XI
El año de 1850 empezó con una gran tristeza para mí, una gran tristeza para Dinamarca y para las Bellas Letras. En mi primera carta del año a Weimar, comunicaba la dolorosa noticia:
Oehlenschläger ha muerto el 20 de enero, el mismo día que Christian VIII y casi a la misma hora; dos veces me pasé aquella tarde a ver a Oehlenschläger, sabía por los médicos que estaba a las puertas de la muerte, y al pasar por Amalienborg, miré las ventanas apagadas del palacio y me estremecí al pensar que hace dos años temía por la vida de mi amado Rey y hoy estaba lleno de inquietud por otro rey: el rey de la poesía. Fue una buena muerte.
Pero el año cincuenta fue también el año de la victoria. Cuando llegó la noticia de la batalla de Idsted, casi no pude alegrarme del triunfo de nuestras tropas, pues me acongojaba la muerte de tantos hombres y especialmente la de Læssøe; escribí a su madre a media noche; no sé qué fuerzas le dio Dios para soportar aquella pérdida tan grande.
Tras la lucha y la victoria nos sonrió la paz, esa paz que esperábamos con el corazón ansioso.
El regreso de los soldados supuso una fiesta de varios días. Guardo de ello un recuerdo maravilloso que no olvidaré nunca. Escribí una canción para que la cantaran los voluntarios suecos y noruegos al salir a recibir a los soldados daneses a la avenida de Frederiksberg. En Vesterport había un cartel que decía:
Su promesa ha cumplido el valiente soldado.
Los gremios salieron con sus enseñas y estandartes, como sólo los habíamos visto antes en alguna obra de teatro. La gente modesta se sentía orgullosa de ver allí su propia enseña, de la importancia que tenían los de su clase en la gran ciudad. Tocaba la música y las manzanas doradas bailaban en la fuente de Gammel Torv, como si fuera el cumpleaños del rey.
En todas las casas ondeaban banderas danesas, noruegas y suecas. Había carteles con mucho sentido; uno, por ejemplo, decía: «Victoria - Paz - Reconciliación». Reinaba la alegría, uno se sentía «danés de corazón». Al llegar los primeros soldados, empezaron a correrme las lágrimas por las mejillas.
¡Ya están ahí! ¡Ya suena el disparo de alerta!
¡Mirad qué magníficos, qué fuertes regresan!
¡Bravo! ¡bravo! ¡valientes, hermosos soldados!
Vienen con flores en casco y fusil,
es la primavera que llega con ellos,
hablemos con todos, corramos allí,
nuestra bendición con gusto os daremos.
Supieron, como pocos, resistir y luchar,
no conocen siquiera la gloria de su afán.
La más bella dama, con su boca de rosa,
besaría este día al soldado dichosa.
¡Bravo! ¡bravo! ¡valientes, hermosos soldados!
Las caballerizas reales, adornadas con guirnaldas y banderas al viento, se habían convertido en el pórtico de la victoria. A los oficiales se les había puesto una mesa al pie de tres palmeras adornadas con doradas frutas; los soldados se sentaron en largas mesas; les servían estudiantes y otros muchachos jóvenes; música, canciones y discursos se alternaban bajo una lluvia de ramos y coronas de flores. Daba gusto estar allí y hablar con aquellos hombres sencillos y valientes que ni siquiera sabían que eran unos héroes.
Por aquellos días precisamente, mientras se celebraba con cantos y disparos de salvas el retorno de los soldados, otros acontecimientos vinieron a llenarnos de tristeza: en una misma semana murieron Emma Hartmann y Ørsted.
Esta mujer de asombroso talento poseía un humor, una alegría de la vida que se manifestaba en una naturalidad sin ningún tipo de doblez ni de sombra; todo en ella respiraba esa bella armonía que da la genialidad. Me introdujo en aquel mundo suyo de espiritualidad, ingenio y ternura y obró en mí como obra la luz del sol en la planta. Imposible dar idea de la infinita alegría, del infinito buen humor que irradiaba su persona. Su carácter no puede definirse mejor de lo que lo hizo el pastor, el poeta Boye, en las palabras que pronunció en su entierro: «Su corazón era como un templo divino, llenaba todo de aquel amor que repartía a manos llenas, no sólo entre los suyos sino igualmente entre muchos extraños, entre los pobres, los enfermos y los afligidos». Y siempre con una palabra amable, con una broma en los labios. Sí, no puede ser más verdad lo que dijo ante su tumba: «tenía siempre a punto un sinfín de ocurrencias felices, de ideas divertidas que echaba a volar como ligeros pájaros que alegran el corazón con sus trinos, trayendo la primavera a cuantos la rodeaban»; y es verdad, contagiaba a todos con su alegre algarabía. Se diría que las palabras se ennoblecían cuando ella las usaba; podía permitirse decir cualquier cosa, como los niños, que uno no veía nunca malicia en ella. De sus labios salían continuamente divertidos chistes e ingeniosas ocurrencias pero al mismo tiempo le parecía horrible que pudiera uno emplear un tono así en lo que escribía y peor todavía usarlo en escena, como hace el Rey de los Espíritus y otros personajes en mi obra «Más que oro y perlas»; no podía comprender que se pretendiera divertir con aquello al exigente público. Y eso que fue a ver la obra, igual que vio también «Ole Cierraojos», pero eso fue por motivos muy particulares. Un día de fuerte nevada volvieron sus dos hijos mayores del colegio, que quedaba allá por Christianshavn, sin el hermano pequeño, entonces de muy pocos años; se les había perdido por el camino, y ella estaba muy angustiada; yo llegaba justo en ese momento y prometí salir a buscar al extraviado; no me sentía bien, ella lo sabía, y no me apetecía demasiado tener que ir hasta Christianshavn, pero era natural que hiciera cualquier cosa por ayudar. Eso la conmovió y dicen que después de salir yo, y mientras se paseaba inquieta por la casa, angustiada y agradecida a la vez, comentó: «¡Hay que ver lo maravillosa persona que es! Tengo que ir a ver “Más que oro y perlas”. Si me trae al niño, soy capaz de ir a ver hasta “Ole Cierraojos”». Y cuando volví con su hijo, me lo repitió: «Nada, lo he jurado, voy a ir a verlas… ¡a pesar de lo horribles que son!». Y las vio y se rió con ellas y estuvo más graciosa que las dos obras juntas. Además era muy musical y por ahí circulan varias composiciones suyas, aunque sin su nombre. Con toda la genialidad de su alma entendía muy bien a su esposo, el músico Hartmann, predijo su éxito y la importancia que se le daría también en el extranjero; esta mujer, a la que la mayoría veía siempre riendo y gastando bromas, era en ese aspecto una persona profundamente seria, con una cabeza muy clara.
Una de nuestras últimas conversaciones había sido sobre El espíritu de la naturaleza de Ørsted, y especialmente sobre la inmortalidad del alma. «Es una idea tan inmensa que da vértigo, supera casi la capacidad del entendimiento humano», comentó con ojos brillantes, «pero quiero creerlo, quiero creerlo, tengo que creerlo»; y en ese momento se le ocurrió otra vez una broma, un comentario humorístico, riéndose de la mísera condición humana, que pretendía «remontarse hasta el mismísimo Señor».
Fue una mañana de luto. Hartmann me echó los brazos al cuello y dijo entre lágrimas: «Está muerta». El dolor reinaba ahora donde en vida la madre había ocupado su sitio entre las flores, donde, como hada bondadosa del hogar, había sonreído a esposo, hijos y amigos, donde había sido rayo de sol de la casa, irradiando alegría y dando vida y sentido a todo.
En la hora misma en que moría la madre, cayó de pronto enferma la hija más pequeña, María; uno de mis cuentos, «La casa vieja», conserva algún rasgo suyo; era ésta la niña que a los dos años se ponía a bailar en cuanto oía cantar y hacer música y que entrando un domingo en la sala mientras sus hermanos mayores cantaban salmos, empezó con su baile, pero su sentido musical no le permitía salirse del compás y así se quedaba parada primero en una pierna, luego en la otra, el tiempo que duraba cada uno, bailando instintivamente a auténtico ritmo de salmo. Inclinó su frente en el momento de morir la madre; fue como si ésta hubiera pedido al Señor que la dejara llevarse a alguno de los niños, a la más pequeña, que no podía vivir sin ella. Y Dios había oído su plegaria. La tarde en que llevaron al cementerio a la Sra. Hartmann, moría la niñita y era enterrada días después al lado de la madre, en cuya tumba una de las coronas de flores, fresca todavía, parecía tender los brazos para recibir a la esperada.
En su caja la pequeña semejaba una chica joven, la imagen más clara de un ángel que haya visto yo nunca, y su inocencia todavía resuena en unas palabras, casi demasiado infantiles para este mundo, que me dijo una tarde, siendo ella de muy pocos años, cuando la llevaban a bañar: «¿Puedo ir yo también?», le pregunté bromeando. «No», repuso ella, «porque todavía soy pequeña, pero cuando sea mayor, entonces sí que podrás».
La muerte no borra la belleza del rostro humano, muchas veces la aumenta, lo feo es sólo la descomposición del cuerpo. Jamás he visto a nadie en la muerte tan hermoso, tan noble como esta madre, con una paz sublime en toda la cara y una expresión de santa gravedad como si estuviera en presencia de Dios; es la muerta más hermosa que he visto. Un aroma de flores la envolvía.
Amaba las flores y ellas cubren
como un manto hoy su caja,
amaba la música y ella entona
hoy su adiós entre lágrimas
cantamos ante su tumba, y tras nuestros cantos se oyeron aquellas palabras tan verdaderas: «Nunca hirió a nadie cuando juzgaba los extravíos del mundo, nunca ahorró honores y elogios para el justo, jamás permitió que la maledicencia manchara un buen nombre. No sopesaba con miedo sus palabras ni la asustaba que pudieran malentenderlas quienes no eran tan francos como ella».
En la parte del cementerio que da a la calle, detrás de la reja, se ve una tumba siempre más adornada que las otras, protegida y cuidada —en ella descansan los restos de Emma Hartmann y la pequeña María.
Cuatro días más tarde perdía a Hans Christian Ørsted. Fue casi demasiado duro para mí. Se me iba tantísimo con los dos. Primero Emma Hartmann, que con su gracia y vitalidad, con sus bromas y su alegría me había levantado el ánimo cuando me sentía oprimido y angustiado, a cuyo sol podía, por así decirlo, calentarme, y ahora Ørsted, a quien había conocido y querido prácticamente desde que llegue a Copenhague, una de las personas que más de cerca había compartido las alegrías y los pesares de mi vida. Los últimos días me los había pasado de casa de Hartmann a casa de Ørsted; visitaba por última vez al amigo que en las luchas y pruebas por las que he tenido que pasar, había sido mi más grande apoyo; pero no me daba cuenta todavía. Ørsted se sentía tan joven, hablaba ilusionado del próximo verano en el palacete de Fasangaard, en el parque de Frederiksberg. El año anterior, a finales de otoño, con ocasión de la celebración de sus cincuenta años como profesor de la universidad, la municipalidad les había cedido a él y a su familia de por vida la residencia de verano que Oehlenschläger había sido el último en ocupar: «En cuanto se vean los primeros brotes en los árboles y empiece a asomar el sol, nos trasladamos», decía, pero cayó enfermo ya en los primeros días de marzo, aunque estaba de buen ánimo. El 6 de marzo murió la Sra. Hartmann, llegué muy apenado a casa de Ørsted y allí me enteré de que su enfermedad era grave, que tenía inflamado uno de los pulmones. «Va a ser su muerte», pensé y no me podía quitar la preocupación de encima, él sin embargo sentía mejoría. «El domingo estaré en pie», dijo; y donde estaba el domingo era en presencia de Dios.