplicio inútil de esas sospechas de las que yo me acuso, cada día añadido a nuestro amor, sí, un solo día, será toda una vida de felicidad. Así, ¡habla! sé franco conmigo: no me engañes, serla un crimen. ¡Dime! ¿Quieres tu libertad? ¿Has reflexionado en tu vida de hombre? ¿Tienes algún pesar? ¡Yo, causarte una pena! Me moriría, si ello fuera cierto. Ya te lo he dicho: tengo bastante amor para preferir tu felicidad a la mía, tu vida a la mía. Abandona, si puedes, el abundante recuerdo de nuestros nueve años de felicidad para no verte influido en tu decisión; ¡pero habla! te soy sumisa como a Dios, el único refugio que me queda si tú me abandonas”.

Cuando la señora de Beauséant supo que la carta estaba en poder del señor de Nueil, cayó en un abatimiento tan profundo y en una meditación tan intensa, debido a la excesiva abundancia de sus pensamientos, que permaneció como dormida. Ciertamente, sufrió aquellos dolores cuya intensidad no ha estado siempre proporcionada a las fuerzas de la mujer y que sólo las mujeres conocen. Mientras la desventurada marquesa aguardaba su suerte, el señor de Nueil, al leer su carta, habíase quedado muy desconcertado. Entonces había casi cedido a las instigaciones de su madre y a los atractivos de la señorita de la Rodière, joven bastante insignificante, recta como un chopo, blanca y rosa, casi muda, según el programa prescrito a todas las jóvenes casaderas; pero sus cuarenta mil libras de renta hablaban suficientemente por ella. La señora de Nueil, ayudada por su sincero afecto de madre, le hacía observar lo que había de halagador en el hecho de que fuese el preferido por la señorita de la Rodière, cuanto le habían salido tantos partidos ricos; había que pensar en su suerte, ya que tan buena ocasión no habría de volver a encontrarse; un día tendría ochenta mil libras de renta en bienes raíces; la fortuna consolaba de todo; si la señora de Beauséant lo amaba por él mismo, debía ser la primera en animarlo a que se casase; en fin, aquella buena madre no olvidaba ninguno de los medios de acción por los cuales una mujer puede influir en la razón de un hombre. Así, había hecho que su hijo vacilase. La carta de la señora de Beauséant llegó en un momento en que el amor luchaba contra todas las seducciones de una vida arreglada convenientemente y conforme a las ideas del mundo; pero aquella carta resolvió el combate. Decidió abandonar a la marquesa y casarse.

—Hay que ser hombre en la vida —se dijo.

Luego sospechó el dolor que su resolución ocasionaría a su amante. Su vanidad de hombre y su conciencia de amante hacían que ese dolor apareciera aún más grande a sus ojos, y por ello viose presa de una sincera piedad. Sintió de pronto aquella inmensa desgracia, y creyó necesario y caritativo el amortiguar tan mortal herida. Esperó poder llevar a la señora de Beauséant a un estado de calma y hacerse ordenar por ella aquella boda cruel acostumbrándola gradualmente a la idea de una separación necesaria, dejando siempre entre ellos a la señorita de la Rodière, como un fantasma, y sacrificándola de momento para hacérsela imponer más tarde. Para triunfar en esta compasiva empresa, llegaba al extremo de contar con la nobleza, con el orgullo de la marquesa y con las bellas cualidades de su alma. Le respondió entonces para adormecer sus sospechas. ¡Responder! Para una mujer que unía a la intuición del amor verdadero las percepciones más delicadas del espíritu femenino, la carta era una sentencia. Así, cuando entró Jaime, cuando éste se dirigió hacia la señora de Beauséant para entregarle un papel doblado triangularmente, la pobre mujer se estremeció como una golondrina presa en una trampa. Un frío desconocido cayó desde su cabeza a sus pies, envolviéndola en un sudario de hielo. Si no corría a su lado, si no venía llorando, pálido, amoroso, todo estaba ya dicho. ¡Sin embargo, hay tantas esperanzas en el corazón de las mujeres que aman! hacen falta muchas puñaladas para matarlas, aman y sangran hasta la última.

—¡La señora tiene necesidad de algo! —preguntó Jaime con voz dulce, retirándose.

—No —dijo.

—Pobre hombre —pensó, secándose una lágrima—, él, un ayuda de cámara, adivina lo que me ocurre.

Leyó lo siguiente: Amada mía, tú te creas quimeras… Al leer estas palabras, un espeso velo extendiose sobre los ojos de la marquesa. La voz secreta de su corazón le gritaba: “¡Miente!”. Luego, al abarcar su vista toda la primera página con aquella especie de avidez lúcida que comunica la pasión, había leído abajo estas palabras: Nada ha sido decidido… Al volver la página con una vivacidad convulsiva, vio claramente el espíritu que había dictado las frases rebuscadas de aquella carta en la que ya no encontró los impulsos impetuosos del amor; la estrujó, la rasgó, la mordió, la arrojó al fuego, exclamando:

—¡Oh!, ¡el infame!, ¡me ha poseído habiendo dejado de amarme!

Luego, medio muerta, fue a dejarse caer sobre un canapé.

El señor de Nueil salió después de haber escrito la carta. Cuando regresó, encontró a Jaime en el umbral de la puerta, quien le entregó una carta diciéndole:

—La señora marquesa ya no está en el castillo.

El señor de Nueil, sorprendido, rasgó el sobre y leyó: “Señora, si yo dejase de amaros aceptando las oportunidades que me ofrecéis de ser un hombre corriente, merecería mi suerte, ¡confesadlo! No, no os obedeceré y os juro una fidelidad que sólo se romperá con la muerte. ¡Oh!, tomad mi vida, a menos que temáis introducir remordimientos en vuestra vida…”.

Era el billete que había escrito a la marquesa en el momento en que ella partía para Ginebra. Debajo, Clara de Borgoña había añadido: Señor, sois libre.

El señor de Nueil regresó a la casa de su madre, en Manerville. Veinte días después, casó con la señorita Estefanía de la Rodière.

Si esta historia de una verdad vulgar terminase aquí, sería algo así como una burla. Casi todos los hombres tienen alguna más interesante para contar, ¿no es cierto? Pero la celebridad del desenlace, desgraciadamente verdadero; todo lo que podrá hacer nacer recuerdos en el corazón de aquellos que han conocido las celestiales delicias de una pasión infinita y la rompieron ellos mismos o la perdieron por alguna fatalidad cruel, pondrán quizás ese relato al abrigo de las críticas.

La señora marquesa de Beauséant no había abandonado su castillo de Valleroy cuando se separó del señor de Nueil. Por un gran número de razones que hay que dejar sepultadas en el corazón de las mujeres, y que, por otra parte, cada una de ellas adivinará las que les sean propias, Clara continuó viviendo allí después de la boda del señor de Nueil. Vivió en un retiro tan profundo, que su servidumbre —con excepción de su doncella y de Jaime— no la veían nunca. Exigía en su casa un silencio profundo y sólo salía de su apartamento para ir a la capilla de Valleroy, donde un sacerdote de las cercanías iba a decirle misa todas las mañanas.

Algunos días después de su boda, el conde de Nueil cayó en una especie de apatía conyugal que podía suponer tanto la felicidad como la desgracia.

Su madre decía a todo el mundo:

—Mi hijo es completamente feliz.

La señora de Nueil, parecida a muchas jóvenes, era una mujer dulce, paciente; quedó embarazada después de un mes de matrimonio. Todo esto armonizaba con las ideas recibidas. El señor de Nueil se portaba muy bien con ella; únicamente que, dos meses después de haber abandonado a la marquesa, estuvo sumamente pensativo. “Pero siempre había sido un joven serio”, decía su madre.

Al cabo de siete meses de esta felicidad tibia, ocurrieron algunos acontecimientos ligeros en apariencia pero que comportan grandes desarrollos de pensamientos y que revelan demasiados trastornos del alma, para no ser referidos sencillamente y abandonados al capricho de las interpretaciones de cada cual. Un día, durante el cual el señor de Nueil había estado cazando en las tierras de Manerville y de Valleroy, regresó por el parque de la señora de Beauséant, preguntó por Jaime, lo esperó, y cuando hubo llegado el ayuda de cámara:

—¿A la señora marquesa sigue gustándole el producto de la caza? —le dijo.

Ante la respuesta afirmativa de Jaime, Gastón ofreciole una suma bastante elevada, acompañada de razonamientos muy especiales con objeto de obtener de él el ligero favor de reservar para la marquesa el producto de su caza. Pareciole muy poco importante a Jaime el que su dueña comiese una perdiz muerta por su guarda o por el señor de Nueil, puesto que éste deseaba que la marquesa ignorase el origen de la pieza.

—Ha sido muerta en sus tierras —dijo el conde.

Jaime se prestó durante varios días a este inocente engaño. El señor de Nueil partía de mañana a la caza y no regresaba hasta la hora de comer, sin haber matado nunca nada. Una semana entera transcurrió de este modo. Gastón animose al extremo de escribir una larga carta a la marquesa y hacer que le fuese entregada. Esta carta le fue devuelta sin haber sido abierta. Era casi de noche cuando se la entregó el ayuda de cámara de la marquesa. De pronto el conde se lanzó fuera del salón, donde parecía estar escuchando un capricho de Herold destrozado al piano por su mujer, y corrió a la casa de la marquesa con la rapidez de un hombre que vuela hacia una cita. Saltó al parque por una brecha que él conocía, anduvo lentamente a través de las avenidas, deteniéndose de vez en cuando para tratar de reprimir los sonoros latidos de su corazón; luego, habiendo llegado cerca del castillo, escuchó ruidos sordos y supuso que todos los criados estaban sentados a la mesa. Llegó hasta el apartamento de la señora de Beauséant. La marquesa no abandonaba nunca su dormitorio, el señor de Nueil pudo llegar a la puerta sin haber hecho el menor ruido. Allí vio, a la luz de dos bujías, a la marquesa, pálida y demacrada, sentada en un gran sillón, con la frente inclinada, las manos caídas, los ojos posados en un objeto que no parecía ver. Era el dolor en su expresión más completa. Había en aquella actitud una vaga esperanza, pero uno no sabía si Clara de Borgoña miraba hacia la tumba o hacia el pasado. Quizá las lágrimas del señor de Nueil brillaron en medio de la oscuridad, quizá su respiración tuvo una leve resonancia, quizás a Gastón se le escapó un estremecimiento involuntario, o tal vez su presencia era imposible sin el fenómeno de la +++ intususcepción, cuyo hábito es a la vez la gloria, la felicidad y la prueba del verdadero amor. La señora de Beauséant volvió lentamente la cabeza hacia la puerta y vio a su antiguo amante. El señor de Nueil dio entonces unos pasos.

—Si avanzáis, caballero —exclamó la marquesa palideciendo—, me arrojo por esa ventana.

Dicho esto, abrió la ventana e hizo ademán de querer arrojarse por ella, con la cabeza vuelta hacia Gastón.

—¡Salid! ¡Salid! —gritó— o me arrojo por la ventana.

Al oír este grito terrible, y que los criados acudían presurosos, el señor de Nueil huyó como un malhechor.

Cuando estuvo de nuevo en su casa, Gastón escribió una carta muy corta, y encargó a su ayuda de cámara que la llevase a la señora de Beauséant, recomendándole que le dijese a la marquesa que se trataba para él de un asunto de vida o de muerte. Una vez hubo partido el mensajero, el señor de Nueil volvió a entrar en el salón y encontró a su mujer que continuaba destrozando el capricho. Sentóse aguardando la contestación. Una hora más tarde, terminado el capricho, los dos esposos se hallaban uno delante de otro, silenciosos, cada uno a un lado de la chimenea, cuando el ayuda de cámara regresó de Vallery y devolvió a su dueño la carta, que no había sido abierta. El señor de Nueil pasó a un gabinete contiguo al salón, donde había dejado su fusil y se mató.

Este rápido y fatal desenlace, tan contrario a todas las costumbres de la joven Francia, es natural.

Las personas que han observado bien o experimentado deliciosamente los fenómenos a los que da lugar la unión perfecta de dos seres, comprenderán perfectamente este suicidio. El placer, como una flor rara, requiere los cuidados del cultivo más ingenioso; el tiempo, la armonía de las almas, es lo único que puede revelar todos sus recursos, hacer brotar aquellos goces tiernos, delicados, para los cuales nos hallamos imbuidos de mil supersticiones y que creemos inherentes a la persona cuyo corazón nos los prodiga. Esta admirable armonía, esta creencia religiosa, y la certeza fecunda de experimentar una dicha particular o excesiva al lado de la persona amada, constituyen en parte el secreto de las relaciones duraderas y de las largas pasiones. Junto a la mujer que posee el talento de su sexo, el amor no es nunca una costumbre: su adorable ternura sabe revestir formas tan variadas, es tan ingeniosa y tan amante al mismo tiempo, pone tantos artificios en su naturaleza o naturalidad en sus artificios, que se hace tan poderosa por el recuerdo como ya lo es por su presencia. A su lado, todas las mujeres palidecen. Hay que haber sentido el miedo de perder un amor tan vasto, tan brillante, o haberlo perdido, para conocer todo el valor del mismo. Pero, si habiéndolo conocido, un hombre se ha privado de él para caer en algún matrimonio frío; si la mujer con la que ha esperado encontrar la misma felicidad le demuestra, por algunos de esos hechos sepultados en las tinieblas de la vida conyugal, que no volverán a nacer para él; si tienen aún en los labios el sabor de un amor celestial, y ha herido mortalmente, a su verdadera esposa en provecho de una quimera social, entonces hay que morir o tener esa filosofía material, egoísta, fría, que causa horror a las almas apasionadas.

En cuanto a la señora de Beauséant, no imaginó, sin duda, que la desesperación de su amigo llegase al suicidio, después de haberlo abrevado abundantemente con su amor por espacio de nueve años. Quizá pensaba que sería ella la única en sufrir. Por otra parte, tenía derecho a negarse a la participación más envilecedora que existe y que una esposa puede soportar por altas razones sociales, pero que debe ser odiada por una amante, porque en la pureza de su amor reside toda su justificación.

Angulema, septiembre de 1832.