6

Martes

EL GRAN FUEGO de los rastrojos constituyó un acontecimiento tan grandioso y magnífico que hizo olvidar el pasado y dio un nuevo carácter al futuro. Fue como la batalla de Hastings en 1066. Las personas que hasta el día anterior habían sido importantes quedaron sumidas en el olvido. Kevin Britton fue totalmente olvidado. La Historia se lo había tragado. Incluso, Simon y Nigel habían quedado reducidos a la categoría de simples sajones, como los derrotados de aquella batalla. Aquellos dos —pobres idiotas— contemplaron el fuego a más de cinco kilómetros, espectadores cautivos, sorprendidos por una calma chicha durante la regata y en el medio del Waveney. Maldijeron amargamente su mala suerte. Sin un soplo de brisa para sus velas no pudieron abandonar la carrera y navegar río arriba, ni llegar hasta la orilla y correr a campo traviesa. Una vez en casa, y tras conocer la hazaña de Dan y de Henry y el amable premio del vicario, dieron rienda suelta a su furia.

—¡Eso no es justo! —bramaba Nigel—. Si hubiéramos estado allí, habríamos hecho lo mismo.

—Tiene razón —le respaldó Simon—. Eso de subir al tejado de la iglesia carece de importancia. Cualquier estúpido podría haberlo hecho si hubiera estado allí.

Su padre trató de calmarlos. Les prometió que se encargaría de llevarlos a la feria el martes por la noche porque, seguramente, no querrían ir con toda la caterva de los chicos del coro de Danestone. Se divertirían más por su cuenta.

Pero no era lo mismo, y los dos lo sabían. Aquel pequeño estúpido de Dan se les había adelantado y se había llevado a Henry.

El fuego de los rastrojos no sólo hizo olvidar el pasado, sino que además aceleró el futuro. Cualquier gran acontecimiento hace que los participantes se sientan unidos; y cuanto menos son, más fuertes resultan los lazos que los unen. Dan, a quien podía haberle costado un mes asegurarse la amistad de Henry, le recibió a la mañana siguiente como a un amigo de toda la vida. Era la perfecta compañía, su otro yo. Y estaba convencido de que podía llevarle al desván.

Por eso, aunque el sol brillaba fuera, los dos pasaron su primera hora de aquella mañana del martes bajo el tejado, en el agradable refugio que les brindaba el desván de sus abuelos. Examinaron los cajones repletos de huevos de aves, curiosearon los centenares de sellos extranjeros y, tras bajar a la cocina por una caja de cerillas, prendieron un poco del incienso que su tío abuelo Bob trajo de la India. Dan se sentía inmensamente orgulloso de sus antepasados y de todos los cachivaches que habían dejado tras de sí; pero al mismo tiempo, y curiosamente, se sentía en la obligación de proteger a unos y a otros. No hubiera podido soportar que nadie se burlara de todo aquello.

Pronto advirtió que no era preciso temer nada que viniera de Henry. Henry le confesó que sabía muy poco de su propia familia; que sus padres, por lo que le habían dicho, llegaron a este planeta sin padre ni madre, e incluso sin hermanos ni hermanas. Aparecieron desarraigados y sin un pasado. Por esa razón el boomerang que el tío abuelo de Dan, Timothy, trajo de Queensland y la bayoneta que el bisabuelo de Dan aportó de la primera guerra mundial no sólo eran un deleite para ambos, sino que también realzaban la categoría de su nuevo amigo. Proporcionaban a Dan una sensación de pertenecer a algo y daban a esta familia, que tan amable se había mostrado con él, una relación con la Historia. Y Henry era suficientemente inteligente como para sentirse impresionado.

—Qué maravilloso es tener antepasados que fueron a tantos sitios e hicieron tantas cosas —suspiró—. Me gustaría que me hubiese pasado lo mismo.

Dan estaba encantado. «Antepasados» era una palabra muy rimbombante para los parientes de su abuelo. Pero también se sentía un poco perplejo porque, si bien aquí, en el desván, se guardaban cosas que habían traído de todos los rincones del mundo y que habían dejado al morir, él no estaba seguro de lo que realmente hicieron. ¿Fueron misioneros, o comerciantes, o militares, o buscadores de oro, o qué? Sólo de uno de sus antepasados sabía algo muy interesante. Se trataba del tatarabuelo de su abuelo, que combatió en Trafalgar. Miró a Henry de soslayo. ¿Debería hablarle del gran héroe de la familia? Decidió que no. Sería presuntuoso por su parte. Tan impropio como cuando sus primos se jactaban de su dinero.

—Coge el incensario —dijo, entregando a Henry el vaso de plata que humeaba incienso—, balancéalo e imagínate que eres un bonzo budista.

Henry agarró las cadenas de plata y recorrió el desván agitando solemnemente el incensario ante la caja de mariposas de Jamaica, ante el baúl con vestidos antiguos, ante los sellos, la bayoneta y el boomerang, y ante un polvoriento salacot que colgaba de una escarpia, murmurando oraciones ininteligibles en una lengua que esperaba que fuese siamés, y se detuvo por fin ante su amigo.

—Ahora te toca a ti —le dijo sonriendo—, y reza las oraciones en ese chino que has aprendido en la escuela.

Fue un extraño paréntesis en aquellos cinco días extraordinarios.

Hacia media mañana ya se habían cansado del desván. El lugar hedía a incienso, polvo y moscas muertas. Además, hacía ya demasiado calor. Así que vaciaron el incensario en una pila, bajaron a toda prisa la escalera y salieron al huerto en busca de las últimas frambuesas.

—Me ha gustado mucho —dijo Henry cuando se detuvieron entre las altas filas de tallos.

—¿El qué?

—Haber visto todas esas cosas de arriba…

Dan se metió en la boca un puñado de frambuesas y, aplastándolas contra el paladar, sintió que la vida era espléndida.

—Y ahora —prosiguió Henry tranquilamente—, me gustaría ver lo que hay dentro de esa maltería.

—¿Dentro de la maltería? —exclamó Dan alarmado—. Pero… está prohibido… ya… te lo dije.

No sólo estaba prohibido ir, sino que ahora odiaba la maltería. Su última visita, cuando aquel muchacho salvaje se le acercó y le agarró, le produjo un verdadero espanto.

—Prohibido porque es peligroso —argumentó Henry—. Pero tú fuiste y no se te cayó encima…

Dan casi deseaba que se le hubiera caído. La maltería había perdido todo su encanto. En cierta manera estaba contaminada. Y era un lugar deshonroso. Para él ya era sólo el lugar en donde había pasado tanto miedo. No quería volver. Además, no deseaba que su abuelo se enfadara. ¿Por qué iba a darle un disgusto después de lo orgulloso que se había sentido de ellos después del incendio? ¿Por qué ir y estropearlo todo?

—… No veo qué puede haber de malo —continuó Henry sinuosamente—. No haremos ninguna tontería…

Simplemente le gustaba ver el sitio donde Nick y él solían jugar, le explicó. Y en donde Dan se había encontrado con el chico del reformatorio.

—… Claro que si tienes miedo…, o si no quieres ir…, o algo…, yo podría ir solo.

Dan observó el rostro feo y apacible de su amigo y las manchas de frambuesa de su boca. Pensó perplejo que, para ser su mejor amigo, Henry era capaz, a veces, de lograr se sintiera muy incómodo. El domingo por la tarde, allá abajo en Wainstead Staithe, hizo que se sintiera avergonzado de no haber procedido como debiera, y ahora aquí, entre los frambuesos, le daba a entender que era un cobarde por no hacer algo malo. Dirigió luego la mirada hacia las retorcidas puntas de los frambuesos, trató de poner en orden sus ideas y contempló los muros de ladrillo de la casa, iluminados por el sol de agosto. Para él, aquella casa significaba paz y afecto. Pero sus ojos ascendieron hacia las telarañas de la ventana del desván. Se preguntó qué pensarían de él sus antepasados si pudieran verle ante semejante dilema. ¿Te considerarían un cobarde los propietarios del salacot, de la bayoneta y del boomerang? ¿Le juzgaría un chico miedoso aquel muchacho que era su héroe, el grumete de Trafalgar? La respuesta zanjó la cuestión.

—De acuerdo —murmuró de mala gana—. Iremos esta tarde.

Sus abuelos irían por arbustos a Loddon poco después de las dos. Se lo habían dicho en el desayuno.

Al fin y al cabo, pensó mientras se detenía a coger más frambuesas, quizá fuera mejor desembarazarse de un fantasma y expulsar de su vida a Kevin Britton, de una vez por todas.

Para entretenerse hasta la hora de comer, fueron por la calle de la aldea a la tienda de la señora Mobbs y compraron chicle. Habían descubierto que tanto la madre de Henry como los padres de Dan reprobaban el uso del chicle. A ninguno les gustaba mucho aquello, pero masticarlo constituía una especie de tratado de paz. De alguna extraña manera era el preludio de su visita a la maltería.

Al regresar los adelantó otro coche de la policía.

—Me pregunto qué habrá pasado con Ed, el tío de Jim —dijo Dan sin dejar de masticar—. No le pueden meter en la cárcel por una cosa como ésa, ¿verdad?

—No, si fue accidental —replicó Henry, que parecía saberlo todo—. Además, no hubo ningún muerto.

No. Nadie había resultado muerto, pensó Dan. Pero toda la aldea olía aún a quemado. El olor acre de los árboles carbonizados y el del asfalto empapado eran todavía muy penetrantes. Y allá arriba estaba la iglesia con el gran agujero en el tejado húmedo y en ruinas. Si tantos destrozos hubieran sido consecuencia de la travesura de un chico, éste se vería en graves apuros con la policía.

—Eh… vosotros… —les gritó Jim desde el camino de su casa.

Se volvieron y vieron que Jim corría hacia ellos.

—… ¿Vais a ir esta noche a la feria?

Asintieron sonrientes. Dan advirtió que, sorprendentemente, Jim había vuelto a ser el mismo, el Jim con el que se encontraron cuando estaba preparando la feria.

—Todos nos reuniremos en la vicaría a las ocho —dijo Henry.

—Espléndido —repuso su amigo con su lenta sonrisa de Suffolk—, y espléndido también el fuego.

Los dos le preguntaron qué tal le habían ido las cosas a su tío.

Incluso a él le habían ido bien, les contestó. El señor Fenton le echó una bronca, y la brigada de incendios le amonestó. Pero la policía no le molestó. Y conservaba su trabajo.

—Él no creía tener tanta suerte —reconoció Jim—. No somos una familia con suerte.

Un segundo coche de policía los adelantó.

—Bueno, si todo va bien —dijo Henry con gesto de sorpresa—, ¿por qué siguen dando vueltas por aquí?

Jim se encogió de hombros. Tal vez, comentó, habían identificado al ladrón que pasó a casa de los Mavers. No se mostró, en modo alguno, interesado. Estaba tan contento que no le importaban gran cosa los delitos de los demás. Pero, al ver mascando a sus dos amigos, pensó que le gustaría tener un chicle.

—Dadme un poco —les pidió.

—Perdóname —exclamó Dan, sorprendido por su propia mala educación.

Y apresuradamente se sacó una larga tira de chicle y le cortó un trozo.

—Aquí tienes —le dijo.

Y los tres prosiguieron calle abajo, bajo el cálido sol, rumiando en silencio y maravillosamente en paz con el mundo.

TRES HORAS más tarde, Henry y Dan dijeron adiós a los ancianos cuando éstos se marcharon en coche a Loddon. Luego miraron nerviosos a su alrededor, sintiendo que la vieja casa vacía, el cedro y la pista de tenis eran testigos que desaprobaban su fechoría. Se deslizaron por la puerta de la cerca y siguieron por el camino de Fenton, rumbo al dique de la presa de Danestone, cubierto de maleza. Ante ellos se alzaba al sol la maltería.

Cuando dejaron atrás la fuerte luz del día y penetraron en la fresca sombra del interior, Henry exclamó:

—¡Dios mío! —dijo con voz muy alta—. ¡Qué mal huele esto!

Dan se sintió aterrado. Era como gritar en la iglesia. No. Peor que eso. Mucho peor. Recordando su última visita, la maltería se le antojó rebosante de amenazas. Algo desconocido y terrible aguardaba para caer sobre ellos y estrangularlos con dedos retorcidos y acerados. Echó una ojeada por aquel oscuro piso inferior y percibió el vacío del piso de arriba: sintió deseos de sumirse en el silencio, como hacía de noche cuando el terror le sorprendía en la cama. «No te muevas. No respires —se dijo a sí mismo una y otra vez—. El horror pasará de largo. No sabrá dónde estás».

—… Pero ¿qué es esto? —prosiguió Henry—. Huele como una vieja estación ferroviaria en un día húmedo.

—Calla —murmuró precipitadamente Dan—. No quiero que nadie sepa que estamos aquí.

—Pero si aquí no hay nadie —replicó Henry en el mismo tono, sin dejar de observar a su amigo con gesto de sorpresa.

Y era verdad. Los abuelos de Dan habían ido por arbustos para el otoño. Los primos y tío George se hallaban a cinco kilómetros río abajo en su aburrida regata. Jim había ido a Bungay a comprarse una chaqueta con el dinero que el vicario le había dado de los «gastos parroquiales». Y el resto de la aldea parecía ya dormida. Dan dirigió la vista hacia delante, hacia los saquitos apolillados de las muestras y a la herrumbrosa báscula, y temblorosamente recobró su valor. Estaban en Danestone en plena tarde. Allí era donde Nick y él jugaban el verano pasado. Y a su lado tenía a Henry con su nariz aplastada y el extraño remiendo de los vaqueros, observándole con una expresión de divertida sorpresa. Si no se recobraba rápidamente, su amigo acabaría por mirarle con desprecio. Pero ¿qué clase de cobarde era?

—Es el horno viejo lo que huele tan mal —le explicó con serenidad—; la lluvia ha enmohecido el hierro.

Luego le invitó a subir por la desgastada escalera. El piso de arriba era más interesante, afirmó. Había un agujero en el techo, y por las ventanas sin cristales verían el marjal. Además, desde allí, podrían subir al secadero por la escalera de mano y ver exactamente donde se había hecho un camastro Kevin Britton.

—Pero fíjate bien en donde pones los pies —le advirtió cuando su cabeza alcanzó el nivel del piso superior y pudo ver las tablas polvorientas y carcomidas—. ¡No vayas a caer y romperte una pierna!

Henry se mostró tan encantado con el piso superior como Dan podría posiblemente haber deseado. La luz que penetraba por las ventanas bajas, los toscos ladrillos de las paredes, incluso las tablas blanqueadas de puro viejas, ofrecían su mejor aspecto.

—¡Es maravilloso! —exclamó—. No es extraño que te guste un sitio como éste. Es como la capilla de la escuela, a no ser por los ladrillos caídos.

—Y fíjate en la vista —dijo Dan con orgullo, pisando cuidadosamente camino de una ventana—. Ahí tienes la represa y el marjal. ¡Y mira! Ahí está la cabaña de las lanchas de tío George.

Desde una ventana del extremo, le explicó, podía verse, entre los olmos secos y los sauces, parte del jardín de sus abuelos.

—Así Nick y yo sabíamos con tiempo cuándo venían nuestros primos —le dijo con una sonrisa.

—Supongo que aquí también fumaríais —observó Henry fijándose en las colillas que abundaban en el alféizar de la ventana.

—Eso era cosa de Nick y de Jim —replicó Dan—. Siempre se escapaban a la maltería para fumar.

—Tal vez Jim todavía lo hace —señaló Henry—. Parecen muy recientes.

Cuando volvió la vista a la larga sala pensó que era una lástima que ofreciera semejante aspecto. Parecía como si un fuerte golpe de viento pudiera derribarlo igual que a un castillo de naipes.

—Y ahora, al secadero —dijo Dan—. Mira, aquí está la escalera.

Y sus ojos se desplazaron lentamente desde el último travesaño a un par de polvorientos zapatos, a unos vaqueros arrugados, a un anorak azul marino, una camisa gris y, encima de todo, la horrible cara de Kevin Britton.

Dan lanzó un grito ahogado.

El muchacho sostenía un arma en la mano. La pistola apuntaba a la cabeza de Dan. Tras él, Henry respiró hondo.

—No os mováis —bramó el muchacho— si no queréis que os vuele la cabeza a los dos.

Desplazándose expertamente de uno a otro, los cacheó como hacen en las películas americanas.

—Serías un perfecto estúpido —le dijo Henry con una voz extrañamente ronca—; te cogerían por asesinato.

—¿Y qué?

Kevin Britton tenía un aspecto horroroso. Su cara estaba pálida, sus ojos brillaban y no se había afeitado desde hacía varios días.

—Ellos… ellos te condenarían a cadena perpetua —añadió Henry con su voz todavía curiosamente distinta.

—Para mí, cadena perpetua serían sólo doce años —se jactó el muchacho—, y si me cogen ahora me encerrarán por cinco.

Dan dedujo que él y Henry representaban así dos años y medio cada uno. No era mucho. Estaba aterrorizado ante la imagen de aquel muchacho allí plantado con su pistola. Se estremeció. Seguramente había estado vigilándolos desde que llegaron al piso superior.

—Tírala —le dijo Henry con mayor firmeza.

—Ven a cogerla —le replicó Kevin cínicamente.

—Si… si disparas, tendrás… tendrás aquí a todo Danestone.

«¿Danestone?», pensó Dan. Pero ¿de qué hablaba Henry? La mitad de la gente no estaba y la otra mitad dormía. Hasta las gallinas se habían refugiado en los gallineros huyendo del calor. Pero tenía que hacer algo, decir algo rápidamente, porque Henry empezaba a ponerse nervioso.

—¡La policía! —estalló de repente—. Hay coches de la policía yendo y viniendo por la calle.

—Es por vuestro maldito fuego, no por mí.

—Claro que es por ti —aseguró Henry sin estar convencido—. Han venido por lo del robo de Thursby.

Kevin Britton pareció flaquear por un instante. Se cogió el hombro izquierdo con la mano derecha. Un espasmo de dolor le hizo tropezar.

Luego su furia retornó y se abatió sobre Dan. Culpa de Dan era, bramó, que los dos estuvieran ahora a merced suya. ¿Por qué le había traicionado? ¿Por qué había vuelto a la maltería acompañado por un extraño? ¿Es que no merecía que le disparara por haber faltado a su palabra?

Dan se sentía confuso, no sabía qué hacer. Oyó que Henry le estaba murmurando algo, pero no lo entendió. Henry parecía acuciado, desesperado, y volvió a murmurar algo, pero Dan tampoco pudo entenderle esta vez.

Entonces, sin advertencia previa, Henry saltó hacia la escalera de mano y comenzó a subir a toda prisa los travesaños.

—Sujétala —le gritó a Dan— y no dejes que la quite.

Aturdido por la sorpresa, Dan hizo lo que le decía.

—Te dispararé —gritó Kevin desde arriba—. Te dispararé, te dispararé.

Pero Henry prosiguió escalera arriba cada vez más deprisa. Luego se produjo un forcejeo, y entre las manos de Dan la escalera vibró con fuerza.

—Te dispararé —gritó de nuevo Kevin.

Y con un relámpago cegador, la detonación resonó en la maltería.

—Henry —dijo Dan sollozando—. Henry. Henry.

A Henry debían de haberle volado la cabeza. Seguramente ya estaba muerto.

Sin embargo, en el suelo del secadero aún proseguía la pelea. Y cuando subió para ayudar a su amigo, Kevin lanzaba alaridos de dolor. Advirtió que Henry estaba sentado sobre el muchacho, pugnando por arrebatarle la pistola.

—Mi hombro —gritó Kevin—. Suéltame el hombro.

—Ahí va —dijo Henry lanzando la pistola al piso de abajo—. Ya puedes levantarte.

Pero Kevin no se levantó. Siguió retorciéndose sobre los ladrillos del secadero mientras se sujetaba el hombro.

—Me he roto la clavícula —se quejó—, y es una mala fractura.

Dan estaba profundamente asombrado. Sus ojos iban desde el humillado Kevin a la pistola del piso de abajo, y luego al desmelenado Henry.

Henry le sonrió.

—Es una pistola de carreras —le dijo—. Al principio pensé que podía tratarse de eso, y ahora estoy seguro.

—¿Qué es una pistola de carreras?

—Pues es una pistola para dar la señal del comienzo. El señor Bainbridge, nuestro profesor de educación física en Granthams, tiene una.

Le explicó que una pistola de carreras hacía muchísimo ruido, pero que eso era todo. No podía herir a nadie. No tenía balas.

Kevin pugnaba por ponerse en pie.

—¿Y ahora? —preguntó amargamente—. ¿Qué vais a hacer vosotros dos? ¿Correr a casa en busca del abuelito? ¿Decírselo a la policía…?

Pese a toda su angustia, su voz reflejaba un evidente desprecio.

—Os convertiréis en auténticos héroes, ¿verdad?

El desprecio dio en el blanco.

Penetró por el resquicio más vulnerable de la armadura de Dan: el amor por su hermano Nick. Nick había hecho cosas horribles. No tan malas como las de este horroroso muchacho, pero bastante malas. Y Dan había sabido guardar silencio. Peor aún, había encubierto a su hermano. Incluso había tratado de desviar su culpa. Miró cómo gemía Kevin tratando de aliviarse el dolor del brazo izquierdo, y se sintió molesto. Aquel miserable rufián se hallaba en una situación peor de la que hubiera conocido nunca Nick. ¿Podía verdaderamente ir a la policía para que le detuvieran? ¿No había nadie más que consiguiera que le detuvieran y encerraran?

El desprecio hizo trizas el honor escolar de Henry y le puso en un terrible apuro. Hasta entonces había estado muy seguro de lo que debería haber hecho Dan cuando se encontró con Kevin: comunicarlo a su abuelo. Pero ahora que él mismo se enfrentaba con el fugitivo, se veía acosado por las dudas. Ningún chico de Granthams traicionaría jamás el secreto de otro. Le pegaría antes que acusarle ante el director. ¿Y no era esta terrible criatura un chico como cualquier otro?

—Es mejor que tú mismo te entregues —le dijo.

Puede que así las cosas le fueran mejor. Quizá no le echaran cinco años.

—Cuéntame otro cuento —dijo Kevin, escupiéndole al tiempo que se estremecía de dolor.

—No irás muy lejos con una clavícula rota y sin la pistola.

—Hay policías por toda la comarca —añadió Dan—. Y tu fotografía está en todos los periódicos. Y la radio ha dado tu descripción.

—¿Y qué? —bramó el muchacho—. Dejadme en paz. Estoy harto de vosotros dos.

Henry echó un vistazo a su reloj.

—Son las tres menos diez —dijo—. Si no te has entregado a las cinco, nosotros diremos dónde estás.

Bajaron por la escalera, recogieron la pistola de carreras y descendieron al piso de abajo, perseguidos por la mirada de los ojos hundidos de un Kevin abatido por el dolor.

A la salida de la maltería se detuvieron un momento, cegados por el sol. Ambos esperaban que el estampido de la pistola y el ruido de la pelea hubieran alertado a alguien. Pero no se movía una hoja. Ni llegaba un solo murmullo de la aldea.

En el silencio percibieron claramente a sus espaldas la risa ahogada del muchacho.

—¿De qué se ríe? —preguntó Dan, espantado.

—No lo sé.

—¿Y la moto? ¿No podría escapar en la moto?

—¿Con una Suzuki de 250 centímetros cúbicos? No puede con una clavícula rota. Resulta demasiado pesada.

—Pero él puede. Seguro que puede.

Porque para Dan —tras haber oído aquella risa— Kevin resultaba el mismísimo diablo. Y el diablo sería capaz de montar en una moto aunque tuviera el cuello roto, y cuánto mejor si la fractura sólo era de una clavícula. Se iría y estaría lejos de Suffolk en un abrir y cerrar de ojos.

Su temor se contagió a Henry, y ambos volvieron a la maltería para buscar la moto.

—¡Pero no puede estar aquí! —exclamó Henry obstinadamente, avergonzado de haberse dejado convencer—. ¡Es imposible que esté, si se rompió la clavícula en la cueva de la tienda de Thursby!

—A lo mejor empujó la moto.

—¿Más de dos kilómetros y medio? No puede ser.

Luego, cuando regresaron al piso del horno y apartaron los grasientos sacos amontonados, hallaron lo que buscaban.

Entre los dos pusieron en pie la Suzuki y la sacaron de la maltería.

—¡Dios mío! ¡Menudo esfuerzo! —se maravilló Dan cuando salieron a la luz del sol.

—¿Y qué hacemos ahora con esto? —preguntó Henry.

Les parecía algo maldito y deseaban desembarazarse de aquella moto cuanto antes.

—Vamos a echarla al agua —sugirió Dan—; allí no podrá cogerla.

La empujaron a lo largo del embarcadero y la arrojaron desde el mismo dique. Las aguas cubiertas de hierbajos se abrieron para recibirla, y la resplandeciente Suzuki desapareció al instante. Luego, tiraron también la pistola de Kevin. Se quedaron mirando el negro agujero abierto entre la vegetación flotante. Una enorme y fangosa burbuja ascendía de las profundidades y reventaba en la superficie con un terrible hedor.

Henry seguía mirando incómodo.

—Creo que no hemos debido hacer eso —dijo.

—¿Por qué no?

—Esa Suzuki es de alguien. Además, la policía la buscará para tener una prueba.

Bueno, ya era demasiado tarde.