LA GRANADIÈRE
Las primeras ediciones de esta novela llevaban como dedicatoria
A CAROLINA
A la poesía de los viajes
El viajero agradecido
La Granadière es una vivienda pequeña situada en la margen derecha del Loira, aproximadamente a una milla de distancia del puente de Tours. En ese lugar, el río, ancho como un lago, está sembrado de islas verdes y bordeado por una roca en la que se encuentran varias casas de campo, todas ellas construidas con piedra blanca, rodeadas de un seto y de huertos en los que los frutos más hermosos del mundo maduran bajo los rayos del sol del mediodía. Las partes huecas de la roca reflejan los rayos del sol y permiten cultivar en plena tierra, al abrigo de una temperatura artificial, los productos que son propios de los países más cálidos. En una de las sinuosidades menos profundas que cortan esta colina se eleva la aguda flecha de Saint-Cyr, pequeña aldea de la que dependen todas estas casas diseminadas. Luego, algo más lejos, la Choisille se arroja al Loira por un valle que interrumpe ese largo cerro. La Granadière, situada cerca de la roca, a un centenar de pasos de la iglesia, es uno de esos viejos edificios de dos o tres siglos de edad que se encuentran en Turena. Una quebradura de la roca ha favorecido la construcción de una rampa que llega en pendiente suave a la levée, nombre dado en la región al dique construido en la parte baja de la cuesta para mantener al Loira en su lecho, y por el que pasa la gran carretera de París a Nantes. En lo alto de la rampa hay una puerta, donde comienza un sendero pedregoso, entre dos bancales, especie de fortificaciones provistas de parras y espaldares destinadas a impedir el desmoronamiento de las tierras. Este sendero, practicado al pie del bancal superior, y casi oculto por los árboles de aquel otro bancal al que corona, conduce a la casa por una rápida pendiente, dejando ver el río, cuya extensión aumenta a cada paso. Este camino tiene al final una segunda puerta de estilo gótico, con algunos sencillos adornos, pera en ruinas, cubierta de alhelíes silvestres, de yedra, de musgo, de parietarias. Estas plantas indestructibles decoran los muros de todos los bancales, de donde salen por las hendiduras, dibujando a cada nueva estación, nuevas guirnaldas de flores.
Al cruzar esa puerta carcomida, un pequeño jardín, conquistado a la roca por un último bancal cuya vieja balaustrada negra domina todas las demás, ofrece a la vista un césped adornado por unos árboles verdes y un gran número de rosales y de flores. Luego, frente a la puerta, al otro extremo del bancal, se encuentra un pabellón de madera apoyado en el muro vecino, y cuyos postes están escondidos por los jazmines, las madreselvas, la vid y las clemátides. En medio de este último jardín se levanta la casa, sobre una escalinata abovedada, cubierta de pámpanos y en la que se encuentra la puerta de una gran cueva excavada en la roca. La casa está rodeada de parras y de granados: de ahí le viene el nombre. La fachada se compone de una puerta muy rústica y de tres buhardillas construidas en un techo de una elevación prodigiosa comparada con la escasa altura de la planta baja. Este tejado está cubierto de pizarras. Los muros del edificio principal están pintados de amarillo; y la puerta, las contraventanas de la parte baja y las persianas de las buhardillas son verdes.
Al entrar, encontraréis una plataforma donde comienza una escalera tortuosa, cuyo sistema cambia a cada vuelta; es de madera casi podrida; su rampa, en forma de tornillo, tiene un color pardo debido al prolongado uso. A la derecha hay un espacioso comedor enmaderado a la antigua, con ladrillos blancos fabricados en Cháteau-Regnault; luego, a la izquierda, un salón de parecidas dimensiones, sin madera, pero tapizado con papel aurora de borde verde. Ninguna de estas piezas tiene cielo raso; las vigas son de madera de nogal y los intersticios están rellenados con una argamasa blanca. En el primer piso se encuentran dos grandes habitaciones cuyas paredes han sido blanqueadas con cal; las chimeneas de piedra están menos esculpidas que las de la planta baja. Todas las aberturas dan al sur. Al norte no hay más que una sola puerta, que da a los viñedos y practicada detrás de la escalera. Adosada a la izquierda de la casa se halla una construcción cuyas maderas están resguardadas al exterior contra la lluvia y el sol por medio de pizarras que dibujan sobre los muros unas largas líneas azules, verticales o transversales. La cocina, situada en esa especie de cabaña, comunica interiormente con la casa, pero, sin embargo, tiene entrada propia, levantada sobre unos peldaños, en la parte baja de los cuales se encuentra un pozo profundo, coronado por una bomba campestre rodeada de sabinas, plantas acuáticas y altas hierbas. Esta construcción reciente demuestra que la Granadière era en otro tiempo un lugar de vendimia. Los dueños iban allá desde la ciudad, de la cual está separada por el ancho cauce del Loira, sólo para hacer su cosecha o para celebrar alguna fiesta campestre. Por la mañana enviaban sus provisiones y apenas dormían allí más que el tiempo que duraba la vendimia. Pero los ingleses cayeron sobre la Turena como una nube de langosta y fue preciso completar la Granadière para poderla alquilar. Afortunadamente, este moderno apéndice está disimulado bajo los primeros tilos de una avenida plantada en un barranco en la parte baja de las viñas. El viñedo, que quizá tenga dos arpendes, se eleva encima de la casa y la domina por completo por una pendiente rápida, que es muy difícil de subir. Entre la casa y esta colina cubierta de pámpanos apenas habrá un espacio de cinco pies, siempre húmedo y frío, especie de foso lleno de vegetaciones vigorosas en las que cae, en las épocas de lluvia, el abono de la viña que va a enriquecer el suelo de los huertos sostenidos por la terraza de la balaustrada. La casa del hortelano tiene la techumbre de paja y en cierto modo hace juego con la cocina. La propiedad está rodeada de muros y espaldares y la viña, plantada de árboles frutales de toda especie; en fin, ni una sola pulgada de este terreno precioso se ha perdido para el cultivo. Si el hombre descuida una árida parcela de roca, la naturaleza arroja en ella ya sea una higuera, ya sean flores campestres o algunos fresales resguardados por las piedras.
En ningún lugar del mundo encontraríais una vivienda a la vez tan modesta y tan grande, tan abundante en frutos, en perfumes, en panoramas. Es, en el corazón de la Turena, una Turena en miniatura en la que todas las flores, todos los frutos, todas las bellezas de la región se hallan representadas. Son las uvas de cada comarca, los higos, los melocotones, las peras de todas clases, y los melones en pleno campo, así como el regaliz, la retama de España, el laurel rosa de Italia y los jazmines de las Azores. El Loira está a vuestros pies. Lo domináis desde una terraza elevada treinta toesas por encima de sus aguas caprichosas; por la tarde respiráis sus brisas, que os llegan frescas del mar y perfumadas en su ruta por las flores. Una nube errante, que a cada paso en el espacio cambia de color y de forma, bajo un cielo completamente azul, da mil aspectos nuevos a cada detalle de los paisajes magníficos que se ofrecen a las miradas, dondequiera que las dirijáis. De allí los ojos abarcan primero la orilla izquierda del Loira desde Amboise; la fértil llanura donde se eleva Tours, sus arrabales, sus fábricas, el Plessis; luego una parte de la orilla derecha, que, desde Vourray hasta Saint-Symphorien, describe un semicírculo de rocas llenas de alegres viñedos. La vida sólo queda limitada por las ricas colinas del Cher, horizonte azulado, cargado de parques y de castillos. En fin, al oeste, el alma se pierde en el río inmenso sobre el cual navegan a todas horas los barcos de velas blancas hinchadas por los vientos que reinan casi siempre en esta vasta extensión de agua. Un príncipe hará o no hará su quinta de la Granadière, pero ciertamente, un poeta, siempre hará de ella su rincón; dos amantes verán en ella su refugio más dulce, es la vivienda de un buen burgués de Tours; tiene poesía para todas las imaginaciones, para las más humildes y para las más frías, como para las más elevadas y las más apasionadas; nadie permanece allí sin percibir la atmósfera de felicidad, sin comprender toda una vida tranquila, despojada de ambición, de cuidados. El ensueño se encuentra en el aire y en el murmullo de las olas; las arenas hablan, son tristes o alegres, doradas o turbias; todo es movimiento alrededor del dueño de esta vida, inmóvil en medio de sus flores vivaces y de sus frutos apetitosos. Un inglés da mil francos para habitar durante seis meses esa humilde casa; pero se compromete a respetar las cosechas: si quiere los frutos, dobla el alquiler; si el vino le apetece, dobla otra vez la suma. ¿Qué vale pues la Granadière, con su rampa, su sendero, su triple terraza, sus dos arpendes de viña, sus balaustradas de rosales floridos, su vieja escalinata, su bomba, sus clemátides desordenadas y sus árboles cosmopolitas? ¡No ofrezcáis precio alguno! la Granadière no estará nunca en venta. Comprada una vez en 1690 y dejada por cuarenta mil francos, como un caballo favorito abandonado por el árabe del desierto, ha permanecido en la misma familia, constituye su orgullo, el joyel patrimonial, el Regente. Ver es poseer, ha dicho un poeta. Desde allí divisáis tres valles de Turena y su catedral suspendida en los aires como una obra de filigrana. ¿Pueden pagarse tales tesoros? ¿Podréis alguna vez pagar la salud que recobráis allá, bajo los tilos?
En la primavera de uno de los más bellos años de la Restauración, una dama, acompañada de su ama de llaves y de dos niños, el menor de los cuales parecía tener ocho años y el otro unos trece, vino a Tours en busca de un alojamiento. Vio la Granadière y la alquiló. Quizá la distancia que la separaba de la ciudad la decidió a alojarse allí. El salón le sirvió de dormitorio, puso a cada niño en una de las piezas del primer piso y el ama de llaves se acostó en un pequeño gabinete arreglado encima de la cocina. El comedor convirtiose en el salón común de la pequeña familia y en el recibidor. La casa fue amueblada con luda sencillez, pero con gusto; no hubo nada inútil ni nada que denotase el lujo. Los muebles escogidos por la desconocida eran de nogal, sin adorno alguno. La limpieza, la armonía que reinaba entre el interior y el exterior de la vivienda constituyeron todo su atractivo.
a la cintura por una cinta de muaré, y por encima, a modo de chal, una pañoleta de batista de ancha orilla, cuyos dos extremos pasaban negligentemente por su cintura. Calzada con un cuidado que revelaba el hábito de la elegancia, llevaba unas medias de seda gris que completaban el tono de luto esparcido por este modo de vestir convencional. Finalmente su sombrero, de forma inglesa e invariable, era de tela gris y adornada con un velo negro. Parecía de una debilidad extrema y muy doliente. Su único paseo consistía en ir de la Granadière al puente de Tours, o, cuando la tarde era tranquila, iba con los dos niños a respirar el aire fresco del Loira y admirar los efectos producidos por el sol poniente en aquel paisaje tan vasto como el de la bahía de Nápoles o el del lago de Ginebra. Durante el tiempo que permaneció en la Granadière, sólo dos veces fue a Tours: la primera, para pedirle al director del colegio que le indicase los mejores maestros de latín, de matemáticas y de dibujo; la segunda para determinar con las personas que le fueron indicadas el precio de sus lecciones, o bien las horas en que podrían darse tales lecciones a sus hijos. Pero era suficiente que apareciera una o dos veces a la semana, por la noche, en el puente, para excitar el interés de casi todos los habitantes de la ciudad, que se paseaban por él habitualmente. Sin embargo, a pesar de la especie de espionaje inocente que crean en provincias la ociosidad y la inquieta curiosidad de las buenas sociedades, nadie pudo obtener informes ciertos acerca del rango que la desconocida ocupaba en el mundo, ni sobre su fortuna, ni siquiera sobre su verdadero estado. Únicamente la dueña de la Granadière dijo a algunos de sus amigos el apellido, sin duda verdadero, bajo el cual la desconocida había hecho su contrato de arriendo. Llamábase Augusta Willemsens, condesa de Brandon. Este nombre debía de ser el de su marido. Más tarde, los últimos acontecimientos de esta historia confirmaron la veracidad de esta revelación; pero sólo tuvo publicidad en el mundo de los comerciantes frecuentado por el propietario. Así, la señora Willemsens continuó siendo un misterio para las personas de la buena sociedad, y todo cuanto les permitió adivinar en ella fue un carácter distinguido, unas maneras sencillas, deliciosamente naturales, y un so-+++
Fue, pues, muy difícil saber si la señora Willemsens (apellido que adoptó la forastera) pertenecía a la rica burguesía, a la alta aristocracia o a ciertas clases equívocas de la especie femenina. Su sencillez daba pie para las conjeturas más contradictorias, pero sus maneras podían confirmar las que le eran favorables. Así, poco después de su llegada a Saint-Cyr, su conducta reservada suscitó el interés de las personas ociosas, acostumbradas a observar en la provincia todo lo que parece ha de animar la estrecha esfera provinciana en que viven. La señora Willemsens era una mujer de estatura bastante alta, delgada, pero de delicadas proporciones. Poseía lindos pies, más notables por la elegancia con que se unían a la pierna que por el hecho de su escaso tamaño, mérito vulgar; luego, unas manos que parecían hermosas bajo el guante. Algunas manchas rojas y movibles aparecían en su blanca piel, en otro tiempo lozana y sonrosada. Unas arrugas precoces surcaban una frente de forma elegante, coronada por hermosos cabellos castaños, bien implantados y siempre dispuestos en dos trenzas circulares, peinado de virgen que armonizaba con su rostro de aire melancólico. Sus ojos negros, hundidos, llenos de un ardor febril, fingían una falsa serenidad; y en ciertos momentos, si olvidaba la expresión que se había impuesto, reflejábanse en ellos secretas angustias. Su rostro ovalado era un poco alargado; pero quizás en otro tiempo la felicidad y la salud le conferían justas proporciones. Una sonrisa fingida, marcada por una dulce tristeza, vagaba habitualmente sobre sus labios pálidos; sin embargo, su boca se animaba y su sonrisa expresaba las delicias del sentimiento maternal cuando los dos niños, que siempre la acompañaban, la miraban o le hacían una de aquellas preguntas inagotables y ociosas que no carecen de sentido para una madre. Su paso era lento y noble. Conservó el mismo modo de vestir y de arreglarse con una constancia que anunciaba la intención formal de no volver a ocuparse de su “toilette” y de olvidarse de la gente, de la cual también quería sin duda verse olvidada. Llevaba un vestido negro muy largo, sujeto +++ nido de voz de una dulzura angelical. Su profunda soledad, su melancolía y su belleza tan apasionadamente oscurecida, incluso medio marchita, poseían tantos encantos, que varios jóvenes se enamoraron de ella; este amor como más sincero, fue menos osado: además, era una mujer impresionante, y resultaba difícil hablar con ella. En fin, si algunos hombres atrevidos le escribieron, sus cartas hubieron de ser quemadas sin haber sido abiertas. La señora Willemsens arrojaba al fuego todas las que recibía, como si hubiera querido pasar el tiempo que duró su estancia en Turena sin la más ligera preocupación. Parecía haber venido a este encantador refugio para entregarse por entero a la dicha de vivir. Los tres maestros a los que fue permitido entrar en la Granadière hablaron con una especie de admiración respetuosa del cuadro conmovedor que ofrecía la unión íntima y sin nubes de aquellos niños y de aquella mujer.
Los dos niños suscitaron igualmente mucho interés, y las madres no podían contemplarlos sin envidia. Los dos se parecían a la señora Willemsens, que era, en efecto, su madre. Poseían tanto el uno como el otro esa tez transparente y aquellos vivos colores, aquellos ojos puros y húmedos, aquellas largas pestañas, aquella lozanía de formas que imprimen tanta belleza a la infancia. El mayor, llamado Luis-Gastón tenía negros los cabellos y una mirada llena de energía. Todo en él denotaba una salud robusta, al igual que su frente ancha y despejada, que parecía revelar un carácter enérgico. Era ágil, natural, no se asombraba de nada, y parecía reflexionar sobre todo lo que veía. El otro, llamado Mario-Gastón era casi rubio, aunque entre sus cabellos hubiese algunos mechones ya cenicientos como el color de su madre. Mario tenía una complexión delgada, la elegancia que tanto cautivaba en la persona de su madre. Parecía enfermizo: sus ojos grises lanzaban una mirada dulce, su color era pálido. Había en él algo femenino. Su madre le hacía llevar aún su cuello bordado, los largos bucles rizados y la pequeña chaqueta adornada con alamares y olivas que reviste al jovencito de una gracia indecible y revela ese afán de adorno tan femenino en el que se complace tanto la madre como, quizás, el niño mismo. Ese lindo vestido formaba contraste con la chaqueta sencilla del mayor, de la cual sobresalía el cuello de la camisa. Los pantalones, los borceguíes, el color de los vestidos eran parecidos y anunciaban tanto a dos hermanos como el parecido que existía entre ambos. Al verlos, era imposible no sentir emoción ante los cuidados que Luis prodigaba a Mario. El mayor tenía para el menor algo de paternal en la mirada; y Mario, a pesar de la despreocupación de la infancia, parecía sentir una extraordinaria gratitud para con Luis. Eran dos florecillas apenas separadas por el pedúnculo, agitadas por la misma brisa, iluminadas por el mismo rayo de sol, la una coloreada, la otra medio marchita. Una palabra, una mirada, una inflexión de voz en su madre, bastaba para hacer que estuvieran atentos, para que volvieran la cabeza, escucharan, oyeran una orden, un ruego, una recomendación y obedeciesen. La señora Willemsens les hacía comprender siempre sus deseos, su voluntad, como si hubiera entre ellos un pensamiento común. Cuando estaban, durante el paseo, ocupados jugando delante de ella, cogiendo una flor, examinando un insecto, ella los contemplaba con una ternura tan profunda, que el transeúnte más indiferente sentíase emocionado, deteníase para ver a los niños, sonreír y saludar a su madre con una mirada amiga. ¿Quién no habría admirado la exquisita pulcritud de sus vestidos, el lindo sonido de su voz, la gracia de sus movimientos, su rostro feliz y la instintiva nobleza que revelaba en ellos una educación esmerada desde la cuna? Aquellos niños parecían no haber gritado ni llorado jamás. Su madre poseía una especie de previsión eléctrica de sus deseos, de sus dolores, previniéndolos, calmándolos sin cesar. Parecía temer más una de sus quejas que su condenación eterna. Todo en aquellos niños era un elogio para su madre; y el cuadro de su triple vida, que parecía una misma vida, hacía nacer unos pensamientos vagos y acariciadores, imágenes de aquella felicidad que soñamos con gozar en un mundo mejor. La vida interior de aquellas tres criaturas tan armoniosas iba a la par con las ideas que uno concebía al verlas: era la vida de orden regular y sencillo, que conviene a la educación de los niños. Los dos se levantaban una hora después de haber amanecido, rezaban ante todo una breve oración, costumbre de su infancia, palabras sinceras, pronunciadas durante siete años en la cama de su madre, empezadas y terminadas entre dos besos. Luego, los dos hermanos, acostumbrados sin duda a aquellos cuidados minuciosos de la persona, tan necesarios para la salud del cuerpo, para la pureza del alma, y que en cierto modo dan la conciencia del bienestar, se arreglaban con tanto esmero como podría hacerlo una linda mujer. No cometían la menor falta, tanto miedo tenían el uno y el otro de un reproche, por muy dulcemente que se lo hiciera su madre, cuando, besándolos, decíales, a la hora de la comida, según las circunstancias: “Angelitos míos, ¿qué habéis hecho para tener tan negras las uñas?”. Los dos bajaban entonces al jardín, sacudían allí las impresiones de la noche en medio del rocío y del fresco aguardando a que el ama hubiera arreglado el salón común, adonde iban a estudiar sus lecciones hasta que su madre se levantaba. Pero ellos espiaban su despertar, aunque no les estuviera permitido entrar en su habitación más que a una hora convenida. Esta irrupción matinal, siempre realizada en contravención al pacto primitivo, era siempre una escena deliciosa tanto para ellos como para la señora Willemsens. Mario saltaba a la cama para rodear con sus brazos el cuerpo de su ídolo, en tanto que Luis, arrodillado a la cabecera, tomaba la mano de su madre. Venían entonces las preguntas inquietas, como las que un amante encuentra para su querida, luego risas de ángeles, caricias a la vez apasionadas y puras, pausas elocuentes, historias infantiles interrumpidas y reanudadas con besos, raramente acabadas, escuchadas siempre…
—¿Habéis trabajado mucho? —preguntaba la madre, pero con una voz dulce y amiga, dispuesta a lamentar la holgazanería como una desgracia, dispuesta a dirigir una mirada humedecida por las lágrimas a aquel que estaba satisfecho de sí mismo.
Sabía que sus hijos estaban animados por el deseo de complacerla; ellos sabían que su madre sólo vivía para ellos, los guiaba por la vida con toda la inteligencia del amor, y les daba todos sus pensamientos, todas sus horas. Un sentido maravilloso, que aún no es ni egoísmo ni razón, que tal vez sea el sentimiento en su candor primero, enseña a los niños si son o no son el objeto de cuidados exclusivos, y si se ocupan de ellos con felicidad. Si los amáis, estas tiernas criaturas, todo franqueza y justicia, son entonces admirablemente agradecidas. Aman con pasión, con celos, poseen las delicadezas más graciosas, hallan las palabras más cariñosas; son confiadas, creen en vosotros a pies juntillas. Así, quizá, no hay malos hijos sin malas madres; ya que el afecto que sienten está siempre en proporción con el que ellos han experimentado, de los primeros cuidados que han recibido, de las primeras palabras que han oído, de las primeras miradas en las que han buscado el amor y la vida. Todo es entonces atractivo o todo es repulsión. Dios ha puesto a los hijos en el seno de la madre para hacerle comprender que han de permanecer en él mucho tiempo. Sin embargo, hay madres cruelmente desconocidas: tiernas y sublimes cariños constantemente desdeñados, horribles ingratitudes que demuestran cuán difícil es establecer principios absolutos en lo que a sentimientos se refiere. No faltaba en el corazón de aquella madre y en los de sus hijos ninguno de los mil lazos que debían unirlos entre sí. Solos en el mundo, vivían la misma vida y se comprendían bien. Cuando, por la mañana, la señora Willemsens permanecía silenciosa, Luis y Mario se callaban respetándolo todo en ella, incluso las ideas que no comprendían. Pero el mayor, dotado de un pensamiento ya muy desarrollado, no se contentaba nunca con que su madre le asegurase que se encontraba bien de salud: estudiaba su rostro con una sombría inquietud, ignorando el peligro, pero presintiéndolo cuando veía alrededor de sus ojos unos tonos violeta, y las rojeces de su rostro más inflamadas aún. Con una sensibilidad verdadera, adivinaba cuando los juegos de Mario empezaban a cansarle, y sabía entonces decirle a su hermano:
—Ven, Mario, vamos a comer, tengo hambre.
Pero al llegar a la puerta, volvíase para captar la expresión del rostro de su madre, que para él encontraba aún una sonrisa; e incluso a menudo corrían las lágrimas por sus mejillas, cuando un gesto de su hijo le revelaba un sentimiento delicado, una precoz comprensión del sufrimiento.
El rato destinado al desayuno de sus hijos y a su recreo lo empleaba la señora Willemsens en su “toilette”; porque tenía coquetería para con sus hijos queridos, quería agradarles, alegrarlos en todo, ser para ellos atractiva como un perfume del que uno nunca se cansaría. Sentíase siempre dispuesta para los repasos de las lecciones, que tenían efecto entre las diez y las tres, pero que eran interrumpidos a mediodía por un segundo desayuno en común en el pabellón del jardín. Después de esta comida, concedíase una hora a los juegos, durante la cual la feliz madre, la pobre mujer permanecía acostada en un largo diván colocado en ese pabellón, desde el cual se descubría aquella dulce Turena incesantemente cambiante, sin cesar rejuvenecida por los mil accidentes del día, del cielo, de la estación. Sus dos hijos trotaban por el huerto, trepaban a las terrazas, corrían tras las lagartijas, ellos mismos agrupados y ágiles como la lagartija; admiraban las semillas, las flores, estudiaban los insectos y de todo querían preguntarle la razón a su madre. Producíanse entonces idas y venidas perpetuas en el pabellón. En el campo, los niños no tienen necesidad de juguetes, todo es para ellos ocupación. La señora Willemsens asistía a las lecciones haciendo tapicería. Permanecía en silencio, sin mirar a los maestros ni a los niños; escuchaba con atención, como tratando de captar el sentido de las palabras y saber de un modo vago si Luis iba aprendiendo; si ponía en un apuro al maestro con una pregunta, ello indicaba un progreso, los ojos de la madre se animaban entonces, sonreía, le dirigía una mirada llena de ilusión. A Mario le exigía poco. Sus esperanzas eran para el mayor, al que atestiguaba una especie de respeto, empleando todo su tacto de mujer y de madre para educarle el alma, para darle una elevada idea de sí mismo. Esta conducta ocultaba un pensamiento secreto que el niño había de comprender un día, y que él comprendió. Después de cada lección, acompañaba a los maestros hasta la primera puerta, y allí les preguntaba concienzudamente cómo iban los estudios de Luis. Era tan afectuosa, que los profesores le decían la verdad, para ayudarla a que hiciese trabajar a Luis en los puntos en que parecía flojear. Llegaba la hora de la comida; luego el juego, el paseo; finalmente, por la tarde, estudiábanse las lecciones.
Tal era su vida, vida uniforme, pero llena, en la que el trabajo y las distracciones felizmente combinadas no dejaban lugar al aburrimiento. El desaliento y las querellas eran imposibles. El amor sin límite de la madre lo hacía todo fácil. Había dado discreción a sus dos hijos no negándoles nunca nada, valor al elogiarles en todo momento, resignación haciendo que advirtieran la necesidad en todas sus formas; había desarrollado, fortalecido su naturaleza angélica con una solicitud de hada. A veces, algunas lágrimas humedecían sus ojos ardientes, cuando, al verlos jugar, pensaba que no le habían dado ningún motivo de pena. Una dicha completa sólo nos hace llorar así porque es una imagen del cielo, del cual todos tenemos vagas percepciones. Pasaba horas deliciosas recostada en su canapé campestre, viendo un día hermoso, una gran extensión de agua, un paisaje pintoresco, oyendo las voces de sus hijos, sus risas constantes, y sus pequeñas riñas en las que se reflejaba su unión, el sentimiento paternal de Luis por Mario y el amor de los dos para con ella. Los dos niños, que durante su primera infancia habían tenido un aya inglesa, hablaban igualmente el francés y el inglés. Así, su madre se servía alternativamente de estas dos lenguas en la conversación. Dirigía admirablemente bien sus almas jóvenes, no dejando penetrar en su entendimiento ninguna idea errónea, en su corazón ningún principio malo. Los gobernaba por medio de la dulzura, sin ocultarles nada, explicándoselo todo. Cuando Luis deseaba leer, ella procuraba darle libros interesantes, pero exactos. Era la vida de los marinos célebres, las biografías de los grandes hombres, de los capitanes ilustres, hallando en los menores detalles de tales libros mil ocasiones para explicarle prematuramente el mundo y la vida; insistiendo en los medios de que se habían valido las personas oscuras, pero realmente grandes, que habían surgido, sin protectores, de las últimas filas de la sociedad, para llegar a nobles destinos. Estas lecciones, que no eran las menos útiles, se daban por la noche cuando el pequeño Mario se dormía sobre las rodillas de su madre, en el silencio profundo, cuando el Loira reflejaba los cielos; pero siempre redoblaban la melancolía de aquella mujer adorable, que acababa por callarse y permanecer inmóvil, con los ojos llenos de lágrimas.
—¿Madre, por qué lloráis? —preguntóle Luis una hermosa tarde del mes de junio, en el momento en que el claroscuro de un atardecer sucedía a un caluroso día.
—Hijo mío —respondió, atrayendo hacia sí por el cuello al niño, cuya emoción oculta la conmovió profundamente—, porque la pobreza de Jameray Duval, que alcanzó fama sin contar con recursos, es la suerte que yo te he dado a ti y a tu hermano. Pronto, querido hijo, estaréis solos en el mundo, sin amparo, sin protección. Os dejaré pequeños aún, y sin embargo quisiera verte bastante instruido para servir de guía a Mario. Y no tendré el tiempo necesario para ello. Os amo demasiado para no sentirme muy desdichada por estas ideas. Queridos, ¡con tal de que no me maldigáis un día!…
—¿Y por qué habría de maldeciros yo, madre?
—Un día, pobre pequeño —le dijo besándole la frente—, te darás cuenta de que cometí errores para con vosotros. Os abandonaré aquí, sin fortuna, sin…
Vaciló.
—Sin padre —añadió.
Al decir estas palabras rompió a llorar, rechazó suavemente a su hijo, que, por una especie de intuición, adivinó que su madre quería quedarse sola y llevóse de allí a Mario medio dormido. Luego, una hora más tarde, cuando su hermano estuvo acostado, Luis volvió con paso discreto hacia el pabellón, donde se hallaba su madre. Oyó entonces estas palabras pronunciadas por una voz que sonaba de un modo delicioso en su corazón:
—¿Vienes, Luis?
El niño se arrojó en brazos de su madre, y se abrazaron casi convulsivamente.
—Querida —le dijo al fin, porque a menudo le daba este nombre, hallando incluso las palabras amorosas demasiado débiles para expresar lo que sentía—; querida, ¿por qué temes morir?
—Estoy enferma, pobre ángel mío; cada día mis fuerzas van menguando, y mi mal no tiene remedio, lo sé bien.
—¿Cuál es, pues, vuestro mal?
—Debo olvidarlo; y tú no debes saber nunca la causa de mi muerte.
El niño permaneció silencioso un instante, lanzando disimuladamente miradas a su madre, que, con los ojos levantados hacia el cielo, contemplaba las nubes. ¡Momento de dulce melancolía! Luis no creía en la muerte inminente de su madre, pero experimentaba la tristeza de la misma sin adivinarla. Respetó aquella larga meditación. De haber sido menos joven, habría leído en aquel rostro sublime algunos pensamientos de arrepentimiento mezclados con recuerdos felices, toda una vida de mujer: una infancia despreocupada, un matrimonio frío, una pasión terrible, flores nacidas en una tormenta, destruidas por el rayo, en un abismo del que nada podía volver.
—Madre querida —dijo finalmente Luis—, ¿por qué me ocultáis vuestros sufrimientos?
—Hijo mío —respondió—, hemos de sepultar nuestras penas a los ojos de los extraños, mostrarles un semblante risueño, nunca hablarles de nosotros, ni ocupamos de ellos: estas máximas practicadas en familia constituyen una de las causas de la felicidad. ¡Llegará un día en que habrás de sufrir mucho! Bien, acuérdate de tu pobre madre, que se moría delante de ti sonriendo continuamente y te ocultaba sus dolores: entonces encontrarás valor para soportar los males de la vida.
En aquel momento, devorando sus lágrimas, trató de revelar a su hijo el mecanismo de la existencia, el valor, la consistencia de las fortunas, las relaciones sociales, los medios honrados de acumular el dinero necesario para la vida y la necesidad de la instrucción. Luego le comunicó una de las causas de su habitual tristeza y de sus lágrimas, diciéndole que al día siguiente de su muerte, él y Mario quedarían en la mayor miseria, sin poseer nada más que una pequeña suma, no teniendo a otro protector más que a Dios.
—¡Cuánto debo esforzarme en aprender! —exclamó el niño, lanzando a su madre una mirada triste y profunda.
—¡Ah, qué dichosa soy! —dijo cubriendo de besos y de lágrimas a su hijo—. ¡Me comprende! Luis —añadió—, tú serás el tutor de tu hermano, ¿verdad?, ¿me lo prometes? ¡Tú ya no eres un niño!
—Sí —respondió—: pero vos no moriréis aún.
—Pobres pequeños —respondió la madre—, ¡el amor que siento por vosotros me sostiene!, además, esta región es tan hermosa, el aire es tan bienhechor, quizá…
—Vos hacéis que aún ame más a Turena —dijo el niño, conmovido.
A partir de aquel día en que la señora Willemsens, previendo su muerte próxima, había hablado a su hijo mayor de lo que iba a ser de ellos, Luis, que había cumplido los catorce años, convirtiose en un niño menos distraído, más aplicado, menos dispuesto que antes a jugar. Sea que supiese persuadir a Mario para que leyese en vez de entregarse a distracciones ruidosas, los dos niños hicieron menos ruido por los senderos, los jardines, las terrazas de la Granadière. Conformaron su vida al pensamiento melancólico de su madre, cuyo semblante palidecía de día en día, cuya frente iba hundiéndose en las sienes, cuyas arrugas iban haciéndose cada noche más profundas.
En el mes de agosto, cinco meses después de haber llegado la pequeña familia a la Granadière, todo había cambiado allí. Observando los síntomas aún ligeros de la lenta enfermedad que minaba el cuerpo de su señora, sostenida solamente por un alma apasionada y un excesivo amor hacia sus hijos, la anciana criada habíase vuelto triste y taciturna: parecía poseer el secreto de aquella muerte prematura. A menudo, cuando su señora, hermosa aún, más coqueta que nunca, se paseaba por la alta terraza, acompañada de sus dos hijos, la vieja Anita pasaba la cabeza por entre las dos sabinas de la bomba, olvidándose de la labor que había comenzado y apenas podía contener las lágrimas al ver a una señora Willemsens tan poco parecida a la encantadora mujer que había conocido.
Aquella linda casa, al principio tan alegre, tan animada, parecía haberse vuelto triste; estaba silenciosa, los habitantes salían raras veces de ella; la señora Willemsens no podía ya ir a pasear al puente de Tours sin realizar grandes esfuerzos. Luis, cuya imaginación habíase desarrollado de pronto, y que se había identificado, por así decirlo, con su madre, habiendo adivinado la fatiga y los dolores bajo el carmín de sus mejillas, inventaba siempre pretextos para no dar un paseo que se había hecho demasiado largo para su madre. Las parejas alegres que entonces iban a Saint-Cyr, la pequeña Courtille de Tours, y los grupos de paseantes veían por la tarde a aquella mujer pálida y demacrada, enlutada, medio consumida, pero aún hermosa, que pasaba como un fantasma a lo largo de las terrazas. Los grandes sufrimientos se adivinan. La casa del hortelano habíase vuelto silenciosa. A veces el campesino, su mujer y sus dos hijos se hallaban formando grupo a la puerta de la cabaña: Anita lavaba en el pozo; la señora y sus niños estaban bajo el pabellón; pero no se oía el menor ruido en aquellos amenos jardines; y sin que la señora Willemsens se diera cuenta de ello, todos los ojos enternecidos la contemplaban. ¡Era tan buena, tan previsora, tan impresionante para aquellos que se le acercaban! En cuanto a ella, desde que había empezado el otoño, tan bello, tan brillante en Turena, y cuyas bienhechoras influencias, las uvas, los buenos frutos habían de prolongar la vida más allá del plazo fijado por los estragos de una enfermedad desconocida, no veía más que a sus hijos, y gozaba a cada instante de ellos como si hubiera sido el último.
Desde el mes de junio hasta fines de septiembre, Luis trabajó durante la noche sin que su madre lo supiese, y realizó enormes progresos; había llegado a las ecuaciones de segundo grado en álgebra, había aprendido la geometría descriptiva, dibujaba maravillosamente bien: en fin, habría podido salir airoso del examen impuesto a los jóvenes que quieren ingresar en la Escuela politécnica. A veces, por la tarde, iba a pasear por el puente de Tours, donde había encontrado a un teniente de navío puesto a medio sueldo; la cara varonil, la condecoración, el aire de aquel marino del Imperio habían actuado sobre su imaginación. Por su parte, el marino había cobrado afecto a aquel joven cuyos ojos destellaban energía. Luis, ávido de relatos militares y sintiendo una gran curiosidad, quería siempre hablar con el marino. El teniente tenía como amigo y compañero a un coronel de infantería, proscrito como él de los cuadros del ejército; Luis podía, pues, aprender sucesivamente la vida de los campamentos y la vida de los barcos. Así, abrumaba a preguntas a los dos militares. Luego, después de haberse identificado con sus desgracias y con su ruda existencia, pidió permiso a su madre para viajar por el cantón para distraerse. Ahora bien, como los maestros, asombrados, le decían a la señora Willemsens que su hijo trabajaba demasiado, ella acogió esta petición con un placer inmenso. El niño hacía entonces largas caminatas. Queriendo endurecerse contra la fatiga, trepaba a los árboles más altos con increíble agilidad; aprendía a nadar; velaba. Ya no era el mismo niño, era un joven en cuyo rostro el sol había impreso su color bronceado y en el que aparecía ya cierto pensamiento profundo.
Llegó el mes de octubre, la señora Willemsens ya no podía levantarse más que a mediodía, cuando los rayos del sol, reflejados por las aguas del Loira y concentrados en las terrazas, producían en la Granadière aquella temperatura igual a la de los cálidos y tibios días de la bahía de Nápoles, que hacen que los médicos de la región las recomienden a sus enfermos. Entonces iba a sentarse bajo uno de los verdes árboles, y sus hijos no se apartaban de ella. Cesaron los estudios, los maestros fueron despedidos. Los hijos y la madre quisieron vivir en el corazón los unos de los otros, sin preocupaciones, sin distracciones. Ya no había llanto ni gritos alegres. El mayor, recostado sobre la hierba junto a su madre, permanecía bajo la mirada de ésta como un amante, y le besaba los pies. Mario, inquieto, iba a coger flores para ella, se las traía con aire triste, y se levantaba sobre la punta de sus pies para tomar en sus labios un beso de la joven. Aquella mujer blanca, de grandes ojos negros, abatida, lenta en sus movimientos, sin quejarse jamás, sonriendo a sus dos hijos, que gozaban de buena salud, formaba un cuadro sublime al que no faltaban ni las pompas melancólicas del otoño con sus hojas amarillentas y sus árboles medio desnudos, ni la claridad suavizada del sol y las blancas nubes del cielo de Turena.
Finalmente, la señora Willemsens fue condenada por un médico a permanecer en su habitación. Ésta, cada tarde, se embellecía con sus flores preferidas, y sus hijos permanecían en ella. En los primeros días de noviembre tocó el piano por última vez. Encima del piano había un paisaje de Suiza. Desde la ventana, sus dos hijos, juntos, le mostraron sus cabezas confundidas. Sus miradas iban entonces constantemente de sus hijos al paisaje y del paisaje a sus hijos. Su rostro se coloreó, sus dedos corrían con pasión sobre las teclas de marfil. Fue su última fiesta, fiesta desconocida, fiesta célebre en las profundidades de su alma por el genio de los recuerdos. Llegó el médico y le mandó que guardase cama. Esta sentencia terrible fue acogida con un silencio lleno de estupefacción por la madre y por los dos hijos.
■ Cuando el médico se fue:
—Luis —dijo la madre—, acompáñame a la terraza, quiero ver una vez más el paisaje.
Al oír estas palabras, dichas con sencillez y naturalidad, el niño dio el brazo a su madre y la llevó a la terraza. Los ojos se dirigieron, quizás involuntariamente, más hacia el cielo que hacia la tierra; pero habría sido difícil decidir en aquel momento dónde estaban los más hermosos paisajes, porque las nubes representaban vagamente los glaciares más majestuosos de los Alpes. Su frente se arrugó violentamente, sus ojos adquirieron una expresión de dolor y de remordimiento, cogió las dos manos de sus hijos y las apoyó sobre su corazón violentamente agitado:
—¡Padre y madre desconocidos! —exclamó lanzándoles una mirada profunda—. ¡Pobres ángeles! ¿Qué será de vosotros? Luego, a los veinte años, ¿qué severas cuentas no me pediréis de mi vida y de la vuestra?
Apartó suavemente a sus hijos, puso ambos codos en la balaustrada, ocultó el rostro entre las manos y permaneció allí, sola consigo misma, temiendo dejarse ver. Cuando despertó de su dolor, encontró a Luis y a Mario arrodillados a su lado como dos ángeles; espiaban sus miradas y los dos le sonreían dulcemente.
—¡Que no pueda llevarme esa sonrisa! —dijo secándose las lágrimas.
Volvió a entrar para acostarse, y no habría de salir de la cama más que para ser colocada en el ataúd.
Transcurrieron ocho días, ocho días muy parecidos unos a otros. La vieja Anita y Luis permanecían, turnándose, durante la noche, al lado de la señora Willemsens, con sus ojos clavados en los de la enferma. A todas horas era ese drama profundamente trágico, y que tiene lugar en todas las familias cuando se teme, a cada respiración demasiado fuerte de un enfermo adorado, que sea el último aliento. Al quinto día de esta fatal semana, el médico prohibió las flores. Las ilusiones de la vida iban esfumándose una tras otra.
A partir de aquel día, Mario y su hermano encontraron fuego en sus labios cuando iban a besar la frente de su madre. Finalmente, el sábado por la tarde, no pudiendo la señora Willemsens soportar ningún ruido, fue preciso dejar la habitación en desorden. Esta falta de cuidados fue un comienzo de agonía para aquella mujer elegante. Luis no quería separarse de su madre. Durante la noche del domingo, a la luz de una lámpara y en medio del silencio más profundo, Luis, que creía que su madre estaba amodorrada, vio cómo apartaba la cortina con una mano blanca y temblorosa.
—¡Hijo mío! —dijo.
El acento de la moribunda fue tan solemne, que su poder, procedente de un alma agitada, reaccionó violentamente en el ánimo del niño, el cual sintió un tremendo calor en la médula de los huesos.
—¿Qué quieres, madre?
—Escúchame bien. Mañana todo habrá terminado para mí. Ya no volveremos a vernos. Mañana tú serás un hombre, hijo mío. Estoy, pues, obligada a realizar algunas disposiciones que constituyan un secreto entre los dos. Toma la llave de mi mesita. Bien. Abre el cajón. Encontrarás a la izquierda dos papeles sellados. En uno verás escrito: LUIS; en el otro: MARIO.
—Aquí están, madre.
—Hijo querido, son las partidas de vuestro nacimiento; os serán necesarias. Se las darás a Anita para que las guarde, que os las devolverá cuando las necesitéis. Ahora —añadió—, ¿no hay en el mismo sitio un papel sobre el cual he escrito unas líneas?
—Sí, madre.
Y Luis, empezando a leer: María Willemsens, nacida en…
—Basta —dijo la madre vivamente—. No prosigas. Cuando haya muerto, hijo mío, entregarás también ese papel a Anita y dirás que vaya a depositarlo a la alcaldía de Saint-Cyr, donde debe servir para que se levante con exactitud mi acta de definición. Toma lo necesario para escribir lo que voy a dictarte.
Cuando vio a su hijo preparado para escribir y que volvía el rostro hacia ella para escuchar sus palabras, le dijo con voz sosegada:
“Señor conde, vuestra esposa, lady Brandon, ha muerto en Saint-Cyr, cerca de Tours, departamento de Indra-y-Loira. Os ha perdonado."
—Firma…
Se detuvo, indecisa, agitada.
—¿Sufrís todavía más? —inquirió Luis.
Suspiró, y luego dijo:
—Cierra la carta y escribe en el sobre la siguiente dirección: Lord Brandon, Brandon Square, Hyde Park. Londres. Inglaterra. Bien —añadió—, el día de mi muerte harás franquear esta carta en Tours. Y ahora —dijo después de una pausa— toma la pequeña cartera que conoces, y ven junto a mí, hijo querido… Ahí encontrarás —repuso cuando Luis estuvo otra vez sentado— doce mil francos. Os pertenecen. ¡Ay!, habríais sido ricos si vuestro padre…
—¡Mi padre! —exclamó el niño—. ¿Dónde está?
—Muerto —dijo la joven apoyando un dedo sobre sus labios—, muerto para salvarme la honra y la vida.
Levantó los ojos al cielo. Habría llorado, si hubiera tenido aún lágrimas para derramar.
—Luis —repuso—, juradme solemnemente que olvidaréis lo que habéis escrito y lo que os he dicho.
—Sí, madre.
—Dame un beso, ángel mío.
Hizo una pausa larga, como para cobrar valor y medir las palabras conforme a las fuerzas que le quedaban.
—Escucha. Esos doce mil francos son toda vuestra fortuna; es preciso que los guardes encima de ti, porque, cuando yo haya muerto, vendrán personas de la justicia y cerrarán todo, lo que hay aquí. Nada os pertenecerá entonces, ni siquiera vuestra madre. Y no tendréis más remedio, pobrecillos huérfanos, que marcharos, ¡Dios sabe adonde! He asegurado el porvenir de Anita. Tendrá cien escudos todos los años, y sin duda se quedará en Tours. Pero ¿qué haréis tú y tu hermano?
Se incorporó en su asiento y miró al niño, que, con la frente inundada de sudor, pálido de emoción, con los ojos medio velados por las lágrimas, permanecía de pie ante su lecho.
—Madre —repuso con voz profunda—, ya he pensado en ello. Llevaré a Mario al colegio de Tours. Daré diez mil francos a Anita diciéndole que los guarde y que vele por mi hermano. Luego, con los cien luises que me queden, ir a Brest y me embarcaré como soldado de marina. Mientras Mario estará estudiando, yo llegaré a ser teniente de navío. En fin, muere tranquila, madre mía. Yo regresaré rico, haré que mi hermano ingrese en la Escuela politécnica o bien lo guiaré de acuerdo con sus gustos.
Un brillo de alegría animó los ojos medio apagados de la madre, dos lágrimas brotaron de ellos, y rodaron por sus inflamadas mejillas; luego, un profundo suspiro se escapó de sus labios y estuvo a punto de morir de un acceso de alegría al encontrar el alma del padre en la de su hijo convertido en un hombre de improviso.
—Ángel del cielo —le dijo llorando—, has borrado con una palabra todos mis dolores. ¡Ah! ¡Soy capaz de sufrir! ¡Es mi hijo —añadió—, yo hice, yo he criado a ese hombre!
Y levantó las manos al cielo y las unió como para expresar una alegría sin límites; luego volvió a acostarse.
—¡Madre, palidecéis! —exclamó el niño.
—Hay que ir a buscar un sacerdote —respondió con voz moribunda.
Luis fue a despertar a la vieja Anita, la cual, asustada, corrió a la parroquia de Saint-Cyr.
Por la mañana, la señora Willemsens recibió los sacramentos en medio del más profundo fervor. Sus hijos, Anita y la familia del hortelano, gente sencilla que era ya como de la familia, estaban arrodillados. La cruz de plata, llevada por un monaguillo, un monaguillo de pueblo, se elevaba delante de la cama, y un anciano sacerdote administraba el viático a la madre moribunda. ¡El viático! Palabra sublime, idea aún más sublime que la palabra, y que solamente posee la religión apostólica de la Iglesia romana.
—¡Esa mujer ha sufrido mucho! —dijo el viejo cura en su lenguaje sencillo.
María Willemsens ya no oía, pero sus ojos permanecían clavados en sus dos hijos. Cada uno de ellos, presa de terror, escuchaba con el más profundo silencio la respiración de la moribunda, ya cada vez más lenta y fatigosa. Luego, a intervalos, un suspiro profundo anunciaba aún la vida revelando una lucha interior. Al fin, la madre dejó de respirar. Todos rompieron a llorar, menos Mario. El pobre niño todavía era demasiado pequeño para comprender la muerte. Anita y la hortelana cerraron los ojos de aquella adorable criatura, cuya belleza reapareció entonces con todo su esplendor. Despidieron a todo el mundo, quitaron los muebles de la habitación, pusieron a la muerta en su mortaja, la acostaron, encendieron cirios alrededor de la cama, dispusieron la pila del agua bendita, la rama de boj y el crucifijo, siguiendo la costumbre del país, cerraron los postigos, tendieron las cortinas; más tarde el vicario fue a pasar la noche rezando con Luis, que no quiso abandonar a su madre. El martes por la mañana tuvo efecto el entierro. La anciana, los dos niños, acompañados de la hortelana, fueron los únicos que siguieron al cadáver de una mujer cuya inteligencia, belleza y elegancia habían gozado de fama europea, y cuyo entierro en Londres habría constituido una noticia registrada en los periódicos, una especie de solemnidad aristocrática, si no hubiera cometido el más dulce de los crímenes, un crimen que todavía se castiga en este mundo, para que los ángeles perdonados entren en el cielo. Cuando fue echada la tierra sobre el ataúd de su madre, Mario lloró, comprendiendo entonces que no volvería a verla jamás.
Una sencilla cruz de madera, plantada en la tumba, lleva esta inscripción debida al cura de Saint-Cyr:
Aquí yace
UNA MUJER DESVENTURADA
fallecida a los treinta y seis años
LLAMADA AUGUSTA EN LOS CIELOS
¡Rogad por ella!
Cuando todo hubo terminado, los dos niños volvieron a la Granadière, lanzaron una última mirada a la casa, luego, cogidos de la mano, dispusiéronse a abandonarla con Anita, confiándolo todo a los cuidados del hortelano, y encargándole que respondiese a la justicia.
Fue entonces cuando la vieja criada llamó a Luis, lo llevó aparte y le dijo:
—Señor Luis, ahí tenéis el anillo de la señora.
El niño se echó a llorar, emocionado al volver a encontrar un vivo recuerdo de su madre muerta. Dio un beso a la anciana. Luego, los tres se alejaron por el sendero, bajaron la rampa y dirigiéronse a Tours sin volver la cabeza.
—Mamá venía por allá —dijo Mario al llegar al puente.
Anita tenía una vieja prima, antigua costurera retirada en Tours, calle de la Guerche. Llevó a los dos niños a la casa de su parienta, con la cual pensaba vivir. Pero Luis le comunicó sus proyectos, le entregó el acta de nacimiento de Mario y los diez mil francos; al día siguiente, acompañado de la anciana sirvienta, llevó a su hermano al colegio. Puso al director al corriente de su situación, pero en forma muy sucinta, y salió llevando a su hermano hasta la puerta. Allí le hizo solemnemente las recomendaciones más cariñosas, anunciándole su soledad en el mundo; y después de haber contemplado al niño por espacio de un instante, lo besó, volvió a mirarlo, secose una lágrima y partió, volviéndose varias veces para contemplar hasta el último momento a su hermanito, que había permanecido en el umbral del colegio.
Un mes después, Luis se hallaba a bordo de un barco del Estado y partía de la rada de Rochefort. Apoyado en la borda de la corbeta Iris, contemplaba las costas de Francia, que huían rápidamente y se desvanecían en la línea azulada del horizonte. Pronto se encontró solo y perdido en la inmensidad del océano, solo y perdido como se hallaba en medio del mundo y de la vida.
—¡No hay que llorar, muchacho! Hay un Dios para todo el mundo —díjole un viejo marinero con voz ruda y agradable al mismo tiempo.
El niño dio las gracias a aquel hombre con una mirada llena de orgullo. Luego bajó la cabeza, resignándose a la vida de los marinos. Ahora podía considerar que se había convertido en el padre de su hermanito.
Angulema, agosto de 1832.