Existe en Douai en la calle de París una casa cuya fisonomía, distribución interior y detalles han conservado, más que los de ninguna otra mansión, el carácter de las antiguas construcciones flamencas, tan ingenuamente adaptadas a las costumbres patriarcales; pero antes de describirla, acaso convenga en interés de los escritores dejar sentada la necesidad de esas preparaciones didácticas contra las que protestan ciertas personas ignorantes y voraces que desean emociones sin soportar sus principios generadores, la flor sin la semilla, la criatura sin la gestación. ¿Habría de exigírsele, pues, al Arte que sea más fuerte que la Naturaleza?
Los acontecimientos de la vida humana, ya sea pública o privada, aparecen tan íntimamente ligados a la arquitectura, que la mayoría de los observadores pueden reconstruir las naciones o los individuos en toda la verdad de sus costumbres, según los restos de sus monumentos públicos o mediante el examen de sus reliquias domésticas. La arqueología es a la naturaleza social lo que la anatomía comparada a la naturaleza organizada. Un mosaico revela toda una sociedad, al igual que el esqueleto de un ictiosaurio entraña toda una creación. En una y otra parte, todo se deduce, todo se encadena. La causa permite adivinar un efecto, como cada efecto permite remontarse a una causa. El sabio resucita hasta las verrugas de los tiempos pasados. De ahí sin duda el prodigioso interés que inspira una descripción arquitectónica cuando la fantasía del escritor no distorsiona sus elementos; ¿acaso no puede todo el mundo relacionarla con el pasado mediante severas deducciones? Y, para el hombre, el pasado guarda singular semejanza con el futuro: ¿contarle lo que fue no equivale casi siempre a decirle lo que será? En definitiva, raro es que la descripción de los lugares en que transcurre la vida no recuerde a cada cual sus deseos traicionados o sus esperanzas en flor. La comparación entre un presente que burla las apetencias secretas y el futuro que puede hacerlas realidad constituye inagotable fuente de melancolía o de gratas satisfacciones. Por eso resulta poco menos que imposible no experimentar una especie de ternura ante la pintura de la vida flamenca, cuando sus accesorios aparecen bien expresados. ¿Por qué? Quizá sea, entre las distintas existencias, la que mejor entraña las incertidumbres del hombre. Danse en ella todas las fiestas, todas las relaciones familiares, un opulento desahogo que atestigua la continuidad del bienestar, un descanso que semeja beatitud; pero refleja sobre todo el sosiego y la monotonía de una felicidad cándidamente sensual en la que el goce ahoga el deseo anticipándose siempre a él. Cualquiera que sea el precio que conceda el hombre apasionado a las turbulencias de los sentimientos, jamás contempla sin emoción las imágenes de esa naturaleza social en la que los latidos del corazón están tan bien regulados que la gente superficial la acusa de frialdad. La multitud prefiere por lo común la fuerza anormal que desborda a la fuerza equilibrada que perdura. La multitud no tiene tiempo ni paciencia para percibir el inmenso poder oculto tras una apariencia uniforme. Y así, para sorprender a esa multitud arrastrada por la corriente de la vida, la pasión, al igual que el gran artista, se ve obligada a rebasar el objetivo, como hicieran Miguel-Ángel, Bianca Capello, la señorita de La Vallière, Beethoven y Paganini. Únicamente los grandes calculadores piensan que nunca hay que ir más allá del objetivo, y sólo respetan la virtualidad impresa en una perfecta ejecución que confiere a toda obra esa honda serenidad cuyo hechizo captan los hombres superiores. Pues bien, la vida adoptada por ese pueblo esencialmente ahorrador se ajusta perfectamente a las condiciones de felicidad con que sueñan las masas para la vida ciudadana y burguesa.
La más exquisita materialidad aparece impresa en todas las costumbres flamencas. El confort inglés presenta tintes secos, tonalidades duras; en cambio, en Flandes, el viejo interior de los hogares deleita la vista por sus colores suaves, por una llaneza auténtica; sugiere el trabajo sin fatiga; la pipa evidencia una grata aplicación del far niente napolitano; refleja asimismo un sentimiento apacible del arte, su condición más necesaria, la paciencia, y el elemento que hace que sus creaciones sean duraderas, la conciencia. El carácter flamenco radica en esas dos palabras, paciencia y conciencia, que parecen excluir los ricos matices de la poesía y transmitir a las costumbres de ese país la misma falta de relieve que sus anchas llanuras, tan frías como su brumoso cielo. Pero nada más lejos. La civilización ha desplegado allí todo su poder modificándolo todo, aun los efectos del clima. Si observamos con atención las obras de los distintos países del globo, nos sorprende de entrada observar los colores grises y pardos especialmente asignados a las producciones de las zonas templadas, en tanto que los colores más esplendorosos distinguen las de los países cálidos. Las costumbres han de adaptarse necesariamente a esa ley de la naturaleza. Flandes, que otrora fue esencialmente pardo y abocado a tintes uniformes, halló el modo de hacer refulgir su atmósfera fuliginosa merced a las vicisitudes políticas que la sometieron sucesivamente a borgoñones, españoles y franceses, y que la hicieron confraternizar con alemanes y holandeses. De España, conservó el lujo de los escarlatas, los brillantes rasos, las tapicerías de vigorosos efectos, las plumas, las mandolinas y las corteses maneras. De Venecia, heredó, a cambio de sus telas y encajes, esa fantástica cristalería en la que el vino reluce y parece mejor. De Austria, ha conservado esa morosa diplomacia que, según un dicho popular, se anda con pies de plomo. El comercio con las Indias le ha legado los inventos grotescos de China y las maravillas del Japón. No obstante, pese a su paciencia en amasarlo todo, en no devolver nada, en soportarlo todo, Flandes tan sólo podía ser considerado como el almacén general de Europa hasta el momento en que el descubrimiento del tabaco soldó con el humo los diseminados rasgos de su fisonomía nacional. Desde entonces, a pesar de las particiones de su territorio, el pueblo flamenco existió en virtud de la pipa y la cerveza.
Tras haber asimilado, por la constante economía de su conducta, las riquezas e ideas de sus señores o vecinos, este país, de natural tan apagado y carente de poesía, se creó una vida original y unas costumbres peculiares, sin, al parecer, pecar de servilismo. El Arte se despojó de todo idealismo para reproducir únicamente la forma. No le pidáis, pues, a esa patria de la poesía plástica ni la inspirada locuacidad de la comedia, ni la acción dramática, ni las inflamadas audacias de la epopeya o de la oda, ni el genio musical; en cambio, es fértil en descubrimientos, en discusiones doctorales que requieren tiempo y lámpara. Todo aparece marcado con el sello del goce temporal. Allí el hombre ve exclusivamente lo que es, su pensamiento se inclina tan escrupulosamente a servir las necesidades de la vida que en obra alguna se ha lanzado más allá del mundo real. La única idea de futuro concebida por ese pueblo fue una suerte de economía en política, su fuerza revolucionaria arrancó del deseo doméstico de tener campo libre en la mesa y de pasar agradables ratos bajo el alero de sus steedes. La conciencia del bienestar y el espíritu de independencia que inspira la fortuna engendraron, allí antes que en lugar alguno, ese afán de libertad que más adelante fermentó en Europa. Y así, la constancia en sus ideas y la tenacidad que transmite la educación a los flamencos los convirtió antaño en hombres de armas tomar en la defensa de sus derechos. Nada, pues, en ese pueblo se ejecuta a medias, ni las casas, ni los muebles, ni el dique, ni la cultura, ni la revolución. Y así, conserva el monopolio de cuanto emprende. La fabricación del encaje, obra de paciente agricultura y de más paciente industria, la de su tela son hereditarias como sus fortunas patrimoniales. Si hubiese que describir la constancia bajo su forma humana más pura, acaso atinásemos tomando el retrato de un buen burgomaestre de los Países Bajos, capaz, como tantos casos se han dado, de morir burguesamente y sin pena ni gloria por los intereses de su hansa. Pero las entrañables poesías de esa vida patriarcal aparecerán espontáneamente en la descripción de una de las últimas casas que, en los tiempos en que comienza esta historia, conservaban aún su carácter en Douai.
De todas las ciudades del departamento del Norte, Douai es, por desgracia, la que más se moderniza, donde el sentimiento innovador ha hecho más rápidas conquistas, donde más ha prendido el amor al progreso social. Día a día, desaparecen las vetustas construcciones, se desvanecen las viejas costumbres. En Douai reinan el tono, las modas, las maneras de París; y de la antigua vida flamenca, los douaisienses muy pronto sólo conservarán la cordialidad de los cuidados hospitalarios, la cortesía española, la riqueza y la limpieza de Holanda. Los palacios de piedra blanca habrán sustituido a las casas de ladrillo. La opulencia de las formas bátavas habrá cedido ante la cambiante elegancia de las novedades francesas.
La casa en donde se desarrollaron los acontecimientos de esta historia se halla hacia la mitad de la calle de París y, desde hace más de doscientos años, ostenta en Douai el nombre de Casa Claës. Los Van Claës fueron en otro tiempo una de las más famosas familias de artesanos a las que los Países Bajos debieron, en varios productos, una supremacía comercial que han conservado. Durante mucho tiempo los Claës fueron en la ciudad de Gante, de padres a hijos, los jefes del poderoso gremio de Tejedores. A raíz de la sublevación de esta gran ciudad contra Carlos Quinto, quien quería abolir sus privilegios, el más rico de los Claës se comprometió hasta tal punto que, previendo una catástrofe y obligado a compartir la suerte de sus compañeros, mandó secretamente bajo protección de Francia a su mujer, hijos y riquezas, antes de que invadiesen la ciudad las tropas del emperador. Las previsiones del síndico de los tejedores resultaron acertadas. Al igual que muchos otros burgueses, fue excluido de la capitulación y colgado como rebelde, cuando era en realidad el defensor de la independencia gantesa. La muerte de Claës y sus acompañantes dio sus frutos. Tiempo después, aquellos inútiles suplicios costaron al rey de las Españas la mayor parte de sus posesiones en los Países Bajos. De todas las semillas confiadas a la tierra, la sangre derramada es la que proporciona más pronta cosecha. Cuando Felipe II, que castigó la revuelta hasta la segunda generación, extendió sobre Douai su férreo cetro, los Claës conservaron sus cuantiosos bienes aliándose con la nobilísima familia de los Molina, cuya rama primogénita, pobre a la sazón, pasó a ser lo bastante rica como para comprar el condado de Nourho que poseía sólo titularmente en el reino de León.
A comienzos del siglo diecinueve, tras una serie de vicisitudes cuya exposición carecería de interés, la familia Claës estaba representada, en la rama establecida en Douai, por la persona de Balthazar Claës-Molina, conde de Nourho, quien prefería ser llamado sencillamente Balthazar Claës. De la inmensa fortuna amasada por sus antepasados que daban quehacer a un millar de oficios, conservaba Balthazar unas quince mil libras de renta en bienes raíces en el distrito de Douai, así como la casa de la calle de París cuyo mobiliario valía por lo demás una fortuna. Por lo que atañe a las posesiones del reino de León, habían sido objeto de un litigio entre los Molina de Flandes y la rama de dicha familia que había permanecido en España. Los Molina de León obtuvieron las posesiones y tomaron el título de condes de Nourho, si bien sólo tenían derecho a ostentarlo los Claës; pero la vanidad de la burguesía belga superaba a la altivez castellana. Y así, cuando se instauró el Estado civil, Balthazar Claës dejó a un lado los harapos de su nobleza española en pro de su gran ilustración gantesa. Tan arraigado está el sentimiento patriótico en las familias exiliadas que hasta los últimos días del siglo dieciocho permanecieron fieles los Claës a sus tradiciones, costumbres y usanzas. Tan sólo emparentaban con familias de la más pura burguesía; exigían un cierto número de regidores y de burgomaestres por parte de la novia, para admitirla en su familia. Incluso iban a reclutar a sus mujeres a Brujas o a Gante, a Lieja o a Holanda, a fin de perpetuar las costumbres de su hogar doméstico. En las postrimerías del siglo pasado, su sociedad, cada vez más restringida, se limitaba a siete u ocho familias de la nobleza parlamentaria cuyas costumbres, cuya toga de anchos pliegues, cuya magistral gravedad en parte española, se avenían con sus hábitos. Los habitantes de la ciudad profesaban una suerte de religioso respeto a aquella familia, que constituía para ellos como un prejuicio. La constante integridad, la lealtad sin tacha de los Claës, su inconmovible decoro, los convertían en una superstición tan inveterada como la de la fiesta de Gayant,[1] y bien expresada por ese nombre de Casa Claës. Se respiraba por entero el espíritu del antiguo Flandes en aquella mansión, que brindaba a los aficionados a las antigüedades burguesas el prototipo de las modestas casas que se construyó la rica burguesía durante la Edad Media.
El principal ornamento de la fachada lo constituía una puerta con dos batientes de roble guarnecidos de clavos dispuestos al tresbolillo, en cuyo centro los Claës habían mandado esculpir por orgullo dos lanzaderas acopladas. El vano de dicha puerta, edificado con piedra arenisca, terminaba en una cintra puntiaguda que soportaba una pequeña linterna rematada por una cruz en la que se veía una estatuilla de santa Genoveva hilando su rueca. Pese a haber depositado el tiempo su pátina en las delicadas labores de aquella puerta y de la linterna, el exquisito celo con que las cuidaban los moradores de la casa permitía a los viandantes captar todos su detalles. Y así, el marco, compuesto de columnillas ensambladas, conservaba un color gris oscuro y brillaba como si estuviese barnizado. A ambos lados de la puerta, en la planta baja, se abrían dos ventanas semejantes a todas las de la casa. Su marco de piedra blanca aparecía rematado bajo el antepecho por una concha profusamente adornada, y arriba por dos arcos separados por el montante de la cruz que dividía la vidriera en cuatro partes desiguales, ya que el travesaño, dispuesto a la altura precisa para formar una cruz, daba a los dos lados inferiores de la ventana una dimensión casi doble que las de las partes superiores redondeadas por sus cintras. El doble arco quedaba realzado por tres hileras de ladrillos que avanzaban una sobre otra y en las que cada ladrillo salía o entraba cosa de una pulgada para formar una greca. Los vidrios, pequeños y en forma de rombo, se engastaban en finísimas varillas de hierro pintadas de rojo. Las paredes, de ladrillos fijados con argamasa blanca, estaban reforzadas a trechos regulares y en los ángulos por cadenas de piedra. En el primer piso se abrían cinco ventanas; el segundo únicamente tenía tres, y el granero recibía la luz a través de una amplia abertura redonda con cinco compartimientos, orlada de arenisca, y situada en medio del frontón irregular que describía el aguilón, como el rosetón en la portada de una catedral. En el remate se elevaba, a modo de veleta, una rueca cargada de lino. Los dos lados del gran triángulo que formaba la pared del aguilón estaban recortados a escuadra por unos a modo de escalones hasta el coronamiento del primer piso, donde, a derecha e izquierda de la casa, caían las aguas pluviales expulsadas por el hocico de un animal fabuloso. Al pie de la casa, una hilada de arenisca simulaba un peldaño. Por fin, postrer vestigio de las antiguas costumbres, a cada lado de la puerta, entre las dos ventanas había en la calle una trampa guarnecida con amplias tiras de hierro, por la que se penetraba en los sótanos. Desde su construcción, aquella fachada se limpiaba concienzudamente dos veces al año. Como faltase un poco de argamasa en una juntura, el agujero se tapaba de inmediato. Ventanas, antepechos, piedras, todo se restregaba como no se hace en París con los más preciados mármoles. No presentaba pues aquella fachada el menor síntoma de degradación. Pese a los tintes oscuros causados por la propia vetustez del ladrillo, se hallaba tan bien conservada como puedan estarlo un cuadro o un libro antiguos queridos por el coleccionista, que aún estarían nuevos, si no sufriesen, bajo la campana de nuestra atmósfera, la influencia del gas cuya malignidad nos amenaza a nosotros mismos. El encapotado cielo, la húmeda temperatura de Flandes y las sombras producidas por la escasa amplitud de la calle privaban muchas veces a aquel edificio del lustre que debía a su rebuscada limpieza, lo que, por otra parte, la hacía fría y triste a la vista. Un poeta habría echado de menos unas cuantas hierbas en los huecos de la linterna o algún que otro musgo en las grietas de la arenisca, habría deseado que aquellas hileras de ladrillos se hubiesen resquebrajado, que bajo los arcos de las ventanas, alguna golondrina hubiera confeccionado su nido en las triples casillas rojas que los adornaban. Y así, el acabado, el aspecto pulido de aquella fachada medio raída por el frotamiento le conferían un aire secamente honesto y decentemente estimable que, de fijo, habrían hecho mudarse a un romántico, como se hubiera alojado enfrente. Cuando un visitante tiraba del cordón de la campanilla de hierro trenzado que colgaba a lo largo del marco de la puerta y cuando la criada llegaba del interior le abría el batiente en medio del cual aparecía una pequeña reja, aquel batiente, llevado por su peso, escapaba al punto de la mano y se cerraba produciendo, bajo las bóvedas de una espaciosa galería embaldosada y en las profundidades de la casa, un sonido grave y pesado como si la puerta fuese de bronce. Aquella galería, pintada de mármol, siempre fresca y sembrada de una capa de arena fina, conducía a un amplio patio interior cuadrado, pavimentado con anchas baldosas vidriadas y de color verdoso. A la izquierda se hallaban la lencería, las cocinas, la sala de la servidumbre; a la derecha la leñera, el depósito del carbón de piedra y las dependencias de la mansión cuyas puertas, ventanas, paredes aparecían adornadas con dibujos conservados con exquisita limpieza. La luz, tamizada entre cuatro paredes rojas rayadas de filetes blancos, cobraba reflejos y tintes rosados que conferían a las figuras y a los menores detalles una gracia misteriosa y fantásticas apariencias.
Una segunda casa absolutamente similar al edificio que daba a la calle, y que, en Flandes, recibe el nombre de bloque de detrás, se erguía al fondo de aquel patio, sirviendo exclusivamente de vivienda de la familia. En la planta baja, la primera estancia era una sala de visitas iluminada por dos ventanas abiertas al patio, y por otras dos que daban a un jardín tan amplio como la casa. Dos puertas vidrieras paralelas conducían una al jardín, otra al patio, y correspondían a la puerta de la calle, de suerte que, desde la entrada, un extraño podía abarcar el conjunto de la mansión, y divisar hasta los follajes que tapizaban el fondo del jardín. La casa de delante, destinada a las recepciones, y cuya segunda planta albergaba los aposentos para invitados contenía, por supuesto, objetos artísticos y grandes riquezas acumuladas; pero nada podía igualar a los ojos de Claës, ni a juicio de un experto, los tesoros que adornaban aquella estancia, donde venía transcurriendo la vida de la familia desde hacía dos siglos. El Claës muerto por la causa de las libertades gantesas, el artesano de quien nos formaríamos una muy leve idea si el historiador omitiese decir que poseía cerca de cuarenta mil marcos de plata ganados en la fabricación de las velas necesarias a la todopoderosa marina veneciana; aquel Claës tuvo por amigo al célebre escultor en madera Van Huysium de Brujas. En innumerables ocasiones hubo de recurrir el artista a la bolsa del artesano. Algún tiempo antes de la revuelta de los ganteses, Van Huysium, ya rico, esculpió secretamente para su amigo un entablado de ébano macizo donde aparecían representadas las principales escenas de la vida de Artevelde, el cervecero que fuera un tiempo rey de Flandes. Aquel revestimiento, compuesto de sesenta paneles, contenía unos mil cuatrocientos personajes principales, y pasaba por ser la obra capital de Van Huysium. El capitán encargado de custodiar a los burgueses a quienes decidiera colgar Carlos Quinto el día de su entrada en su ciudad natal ofreció, según dicen, dejar huir a Van Claës si le daba la obra de Van Huysium; pero el tejedor la había mandado a Francia. Aquella estancia, totalmente enmaderada con los paneles que, por respeto a los manes del mártir, el propio Van Huysium fue a enmarcar con madera pintada en ultramar mezclada con molduras doradas, constituye pues la obra más completa de dicho maestro, vendiéndose hoy sus más pequeños fragmentos casi a peso de oro. Encima de la chimenea, Van Claës, retratado por Ticiano en su atavío de presidente del tribunal de los Parchons, parecía dirigir aún a aquella familia que veneraba en él a su gran hombre. La chimenea, primitivamente de piedra, con una campana muy alta, había sido reconstruida en mármol blanco durante el siglo pasado, y soportaba un viejo reloj y dos candelabros de cinco brazos retorcidos, de mal gusto pero de plata maciza. Decoraban las cuatro ventanas unos cortinones de damasco rojo, con flores negras, forrados de seda blanca, y el mobiliario, tapizado con la misma tela, había sido renovado en tiempos de Luis XIV. El parqué, evidentemente moderno, se componía de grandes listones de madera blanca enmarcados por tiras de roble. El techo formado por varias tarjetas, en el fondo de las cuales aparecía un mascarón cincelado por Van Huysium, había sido respetado y conservaba los tonos oscuros del roble de Holanda. En los cuatro ángulos de aquella sala de visitas se erguían columnas truncadas, rematadas por candelabros semejantes a los de la chimenea, una mesa ocupaba el centro. A lo largo de las paredes, se alineaban simétricamente mesas de juego. Sobre dos consolas doradas, con tablero de mármol blanco, se hallaban en la época en que arranca esta historia dos globos de vidrio llenos de agua donde nadaban sobre un lecho de arena y conchas unos peces rojos, dorados o plateados. Era aquella estancia a un tiempo brillante y oscura. El techo absorbía necesariamente la claridad, sin reflejarla en absoluto. Así como en la parte del jardín abundaba la luz y venía a centellear en las tallas de ébano, las ventanas del patio, por donde entraba poca luz, apenas hacían brillar los filetes dorados impresos en las paredes opuestas. Aquella estancia tan magnífica en días despejados quedaba así sumida, la mayor parte del tiempo, en esos suaves tintes, esos tonos melancólicos y rojizos que derrama el sol en otoño sobre la cima de los bosques. Inútil es continuar la descripción de la Casa Claës en cuyas otras partes habrán de desarrollarse varias escenas de la presente historia; basta, en este momento, conocer sus principales disposiciones.
En 1812, sobre los últimos días del mes de agosto, un domingo, después de las vísperas, una mujer estaba sentada en su poltrona ante una de las ventanas del jardín. Los rayos del sol caían entonces oblicuamente sobre la casa, la cogían al sesgo, cruzaban la sala, expiraban en extraños reflejos sobre las maderas que revestían las paredes del lado del patio, envolviendo a aquella mujer en la zona púrpura proyectada por la cortina de damasco que caía a lo largo de la ventana. Cualquier mediocre pintor que hubiera copiado en aquel momento a aquella mujer, de fijo habría ejecutado una obra notable con un rostro tan lleno de dolor y melancolía. Tanto la postura del cuerpo como la de los pies estirados hacia adelante reflejaban el abatimiento de la persona que pierde la conciencia de su estado físico al concentrar todas sus fuerzas en un pensamiento fijo; la mujer seguía las irradiaciones de ese pensamiento en el futuro, como muchas veces, a orillas del mar, miramos un rayo de sol que traspasa las nubes, trazando alguna franja luminosa en el horizonte. Sus manos, rechazadas por los brazos de la tumbona, colgaban hacia afuera, y la cabeza, como demasiado grávida, descansaba sobre el respaldo. Un vestido de percal blanco muy holgado impedía calibrar sus proporciones, y el corpiño quedaba disimulado bajo los pliegues de un chal cruzado sobre el pecho y anudado con desgaire. Aunque la luz no hubiera puesto en relieve su rostro que parecía complacerse en destacar del resto de su persona, habría resultado imposible no concentrar la atención en él; su expresión, que hubiera sorprendido al más indiferente de los niños, reflejaba una estupefacción persistente y fría, pese a algunas ardientes lágrimas. Nada tan tremendo de ver como ese desmesurado dolor cuyo desbordamiento se produce tan sólo en raros intervalos pero que perduraba en aquel rostro cual lava solidificada en torno a un volcán. Semejaba una madre moribunda obligada a abandonar a sus hijos en un abismo de calamidades, sin poder legarles el menor tipo de protección. La fisonomía de aquella dama, de unos cuarenta años de edad, pero a la sazón menos lejos de la belleza que en momento alguno de su juventud, no ofrecía ninguno de los caracteres de la mujer flamenca. Una frondosa melena negra se derramaba en bucles sobre sus hombros y a lo largo de sus mejillas. Su frente, muy abombada, estrecha de sienes, era amarillenta, pero bajo aquella frente centelleaban dos ojos negros que despedían llamas. Su rostro, muy español, moreno de tez, de escaso color, estragado por la viruela, llamaba la atención por la perfección de su óvalo cuyos contornos conservaban, pese a la alteración de las líneas, un acabado de majestuosa elegancia, que a ratos reaparecía por entero si algún esfuerzo del alma le restituía su primitiva pureza. El rasgo que confería mayor distinción a aquel rostro enérgico era una nariz curvada como el pico de un águila, que, demasiado abombada hacia el centro, parecía mal conformada interiormente; pero poseía una distinción indescriptible y el tabique de las aletas era tan fino que su transparencia permitía a la luz enrojecerlo intensamente. Aunque los labios gruesos y muy fruncidos reflejaban la altivez que inspira una alta cuna, estaban impregnados de una bondad natural y emanaban cortesía. Podía discutirse la belleza de aquel rostro a un tiempo vigoroso y femenino, pero llamaba la atención. Aquella mujer, que era bajita, jorobada y coja, permaneció tanto tiempo soltera, porque la gente se obstinaba en negarle inteligencia; con todo, el apasionado ardor que expresaba su rostro, los indicios de una inagotable ternura, impresionaron hondamente a varios hombres, que quedaron subyugados por un encanto inconciliable con tantos defectos. Guardaba notable parecido con su abuelo el duque de Casa-Real, grande de España. En aquel instante, el hechizo que tan despóticamente enajenaba a las almas enamoradas de la poesía, emanaba de su rostro más enérgicamente que en momento alguno de su vida, y se ejercía, por así decirlo, en el vacío, expresando una voluntad fascinadora omnipotente sobre los hombres, sin fuerza sobre los destinos. Cuando sus ojos abandonaban el recipiente en el que miraba los peces sin verlos, los alzaba con desesperado ademán, como para invocar al cielo. Sus sufrimientos parecían de los que no pueden confiarse sino a Dios. Tan sólo se veía turbado el silencio por los grillos, por unas cigarras que gritaban en el jardincillo de donde escapaba un calor de horno, y por el sordo resonar de la vajilla de plata, los platos y las sillas que movía, en la pieza contigua a la sala de visitas, un criado que servía la cena. En aquel momento, la afligida dama aguzó el oído y pareció concentrarse, tomó su pañuelo, se enjugó las lágrimas, intentó sonreír, y tan bien borró la expresión de dolor impresa en todos sus rasgos que cualquiera la hubiera imaginado en ese estado de indiferencia en que nos deja una vida exenta de inquietudes. Ya porque el hábito de vivir en aquella casa donde la tenían recluida sus dolencias le hubiese permitido reconocer algún efecto natural irreconocible para los demás y que las personas presa de sentimientos vehementes escudriñan anhelosamente, ya porque la naturaleza hubiese compensado tantas taras físicas transmitiéndole sensaciones más delicadas que a seres en apariencia más ventajosamente dotados, aquella mujer había oído los pasos de un hombre por una galería construida encima de las cocinas y de las salas destinadas a la servidumbre de la casa, galería por la que el bloque de delante comunicaba con el posterior. El rumor de los pasos fue haciéndose cada vez más nítido. Un extraño, sin poseer el poder con el que una criatura apasionada como aquella mujer sabía en ocasiones abolir el espacio para unirse con su otro yo, hubiera oído fácilmente los pasos de aquel hombre en la escalera por donde se bajaba de la galería a la sala. El resonar de aquellos pasos hubiera dado que pensar a la persona más distraída, ya que resultaba imposible escucharlos distraídamente. Un andar precipitado o convulso aterra. Cuando un hombre se levanta y grita anunciando un incendio, sus pies hablan tan alto como su voz. Siendo así, las emociones que cause un modo de andar contrario no tienen por qué resultar menos intensas. La lentitud grave, el paso cansino de aquel hombre habría sin duda impacientado a gente irreflexiva; pero un observador o personas nerviosas hubieran experimentado una sensación próxima al terror al oír el sincopado ruido de aquellos pies que parecían carecer de vida haciendo crujir el suelo como si dos pesas de hierro lo golpeasen alternativamente. Habríase reconocido el paso vacilante y grávido de un anciano, o el majestuoso andar de un pensador que arrastra mundos consigo. Cuando aquel hombre bajó el último peldaño, apoyando los pies en las baldosas con movimiento lleno de indecisión, permaneció durante un instante en el rellano donde desembocaba el pasillo que llevaba a la sala de la servidumbre, y desde donde se accedía asimismo a la sala de visitas por una puerta oculta en el revestimiento de madera, como lo estaba paralelamente la que daba al comedor. En aquel momento, un leve estremecimiento, comparable a la sensación que causa una chispa eléctrica, recorrió a la mujer sentada en la poltrona; pero la más dulce sonrisa animó al tiempo sus labios, y su rostro emocionado por la espera de un placer resplandeció como el de una hermosa madonna italiana; de repente, halló fuerzas para sepultar sus terrores en el fondo de su alma; luego, volvió la cabeza hacia los paneles de la puerta que iba a abrirse en el ángulo de la estancia, y que, en efecto, fue empujada con tal fuerza que pareció sacudir a la pobre criatura.
Balthazar Claës apareció de súbito, dio unos pasos, no miró a la mujer, o si la miró, no la vio, y permaneció de pie en medio de la estancia, apoyada la cabeza levemente inclinada en su mano derecha. Un tremendo sufrimiento al que aquella mujer no podía habituarse, pese a repetirse varias veces al día, le atenazó el corazón, borró su sonrisa, arrugó su morena frente entre las cejas hacia esa línea que abre la repetida expresión de los sentimientos intensos; sus ojos se llenaron de lágrimas, pero se las enjugó de repente mirando a Balthazar. Resultaba imposible no quedar profundamente impresionado por el cabeza de la familia Claës. En su juventud, debió de parecerse al sublime mártir que amenazara a Carlos Quinto con imitar a Artevelde; pero, en aquel momento, parecía contar más de sesenta años, aunque no pasara de los cincuenta, y su prematura vejez había destruido tan noble semejanza. Su elevada estatura se arqueaba levemente, fuese porque sus trabajos le obligasen a doblarse, fuese porque la espina dorsal se le hubiese encorvado bajo el peso de la cabeza. El pecho era amplio y fornido el busto; mas las partes inferiores del cuerpo eran escuálidas, con ser nerviosas; y tal desajuste en una constitución evidentemente perfecta en otro tiempo intrigaba a la mente que intentaba explicar por alguna singularidad de su existencia las razones de tan fantástica complexión. Su abundante cabello rubio, poco cuidado, le caía sobre los hombros a la manera alemana, pero con un desorden que armonizaba con la extravagancia general de su persona. La despejada frente ofrecía, además, las protuberancias en las que situara Gall los mundos poéticos. Los ojos de un azul claro y vivido poseían la brusca vivacidad que se ha observado en los grandes investigadores de causas ocultas. La nariz, sin duda perfecta en otro tiempo, se había alargado, y las aletas parecían haberse ido abriendo gradualmente por una involuntaria tensión de los músculos olfativos. Los velludos pómulos sobresalían mucho, las mejillas ya ajadas parecían tanto más hundidas; la boca llena de distinción quedaba encerrada entre la nariz y una corta barbilla, bruscamente respingada. La forma del rostro era, no obstante, más larga que ovalada; y así, el sistema científico que atribuye a cada rostro humano un parecido con la cabeza de un animal hubiera contado con una prueba más en el de Balthazar Claës, que habría podido compararse a una cabeza de caballo. La piel se le pegaba a los huesos, como si la hubiese desecado incesantemente algún fuego secreto; a ratos, cuando miraba al vacío como para atisbar la realización de sus anhelos, parecía como si arrojara por las ventanas de la nariz la llama que devoraba su alma. Los hondos sentimientos que animan a los grandes hombres respiraban en aquel pálido rostro profundamente surcado de pliegues, en aquella frente arrugada como la de un viejo rey agobiado por las penas, pero sobre todo en aquellos ojos centelleantes cuyo fuego parecía acrecentado a un tiempo por la castidad que confiere la tiranía de las ideas y por el foco interior de una vasta inteligencia. Los ojos profundamente hundidos en las órbitas parecían haber quedado surcados por las vigilias y las tremendas reacciones de unas esperanzas tan pronto frustradas como renacidas. El celoso fanatismo que inspiran el arte o la ciencia seguía trasluciéndose en aquel hombre por una singular y constante distracción de la que daban fe su atuendo y su porte, en consonancia con la magnífica monstruosidad de su fisonomía. Sus anchas manos velludas estaban sucias, sus largas uñas aparecían ribeteadas de oscuras rayas negras. Sus zapatos o no estaban cepillados o no llevaban cordones. De toda la casa, tan sólo el dueño podía permitirse la extraña licencia de ir tan desaseado. Su pantalón de paño negro lleno de manchas, su chaleco desabrochado, su corbata de través y su traje verdoso eternamente descosido completaban un peregrino conjunto de pequeñas y grandes cosas que, en cualquier otro, hubiera revelado la miseria que engendran los vicios; pero que, en Balthazar Claës, no era sino el desaliño del genio. Demasiadas veces el vicio y el genio producen efectos semejantes que engañan al vulgo. ¿No es acaso el Genio un constante exceso que devora el tiempo, el dinero, el cuerpo, y que conduce al hospital más rápidamente que las malas pasiones? Los hombres parecen incluso profesar más respeto a los vicios que al Genio, pues se niegan a darle crédito. Parece como si los beneficios de los trabajos secretos del sabio se hallen tan distantes que el Estado social tema contar con él mientras viva, prefiera salir del paso no perdonándole su miseria o sus desdichas. Pese a su continuo olvido del presente, si Balthazar Claës abandonase sus misteriosas contemplaciones, si alguna intención dulce y sociable viniese a animar aquel rostro pensativo, si aquellos ojos fijos perdiesen su rígido brillo para reflejar un sentimiento, si mirase a su alrededor regresando a la vida real y vulgar, difícil resultaría no rendir involuntario homenaje a la seductora belleza de aquel rostro, a la elegante inteligencia que se reflejaba en él. Y así, todos, al verlo, lamentaban que aquel hombre hubiese dejado de pertenecer al mundo, diciendo: «¡Debió de ser guapísimo en su juventud!». ¡Vulgar error! Jamás había presentado Balthazar Claës un aspecto tan poético como el que tenía a la sazón. De fijo que a Lavater le hubiese gustado estudiar aquella cara llena de paciencia, de lealtad flamenca, cándida moralidad, donde todo era amplio y grande, donde la pasión parecía serena por ser intensa. Las costumbres de aquel hombre debían de ser puras, su palabra era sagrada, su amistad parecía constante, su entrega habría sido completa; pero la voluntad que destina tales calidades en provecho de la patria, la sociedad o la familia, fatalmente había seguido otros derroteros. Aquel ciudadano, obligado a velar por la felicidad de un matrimonio, a administrar una fortuna, a orientar a sus hijos hacia un hermoso futuro, vivía apartado de sus deberes y afectos en comercio con algún genio familiar. A un sacerdote, le hubiera parecido penetrado de la palabra de Dios, un artista lo hubiera saludado como a un gran maestro, un entusiasta lo hubiera tomado por un visionario de la iglesia swedenborgiana. En aquel momento, el traje destrozado, salvaje, ruinoso, que llevaba aquel hombre ofrecía singular contraste con el exquisito refinamiento de la mujer que le admiraba tan dolorosamente. Las personas contrahechas que poseen talento o un alma elevada aportan a su atuendo un gusto exquisito. O visten sencillamente comprendiendo que su atractivo es puramente moral, o saben hacer olvidar la deformidad de sus proporciones merced a una suerte de elegancia en los detalles que recrea la vista y distrae la mente. No sólo poseía aquella mujer un alma generosa, sino que amaba a Balthazar Claës con ese instinto de la mujer que nos depara un anticipo de la inteligencia de los ángeles. Educada en el seno de una de las más ilustres familias de Bélgica, habría adquirido un refinado gusto, de no haberlo poseído ya; pero, aleccionada por el anhelo de agradar constantemente al hombre a quien amaba, sabía vestir admirablemente sin que su elegancia desentonara con sus dos defectos de conformación. Su corpiño no pecaba, por lo demás, sino en los hombros, pues uno era sensiblemente más abultado que el otro. Miró por las ventanas, al patio interior, luego al jardín, como para comprobar si se hallaba a solas con Balthazar, y le dijo con voz dulce, dirigiéndole una mirada repleta de esa sumisión que distingue a las flamencas, pues hacía tiempo que el amor había desterrado la arrogancia de la grandeza española: «¿Tan ocupado estás, Balthazar?… hace ya treinta y tres domingos que no vienes ni a misa ni a vísperas».
No contestó Claës; su mujer bajó la cabeza, juntó las manos y aguardó, sabedora de que aquel silencio no reflejaba desprecio ni desdén, sino tiránicas preocupaciones. Era Balthazar uno de esos seres que conservan durante largo tiempo la delicadeza juvenil en el fondo del corazón, y se habría sentido criminal manifestando el menor pensamiento ofensivo a una mujer agobiada por el sentimiento de su deformidad física. De todos los hombres, acaso fuera el único en saber que una palabra, una mirada, pueden borrar años de felicidad, siendo tanto más crueles porque contrastan más intensamente con una dulzura constante; y es que nuestra naturaleza nos inclina a experimentar más dolor con una disonancia en la felicidad que placer con un goce en la desdicha. A los pocos instantes, Balthazar pareció despertar, miró con viveza a su alrededor y dijo: «¿Vísperas? ¡Ah!, los niños están en las vísperas». Dio unos pasos para clavar los ojos en el jardín donde se erguían por doquier magníficos tulipanes; pero se detuvo de pronto como si hubiese tropezado con una pared, y exclamó: «¿Por qué no han de combinarse en un tiempo dado?».
«¿Estará volviéndose loco?», pensó su mujer con profundo terror.
Para dar mayor interés a la escena que provocó esta situación, resulta indispensable dar un repaso a la vida anterior de Balthazar Claës y de la nieta del duque de Casa-Real.
Hacia el año 1783, Balthazar Claës-Molina de Nourho, de veintidós años de edad a la sazón, podía pasar por lo que en Francia llamamos un hombre guapo. Concluyó su educación en París donde adquirió excelentes modales codeándose con la señora de Egmont, el conde de Horn, el príncipe de Aremberg, el embajador de España, Helvétius, franceses originarios de Bélgica, o personas llegadas de aquel país, y que por su nacimiento o fortuna figuraban entre los grandes señores que, en aquel tiempo, marcaban la pauta. El joven Claës encontró allí a algunos parientes y amigos que lo lanzaron al gran mundo en el momento en que aquel gran mundo iba a caer; pero como ocurre a la mayoría de los jóvenes, en un principio le sedujeron más la ciencia y la gloria que la vanidad. Y así, frecuentó mucho a los sabios y en especial a Lavoisier, que a la sazón descollaba más por su inmensa fortuna de recaudador de impuestos que por sus descubrimientos en química; mientras que más tarde el gran químico relegaría al olvido al pequeño recaudador de impuestos. Balthazar se apasionó por la ciencia que cultivaba Lavoisier y pasó a ser su más ardiente discípulo; pero era joven, guapo como lo fuera Helvétius, y las mujeres de París no tardaron en enseñarle a destilar exclusivamente el ingenio y el amor. Pese a haber abrazado el estudio con entusiasmo y haberle dedicado Lavoisier algunos elogios, abandonó a su maestro para seguir las pautas de las pontífices del gusto de quienes los jóvenes tomaban sus últimas lecciones de saber mundano adaptándose a las modas de esa alta sociedad que constituye en Europa una idéntica familia. No duró mucho el subyugante sueño del éxito. Balthazar, tras respirar el aire parisino, se fue cansado de una vida vacía que no se acomodaba ni a su espíritu ardiente ni a su talante cariñoso. La vida doméstica, tan grata, tan plácida, que le venía a la memoria con sólo oír el nombre de Flandes, se le antojó más adecuada a su carácter y a las ambiciones de su corazón. Los oropeles de los salones parisienses no lograron eclipsar las melodías de la oscura sala de visitas y del jardincillo en donde tan feliz transcurriera su infancia. Es menester no poseer patria ni hogar para vivir en París. París es la ciudad del cosmopolita o de los hombres que han elegido el gran mundo y lo estrechan de continuo con el brazo de la Ciencia, el Arte o el Poder. El niño de Flandes volvió a Douai como la paloma de La Fontaine a su nido, lloró de alegría al regresar el día en que se paseaba Gayant. Gayant, aquella supersticiosa felicidad de toda la ciudad, aquel triunfo de los recuerdos flamencos, se había introducido cuando la emigración de su familia a Douai. La muerte de su padre y la de su madre dejaron la Casa Claës desierta, y le tuvieron ocupado durante algún tiempo. Superado el primer dolor, sintió la necesidad de casarse para completar la idea de una feliz existencia que todas las religiones le habían imbuido; quiso seguir la tradición del hogar doméstico yendo a buscar esposa, como sus antepasados, a Gante, a Brujas o a Amberes; pero no le convino ninguna de las mujeres que conoció. Tenía sin duda ideas particulares sobre el matrimonio, pues desde su niñez se le acusó de no seguir el camino trillado. Un día, en Gante, oyó hablar en casa de un pariente de una señorita de Bruselas que fue objeto de bastantes vivas discusiones. Opinaban unos que la belleza de la señorita de Temninck quedaba eclipsada por sus imperfecciones; otros la veían perfecta pese a sus defectos. El anciano primo de Balthazar Claës dijo a sus invitados que, hermosa o no, poseía un alma que, de ser soltero, le incitaría a casarse de inmediato con ella; y contó que la muchacha acababa de renunciar a la herencia de su padre y de su madre a fin de brindar a su joven hermano un matrimonio digno de su apellido, prefiriendo así la felicidad de aquel hermano a la suya propia y sacrificándole toda su vida. Nadie habría imaginado que la señorita de Temninck se casaría vieja y sin fortuna, cuando, siendo joven heredera, no se le presentaba ningún partido. A los pocos días, Balthazar Claës buscaba la compañía de la señorita de Temninck, que contaba veinticinco años a la sazón y de la que se había enamorado perdidamente. Joséphine de Temninck se creyó objeto de un capricho y se negó a escuchar al señor Claës; pero la pasión es tan contagiosa, y para una pobre muchacha coja y contrahecha, el amor inspirado a un hombre joven y apuesto conlleva tan grandes seducciones, que consintió en dejarse cortejar.
¿No sería menester un libro entero para describir el amor de una muchacha humildemente sometida a la opinión que la proclama fea, cuando siente crecer en ella el irresistible hechizo que producen los sentimientos auténticos? Son feroces celos ante la presencia de la felicidad, crueles veleidades de venganza contra la rival que roba una mirada, en fin, emociones, terrores desconocidos para la mayoría de las mujeres, que perderían no siendo sino esbozados. La duda, tan dramática en amor, constituiría el secreto de ese análisis, esencialmente minucioso, en el que ciertas almas recobrarían la poesía perdida, pero no olvidada, de sus primeras turbaciones: esas sublimes exaltaciones en el fondo del corazón que jamás refleja el semblante; ese temor a no ser comprendido, y esas inconmensurables alegrías por haberlo sido; esas vacilaciones del alma que se repliega en sí misma y esas proyecciones magnéticas que confieren a los ojos matices infinitos; esos proyectos de suicidio causados por una palabra y disipados por una entonación de voz tan dilatada como el sentimiento cuya ignorada persistencia revela; esas temblorosas miradas que encubren tremendas audacias; esos súbitos deseos de hablar y de actuar, reprimidos por su propia violencia; esa íntima elocuencia que aflora en frases sin ingenio, pero pronunciadas con voz agitada; los misteriosos efectos de ese primitivo pudor del alma y de esa divina discreción que vuelve generosas a las personas en la sombra y mueve a deleitarse con los sacrificios ignorados; en fin, todas las bellezas del amor joven y las debilidades de su fuerza.
La señorita de Temninck fue coqueta por grandeza de alma. La conciencia de sus aparentes imperfecciones la hizo ser tan caprichosa como la más hermosa de las mujeres. El temor a no gustar un día despertaba su orgullo, destruía su confianza y le infundía valor para mantener ocultos en su corazón esos primeros momentos de felicidad que las demás mujeres gustan de pregonar con sus ademanes, construyéndose con ellos un orgulloso aderezo. Cuanto más vivamente la empujaba el amor hacia Balthazar, menos se atrevía a manifestarle sus sentimientos. El gesto, la mirada, la respuesta o la pregunta que, en una mujer, resultan halagos para un hombre, no pasaban a ser para ella sino humillantes especulaciones. Una mujer hermosa puede ser ella misma a su antojo, la sociedad le consiente siempre cualquier bobada o torpeza; mientras que una sola mirada paraliza la expresión más magnífica en los labios de una mujer fea, intimida sus ojos, acentúa la torpeza de sus ademanes, anquilosa su porte. Sabe muy bien que tan sólo a ella le está vedado cometer faltas, todo el mundo le niega el don de enmendarlas, sin que, por lo demás, nadie le brinde la ocasión de hacerlo. La necesidad de ser perfecto a cada instante ¿no acaba apagando las facultades, congelando su ejercicio? Esa mujer no puede vivir sino en un ambiente de angelical indulgencia. ¿Y qué corazones prodigan la indulgencia sin que se tiña ésta de amarga y ofensiva piedad? Esos pensamientos a los que la había acostumbrado la horrible cortesía social, y esas deferencias que, más crueles que insultos, agravan las desdichas al evidenciarlas, angustiaban a la señorita de Temninck, le causaban un constante tormento que soterraba en el fondo de su alma las impresiones más deliciosas, e impregnaban de frialdad su actitud, sus palabras, su mirada. Manifestaba su amor a hurtadillas, no se atrevía a poseer elocuencia o belleza sino en la soledad. Desdichada a la luz del día, hubiera resultado hermosísima de habérsele permitido vivir tan sólo de noche. Muchas veces, para calibrar aquel amor y a riesgo de perderlo, desdeñaba el tocado que podía salvar en parte sus defectos. Sus ojos de española fascinaban cuando advertía que Balthazar la encontraba hermosa sin ir peripuesta. Con todo, el recelo le estropeaba los raros instantes en que se aventuraba a entregarse a la felicidad. No tardaba en preguntarse si no querría casarse Claës con ella para tener una esclava en casa, si no tendría alguna secreta imperfección que le obligaba a contentarse con una pobre muchacha contrahecha. Aquellas ansiedades perpetuas daban a veces un precio inusitado a los momentos en que creía en la duración, en la sinceridad de un amor que debía vengarla de la sociedad. Provocaba delicadas discusiones exagerando su fealdad, al objeto de penetrar hasta el fondo de la conciencia de su enamorado, arrancando entonces a Balthazar verdades poco halagadoras; pero le gustaba el aprieto en que lo ponía cuando le había obligado a decir que lo que más gusta en una mujer es antes que nada que posea un alma generosa y esa entrega que hace constantemente dichosos los días de una vida; que tras unos años de matrimonio, la más deliciosa mujer de la tierra equivale para el marido a la más fea. Tras sopesar lo que había de cierto en las paradojas que tienden a menoscabar el valor de la belleza, Balthazar reparaba de pronto en la profunda indelicadeza de tales argumentaciones, y descubría toda la bondad de su corazón en la delicadeza de las transiciones con que sabía demostrar a la señorita de Temninck que era perfecta para él. La entrega, que acaso constituya en la mujer el summum del amor, no faltó a aquella muchacha, pues desesperó de ser amada toda la vida; pero la perspectiva de una lucha en la que triunfase el sentimiento sobre la belleza la tentó; además, halló grandeza en el hecho de entregarse sin creer en el amor; en fin, la felicidad, por poco que durase, había de costarle demasiado cara para que se negara a probarla. Tales incertidumbres, tales combates, al comunicar el hechizo y el elemento imprevisto de la pasión a aquella criatura superior, inspiraban a Balthazar un amor casi caballeresco.
Celebróse la boda a comienzos de 1795. Los esposos regresaron a Douai para pasar los primeros días de su unión en la mansión patriarcal de los Claës, cuyos tesoros vino a engrosar la señorita de Temninck, quien aportó hermosos cuadros de Murillo y de Velázquez, los diamantes de su madre y los magníficos presentes que le mandó su hermano, ya duque de Casa-Real. Pocas mujeres fueron tan dichosas como la señora de Claës. Duró su felicidad quince años, sin empañarla la más leve nube; y como una viva luz, se deslizó hasta en los menudos detalles de la existencia. La mayoría de los hombres tienen altibajos de carácter que producen continuas disonancias; privan así a su hogar de esa armonía que constituye el hermoso ideal del matrimonio; y es que los más de los hombres arrastran una serie de pequeñeces, y las pequeñeces engendran zozobras. Uno será honrado y activo, pero duro y adusto; el otro será bueno, pero tozudo; éste amará a su mujer, pero será irresoluto en sus decisiones; aquél, preocupado por la ambición, satisfará sentimientos, como quien satisface deudas, si proporciona a su mujer las vanidades de la fortuna, le roba las alegrías de cada día; en fin, los hombres en sociedad son esencialmente incompletos, sin ser notablemente reprochables. Las personas ingeniosas son tan variables como barómetros, tan sólo el genio es esencialmente bueno. De ahí que la felicidad pura se halle en los dos extremos de la escala moral. El pánfilo o el hombre genial son los únicos capaces, el uno por debilidad, el otro por fuerza, de ese equilibrio de humor, de esa dulzura constante en donde se funden las asperezas de la vida. En el uno es indiferencia y pasividad; en el otro es indulgencia y continuidad del pensamiento sublime del que es intérprete y que ha de coincidir en el principio y en la aplicación. Ambos son igualmente sencillos y cándidos; sólo que lo que en uno es vacío, en el otro es profundidad. De ahí que las mujeres avispadas se muestren bastante propensas a elegir a un bobo como mal menor en vez de a un gran hombre. Balthazar comenzó, pues, proyectando su superioridad en las cosas más pequeñas de la vida. Le agradó ver en el matrimonio una obra magnífica, y como los hombres de altas miras que no toleran nada imperfecto, quiso desplegar todas sus bellezas. Su mente modificaba de continuo el sosiego de la felicidad, su noble carácter marcaba sus atenciones con el sello de la delicadeza. Así, aun cuando compartiese los principios filosóficos del siglo dieciocho, acomodó en su casa hasta 1801, a pesar de los peligros que le hacían correr las leyes revolucionarias, a un sacerdote católico, a fin de no contrariar el fanatismo español que su mujer había mamado en la leche materna a través del catolicismo romano; más adelante, cuando se restableció el culto en Francia, acompañó a misa a su mujer todos los domingos. Nunca abandonó su afecto las formas de la pasión. Jamás dejó traslucir en su hogar esa fuerza protectora que aman tanto las mujeres, pues la suya se hubiera asemejado a la piedad. En fin, mediante la más ingeniosa adulación, la trataba como a una igual y se permitía esos leves enfurruñamientos que se permite un hombre con una mujer hermosa como para desafiar su superioridad. En sus labios floreció siempre la sonrisa de la felicidad y sus palabras rebosaron invariablemente dulzura. Amó a su Joséphine por ella y por él, con ese fervor que conlleva un elogio continuo de las cualidades y bellezas de una mujer. La fidelidad, a menudo efecto de un principio social, de una religión o de un cálculo en los maridos, en él, parecía involuntaria, e iba siempre acompañada por los dulces halagos de la primavera del amor. El deber era la única obligación del matrimonio que resultaba desconocida a aquellos dos seres igualmente enamorados, pues Balthazar Claës halló en la señorita de Temninck una constante y consumada realización de sus esperanzas. En él, el corazón quedó siempre saciado sin fatiga, y el hombre fue siempre feliz. No sólo no mentía la sangre española en la nieta de los Casa-Real, infundiéndole el instinto de esa ciencia que sabe variar el placer hasta el infinito, sino que desplegó esa entrega sin límites que constituye el genio de su sexo, al igual que la gracia constituye toda su belleza. Su amor era un fanatismo ciego que, ante un solo ademán, la hubiera hecho caminar gozosa hacia la muerte. La delicadeza de Balthazar había exaltado en ella los sentimientos más generosos de la mujer, inspirándole un imperioso afán de dar más de lo que recibía. Ese mutuo intercambio de una felicidad alternativamente prodigada situaba abiertamente el principio de su vida fuera de ella, e irradiaba un creciente amor en sus palabras, en sus miradas, en sus actos. En ambos, la gratitud fecundaba y variaba la vida del corazón; al igual que la certeza de serlo todo el uno para el otro excluía las pequeñeces agrandando los menores elementos de la existencia. Pero además, ¿no son las más felices criaturas del mundo femenino la mujer contrahecha que para el marido es esbelta, la coja que el hombre no quiere sino así o la mayor que parece joven?… La pasión humana jamás traspondrá tal frontera. ¿No reside la gloria de la mujer en hacer adorar lo que parece en ella un defecto? Olvidar que no camina recta una coja es la fascinación de un momento; pero amarla porque cojea constituye la deificación de su vicio. Puede que hubiera que grabar en el Evangelio de las mujeres esta sentencia: Bienaventuradas las imperfectas, que a ellas pertenece el reino del amor. La belleza, que duda cabe, debe de ser una desgracia para la mujer, pues dicha flor pasajera cobra demasiada dimensión en el sentimiento que inspira. ¿No se la quiere como se casa uno con una rica heredera? En cambio, el amor que inspira o que experimenta una mujer desheredada de las frágiles ventajas tras las que corren los hijos de Adán, es el amor auténtico, la pasión realmente misteriosa, un ardiente abrazo de las almas, un sentimiento para el que jamás llega el día del desencanto. Esa mujer posee encantos ignorados por la sociedad a cuyo control se sustrae, es hermosa cuando quiere y cosecha demasiada gloria haciendo olvidar sus imperfecciones como para no triunfar constantemente. Y así, las más célebres pasiones de la historia fueron casi todas inspiradas por mujeres a quienes el vulgo hubiera hallado defectos. Cleopatra, Juana de Nápoles, Diane de Poitiers, Mademoiselle de La Vallière, Madame de Pompadour, en fin, la mayoría de las mujeres a quienes hizo célebres el amor no carecen de imperfecciones ni de defectos físicos; en tanto que la mayoría de las mujeres cuya belleza nos es citada como perfecta vieron acabar desdichadamente sus amores. Tan aparente singularidad debe de tener su causa. Acaso viva más el hombre a través del sentimiento que del placer. Acaso el hechizo puramente físico de una mujer guapa tenga sus límites, en tanto que el hechizo esencialmente moral de una mujer de belleza mediocre es infinito. ¿No es la moraleja de la fabulación en que reposan Las Mil y una noches? Una fea que hubiese sido mujer de Enrique VIII habría desafiado el hacha y sometido la inconstancia de su dueño. Por una singularidad bastante explicable en una muchacha de origen español, la señora Claës era ignorante. Sabía leer y escribir; pero hasta la edad de veinte años, época en que sus padres la sacaron del convento, no había leído sino obras ascéticas. Al entrar en sociedad, comenzó teniendo sed de sus placeres y no aprendió sino las fútiles ciencias del bien vestir; pero a tal extremo la humillaba su ignorancia que no se atrevía a mezclarse en ninguna conversación; y así, pasó por ser mujer de escasas luces. Sin embargo, aquella educación mística tuvo el efecto de conservar intacta la intensidad de sus sentimientos, de no torcer su inteligencia natural. Tonta y fea como una heredera a los ojos del mundo, pasó a ser inteligente y hermosa para su marido. Durante los primeros años de su matrimonio, Balthazar intentó inculcar a su mujer los conocimientos que necesitaba para moverse en sociedad; pero sin duda era demasiado tarde, poseía la inteligencia del corazón. Joséphine no olvidaba nada de cuanto le decía Claës relativo a ellos mismos; se acordaba de las circunstancias más ínfimas de su vida feliz, y, al día siguiente, no recordaba nada de su lección de la víspera. Tal ignorancia hubiera originado graves desacuerdos entre otros esposos; pero la señora Claës poseía tan ingenuo sentido de la pasión, amaba tan piadosa, tan santamente a su marido, y el afán de conservar su dicha la hacía tan sagaz, que se las ingeniaba siempre para parecer comprenderlo, y raramente permitía presentarse ocasiones en que su ignorancia resultase demasiado aparente. Además, cuando dos personas se aman lo bastante como para que cada día sea para ellos el primero de su pasión, existen fenómenos en tan fecunda felicidad que modifican todas las condiciones de la vida. ¿No viene a ser como una infancia indiferente a cuanto no sea risa, alegría, placer? Por otro lado, cuando la vida es muy activa, cuando sus brasas son muy ardientes, el hombre deja proseguir la combustión sin pensar en ella o discutirla, sin medir los medios ni el fin. Por lo demás, ninguna hija de Eva entendió tan bien su oficio de mujer como la se ñora Claës. Tuvo esa sumisión de la flamenca que hace tan atractivo el hogar, y a la que su altivez de española comunicaba un hechizo más intenso. Infundía respeto, sabía imponerlo con una mirada en donde resplandecía la conciencia de su valía y nobleza; pero en presencia de Claës temblaba; y, a la larga, acabó situándolo tan alto y tan próximo a Dios, consagrándole todos los actos de su vida y sus menores pensamientos, que su amor cobró un tinte de respetuoso temor que lo agudizaba aún más. Adoptó con orgullo todas las costumbres de la burguesía flamenca y puso todo su amor propio en hacer confortablemente feliz la vida doméstica, en mantener los mínimos detalles de la casa en su tradicional pulcritud, en no poseer sino cosas de absoluta calidad, en seguir sirviendo en su mesa los más delicados manjares y en armonizar todo en su hogar con la vida del corazón. Tuvieron dos varones y dos chicas. La mayor, llamada Marguerite, nació en 1796. El último hijo era un varón, contaba tres años y se llamaba Jean Balthazar. El sentimiento materno fue en la señora Claës casi equiparable al amor por su esposo. Tan es así que en su alma, sobre todo durante los últimos años de su vida, se libró un tremendo combate entre aquellos dos sentimientos igualmente poderosos, uno de los cuales había pasado en cierto modo a ser enemigo del otro. Las lágrimas y el terror impresos en su semblante en el momento en que arranca el relato del drama doméstico que se incubaba en aquel apacible hogar, venían causados por el temor a haber sacrificado sus hijos a su marido.
En 1805, murió el hermano de la señora Claës sin dejar hijos. La ley española se oponía a que la hermana heredase las posesiones territoriales adscritas a los títulos de la casa; pero, merced a sus disposiciones testamentarias, el duque le legó unos sesenta mil ducados, que los herederos de la rama colateral no le disputaron. Pese a que el sentimiento que la unía a Balthazar Claës era tal que jamás hubiera podido empañarlo idea alguna de interés, a Joséphine le causó una suerte de satisfacción el poseer una fortuna igual a la de su marido, sintiéndose feliz de poder ofrecerle algo a su vez tras haberlo recibido todo tan noblemente de él. Quiso así el azar que aquel matrimonio, en el que los calculadores veían una locura, fuese, en lo tocante al interés, un excelente matrimonio. Resultó no poco arduo resolver cómo se empleaba aquel dinero. La casa Claës estaba tan ricamente provista en muebles, cuadros, objetos de arte y de precio, que parecía difícil añadir cosas dignas de las que ya había. El gusto de aquella familia había acumulado tesoros. Toda una generación se había lanzado a seguir la pista de cuadros maravillosos. Después, la necesidad de completar la colección iniciada había vuelto hereditaria la afición a la pintura. Los cien cuadros que adornaban la galería que comunicaba la parte de detrás con los aposentos de recepción situados en la primera planta de la casa de delante, así como unos cincuenta más expuestos en los salones de gala, habían exigido tres siglos de pacientes búsquedas. Eran célebres piezas de Rubens, Ruysdaël, Van Dick, Terburg, Gerard Dou, Teniers, Mieris, Paul Potter, Wouwermans, Rembrandt, Hobbema, Cranach y Holbein. Los cuadros italianos y franceses eran los menos, si bien auténticos y capitales todos ellos. Otra generación se había encaprichado por los servicios de porcelana japonesa o china. Tal Claës se había apasionado por los muebles, tal otro por los objetos de plata, cada uno de ellos, en fin, había tenido su manía, su pasión, uno de los rasgos más característicos del carácter flamenco. El padre de Balthazar, último vestigio de la famosa sociedad holandesa, había dejado una de las más ricas colecciones de tulipanes conocidas. Amén de aquellas riquezas hereditarias que representaban un enorme capital, y amueblaban magníficamente la vetusta mansión, sencilla en el exterior como una concha, pero como una concha interiormente nacarada y adornada con los más ricos colores, Balthazar Claës poseía además una casa de campo en la llanura de Orchies. En vez de basar, como los franceses, sus gastos en sus rentas, había seguido la antigua costumbre holandesa de no consumir sino una cuarta parte; y mil doscientos ducados al año situaban sus gastos al nivel de los de los más ricos personajes de la ciudad. La publicación del Código civil vino a dar la razón a tal cordura. Al ordenar el reparto igual de los bienes, el Título de las Sucesiones debía dejar a cada hijo casi pobre y dispersar un día las riquezas del viejo museo Claës. Balthazar, de acuerdo con la señora Claës, invirtió la fortuna de su mujer de modo que proporcionase a cada uno de sus hijos una posesión semejante a la del padre. La Casa Claës mantuvo pues la modestia de su ritmo de vida y compró bosques, un tanto maltratados por las guerras recientes pero que, bien conservados, habían de cobrar un enorme valor en el transcurso de diez años. La alta sociedad de Douai, que frecuentaba el señor Claës, supo apreciar tan bien el gallardo carácter y las cualidades de su mujer, que, por una suerte de tácita convención, quedó exenta de los deberes tan arraigados entre las gentes de provincias. Durante la temporada invernal, que la señora Claës pasaba en la ciudad, raramente salía en sociedad, siendo ésta la que acudía a su casa. Recibía todos los miércoles, y daba tres grandes cenas al mes. Todo el mundo había notado que se sentía más a sus anchas en su casa, donde la retenían, además, su pasión por su marido y los cuidados que reclamaba la educación de sus hijos. Tal fue, hasta 1809, la línea de conducta de aquel matrimonio que nada tuvo que se saliera de las pautas. La vida de aquellos dos seres, secretamente llena de amor y alegría, era exteriormente similar a cualquier otra. La pasión de Balthazar Claës por su mujer, pasión que su mujer sabía perpetuar, parecía, como él mismo hacía observar, emplear su constancia innata en el cultivo de la felicidad al igual que lo hacía en el de los tulipanes hacia el que propendía desde su infancia, dispensándole de tener su manía como la había tenido cada uno de sus antepasados.
Al final de aquel año, el carácter y talante de Balthazar sufrieron funestas alteraciones, comenzando ello de manera tan natural que al principio la señora Claës no juzgó necesario preguntarle sus causas. Una noche, su marido se acostó en un estado de preocupación que ella se impuso el deber de respetar. Su delicadeza de mujer y sus hábitos de sumisión le habían permitido siempre esperar las confidencias de Balthazar, cuya confianza le venía garantizada por un afecto tan auténtico que no daba pie alguno a los celos. Aunque estaba segura de obtener una respuesta si se permitía una pregunta curiosa, había seguido conservando de sus primeras impresiones en la vida el temor a una negativa. Por lo demás, la enfermedad moral de su marido tuvo sus fases y no alcanzó sino gradualmente aquella intolerable violencia que destruyó la felicidad de su hogar. Balthazar, por ocupado que estuviese, continuó siendo, varias veces al mes, conversador, afectuoso, no trasluciéndose el cambio de su carácter sino por reiteradas distracciones. La señora Claës esperó durante largo tiempo el saber por boca de su marido el resultado de sus trabajos. Puede que Claës no quisiera confesarle nada hasta el momento en que obtuviera resultados útiles, pues muchos hombres tienen un orgullo que les mueve a ocultar sus combates y a no mostrarse sino victoriosos. Así, el día del triunfo, la dicha doméstica reaparecería tanto más fulgurante cuanto que Balthazar se percataría de aquella laguna en su vida amorosa que su corazón sin duda desaprobaría. Joséphine conocía lo bastante a su marido como para saber que no se perdonaría el haber hecho a su Pepita menos feliz durante varios meses. De modo que guardaba silencio, haciéndole experimentar una especie de goce el sufrir por él; pues su pasión tenía un viso de esa piedad española que jamás separa la fe del amor, ni concibe el sentimiento sin sufrimientos. Aguardaba, pues, un retorno del cariño diciéndose cada noche: «¡Será mañana!», mirando su felicidad como algo ausente. Concibió su último hijo sumida en tan secretas zozobras. ¡Tremenda revelación de un futuro de dolor! En tales circunstancias, el amor fue, entre las distracciones de su marido, como una distracción más intensa que las otras. Su orgullo de mujer, herido por vez primera, le hizo sondear la profundidad del desconocido abismo que la separaba para siempre del Claës de los primeros días. A partir de aquel momento, empeoró el estado de Balthazar. Aquel hombre, incesantemente entregado antaño a los goces domésticos, aquel hombre que durante horas enteras jugaba con sus hijos, se revolcaba con ellos por la alfombra de la sala de visitas o por las avenidas del jardín, que parecía no vivir sin la presencia de los ojos negros de su Pepita, no se percató del embarazo de su mujer, olvidó vivir en familia y se olvidó de sí mismo. Cuanto más tardaba la señora Claës en preguntarle por la índole de sus ocupaciones, menos se atrevía. Sólo de pensarlo, le hervía la sangre y le fallaba la voz. Por fin, pensó que había dejado de agradar a su marido, sintiéndose entonces profundamente alarmada. Ese temor se adueñó de ella, la desesperó, la exaltó, pasó a ser el principio de muchas horas melancólicas y de tristes ensoñaciones. Justificó a Balthazar a sus expensas encontrándose vieja y fea; luego, entrevio un pensamiento generoso, pero humillante para ella, en el trabajo con el que él se forjaba una fidelidad negativa, y quiso devolverle su independencia dejando establecerse uno de esos secretos divorcios, la clave de la felicidad de que parecen gozar varios matrimonios. Con todo, antes de decir adiós a la vida conyugal, procuró leer en el fondo de aquel corazón, pero lo halló cerrado. Paulatinamente, vio cómo Balthazar se tornaba indiferente a cuanto había amado, descuidaba sus tulipanes en flor, dejaba de prestar atención a sus hijos. Sin duda la pasión que le dominaba era de las que se sitúan al margen de los afectos pero que, al decir de las mujeres, resecan el corazón. El amor no se había eclipsado y permanecía dormido. Con ser ello un consuelo, la infelicidad no fue menor. La continuidad de aquella crisis se explica con una sola palabra, la esperanza, secreto de todas esas situaciones conyugales. En el momento mismo en que la pobre mujer llegaba a un grado de desesperación que le infundía valor para interrogar a su marido, recobraba gratos instantes, durante los cuales Balthazar le demostraba que, por mucho que le dominasen pensamientos diabólicos, éstos le permitían en ocasiones volver a ser él mismo. Durante esos instantes en que se le iluminaba el cielo, demasiado la apremiaba gozar de su felicidad, como para turbarla con cuestiones inoportunas. Luego, cuando se armaba de valor para interrogar a Balthazar, en el instante mismo en que se disponía a hablarle, él se le escapaba, la abandonaba bruscamente, o se hundía en el abismo de sus meditaciones de donde nada podía sacarle. Muy pronto la reacción de lo moral sobre lo físico comenzó a hacer sus estragos, al principio imperceptibles, pero en cualquier caso perceptibles a los ojos de una mujer enamorada que seguía los pensamientos secretos de su marido en sus menores manifestaciones. Muchas veces, le costaba contener las lágrimas viéndole, después de cenar, abismado en una poltrona al amor del fuego, taciturno y pensativo, clavados los ojos en un papel negro sin reparar en el silencio que reinaba a su alrededor. Observaba con terror los graduales cambios que degradaban aquel rostro que el amor hiciera sublime para ella. Cada día iba retirándose de él la vida del alma, quedando una máscara carente de expresión. A veces, los ojos cobraban un color vidrioso, parecía como si la vista se volviese ejerciéndose hacia el interior. Cuando se habían acostado los niños, tras varias horas de silencio y soledad, si la pobre Pepita se aventuraba a preguntar: «¿Te pasa algo, querido?», a veces Balthazar no contestaba; o, si contestaba, volvía en sí con un estremecimiento como a quien se arranca sobresaltado de su sueño, y pronunciaba un no seco y cavernoso que caía pesadamente sobre el corazón de su mujer palpitante. Aunque ella hubiese preferido ocultar a sus amistades la extraña situación en que se hallaba, no le quedó más remedio que dar alguna explicación. Según es costumbre en las pequeñas ciudades, la mayoría de los salones habían hecho del trastorno de Balthazar tema de sus conversaciones, y ya en algunos círculos corrían varios detalles ignorados por la señora Claës. Y así, pese al mutismo exigido por la cortesía, algunos amigos manifestaron tan vivas inquietudes, que ella se apresuró a justificar las singularidades de su marido: «El señor Claës —les dijo— había acometido un importante trabajo que le tenía absorbido, pero cuyo éxito había de constituir motivo de gloria para su familia y para su patria». Tan misteriosa explicación halagaba demasiado la ambición de una ciudad en la que, más que en otra alguna, reinan el amor al terruño y el deseo de su ilustración, como para que no produjera en las mentes una reacción favorable al señor Claës. Las suposiciones de su mujer resultaban, hasta cierto punto, bastante fundadas. Varios obreros de distintos oficios habían trabajado durante largo tiempo en el desván de la casa de delante, adonde Balthazar se trasladaba a primera hora de la mañana. Tras pasar allí períodos cada vez más largos a los que se habían habituado paulatinamente su mujer y sus criados, Balthazar había acabado permaneciendo días enteros. Pero —¡dolor inaudito!— la señora Claës supo por las humillantes confidencias de sus buenas amigas, sorprendidas de su ignorancia, que su marido no dejaba de comprar en París instrumentos de física, materias preciosas, libros, máquinas, y se arminaba, al decir de muchos, buscando la piedra filosofal. Ella tenía que pensar en sus hijos, agregaban las amigas, en su propio futuro, y sería criminal no ejercer su influencia para apartar a su marido de la equivocada senda que había emprendido. Aunque recobró su impertinencia de gran señora para imponer silencio a tan absurdos discursos, la señora Claës quedó espantada pese a su aparente aplomo, y resolvió abandonar su papel de mujer abnegada. Se las arregló para crear una de esas situaciones durante las que una mujer se halla con su marido en un pie de igualdad; ya menos temblorosa, se atrevió a preguntar a Balthazar la razón de su cambio y el motivo de su constante retiro. El flamenco frunció el entrecejo y le contestó: «Querida mía, de eso tú no entenderías nada».
Un día, Joséphine insistió en conocer aquel secreto lamentándose con dulzura de no compartir todos los pensamientos del hombre con quien compartía su vida. «Ya que tanto te interesa —contestó Balthazar teniendo a su mujer sobre sus rodillas y acariciando sus negros cabellos—, te diré que me he vuelto a dedicar a la química y que soy el hombre más feliz del mundo».
Dos años después del invierno en que Claës se hiciera químico, su casa había cambiado de aspecto. Bien porque la gente se extrañara de la perpetua distracción del sabio, o creyese importunarle; bien porque las secretas ansiedades de la señora Claës la hiciesen menos agradable, ésta no veía ya sino a sus amigos íntimos. Balthazar no salía a ninguna parte, se encerraba en su laboratorio durante todo el día, a veces se quedaba por la noche, y no aparecía ante su familia hasta la hora de la cena. A partir del segundo año, dejó de pasar la temporada estival en su casa de campo, donde su mujer se negó a vivir sola. A veces Balthazar salía de casa, se paseaba y no regresaba hasta el día siguiente, dejando durante toda una noche a la señora Claës sumida en mortales zozobras; tras mandarlo buscar infructuosamente en una ciudad cuyas puertas se cerraban por la noche, según la costumbre de las plazas fuertes, no podía enviar a alguien en su busca por el campo. La desdichada mujer ni tenía ya entonces la esperanza mezclada de angustias que da la espera, y sufría hasta el día siguiente. Balthazar, que había olvidado la hora en que cerraban las puertas, se presentaba tan tranquilo al día siguiente sin sospechar las torturas que imponía su distracción a su familia; y la dicha de volver a verlo suponía para su mujer una crisis tan peligrosa como podían serlo sus aprensiones, callaba, no se atrevía a hacerle preguntas; pues, a la primera que le hizo, él contestó con aire sorprendido: «¡Pero bueno, no puede uno pasearse!». Las pasiones no saben engañar. Las inquietudes de la señora Claës justificaron, pues, los rumores que juzgó oportuno desmentir. Su juventud la había acostumbrado a conocer la cortés piedad de la sociedad; para no soportarla por segunda vez, se encerró aún más en su casa de la que todo el mundo desertó, aun sus íntimos amigos. El descuido en el vestir, tan degradante siempre para un hombre de la alta sociedad, llegó a ser tal en Balthazar, que entre tantas causas de zozobras, no fue una de las menos sensibles que afligieron a aquella mujer habituada a la exquisita pulcritud de las flamencas. De común acuerdo con Lemulquinier, ayuda de cámara de su marido, Joséphine remedió durante algún tiempo el diario deterioro de la ropa, pero se vio obligada a renunciar. El mismo día en que, sin saberlo Balthazar, se reemplazaban con prendas nuevas las que aparecían manchadas, rotas o agujereadas, él las hacía jirones. Aquella mujer feliz durante quince años y cuyos celos jamás se habían despertado, se encontró de pronto con que al parecer no era ya nada en el corazón donde reinara antaño. Su alma de mujer española se rebeló cuando descubrió una rival en la Ciencia que le arrebataba a su marido; los tormentos de los celos le devoraron el corazón y renovaron su amor. Pero ¿qué hacer contra la Ciencia? ¿Cómo combatir su incesante, tiránico y creciente poder? ¿Cómo matar a una rival invisible? ¿Cómo puede luchar una mujer cuyo poder aparece limitado por la naturaleza con una idea cuyos goces son infinitos y cuyos atractivos son siempre nuevos? ¿Qué podía intentar contra la delectación de las ideas que reverdecen, renacen más hermosas ante las dificultades y arrastran a un hombre tan lejos del mundo que olvida hasta sus más caros afectos? Por fin, un día, pese a las severas órdenes que tenía dadas Balthazar, su mujer quiso al menos no abandonarle, encerrarse con él en aquel desván donde se retiraba, combatir cuerpo a cuerpo con su rival asistiendo a su marido durante las largas horas que prodigaba a tan tremenda amante. Quiso deslizarse secretamente en aquel misterioso taller de seducción, y adquirir el derecho a quedarse allí siempre. Intentó, pues, compartir con Lemulquinier el derecho a entrar en el laboratorio; pero para no convertirlo en testigo de una bronca que temía, aguardó un día en que su marido no necesitase al ayuda de cámara. Durante algún tiempo, estudió las idas y venidas del criado con hostil impaciencia. ¿Pues no sabía aquel hombre todo cuanto ella deseaba averiguar, lo que su marido le ocultaba y ella no se atrevía a preguntar? ¡Gozaba de más privilegios Lemulquinier que ella, ella, la esposa!
Allí se presentó, pues, trémula y casi feliz; pero, por primera vez en su vida, conoció la ira de Balthazar; no bien entreabrió la puerta, Claës se abalanzó sobre ella, la asió, la arrojó brutalmente a la escalera, por la que estuvo a punto de caer rodando. «¡Alabado sea Dios, vives!» —gritó Balthazar incorporándola—. Una máscara de cristal se había roto en añicos sobre la señora Claës que vio a su marido pálido, lívido, aterrado. «Querida, te tenía prohibido que vinieras por aquí —dijo sentándose abatido en un peldaño de la escalera—. Los santos te han preservado de la muerte. ¿Por qué azar tenía yo los ojos clavados en la puerta? A punto hemos estado de perecer». «Pues feliz que habría sido yo» —contestó ella—. «Mi experimento se ha venido a pique» —agregó Balthazar—. «Sólo a ti puedo perdonarte el dolor que me causa tan cruel desengaño. Puede que hubiera descompuesto el nitrógeno. Anda, vuelve a tus cosas». Balthazar se metió en su laboratorio.
«¡Puede que hubiera descompuesto el nitrógeno!» se dijo la pobre mujer regresando a su cuarto donde rompió a sollozar.
Aquella frase era ininteligible para ella. Los hombres habituados por su educación a comprenderlo todo ignoran lo horrible que resulta para una mujer el no entender el pensamiento del hombre a quien ama. Más indulgentes que nosotros, esas divinas criaturas no nos dicen cuándo el lenguaje de sus almas permanece incomprendido; temen hacernos notar la superioridad de sus sentimientos, y ocultan entonces sus dolores con tanta alegría como callan sus desconocidos goces; pero más ambiciosas en amor que nosotros, no se resignan a poseer el corazón del hombre, quieren también todos sus pensamientos. Para la señora Claës, el ignorar por completo la Ciencia a la que se dedicaba su marido engendraba en su alma un despecho más violento que el causado por la belleza de una rival. Una lucha de mujer a mujer brinda a la que ama más el privilegio de amar mejor; pero aquel despecho revelaba una impotencia y humillaba todos los sentimientos que nos ayudan a vivir. ¡Joséphine no sabía! Se creaba, para ella, una situación en que su ignorancia la separaba de su marido. Postrer tortura, en fin, y la más viva: él se hallaba a menudo entre la vida y la muerte, corría peligros, lejos y cerca de ella, sin que ella los compartiese, sin que los conociese. Era, como el infierno, una prisión moral sin salida, sin esperanza. La señora Claës quiso, cuando menos, conocer los atractivos de aquella ciencia, y se puso a estudiar secretamente química en los libros. La familia vivió a partir de entonces como enclaustrada.
Tales fueron las sucesivas transiciones que hizo pesar el infortunio sobre la Casa Claës, antes de abocarla a la suerte de muerte civil en que se ve sumida al inicio de esta historia.
Aquella violenta situación se complicó. Como todas las mujeres apasionadas, la señora Claës era inauditamente desinteresada. Quienes aman de verdad saben hasta qué punto es insignificante el dinero comparado con los sentimientos y con qué dificultad se mezcla con ellos. Con todo, Joséphine sufrió una cruel emoción cuando supo que su marido había pedido prestados trescientos mil francos hipotecando sus propiedades. La autenticidad de los contratos sancionaba las inquietudes, los rumores, las conjeturas de la ciudad. La señora Claës, lógicamente alarmada, se vio obligada, con todo su orgullo, a consultar al notario de su marido, a hacerlo partícipe de sus zozobras o a dejárselas adivinar, y a oír, en fin, esta humillante pregunta: «¿Cómo, no le ha dicho aún nada a usted el señor Claës?». Por fortuna, el notario de Balthazar era medio pariente suyo, he aquí cómo. El abuelo del señor Claës se había casado con una Pierquin de Amberes, de la misma familia que los Pierquin de Douai. Desde aquel matrimonio, éstos, aunque extraños para los Claës, les daban tratamiento de primos. El señor Pierquin, joven de veintiséis años que acababa de suceder en el cargo a su padre, era la única persona que tenía acceso a la Casa Claës. La señora Claës había vivido desde hacía dos meses en tan completa soledad que el notario no tuvo más remedio que confirmarle la noticia de los desastres ya conocidos en toda la ciudad. Le dijo que, al parecer, su marido debía cantidades considerables a la casa que le proveía de productos químicos. Tras informarse de la fortuna y consideración de que gozaba el señor Claës, aquella casa atendía sus pedidos, mandándoselos sin recelo, pese a la cuantía de los créditos. La señora Claës encomendó a Pierquin que pidiera una relación de los suministros enviados a su marido. Dos meses después, los señores Protez y Chiffreville, fabricantes de productos químicos, mandaron un estado de cuentas que ascendía a cien mil francos. La señora Claës y Pierquin estudiaron aquella factura con creciente sorpresa. Si bien muchos artículos, expresados científica o comercialmente, resultaban para ellos ininteligibles, se quedaron espantados al ver incluidas partidas de metales y diamantes de todas clases, aunque en pequeñas cantidades. El monto de la deuda se explicaba fácilmente por la multiplicidad de los artículos, por las precauciones que requería el transporte de ciertas sustancias o el envío de máquinas preciosas, por el precio exorbitante de varios productos que no se obtenían sino difícilmente o que encarecía su rareza, por el valor, en fin, de los instrumentos de física o de química confeccionados según instrucciones del señor Claës. El notario, en interés de su primo, pidió referencias sobre Protez y Chiffreville, y la honradez de dichos comerciantes vino a tranquilizarles acerca de la moralidad de sus operaciones con el señor Claës a quien, por otra parte, solían dar cuenta de los resultados obtenidos por los químicos de París, al objeto de evitarle gastos. La señora Claës rogó al notario que ocultara a la sociedad de Douai la naturaleza de tales adquisiciones que hubieran sido tachadas de locuras; pero Pierquin le contestó que ya, para no menoscabar la consideración de que gozaba Claës, había retrasado hasta el último momento las obligaciones notariadas que la importancia de las cantidades prestadas sin reparos por sus clientes hubo de requerir por fin. Desveló la extensión de la plaga, advirtiendo a su prima que, si no hallaba medio de impedir que su marido dilapidase tan locamente su fortuna, en un plazo de seis meses los bienes patrimoniales se verían gravados por hipotecas que rebasarían su valor. Por lo que a él respectaba, agregó, las observaciones que le había hecho a su primo, con los miramientos debidos a un hombre tan justamente considerado, no habían ejercido la menor influencia. De una vez para siempre, Balthazar le había contestado que trabajaba para la gloria y fortuna de su familia. Así, a todos los tormentos que venía sufriendo la señora Claës desde hacía dos años, cada uno de los cuales se sumaba al otro y acrecentaba el dolor del momento con todos los dolores pasados, se sumó un temor espantoso, incesante, que le hacía mirar con horror el futuro. Tienen las mujeres presentimientos cuya exactitud raya en el prodigio. ¿Por qué en general tiemblan más que esperan cuando están en juego los intereses de la vida? ¿Por qué tan sólo tienen fe en las grandes ideas del futuro religioso? ¿Por qué adivinan tan hábilmente las catástrofes de la fortuna o las crisis de nuestros destinos? Quizás el sentimiento que las une al hombre amado, les permite calibrar admirablemente sus fuerzas, estimar sus facultades, conocer sus gustos, pasiones, vicios, virtudes; el perpetuo estudio de esas causas en cuya presencia se hallan sin cesar les confiere sin duda el fatal poder de prever sus efectos en todas las situaciones posibles. Lo que ven del presente las faculta para juzgar el futuro con un acierto naturalmente explicado por la perfección de su sistema nervioso, que les permite captar los más sutiles diagnósticos del pensamiento y de los sentimientos. Todo en ellas vibra al unísono de las grandes conmociones morales. O sienten, o ven. Y la señora Claës, con llevar dos años separada de su marido, presentía la pérdida de su fortuna. Había percibido el reflexivo entusiasmo, la inalterable constancia de Balthazar; si era cierto que intentaba hacer oro, era capaz de arrojar con total insensibilidad su último trozo de pan a su crisol; pero ¿qué buscaba? Hasta entonces, el sentimiento materno y el amor conyugal se habían fundido tan íntimamente en el corazón de aquella mujer, que jamás sus hijos, igualmente queridos por ella que por su marido, se habían interpuesto entre ellos. Pero de pronto fue a ratos más madre que esposa, aunque fuera más a menudo esposa que madre. Y no obstante, por dispuesta que estuviese a sacrificar su fortuna y aun a sus hijos en pro de la felicidad del hombre que la había elegido, amado, adorado, y para quien seguía siendo la única mujer que existía en la tierra, los remordimientos que le causaba la debilidad de su amor materno la arrojaban en horribles alternativas. Así, como mujer, sufría en su corazón; como madre, sufría en sus hijos; y como cristiana, sufría por todos. Callaba y sofocaba aquellas crueles tempestades en su alma. Su marido, único árbitro de la suerte de su familia, era dueño de decidir a su antojo su destino, únicamente debía cuentas a Dios. Además, ¿podía reprocharle que dispusiese de su fortuna, después del desinterés de que había dado prueba durante diez años de matrimonio? ¿Podía ella erigirse en juez de sus designios? Mas su conciencia, de acuerdo con el sentimiento y las leyes, le dictaba que los padres son los depositarios de la fortuna, y no tienen derecho a enajenar la felicidad material de sus hijos. Para no tener que resolver tan capitales cuestiones, prefería cerrar los ojos, según la costumbre de las personas que se niegan a ver el abismo en cuyo fondo saben que tienen que precipitarse. Su marido llevaba seis meses sin entregarle el dinero para los gastos de la casa. Mandó vender en secreto los ricos aderezos de diamantes que le regalara su hermano el día de su boda, e introdujo la más estricta economía en su hogar. Despidió al ama de sus hijos, y hasta a la nodriza de Jean. En otro tiempo, el lujo de los coches era ignorado por la burguesía a un tiempo tan parca en sus costumbres y tan altiva en sus sentimientos. Como en la Casa Claës no había nada previsto para ese invento moderno, Balthazar se veía obligado a tener su cuadra y su cochera en una casa enfrente de la suya; sus ocupaciones no le permitían ya cuidarse de ese capítulo del gobierno de la casa que atañe esencialmente a los hombres. La señora Claës suprimió el oneroso gasto de los carruajes y de la servidumbre que su aislamiento hacía inútiles, y pese a la bondad de tales razones, no intentó en absoluto justificar sus reformas con pretextos. Hasta entonces los hechos habían desmentido sus palabras y en lo venidero lo más oportuno era el silencio. El cambio de tren de vida de los Claës no era justificable en un país como Holanda donde quien gasta todas sus rentas es tildado de loco. No obstante, como su hija mayor, Marguerite, iba a cumplir dieciséis años, Joséphine quiso que concertara una buena alianza, y situarla en sociedad, como convenía a una muchacha emparentada con los Molina, los Van Ostrom-Temninck y los Casa-Real. Unos días antes del día en que arranca esta historia, el dinero de los diamantes se había agotado. Ese mismo día, a las tres, mientras acompañaba a sus hijos a las vísperas, la señora Claës se tropezó con Pierquin que venía a verla, y que la acompañó hasta Saint-Pierre, hablándole en voz baja sobre su situación.
«Prima —dijo—, no puedo, sin faltar a la amistad que me une a su familia, ocultarle el peligro en que se halla, y no rogarle que tenga usted una conversación al respecto con su marido. ¿Quién, sino usted, puede detenerle en el borde del abismo por el que caminan? Las rentas de los bienes hipotecados no bastan para pagar los intereses de las cantidades prestadas; de modo que no dispone usted en este momento de ingreso alguno. El talar los bosques que posee sería eliminar la única posibilidad de salvación que le quedará en el futuro. Mi primo Balthazar adeuda en este momento treinta mil francos a la casa Protez y Chiffreville de París. ¿Con qué los pagará usted, de qué vivirá? ¿Y que será de ustedes como Claës siga pidiendo reactivos, objetos de vidrio, pilas de Volta y otras zarandajas? Toda su fortuna, a excepción de la casa y del mobiliario, se ha dilapidado en gas y carbón. Anteayer, cuando se habló de hipotecar la casa, ¿sabe usted cuál fue la respuesta de Claës?: “¡Diablo!”. El primer síntoma de razón que ha dado en tres años».
La señora Claës oprimió con amargura el brazo de Pierquin y, alzando los brazos al cielo, dijo: «Guárdenos usted el secreto».
A pesar de su piedad, la pobre mujer, anonadada por aquellas palabras tan fulminantemente claras, fue incapaz de rezar, se quedó sentada entre sus hijos, abrió el devocionario y no volvió una hoja; se hallaba abismada en una contemplación tan absorbente como las meditaciones de su marido. El honor español, la probidad flamenca resonaban en su alma con voz tan potente como la del órgano. ¡Se había consumado la ruina de sus hijos! Entre ellos y el honor de su padre, no cabía ya vacilación alguna. La necesidad de una lucha inmediata entre ella y su marido la espantaba; resultaba a sus ojos tan grande, tan imponente, que la sola perspectiva de su ira la agitaba tanto como la idea de la majestad divina. Iba, pues, a salir de la constante sumisión en la que había permanecido santamente como esposa. El interés de sus hijos la obligaría a contrariar en sus gustos a un hombre a quien idolatraba. Sería menester devolverle a las cuestiones positivas, cuando planease por las altas esferas de la ciencia, zafarlo violentamente de un risueño futuro para sumirlo en lo más repulsivo que puede ofrecer la materialidad a los artistas y a los grandes hombres. Balthazar Claës era para ella un gigante de la ciencia, un hombre henchido de gloria; únicamente podía haberla olvidado por las más excelsas esperanzas; era además tan profundamente sensato, le había oído hablar con tanto talento sobre cuestiones de toda índole, que debía de ser sincero afirmando que trabajaba en aras de la gloria y la fortuna de su familia. El amor que profesaba aquel hombre a su mujer y a sus hijos no era tan sólo inmenso, era infinito. Tales sentimientos no habían podido apagarse, se habían agrandado sin duda reproduciéndose bajo una forma distinta. Ella, tan noble, tan generosa y tan temerosa, iba a hacer sonar ahora en los oídos del gran hombre la palabra dinero y el sonido del dinero; a mostrarle las llagas de la miseria, a hacerle oír los clamores de la penuria, mientras él oía las melodiosas voces de la Fama. El cariño que le profesaba Balthazar disminuiría sin duda. De no haber tenido hijos, hubiera tomado sobre sí animosamente y con júbilo el nuevo destino que le reservaba su marido. Las mujeres educadas en la opulencia advierten de inmediato el vacío que cubren los goces materiales; y cuando su corazón, más fatigado que marchito, les ha permitido hallar la felicidad que depara un constante intercambio de sentimientos auténticos, no retroceden ante una existencia mediocre, si conviene al ser por quien se saben amadas. Sus ideas, sus placeres se supeditan a esa vida al margen de la suya; para ellas, el único futuro temible es perderla. En aquel momento, pues, sus hijos separaban a Pepita de su auténtica vida, al igual que Balthazar Claës se había separado de ella por la Ciencia; y así, cuando regresó a las vísperas y se arrojó en su poltrona, despidió a sus hijos reclamándoles el más profundo silencio; acto seguido, mandó recado a su marido de que fuese a verla; pero por mucho que Lemulquinier, el anciano ayuda de cámara, insistiera en arrancarle de su laboratorio, Balthazar no se movió de allí. La señora Claës tuvo, pues, tiempo para meditar. Y ella también permaneció ensimismada, sin reparar en la hora ni en el tiempo, ni en el día. La perspectiva de deber treinta mil francos y no poder pagarlos, despertó las zozobras pasadas, sumándolas a las del presente y el futuro. Tal sinnúmero de intereses, ideas, sensaciones la pilló demasiado débil y lloró. Cuando vio entrar a Balthazar cuya fisonomía se le antojó entonces más terrible, más absorta, más enajenada que nunca; cuando él no le contestó, se quedó al principio fascinada por la inmovilidad de aquella mirada ausente y vacía, por todas las ideas devoradoras que destilaba aquella frente despoblada. Bajo los efectos de tal impresión, deseó morir. Pero al oír expresar a aquella voz indiferente un deseo científico en el momento en que ella tenía el corazón anonadado, recobró el valor; resolvió luchar contra aquel espantoso poder que le había arrebatado a su amante, robado un padre a sus hijos, al hogar una fortuna, a todos la felicidad. Con todo, no pudo reprimir el constante temblor que la agitaba, pues en toda su vida se había enfrentado con una escena tan solemne. ¿No contenía virtualmente aquel momento terrible su futuro, y no se resumía en él por entero el pasado?
Ahora, las personas débiles, los tímidos, o aquellos a quienes la vivacidad de sus sensaciones agranda las menores dificultades de la vida, los hombres que experimentan un involuntario temblor ante los árbitros de su destino, todos ellos podrán calibrar los miles de pensamientos que bulleron en la cabeza de aquella mujer, y los sentimientos que le atenazaron el corazón cuando su marido se encaminó lentamente hacia la puerta del jardín. La mayoría de las mujeres conocen las angustias de la íntima deliberación contra la que se debatió la señora Claës. Y así, incluso aquéllas cuyo corazón no ha sufrido una violenta emoción sino para confesar a su marido algún gasto suplementario o alguna deuda contraída en la tienda de modas entenderán hasta qué punto se aceleran los latidos del corazón cuando va en ello toda una vida. Una mujer guapa resulta cautivadora cuando se arroja a los pies del marido, sabe encontrar recursos en las poses del amor, en tanto que la conciencia de sus defectos físicos acrecentaba los temores de la señora Claës. Por eso, cuando vio que Balthazar se disponía a retirarse, su primer impulso fue precipitarse hacia él; pero un cruel pensamiento frenó su arranque: ¡iba a ponerse de pie delante de él! ¿No resultaría ridícula ante un hombre que, al no estar ya sometido a las fascinaciones del amor, podría ver claro? Todo lo hubiera perdido gustosa Joséphine, fortuna e hijos, antes que ver menguar su poder de mujer. Quiso sortear cualquier eventualidad adversa en una ocasión tan solemne, y llamó alzando la voz: «¿Balthazar?». Él se volvió maquinalmente y tosió; pero sin prestar atención a su mujer, fue a escupir en una de esas cajas cuadradas colocadas de trecho en trecho a lo largo del entablado, como en todas las casas de Holanda y de Bélgica. Aquel hombre, que no pensaba en nadie, jamás se olvidaba de las escupideras, hasta tal punto era inveterada la costumbre. A la pobre Joséphine, incapaz de reparar en tal rareza, el constante cuidado que dedicaba su marido al mobiliario le causaba siempre una angustia infinita; pero, en aquel momento, fue tan violento, que la sacó de sus casillas, y la hizo gritar con un tono lleno de impaciencia en el que se plasmaron todos sus sentimientos heridos:
—¡Le estoy hablando a usted, caballero!
—¿A qué viene esto? —contestó Balthazar volviéndose bruscamente y lanzando una mirada a su mujer en la que volvía a la vida y que fue para ella como un latigazo.
—Perdón, querido —dijo palideciendo. Quiso levantarse y tenderle la mano, pero cayó sin fuerza—. ¡Me muero! —exclamó con voz entrecortada por los sollozos.
Al verla así, Balthazar reaccionó con viveza, como todas las personas distraídas, adivinando por así decirlo el secreto de aquella crisis. Tomó al punto a la señora Claës en sus brazos, abrió la puerta que daba a la pequeña antecámara y subió tan rápidamente la vieja escalera de madera que, al prenderse el vestido de su mujer en las fauces de una de las tarascas que formaban los balaustres, quedó allí desgarrándose con gran ruido. Abrió de un puntapié la puerta del vestíbulo común a sus aposentos; pero encontró cerrada la habitación de su mujer.
Depositó dulcemente a Joséphine en un sillón pensando: «Dios mío, ¿dónde estará la llave?».
—Gracias, querido —contestó la señora Claës abriendo los ojos—, es la primera vez desde hace mucho tiempo que me siento tan cerca de tu corazón.
—¡Santo Cielo! —gritó Claës—, la llave, aquí llegan los criados.
Joséphine le indicó que cogiera la llave que llevaba sujeta a una cinta en el bolsillo. Tras abrir la puerta, Balthazar arrojó a su mujer a un canapé, salió para evitar que subieran los criados espantados, les ordenó que sirvieran al punto la cena y regresó apresuradamente con su mujer.
—¿Qué tienes, vida mía? —inquirió sentándose junto a ella y besándole la mano.
—¡Si ya no tengo nada —contestó ella—, si ya no sufro! Sólo que me gustaría poseer el poder de Dios para poner a tus pies todo el oro de la tierra.
—¿Por qué oro? —preguntó Claës. Y atrajo a su mujer hacia sí, la abrazó y la besó de nuevo en la frente—. ¿No me das mayores riquezas amándome como me amas, querida y preciosa criatura? —agregó.
—Ah, Balthazar mío, ojalá pudieras disipar las angustias con que vivimos todos, como ahogas con tu voz la pesadumbre de mi corazón.
—¿De qué angustias hablas, querida?
—¡Pues de que estamos arruinados!
—Arruinados —repitió Claës. Sonrió, acarició la mano de su mujer conservándola entre las suyas y dijo con un tono de voz muy suave que hacía tiempo que su mujer no oía—. Pero mañana, ángel mío, puede que nuestra fortuna no conozca límites. Ayer, buscando secretos mucho más importantes, creo que encontré la forma de hacer cristalizar el carbono, la sustancia del diamante. ¡Ah, querida esposa!… dentro de unos días me perdonarás mis distracciones. Según parece, a veces estoy distraído. ¿Y no he estado muy brusco hace un instante? Sé indulgente con un hombre que no ha dejado nunca de pensar en ti. Todos mis trabajos están llenos de ti, de nosotros.
—Basta, basta —contestó ella—, ya hablaremos de todo eso esta noche. Antes sufría demasiado de dolor, ahora es de felicidad.
No esperaba volver a ver aquel semblante animado por una expresión tan tierna para con ella como lo fuera antaño, oír aquella voz tan dulce como en otro tiempo, recobrar cuanto creía haber perdido.
—Esta noche —repitió él—, conforme, hablaremos. Si ves que me absorbo en alguna meditación, recuérdame mi promesa. Esta noche quiero abandonar mis cálculos, mis trabajos, y dedicarme a todas las alegrías de la familia, a los placeres del corazón; ¡y es que, Pepita, los necesito, estoy sediento de ellos!
—¿Me dirás qué estás buscando, Balthazar?
—Pero si no entenderías nada, hijita mía.
—¿Tú crees?… Pues has de saber, querido, que llevo cuatro meses estudiando química para poder hablar de ella contigo. He leído a Fourcroy, Lavoisier, Chaptal, Nollet, Rouelle, Berthollet, Gay-Lussac, Spallanzani, Leuwenhoëk, Galvani, Volta, en fin todos los libros relativos a la Ciencia que te encanta. Vaya, que puedes contarme tus secretos.
—¡Ah, eres un ángel! —exclamó Balthazar cayendo ante las rodillas de su mujer y rompiendo en enternecidos sollozos que la hicieron estremecerse—. ¡Nos entenderemos en todo!
—¡Ah! —contestó ella—, me arrojaría en el fuego del infierno que atiza tus hornos por oír esa palabra de tus labios y por verte así.
Al oír los pasos de su hija en la antecámara, corrió hacia allí.
—¿Qué quieres, Marguerite? —preguntó a su hija mayor.
—Querida madre, acaba de llegar el señor Pierquin. Si se queda a cenar, harán falta mantel y servilletas, y esta mañana se le ha olvidado a usted ponerlos.
La señora Claës se sacó del bolsillo un manojo de llavecillas y se las entregó a su hija, señalándole los armarios de madera de las islas que cubrían la antecámara.
—Coge uno de los servicios de Graindorge, hija, que están a la derecha. Puesto que mi querido Balthazar vuelve hoy a mí, devuélvemelo entero —dijo regresando junto a su marido y adoptando una expresión de dulce malicia—. Querido, hazlo por mí, ve a tu cuarto y vístete, que cena con nosotros Pierquin. Vamos, quítate esa ropa hecha trizas. Ten, fíjate en estas manchas. Todos esos agujeros ribeteados de amarillo ¿no son de ácido muriático o sulfúrico? Anda, rejuvenece un poco, que en cuanto me cambie de vestido te mando a Mulquinier.
Balthazar quiso pasar por la puerta que comunicaba con su cuarto, pero había olvidado que estaba cerrada por dentro. Salió por la antecámara.
—Marguerite, deja la mantelería en un sillón y ven a vestirme, que no quiero que venga Martha —dijo la señora Claës llamando a su hija.
Balthazar cogió a Marguerite y haciéndole dar media vuelta con gesto jovial le dijo:
—Hola hija mía, estás preciosa hoy con ese vestido de muselina y ese cinturón rosa.
Luego, la besó en la frente y le apretó la mano.
—Mamá, papá acaba de besarme —dijo Marguerite al entrar en el cuarto de su madre—. ¡Parece muy contento y muy feliz!
—Hija mía, tu padre es un gran hombre, casi tres años lleva trabajando por la gloria y fortuna de su familia y cree que ha llegado a la meta de sus investigaciones. Este día ha de ser para nosotros una hermosa fiesta…
—Querida mamá —contestó Marguerite—, nuestros criados estaban tan tristes de verlo enfurruñado, que no seremos los únicos en estar alegres. Pero póngase otro cinturón, que ése está todo arrugado.
—Bueno, pero démonos prisa, que quiero hablar con Pierquin. ¿Dónde está?
—En la sala, está jugando con Jean.
—¿Dónde están Gabriel y Félicie?
—Por el jardín se les oye.
—¡Pues baja ahora mismo y mira que no cojan tulipanes! Aún no los ha visto tu padre este año, y a lo mejor le apetece mirarlos después de cenar. Le dices a Mulquinier que le suba a tu padre todo lo que necesite para asearse.
Al retirarse Marguerite, la señora Claës echó una ojeada a sus hijos por las ventanas de su cuarto que daban al jardín, y los vio entretenidos examinando uno de esos insectos de alas verdes, relucientes y con manchas doradas, vulgarmente llamados costureras.[2]
—Sed buenos, tesoros míos —dijo subiendo una parte de la vidriera y dejándola entreabierta para ventilar la habitación. Luego, llamó suavemente a la puerta de su marido para asegurarse de que no se hallaba de nuevo abismado en alguna distracción. Al abrirle él, le dijo con voz alborozada viéndole sin vestir:
—¿No irás a dejarme mucho rato sola con Pierquin? Anda, no tardes.
Se sintió tan ágil para bajar, que un extraño, al verla, no hubiera reconocido los andares de una coja.
—El señor, al subir a la señora —le dijo el ayuda de cámara con el que se topó en la escalera—, ha desgarrado el vestido, pero no es más que un mal trozo de tela; lo malo es que ha roto la mandíbula de esta figura, y no sé yo quién podrá recomponerla. ¡Ahora nos va a quedar desgraciada la escalera, con lo preciosa que era esta barandilla!
—¡Bah!, Mulquinier, hijo, déjala así que no es ninguna desgracia.
—«¿Pues qué estará pasando —pensó Mulquinier— para que no sea un desastre? ¿Habrá hallado mi amo el absoluto?».
—Buenas tardes, señor Pierquin —dijo la señora Claës abriendo la puerta de la sala de visitas.
Acudió solícito el notario a dar el brazo a su prima, pero ésta, que sólo aceptaba el de su marido, le dio las gracias con una sonrisa y le dijo:
—Imagino que vendrá usted por lo de los treinta mil francos.
—Sí, señora, al volver a casa, he recibido una comunicación de la casa Protez y Chiffreville que ha librado, a nombre del señor Claës, seis letras de cambio de cinco mil francos cada una.
—Bueno, pues hoy no le hable de eso a Balthazar. Quédese a cenar con nosotros. Si por casualidad le pregunta por qué ha venido, busque usted cualquier pretexto, hágame el favor. Déme la carta, que ya le hablaré yo del particular. Todo va bien —agregó al ver la cara de asombro del notario—. Dentro de unos meses, mi marido reembolsará probablemente las cantidades prestadas.
Al oír aquella frase pronunciada en voz baja, el notario miró a Marguerite que volvía del jardín, seguida de Gabriel y Félicie, y dijo:
—Nunca había visto tan guapa como ahora a la señorita Claës.
La señora Claës, que se había sentado en su poltrona y tenía sentado en sus rodillas al pequeño Jean, alzó la cabeza, miró a su hija y al notario aparentando indiferencia.
Era Pierquin de estatura mediana, ni gordo ni flaco, y su rostro vulgarmente agraciado reflejaba una tristeza más mustia que melancólica, una ensoñación más vaga que reflexiva; pasaba por misántropo, pero era demasiado interesado, demasiado glotón para que resultase real su divorcio con el mundo. Su mirada habitualmente perdida en el vacío, su actitud indiferente, su silencio afectado parecían denotar profundidad, encubriendo en realidad el vacío y la nulidad de un notario exclusivamente ocupado en intereses humanos, si bien demasiado joven aún para ser envidioso. El aliarse con la Casa Claës hubiera sido para él motivo de una entrega sin límites, de no haberle movido algún sentimiento de avaricia subyacente. Se las daba de generoso, pero sabía contar. Así, sin explicarse a sí mismo sus cambios de actitud, sus atenciones eran cortantes, duras y desabridas como lo son en general las de las gentes de negocios, cuando Claës le parecía arruinado, pasando a ser afectuosas, complacientes y casi serviles cuando barruntaba algún feliz resultado en los trabajos de su primo. Tan pronto veía en Marguerite a una infanta a la que un simple notario no podía acercarse, como la consideraba una pobre muchacha demasiado feliz de que él se dignase convertirla en su mujer. Era hombre de provincias, y flamenco, sin malicia; no es que careciese de entrega o de bondad, pero tenía un ingenuo egoísmo que menoscababa sus cualidades, y una serie de aspectos ridículos que malograban su persona. Recordó la señora Claës en aquel instante el tono conminatorio con que le hablara el notario bajo el pórtico de la iglesia Saint-Pierre, y advirtió el súbito cambio que había operado su respuesta en su actitud; adivinó el fondo de sus pensamientos, y con mirada perspicaz trató de leer en el alma de su hija para saber si pensaba en su primo; pero no vio en ella sino la más total indiferencia. Tras unos instantes, durante los cuales la conversación giró en torno a los rumores que corrían por la ciudad, el dueño de la casa bajó de su habitación donde, desde hacía un rato, su mujer oía con indecible placer el chirriar de unas botas en el parqué. Sus andares, semejantes a los de un hombre joven y ágil, anunciaban una completa metamorfosis y la ansiedad que causaba su aparición a la señora Claës fue tan viva que apenas pudo reprimir un estremecimiento cuando bajó la escalera. Al poco, apareció Balthazar con la indumentaria de moda a la sazón. Llevaba botas vueltas bien lustradas que dejaban ver el extremo superior de unas medias de seda blanca, un calzón de casimir azul con botones dorados, chaleco blanco floreado y frac azul. Se había hecho la barba, peinado, perfumado el cabello, cortado las uñas y lavado las manos con tanto esmero que resultaba irreconocible para los que lo habían visto tiempo atrás. En vez de un viejo casi sumido en la demencia, sus hijos, su mujer y el notario veían a un hombre de cuarenta años cuyo semblante afable y cortés resplandecía de seducción. La fatiga y los sufrimientos que acusaban la sequedad de los rasgos y la adherencia de la piel a los huesos poseían incluso una suerte de atractivo.
—Hola, Pierquin —dijo Balthazar Claës.
De nuevo padre y marido, el químico cogió a su benjamín de las rodillas de su madre y lo alzó en el aire, bajándolo y subiéndolo una y otra vez.
—Mire usted esta criatura —dijo al notario—. ¿No le entran ganas de casarse viendo a esta preciosidad de crío? Créame, amigo mío, los placeres de la familia consuelan de todo. ¡Cataplím! —dijo levantando a Jean—. ¡Cataplám! —exclamaba dejándolo en el suelo—. ¡Cataplím! ¡Cataplám!
Reía el niño a carcajadas viéndose alternativamente en lo alto del techo y en el parqué. La madre volvió la vista para no dejar traslucir la emoción que le causaba un juego tan sencillo en apariencia y que, para ella, constituía toda una revolución doméstica.
—Veamos cómo andas —dijo Balthazar dejando a su hijo en el parqué y yendo a arrojarse a una poltrona. El niño corría hasta su padre, atraído por el brillo de los botones dorados que sujetaban el calzón por encima de la oreja de las botas—. ¡Muy bien, chatín! —dijo el padre dándole un beso—. ¡Eres un Claës, caminas derecho! Bueno, Gabriel, ¿qué se cuenta maese Morillon? —preguntó a su hijo mayor cogiéndole de la oreja y retorciéndosela—. ¿Les pegas duro a esas traducciones directas e inversas? ¿Cómo va esa brega con las matemáticas?
Luego, Balthazar se levantó, se acercó a Pierquin y le dijo con la afectuosa cortesía que le caracterizaba:
—Bien, amigo mío, seguramente tendrá usted alguna pregunta que hacerme. —Le dio el brazo y se lo llevó al jardín, agregando:
—Venga a ver mis tulipanes.
La señora Claës miró a su marido mientras salía y no pudo reprimir su alegría viéndolo tan joven, tan afable, con tan excelente aspecto. Se levantó, tomó a su hija por el talle y la besó diciéndole:
—Marguerite, niña querida, te quiero hoy más que nunca.
—Hacía tiempo que no veía a mi padre de tan buen humor —contestó la muchacha a su madre.
Llegó Lemulquimer anunciando que estaba servida la cena. Para evitar que Pierquin le ofreciese el brazo, la señora Claës tomó el de Balthazar, y toda la familia pasó al comedor.
Aquella estancia cuyo techo se componía de vigas vistas, pero realzadas con pinturas, limpiadas y remozadas todos los años, estaba amueblada con altos aparadores de roble en cuyas repisas se veían las más curiosas piezas de la vajilla patrimonial. Las paredes estaban tapizadas de cuero violeta en donde figuraban impresos con trazos dorados temas de caza. Por encima de los aparadores, aquí y allá, brillaban cuidadosamente dispuestas plumas de curiosas aves y raras conchas. Las sillas eran las mismas desde principios del siglo dieciséis y presentaban esa forma cuadrada, esos barrotes retorcidos y ese exiguo respaldo guarnecido con tela a franjas cuya moda se propagó tanto que Rafael la ilustró en su cuadro llamado La Virgen de la silla. La madera se había ennegrecido, pero los clavos dorados brillaban como nuevos, y las telas cuidadosamente renovadas lucían un admirable color rojo. Todo Flandes revivía allí con sus innovaciones españolas. Sobre la mesa, las jarras, los frascos poseían ese aspecto respetable que les confieren los abombados vientres de las formas antiguas. Las copas eran esas viejas copas de pie esbelto que aparecen en todos los cuadros de la escuela holandesa o flamenca. La vajilla de gres y adornada con figuras coloreadas al modo de Bernard de Palissy procedía de la fábrica inglesa de Wedgwood. La plata era maciza, de caras cuadradas, relieves plenos, auténtica plata de familia cuyas piezas, todas distintas de cincelado, de moda, de forma, daban fe de los inicios del bienestar y de los progresos de la fortuna de Claës. Las servilletas llevaban franjas, siguiendo la moda española. En cuanto a la lencería, era sabido que los Claës tenían a gala el poseerla magnífica. Aquella lencería, aquel servicio de plata estaban destinados al uso diario de la familia. La casa de delante, donde se celebraban las fiestas, tenía su lujo particular, cuyas maravillas reservadas para los días de gala les imprimían esa solemnidad que deja de darse, cuando el uso habitual hace, por decirlo así, que se tengan en menos las cosas. En la casa de atrás, todo poseía la impronta de una candidez patriarcal. Y, detalle delicioso, afuera, trepaba una parra a lo largo de las ventanas orlándolas de pámpanos por doquier.
—Se mantiene usted fiel a las tradiciones, señora —dijo Pierquin recibiendo un plato de esa sopa de tomillo en la que las cocineras flamencas y holandesas echan albondiguillas de carne envueltas y mezcladas con pan tostado—, ¡ésta es la mismísima sopa de los domingos a la usanza de nuestros antepasados! Su casa y la de mi tío Des Raquets son las únicas donde se sigue tomando esta sopa histórica en los Países Bajos. Bueno perdón, el anciano señor Savaron de Savarus tiene aún a orgullo servirla en su casa de Tournai, pero en todos los demás sitios se nos va el viejo Flandes. Ahora se fabrican los muebles a la griega, no se ven sino cascos, escudos, lanzas y fasces. Todo el mundo reconstruye su casa, vende sus viejos muebles, refunde sus servicios de plata, o los cambia por porcelana de Sèvres que no puede compararse ni con la antigua de Sajonia ni con las porcelanas chinas. Mire usted, yo soy flamenco hasta la médula. Y me sangra el corazón cuando veo a los caldereros comprando a precio de madera o de metal nuestros preciosos muebles incrustados de cobre o de estaño. Pero la sociedad quiere cambiar de piel, a lo que parece. ¡Pues si hasta las técnicas artísticas se están perdiendo! Cuando todo ha de ir rápido, nada puede hacerse a conciencia. Durante mi último viaje a París, me llevaron a ver los cuadros expuestos en el Louvre. Le juro a usted de que son como una cortina esos lienzos sin aire, sin profundidad en los que los pintores temen usar el color. Y, según dicen, ésos quieren derribar nuestra vieja escuela. Vamos anda…
—Nuestros antiguos pintores —contestó Balthazar— estudiaban las distintas combinaciones y la resistencia de los colores, sometiéndolas a la acción del sol y de la lluvia. Pero lleva usted razón: hoy en día los recursos materiales del arte son menos cultivados que nunca.
La señora Claës no escuchaba la conversación. Al oír decir al notario que los servicios de porcelana estaban de moda, se le había ocurrido de inmediato la luminosa idea de vender la pesada cubertería proveniente de la herencia de su hermano, esperando poder reembolsar así los treinta mil francos que adeudaba su marido.
—¡Ajá! —decía Balthazar al notario cuando la señora Claës se reintegró a la conversación—. ¿Con que se interesan por mis trabajos en Douai?
—Sí —contestó Pierquin—, todos se preguntan en qué gasta usted tanto dinero. Ayer, oí al señor primer presidente lamentarse de que un hombre de su condición buscase la piedra filosofal. Me permití contestarle que era usted demasiado instruido para no saber que eso equivalía a medirse con lo imposible, demasiado cristiano para creer dominar a Dios, y, como todos los Claës, demasiado buen calculador para cambiar su dinero por los polvos de la madre Celestina. Con todo, le confesaré que compartí el pesar que causa su retiro a toda la comunidad. Y es que tiene usted totalmente abandonada a esta ciudad. Créame, señora, que le hubiera encantado oír los elogios que hicieron todos de usted y del señor Claës.
—Obró usted como un buen pariente al rechazar imputaciones que en el mejor de los casos me hubieran puesto en ridículo —contestó Balthazar—. ¡Así que los douaisianos me creen arruinado! Pues sepa usted, mi querido Pierquin, que dentro de dos meses daré una fiesta, para celebrar el aniversario de mi boda, cuya magnificencia me devolverá la estima que dispensan nuestros queridos compatriotas a los escudos.
La señora Claës se sonrojó intensamente. Hacía dos años que ni se hacía referencia a aquel aniversario. Semejante a esos locos que tienen momentos en que sus facultades brillan con inusitado resplandor, nunca se había mostrado Balthazar tan ingeniosamente cariñoso. Derrochó atenciones con sus hijos, y su conversación fue un prodigio de gracia, inteligencia y acierto. Aquel retorno a la paternidad, ausente durante tanto tiempo, era sin duda la más hermosa fiesta que podía dar a su mujer para quien su palabra y su mirada habían recobrado esa constante simpatía en el gesto que se siente de corazón a corazón y que denota una deliciosa identidad de sentimientos.
El anciano Lemulquinier parecía rejuvenecido, iba y venía con una insólita euforia causada por la realización de sus secretas esperanzas. El cambio súbitamente operado en la actitud de su señor cobraba más significación para él que para la señora Claës. Donde la familia veía la felicidad, el ayuda de cámara veía una fortuna. Al ayudar a Balthazar en sus manipulaciones, se le había contagiado su locura. Ya porque hubiese intuido el alcance de sus investigaciones por los comentarios que se le escapaban al químico cuando la meta retrocedía de sus manos, ya porque la tendencia al mimetismo innata en el hombre le hubiera hecho abrazar las ideas de aquel en cuya atmósfera vivía, Lemulquinier había concebido por su señor un sentimiento supersticioso mezcla de terror, admiración y egoísmo. El laboratorio era para él lo que para el pueblo un despacho de lotería, la esperanza organizada. Se acostaba cada noche diciendo: «¡Mañana a lo mejor nadamos en oro!». Y al día siguiente, se despertaba con fe tan ferviente como la víspera. Su apellido denotaba un origen netamente flamenco. En otro tiempo, la gente del pueblo era conocida por un remoquete extraído de su oficio, de su terruño, de su conformación física o de sus cualidades morales. Dicho remoquete pasaba a ser el apellido de la familia burguesa que fundaban a partir de su manumisión. En Flandes, los comerciantes de hilo de lino se llamaban mulquiniers, y tal era sin duda la profesión del hombre que, entre los antepasados del andado criado, pasó del estado de siervo al de burgués hasta que desconocidos infortunios devolvieron al nieto del mulquinier a su primitiva condición de siervo, con salario eso sí. La historia de Flandes, de su hilo y de su comercio venían, pues, a resumirse en aquel anciano criado, con frecuencia llamado por eufonía Mulquinier. Su carácter y fisonomía no carecían de originalidad. Su cara era ancha y larga, y aparecía estragada por las huellas de una viruela que le había conferido fantásticas apariencias, dejando una multitud de blancos y brillantes surcos. Flaco y de elevada estatura, tenía un andar grave, misterioso. Sus ojillos, anaranjados como la peluca amarilla y lisa que cubría su cabeza, miraban tan sólo de soslayo. Su exterior casaba, pues, con el sentimiento de curiosidad que suscitaba. Su calidad de ayudante iniciado en los secretos de su amo, sobre cuyos trabajos guardaba silencio, le prestaba atractivo ante la gente. Los habitantes de la calle de París lo miraban pasar con una mezcla de interés y temor, pues tenía respuestas sibilinas y siempre sugeridoras de tesoros. Orgulloso de ser necesario a su amo, ejercía sobre sus compañeros una especie de autoridad picajosa, de la que se aprovechaba obteniendo concesiones que le convertían en medio dueño de la casa. Contrariamente a los criados flamencos, en extremo adictos a la casa, tan sólo profesaba afecto a Balthazar. Tanto daba que a la señora Claës la afligiese algún disgusto como que sobreviniese algún acontecimiento en la familia, él seguía comiendo su pan con mantequilla o bebiéndose su cerveza con la flema habitual.
Al concluir la cena, la señora Claës propuso que fuesen a tomar el café al jardín, ante el macizo de tulipanes que adornaba el centro. Las macetas con tulipanes cuyos nombres aparecían grabados en pizarras estaban enterradas y dispuestas formando una pirámide en cuya cúspide se erguía un tulipán Boca de Dragón del que Balthazar poseía un ejemplar único. Aquella flor, denominada tulipa Claësiana, reunía los siete colores, y sus largas aberturas parecían doradas por los bordes. El padre de Balthazar, que en varias ocasiones había rechazado por ella diez mil florines, adoptaba tan grandes precauciones para que no pudieran robarle una sola semilla que la tenía en la sala y solía pasar días enteros contemplándola. El tallo era enorme, muy tieso, firme, de un tono verde admirable; las proporciones de la planta armonizaban a la perfección con el cáliz cuyos colores se distinguían por esa brillante nitidez que tanto precio daba antaño a esas fastuosas flores.
—Treinta o cuarenta mil francos hay aquí en tulipanes —dijo el notario mirando alternativamente a su prima y al macizo de mil colores. La señora Claës estaba demasiado entusiasmada por el aspecto de aquellas flores que los rayos del sol poniente asemejaban a piedras preciosas, como para acabar de captar el sentido de la observación notarial.
—¿Para qué sirve todo esto? —agregó el notario dirigiéndose a Balthazar—, debería usted venderlas.
—¡Bah! ¿Qué necesidad tengo yo de dinero? —contestó Claës haciendo el ademán del hombre para quien cuarenta mil francos son cosa baladí.
Hubo un momento de silencio durante el que los niños lanzaron varias exclamaciones.
—Mamá, mira éste.
—¡Oh! ¡Éste sí que es bonito!
—¿Y éste cómo se llama?
—Qué abismo para la razón humana —exclamó Balthazar alzando las manos y juntándolas con desesperado ademán—. Una combinación de hidrógeno y oxígeno, en idéntico medio y por idéntico principio, hace que surjan con sus distintas dosificaciones estos colores que constituyen cada uno un resultado diferente.
Su mujer entendía bien los términos de aquella proporción, pero fue pronunciada demasiado rápidamente para que pudiera captarla del todo. Balthazar recordó que había estudiado su Ciencia favorita, y le dijo, haciéndole una misteriosa señal:
—¡Por mucho que lo entendieras, no sabrías lo que quiero decir!
Y pareció abismarse en una de sus habituales meditaciones.
—De eso no cabe duda —dijo Pierquin cogiendo una taza de café que le ofrecía Marguerite—. Genio y figura hasta la sepultura —agregó en voz baja dirigiéndose a la señora Claës—. Tenga usted la bondad de hablarle personalmente, ni el diablo lo sacaría de su ensimismamiento. Seguro que sigue así hasta mañana.
Se despidió de Claës que fingió no oírle, besó a Jean a quien su madre tenía en sus brazos y, tras hacer una profunda reverencia, se retiró. Cuando se oyó cerrarse la puerta de entrada, Balthazar tomó a su mujer por la cintura y disipó la inquietud que podía causarle su fingida ensoñación diciéndole al oído:
—Ya sabía yo cómo hacerle marchar.
La señora Claës volvió la cabeza hacia su marido sin avergonzarse de mostrarle las lágrimas que le nublaron los ojos, ¡eran tan dulces! Luego, apoyó la frente en el hombro de Balthazar, dejando escurrirse a Jean hasta el suelo.
—Volvamos adentro —dijo tras una pausa.
Durante toda la velada, Balthazar derrochó una alegría exultante. Inventó mil juegos para sus hijos, y jugó él mismo tan a gusto que no se percató de dos o tres ausencias de su mujer. A eso de las nueve y media, una vez acostado Jean, cuando regresó Marguerite a la sala tras ayudar a desnudarse a su hermana Félicie, encontró a su madre sentada en la poltrona, y a su padre que conversaba con ella teniendo su mano entre las suyas. Temió importunar a sus padres, pero cuando hizo ademán de retirarse, la señora Claës lo advirtió y le dijo:
—Ven, Marguerite, ven querida niña.
Luego, la atrajo hacia sí y la besó cariñosamente en la frente, agregando:
—Llévate tu libro a tu habitación, y procura acostarte pronto.
Marguerite besó a su padre y se retiró. Claës y su mujer permanecieron un buen rato solos, contemplando las últimas tonalidades del crepúsculo que morían entre los follajes del jardín ya oscuros, cuyos relieves apenas se divisaban en el fulgor. Cuando se hizo casi de noche, Balthazar dijo a su mujer con voz emocionada:
—Subamos.
Mucho tiempo antes de que las costumbres inglesas consagrasen la habitación de una mujer como un lugar sagrado, la de una mujer flamenca era impenetrable. Las buenas amas de casa no lo tenían como una ostentación de virtud, sino como hábito contraído desde la infancia, una superstición doméstica que convertía un dormitorio en un delicioso santuario donde se respiraban tiernos sentimientos, donde lo simple se unía a los elementos más gratos y sagrados que entraña la vida social. En las especiales circunstancias en que se hallaba la señora Claës, toda mujer hubiera querido reunir a su alrededor las cosas más elegantes; pero ella lo había hecho con un gusto exquisito, sabiendo la influencia que ejerce cuanto nos rodea sobre los sentimientos. Lo que en una agraciada criatura hubiera sido lujo, era en ella una necesidad. Había comprendido el alcance de estas palabras: «Ser guapa es cosa de una misma», máxima que dirigía todos los actos de la primera mujer de Napoleón y la hacía con frecuencia ser falsa mientras que la señora Claës era siempre natural y auténtica. Aun cuando Balthazar conocía bien la habitación de su mujer, su olvido de las cosas materiales de la vida había sido tan total, que al entrar en ella se estremeció gratamente como si la viese por primera vez. La fastuosa alegría de una mujer triunfante resplandecía en los espléndidos colores de los tulipanes que asomaban por el largo cuello de los gruesos jarrones de porcelana china, hábilmente dispuestos, y en la profusión de las luces cuyos efectos tan sólo podían equipararse a los de las más alegres fanfarrias. El fulgor de las velas comunicaba un armonioso brillo a las grises telas de lino cuya monotonía quedaba realzada por los reflejos del oro sobriamente repartido en algunos objetos, y por los variados tonos de las flores que semejaban haces de pedrería. El secreto de tales aderezos era él, ¡siempre él!… Joséphine no podía decir más elocuentemente a Balthazar que él era siempre el principio de sus alegrías y pesares. El aspecto de aquella habitación transmitía un delicioso estado de ánimo y ahuyentaba cualquier triste pensamiento para no dejar sino la sensación de una dicha plácida y pura. La tela de la tapicería comprada en China desprendía esa suave fragancia que penetra en el cuerpo sin fatigarlo. Finalmente, las cortinas cuidadosamente corridas reflejaban un afán de soledad, un celoso deseo de preservar los menores sones de la palabra, de encerrar allí las miradas del esposo reconquistado. Luciendo su espléndida cabellera negra perfectamente lisa que le caía a cada lado de la frente como dos alas de cuervo, la señora Claës, envuelta en un batín cerrado hasta el cuello y guarnecido por una larga esclavina en la que se henchía el encaje, fue a correr el portier que no dejaba penetrar ruido alguno del exterior. Desde allí, Joséphine dirigió a su marido que se había sentado junto a la chimenea una de esas alegres sonrisas con las que una mujer inteligente cuya alma embellece a veces el rostro sabe expresar irresistibles esperanzas. El mayor encanto de una mujer reside en una llamada constante a la generosidad del hombre, en una exquisita declaración de debilidad con la que le enorgullece y despierta en él los más magníficos sentimientos. ¿No conlleva la declaración de la debilidad mágicas seducciones? Cuando los aros del portier se hubieron deslizado sordamente por la varilla de madera, se volvió hacia su marido, pareció querer disimular en aquel momento sus defectos corporales apoyando la mano en una silla, para deslizarse con gracia. Era llamarle en su socorro. Balthazar, abismado durante un instante en la contemplación de aquel rostro oliváceo que se recortaba sobre el fondo gris atrayendo y recreando la mirada, se levantó para tomar a su mujer en sus brazos y la llevó al canapé. Era lo que ella quería.
—Me prometiste —dijo tomándole la mano que conservó entre sus manos electrizantes— iniciarme en el secreto de tus investigaciones. Convendrás, querido, en que soy digna de saberlo, puesto que he tenido el valor de estudiar una ciencia condenada por la Iglesia, para así poder comprenderte; pero soy curiosa, no me escondas nada. Así que cuéntame el motivo de que una buena mañana te levantaras preocupado, cuando la víspera te había dejado tan feliz.
—¿Y para oír hablar de química te has vestido tan coquetamente?
—Querido, el recibir una confidencia que me permite penetrar más hondo en tu corazón, ¿no es para mí el mayor de los placeres? ¿No es una unión espiritual que comprende y dispensa todas las alegrías de la vida? Tu amor vuelve a mí puro y entero, quiero saber qué idea ha sido tan poderosa como para privarme de él tanto tiempo. Sí, siento más celos de un pensamiento que de todas las mujeres juntas. El amor es inmenso, pero no infinito; mientras que la Ciencia posee profundidades sin límites a las que no podría verte ir solo. Si conquistases esa gloria que persigues, yo me sentiría desgraciada. ¿No te procuraría acaso inmensos goces? La fuente de sus placeres, caballero, he de ser únicamente yo.
—No, ángel mío, no ha sido una idea lo que me ha lanzado hacia esa senda, sino un hombre.
—Un hombre —exclamó ella con terror.
—¿Recuerdas, Pepita, a aquel oficial polaco a quien alojamos en casa, en 1809?
—¡Que si lo recuerdo! ¡Lo nerviosa que me pongo muchas veces cuando me vienen a la memoria sus dos ojos como lenguas de fuego, las cavidades encima de sus cejas donde se veían carbones del infierno, su cráneo ancho y sin pelo, los bigotes enhiestos, la cara angulosa, estragada!… Y luego, ¡esa calma aterradora en el andar!… Si llega a encontrar cuarto en las posadas, te aseguro que no duerme aquí.
—Aquel gentilhombre polaco se llamaba Adam de Wierzchownia —continuó Balthazar—. Cuando por la noche nos dejaste solos en la sala, la conversación derivó casualmente sobre la química. Arrancado del estudio de esta ciencia por la miseria, se había hecho soldado. Creo que fue a raíz de pedir un vaso de agua azucarada cuando nos reconocimos como adeptos. Cuando le dije a Mulquinier que trajera azúcar en terrones, el capitán hizo un gesto de sorpresa. «¿Ha estudiado usted química?», me preguntó. «Con Lavoisier», le contesté. «¡Qué suerte tiene usted de ser libre y rico!», exclamó. Y brotó de su pecho uno de esos suspiros que revelan un infierno de dolores oculto bajo un cráneo o encerrado en un corazón, una de esas reacciones ardientes, concentradas, que no se pueden expresar con palabras. Remató su pensamiento con una mirada que me dejó helado. Tras una pausa, me dijo que, casi muerta Polonia, se había refugiado en Suecia. Había buscado consuelo en el estudio de la química por la que había sentido siempre una irresistible vocación. «Pues bien —agregó—, ya veo que ha advertido usted como yo que la goma arábiga, el azúcar y el almidón puestos en polvo dan una sustancia absolutamente similar, y en el análisis un idéntico resultado cualitativo». Hizo otra pausa y, tras examinarme con mirada escrutadora, me dijo confidencialmente y en voz baja solemnes palabras de las que ya sólo conservo en la memoria su sentido general; pero las acompañó con tan poderoso timbre de voz, tan cálidas inflexiones y tal fuerza en el gesto, que me removieron las entrañas y golpearon mi intelecto como bate el hierro un martillo en el yunque. Éstos son resumidos aquellos razonamientos que fueron para mí el carbón que puso Dios en la lengua de Isaías, pues mis estudios con Lavoisier me permitían captar todo su alcance. «Verá usted —me dijo—, la similitud de esas tres sustancias, en apariencia tan distintas, me ha movido a pensar que todos los productos de la naturaleza han de poseer idéntico principio. Los trabajos de la química moderna han demostrado la verdad de dicha ley, en la parte más considerable de los efectos naturales. La química divide la creación en dos partes distintas: la naturaleza orgánica y la inorgánica. Al abarcar todas las creaciones vegetales o animales en las que se manifiesta una organización más o menos perfeccionada, o, por ser más exactos, una mayor o menor motilidad que determina mayor o menor sentimiento, la naturaleza orgánica es, sin lugar a dudas, la parte más importante de nuestro mundo. Pues bien, el análisis ha reducido todos los productos de esta naturaleza a cuatro cuerpos simples que son tres gases: el nitrógeno, el hidrógeno y el oxígeno; y otro cuerpo simple no metálico y sólido, el carbono. En cambio, la naturaleza inorgánica, tan poco variada, desprovista de movimiento, de sentimiento, y a la que se puede negar la facultad de crecimiento que Linneo le concediera a la ligera, cuenta con cincuenta y tres cuerpos simples cuyas diferentes combinaciones forman todos sus productos. ¿Cabe pensar que sean más numerosos los medios donde existen menores resultados?… Así, mi antiguo maestro opina que esos cincuenta y tres cuerpos poseen un principio común, modificado otrora por la acción de un poder apagado actualmente, pero que el genio humano debe hacer revivir. Bien, pues imagine que seamos capaces de despertar ese poder, tendríamos una química unitaria. Las naturalezas orgánica e inorgánica descansarían verosímilmente sobre cuatro principios, y si lográsemos descomponer el nitrógeno, que debemos considerar como una negación, tan sólo nos quedarían tres. Nos acercamos ya al gran Ternario de los antiguos y de los alquimistas de la Edad Media de quienes nos burlamos erróneamente. La química moderna no es aún más que eso. Es mucho y poco. Es mucho, porque la química se ha acostumbrado a no retroceder ante ninguna dificultad. Es poco, en comparación con lo que queda por hacer. ¡Mucho se ha prodigado el azar con tan hermosa Ciencia! Y así, esa lágrima de carbón puro cristalizado, el diamante, ¿no parecía la última sustancia que fuese posible crear? Los antiguos alquimistas, que creían el oro descomponible, y por consiguiente factible, retrocedían ante la idea de producir el diamante, y sin embargo hemos descubierto su naturaleza y la ley de su composición. ¡Yo —dijo— he ido más lejos! Una experiencia me ha demostrado que el misterioso Ternario con el que andan a vueltas desde tiempo inmemorial, no se encontrará en los análisis actuales que carecen de objetivo concreto. Veamos primero la experiencia. Siembre semillas de berro (por tomar una sustancia entre todas las de la naturaleza orgánica) en flor de azufre (por tomar asimismo un cuerpo simple). Riegue las semillas con agua destilada por no dejar penetrar en los productos de la destilación ningún producto desconocido. Las semillas germinan, crecen en un medio conocido no alimentándose más que con principios conocidos por el análisis. Corte repetidas veces el tallo de las plantas hasta reunir cierta cantidad con el fin de obtener unos cuantos gramos de cenizas haciéndolos arder y así poder operar sobre cierta masa; pues bien, al analizar esas cenizas, encontrará usted ácido silícico, alúmina, fosfato y carbonato cálcico, carbonato magnésico, sulfato, carbonato potásico, y óxido férrico, como si el berro hubiese crecido en la tierra, al borde del agua. Ahora bien, tales sustancias no existían ni en el azufre, cuerpo simple, que servía de suelo a la planta, ni en el agua utilizada como riego, cuya composición es conocida; pero como no están tampoco en la semilla, no podemos explicar su presencia en la planta sino suponiendo un elemento común en los cuerpos contenidos en el berro, y en los que le han servido de medio. Así, el aire, el agua destilada, la flor de azufre, y las sustancias que da el análisis del berro, o sea la potasa, la cal, la magnesia, la alúmina, etcétera, deben de tener un principio común que vaga por la atmósfera tal como la crea el sol. ¡De esta irrefutable experiencia —exclamó—, he deducido la existencia del Absoluto! Una sustancia común a todas las creaciones, modificada por una fuerza única, tal es la posición clara y nítida del problema que presenta el Absoluto y que me ha parecido investigable. Ahí se topará usted con el misterioso Ternario, ante el que, en todos los tiempos, se ha arrodillado la Humanidad: la materia primera, el medio, el resultado. El terrible número Tres lo hallará usted en toda cosa humana, domina las religiones, las ciencias y las leyes. En este punto —añadió—, han interrumpido mis trabajos la guerra y la miseria. Es usted alumno de Lavoisier, es rico y dueño de su tiempo, de modo que puedo hacerle partícipe de mis conjeturas. He aquí la meta que mis experiencias personales me han dejado entrever. La MATERIA UNA tiene que ser un principio común a los tres gases y al carbono. El MEDIO tiene que ser el principio común a la electricidad negativa y a la electricidad positiva. Intente usted descubrir las pruebas que establezcan esas dos verdades y tendrá la razón suprema de todos los efectos de la naturaleza. ¡Ah!, caballero, cuando lleva uno aquí —dijo golpeándose la frente— la clave de la Creación, presintiendo el Absoluto, ¿es vida el verse arrastrado al movimiento de esa caterva de hombres que se precipitan a hora fija los unos sobre los otros sin saber lo que hacen? Mi vida actual es exactamente la antítesis de un sueño. Mi cuerpo va, viene, actúa, se mueve en medio del acero, de los cañones, de los hombres, cruza Europa al capricho de una potencia a la que obedezco despreciándola. Mi alma no tiene conciencia alguna de tales actos, permanece absorta, abismada en una idea, embotada por esa idea, la búsqueda del Absoluto, de ese principio en virtud del cual unas semillas, absolutamente idénticas, puestas en un mismo medio, dan, una cálices blancos, ¡la otra cálices amarillos! Fenómeno aplicable a los gusanos de seda que, alimentados con las mismas hojas y constituidos sin diferencias aparentes, hacen unos seda amarilla y los otros seda blanca; aplicable, en fin, al propio hombre, quien a menudo tiene legítimamente hijos totalmente distintos a la madre o a él. Por lo demás, ¿no implica la deducción lógica de este hecho la razón de todos los efectos de la naturaleza? ¿Acaso existe algo más conforme a nuestras ideas sobre Dios que el creer que lo hizo todo utilizando el medio más simple? La adoración pitagórica por el UNO del que proceden todos los números y que representa la materia una; la adoración por el número DOS, la primera agregación y el prototipo de todas las demás; la que se profesa al número TRES, que en todo tiempo ha configurado a Dios, es decir la Materia, la Fuerza y el Producto, ¿no resumían tradicionalmente el conocimiento confuso del Absoluto? Stahl, Becher, Paracelso, Agrippa, todos los grandes investigadores de causas ocultas tenían por consigna a Trimegisto, que significa el gran Ternario. Los ignorantes, acostumbrados a condenar la alquimia, esa química trascendente, ignoran sin duda que trabajamos en justificar las apasionadas investigaciones de aquellos grandes hombres. Una vez hallado el Absoluto, me las hubiera visto con el Movimiento. ¡Ah! ¡Mientras me alimento de pólvora, y mando a mis hombres a una muerte sin objeto, mi antiguo maestro acumula descubrimiento tras descubrimiento, vuela hacia el Absoluto! ¡Y yo moriré como un perro al pie de una batería!». Cuando se serenó una pizca, aquel pobre gran hombre, me dijo con una suerte de conmovedora fraternidad: «Si diese con algún experimento por hacer, se lo legaría». Pepita mía —dijo Balthazar oprimiendo la mano de su mujer—, lágrimas de rabia corrían por las hundidas mejillas de aquel hombre mientras arrojaba en mi alma el fuego de ese razonamiento que ya se hiciera tímidamente Lavoisier, sin atreverse a llevarlo a cabo…
—¿Cómo? —exclamó la señora Claës que no pudo evitar el interrumpir a su marido—. ¿Ese hombre, pasando una noche bajo nuestro techo, destruyó con una sola frase y una sola palabra la felicidad de una familia? ¡Ah, Balthazar querido! ¿Hizo ese hombre la señal de la cruz? ¿Te fijaste bien en él? Sólo el Tentador podía tener esos ojos amarillos de los que salía el fuego de Prometeo. Sí, únicamente el demonio podía apartarte de mí. A partir de aquel día, no fuiste ya padre, ni esposo, ni cabeza de familia.
—¡Qué! —replicó Balthazar irguiéndose en la habitación y clavando una penetrante mirada en su mujer—. ¡Criticas el que tu marido se eleve por encima de los demás hombres para poder arrojar a tus pies la púrpura divina de la gloria, como una mínima ofrenda a los tesoros de tu corazón! Pero ¿es que no sabes lo que he hecho, en estos tres años? ¡He dado pasos de gigante, Pepita mía! —agregó animándose.
Su rostro pareció entonces a su mujer más resplandeciente bajo el fuego del genio que antaño bajo el fuego del amor, y lloró oyéndolo.
—He combinado el cloro con el nitrógeno, he descompuesto varios cuerpos hasta ahora considerados como simples, he hallado nuevos metales. Ten —dijo al ver llorar a su mujer—, he descompuesto las lágrimas. Las lágrimas contienen un poco de fosfato de calcio, cloruro de sodio, mucosidad y agua.
Continuó hablando sin reparar en la horrible convulsión que descompuso el rostro de Joséphine, se había subido a la Ciencia que se lo llevaba en su grupa, desplegadas las alas, lejos del mundo material.
—Ese análisis, querida, es una de las mejores pruebas del sistema del Absoluto. Toda vida implica una combustión. Según la mayor o menor actividad de la fuente de calor, la vida es más o menos persistente. Así, la destrucción del mineral se retrasa indefinidamente, porque en él la combustión es virtual, latente o insensible. Así, los vegetales, que se revitalizan incesantemente por la combinación que produce la humedad, viven indefinidamente, y existen varios vegetales contemporáneos del último cataclismo. Pero cada vez que la naturaleza ha perfeccionado un aparato, que con una finalidad ignorada le ha transmitido sentimiento, instinto o inteligencia, tres rasgos distintivos en el sistema orgánico, esos tres organismos requieren una combustión cuya actividad está en razón directa con el resultado obtenido. El hombre, que representa la más alta cota de inteligencia y que nos ofrece el único aparato del que resulta un poder semicreador, ¡el pensamiento!, es, entre las creaciones zoológicas, aquella en que la combustión alcanza su grado más intenso y cuyos poderosos efectos quedan evidenciados en cierto modo por los fosfatos, los sulfatos y los carbonatos que proporciona su cuerpo en nuestro análisis. ¿No son esas sustancias las huellas que deja en él la acción del fluido eléctrico, principio de toda fecundación? ¿No se manifestará en él la electricidad mediante combinaciones más variadas que en cualquier otro animal? ¿No estará más capacitado que cualquier otra criatura para absorber mayores cantidades del principio absoluto, y no las asimilará para componer, en una máquina más perfecta, su fuerza y sus ideas? Eso creo yo. El hombre es un matraz. Así, según mi teoría, el idiota es aquél cuyo cerebro contiene menos fósforo o cualquier otro producto del electromagnetismo, el loco aquél cuyo cerebro contiene demasiado, el hombre corriente el que tiene poco, el hombre genial aquél cuyo cerebro está saturado de él hasta un grado razonable. El hombre constantemente enamorado, el mozo de cuerda, el bailarín, el comilón son aquellos que desplazan la fuerza resultante de su aparato eléctrico. Así, nuestros sentimientos…
—Basta, Balthazar; me espantas, estás cometiendo sacrilegios. Cómo, o sea que según tú mi amor es…
—Materia etérea que se desprende —dijo Claës—, y que sin duda es la clave del Absoluto. Tú piensa que si yo, ¡yo el primero! ¡Si encuentro, si encuentro, si encuentro!
Mientras decía estas palabras con tres tonos distintos, su rostro cobró gradualmente la expresión del inspirado.
—Hago los metales, hago los diamantes, repito a la naturaleza —exclamó.
—¿Y serás más feliz? —gritó Joséphine con desespero—. ¡Maldita Ciencia, maldito demonio! Olvidas, Claës, que cometes el pecado de orgullo del que fue culpable Satán. Quieres medirte con Dios.
—¡Oh! ¡Oh! ¡Dios!
—¡Lo niega! —exclamó Joséphine retorciéndose las manos—. Claës, Dios dispone de un poder que tú jamás poseerás.
Ante aquel argumento que pretendía anular a su querida Ciencia, Balthazar miró tembloroso a su mujer.
—¿Qué?
—La fuerza única, el movimiento. Es lo que he comprendido en los libros que me has forzado a leer. Analiza flores, frutas, vino de Málaga; descubrirás desde luego sus principios que aparecen, como los del berro del que hablabas, en un medio que parece serles ajeno; ¿pero lograrás hacer, reuniéndolos, esas flores, esas frutas, el vino de Málaga? ¿Conseguirás los incomprensibles efectos del sol? ¿Conseguirás la atmósfera de España? Descomponer no es crear.
—Si doy con la fuerza coercitiva, podré crear.
—Nada lo detendrá —gritó Pepita con voz desesperada—. ¡Oh! Amor mío, está muerto, lo he perdido.
Prorrumpió en sollozos, y sus ojos animados por el dolor y por la santidad de los sentimientos que reflejaban, brillaron más hermosos que nunca a través de su llanto.
—Sí —prosiguió sollozando—, has muerto para todo. Ya lo veo, la Ciencia es más poderosa en ti que tú mismo, y su vuelo te ha llevado demasiado alto para que vuelvas a bajar a ser el compañero de una pobre mujer. ¿Qué dicha puedo ya depararte? ¡Ah! Me gustaría, triste consuelo, creer que te ha creado Dios para dar a conocer sus obras y cantar sus alabanzas, que te ha insuflado una fuerza irresistible que te domina. Pero no, Dios es bueno, dejaría en tu corazón algún pensamiento para una mujer que te adora, para unos hijos a quienes debes proteger. Sí, sólo el demonio puede ayudarte a transitar solo en medio de esos abismos sin salida, por entre esas tinieblas donde no te ilumina la fe de ahí arriba, sino una horrible seguridad en tus facultades. ¿No te habrías dado cuenta, si no, de que llevas devorados novecientos mil francos en tres años? ¡Oh! Hazme justicia, tú, mi dios en esta tierra, no te reprocho nada. Si estuviésemos solos, de rodillas pondría a tus pies toda nuestra fortuna diciéndote: «Ten, arrójala a tu horno, conviértela en humo», y me reiría viéndola flotar por el aire. Si fueses pobre, saldría a mendigar sin rubor para procurarte el carbón que alimenta a tu horno. Y si, arrojándome en él, te ayudase a dar con tu abominable Absoluto, contenta me arrojaría, Claës, ya que cifras tu gloria y tu dicha en ese secreto aún por hallar. Pero ¿y nuestros hijos, Claës?, ¡y nuestros hijos! ¿Qué será de ellos como no adivines pronto ese secreto del infierno? ¿Sabes a qué venía Pierquin? Venía a reclamarte treinta mil francos que adeudas, sin tenerlos. Tus propiedades ya no son tuyas. Le he dicho que tenías esos treinta mil francos para ahorrarte el apuro en que te habrían puesto sus preguntas; pero para satisfacer esa deuda, he pensado en vender nuestro antiguo servicio de plata.
Vio los ojos de su marido a punto de humedecerse, y se arrojó desesperadamente a sus pies alzando suplicantes las manos.
—Querido —exclamó—, interrumpe por un tiempo tus investigaciones, ahorremos el dinero que necesites para reanudarlas más adelante, si no puedes renunciar a proseguir con tu obra. Oh, no la juzgo, yo misma soplaré en tus hornos, si quieres; pero no reduzcas a nuestros hijos a la miseria, eres ya incapaz de amarlos, la Ciencia te ha devorado el corazón, no les legues una vida infeliz a cambio de la felicidad que les debías. El sentimiento materno ha sido demasiadas veces el más débil en mi corazón, sí, ¡cuántas veces he deseado no ser madre para poder unirme más íntimamente a tu alma, a tu vida! Por eso, para ahogar mis remordimientos, he de defender ante ti la causa de tus hijos antes que la mía.
Se le había soltado el cabello y flotaba sobre sus hombros, sus ojos irradiaban mil sentimientos como otros tantos dardos, y triunfó sobre su rival; Balthazar la tomó en sus brazos, la llevó al canapé, se puso a sus pies.
—Cuánto te he hecho sufrir —le dijo con el acento de quien despierta de un penoso sueño.
—Pobre Claës, y seguirás haciéndonos sufrir a pesar tuyo —replicó Joséphine acariciándole el pelo—. Anda, ven a sentarte a mi lado —dijo señalándole el canapé—. Mira, todo lo he olvidado, ya que vuelves a nosotros. Saldremos adelante, querido, pero no volverás a alejarte de tu mujer, ¿verdad? Dime que será así. Déjame que ejerza sobre tu corazón esa influencia femenina tan necesaria para la felicidad de los artistas desdichados, de los grandes hombres que sufren. Maltrátame, destrózame si lo deseas, pero permite que te lleve un poquito la contraria por tu bien. Jamás abusaré del poder que me concedas. Sé célebre, pero sé también feliz. No nos antepongas a la Química. Escucha, seremos complacientes, permitiremos que la Ciencia entre con nosotros en el reparto de tu corazón; pero sé justo, no nos prives de nuestra mitad. Dime, ¿no es sublime mi desinterés?
Logró hacer sonreír a Balthazar. Con ese maravilloso arte que poseen las mujeres, había llevado el asunto capital al terreno de la broma en el que son maestras las mujeres. No obstante, aunque pareciera risueña, su corazón estaba tan violentamente contraído que a duras penas recobraba el movimiento regular y pausado de su estado habitual; pero al ver renacer en los ojos de Balthazar la expresión que la encantaba, que constituía su propia gloria y le revelaba por entero la acción de su antiguo poder que creía perdido, le dijo sonriendo:
—Créeme, Balthazar, la naturaleza nos ha hecho para sentir, y por mucho que pretendas que no seamos más que máquinas eléctricas, tus gases, tus materias etéreas jamás explicarán el don que poseemos de entrever el porvenir.
—Sí —replicó él—, mediante las afinidades. El poder de visión que hace al poeta, y el poder de deducción que hace al sabio residen en afinidades invisibles, intangibles e imponderables que el vulgo sitúa en el ámbito de los fenómenos morales, cuando son efectos físicos. El profeta ve y deduce. Por desgracia, esa clase de afinidades son demasiado escasas y poco perceptibles para ser sometidas al análisis o a la observación.
—Esto —dijo ella dándole un beso para ahuyentar a esa Química que había tenido la mala ocurrencia de despertar—, ¿también es una afinidad?
—No, es una combinación: dos sustancias del mismo signo no producen ninguna actividad…
—Vamos, calla, que me harías morir de dolor. No, no soportaría ver a mi rival hasta en tus raptos amorosos.
—Pero, vida mía, si sólo pienso en ti; mis trabajos constituyen la gloria de mi familia y tras todas mis esperanzas estás tú.
—A ver, mírame.
Aquella escena la había embellecido como a una muchachita, y de toda su persona, su marido tan sólo veía su cara, por encima de una nube de muselinas y encajes.
—Sí, qué mal he hecho dejándote por la Ciencia. A partir de ahora, cuando vuelva a caer en mis preocupaciones, tú, Pepita mía, me arrancarás de ellas, así lo quiero.
Bajó ella los ojos y le abandonó la mano, su mayor belleza, una mano a un tiempo poderosa y delicada.
—Pero quiero más que eso —dijo.
—Eres tan deliciosamente hermosa que lo puedes conseguir todo.
—Quiero destruir tu laboratorio y amarrar tu Ciencia —dijo Joséphine arrojando fuego por los ojos.
—Pues al diablo la Química.
—Este momento disipa todos mis dolores. Ahora, hazme sufrir si lo deseas.
Al oír estas palabras, a Balthazar se le saltaron las lágrimas.
—Tienes razón, os veía ya sólo a través de un velo, y ni os oía.
—Si sólo hubiera sido por mí, habría seguido sufriendo en silencio, sin alzar la voz ante mi soberano; pero tus hijos merecen consideración, Claës. Te aseguro que como siguieses dilapidando tu fortuna, por gloriosa que fuera tu meta, la sociedad no te lo reconocería y su reprobación caería sobre los tuyos. ¿No debe bastarte a ti, hombre tan clarividente, que tu mujer haya llamado tu atención sobre un peligro del que no te percatabas? No hablemos más de todo eso —dijo dirigiéndole una sonrisa y una mirada llenas de coquetería—. Esta noche, Claës mío, no seamos felices a medias.
A la mañana siguiente de aquella noche tan capital en la vida del matrimonio, Balthazar Claës, a quien sin duda su mujer había arrancado alguna promesa relativa a la interrupción de sus trabajos, no subió a su laboratorio y permaneció junto a ella durante todo el día. Al otro día, la familia hizo sus preparativos para trasladarse al campo donde permanecieron unos dos meses y de donde no regresaron sino para preparar la fiesta con que Claës quería celebrar, como antaño, el aniversario de su boda. Balthazar, día tras día, pudo formarse así una idea del quebranto que sus trabajos y su indiferencia habían traído a su hacienda. Lejos de agrandar la llaga con algún comentario, su mujer sabía buscar siempre paliativos a los males consumados. De los siete criados que tenía Claës el día en que recibiera por última vez, únicamente quedaban Lemulquinier, Josette la cocinera, y una anciana doncella que no había abandonado a su ama desde que saliera del convento; resultaba, pues, imposible recibir a la alta sociedad con tan escasa servidumbre. La señora Claës resolvió el atolladero proponiendo contratar un cocinero de París, enseñar al hijo del jardinero y pedir a Pierquin que les prestase su criado. Así, nadie repararía en la apurada situación en que se hallaban. Durante los veinte días que duraron los preparativos, la señora Claës supo distraer con ingenio la inactividad de su marido: tan pronto le encomendaba que eligiera las flores exóticas que debían ornar la escalera principal, la galería y los aposentos, como lo mandaba a Dunkerque a que se hiciera con alguno de esos monstruosos pescados que constituyen la gloria de las mesas familiares en el departamento del Norte. Una fiesta como la que daba Claës representaba un acontecimiento capital que requería multitud de preparativos y una correspondencia activa, en una comarca donde las tradiciones de la hospitalidad ponen hasta tal punto en juego el honor de las familias, que, para amos y servidores, una cena viene a ser como una victoria que es menester alcanzar sobre los invitados. Las ostras llegaban de Ostende, los urogallos se encargaban a Escocia, las frutas venían de París; en una palabra, que ni el menor accesorio había de desmentir el lujo patrimonial. Por otra parte, el baile de la Casa Claës había alcanzado una especie de celebridad. Siendo Douai a la sazón la capital del departamento, aquella velada abría en cierto modo la temporada de invierno, y marcaba la pauta a todas las de la comarca. Así, durante quince años Balthazar se había esforzado en distinguirse, y hasta tal punto lo había logrado que la fiesta daba pábulo a comentarios a veinte leguas a la redonda, y la gente se hacía lenguas sobre los trajes, los invitados, los menores detalles, las novedades que se habían visto o cuanto hubiera acaecido. Tales preparativos, pues, impidieron a Claës pensar en la búsqueda del Absoluto. Al volver a las ideas domésticas y a la vida social, el sabio recobró su amor propio de hombre, de flamenco, de cabeza de familia, y disfrutó asombrando a sus paisanos. Quiso imprimir un carácter especial a aquella velada merced a algún nuevo refinamiento, y eligió, entre todas las fantasías de lujo, la más hermosa, la más rica, la más pasajera, convirtiendo su casa en un boscaje de plantas exóticas, y preparando ramos de flores para las mujeres. Los demás detalles de la fiesta respondían a tan inusitado lujo, sin que pareciera que nada pudiera deslucir su efecto. Pero el vigésimo noveno boletín y las noticias concretas de los desastres sufridos por el gran ejército en Rusia y en el Beresina corrieron de boca en boca después de la cena. Una profunda y sincera tristeza embargó a los douaisianos que, por sentimiento patriótico, se negaron unánimemente a bailar. Entre las cartas que llegaron de Polonia a Douai, había una para Balthazar. El señor de Wierzchownia, entonces en Dresde donde, según decía, se estaba muriendo de una herida recibida en una de las últimas refriegas, había querido legar a su anfitrión varias ideas que se le habían ocurrido, después de su encuentro, acerca del Absoluto. Aquella carta abismó a Claës en una profunda ensoñación que hizo honor a su patriotismo; pero su mujer no se llamó a engaño. Para ella, la fiesta tuvo un doble luto. Aquella fiesta, durante la cual la Casa Claës lanzaba su postrer fulgor, tuvo pues un aspecto triste y sombrío en medio de tanta magnificencia, de curiosidades amasadas por seis generaciones, cada una de las cuales había tenido su manía, y que los douaisianos admiraron por última vez.
La reina de aquel día fue Marguerite, que contaba entonces dieciséis años, y a quien sus padres presentaron en sociedad. Atrajo todas las miradas por su extrema sencillez, por su aire cándido y sobre todo por su fisonomía, tan en consonancia con aquella mansión. Encarnaba la imagen de la muchacha flamenca tal como la han representado los pintores del país: una cabeza perfectamente redonda y llena; cabello castaño, alisado en la frente y separado en dos crenchas; ojos grises, salpicados de verde; hermosos brazos, una exuberancia de carnes que en nada menoscababa su belleza; un aire tímido, pero en su frente, alta y lisa, una firmeza que se disimulaba tras un sosiego y una dulzura aparentes. Sin ser triste ni melancólica, no daba una impresión de jovialidad. La reflexión, el orden, el sentido del deber, los tres principales rasgos del carácter flamenco animaban su semblante frío a primera vista, pero que atraía la mirada por cierta delicadeza en el perfil y por una serena altivez que venía a ser como una promesa de felicidad doméstica. Por una singularidad aún no explicada por los fisiologistas, no había heredado rasgo alguno ni de su madre ni de su padre, siendo la viva imagen de su abuela materna, una Conyncks de Brujas, cuyo retrato celosamente conservado daba fe de tal parecido.
El resopón dio cierta vida a la fiesta. Ya que los desastres del ejército vedaban los goces del baile, todos pensaron que no debían excluir los placeres de la mesa. Los patriotas se retiraron temprano. Los indiferentes se quedaron con algunos jugadores y varios amigos de Claës. Pero, paulatinamente, aquella casa tan brillantemente iluminada en donde se agolpaban todos los proceres de Douai, retornó al silencio; y, hacia la una de la mañana, la galería quedó desierta y fueron apagándose las luces de salón en salón. Al cabo, aquel patio interior, por un momento tan bullicioso, tan luminoso, volvió a quedar oscuro y lóbrego: imagen profética del futuro que aguardaba a la familia. Cuando los Claës regresaron a su habitación, Balthazar dio a leer a su mujer la carta del polaco. Joséphine se la devolvió con triste ademán, preveía el futuro. A partir de aquel día, en efecto, Balthazar disimuló a duras penas la zozobra y el hastío que le abrumaban. Por la mañana, tras el desayuno familiar, jugaba un rato en la sala con su hijo Jean, conversaba con sus dos hijas mientras éstas cosían, bordaban o hacían encaje; pero no tardaba en cansarse de aquellos juegos, de aquella conversación, parecía tomárselos como un deber. Cuando su mujer bajaba ya vestida, se lo encontraba siempre sentado en la poltrona, contemplando a Marguerite y a Félicie, sin impacientarse con el ruido de los bolillos. Cuando llegaba el periódico, lo leía lentamente, cual comerciante retirado que no sabe cómo matar el tiempo. Acto seguido, se levantaba, contemplaba el cielo a través de los cristales, se sentaba otra vez y avivaba el fuego ensimismadamente, cual hombre privado de la conciencia de sus movimientos por la tiranía de las ideas. La señora Claës lamentó vivamente su falta de instrucción y memoria. Le costaba mantener largo rato una conversación interesante; puede que, además, resulte imposible entre dos personas que se lo tienen todo dicho y se ven obligadas a buscar temas de distracción al margen de la vida del corazón o de la vida material. La vida del corazón tiene sus momentos, y requiere oposición; los detalles de la vida material no pueden ocupar largo tiempo a las mentes superiores acostumbradas a tomar decisiones rápidas; y a las almas enamoradas la sociedad les resulta insoportable. Así, dos personas solitarias que se conocen a fondo deben buscar sus distracciones en los ámbitos más elevados del pensamiento, pues no cabe oponer algo pequeño a lo que es inmenso. Además, no hay modo de entretener a un hombre habituado a moverse en un mundo trascendente, si no conserva en el fondo del corazón ese atisbo de candidez, ese descuido que confiere a los genios un toque tan exquisitamente infantil. Pero ¿no es esa infancia del corazón fenómeno harto infrecuente entre aquéllos cuya misión es verlo, saberlo y comprenderlo todo?
Durante los primeros meses, la señora Claës salvó aquella crítica situación mediante inauditos esfuerzos que le sugirieron el amor o la necesidad. Tan pronto quería aprender el juego de las tablas reales, al que nunca había logrado saber jugar y que, por un prodigio bastante concebible, logró dominar, como interesaba a Balthazar en la educación de sus hijas pidiéndole que dirigiese sus lecturas. Tales recursos se agotaron. Llegó un momento en que Joséphine se halló ante Balthazar como Madame de Maintenon ante Luis XIV; pero sin contar, para distraer al señor amodorrado, ni con las pompas del poder, ni con los artificios de una corte que sabía representar comedias como la de la embajada del rey de Siam o la del Sofí de Persia. Tras dilapidar Francia, obligado a recurrir a arbitrios de hijo de papá para procurarse dinero, el monarca no tenía ya ni juventud ni éxitos, y experimentaba una tremenda impotencia en medio de las grandezas; la real criada, que había sabido acunar a los hijos, no siempre pudo acunar al padre, que sufría por haber abusado de las cosas, de los hombres, de la vida y de Dios. Pero Claës sufría por exceso de poder. Oprimido por un pensamiento que le atenazaba la mente, soñaba con las pompas de la Ciencia, con tesoros para la humanidad, con la gloria para él. Sufría como sufre un artista enfrentado con la miseria, como Sansón amarrado a las columnas del templo. El efecto era idéntico para ambos soberanos, aunque al monarca intelectual le abrumaba su ciencia y al otro su debilidad. ¿Qué podía Pepita sola contra aquella suerte de nostalgia científica? Tras utilizar los medios que le brindaban las ocupaciones familiares, llamó a la sociedad en su auxilio, dando dos CAFÉS por semana. En Douai, los Cafés sustituyen a los Tés. Un café es una reunión en la que, durante una velada entera, los invitados beben los exquisitos vinos y licores que abarrotan las bodegas de esa bendita tierra, comen golosinas, toman café solo, o café con leche enfriado con hielo; entretanto, las mujeres cantan romanzas, discuten de sus trapitos o se cuentan las trascendentes nimiedades de la ciudad. Siguen siendo los cuadros de Mieris o de Terburg, menos las plumas rojas en los picudos sombreros grises, menos las guitarras y los esplendorosos trajes del siglo dieciséis. Pero los esfuerzos que hacía Balthazar por interpretar adecuadamente su papel de dueño de la casa, su afabilidad fingida, los fuegos artificiales de su ingenio, todo denotaba la profundidad del mal por la fatiga que le abrumaba al día siguiente.
Aquellas fiestas continuas, débiles paliativos, confirmaron la gravedad de la enfermedad. Las ramas con que tropezaba Balthazar al precipitarse en su abismo retrasaron su caída, pero la hicieron más pesada. Aunque no habló nunca de sus antiguas ocupaciones ni se lamentó una sola vez al ver la imposibilidad en que se hallaba de reanudar sus experiencias, tenía los ademanes tristes, la voz débil, el abatimiento de un convaleciente. Su hastío se evidenciaba a veces hasta en el modo con que cogía las pinzas para construir inconscientemente en el fuego alguna fantástica pirámide con trozos de carbón de piedra. Cuando llegaba la noche, aparecía visiblemente más animado; el sueño le libraba sin duda de importunos pensamientos; pero al día siguiente, se levantaba melancólico ante la perspectiva del día que tenía por delante, y parecía medir el tiempo que tenía que consumir, como el viajero extenuado contempla el desierto que ha de franquear. Aunque la señora Claës conocía la causa de tal decaimiento, se esforzó en ignorar la magnitud de los estragos. Enormemente animosa ante los sufrimientos del espíritu, se mostraba impotente contra las generosidades del corazón. No se atrevía a preguntar a Balthazar cuando éste escuchaba la conversación de sus dos hijos y las risas de Jean con el aire del hombre abismado en pensamientos recónditos; pero se estremecía al verlo sacudirse su melancolía e intentar, por un generoso sentimiento, parecer alegre para no entristecer a nadie. Las efusiones del padre con sus dos hijas, o sus juegos con Jean, anegaban en llanto los ojos de Joséphine que salía para ocultar las emociones que le causaban un heroísmo cuyo precio es sobradamente conocido por las mujeres, y que les rompe el corazón; la señora Claës tenía ganas entonces de decir: «¡Mátame, y haz lo que quieras!». Los ojos de Balthazar perdieron paulatinamente su intenso ardor y cobraron ese tono glauco que entristece los de los ancianos. Sus atenciones para con su mujer, sus palabras, todo en él producía una sensación de abatimiento. Tales síntomas, que se agravaron a finales del mes de abril, aterraron a la señora Claës, para quien el espectáculo resultaba intolerable, y que se había hecho ya mil reproches admirando la fe flamenca con que su marido mantenía la palabra dada. Un día en que Balthazar le pareció más abatido que nunca, no dudó en sacrificarlo todo para devolverle la vida.
—Querido —le dijo—, te libero de tus juramentos.
Balthazar se la quedó mirando asombrado.
—¿Estás pensando en tus experimentos? —agregó ella.
Él contestó con un gesto de una vivacidad tremenda. En vez de reconvenirle, la señora Claës, que había sondeado perfectamente el abismo en el que iban a precipitarse ambos, le cogió la mano y se la estrechó sonriendo.
—Gracias, cariño, estoy segura de mi poder —le dijo—, me has sacrificado más que tu vida. ¡Ahora me tocan a mí los sacrificios! Aunque ya he vendido algunos de mis diamantes, aún me quedan los suficientes, amén de los de mi hermano, para procurarte el dinero que requieran tus trabajos. Destinaba esas joyas a nuestras dos hijas, pero ¿no les deparará tu gloria otras más deslumbrantes? Además, ¿no les devolverás algún día sus diamantes más hermosos?
El júbilo que iluminó de súbito el semblante de su marido llevó a Joséphine al colmo de la desesperación; vio con dolor que la pasión de aquel hombre era más fuerte que él. Claës tenía confianza en su obra para caminar sin temblar por un sendero que, para su mujer, era un abismo. Para él la fe, para ella la duda, la carga más pesada: ¿no sufre la mujer siempre por dos? En aquel momento, Joséphine creyó gustosa en el éxito, queriendo justificarse a sí misma su complicidad en la probable dilapidación de su fortuna.
—No bastaría el amor de toda mi vida para agradecer tu abnegación, Pepita —dijo Claës enternecido.
Acababa de pronunciar estas palabras cuando entraron Marguerite y Félicie dándoles los buenos días. La señora Claës bajó los ojos y permaneció durante un instante desconcertada ante sus hijas cuya fortuna acababa de ser enajenada en beneficio de una quimera, en tanto que su marido las sentó en sus rodillas y charló alegremente con ellas, feliz de poder desahogar el júbilo que le oprimía. A partir de entonces, la señora Claës participó en la ardiente vida de su marido. El futuro de sus hijos, la consideración a su padre fueron para ella dos móviles tan poderosos como lo eran para Claës la gloria y la ciencia. Por eso, cuando todos los diamantes de la casa se vendieron en París por mediación de su director espiritual, el padre De Solis, y los fabricantes de productos químicos reiniciaron los envíos, aquella desdichada mujer no vivió ya un instante de sosiego. Atormentada sin cesar por el demonio de la ciencia y por las frenéticas ansias de investigar que devoraban a su marido, vivía una espera continua, y permanecía como muerta durante días enteros, clavada en su poltrona por la propia violencia de sus deseos que, al no encontrar como los de Balthazar un pasto en los trabajos del laboratorio, atormentaron su alma intensificando sus dudas y temores. A ratos, reprochándose su indulgencia con una pasión cuya meta era imposible y que el padre De Solis condenaba, se levantaba, iba hasta la ventana del patio interior y miraba con terror la chimenea del laboratorio. Si echaba humo, la contemplaba con desesperación, las ideas más contradictorias agitaban su corazón y su mente. Veía desvanecerse en humo la fortuna de sus hijos; pero salvaba la vida de su padre: ¿no era su primer deber el hacerlo feliz? Este último pensamiento la calmaba momentáneamente. Había logrado poder entrar en el laboratorio y quedarse en él, pero pronto hubo de renunciar a tan triste satisfacción. La hacía sufrir demasiado el ver que Balthazar no le hacía el menor caso, y hasta muchas veces parecía incomodado por su presencia; la asaltaban allí celosas impaciencias, feroces deseos de hacer saltar la casa, moría de mil males inauditos. Lemulquinier se convirtió para ella en una especie de barómetro: si le oía silbar, cuando iba y venía para servir el almuerzo o la cena, adivinaba que los experimentos de su marido prosperaban, y que abrigaba la esperanza de un éxito inminente; si Lemulquinier aparecía triste y taciturno, Joséphine le lanzaba una mirada de dolor, Balthazar estaba descontento. Ama y criado terminaron entendiéndose, pese a la altivez de la primera y a la arrogante sumisión del segundo. Débil y sin defensa contra las terribles postraciones del pensamiento, aquella mujer sucumbía ante las alternativas de esperanza y desesperanza que, en su caso, se acrecentaban con las inquietudes de la mujer enamorada y las ansiedades de la madre temblando por su familia. Aquel silencio desolador que le helara antaño el corazón lo compartió sin percatarse del sombrío ambiente en la casa, de los días enteros que transcurrían en aquella sala, sin mediar una sonrisa, a menudo ni una palabra. Con triste previsión materna, acostumbraba a sus dos hijas a las labores caseras, e intentaba formarlas en algún oficio de mujer, para que pudiesen vivir de él si caían en la miseria. La paz de aquel hogar ocultaba, pues, espantosas agitaciones. Hacia el final del verano, Balthazar había devorado el dinero de los diamantes vendidos en París por mediación del anciano padre De Solis, y adeudaba unos veinte mil francos a la casa Protez y Chiffreville.
En agosto de 1813, aproximadamente un año después de la escena con que principia esta historia, aunque Claës había realizado notables experimentos que desgraciadamente despreciaba, sus esfuerzos no habían abocado a resultado alguno respecto al objetivo principal de sus investigaciones. El día en que dio fin a aquella serie de trabajos, su sensación de impotencia le aplastó: la certeza de haber dilapidado infructuosamente considerables cantidades de dinero le desesperó. Fue una espantosa catástrofe. Abandonó su desván, bajó lentamente a la sala, se arrojó en una poltrona en medio de sus hijos y permaneció allí unos instantes, como muerto, sin contestar a las preguntas con que le agobiaba su mujer; no pudo reprimir las lágrimas y se refugió en su cuarto para que no hubiera testigos de su dolor; Joséphine fue tras él y se lo llevó a su habitación donde Balthazar dio rienda suelta a su desesperación. Aquellas lágrimas de hombre, aquellas palabras de artista desalentado, los lamentos del padre de familia tuvieron un carácter de terror, de ternura, de locura que hizo más daño a la señora Claës que todos sus dolores pasados. La víctima consoló al verdugo. Cuando Balthazar dijo con espantoso tono de convicción: «¡Soy un miserable, me estoy jugando la vida de mis hijos, la tuya, y para dejaros vivir en paz, tengo que matarme!», aquella frase le traspasó el corazón y, temiendo, por lo bien que conocía el carácter de su marido, que ejecutara en el acto tan desesperada resolución, experimentó una de esas conmociones que trastocan la vida de raíz y que fue especialmente funesta porque Pepita contuvo sus violentos efectos simulando un fingido aplomo.
—Querido —contestó—, he consultado no a Pierquin, cuya amistad no es tan grande como para que no experimente cierto secreto placer en vernos arruinados, sino a un anciano que se muestra conmigo bueno como un padre. El padre De Solis, mi confesor, me ha dado un consejo que nos salva de la ruina. Ha estado viendo tus cuadros. El precio de los que están en la galería puede servir para pagar todas las cantidades hipotecadas, más lo que debes a la casa Protez y Chiffreville, pues supongo que algo deberás allí, ¿no?
Claës hizo un ademán afirmativo bajando la cabeza cuyos cabellos se habían teñido de blanco.
—El padre De Solis conoce a los Happe y Duncker de Amsterdam. Se mueren por los cuadros y, como nuevos ricos que son, les encanta hacer alarde de un boato que sólo se pueden permitir las casas antiguas, así que pagarán por los nuestros todo su valor. De ese modo, recuperaremos todas nuestras rentas y, sobre esa cantidad, que rondará los cien mil ducados, podrás tomar una parte de capital para proseguir con tus experimentos. Tus dos hijas y yo nos contentaremos con poco. Con el tiempo y a base de ahorro, ¡ya llenaremos con otros cuadros los marcos vacíos, y vivirás feliz!
Balthazar alzó la cabeza hacia su mujer con una mezcla de júbilo y temor. Se habían trastocado los papeles. La esposa pasaba a ser protectora del marido. Aquel hombre tan cariñoso y cuyo corazón tan unido estaba al de Joséphine, la tenía en sus brazos sin reparar en la horrible convulsión que la hacía palpitar, que agitaba sus cabellos y sus labios con un temblor nervioso.
—No me atrevía a decirte que entre el Absoluto y yo apenas media un cabello de distancia. Para gasificar los metales, sólo me falta hallar el modo de someterlos a un inmenso calor en un medio en que la presión de la atmósfera sea nula, o sea en un vacío absoluto.
La señora Claës no pudo aguantar el egoísmo de tal respuesta. Aguardaba fervorosas palabras de agradecimiento por sus sacrificios y se veía obligada a oír un problema de química. Abandonó bruscamente a su marido, bajó a la sala, se desplomó en su poltrona entre sus dos hijas espantadas, y se deshizo en llanto. Marguerite y Félicie le cogieron una mano cada una, se arrodillaron a cada lado de la poltrona llorando como ella sin conocer la causa de su zozobra, y le preguntaron una y otra vez:
—¿Qué tiene usted, madre?
—¡Pobres niñas! Me muero, lo sé.
Aquella respuesta hizo estremecer a Marguerite quien, por primera vez, divisó en el rostro de su madre esa particular palidez de las personas de tez morena.
—¡Martha, Martha! —gritaba Félicie—, venga usted, que mamá la necesita.
La anciana dueña acudió corriendo de la cocina, y al ver la verde palidez de aquel rostro levemente atezado y tan intensamente coloreado, exclamó en español:
—¡Cuerpo de Cristo, que se nos muere la señora!
Salió precipitadamente, ordenó a Josette que pusiera a calentar agua para un baño de pies y volvió junto a su ama.
—No asuste al señor, no le diga nada, Martha —exclamó la señora Claës—. Pobres hijas mías —agregó estrechando contra su pecho a Marguerite y a Félicie con desesperado ademán—, ojalá pudiera vivir lo bastante para veros felices y casadas. Martha, diga a Lemulquinier que se llegue a casa del padre De Solis y le ruegue de mi parte que pase por aquí.
Tamaño cataclismo repercutió forzosamente hasta en la cocina. Para Josette y Martha, entregadas ambas a la señora Claës y a sus hijas, era un duro golpe que afectaba a las únicas personas que querían. Aquellas terribles palabras: «¡Se está muriendo la señora, el señor la habrá matado, prepare ahora mismo un baño de pies con mostaza!» habían arrancado varias exclamaciones airadas a Josette que arremetió contra Lemulquinier. Lemulquinier, frío e insensible, comía en una punta de la mesa, ante una de las ventanas por las que se filtraba la luz del patio en la cocina, donde estaba todo tan limpio que parecía el boudoir de una petimetra.
—Si tenía que acabar así —decía Josette, mirando al ayuda de cámara y encaramándose a un taburete para coger de la repisa un caldero que relucía como el oro—. A ver si hay madre capaz de soportar que un padre se despache una fortuna como la del señor para que quede en agua de cerrajas.
Josette, cuya cabeza tocada con un gorro redondo encañonado de tul semejaba la de un cascanueces alemán, clavó en Lemulquinier una agria mirada que el color verde de sus ojillos enrojecidos volvía casi venenosa. El anciano ayuda de cámara se encogió de hombros con ademán digno de un Mirabeau impaciente y se metió en la bocaza una rebanada de pan con mantequilla salpicada de hierbas aromáticas.
—¡En vez de atosigar al señor, dinero es lo que tendría que darle la señora, que no tardaríamos en nadar todos en oro! Un tanto así falta para que encontremos…
—Bueno, pues usted que tiene veinte mil francos invertidos, ¿por qué no se los ofrece al señor? ¡Su amo es! Y ya que está tan seguro de sus actos y gestos…
—De eso usted no entiende nada, Josette; más vale que ponga a calentar el agua —contestó el flamenco interrumpiendo a la cocinera.
—Entiendo lo suficiente para saber que en esta casa había mil marcos de plata, que usted y su dueño los han fundido, y que, a poco que se les deje y de tanto convertir cinco perras gordas en seis chicas, aquí no va a quedar nada.
—Y el señor —dijo Martha apareciendo— matará a la señora para librarse de una mujer que le pone trabas y no le deja dilapidarlo todo. Le tiene poseído el demonio, ¡si se ve a la legua! Lo menos que arriesga usted ayudándole, Lemulquinier, es su alma, si es que la tiene usted, porque se queda usted como un pedazo de hielo, mientras aquí todo se hunde en la desolación. Las señoritas están llorando como Magdalenas. Corra usted a buscar al padre De Solis.
—Me ha encargado el señor que ordene el laboratorio —dijo el ayuda de cámara—. Queda muy lejos de aquí el barrio de Esquerchin. Vaya usted.
—¡Pero habráse visto monstruo! —exclamó Martha—. ¿Quién le dará el baño de pies a la señora? ¿Quiere usted dejarla morir? Tiene la cabeza congestionada.
—Mulquinier —dijo Marguerite entrando en la sala que precedía a la cocina—, al volver de casa del padre De Solis, dígale al señor Pierquin, el médico, que acuda por aquí cuanto antes.
—¡Hale!, irá usted —dijo Josette.
—Señorita, me ha dicho el señor que arregle el laboratorio —contestó Lemulquinier volviéndose hacia ambas mujeres y mirándolas con aire despótico.
—Padre —pidió Marguerite al señor Claës que bajaba en aquel instante—, ¿podrías dejarnos a Mulquinier para mandarlo a la ciudad?
—Irás, zorrastrón sin entrañas —dijo Martha al oír que el señor Claës ponía a Lemulquinier a las órdenes de su hija.
La escasa entrega del ayuda de cámara por la casa era el gran elemento de discordia entre las dos mujeres y Lemulquinier, cuya frialdad tuvo por resultado exaltar la abnegación de Josette y de la dueña. Esa lucha tan mezquina en apariencia hubo de influir mucho en el futuro de aquella familia cuando, más adelante, requirió socorro contra el infortunio. Balthazar, de nuevo ausente, ni se percató del delicado estado de Joséphine. Sentó a Jean en sus rodillas y le hizo saltar maquinalmente, pensando en el problema que tenía la posibilidad de resolver. Vio como traían el baño de pies a su mujer la cual, sin fuerzas para levantarse de la poltrona donde yacía, se había quedado en la sala. Miró incluso cómo se ocupaban sus dos hijas de su madre, sin tratar de averiguar la causa de sus solícitos cuidados. Cuando Marguerite o Jean querían hablar, la señora Claës reclamaba silencio señalándoles a Balthazar. Semejante escena por fuerza tenía que dar que pensar a Marguerite que, situada entre su padre y su madre, era lo bastante mayor, lo bastante razonable ya como para calibrar su conducta. La señora Claës había comprendido el peligro de tal situación. Por amor a Balthazar, se esforzaba en justificar a los ojos de Marguerite lo que para la mente ecuánime de una muchacha de dieciséis años, podía parecer una actitud reprobable en un padre. Y así, el profundo respeto que en tal circunstancia manifestaba la señora Claës a Balthazar, pasando a segundo plano en su presencia, para no turbar su meditación, causaba en sus hijos una especie de terror por la majestad paterna. Pero esa abnegación, con ser contagiosa, acrecentaba la admiración que profesaba Marguerite a su madre a la que la unían más particularmente los eventos cotidianos de la vida. Basábase aquel sentimiento en una especie de intuición de los sufrimientos cuya causa debía preocupar lógicamente a una muchacha. Ningún poder humano podía evitar que alguna frase que se les escapase a Martha o a Josette revelase a Marguerite el origen de la situación en que se hallaba la casa desde hacía cuatro años. Pese a la discreción de la señora Claës, su hija descubría, pues, insensible, lenta, paulatinamente, la misteriosa trama de aquel drama doméstico. Marguerite sería, con el tiempo, la confidente de su madre, y había de ser, llegado el desenlace, el más severo de los jueces. De ahí que la señora Claës mirase especialmente por Marguerite a quien trataba de comunicar su entrega a Balthazar. La firmeza, la lucidez que descubría en su hija la hacían estremecerse ante la idea de una posible lucha entre Marguerite y Balthazar, cuando, después de su muerte, hubiese de llevar su hija las riendas de la casa. La pobre mujer había acabado temblando más por las consecuencias de su muerte que por la muerte en sí. Su solicitud por Balthazar quedaba patente en la resolución que acababa de tomar. Al liberar los bienes de su marido, garantizaba su independencia, y evitaba cualquier discusión separando sus intereses de los de sus hijos. Esperaba verlo feliz hasta el momento en que ella cerrase los ojos. Además, quería transmitir las delicadezas de su corazón a Marguerite, que seguiría representando respecto a él el papel de ángel de amor, ejerciendo sobre la familia una autoridad tutelar y conservadora. ¿No lograría así que siguiera brillando desde el fondo de su tumba su amor hacia sus seres queridos? Con todo, no quiso desacreditar al padre ante los ojos de su hija iniciándola antes de tiempo en los terrores que le inspiraba la pasión científica de Balthazar; estudiaba el alma y el carácter de Marguerite para saber si la muchacha se convertiría por sí misma en una madre para sus hermanos y su hermana, en una mujer dulce y cariñosa para su padre. Así, los últimos días de la señora Claës transcurrían envenenados por cálculos y temores que no se atrevía a confesar a nadie. Sintiéndose herida en su propia vida por aquella última escena, dirigía el pensamiento al futuro; en tanto que Balthazar, incapacitado ya para cuanto tuviese que ver con economía, fortuna o sentimientos domésticos, meditaba sobre cómo hallar el Absoluto. El profundo silencio que reinaba en la sala tan sólo era interrumpido por el monótono movimiento del pie de Claës que seguía agitándolo sin percatarse de que Jean se había bajado ya de sus rodillas. Sentada junto a su madre, cuyo rostro pálido y descompuesto contemplaba, Marguerite se volvía de cuando en cuando hacia su padre, admirada de su insensibilidad. Al poco, se oyó cerrarse la puerta de la calle y la familia vio al padre De Solis que cruzaba lentamente el patio, apoyado en su sobrino.
—¡Ah!, viene Emmanuel —dijo Félicie.
—¡Un muchacho buenísimo! —dijo la señora Claës al ver a Emmanuel de Solis—. Me alegra volverle a ver.
Marguerite se ruborizó al oír el elogio que se le escapaba a su madre. Desde hacía dos días, el aspecto del joven había despertado en su corazón sentimientos desconocidos, avivando en su inteligencia pensamientos hasta entonces inertes. Durante la visita del confesor a su penitente, ocurrieron esa clase de hechos imperceptibles que significan mucho en la vida, y cuyos resultados fueron tan importantes que requieren la descripción de dos nuevos personajes introducidos en el seno de la familia. La señora Claës tuvo por principio realizar en secreto sus prácticas de devoción. Su director espiritual, casi desconocido entre los suyos, aparecía en su casa por segunda vez; pero allí, como en otros lugares, tío y sobrino habían de producir una especie de ternura y admiración. El padre De Solis, anciano octogenario de cabellos plateados, mostraba un rostro decrépito en el que la vida se había refugiado en los ojos. Caminaba difícilmente, pues una de sus dos menudas piernas tenía un pie terriblemente deformado, embutido en una especie de bolsa de terciopelo que le obligaba a utilizar una muleta cuando no contaba con el brazo de su sobrino. Su encorvada espalda, su cuerpo consumido ofrecían el espectáculo de una naturaleza enfermiza y frágil, dominada por una férrea voluntad y por un casto espíritu religioso que la había conservado. Aquel sacerdote español, admirable por su dilatado saber, por su piedad auténtica, por sus vastísimos conocimientos, había sido sucesivamente dominico, gran penitenciario de Toledo y vicario general del arzobispado de Malinas. De no ser por la Revolución Francesa, el respaldo de los Casa-Real le hubiera llevado a las más altas dignidades de la Iglesia; pero el dolor que le causó la muerte de su alumno, el joven duque, le asqueó de una vida activa, y se consagró por entero a la educación de su sobrino, huérfano desde temprana edad. Tras la conquista de Bélgica, fijó su residencia no lejos de la señora Claës. El entusiasmo que desde joven profesara a santa Teresa y su propia inclinación le orientaron hacia la faceta mística del cristianismo. Al hallar en Flandes, donde tanto Antoinette Bourignon como los escritores iluminados y quietistas lograron mayor número de prosélitos, una legión de católicos consagrados a sus creencias, se quedó allí tanto más gustosamente cuanto que fue considerado como un patriarca por esa Comunión peculiar que sigue profesando las doctrinas de los místicos, pese a las censuras que recayeron sobre Fénélon y Madame Guyon. Sus costumbres eran rígidas, su vida ejemplar, y se decía que había entrado en éxtasis. Pese al despego que un religioso tan severo había de sentir por las cosas de este mundo, el cariño que profesaba a su sobrino le hacía mirar por sus intereses. A la hora de realizar una obra de caridad, el anciano apelaba a los fieles de su iglesia para luego recurrir a su propia fortuna, y su autoridad patriarcal era tan reconocida, sus intenciones tan puras, su perspicacia fallaba tan raramente, que todo el mundo atendía a sus peticiones. Para formarse una idea del contraste que mediaba entre tío y sobrino, sería menester comparar al anciano con uno de esos sauces huecos que vegetan al borde de las aguas, y al joven con el escaramujo atestado de rosas cuyo tallo elegante y enhiesto arranca del fondo del árbol musgoso, como queriendo enderezarlo.
Severamente educado por su tío, que lo mantenía a su lado como una matrona mantiene a una virgen, Emmanuel estaba lleno de esa sensibilidad a flor de piel, de ese candor mezclado de ensueño, flores pasajeras de toda juventud, pero vivaces en las almas alimentadas con principios religiosos. El anciano sacerdote había refrenado la expresión de los sentimientos voluptuosos en su alumno, preparándolo para los sufrimientos de la vida mediante trabajos continuos y una disciplina casi claustral. Tal educación, que había de entregar a Emmanuel virgen al mundo, y hacerle feliz a poco que le favoreciese la fortuna en sus primeros afectos, le había revestido de una pureza angelical que confería a su persona ese encanto que envuelve a las jovencitas. Sus ojos tímidos, pero tras los que afloraba un talante firme y animoso, despedían una luz que vibraba en el alma como el sonido del cristal expande sus ondulaciones en el oído. Su rostro expresivo, aunque regular, llamaba la atención por la gran precisión de sus rasgos, por la afortunada línea del perfil y por la profunda serenidad que infunde la paz del corazón. Todo en él era armonioso. Su cabello negro, sus ojos y sus pestañas oscuras realzaban una tez blanca y de colores vivos. Su voz era la que se esperaba de tan hermoso rostro. Sus movimientos femeninos armonizaban con la melodía de su voz, con el dulce brillo de su mirada. Parecía ignorar la atracción que excitaban la reserva semimelancólica de su actitud, la contención de sus palabras y las respetuosas atenciones que prodigaba a su tío. Viéndolo estudiar el tortuoso andar del anciano sacerdote para acoplarse a sus dolorosos titubeos sin apremiarle, anticipándose a cuanto pudiera lastimarle los pies guiándole por el mejor camino, resultaba imposible no reconocer en Emmanuel los generosos sentimientos que convierten al hombre en una sublime criatura. Daba tal impresión de grandeza, amando a su tío sin juzgarlo, obedeciéndole sin discutir jamás sus órdenes, que todo el mundo creía ver una predestinación en el dulce nombre que le pusiera su madrina. Cuando, en su casa o en la de los demás, el anciano ejercía su despotismo de dominico, Emmanuel alzaba a veces la cabeza con tal nobleza, como para mostrar su fuerza si se hubiera tenido que enfrentar con otro hombre, que las personas de corazón se emocionaban, como se emocionan los artistas ante una obra de arte, porque los sentimientos elevados no causan menos impacto experimentados en vivo que a través de las realizaciones del arte.
Emmanuel había acompañado a su tío cuando éste acudió a casa de su penitente para examinar los cuadros de la casa Claës. Al saber por Martha que estaba el padre De Solis en la galería, Marguerite, que deseaba conocer al célebre anciano, buscó un pretexto para reunirse con su madre, a fin de satisfacer su curiosidad. Entrando con cierto atolondramiento y fingiendo esa ligereza tras la cual tan bien saben disimular las muchachas sus deseos, se encontró junto al anciano vestido de negro, encorvado, contrahecho, cadavérico, con el delicioso rostro de Emmanuel. Las miradas igual de jóvenes, igual de cándidas, de aquellos dos seres expresaron la misma sorpresa. Emmanuel y Marguerite sin duda se habían visto ya el uno al otro en sus sueños. Ambos bajaron los ojos para alzarlos a continuación con idéntico ademán, reflejando idénticos sentimientos. Marguerite tomó el brazo de su madre, le habló en voz baja muy recatada, y se refugió por decirlo así bajo el ala materna, estirando el cuello con movimiento de cisne para ver a Emmanuel quien, por su parte, seguía pegado al brazo de su tío. Aunque hábilmente dosificada para realzar cada cuadro, la tenue claridad de la galería favoreció esas miradas furtivas que hacen las delicias de la gente tímida. Sin duda ninguna de ellas alcanzó, ni tan siquiera con el pensamiento, ese y si con el que se inician las pasiones; pero experimentaron ambos esa honda emoción que remueve las entrañas y por la que siendo uno joven guarda para sí el secreto, por placer o por pudor. La primera impresión que determina los desbordamientos de una sensibilidad refrenada durante largo tiempo, viene acompañada en todos los jóvenes por el asombro un tanto necio que causan a los niños los primeros sones de la música. Entre los niños, unos ríen y piensan, otros sólo ríen tras haber pensado; pero aquéllos cuya alma está llamada a vivir de poesía y de amor escuchan durante largo rato y reclaman de nuevo la melodía con mirada en la que se enciende ya el placer, donde asoma la curiosidad por el infinito. Si amamos irresistiblemente los lugares donde, de niños, fuimos iniciados en las bellezas de la armonía, si recordamos con delicia no sólo el músico sino el instrumento, ¿cómo no amar al ser que nos revela por primera vez las músicas de la vida? El primer corazón en el que aspiramos amor ¿no es como una patria? Emmanuel y Marguerite fueron el uno para el otro esa Voz musical que despierta un sentido, esa Mano que alza nebulosos velos y muestra las orillas bañadas por los rayos del mediodía. Cuando la señora Claës detuvo al anciano ante un cuadro de Guido que representaba a un ángel, Marguerite estiró la cabeza para ver cómo reaccionaba Emmanuel, al tiempo que el joven buscaba a Marguerite para comparar el mudo pensamiento del lienzo con el vivo pensamiento de la criatura. Tan involuntaria y fascinante caricia fue entendida y paladeada. El anciano cura alababa gravemente la hermosa composición, y la señora Claës le contestaba; pero ambos jóvenes permanecían en silencio. Así se conocieron. La misteriosa luz de la galería, la paz de la casa, la presencia del tío y de la madre, todo contribuía a grabar más hondo en el corazón los delicados perfiles del vaporoso espejismo. Los mil confusos pensamientos que acababan de llover sobre Marguerite se serenaron, formaron en su alma como una límpida extensión y se tiñeron con un luminoso rayo, cuando Emmanuel balbució unas frases al despedirse de la señora Claës. Aquella voz, cuyo timbre fresco y aterciopelado derramaba inusitados hechizos en el corazón, completó la súbita revelación que había causado Emmanuel y que él había de fecundar en su provecho; pues el hombre del que se sirve el destino para despertar el amor en el corazón de una jovencita, suele ignorar su obra, dejándola entonces inacabada. Marguerite se inclinó azorada y exteriorizó su adiós con una mirada en la que parecía reflejarse el pesar por la pérdida de tan pura y exquisita visión. Como el niño, quería seguir oyendo la melodía. Tuvo lugar aquel adiós al pie de la vieja escalera, ante la puerta de la sala, y cuando la muchacha entró, siguió mirando a tío y sobrino hasta que se cerró la puerta de la calle. La señora Claës había estado demasiado ocupada con los graves asuntos debatidos con su director espiritual como para poder examinar la fisonomía de su hija. Cuando el padre De Solis y su sobrino aparecieron por segunda vez, su turbación era aún demasiado violenta como para reparar en el rubor que tiñó el rostro de Marguerite revelando las fermentaciones del primer goce recibido en un corazón virgen. Cuando anunciaron al anciano sacerdote, Marguerite se enfrascó en su labor, y pareció prestarle tan honda atención que saludó a tío y sobrino sin mirarlos. El señor Claës devolvió maquinalmente el saludo que le dirigió el padre De Solis, y salió de la casa como quien ha de atender a sus quehaceres. El anciano dominico se sentó junto a su penitente lanzándole una de esas profundas miradas con las que sondeaba las almas. Le bastó ver al señor Claës y a su mujer para adivinar una catástrofe.
—Hijos míos —dijo la madre—, id al jardín. Marguerite, enséñale a Emmanuel los tulipanes de tu padre.
Marguerite, medio avergonzada, tomó del brazo a Félicie mirando al joven que se sonrojó y salió de la sala cogiendo del hombro a Jean por aparentar aplomo. Cuando estuvieron los cuatro en el jardín, Félicie y Jean se fueron por su lado y abandonaron a Marguerite quien, al quedarse sola con el joven De Solis, lo llevó ante el macizo de tulipanes que cada año Lemulquinier disponía invariablemente del mismo modo.
—¿Le gustan los tulipanes? —preguntó Marguerite tras permanecer durante un instante en el más profundo silencio sin que Emmanuel pareciera querer romperlo.
—Son unas flores preciosas, señorita, pero para que gusten, sin duda, hay que aficionarse a ellas, saber apreciar su belleza. Me deslumbran estas flores. El hábito al trabajo, en el oscuro cuartito donde vivo, junto a mi tío, me inclina sin duda a preferir las cosas suaves a la vista.
Al pronunciar aquellas palabras, contempló a Marguerite, pero sin que aquella mirada llena de confusos deseos contuviese alguna alusión a la blancura mate, a la paz, a los tiernos colores que hacían de aquel rostro una flor.
—¿Conque trabaja usted mucho? —replicó Marguerite acompañando a Emmanuel a un banco de madera con el respaldo pintado de verde—. Desde aquí —prosiguió diciendo—, no verá usted los tulipanes de tan cerca y le cansarán menos la vista. Tiene razón, esos colores deslumbran y hacen daño.
—¿En qué trabajo? —contestó el joven tras un momento de silencio durante el que alisó con el pie la arena de la avenida—. Trabajo en toda clase de cosas. Mi tío quería que me hiciera sacerdote…
—¡Oh! —exclamó cándidamente Marguerite.
—Me resistí, porque no me notaba vocación. Pero necesité mucho valor para contrariar los deseos de mi tío. Es tan bueno. ¡Me quiere tanto! Hace poco me pagó un sustituto para librarme de hacer el servicio militar, a mí, un pobre huérfano.
—¿Pues a qué quiere dedicarse? —preguntó Marguerite que pareció querer añadir algo más haciendo un gesto y que agregó—: Perdóneme, pensará que soy muy curiosa.
—¡Oh! señorita —dijo Emmanuel mirándola con una mezcla de admiración y ternura—, nadie, a excepción de mi tío, me había hecho aún esa pregunta. Estudio para ser profesor. ¿Qué quiere usted? No soy rico. Si puedo llegar a ser director de un colegio en Flandes, tendré con qué vivir modestamente y me casaré con una mujer sencilla a la que amaré. Ésa es la vida que tengo intención de llevar. Por eso prefiero una maya de esas que todo el mundo pisa, en el llano de Orchies, a esos hermosos tulipanes cuajados de oro, púrpura, zafiros, esmeraldas que representan una vida fastuosa, lo mismo que las mayas representan una vida apacible y patriarcal, la vida de un pobre profesor, que es lo que yo seré.
—Pues hasta ahora a las mayas yo siempre las había llamado margaritas —replicó la muchacha.
Emmanuel de Solis se puso rojo como un pimiento y buscó una respuesta escarbando en la arena con los pies. Apurado por tener que elegir entre todas las ideas que se le ocurrían y nervioso por su tardanza en contestar, acabó diciendo:
—No me atrevía a pronunciar su nombre… —Y no acabó.
—¡Profesor! —repitió ella.
—¡Oh! señorita, seré profesor por tener una profesión, pero escribiré obras que me permitirán ser mucho más útil. Tengo gran afición a los trabajos históricos.
—¡Ah!
Aquel «¡ah!» cargado de pensamientos secretos aumentó la turbación del joven que se echó a reír patosamente diciendo:
—Me hace usted hablar de mí, señorita, cuando sólo debería hablarle de usted.
—Me parece que mi madre y su tío han terminado de hablar —dijo Marguerite mirando a través de las ventanas de la sala.
—He encontrado a su señora madre muy cambiada.
—Sufre, sin querer decirnos el motivo de sus sufrimientos, y sólo nos queda padecer por sus dolores.
La señora Claës acababa de dar término, en efecto, a una delicada consulta, en la que se trataba de un caso de conciencia donde únicamente el padre De Solis podía decidir. Previendo una ruina total, quería apartar, sin que lo supiese Balthazar, a quien poco importaban sus finanzas, una cantidad importante sobre el precio de los cuadros que el padre De Solis se encargaba de vender en Holanda, a fin de ocultarla y reservarla para el momento en que cayese la miseria sobre la familia. Tras una detenida deliberación y una vez sopesadas las circunstancias en que se hallaba su penitente, el anciano dominico había aprobado aquel acto de prudencia. Marchó para ocuparse de dicha venta que había de realizarse secretamente, con el fin de no perjudicar el buen nombre del señor Claës. El anciano mandó a su sobrino, provisto de una carta de recomendación, a Amsterdam, donde el joven, encantado de prestar servicio a la Casa Claës, logró vender los cuadros de la galería a los célebres banqueros Happe y Duncker por una cantidad ostensible de ochenta y cinco mil ducados de Holanda, más otros quince mil que serían entregados secretamente a la señora Claës. Eran tan conocidos los cuadros, que bastaba para cerrar el trato la respuesta de Balthazar a la carta que la casa Happe y Duncker le remitió. Claës encomendó a Emmanuel de Solis que se hiciera cargo del importe de los cuadros y se lo expidiera secretamente, a fin de ocultar la transacción a la ciudad de Douai. Hacia fines de septiembre Balthazar devolvió el dinero prestado, deshipotecó sus bienes y reanudó sus trabajos; pero la casa Claës había quedado privada de su más preciada joya. Cegado por su pasión, no dio la menor muestra de pesar. Tan seguro estaba de poder reparar la pérdida en breve plazo que había pedido que se realizara la transacción con contrato de retrovendendo. Cien lienzos nada representaban a los ojos de Joséphine frente a la felicidad doméstica y la satisfacción de su marido. Por otra parte, mandó llenar la galería con los cuadros que amueblaban los aposentos de recepción, y para disimular el vacío que dejaban en la casa de delante, cambió los muebles. Una vez pagadas sus deudas, Balthazar dispuso de doscientos mil francos para reiniciar sus experiencias. El padre De Solis y su sobrino fueron los depositarios de los quince mil ducados que reservara la señora Claës. Para incrementar esta cantidad, el cura vendió los ducados que habían subido de valor por obra de los avatares de la guerra continental. Ciento setenta mil francos en escudos fueron enterrados en el sótano de la casa del padre De Solis. La señora Claës gozó de la triste dicha de ver a su marido constantemente ocupado durante cerca de ocho meses. Sin embargo, demasiado afectada por el rudo golpe que le había asestado, contrajo un mal de languidez que no había sino de empeorar. La Ciencia devoró tan completamente a Balthazar, que ni los reveses sufridos por Francia, ni la primera caída de Napoleón, ni el regreso de los Borbones hubieron de distraerle de sus ocupaciones; no era ni marido, ni padre, ni ciudadano, sólo químico. Hacia finales del año 1814, la señora Claës había alcanzado un grado de consunción tal que no le permitía ya abandonar la cama. No queriendo vegetar en su cuarto, donde había vivido feliz, donde los recuerdos de su desvanecida felicidad le habrían inspirado involuntarias comparaciones con el presente que la habrían abrumado, se acomodó en la sala. Los médicos secundaron aquel deseo de su corazón, encontrando aquella estancia más ventilada, más alegre e idónea a su situación que su cuarto. El lecho en el que se extinguía la desdichada mujer ocupó un lugar entre la chimenea y la ventana que daba al jardín. Allí pasó sus últimos días santamente ocupada en perfeccionar el alma de sus dos hijas, sobre las que hizo irradiar el calor de la suya. El amor conyugal, debilitado en sus manifestaciones, dejó que tomara vuelo el amor materno. Se mostró tanto más cariñosa cuanto que había tardado en serlo. Como todas las personas generosas, tomaba por remordimientos su sublime delicadeza de sentimientos. Convencida de que había privado de cariño a sus hijos, se esforzaba en compensar sus imaginarios fallos, prodigándoles atenciones y cuidados que la convertían para ellos en un ser delicioso; quería en cierto modo que vivieran dentro de su corazón, cubrirlos con sus desfallecidas alas y amarlos en un día por todos los días que los había tenido abandonados. Los sufrimientos conferían a sus caricias, a sus palabras, una blanda tibieza que emanaba de su alma. Sus ojos acariciaban a sus hijos antes de que les emocionase su voz con entonaciones cuajadas de cariño, y su mano parecía derramar siempre bendiciones sobre ellos.
El que, tras recobrar sus hábitos de lujo, la Casa Claës dejase de recibir muy pronto a nadie, el que su aislamiento pasase a ser total, el que Balthazar no volviese a dar una fiesta el día del aniversario de su boda, fueron hechos que no causaron sorpresa en la ciudad de Douai. En primer lugar, la enfermedad de la señora Claës pareció razón suficiente para tal cambio; por otra parte, la liquidación de las deudas puso fin a las murmuraciones; finalmente, las vicisitudes políticas en que se vio envuelto Flandes, la guerra de los Cien Días, la ocupación extranjera, relegaron al químico al olvido. Durante aquellos dos años, la ciudad estuvo tantas veces en un tris de ser tomada, fue ocupada tantas veces ya por franceses, ya por enemigos, llegaron tantos extranjeros, se refugiaron en ella tantos campesinos, hubo tantos intereses en juego, tantas existencias comprometidas, tanta agitación y tantos infortunios, que bastante tenía cada uno con pensar en sus cosas. El padre De Solis, su sobrino y los dos hermanos Pierquin eran las únicas personas que acudían a visitar a la señora Claës. El invierno de 1814 a 1815 fue para ella la más dolorosa de las agonías. Su marido acudía raramente a verla. Después de cenar, pasaba unas horas a su lado, pero como Joséphine no tenía fuerzas para mantener una conversación larga, Balthazar se limitaba a decir una o dos frases eternamente similares, se sentaba, callaba y dejaba que reinase en la sala un espantoso silencio. Tal monotonía se diversificaba un poco los días en que el padre De Solis y su sobrino pasaban la velada en la Casa Claës. Mientras el anciano sacerdote jugaba a las tablas reales con Balthazar, Marguerite conversaba con Emmanuel junto al lecho de su madre que sonreía a sus inocentes alegrías sin dejar traslucir cuán dolorosa y a un tiempo saludable resultaba para su quebrantada alma la fresca brisa de aquellos virginales amores que desbordaban por olas y palabra tras palabra. La inflexión de voz que encantaba a ambos jóvenes le partía el corazón, una mirada de inteligencia sorprendida entre ellos la transportaba, a ella casi muerta, a recuerdos de sus días jóvenes y felices que devolvían al presente toda su amargura. Emmanuel y Marguerite tenían la delicadeza de reprimir las deliciosas niñerías del amor para no ofender a una mujer dolorida cuyas heridas adivinaban instintivamente. Nadie ha observado aún que los sentimientos poseen una vida que les es propia, una naturaleza que procede de las circunstancias en que nacieron; conservan no sólo la fisonomía de los lugares donde han crecido sino la impronta de las ideas que han influido en su desarrollo. Existen pasiones ardientemente concebidas que permanecen ardientes como la de la señora Claës por su marido; y existen sentimientos a los que todo ha sonreído, que conservan una euforia matinal, sus cosechas de alegría van siempre acompañadas de risas y fiestas; pero también hay amores fatalmente enmarcados en melancolía o acotados por la desdicha, cuyos goces son dolorosos, costosos, están cargados de temores, envenenados por remordimientos o llenos de desesperanza. El amor soterrado en el corazón de Emmanuel y de Marguerite sin que ni uno ni otro comprendiesen aún que se trataba de amor, aquel sentimiento nacido bajo la sombría bóveda de la galería Claës, ante un anciano y severo sacerdote, en un momento de silencio y sosiego; aquel amor grave y discreto, pero fértil en dulces matices, en secretos goces, saboreados como racimos robados en una viña, sufría el ascendiente de los colores pardos, de las grises tonalidades que lo decoraron en sus primeros momentos. No atreviéndose a exteriorizar sentimiento alguno ante aquel lecho de dolor, los dos jóvenes acrecentaban sus goces sin saberlo mediante una concentración que los grababa en el fondo de su alma. Eran cuidados prodigados a la enferma, y en los que gustaba de participar Emmanuel, feliz de poder unirse a Marguerite y de convertirse con anticipación en el hijo de aquella madre. Una melancólica palabra de agradecimiento sustituía en los labios de la muchacha al mejor lenguaje de los amantes. Los suspiros de sus corazones, exultantes por alguna mirada intercambiada, en poco se diferenciaban de los suspiros arrancados por el espectáculo del dolor materno. Sus momentos felices, ricos en confesiones indirectas, en promesas inacabadas, en euforias contenidas, podían compararse a esas alegorías pintadas por Rafael sobre fondos oscuros. Poseían ambos una certeza que no se confesaban; sabían que tenían el sol encima de ellos, pero ignoraban qué viento barrería los negros nubarrones acumulados sobre sus cabezas; dudaban del futuro, y temiendo verse siempre escoltados por los sufrimientos, permanecían tímidamente entre las sombras de aquel crepúsculo, sin atreverse a decirse: ¿Acabaremos juntos el día? Con todo, el cariño que demostraba la señora Claës a sus hijos ocultaba noblemente todo cuanto se callaba a sí misma. Sus hijos no le causaban ni estremecimientos ni terror, eran su consuelo, pero no eran su vida; vivía por ellos, moría por Balthazar. Por penosa que resultase para ella la presencia de su marido que, pensativo durante horas enteras, le dirigía de cuando en cuando una mirada monótona, tan sólo olvidaba sus dolores durante aquellos crueles instantes. La indiferencia de Balthazar hacia aquella mujer moribunda hubiera parecido criminal a cualquier testigo ajeno; pero la señora Claës y sus hijas se habían acostumbrado, conocían el corazón de aquel hombre, y lo absolvían. Si, durante el día, la señora Claës sufría algún ataque peligroso, si se encontraba peor, si parecía a punto de expirar, Claës era el único en la casa y en la ciudad que lo ignoraba; Lemulquinier, su ayuda de cámara, lo sabía; pero ni sus hijas a quienes su madre imponía silencio, ni su mujer le comunicaban los peligros que corría una criatura antaño tan ardientemente amada. Cuando resonaban sus pasos en la galería en el momento en que venía a cenar, la señora Claës era feliz, iba a verlo, hacía acopio de fuerzas para saborear tal alegría. En el instante en que entraba él, aquella mujer pálida y medio muerta se teñía de vivos colores, recobraba una apariencia de salud, el sabio se acercaba a la cama, le cogía la mano, y la veía tras una falsa apariencia. Sólo para él, estaba bien Joséphine. Cuando le preguntaba: «¿Cómo estás hoy, esposa mía?», ella le contestaba: «¡Mejor, querido!» y hacía creer a aquel hombre distraído que al día siguiente estaría levantada y restablecida. Tan grande era la preocupación de Balthazar que aceptaba la enfermedad de que moría su mujer como una simple indisposición. Cuando todos sabían que estaba moribunda, para él estaba viva. Resultado de aquel año fue una total separación entre los esposos. Claës dormía lejos de su mujer, se levantaba al alba y se encerraba en su laboratorio o en su despacho; y al no verla sino en presencia de sus hijas o de los dos o tres amigos que venían a visitarla, se desacostumbró de ella. Aquellos dos seres, otrora acostumbrados a pensar juntos, no tuvieron ya, más que de tarde en tarde, esos momentos de comunicación, de abandono, de expansión que constituyen la vida del corazón, y llegó un momento en que aquellos contados goces cesaron. Los sufrimientos físicos vinieron a socorrer a la pobre mujer, ayudándola a soportar un vacío, una separación que la hubiera matado, de haber estado viva. Experimentó tan agudos dolores, que a veces se alegraba de que no se hallara presente el hombre a quien seguía amando. Contemplaba a Balthazar durante una parte de la velada y, sabiéndolo feliz como él quería serlo, participaba de aquella felicidad que le había procurado. Aquel breve goce le bastaba, no se preguntaba si él la amaba, se esforzaba en creerlo y se deslizaba por aquella capa de hielo sin atreverse a apoyarse mucho, temiendo romperla y hundir su corazón en una espantosa nada. Como ningún acontecimiento venía a turbar aquella calma, y como la enfermedad que devoraba lentamente a la señora Claës favorecía aquella paz interior, reduciendo el afecto conyugal a un estado pasivo, fue fácil llegar en tan tétrica situación a los primeros días del año 1816.
Hacia fines del mes de febrero, el notario Pierquin asestó el golpe que había de precipitar a la tumba a una mujer angelical cuya alma, al decir del padre De Solis, estaba casi limpia de pecado.
—Señora —le dijo al oído aprovechando un momento en que no le oían sus hijas—, el señor Claës me ha pedido que le gestione un préstamo de trescientos mil francos a cuenta de sus propiedades. Tome usted precauciones, porque está en juego la fortuna de sus hijos.
La señora Claës cruzó las manos, alzó los ojos al cielo y dio las gracias con una afable inclinación y una triste sonrisa que conmovieron al notario. Aquella frase fue la puñalada que mató a Pepita. Durante aquel día se había entregado a tristes meditaciones que le habían encogido el corazón, y se hallaba en una de esas situaciones en que el viajero, perdido ya el equilibrio, rueda empujado por un leve guijarro hasta el fondo del precipicio que durante tanto tiempo ha estado bordeando valientemente. Al retirarse el notario, la señora Claës pidió a Marguerite recado de escribir, hizo acopio de fuerzas y se puso a redactar un testamento. Se detuvo varias veces a contemplar a su hija. Había llegado el momento de las confesiones. Gobernando la casa desde la enfermedad de su madre, Marguerite había realizado tan bien las esperanzas de la moribunda, que la señora Claës contempló el futuro de la familia sin desesperación, viéndose revivir en aquel ángel cariñoso y fuerte. Sin duda ambas mujeres presentían las mutuas y tristes confidencias que iban a hacerse, pues la hija miraba a la madre no bien la madre la miraba, y a las dos se les llenaban los ojos de lágrimas. Varias veces dijo Marguerite, mientras su madre descansaba: «¿Madre?» como para hablar; pero al punto se detenía, como sofocada, sin que su madre, demasiado abismada en sus últimos pensamientos, le preguntase qué quería. Finalmente, la señora Claës quiso sellar la carta; Marguerite, que le aguantaba la vela, se retiró por discreción para no ver el sobrescrito.
—¡Puedes leerlo, hija mía! —le dijo la madre con tono desgarrador.
Marguerite vio a su madre escribiendo estas palabras: A mi hija Marguerite.
—Hablaremos cuando haya descansado —agregó metiendo la carta debajo de la cabecera.
Luego, se desplomó sobre la almohada como extenuada por el esfuerzo que acababa de hacer y durmió durante unas horas. Cuando despertó, sus dos hijas y sus dos hijos estaban de rodillas al pie de su lecho y rezaban con fervor. Era un jueves. Gabriel y Jean acababan de llegar del colegio, acompañados por Emmanuel de Solis, quien desde hacía seis meses ejercía las funciones de profesor de historia y filosofía.
—Hijos queridos, tenemos que decirnos adiós —exclamó Joséphine. ¡Vosotros no me abandonáis! Y el que…
No acabó.
—Emmanuel —dijo Marguerite viendo palidecer a su madre—, vaya usted a decir a mi padre que mamá se encuentra peor.
El joven Solis subió al laboratorio y, tras lograr que Lemulquinier avisara a Balthazar de que quería hablarle, éste contestó al ruego del joven diciendo:
—Ya voy.
—Querido —dijo la señora Claës a Emmanuel cuando regresó—, llévese a mis dos hijos y vaya a buscar a su tío. Creo que habrá que administrarme los últimos sacramentos, y quiero que lo haga él.
Una vez sola con sus dos hijas, hizo una seña a Marguerite que, comprendiendo a su madre, mandó salir a Félicie.
—Yo también tenía que hablar con usted, mamá querida —dijo Marguerite quien, no imaginando el grave estado de su madre, agrandó la herida abierta por Pierquin—. Hace dos días que no me queda dinero para los gastos de la casa, y les debo seis meses de sueldo a los criados. Dos veces he querido pedirle dinero a mi padre, y no me he atrevido. ¿Sabe usted que se han vendido los cuadros de la galería y la bodega?
—No me ha dicho una palabra de todo eso —exclamó la señora Claës—. ¡Oh, Dios mío! A tiempo me llevas contigo. Pobres hijos míos, ¿qué será de vosotros? —Hizo una ardiente plegaria que tiñó sus ojos con los fulgores del arrepentimiento—. Marguerite —prosiguió sacando la carta de debajo de la cabecera—, aquí tienes un escrito que no abrirás ni leerás hasta el momento en que, después de mi muerte, os halléis en una situación angustiosa, o sea si aquí llegara a faltar el pan. Querida Marguerite, quiere mucho a tu padre, pero cuida de tu hermana y de tus hermanos. Dentro de unos días, ¡puede que dentro de unas horas! estarás gobernando esta casa. Sé ahorradora. Si se da el caso de que te opones a los deseos de tu padre, cosa que podría suceder, pues ha gastado grandes cantidades buscando un secreto cuyo descubrimiento le hará acreedor de una gloria y una fortuna inmensas, sin duda necesitará dinero, puede que te lo pida, despliega todo el cariño de una hija, y mira de conciliar los intereses de los que serás única protectora con lo que le debes a tu padre, a un gran hombre que sacrifica su felicidad, su vida por la gloria de la familia; únicamente puede equivocarse en la forma, sus intenciones serán siempre nobles, es un hombre excelente y su corazón está lleno de amor. ¡Vosotros volveréis a verlo bueno y afectuoso! He tenido que decirte estas palabras al borde de la tumba, Marguerite. Si quieres aliviar los dolores de mi muerte, habrás de prometerme, hija mía, que me sustituirás para cuidar de tu padre, que no le darás disgusto alguno. ¡No le reproches nada, ni lo juzgues! Sé una mediadora dulce y complaciente hasta que, concluida su obra, vuelva a ser el cabeza de familia.
—La entiendo, querida madre —dijo Marguerite besando los inflamados ojos de la moribunda—, y cumpliré sus deseos.
—No te cases, ángel mío —prosiguió la señora Claës— hasta que pueda sucederte Gabriel en el gobierno de las finanzas y de la casa. Si te casases, tu marido no compartiría tus sentimientos, sembraría la confusión en la familia y atormentaría a tu padre.
Marguerite miró a su madre y le dijo:
—¿No tiene que hacerme ninguna otra recomendación acerca de mi matrimonio?
—¿Es que dudas, querida niña? —preguntó con espanto la moribunda.
—No, le prometo obedecerle.
—Pobre hija, no he sabido sacrificarme por vosotros —agregó la madre derramando cálidas lágrimas—, y ahora te pido que te sacrifiques por todos. La felicidad nos vuelve egoístas. Sí, Marguerite, he sido débil porque era feliz. Sé fuerte, ten sentido común por los que aquí no lo tengan. Procura que tus hermanos, que tu hermana no me acusen nunca. Quiere a tu padre, pero no le lleves mucho la… contraria.
Inclinó la cabeza sobre la almohada y no agregó una palabra. La habían traicionado sus fuerzas. El combate interior entre la Mujer y la Madre había sido demasiado violento. Pocos instantes después, llegaron los curas, precedidos por el padre De Solis, llenándose la sala con los criados de la casa. Cuando comenzó la ceremonia, la señora Claës, a quien su confesor había despertado, miró a todas las personas que tenía alrededor y no vio a Balthazar.
—¿Y el señor? —preguntó.
Aquella frase, que resumía su vida y su muerte, fue pronunciada con tan acongojado acento, que un horrible escalofrío recorrió a los allí presentes. Pese a su avanzada edad, Martha salió como una flecha, subió las escaleras y llamó con toda su fuerza a la puerta del laboratorio.
—Señor, la señora se está muriendo, y le están esperando para administrarle la extremaunción —gritó con la violencia de la indignación.
—Ahora bajo —contestó Balthazar.
Apareció Lemulquinier, un momento después, anunciando que su amo llegaba enseguida. La señora Claës no apartó la mirada de la puerta de la sala, pero su marido no se presentó sino en el instante en que concluía la ceremonia. El padre De Solis y los hijos rodeaban la cabecera del lecho de la moribunda. Al ver entrar a su marido, Joséphine se puso colorada, y rodaron unas lágrimas por sus mejillas.
—Seguro que ibas a descomponer el nitrógeno —le dijo con una dulzura de ángel que estremeció a los presentes.
—Es cosa hecha —exclamó Claës con voz alborozada—. El nitrógeno contiene oxígeno y una sustancia de la naturaleza de los imponderables que probablemente es el principio de las…
Se elevaron murmullos de horror que le interrumpieron haciéndole volver a la realidad.
—¿Qué me han dicho? —agregó—. ¿Es que estás peor? ¿Qué ha ocurrido?
—Ocurre, señor Claës —le dijo al oído el padre De Solis indignado— que su mujer se muere y que la ha matado usted.
Sin aguardar respuesta, el padre De Solis tomó del brazo a Emmanuel y salió seguido de los niños que lo acompañaron hasta el patio. Balthazar se quedó como fulminado y miró a su mujer dejando escapar unas lágrimas.
—Que te mueres y que te he matado yo —exclamó—. ¿Pero qué dice?
—Querido —contestó Joséphine—, yo sólo vivía por tu amor, y sin darte cuenta me has arrebatado la vida.
—Dejadnos —dijo Claës viendo entrar a sus hijos—. ¿Acaso he dejado de amarte un solo instante? —agregó sentándose a la cabecera de su mujer y besándole las manos.
—Nada te echaré en cara, querido. Me has hecho feliz, demasiado feliz; no he podido resistir la comparación entre los primeros días de nuestro matrimonio que eran plenos, y estos últimos días durante los que has dejado de ser tú mismo y que han sido vacíos. La vida del corazón, como la vida física, tiene sus hechos. Llevas seis años muerto para el amor, para la familia, para todo cuanto formaba nuestra felicidad. No te hablaré de los goces que son privativos de la juventud, deben cesar en el otoño de la vida; pero dejan frutos de los que se sustentan las almas, una confianza sin límites, gratas costumbres; bueno, pues tú me has arrebatado esos tesoros de nuestra edad. Me marcho a tiempo: no vivíamos juntos de ninguna manera, me ocultabas tus pensamientos y tus actos. ¿Cómo has podido llegar a temerme? ¿Te he dirigido alguna vez una palabra, una mirada, un gesto de censura? Pues has vendido tus últimos cuadros, has vendido hasta los vinos de tu bodega, y vuelves a hipotecar bienes sin decirme una palabra. ¡Ah! Me voy, sí, de la vida, asqueada de la vida. Si cometes faltas, si te ciegas persiguiendo lo imposible, ¿no te he demostrado que hay en mí bastante amor como para compartir gustosa tus faltas, como para seguir caminando a tu lado, aunque me hubieses llevado por los caminos del crimen? Me has querido demasiado bien: en eso radican mi gloria y mi dolor. ¡Mi enfermedad ha durado mucho tiempo, Balthazar! Comenzó el día en que aquí mismo donde voy a expirar me demostraste que pertenecías más a la Ciencia que a la Familia. Ahora tu mujer está muerta y tu fortuna consumida. Tu fortuna y tu mujer te pertenecían, podías disponer de ambas; pero el día en que yo no esté, mi fortuna será la de tus hijos, y no podrás tocarla. ¿Qué va a ser de ti? Te debo la verdad, ¡los moribundos ven en la distancia! ¿Dónde estará ahora el contrapeso que neutralice la pasión en que has convertido tu vida? Si me has sacrificado a ella, poco te importarán tus hijos, pues he de confesar en justicia que me preferías a todo. Dos millones y seis años de trabajo has arrojado a ese abismo, y nada has encontrado…
Al oír esas palabras, Claës hundió en las manos la encanecida cabeza y ocultó el rostro entre las manos.
—Lo único que encontrarás será la vergüenza para ti y la miseria para tus hijos —siguió diciendo la moribunda—. Ya te llaman en plan de escarnio Claës el alquimista, ¡pronto pasarás a ser Claës el loco! Yo creo en ti. Sé que eres grande, sabio, un genio; pero para el vulgo, el genio se asemeja a la locura. La gloria es el sol de los muertos; en vida, serás desdichado como todo lo que fue grande, y arruinarás a tus hijos. Me marcho sin haber gozado de tu fama, que me habría consolado de haber perdido la felicidad. Querido Balthazar, para que esta muerte mía sea menos amarga, necesitaría tener la seguridad de que nuestros hijos dispondrán de un pedazo de pan; pero nada, ni siquiera tú, podría calmar mis inquietudes…
—Te juro —dijo Claës— que…
—No jures, querido, no vayas a faltar a tus juramentos —dijo ella interrumpiéndole—. Nos debías tu protección, nos ha faltado desde hace casi siete años. Tu vida es la ciencia. Un gran hombre no puede tener mujer ni hijos. ¡Caminad solos en la miseria! ¡Vuestras virtudes no son las de las gentes vulgares, pertenecéis al mundo, pero sois incapaces de pertenecer ni a una mujer, ni a una familia! ¡Secáis la tierra que os rodea, como los grandes árboles! Yo, pobre planta, no he podido elevarme lo bastante, expiro en la mitad de tu vida. Aguardaba este último día para decirte estos horribles pensamientos que no descubrí sino iluminada por el dolor y la desesperación. ¡Cuida de mis hijos! ¡Que resuenen estas palabras en tu corazón! Hasta mi último suspiro te las diré. La mujer ha muerto, ya ves. La has despojado lenta y gradualmente de sus sentimientos, de sus placeres. ¡Ay! Sin ese cruel celo que has puesto involuntariamente, ¿habría vivido yo tanto tiempo? ¡Pero mis pobres hijos no me abandonaban! Han crecido junto a mis dolores, la madre ha sobrevivido. Cuida, cuida de nuestros hijos.
—Lemulquinier —gritó Balthazar con voz tonante. El viejo criado apareció de repente—. Vaya arriba a destruirlo todo, máquinas, aparatos; hágalo con precaución, pero rómpalo todo. ¡Renuncio a la ciencia! —dijo a su mujer.
—Ya es tarde —agregó ella mirando a Lemulquinier—. Marguerite —exclamó sintiéndose morir. Marguerite apareció en el umbral de la puerta, y lanzó un grito desgarrador al ver que se apagaban los ojos de su madre—. ¡Marguerite! —repitió la moribunda.
Aquella postrera exclamación contenía una tan violenta llamada a su hija, la investía de tanta autoridad, que el grito fue todo un testamento. La familia acudió espantada y vio expirar a la señora Claës que había consumido sus últimas fuerzas conversando con su marido. Balthazar y Marguerite inmóviles, ella a la cabecera, él al pie del lecho, no daban crédito a la muerte de aquella mujer cuyas enormes virtudes e inagotable cariño sólo ellos conocían. Padre e hija intercambiaron una mirada en extremo elocuente: la hija juzgaba al padre, el padre temblaba ya de ver convertida a su hija en instrumento de venganza. Aunque los recuerdos con los que su mujer colmara su vida volvían en tropel a asaltar su memoria y conferían a las últimas palabras de la difunta una santa autoridad cuya voz había de sonar siempre en su mente, Balthazar dudaba de su corazón, demasiado débil contra su genio; por otra parte, oía el terrible rugir de su pasión que le negaba la fuerza de su arrepentimiento, y le daba miedo de sí mismo. Cuando desapareció aquella mujer, todos comprendieron que la Casa Claës poseía un alma y que esa alma había dejado de existir. Fue tan profundo el dolor en la familia, que la sala donde la noble Joséphine parecía revivir permaneció cerrada, no sintiéndose nadie con ánimos para entrar en ella.
La Sociedad no practica ninguna de las virtudes que exige a los hombres, comete crímenes constantemente, pero los comete con palabras; prepara las malas acciones recurriendo a la mofa, como degrada lo hermoso escarneciéndolo; se ríe de los hijos que lloran demasiado a sus padres, anatemiza a quienes no los lloran lo bastante; y luego se divierte, ¡ella!, sopesando los cadáveres antes de que estén fríos. La noche del día en que expiró la señora Claës, los amigos de aquella mujer hicieron su elogio fúnebre entre dos partidas de whist, rindieron homenaje a sus grandes cualidades mientras buscaban corazón o picos. Luego, tras unas frases lacrimosas que constituyen el abecé del dolor colectivo, y que se pronuncian con idénticas entonaciones, sin mayor ni menor sentimiento, en todas las ciudades de Francia y en todo momento, pasaron a evaluar el producto de la herencia. Pierquin fue el primero en recalcar a quienes comentaban el acontecimiento que la muerte era un bien para ella, habida cuenta de lo desgraciada que la hacía su marido; pero que era aún mayor bien para sus hijos, dado que ella hubiera sido incapaz de negar su fortuna a su marido a quien adoraba, mientras que Claës ahora no podía ya disponer de ella. Y todos evaluaban la herencia de la pobre señora Claës, calculaban sus ahorros (¿los tenía?, ¿no los tenía?), hacían inventario de sus joyas, repasaban sus vestidos, hurgaban en sus cajones, mientras la afligida familia lloraba y rezaba en torno al lecho de muerte. Pierquin, desplegando una pericia de tasador de fortunas, calculó que los parafernales, por emplear su expresión, de la señora Claës seguían existiendo y podían ascender a una cantidad aproximada de un millón quinientos mil francos representada ya por el bosque de Waignies, cuyas arboledas habían cobrado en doce años un enorme valor, y contó los oquedales, los resalvos, las antiguas, las modernas, ya por los bienes de Balthazar que aún podía compensar a sus hijos en caso de que el monto de la liquidación no bastase para pagar su deuda con ellos. La señorita Claës era, pues, por seguir utilizando su jerga, una muchacha de cuatrocientos mil francos. «Pero como tarde mucho en casarse —agregó—, lo cual la emanciparía, y permitiría vender en pública subasta el bosque de Waignies, liquidar la parte de los menores y emplearla de modo que el padre no pueda tocarla, el señor Claës es hombre capaz de arruinar a sus hijos». Empezaron todos a enumerar a los jóvenes de la provincia dignos de aspirar a la mano de la señorita Claës, pero nadie obsequió al notario con la flor de suponerlo digno de ella. El notario hallaba razones para rechazar cada uno de los partidos propuestos como indigno de Marguerite. Los interlocutores se miraban sonriendo, y disfrutaban prolongando aquella malicia provinciana. Pierquin había visto ya en la muerte de la señora Claës un acontecimiento favorable a sus pretensiones, y comenzaba ya a despedazar el cadáver en su propio provecho.
«Esa buena mujer —se dijo al volver a su casa para acostarse— era más orgullosa que un pavo real, y nunca me hubiera concedido la mano de su hija. ¡Tate! ¿Pues no es ahora el momento de maniobrar un poco para casarme con ella? Claës padre es un hombre ebrio de carbono a quien bien poco le importan ya sus hijos; si le pido la mano de su hija, tras convencer a Marguerite de lo mucho que le urge casarse para salvar la fortuna de sus hermanos y hermana, se alegrará de librarse de una hija que sólo le puede traer problemas».
Se durmió vislumbrando las bondades matrimoniales del contrato, meditando sobre todas las ventajas que le brindaba aquel negocio y sobre las garantías que hallaba para su felicidad en la persona a la que hacía su esposa. Difícil resultaba encontrar en la provincia a una joven más delicadamente bella y mejor educada que Marguerite. Su modestia, su gracia eran comparables a las de la preciosa flor que Emmanuel no se atreviera a nombrar en su presencia, temiendo desvelar así los secretos anhelos de su corazón. Sus sentimientos eran altivos, sus principios eran religiosos y había de convertirse en una casta esposa; pero no halagaba únicamente la vanidad que todo hombre abriga más o menos en la elección de una mujer, satisfacía además el orgullo del notario por la inmensa consideración que su familia, doblemente noble, disfrutaba en Flandes, y que compartiría su marido. Al día siguiente, Pierquin sacó de su caja unos billetes de mil francos y fue a ofrecérselos amistosamente a Balthazar, a fin de evitarle problemas pecuniarios en tan dolorosos instantes. Emocionado por tan delicada atención, Balthazar elogiaría sin duda ante su hija el corazón y la persona del notario. Pero no fue así. El señor Claës y su hija juzgaron el gesto como cosa natural, y su sufrimiento era demasiado exclusivo como para que pensasen en Pierquin. En efecto, la desesperación de Balthazar fue tan grande, que las personas dispuestas a censurar su conducta le perdonaron, menos en nombre de la Ciencia, que podía excusarle, que de su arrepentimiento que en nada reparaba el daño. La sociedad se contenta con muecas, se conforma con lo que da, sin comprobar su valor; el dolor auténtico es para ella un espectáculo, una suerte de goce, que la dispone a perdonarlo todo, incluso a un criminal; en su avidez de emociones, absuelve sin discernimiento tanto a quien le hace reír como a quien le hace llorar, sin pedirles cuentas de los medios.
Diecinueve años había cumplido Marguerite cuando su padre le entregó el gobierno de la casa donde su autoridad fue respetuosamente reconocida por su hermana y sus dos hermanos a quienes, durante los últimos momentos de su vida, la señora Claës había recomendado que obedeciesen a su hermana mayor. El luto realzaba su blanca lozanía, al igual que la tristeza resaltaba su dulzura y paciencia. Desde los primeros días, prodigó las pruebas de ese temple femenino, de esa serenidad constante que deben de poseer los ángeles encargados de derramar la paz, tocando con su verde palma los corazones dolientes. Pero aunque se acostumbró, por la prematura penetración de sus deberes, a ocultar sus dolores, no dejaron éstos de ser más vivos; su serena apariencia no se compadecía con la profundidad de sus sensaciones; y pronto se vio destinada a conocer esas terribles explosiones de sentimiento que desbordan en ocasiones el corazón; su padre había de tenerla siempre apremiada entre la generosidad natural en las almas jóvenes, y la voz de una imperiosa necesidad. Los cálculos en que se vio envuelta tan pronto murió su madre la enfrentaron con los intereses de la vida, en un momento en que las muchachas sólo vuelven la mirada hacia los placeres. ¡Tremendo aprendizaje del sufrimiento que nunca perdona a las naturalezas angelicales! El amor que se apoya en el dinero y en la vanidad forja la más obcecada de las pasiones, y Pierquin no quiso demorar el momento de engatusar a la heredera. Pocos días después del luctuoso suceso, buscó la ocasión de hablar con Marguerite, e inició sus operaciones con una habilidad que hubiera podido seducirla; pero el amor había prestado a su alma una clarividencia que la salvó de caer atrapada en unas apariencias tanto más favorables a la mistificación sentimental cuanto que en dicha circunstancia Pierquin desplegaba la bondad que le era propia, la bondad del notario que cree prodigar amor cuando salva escudos. Amparándose en su dudoso parentesco, en la constante costumbre que tenía de llevar los asuntos y de compartir los secretos de aquella familia, seguro de la estima y la amistad del padre, beneficiado por la indiferencia de un sabio que no tenía trazado proyecto alguno sobre el futuro de su hija, y no imaginando que Marguerite pudiera tener alguna predilección, la dejó valorar una persecución que no interpretaba la pasión sino aunando los cálculos más odiosos para un alma joven y que no supo disimular. Fue él quien se mostró ingenuo, y ella quien usó de simulación, precisamente porque creía actuar contra una muchacha sin defensa, y porque ignoró los privilegios de la debilidad.
—Querida prima —dijo a Marguerite con la que se paseaba por las avenidas del jardincillo—, conoce usted mi corazón y sabe lo inclinado que me siento a respetar los dolorosos sentimientos que la afligen en estos momentos. Tengo un alma demasiado sensible para ser notario, sólo vivo a través del corazón y me veo obligado a ocuparme constantemente de los intereses ajenos, cuando me gustaría dejarme llevar por las dulces emociones que hacen la vida feliz. Por eso me duele mucho tener que hablarle de proyectos discordantes con el estado de su alma, pero así ha de ser. He pensado mucho en usted estos últimos días. Acabo de descubrir que, por una singular fatalidad, la fortuna de sus hermanos y de su hermana, la suya propia, están en peligro. ¿Quiere usted salvar a su familia de una ruina total?
—¿Qué tendría que hacer? —preguntó ella un tanto aterrada por aquellas palabras.
—Casarse —contestó Pierquin.
—No pienso casarme —exclamó Marguerite.
—Se casará usted —replicó el notario—, cuando haya meditado detenidamente sobre la crítica situación en que se encuentra…
—¿Cómo puede salvar mi matrimonio?…
—Ahí la esperaba yo, prima —dijo él interrumpiéndola—. ¡El matrimonio emancipa!
—¿Y para qué habría de emanciparme? —preguntó Marguerite.
—Para entrar en posesión de lo suyo, querida primita —dijo el notario con tono triunfal—. En ese caso, dispondrá usted de una cuarta parte de la fortuna de su madre. Para dársela, es menester liquidarla; y para liquidarla, ¿no habrá que subastar el bosque de Waignies? Sentado esto, todos los valores de la herencia se capitalizarán, y su padre se verá obligado, como tutor, a invertir la parte de sus hermanos y hermana, con lo que se hallará a salvo de la Química.
—¿Qué ocurriría en caso contrario? —preguntó Marguerite.
—Pues que su padre administrará sus bienes. Si le vuelve a dar por fabricar oro, podría vender el bosque de Waignies y dejarles a dos velas. El bosque de Waignies vale en este momento cerca de un millón cuatrocientos mil francos; pero como, cualquier día de éstos, se le ocurra a su padre dejarlo mondo, su millón trescientas mil fanegas no valdrán ni trescientos mil francos. ¿No es mejor evitar ese peligro casi seguro, exigiendo hoy mismo la partición mediante su emancipación? Impediría así todas las talas del bosque de que dispondría más adelante su padre en detrimento suyo. Ahora que la Química duerme, invertirá necesariamente los valores de la liquidación en títulos de la Deuda. Los fondos están a cincuenta y nueve, con lo que los queridos niños dispondrán de cerca de cinco mil libras de renta por cincuenta mil francos; y dado que no se puede disponer de capitales pertenecientes a menores, en su mayoría de edad sus hermanos y hermana verán duplicada su fortuna. Mientras que, en caso contrario, la verdad… En fin… Por otra parte, su padre ha mermado los bienes de su madre, conoceremos el déficit una vez hecho inventario. En caso de que adeude dinero, podrá usted imponer una hipoteca sobre sus bienes, con lo que podrá ya salvar algo.
—¡Ni hablar! —dijo Marguerite—, eso sería agraviar a mi padre. Hace muy poco que pronunció mi madre sus últimas palabras como para haberlas olvidado. Mi padre es incapaz de desposeer a sus hijos —dijo dejando escapar lágrimas de dolor—. No le conoce usted, señor Pierquin.
—Pero querida prima, si a su padre le diera otra vez por la Química…
—Nos arruinaríamos, ¿no es así?
—¡Oh, completamente! Créame, Marguerite —dijo tomándole la mano y llevándosela al corazón—, faltaría a mis deberes si no insistiese. Sólo me mueve su interés…
—Caballero —dijo fríamente Marguerite apartando la mano—, el interés real de mi familia exige que no me case. Así lo juzgó mi madre.
—Prima —exclamó el notario con la convicción del negociante que ve escapársele una fortuna—, se suicida usted, tira por la ventana la herencia de su madre. ¡Pero yo quiero demostrarle con mi entrega el enorme cariño que le profeso! No sabe usted cuánto la quiero, ¡la adoro desde el día en que la vi en el último baile que dio su padre! Estaba usted preciosa. Fíese de la voz del corazón cuando habla de interés, querida Marguerite. —Hizo una pausa—. Sí, reuniremos un consejo de familia y la emanciparemos sin consultarla.
—Pero ¿qué es exactamente estar emancipada?
—Disfrutar de sus derechos.
—Pues si puedo emanciparme sin casarme, ¿para qué quiere usted que me case? ¿Y con quién?
Intentó Pierquin lanzar una mirada tierna a su prima, pero esa expresión contrastaba tanto con la rigidez de sus ojos habituados a hablar de dinero, que Marguerite creyó vislumbrar cálculo en tan improvisada ternura.
—Se casaría usted con la persona que le gustase… en la ciudad… Le es indispensable un marido, incluso como negocio. Tendrá usted que estar con su padre. ¿Podrá usted resistirle sola?
—Sí, señor, sabré defender a mis hermanos y a mi hermana, llegado el momento.
«¡Diablo con la parienta!», pensó Pierquin. —No, no sabrá usted resistirle —dijo en voz alta.
—Dejemos el asunto —contestó Marguerite.
—Adiós prima, procuraré servirla a su pesar, y le demostraré lo mucho que la quiero protegiéndola, a su pesar, de un desastre que todo el mundo vaticina en la ciudad.
—Le agradezco el interés que demuestra por mí, pero le suplico que no proponga ni emprenda nada que pueda causar el menor disgusto a mi padre.
Marguerite se quedó pensativa al ver alejarse a Pierquin, comparó su voz metálica, sus modales meramente ágiles en sus resortes, sus miradas que reflejaban más servilismo que dulzura, con la poesía melodiosamente muda que revestía los sentimientos de Emmanuel. Independientemente de lo que se haga o diga, existe un admirable magnetismo cuyos efectos no engañan jamás. El timbre de la voz, la mirada, los gestos apasionados del hombre enamorado pueden imitarse, un hábil comediante puede engañar a una muchacha, pero para lograrlo, ¿no ha de estar solo? Si esa muchacha tiene junto a ella un alma que vibra al unísono de sus sentimientos, ¿no reconocerá de inmediato las expresiones del auténtico amor? Emmanuel se hallaba en aquel momento, como Marguerite, bajo la influencia de las nubes que, desde que se conocieran, habían formado fatalmente una tenebrosa atmósfera sobre sus cabezas, ocultándoles la vista del cielo azul del amor. Profesaba a su elegida esa idolatría que la falta de esperanza torna tan dulce y misteriosa en sus respetuosas manifestaciones. Situado socialmente demasiado lejos de la señorita Claës y no pudiendo ofrecerle sino un ilustre apellido, no veía posibilidad alguna de que le aceptara como esposo. Aguardaba algún gesto de aliento que Marguerite se negó a mostrar ante los desfallecidos ojos de una moribunda. Igualmente puros, no se habían dicho, pues, una sola palabra de amor. Sus alegrías habían sido las alegrías egoístas que los infelices se ven obligados a saborear en soledad. Habían vibrado por separado, aunque los hacía palpitar un rayo nacido de la misma esperanza. Parecían tener miedo de sí mismos, sintiéndose ya demasiado bien el uno junto al otro. Así, Emmanuel temblaba ante la idea de rozar la mano de la soberana a quien había levantado un santuario en su corazón. El contacto más inconsciente habría despertado en él demasiados excitantes placeres, no habría podido dominar sus sentidos desencadenados. Pero aunque no se hubiesen concedido ni una sola de las sutiles e inmensas, de las inocentes y serias demostraciones que se permiten los amantes más tímidos, tan bien aposentados estaban el uno en el corazón del otro, que se sabían dispuestos ambos a hacerse los mayores sacrificios, únicos placeres que podían paladear. Desde la muerte de la señora Claës, su amor secreto se ahogaba bajo las gasas del luto. Las tonalidades de la esfera en que vivían, de oscuras habían pasado a ser negras, apagados sus destellos por las lágrimas. La reserva de Marguerite se trocó casi en frialdad, pues había de cumplir el juramento exigido por su madre; y, con ser más libre que antes, se tornó más rígida. Emmanuel había abrazado el duelo de su amada, comprendiendo que la menor declaración de amor, la más simple exigencia sería un delito contra las leyes del corazón. Así, aquel gran amor se mantenía más oculto que nunca. Sus dos tiernas almas seguían tañendo el mismo son; pero, separadas por el dolor, como lo habían estado por las timideces de la juventud y por el respeto debido a los sufrimientos de la difunta, seguían limitándose al magnífico lenguaje de los ojos, a la muda elocuencia de los actos abnegados, a una afinidad continua, sublimes armonías de la juventud, primeros pasos del amor en su infancia. Emmanuel acudía cada mañana a saber noticias de Claës y de Marguerite, pero no penetraba en el comedor sino cuando traía una carta de Gabriel, o cuando Balthazar le invitaba a entrar. La primera mirada que clavaba en la muchacha le transmitía mil pensamientos placenteros: sufría por la discreción que le imponían las conveniencias, no la había abandonado, compartía su tristeza, derramaba el rocío de sus lágrimas en el corazón de su amiga con una mirada que no enturbiaba segunda intención alguna. El excelente muchacho vivía tan a gusto en el presente, se aferraba tanto a una felicidad que creía fugitiva, que muchas veces Marguerite se reprochaba el no tenderle generosamente la mano diciéndole: «¡Seamos amigos!».
Pierquin insistió en sus obsesiones con esa obcecación que es la paciencia irreflexiva de los necios. Juzgaba a Marguerite según las reglas habituales utilizadas por la masa para apreciar a las mujeres. Creía que las palabras matrimonio, libertad, fortuna que le había dejado caer germinarían en su alma y harían florecer un deseo del que se beneficiaría, e imaginaba que su frialdad era simulación. Pero aunque la rodeaba de cuidados y atenciones galantes, disimulaba mal los modales despóticos de un hombre acostumbrado a decidir en las cuestiones capitales relativas a las familias. Decía, para consolarla, esos lugares comunes, familiares a las gentes de su profesión, que pasan como limacos sobre los dolores, dejando en ellos un rastro de palabras secas que desfloran su santidad. Su ternura era pura zalamería. Abandonaba su fingida melancolía en la puerta cuando cogía sus zuecos o su paraguas. Utilizaba el tono que su larga familiaridad le autorizaba a tomar como un instrumento para ganarse el corazón de la familia, para decidir a Marguerite a un matrimonio proclamado de antemano en toda la ciudad. Así, el amor auténtico, abnegado, respetuoso, formaba un singular contraste con un amor egoísta y calculado. Todo era homogéneo en aquellos dos hombres. El uno fingía una pasión y se valía de sus menores ventajas para poder casarse con Marguerite; el otro ocultaba su amor, y temblaba ante la idea de dejar transparentar su devoción. Al poco tiempo de morir su madre, y en el mismo día, Marguerite pudo comparar a los dos únicos hombres que tenía ocasión de juzgar. Hasta entonces, la soledad a que se había visto condenada no le había permitido ver el mundo, y la situación en que se hallaba no permitía acceso alguno a las personas que pudieran pensar en pedirla en matrimonio. Un día, después de almorzar, durante una de esas espléndidas mañanas del mes de abril, se presentó Emmanuel en el momento en que salía Claës. Balthazar soportaba tan difícilmente el aspecto de su casa, que se pasaba parte de la mañana paseando por las murallas. Emmanuel quiso acompañar a Balthazar, vaciló, pareció hacer acopio de fuerzas, miró a Marguerite y se quedó. Marguerite adivinó que el profesor quería hablarle y le propuso ir al jardín. Mandó a su hermana Félicie con Martha que trabajaba en la antecámara situada en el primer piso; luego, fue a sentarse en un banco donde podían verla su hermana y la anciana dueña.
—El señor Claës está tan abismado en su dolor como antes en sus investigaciones científicas —dijo el joven viendo caminar lentamente a Balthazar por el patio—. A todo el mundo le inspira lástima en la ciudad; va como un hombre que ha perdido la cabeza; se detiene sin motivo; mira sin ver…
—Cada dolor tiene su expresión —dijo Marguerite conteniendo el llanto—. ¿Qué quería usted decirme? —agregó tras una pausa y con fría dignidad.
—Señorita —contestó Emmanuel con voz emocionada—, no sé si tengo derecho a hablarle como voy a hacerlo. Le ruego que no vea en ello sino mi afán de serle útil, y permita que un profesor se interese por la suerte de sus alumnos hasta el punto de inquietarse por su futuro. Su hermano Gabriel tiene quince años cumplidos, está en quinto, y urge ya orientar sus estudios hacia la carrera que vaya a abrazar. Quien ha de decidir al respecto es su padre, pero si no lo hiciese, ¿no sería calamitoso para Gabriel? ¿Y no sería al mismo tiempo mortificante para su padre el que le haga usted observar que no se ocupa de su hijo? Las cosas así, ¿no podría usted consultar a su hermano sobre sus gustos, mirar de que elija él mismo una carrera, a fin de que si, más adelante, su padre quiere que sea magistrado, administrador o militar, Gabriel posea ya conocimientos especiales? No creo que ni usted ni el señor Claës quieran dejarlo ocioso…
—¡Nada de eso! —dijo Marguerite—. Se lo agradezco mucho, Emmanuel, tiene usted razón. Mi madre, obligándonos a hacer encaje, enseñándonos con tanto esmero a coser, a bordar, a tocar el piano, nos decía muchas veces que nunca se sabe lo que puede deparar la vida. Gabriel debe tener merecimientos propios y una educación completa. Pero ¿cuál es la carrera más adecuada que puede elegir un hombre?
—Señorita —dijo Emmanuel temblando de felicidad—, Gabriel es el que muestra más aptitud en matemáticas de toda su clase; si quisiera ingresar en la École Polytechnique,[3] creo que allí adquiriría conocimientos útiles para todas las carreras. Al salir, sería libre de elegir aquella por la que sintiese mayor inclinación. Sin tomar hasta entonces ninguna decisión definitiva sobre su futuro, habrá usted ganado tiempo. Los hombres que salen con notas brillantes de esa Escuela, son recibidos con los brazos abiertos en todas partes. Ha dado administradores, diplomáticos, sabios, ingenieros, generales, marinos, magistrados, fabricantes y banqueros. Nada tiene pues de extraordinario el ver que un joven rico o de buena familia trabaje para ingresar en ella. Si se decidiese Gabriel, yo le pediría… ¡Me lo concederá usted! ¡Diga que sí!
—¿Qué desea usted?
—Ser su profesor particular —contestó temblando.
Marguerite miró al señor De Solis, le tomó la mano y le dijo:
—Sí.
Hizo una pausa y agregó con voz emocionada:
—Cuánto aprecio la delicadeza que le mueve a ofrecerme precisamente lo que puedo aceptar de usted. En lo que acaba de decir, veo cómo ha pensado en nosotros. Le doy las gracias por ello.
Aunque estas palabras fueron pronunciadas con sencillez, Emmanuel volvió la cabeza para disimular las lágrimas que llenaron sus ojos por el placer de ser útil a Marguerite.
—Se los traeré a los dos —dijo una vez se hubo serenado—, mañana hay vacación.
Se levantó, saludó a Marguerite que le siguió y, al llegar al patio, vio que ella seguía en la puerta del comedor y le dirigía un saludo amistoso. Después de cenar, el notario fue a visitar al señor Claës, y se sentó en el jardín, entre su primo y Marguerite, precisamente en el banco que ocupara Emmanuel.
—Querido primo —dijo—, he venido esta noche para hablar con usted de negocios. Cuarenta y tres días han transcurrido ya desde la defunción de su esposa.
—No los he contado —dijo Balthazar enjugándose una lágrima que le arrancó el término legal defunción.
—¡Oh! —exclamó Marguerite mirando al notario—, ¿cómo puede usted?…
—Pero, prima, nosotros nos vemos obligados a contar los plazos que fija la ley. Los interesados son precisamente usted y sus coherederos. El señor Claës no tiene más que hijos menores, tiene la obligación de hacer un inventario en los cuarenta y cinco días que siguen a la defunción de su mujer, a fin de consignar los bienes de la comunidad. ¿No conviene saber si es bueno o malo el balance para atenerse a los puros y simples derechos de los menores? —Marguerite se levantó—. Quédese, prima —dijo Pierquin—, estos asuntos la afectan tanto a usted como a su padre. De sobra sabe lo mucho que comparto su dolor; pero es menester ocuparse hoy mismo de estos pormenores; ¡el no hacerlo podría resultar calamitoso para unos y para otros! En este momento no hago sino cumplir mi deber como notario de la familia.
—Tiene razón —dijo Claës.
—El plazo expira dentro de dos días —prosiguió el notario—, por lo que debo proceder a partir de mañana a la apertura del inventario, siquiera sea para demorar el pago de los derechos que vendrá a exigirles el fisco, el fisco no tiene corazón, le traen sin cuidado los sentimientos, nos echa la zarpa en todo momento. Así que cada día, de diez a cuatro, estaremos aquí mi pasante y yo con el ujier tasador, señor Raparlier. Cuando hayamos acabado lo de la ciudad, iremos al campo. Del bosque de Waignies ahora hablaremos. Sentado lo cual, pasemos a otro punto. Tenemos que convocar un consejo de familia para nombrar un tutor. En la actualidad, su más próximo pariente es el señor Conyncks de Brujas. ¡Pero mira por dónde se nos ha hecho belga! Debería usted, primo, escribirle sobre el particular, así sabría si el hombre desea fijar su residencia en Francia donde posee espléndidas propiedades, y podría usted decidirle a que venga a vivir con su hija al Flandes francés. En caso de que diga que no, tendré que formar el consejo según los grados de parentesco.
—¿Para qué sirve un inventario? —preguntó Marguerite.
—Para comprobar los derechos, los valores, el activo y el pasivo. Cuando queda todo bien sentado, el consejo de familia adopta en interés de los menores las decisiones que considera…
—Pierquin —dijo Claës levantándose del banco—, proceda usted a redactar cuantos documentos juzgue necesarios para preservar los derechos de mis hijos; pero evítenos el dolor de ver vender lo que pertenecía a mi querida…
No concluyó. Había pronunciado aquellas palabras con expresión tan noble y tono tan convencido, que Marguerite tomó la mano de su padre y la besó.
—Hasta mañana —dijo Pierquin.
—Venga usted a almorzar —dijo Balthazar. Acto seguido, Claës pareció hacer memoria y exclamó—: Pero en mi contrato de matrimonio, que se hizo según la costumbre de Hainaut, yo dispensé a mi mujer del inventario para que no la marearan, por tanto puede que tampoco yo esté obligado…
—Ah, qué alegría —exclamó Marguerite—, lo mal que lo habríamos pasado.
—Pues mañana examinaremos su contrato —contestó el notario un tanto azorado.
—¿Pero es que no lo conocía usted? —le preguntó Marguerite.
Aquella observación puso fin a la charla. Al notario le resultó demasiado violento continuar tras la observación de su prima.
«¡Ya ha metido baza el diablo! —pensó en el patio—. Con lo distraído que es el hombre, recobra la memoria en el momento preciso para evitar que se tomen precauciones contra él. ¡Se comerá la herencia de sus hijos! Tan seguro es como que dos y dos son cuatro. Para que te metas a hablar de negocios con muchachitas de diecinueve años propensas al sentimiento. Me he devanado los sesos para salvar la fortuna de esos niños, procediendo correctamente y entendiéndome con el Conyncks ese. Y todo para quedar desairado ante Marguerite que le preguntará a su padre por qué quería yo proceder a un inventario que ella considera inútil. Y el señor Claës le dirá que los notarios tienen la manía de redactar actas, que somos notarios antes que parientes, primos o amigos».
Dio un portazo echando pestes contra los clientes que se arruinaban por sensibilidad. Tenía razón Balthazar. No hubo inventario. Nada se fijó, pues, acerca de la situación en que se hallaba el padre respecto a los hijos. Transcurrieron varios meses sin que en nada cambiara la situación de la Casa Claës. Gabriel, hábilmente dirigido por Emmanuel de Solis que se había convertido en su preceptor, trabajaba con aplicación, aprendía lenguas extranjeras y se disponía a presentarse al examen necesario para ingresar en la École Polytechnique. Félicie y Marguerite habían vivido en total retiro, aunque yendo, por economía, a pasar el verano a la casa de campo de su padre. El señor Claës se ocupó de sus finanzas, pagó sus deudas solicitando un considerable préstamo hipotecario y visitó el bosque de Waignies. A mediados del año 1817, su dolor, lentamente mitigado, le dejó solo e indefenso contra la monotonía de la vida que llevaba y que le pesó. Comenzó luchando de firme contra la Ciencia que se despertaba insensiblemente, y se prohibió a sí mismo pensar en la Química, para terminar pensando en ella. Pero no quiso dedicarse a ella, tan sólo lo hizo teóricamente. Aquel constante estudio hizo surgir su pasión que le movió a ergotizar. Discutió si se había comprometido a no proseguir con sus investigaciones y recordó que su mujer se había negado a aceptar juramento alguno. Aunque se hubiese prometido a sí mismo no perseguir la solución de su problema, ¿no podía mudar de decisión habida cuenta que entreveía el éxito? Contaba ya cincuenta y nueve años. A esa edad, la idea que lo dominaba contrajo la violenta fijeza con que comienzan las monomanías. Las circunstancias vinieron a conspirar contra su tambaleante lealtad. La paz de que gozaba Europa había propiciado la circulación de los descubrimientos y de las ideas científicas adquiridas durante la guerra por los sabios de los distintos países entre los cuales no había existido relación durante cerca de veinte años. Así, la Ciencia había avanzado. Claës se encontró con que los progresos de la Química se habían orientado, sin saberlo los químicos, hacia el objeto de sus investigaciones. Las personas dedicadas a la ciencia de alto nivel pensaban como él, que la luz, el calor, la electricidad, el galvanismo y el magnetismo constituían los distintos efectos de una misma causa, que la diferencia que existía entre los cuerpos hasta entonces considerados simples había de ser producida por las diferentes dosificaciones de un principio desconocido. El temor a que otro hallase la reducción de los metales y el principio constitutivo de la electricidad, acrecentó lo que los habitantes de Douai llamaban locura, y llevó sus anhelos a un paroxismo que comprenderán las personas apasionadas por las ciencias, o que han conocido la tiranía de las ideas. Y así, Balthazar no tardó en verse arrastrado por una pasión tanto más violenta cuanto que había dormido durante largo tiempo. Marguerite, que espiaba los estados de ánimo de su padre, abrió la sala. Permaneciendo en ella, reavivó los dolorosos recuerdos que causaba la muerte de su madre, y logró en efecto, al despertar la pesadumbre de su padre, retrasar su caída en el abismo en el que a pesar de todo había de caer. Quiso hacer vida de sociedad y obligó a Balthazar a distraerse frecuentando gente. Se le presentaron varios partidos interesantes que tuvieron ocupado a Claës, aunque Marguerite declaró que no se casaría hasta cumplir los veinticinco años. Pese a los esfuerzos de su hija, pese a los violentos combates que mantuvo, a comienzos del invierno, Balthazar reanudó secretamente sus trabajos. Resultaba difícil ocultar tales ocupaciones a unas mujeres curiosas. Y así, un día Martha dijo a Marguerite mientras la vestía:
—Señorita, ¡estamos perdidas! El monstruo de Lemulquinier, que es el mismísimo diablo disfrazado, pues nunca le he visto santiguarse, ha vuelto a subir al desván. Ya tenemos otra vez a su señor padre embarcado para el infierno. Quiera el cielo que no la mate a usted como mató a la pobre señora.
—No es posible —dijo Marguerite.
—Venga usted a ver la prueba de sus tejemanejes…
La muchacha corrió a la ventana y divisó en efecto una leve humareda que salía por la chimenea del laboratorio.
«Tengo veintiún años —pensó— y sabré oponerme a que derroche nuestra fortuna».
Entregándose a su pasión, Balthazar por fuerza hubo de sentir menos respeto por los intereses de sus hijos que los que sintiera por los de su mujer. Las barreras eran menos altas, su conciencia era más amplia, su pasión era cada vez más fuerte. Por eso, se consagró a su carrera de gloria, trabajo, esperanza y miseria con la furia de un hombre lleno de convicción. Seguro del resultado, se puso a trabajar noche y día con un frenesí que espantó a sus hijas, quienes ignoraban lo poco perjudicial que es el trabajo que un hombre realiza a gusto. No bien reanudó su padre sus experimentos, Marguerite suprimió de la mesa todos los manjares superfluos, pasó a ser de una parquedad digna de un avaro, en lo cual Martha y Josette la secundaron admirablemente. Claës no reparó en aquella reforma que reducía su vida a lo más estrictamente necesario. En primer lugar, no almorzaba; luego, no bajaba del laboratorio hasta el momento mismo de la cena, y, por otra parte, se acostaba unas horas después de quedarse en la sala entre sus dos hijas, sin decirles una palabra. Cuando se retiraba, le daban las buenas noches, y él se dejaba besar maquinalmente en ambas mejillas. Semejante conducta hubiera provocado las mayores desventuras domésticas, de no haber estado preparada Marguerite para ejercer la autoridad de una madre, y prevenida por una pasión secreta contra las fatalidades de una tan gran libertad. Pierquin había dejado de ir a ver a sus primas, juzgando que su ruina iba a ser total. Las propiedades rurales de Balthazar, que reportaban dieciséis mil francos y valían unos doscientos mil escudos, estaban ya gravadas con trescientos mil francos de hipotecas. Antes de volver a la Química, Claës había solicitado un considerable préstamo. Las rentas cubrían exactamente el pago de los intereses; pero como, con la típica imprevisión de los hombres consagrados a una idea, se las entregaba a Marguerite para subvenir a los gastos de la casa, calculó el notario que bastarían tres años para que se produjera el desastre financiero, y que los agentes de la justicia devorarían lo que no se hubiera comido Balthazar. La frialdad de Marguerite provocó en Pierquin una actitud de indiferencia casi hostil. Para justificar su renuncia a la mano de su prima, en caso de que ésta llegase a ser demasiado pobre, decía de los Claës con cara de compasión: «Esa pobre gente está arruinada, he hecho cuanto he podido por salvarlos; ¡pero qué quieren ustedes! La señorita Claës ha rechazado todas las combinaciones legales que podían preservarla de la miseria».
Nombrado director del colegio de Douai, gracias a la protección de su tío, Emmanuel, cuyos relevantes méritos le hacían digno de ese puesto, visitaba diariamente durante la velada a las dos muchachas que mandaban venir a la dueña tan pronto se acostaba su padre. El suave aldabonazo del joven De Solis sonaba puntualmente cada día. Desde hacía tres meses, animado por el exquisito y mudo agradecimiento con que aceptaba sus atenciones Marguerite, tornaba a ser él mismo. Los radiantes destellos de su alma pura como un diamante brillaron sin nubes, y Marguerite pudo calibrar su fuerza e intensidad al ver lo inagotable que era la fuente. Admiraba cómo se abrían una a una las flores, tras haber respirado de antemano su fragancia. Cada día realizaba Emmanuel una de las esperanzas de Marguerite, haciendo brillar en las regiones encantadas del amor nuevas luces que barrían las nubes, serenaban su cielo y coloreaban las fecundas riquezas que se habían mantenido sepultadas en la sombra. Menos cohibido, Emmanuel pudo desplegar las seducciones de su corazón hasta entonces discretamente ocultas: esa expansiva alegría de los años mozos, esa simplicidad que confiere una vida entregada al estudio, los tesoros de una mente delicada que la sociedad no había adulterado, todas las inocentes bromas, en suma, que tan bien casan con la juventud enamorada. Su alma y la de Marguerite se avinieron más, fueron juntos hasta el fondo de sus corazones y hallaron en ellos idénticos pensamientos: perlas de un mismo brillo, suaves y frescas armonías semejantes a las que se encuentran bajo el mar y que, según dicen, fascinan a los buceadores. Fueron conociéndose mediante esos coloquios, esa alternativa curiosidad que cobraba en ambos las más deliciosas formas del sentimiento. Ello sin falso pudor, pero no sin mutuos galanteos. Las dos horas que pasaba cada noche Emmanuel entre ambas muchachas y Martha, permitían aceptar a Marguerite la vida de angustias y resignación a que se veía abocada. Aquel amor ingenuamente progresivo fue su sostén. Infundía Emmanuel a sus demostraciones de afecto esa gracia natural que tanto seduce, ese ingenio dulce y delicado que matiza la uniformidad del sentimiento, como las facetas realzan la monotonía de una piedra preciosa arrancándole destellos; admirables maneras cuyo secreto pertenece a los corazones enamorados, y que suscitan en las mujeres la fidelidad a la Mano artista bajo la cual las formas renacen siempre nuevas, a la Voz que no repite jamás una frase sin reverdecerla con nuevas modulaciones. El amor no es tan sólo un sentimiento, sino también un arte. Una simple palabra, una deferencia, una nimiedad revelan a una mujer al grande y sublime artista que puede tocar su corazón sin lacerarlo. Cuanto más adelante iba Emmanuel, más exquisitas eran las manifestaciones de su amor.
—Me he adelantado a Pierquin —le dijo una noche—. Viene a anunciarle una mala noticia, y he preferido dársela yo. Su padre ha vendido el bosque a unos especuladores que ya lo han revendido en parcelas. Han cortado los árboles y se han llevado ya toda la madera. El señor Claës ha cobrado trescientos mil francos al contado que ha empleado en pagar sus deudas de París; y, para liquidarlas del todo, se ha visto obligado incluso a hacer una delegación de cien mil francos a cuenta de los cien mil escudos que deben aún los compradores.
Entró Pierquin.
—Bueno querida prima —dijo—, ya están ustedes arruinados, como le predije; pero no quiso usted escucharme. Buen apetito tiene su padre. Del primer bocado, se ha tragado sus bosques. Su tutor, el señor Conyncks, se encuentra en Amsterdam donde está acabando de liquidar su fortuna, y Claës ha aprovechado la ocasión para realizar la jugada. No está bien. Acabo de escribirle a Conyncks, pero cuando llegue, su padre se lo habrá cepillado todo. Se verá usted obligada a demandarle, el pleito no será largo, pero sí deshonroso, y Conyncks no podrá evitar entablarlo, lo exige la ley. Ahí tiene usted el fruto de su testarudez. ¿Reconoce ahora lo prudente que era yo, y lo mucho que velaba por sus intereses?
—Le traigo una buena noticia, señorita Claës —dijo el joven De Solis con su voz plácida—, han admitido a Gabriel en la École Polytechnique. Las dificultades que habían surgido para su admisión se han solventado.
Marguerite agradeció la noticia a su amigo con una sonrisa y dijo:
—¡Ya tienen un destino mis ahorros! Martha, mañana mismo empezamos a ocuparnos de la ropa de Gabriel. Pobre Félicie, no nos va a faltar trabajo —dijo besando a su hermana en la frente.
—Mañana llega para pasar diez días, tiene que estar en París el quince de noviembre.
—Mi primo Gabriel toma una excelente decisión —dijo el notario mirando de arriba a abajo al director—, le hará falta hacerse con un buen capital. Pero, querida prima, se trata de salvar el honor de la familia. ¿Me hará usted caso esta vez?
—No, va usted a salirme otra vez con lo del matrimonio.
—Pero ¿qué va a hacer usted?
—¿Yo, primo? Nada.
—Si ya es usted mayor de edad.
—Dentro de unos días. ¿Tiene usted alguna solución que pueda conciliar nuestros intereses con lo que debemos a mi padre, al honor de la familia?
—Prima, nada podemos hacer sin su tío. Sentado eso, volveré cuando él haya regresado.
—Adiós —dijo Marguerite.
«Cuanto más pobre, más gazmoña», pensó el notario.
—Adiós —agregó Pierquin en voz alta—. Señor director, mis respetos.
Y se retiró, sin mirar a Félicie ni a Martha.
—Llevo dos días estudiando el código, y he consultado con un viejo abogado, amigo de mi tío —dijo Emmanuel con voz temblorosa—. Si me lo permite usted, mañana mismo salgo para Amsterdam. Escuche, querida Marguerite…
Pronunciaba aquella palabra por primera vez. Ella se lo agradeció con una húmeda mirada, una sonrisa y una inclinación de cabeza. El joven se interrumpió, señaló a Félicie y a Martha.
—Hable usted delante de mi hermana —dijo Marguerite—. No necesita esta discusión para resignarse a nuestra vida de privaciones y trabajo, ¡es tan dulce y animosa! Pero debe saber hasta qué punto nos hace falta valor.
Las dos hermanas se cogieron de la mano y se besaron como para sellar un nuevo compromiso de su unión ante el infortunio.
—Déjenos, Martha.
—Querida Marguerite —prosiguió Emmanuel dejando traslucir en la inflexión de su voz la dicha que le embargaba al conquistar los minúsculos derechos del afecto—, he averiguado los nombres y el domicilio de los compradores que deben los doscientos mil francos restantes sobre el precio de los bosques talados. Mañana, si está usted conforme, un abogado que actuará a nombre del señor Conyncks, el cual no lo desautorizará, les hará reclamación de pago. Dentro de seis días, cuando regrese su tío abuelo, convocará un consejo de familia y solicitará el emancipamiento de Gabriel, que ha cumplido los dieciocho años. Como tanto usted como su hermano podrán ejercer legalmente sus derechos, exigirán su parte en la venta de los bosques. El señor Claës no podrá negarles los doscientos mil francos retenidos por el recurso, obtendrán ustedes una obligación hipotecaria sobre la casa en donde viven. El señor Conyncks reclamará garantías sobre los trescientos mil francos que corresponden a Félicie y a Jean. En tal situación, su padre se verá obligado a dejar hipotecar sus bienes del llano de Orchies, gravados ya con cien mil escudos. La ley concede prioridad retroactiva a las inscripciones realizadas en interés de los menores; así todo estará salvado. El señor Claës tendrá a partir de ahora las manos atadas, las tierras de ustedes serán inalienables; no podrá pedir más préstamos sobre las suyas, que responderán de cantidades superiores a su precio, todo habrá quedado en la familia, sin escándalos, ni procesos. Su padre se verá obligado a actuar con prudencia en sus investigaciones, si es que no las interrumpe del todo.
—Sí —dijo Marguerite—, pero ¿con qué ingresos contaremos? Los cien mil francos que hipotecan esta casa no nos darán nada, puesto que vivimos en ella. El producto de los bienes que posee mi padre en el llano de Orchies pagará los intereses de los trescientos mil francos adeudados a extraños. ¿Con qué viviremos?
—Por de pronto —dijo Emmanuel—, invirtiendo los cincuenta mil francos que le quedarán a Gabriel sobre su parte; en los fondos públicos, sacará usted, según el interés actual, más de cuatro mil libras de renta que bastarán para pagar su pensión y sus gastos en París. Gabriel no puede disponer ni de la cantidad inscrita sobre la casa de su padre, ni del fondo de sus rentas; así no habrá de temer usted que derroche un céntimo y tendrá una carga menos. ¡Y además le quedarán a usted sus ciento cincuenta mil francos!
—Me los pedirá mi padre —dijo Marguerite espantada—, y me veré incapaz de negárselos.
—Pues, querida Marguerite, aún puede usted salvarlos desprendiéndose de ellos. Inviértalos en la Deuda, a nombre de su hermano. Ese dinero le reportará doce o trece mil libras de renta que le permitirán vivir. Como los menores emancipados no pueden alienar nada sin autorización del consejo de familia, con eso ganará usted tres años de tranquilidad. Por esas fechas, su padre habrá hallado la solución de su problema o, como cabe esperar, renunciará a ello. Gabriel, ya mayor de edad, le restituirá los fondos y podrán hacer cuentas ustedes cuatro.
Marguerite le pidió que le explicase de nuevo unas disposiciones legales que de entrada le resultaban oscuras. Y fue una escena nueva la de los dos enamorados estudiando el código que se había agenciado Emmanuel para enseñar a su amada las leyes que rigen los bienes de los menores. No tardó mucho Marguerithe en captar su espíritu, merced a esa sagacidad natural en las mujeres, agudizada en ese caso por el amor.
Al día siguiente, regresó Gabriel a la casa paterna. Cuando el señor De Solis lo llevó ante Balthazar, anunciándole la admisión en la École Polytechnique, el padre dio las gracias al director con un ademán y dijo:
—Me alegro mucho, seguro que Gabriel será un sabio.
—Ay, hermano —dijo Marguerite viendo que Balthazar regresaba a su laboratorio—, trabaja mucho, ¡y no gastes dinero! Haz lo que debas hacer, pero sé ahorrador. Cuando te apetezca salir en París, ve a ver a nuestros amigos, a nuestros parientes, que así no se te contagiará ninguna de las aficiones que arruinan a los jóvenes. Tu pensión cuesta unos mil escudos, te quedarán mil francos para diversiones y han de bastarte.
—Yo respondo de él —dijo Emmanuel de Solis dando una palmada en el hombro de su alumno.
Un mes después, el señor Conyncks, de común acuerdo con Marguerite, había obtenido de Claës todas las garantías deseables. Los planes que tan sabiamente trazara Emmanuel se aprobaron y ejecutaron de cabo a rabo. En presencia de la ley, delante de su primo, cuya tenaz honradez transigía difícilmente sobre las cuestiones de honor, Balthazar, avergonzado de la venta que consintiera en un momento en que se veía acorralado por los acreedores, se sometió a cuanto se exigía de él. Satisfecho de poder reparar el daño que casi involuntariamente había causado a sus hijos, firmó las actas con la preocupación de un sabio. Se había vuelto totalmente imprevisible, como esos negros que, por la mañana, venden a su mujer por una gota de aguardiente, y la lloran por la noche. No se molestaba en mirar el futuro más inmediato, ni se preguntaba cuáles serían sus recursos cuando hubiera derrochado su último escudo. Proseguía con sus trabajos, continuaba con sus compras, sin saber que tan sólo era ya propietario titular de su casa, de sus propiedades, y que le resultaría imposible, merced a la severidad de las leyes, hacerse con un solo céntimo a cuenta de los bienes de los que era en cierto modo depositario legal. Transcurrió el año 1818 sin ningún acontecimiento desgraciado. Las dos muchachas corrieron con los gastos exigidos por la educación de Jean y pagaron todos los de su casa con los dieciocho mil francos de renta, colocados a nombre de Gabriel, cuyos semestres les envió puntualmente su hermano. El tío del señor De Solis murió en el mes de diciembre de aquel año. Una mañana, Marguerite supo por Martha que su padre había vendido su colección de tulipanes, el mobiliario de la casa de delante y toda la plata. Se vio obligada a volver a comprar los cubiertos necesarios para el servicio de la mesa, y los mandó marcar con sus iniciales. Hasta aquel día había guardado silencio sobre las depredaciones de Balthazar; pero por la noche, después de cenar, pidió a Félicie que la dejase a solas con su padre, y cuando éste se sentó, según su costumbre, junto a la chimenea de la sala, Marguerite le dijo:
—Querido padre, es usted dueño de venderlo todo aquí, hasta a sus hijos. Aquí, le obedeceremos todos sin un murmullo; pero me veo en la obligación de hacerle notar que nos hemos quedado sin dinero, que apenas disponemos de lo suficiente para vivir este año, y que Félicie y yo habremos de trabajar día y noche para pagar la pensión de Jean, con el precio del vestido de encaje que tenemos empezado. Por favor se lo pido, padre querido, interrumpa usted sus trabajos.
—Tienes razón, hija mía, ¡de aquí a tres semanas todo habrá acabado! Habré encontrado el Absoluto, o el Absoluto será inalcanzable. Seréis ricas, tendréis millones…
—De momento déjenos un mendrugo de pan —contestó Marguerite.
—¿Que no hay pan aquí? —dijo Claës con cara de espanto—. ¿Que no hay pan en casa de un Claës? ¿Y todos nuestros bienes?
—Mandó usted talar el bosque de Waignies. El terreno no está aún roturado, no puede producir nada. Por lo que respecta a sus fincas de Orchies, las rentas no dan ni para pagar los intereses de los préstamos que pidió usted.
—¿Pues y de qué vivimos?
Marguerite le señaló su aguja y agregó:
—Las rentas de Gabriel nos ayudan, pero son insuficientes. Tendría más o menos para ir tirando si no me agobiara usted con facturas que me pillan desprevenida, no me dice usted nada de sus compras en la ciudad. Cuando pienso que voy a tener lo suficiente para pasar el trimestre, y tengo ya hechos mis planes, me llega una factura de sodio, de potasio, de zinc, de azufre, ¿qué sé yo?
—Querida niña, sólo seis semanas más de paciencia; luego, seré sensato. Y verás maravillas, niña mía.
—Ya va siendo hora de que piense usted en sus finanzas. Todo lo ha vendido: cuadros, tulipanes, servicio de plata, no nos queda ya nada; por lo menos, no contraiga usted nuevas deudas.
—No pienso adquirir más —dijo el anciano.
—Más —exclamó ella—. ¿Luego tiene?
—Nada, pequeñeces —contestó Balthazar bajando la vista y poniéndose encarnado.
Por primera vez se sintió Marguerite humillada por la degradación de su padre, y le dolió tanto que no se atrevió a preguntarle. Un mes después de esta escena, se presentó un banquero de la ciudad para cobrar una letra de cambio de diez mil francos, firmada por Claës. Cuando Marguerite rogó al banquero que aguardara hasta la noche lamentándose de que no la hubieran avisado de aquel pago, éste la advirtió que la casa Protez y Chiffreville tenía nueve más por la misma cantidad, y que iban venciendo de mes en mes.
—Se acabó —exclamó Marguerite—, ha llegado el momento.
Mandó llamar a su padre y se puso a dar zancadas, nerviosísima, por la sala, hablando consigo misma: «¡Conseguir cien mil francos —dijo— o ver a nuestro padre en la cárcel! ¿Qué hacer?».
Balthazar no bajó. Marguerite, cansada de esperar, subió al laboratorio. Al entrar, vio a su padre en medio de una estancia inmensa, iluminadísima, llena de máquinas y de polvorientos objetos de vidrio; aquí y allá, libros, mesas atestadas de productos etiquetados, numerados. Por doquier, el desorden que genera la preocupación del sabio y que ofende a las costumbres flamencas. Aquel conjunto de matraces, retortas, metales, cristalizaciones fantásticamente coloreadas, muestras colgadas de las paredes o tiradas encima de los hornos, estaba dominado por la presencia de Balthazar Claës quien, en mangas de camisa, con los brazos desnudos como los de un obrero, mostraba su pecho cubierto de pelos tan blancos como sus cabellos. Sus ojos horriblemente fijos no se separaban de una máquina neumática. El recipiente de aquella máquina estaba cubierto por una lente formada por dobles cristales convexos cuyo interior estaba lleno de alcohol y que concentraba los rayos de sol que penetraban por uno de los compartimientos del rosetón del granero. El recipiente, cuyo soporte estaba aislado, comunicaba con los hilos de una inmensa pila de Volta. Lemulquinier, cuyo trabajo consistía en mover el soporte de aquella máquina montada sobre un eje móvil, a fin de mantener la lente en sentido perpendicular al de los rayos solares, se levantó, con la cara negra de polvo, y exclamó:
—¡Ah, no se acerque, señorita!
El aspecto de su padre que, medio arrodillado ante su máquina, recibía a plomo la luz del sol, y cuyos cabellos revueltos semejaban hebras de plata, su cráneo desigual, su rostro contraído por una espantosa espera, la singularidad de los objetos que le rodeaban, la oscuridad en que se hallaban las zonas de aquel amplio desván en donde asomaban extrañas máquinas, todo contribuía a impresionar a Marguerite que pensó con terror: «¡Mi padre está loco!». Se acercó a él para decirle al oído:
—Dígale a Lemulquinier que salga.
—No, hija mía, que lo necesito; estoy aguardando la culminación de un precioso experimento que a nadie se le había ocurrido hasta ahora. Tres días llevamos esperando un rayo de sol. Poseo los medios para someter los metales, en un vacío perfecto, a los rayos solares concentrados y a corrientes eléctricas. Verás, dentro de un momento, dentro de un momento va a entrar en acción la energía más poderosa de que puede disponer un químico, y sólo yo…
—Mire, padre, en vez de vaporizar los metales, mejor haría reservándolos para pagar sus letras de cambio…
—¡Aguarda, aguarda!
—Ha venido el señor Mersktus, padre, necesita diez mil francos a las cuatro.
—Sí, sí, luego. Firmé esos efectos para este mes, es cierto. Creía que habría hallado ya el Absoluto. ¡Dios mío, con el sol de julio, ya estaría realizado el experimento!
Se mesó el cabello, se sentó en un tosco sillón de mimbre y asomaron unas lágrimas en sus ojos.
—Lleva razón el señor. ¡La culpa de todo la tiene el bribón del sol que es demasiado débil, el muy cobarde, el muy holgazán!
Amo y señor dejaron de prestar atención a Marguerite.
—Déjenos, Mulquinier —dijo la muchacha.
—¡Ah! Tengo un nuevo experimento —exclamó Claës.
—Padre, olvídese de sus experimentos —le dijo su hija cuando estuvieron solos—, debe usted cien mil francos, y no tenemos un céntimo. Abandone usted su laboratorio, hoy está en juego su honor. ¿Qué será de usted cuando esté en la cárcel? ¿Manchará sus blancos cabellos y el apellido Claës con la infamia de una bancarrota? Yo me opondré. Tendré fuerza para oponerme a su locura, sería espantoso verle pasar sus últimos días sin un trozo de pan. Hágase cargo de la situación, tenga por una vez un poco de cordura.
—¡Locura! —gritó Balthazar que se puso de pie, clavó sus luminosos ojos en su hija, se cruzó de brazos y repitió la palabra locura tan majestuosamente, que Marguerite tembló—. ¡Ah! ¡Tu madre no me habría dicho esa palabra! —prosiguió—, no ignoraba la importancia de mis investigaciones, aprendió una ciencia para comprenderme, sabía que trabajo por la humanidad, que nada personal ni sórdido hay en mí. Los sentimientos de la esposa amante están, bien lo veo, muy por encima del amor filial. ¡Sí, el amor es el más hermoso de todos los sentimientos! ¿Tener cordura? —repitió golpeándose el pecho—, ¿acaso me falta? ¿No soy yo mismo? Somos pobres, hija mía, pues así quiero que sea. Soy tu padre, obedéceme. Te haré rica. Te haré rica cuando me plazca. Tu fortuna, pero si es una ridiculez. Cuando haya encontrado un disolvente del carbono, llenaré la sala de diamantes, y eso no es más que una nimiedad comparado con lo que busco. Bien puedes esperar, cuando me estoy consumiendo en gigantescos esfuerzos.
—Padre, no tengo derecho a pedirle cuentas de los cuatro millones que ha enterrado usted en este granero sin resultado alguno. No le hablaré de mi madre a quien mató usted. Si tuviera un marido, lo amaría, sin duda, tanto como amaba usted a mi madre, estaría dispuesta a sacrificárselo todo, como hizo ella con usted. He seguido sus órdenes, entregándome a usted por entero, se lo he demostrado no casándome para no obligarle a darme cuenta del dinero que tiene mío como tutor. Dejemos el pasado, pensemos en el presente. Vengo aquí para recordarle la necesidad que ha creado usted mismo. Hace falta dinero para sus letras de cambio, ¿entiende usted? Nada que embargar hay aquí salvo el retrato de nuestro abuelo Claës. Vengo, pues, en nombre de mi madre, que fue demasiado débil para defender a sus hijos contra su padre y que me ordenó que me resistiera a usted, vengo en nombre de mis hermanos y de mi hermana, vengo, padre, en nombre de todos los Claës a ordenarle que abandone sus experimentos, que adquiera una fortuna propia antes de proseguir con ellos. Si hace valer usted su paternidad que sólo se ha dejado notar para matarnos, a mí me respaldan sus antepasados y el honor que hablan más alto que la Química. ¡He sido ya demasiado su hija!
—Y por eso quieres ser ahora mi verdugo —replicó Balthazar con voz débil.
Marguerite se escabulló para no abdicar del papel que acababa de representar; creyó oír la voz de su madre cuando le dijo ¡No le lleves mucho la contraria a tu padre, quiérelo mucho!
—¡Bonita la está armando la señorita allí arriba! —dijo Lemulquinier al bajar a la cocina para almorzar—. Estábamos ya a punto de dar con el secreto, sólo nos faltaba un tanto así de sol de julio, porque el señor, ¡ah!, ¡qué hombre! ¡Calza, como aquél que dice, el pie divino! Un pelín faltaba —dijo a Josette chascando la uña del pulgar derecho bajo el diente popularmente llamado pala— para que supiéramos el principio de todo. ¡Y zas! se presenta allí gritando por tonterías de letras de cambio.
—¿Ah, sí? —dijo Martha—. ¿Pues por qué no las paga usted con su sueldo esas letras de cambio?
—¿No hay mantequilla para untar en el pan? —preguntó Lemulquinier a Josette.
—¿Y dinero para comprar? —contestó agriamente la cocinera—. Dígame usted, viejo monstruo, si tanto oro hace en su cocina del demonio, ¿cómo es que no fabrica también un poco de mantequilla? Tan difícil no sería, y vendiéndola en el mercado sacaría dinero para llenar la olla. ¡Pan seco comemos nosotras! Las dos señoritas con pan y nueces se contentan. ¿A ver si va a estar mejor alimentado usted que los amos? La señorita no quiere gastar más que cien francos mensuales para toda la casa. No hacemos ya sino una sola comida. Si quiere usted golosinas, arriba tiene esos hornos donde guisotean ustedes perlas, que no se habla de otra cosa en la plaza. Hágase pollos asados.
Lemulquinier cogió su pan y salió.
—Va a comprarse algo con su dinero —dijo Martha—; mejor, eso que nos ahorraremos. ¡Será avaro el zorrastrón ese!
—Por el hambre había que pillarlo —dijo Josette—. Ocho días hace que no quita una mota de polvo, tengo que hacer yo su trabajo, está siempre metido ahí arriba; bien puede pagármelo invitándonos a unos arenques. ¡Como traiga, verás tú qué pronto se los cojo!
—¡Ah! —dijo Martha—, estoy oyendo llorar a la señorita Marguerite. El viejo brujo de su padre se zampará la casa sin haber dicho una palabra cristiana, brujo de él. En mi tierra, ya lo habrían quemado vivo; pero lo que es aquí, como tienen la misma religión que los moros de África.
La señorita Claës apenas podía ahogar los sollozos mientras cruzaba la galería. Se metió en su cuarto, buscó la carta de su madre y leyó lo que sigue: