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Ajuste de cuentas |
TÚ LE ENCONTRASTE allí la mañana del sábado —le increpó su abuelo una vez que los dos estuvieron en su despacho.
Dan levantó la mirada de la alfombra, la fijó en el irritado anciano y se sintió absolutamente inerme ante lo que se le venía encima.
—Sí —murmuró.
—Entonces, ¿por qué no nos lo dijiste?
—Porque yo pen… pensé… yo pensé que él simplemente se había marchado de casa.
—Tonterías. Tú tenías miedo. Tenías miedo de que yo me enfadara contigo por romper la promesa que me habías hecho.
—Sí —replicó Dan precipitadamente—. No… Sí.
Se ponía muy nervioso en cuanto le hostigaban las personas mayores.
—Vamos, Dan, ¿qué es lo que pasó?
—Yo… yo no lo sé —tartamudeó, pugnando por retener las lágrimas.
Se sentía angustiado. Las ortigas le habían picado como si hubieran sido aguijones de avispas. En los zapatos, la arena de Cove Hythe le punzaba como vidrios pulverizados. Y su abuelo le creía un mentiroso. Un cobarde.
Alguien se deslizó en la habitación y permaneció tras él. Su abuelo alzó la vista hacia la persona que había llegado.
—Madge, Dan sabía todo acerca del muchacho. Le encontró en la maltería el sábado por la mañana.
—¿El sábado por la mañana? —exclamó su abuela—. ¡Pero, Dan, fue el primer día que estuviste aquí!
«Aunque lo fuera —pensó Dan en su desesperación—, parece que ha transcurrido un siglo desde aquello. Realmente, lo que sucedió hace tanto tiempo, no debería importar».
—Pero el lunes por la mañana —prosiguió implacablemente su abuelo—, cuando la foto del muchacho ya había aparecido en los periódicos y sabías que la policía le buscaba, ¿no se te ocurrió pensar que deberías decírnoslo?
—Yo… yo creí que ya se había ido. Él… él me prometió que se iría el sábado por la noche.
—¿Y tú le creíste?
—Sí.
Evidentemente, Dan le había creído.
—Fuiste un tonto. ¿Qué puede saber un tipo como ése acerca de cumplir una palabra?
—Bien, Roland, querido —dijo apaciblemente su abuela—. El muchacho tendría mucha hambre. Tenía que salir de la maltería para conseguir algo de comer.
—Y por eso robó en la tienda de Thursby —bramó su abuelo—. La pobre señora Mavers puede darte las gracias, Dan.
Dan era incapaz de entender aquella lógica. Pero luego su mente se nubló aún más ante la perspectiva de lo que iba a pasar.
Sin embargo, y por el momento, no se formuló contra él la peor de las acusaciones, porque su abuela, inconsecuente como siempre, desvió el hilo del asunto.
—Es muy extraño —dijo meditabunda—. La noche del viernes… todo el sábado… ¿Cómo consiguió el muchacho algo para beber? Tenía que estar muriéndose de sed.
No podía beber agua de la represa, dijo. Estaba demasiado turbia. Además, y por lo que ella podía recordar, en la maltería no había un depósito para el agua de lluvia.
—¿Qué importa eso? —interrumpió con impaciencia su abuelo—. La consiguió. Y eso fue todo.
—Le di una botella de leche —dijo Dan, mirando a su abuela. No podía soportar que no supiera la verdad—. Lo siento. La cogí del alféizar de la ventana de la cocina.
—¿Hiciste qué? —rugió su abuelo.
—Y le di… algo… algo del congelador.
Dan seguía hablando sólo a su abuela. Estaba pagando una deuda.
—Dan, querido —le sonrió fugazmente—. Qué cosa tan extraña.
—¿Extraña? —ladró el ex magistrado—. ¡Vergonzosa! ¡Ayudando y encubriendo a un criminal gracias a lo que roba a su abuela! ¿Y llamas a eso extraño?
—No, no, querido. Ya sé que no lo es. Pero mírale. Es sólo un niño.
Su abuelo le miró y luego resopló.
—Tienes once años, ¿no es cierto?
De mala gana, Dan reconoció que, efectivamente, tenía once años.
—Entonces, ya tienes edad para pensar más las cosas. No eres ningún tonto.
En el silencio que siguió inmediatamente, Dan hizo acopio de todas sus fuerzas para hacer frente a la pregunta que con seguridad iba a hacerle su abuelo: «¿Por qué creías que Kevin Britton continuaba esta noche en la maltería?». Estaba llegando. Estaba llegando, pensó angustiado mientras vio fruncirse de nuevo el espeso entrecejo y fijarse otra vez en él aquellos ojos airados.
Pero en ese momento alguien llamó a la puerta.
—Estamos ocupados —gritó su abuelo.
El recién llegado, sin reparar en la negativa, abrió la puerta. Dan miró y vio que era Henry. Estaba muy pálido, pero su semblante ofrecía una expresión resuelta.
—¿Tú, Henry? —exclamó el abuelo de malos modos—. ¿Por qué no has vuelto con los Heseltine y no estás en la cama?
—Porque debo estar aquí, señor.
—No, chico, ya te veremos mañana —dijo el anciano, levantándose para mostrarle la puerta—. Éste es un asunto familiar.
—Y yo soy parte en ese asunto, señor.
Henry se explicó. Dio cuenta de los hechos con el nerviosismo de un oficial joven que informa a un general. Había sido culpa suya, afirmó. Toda la culpa era de él. Sabía que a Dan le habían prohibido ir a la maltería, pero por la mañana le presionó e intrigó hasta que Dan cedió. Por la tarde, los dos se arriesgaron a ir hasta allá.
—Mientras usted, señor, y la señora Henchman estaban en Loddon.
—Una operación totalmente planeada —comentó secamente el abuelo de Dan.
Henry se ruborizó.
—Y le encontramos allí —estalló Dan—. Nos aguardaba en lo alto del secadero. Llevaba un arma.
—¡Un arma! —exclamó su abuela, horrorizada—. ¿Y qué hicisteis?
—Le gritamos que se entregara… pero no quiso.
—¿Y luego qué? —preguntó el abuelo.
—Empezó a gritarme y dijo cosas horribles… y Henry me estaba diciendo algo mientras tanto… pero yo no podía oírle… y luego… se precipitó escalera arriba.
—¿Quién?
—Henry, claro —replicó Dan con impaciencia—. Y luego… luego él también subió y Henry le cogió… y se disparó la pistola.
—¡Dios mío! —exclamaron al mismo tiempo los dos abuelos.
—¿Quieres decir que te lanzaste hacia él cuando te estaba apuntando con la pistola? —preguntó el abuelo a Henry.
—No, señor. No fue así —respondió Henry volviendo a ruborizarse—. No fue así en absoluto. Mientras él le gritaba a Dan, agitando la pistola, yo me fijé bien. Cuando subí la escalera, sabía que sólo era una pistola de carreras.
Además, les explicó, también había advertido que el muchacho estaba herido.
—Se rompió una clavícula al caer en la cueva de la señora Mavers.
—¡Dios mío! —suspiró quedamente su abuela, dejándose caer en una silla—. Y durante todo ese tiempo estábamos comprando arbustos en Loddon.
Su abuelo miró primero a Henry y luego a Dan.
—¿Y qué hicisteis entonces con el muchacho? —les preguntó sonriendo aviesamente.
—Nosotros… lanzamos la pistola al piso de abajo y luego… luego le hicimos prometer que se entregaría.
—¿Prometer? —estalló el abuelo, otra vez fuera de sí—. ¡Sois tontos! Un tipo como Kevin Britton no cumple sus promesas. Dan, tú ya habías aprendido eso por experiencia propia.
—Le concedimos dos horas —explicó Henry—. Le dijimos que, si a las cinco no se había entregado, nosotros iríamos a la policía. Fíjese, señor, estaba ya listo. No podía ir muy lejos con una clavícula rota y sin pistola, ni moto.
—¿Sin moto?
—La encontramos en el piso del horno —dijo Dan— y la echamos a la represa… y después arrojamos también la pistola.
—¡Dios mío! —gimió el coronel Henchman—. Pero ¿cómo voy a explicar eso a la policía?
—Y después, Dan, querido —dijo su abuela, como si nada hubiera pasado—, Henry y tú os fuisteis de excursión con los chicos del coro, ¿no es así?
En el silencio que siguió ambos fijaron la mirada en la alfombra, sintiéndose estúpidos.
—Nosotros… nosotros no sabíamos qué otra cosa podíamos hacer —tartamudeó Dan.
—¡Y mientras tanto —bramó de nuevo su abuelo—, Kevin Britton pegó fuego a la maltería del señor Fenton y escapó en la lancha motora de tu tío George!
Bien, se dijo tras haber enviado a Henry a casa de los Heseltine y a Dan a la cama, ya vería cómo se arreglaba mañana cuando tuviera que contárselo todo a la policía. Haría cuanto estuviera en su mano, pero aquellos chicos se habían comportado como un par de locos.
—Hay algo bueno a favor de ellos —dijo para terminar el abuelo—. No existe la más mínima posibilidad de que el muchacho escape. Ya han llamado a la patrulla de la policía fluvial. El tío George se ha encargado de hacerlo. No hay forma de ocultarse en el río. Le capturarán en cuestión de horas.
Pero su abuela no quiso correr riesgos. Y se negó a permitir que Dan durmiera esa noche en el cenador.
—No estoy tranquila con ese muchacho suelto —dijo sombríamente cuando le metió en el baño que tanto necesitaba—, aunque la policía esté a punto de capturarlo. Dormirás más seguro en tu antiguo dormitorio. Y cerraremos con llave la puerta de la casa.
Dan le agradeció en silencio aquellos cuidados.
Más tarde, tumbado en su cama junto a la que había sido de Nick, se sintió profundamente agotado por todas las desventuras de aquel día. Pero aun así, reflexionó ya casi medio dormido, lo peor había pasado. Ahora su abuelo sabía todo lo que tenía que saber. Con seguridad, mañana no sería un día tan malo.
—Dan —le dijo tímidamente su abuela cuando vino a arroparle—. Yo… yo creo que te entiendo. Pase lo que pase mañana con la policía, quiero que sepas que te entiendo.
¿Le entendía verdaderamente?, se preguntó. Porque él mismo apenas lograba entender.
—Está muerto —le murmuró—. Nick está muerto. Y ya no tienes que protegerle más.
Y apagó la luz.
¿Era así? ¿Era tan fácil?
Junto a la puerta se detuvo y se rió un momento.
—Me encanta que me hayas dicho lo de la botella de leche —dijo—. Se me olvidan ahora tantas cosas… que pensé que la culpa era de mi memoria.
A LA MAÑANA siguiente, Dan se despertó tarde, cuando la luz del sol se abrió paso entre las dos cortinas. Al verse en una cama normal y con un techo blanco sobre su cabeza, recordó todo lo sucedido el día anterior.
Bueno, ya había pasado, pensó al tiempo que exhalaba un suspiro de alivio. A la policía no le importaría mucho lo que le dijera su abuelo. Además, Kevin Britton habría sido capturado y ya habría hablado; por tanto, los agentes no necesitarían saber nada de él ni de Henry. Todo el asunto podía ser olvidado, como cuando se barre bajo la alfombra.
—¿Coronel Henchman? Sí. Soy el coronel Henchman —dijo—. Sí, inspector, ¿qué puedo hacer por usted?
Dan se tragó tan silenciosamente como pudo el maíz tostado que tenía en la boca.
—¿Qué le han cogido?… ¿En Burgh St. Peter?… Magnífico… ¿Qué?… ¡Dios mío!… ¿Completamente en pedazos?… Lo siento mucho…
La voz del otro lado del hilo hablaba y hablaba, mientras Dan y su abuela intercambiaban miradas. ¿A qué se referiría el «completamente en pedazos»? ¿A Kevin Britton? ¿A otro agente?… ¿O a la fabulosa lancha motora de tío George?
—¿Un chico pequeño con gafas? —ladró el abuelo de Dan—. Sí. Es mi nieto… ¿Que dónde está? Pues aquí sentado, desayunando… Sí… Sí… Muy bien, inspector. Le aguardamos.
Colgó el teléfono, volvió a sus huevos y a su tocino y siguió comiendo, rápida y airadamente, como si estuviera en un campamento y la batalla estuviera a punto de empezar.
—¿Qué sucede, querido? —preguntó la abuela de Dan.
Habían capturado a aquel sinvergüenza, masculló entre dos bocados, pero no antes de haber estrellado la magnífica lancha motora de George en el desembarcadero de Burgh. El casco de fibra de vidrio se había rajado de un extremo a otro y el motor, que había costado 1000 libras, estaba ahora en el barro a tres metros de profundidad.
—¿Y el muchacho?
—Ah, le sacaron enseguida del río. Dicen que no se encuentra bien. Pero eso no le ha impedido hablar.
—¿Acerca de mí? —preguntó Dan.
—Acerca de ti —replicó con enojo su abuelo—. Y también acerca de Henry. El inspector Phillips vendrá de Rushby dentro de veinte minutos para tomaros declaración.
«Oh, Dios mío —pensó exhausto Dan media hora más tarde—. ¡Qué pesadas son las personas mayores!».
La noche anterior le había contado todo a su abuelo. Se lo repitió al inspector de Rushby y ahora le pedían que volviera a explicarlo con frases cortas y claras para que el inspector pudiera anotarlas. Y cuanto más decía, más tonto le parecía. Estaba ya verdaderamente hastiado de todo aquello.
—Atento, Dan —le amonestó su abuelo—. El inspector quiere que le expliques otra vez por qué no le contaste a la policía que ayer por la tarde encontraste a Kevin Britton en la maltería.
—Porque… porque creímos que el castigo sería menor si… si él mismo se entregaba. Y… y pensamos que no podía escapar con una clavícula rota y… y sin pistola.
—Espera un minuto… no tan deprisa.
—Nosotros… nosotros no pensamos en la lancha motora.
¿Por qué iban a haber pensado? Sólo él y Nick sabían cómo entrar en la cabaña de las lanchas. Y por fin comprendió que Kevin tuvo que verle el sábado por la mañana desde la maltería, cuando buceaba bajo la verja y la abría desde el interior.
—… Sólo pensamos en la moto. Y… y para evitar que la utilizara… la lanzamos a la represa.
Bueno, aquello ya había terminado y firmó aquel mamotreto y se fue a la cocina. Allí se encontró con Henry, que tenía un aspecto como si no hubiera dormido en toda una semana.
Su abuelo le siguió desde el despacho.
—Ahora te toca a ti, Henry —le dijo secamente—. Pero primero he de explicarte tus derechos. Antes de hacer una declaración, puedes solicitar la presencia de un abogado o de tu madre.
—¿Mi madre? —exclamó Henry, horrorizado.
—En el caso de Dan, como soy su abuelo, he estado presente como pariente suyo. ¿Quieres que le pida al inspector que haga lo mismo contigo? En esta comarca somos viejos amigos en la administración de la ley.
—Sí, por favor, señor.
—En primer lugar, ¿has contado a los Heseltine tu intervención en todo este asunto?
Henry enrojeció enfadado.
—No, señor. ¿Es que tenía que hacerlo?
—¡Gracias a Dios! Al menos, todavía te queda algo de sentido común.
—¿Puedo entrar contigo? —preguntó Dan a la puerta del despacho.
—Pues claro que no —contestó su abuelo.
—¿Por qué no?
—El inspector ha escuchado tu declaración. Ahora desea oír la de Henry.
—¿Es que no cree que le he dicho la verdad?
—No es eso, querido —le dijo su abuela con una sonrisa—; así es como actúa la ley. Además pienso… pienso que hay más de un tipo de verdad. ¿No te parece?
Y Dan tuvo que contentarse con eso durante la interminable media hora que transcurrió hasta la salida de Henry del despacho.
Henry pareció como sacado de una profundísima charca. El inspector le había preguntado a qué escuela asistía y, cuando Henry contestó, comentó que una escuela privada tan cara no le había enseñado mucho. Y Henry se sintió profundamente trastornado y confuso porque precisamente lo que le había enseñado Granthams fue dar a Kevin Britton su última oportunidad.
Todavía pálido, miró a Dan.
—Tenemos que enseñarle en qué parte de la represa lanzamos la moto y la pistola —murmuró.
—Eso es fácil —replicó Dan, tratando de animarle—. Tiene que haber un gran agujero negro en las hierbas de la superficie.
Su abuelo hizo que el inspector los llevara por el huerto. Quería evitar que cruzaran por la aldea, ya repleta de gente arracimada alrededor del coche de la policía con su luz centelleante.
—Coronel, esta tarde enviaremos buceadores —dijo el inspector tras haber examinado el agujero.
¡GRACIAS a Dios que era ese miércoles de agosto! El último día de las regatas. Y a las doce y media todos los chicos pugnaban por subir al autobús de Rushby, para no perderse las pruebas de natación en la piscina municipal, y para divertirse después a lo grande en la feria. Cuando llegó el furgón de la policía con los buceadores, la calle estaba desierta. Detrás venía una grúa. Juntos formaban el más extraño cortejo que hubiera pasado nunca por el camino de Fenton.
Henry y Dan estaban sentados en la valla del jardín desde donde se dominaba la represa. Tras ellos, entre las hierbas altas, se hallaban los abuelos de Dan, que contemplaron a los jóvenes policías desaparecer por la puerta trasera del furgón y reaparecer minutos más tarde con sus trajes de bucear.
—Venga, chicos —dijo el jefe—. Decidnos exactamente dónde la lanzasteis.
Y los dos chicos saltaron y se lo indicaron.
Los buceadores se sumergieron, y el maloliente fango emergía a la superficie.
—Podíais haber escogido otro sitio más limpio —se quejó el policía que dirigía la operación—. Aquí deben de confluir los desagües de Danestone.
—Ni muchísimo menos, agente —bramó el abuelo de Dan, que había cruzado por encima de la cerca y estaba ahora junto a ellos—. Todos están conectados a la red general de alcantarillado.
—¡Mira! —gritó Dan.
De las aguas sucias asomó una mano que llevaba la pistola de Kevin; y un momento más tarde salió el buceador.
—Hemos encontrado las dos cosas —gritó triunfalmente—. La pistola estaba sobre la moto. Pasa el cabrestante por aquí. La sacaremos en unos minutos.
«¡Gracias a Dios!», pensó Henry. Deseaba que por fin acabara todo, y que se llevaran cuanto antes de Danestone todo lo que tuviera que ver con Kevin Britton. El marjal estaba vacío. No había nadie por las proximidades. Nadie en la aldea sabría lo que estaban sacando de la represa. Nadie, excepto los policías y los abuelos de Dan, tenía por qué saber lo estúpidos que habían sido Dan y él.
Pero no sería así.
En el silencio, mientras los policías disponían el cabrestante, se percibió un chapoteo suave y rítmico que venía de más abajo de la presa.
—¿Qué es eso? —preguntó secamente.
—Alguien viene remando río arriba —replicó Dan, escrutando con sus ojos miopes por encima de los montones de ladrillos ennegrecidos que antes formaban la maltería, y escuchando atentamente el lento chapoteo de los remos.
—Parece que no tiene prisa —añadió Dan.
Lenta, muy lentamente, apareció la cabeza de Jim, después su espalda y, por fin, al tomar la ligera curva de la represa, la proa de la vieja lancha de su tío Ed. Golpe tras golpe de remos, seguía acercándose de espaldas. Entonces, uno de los policías gritó una orden al hombre del cabrestante, Jim giró y los vio.
Se quedó inmóvil. Primero contempló a los policías y luego a Henry, a Dan y a los abuelos de Dan, y entonces se puso colorado. Con el seguro instinto de un malhechor nato, supo que había sorprendido a sus amigos en alguna falta.
—Están sacando la moto de Kevin Britton —le espetó Dan—. Fue lanzada a la represa.
Jim levantó los remos, ató una soga de la lancha a una podrida estaca del viejo embarcadero de la maltería y se acercó a ellos. Allí estaba cuando la grúa extrajo lentamente del agua, cubierta de fango, la Suzuki de Trevor Fincher.
—Está completamente destrozada —exclamó mientras la motocicleta giraba todavía en el aire, goteando sobre el muelle—. Costará una fortuna arreglarla.
—¿De verdad? —pregunto Henry, mirando con desconsuelo al abuelo de Dan.
El anciano le devolvió la mirada, y su expresión adusta se ablandó lentamente. Luego, increíblemente, zanjó la cuestión como si no tuviera importancia. Cuando hay chicos alrededor, suceden muchas cosas. Estaba acostumbrado a eso.
—De hecho, Henry —añadió sonriendo maliciosamente—, he llegado a pensar seriamente si debo sacarme un seguro para las vacaciones de verano.
—¿Y la lancha motora nueva del señor Heseltine? —preguntó Henry, todavía obsesionado por las consecuencias de lo que Dan y él habían hecho.
—Oh, mi yerno no corre nunca riesgos —replicó secamente el coronel—; todo lo que posee está asegurado.
Jim, tras escuchar lo que se decía, miró a Henry y al coronel y luego a Dan que, junto a su abuela, contempló la desaparición de la Suzuki en el interior del furgón de la policía, e imaginó lo que realmente había sucedido.
Tras marcharse la policía de Rushby, el abuelo de Dan se volvió hacia él.
—¿Y por qué no estás en la feria con los demás?
Jim se sintió turbado de nuevo. Venía con una oferta. Pero ahora, en el último momento, temía la forma en que sería recibida.
—Al ver que este verano no tienen lancha de remos —murmuró—. Yo… yo me pregunté…
—Si podríamos ir todos en la lancha de tu tío Ed a ver los fuegos artificiales —estalló Dan, jubiloso de no tener que renunciar a la gran fiesta del año.
—Eso es —añadió Jim, pisoteando la hierba que crecía sobre el muelle.
—Es muy amable por tu parte —añadió el abuelo de Dan, visiblemente emocionado.
La vieja lancha de remos de la familia se había podrido aquel invierno, y tras la muerte de Nick no había tenido ánimos para comprar otra.
—¿Qué te parece, Madge?
—Y Jim y yo nos encargaremos de remar —farfulló Dan.
Pero Henry parecía angustiado.
—Anímate, Henry —le dijo riendo la abuela de Dan—, te envolveremos en salvavidas.
Pero aún tenían que pasar un trago difícil.
Cuando regresaron a la casa, sonaba el teléfono. Era el inspector de Rushby para decirles que el jefe de detectives de Wellingborough había llegado al puesto de policía para encargarse del caso Britton, y que deseaba ver a los dos chicos.
—¿Nos acusarán de encubridores? —preguntó Henry mientras el abuelo de Dan los conducía al pueblo.
—No lo creo —replicó el anciano.
—Pero ¿es que vamos a tener que contarlo todo otra vez? —suspiró Dan.
Ahora que su abuelo estaba enterado, el asunto quedaba ya atrás. Era una lección aprendida. Y un fastidio. La policía se metía en lo que no le importaba.
—Ya tienen vuestras declaraciones.
—¿Por qué quieren vernos entonces? —le interrogó Henry.
—En el peor de los casos, habrá una amonestación formal —dijo el coronel—. En el mejor, una regañina. Una vez más os dirán lo locos que habéis sido.
—Eso de una amonestación formal no parece muy grave —dijo Dan animado.
Estaba equivocado, le corrigió su abuelo. Una amonestación formal constituía un asunto muy serio. Era lo más próximo a una acusación. Y además figuraba en los antecedentes.
—¿Es que ya tenemos antecedentes Henry y yo?
Parecía como si estuvieran viviendo una historia de espionaje.
—No. Ningún menor tiene antecedentes hasta que la policía le hace una amonestación formal. Entonces, ésta se anota como antecedente y a la próxima vez en que tenga que habérselas con la ley, se tiene en cuenta.
—Ya veo —dijo Henry muy quedamente.
BUENO, fue una fuerte regañina, no una amonestación formal. El deber de un ciudadano, se les dijo, consiste en ayudar e informar a la policía, no en hacer justicia por cuenta propia. Esas ideas infantiles de «dar una segunda oportunidad» y de «juego limpio» de nada sirven cuando se aplican a jóvenes violentos como Kevin Britton. La próxima vez tendrían que decir a las autoridades todo lo que sabían, y no tratar a los delincuentes como les pareciera.
—¿Y… nuestras declaraciones? —preguntó Henry cuando les dijeron que ya podían irse.
—Las conservaremos —le respondieron.
Añadieron que lo más probable era que no volvieran a oír hablar del asunto. Aquel joven delincuente ya había cometido bastantes fechorías para que, encima, fuera necesario implicar a dos chicos bastante tontos que deberían haberse comportado mejor.
Henry salió al soleado patio de la policía. Se sentía humillado y confuso y, sin embargo, milagrosamente libre de pecado.
Pero los pensamientos de Dan ya estaban puestos en alegres perspectivas.
—Y ahora, vámonos a la feria a ver los fuegos artificiales —dijo con una mueca.
La lancha de remos de Ed Foulger se deslizaba Waveney abajo con las últimas luces de un día de agosto. Hacia el este, por la parte de Rushby, el cielo comenzaba ya a oscurecer. Los cinco ocupantes de la lancha se sentían en paz entre sí y con el mundo que dejaban atrás, a ambos lados del río. Para Henry, embutido en un chaleco salvavidas y sentado en el fondo de la lancha entre los pies del abuelo de Dan, habían concluido ya sus graves preocupaciones. Se sentía indultado, mejor aún, aceptado. Miró ante sí a Dan, tan sorprendentemente diestro con el remo, y a la oscura forma de Jim, manejando el suyo tras él, y pensó que entre sus amigos se sentía feliz. De arriba le llegó el olor del humo del tabaco, y elevando la vista, distinguió el tenue resplandor de la pipa del coronel. Junto a él estaba sentada la abuela de Dan, gobernando la lancha en la oscuridad. Suspiró feliz. Todo estaba tranquilo, apacible. Y, al menos por esa noche, pertenecía a un grupo. Para Jim, que remaba con Dan y que, junto al resto de los ocupantes de la lancha, iba a ver los fuegos artificiales, las cosas eran mucho más simples. Se acordaba de Nick y le recordaba de la mejor manera que podía imaginar. Y Dan, que contemplaba cómo se abrían ante su remo las oscuras aguas y luego se deslizaban río arriba, estaba contento —y mucho más que contento— por la forma en que estaban sucediendo las cosas. En los últimos cinco días se había sentido despavorido, se había comportado como un tonto e, incluso, había dicho mentiras. Sin embargo, sus abuelos le habían perdonado y había ganado dos amigos.
—¡Mira! —exclamó su abuela—. ¡Mira! ¡El primer cohete!
Y cuando Dan y Jim giraron para contemplarlo, un puñado de estrellas de todos los colores descendía lentamente en la oscuridad.
—¡Tenemos que darnos prisa! ¡Aprisa! —exclamó Dan, volviéndose para aferrar su remo.
—Ya no es necesario —dijo el coronel pausadamente—. La marea nos llevará. Además, casi hemos llegado.
A Henry le resultaba mágico el silencioso deslizamiento de la lancha a impulsos de la fuerte marea baja. Sin ruido y sin esfuerzo navegaron entre las casas y bajo el viejo puente del ferrocarril, y junto a siluetas apenas entrevistas de embarcaciones, y bajo una noche rebosante de estrellas, cometas de larga cola que giraban incesantemente y una lluvia de centellas, mientras los estampidos de los cohetes rebotaban como cañonazos sobre las aguas.
«Pobres Simon y Nigel —pensó—, metidos en ese aburrido Club Náutico».
—BIEN, este «hasta mañana» es más alegre —dijo la abuela de Dan cuando horas después le arropó en su cama.
—Sí. Sí —repuso—. Pero…
—Pero ¿qué?
—Es… es por Henry…
—¿Qué le pasa a Henry?
—Le… le aprecio mucho y… y temo que no volveré a verle cuando regrese a su casa la próxima semana.
—¡Dios mío! ¿Y por qué no? Los dos vivís en Londres.
—Pero… pero va a una escuela mucho más importante que la mía.
—¿Y ha significado eso alguna diferencia entre los dos, estando aquí?
—No.
—Entonces es muy sencillo. Cuando tu padre y tu madre regresen de Suiza les preguntaremos si Henry puede pasar contigo las vacaciones de Navidad.
—¿Crees que podrá ser? —preguntó sonriendo.
—Pues claro que sí. A él le gustará tanto como a ti.
No añadió que aquello podía evitar al pobre Henry una nueva y desastrosa visita a sus otros nietos. Se limitó a besar a Dan, tras darle las buenas noches, y apagó la luz.
—Y mañana —dijo medio dormido—, ¿podré volver al cenador?
—Naturalmente.