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Henry |
DAN, QUERIDO, no tienes buena cara —le dijo su abuela, preocupada, cuando se sentaron a desayunar.
Le contestó apresuradamente que se sentía muy bien, tan bien —pensó— como estaría cualquiera en sus circunstancias.
—Si no te gusta dormir fuera, lo entenderemos perfectamente —añadió su abuelo—; sólo fue una idea…
—Me gusta. Me gusta mucho. De verdad —repuso con la boca llena—. Es divertido… Me gusta ver los pájaros picoteando para atrapar gusanos.
Pensó después que si se esforzaba en comer no se darían cuenta de que algo iba mal.
Porque Nick tenía razón. Aquel muchacho iba huyendo.
CUANDO se separó del desconocido, Dan entró en la casa por la puerta principal y se quedó parado en el felpudo, atento a percibir cualquier ruido que le llegara del piso de arriba. Echó una ojeada hacia el reloj del vestíbulo. ¡Las seis y diez! ¡Sólo habían pasado cuarenta minutos desde que se despertó! Luego se dirigió a tientas hacia la cocina porque las cortinas cerraban el paso a la claridad. No se atrevió a encender la luz. Era una tontería estar preocupado —reflexionó mientras caminaba hacia el fantasmal frigorífico—, porque ya tenía preparada la explicación. Una historia a prueba de preguntas. Podría decirles que había ido a la casa porque tenía hambre. No era un delito estar hambriento. Sus abuelos lo entenderían. Abrió el frigorífico y vio que sólo había medio litro de leche.
«No puedo llevármelo —pensó—. La abuela advertirá inmediatamente su falta».
Y mientras se hallaba allí, preguntándose qué podría hacer, percibió un extraño sonido. Era fantasmal…, y mecánico…, y en cierta manera se deslizaba…, como el ruido de una nave espacial que se aproximara a la Tierra. Se sintió aterrado. Algo que no era de este mundo había descubierto su delito. Luego oyó un entrechocar de vidrios…, y su miedo se tornó más terrenal. Unos pasos pesados se encaminaban a la puerta trasera. Unos momentos más tarde, alguien dejó unas botellas de leche en el alféizar de la ventana y los pasos se alejaron. Lanzó un suspiro de alivio. Además, su problema había quedado resuelto. Aguardó todavía un poco hasta que oyó alejarse el vehículo del lechero. Luego abrió con cuidado la ventana y cogió una de las tres botellas. Lo que pensó después le sorprendió por su astucia; extendió de nuevo la mano hacia afuera y alteró el indicador para el lechero de 3 a 2.
Cuando se dirigía de puntillas hacia la puerta de la cocina, volvió a escuchar la voz de su hermano.
—No seas tacaño, Dan. Llévale también algo de comida. Ese pobre diablo estará hambriento.
No podía hacer eso, protestó. Sería robar.
—Tonterías. A ella no le importará. Piensa en lo que da a los pobres.
Reflexionó sobre aquello un instante y luego llegó a la conclusión de que, al fin y al cabo, sólo estaba cambiando un hambriento por otro.
—De acuerdo. Saca una hogaza del congelador. Tiene tantas que no la echará de menos.
Y como a Dan no le gustaba comer pan solo, cogió también cuarto de kilo de mantequilla y una caja de cartón en la que su abuela había anotado «Pollo. Sobrante: 7.7.79». Luego metió todo en una bolsa de plástico que halló colgando de un clavo de la puerta y salió a la luz del sol, de vuelta a la maltería.
Encontró al desconocido antes de lo que había imaginado. Estaba sentado en la vieja báscula de la puerta, cabizbajo, medio dormido. La sombra de Dan debió de sorprenderle porque, de repente, se puso en pie, bufando como un gato acorralado. Dan dejó caer su bolsa de plástico y echó a correr.
Pero el muchacho fue tras él.
—Gracias —le dijo, dándole palmadas tras haberle aferrado por un hombro—. Muchas gracias… No…, no pensé que fueses tú.
Al ver su cara gris y su expresión de acoso, Dan sintió que se le sobresaltaba el corazón. ¿Habría tenido Nick aquel aspecto cuando las autoridades del puerto le buscaban en la bodega del barco?
El muchacho le sonrió nervioso.
—No te crearé problemas —le dijo—. Me iré esta noche.
EL CALOR de la cocina, el olor del tocino y la voz de su abuela le hicieron volver poco a poco a la realidad.
—Sería magnífico que los dos os hicierais amigos, Dan —decía la abuela.
—¿Amigos? —preguntó asustado.
—Sí, Henry y tú.
—¿Quién es Henry? —preguntó, todavía ensimismado y demasiado torpe para disimular.
—Me parece que no has escuchado nada de lo que te hemos dicho.
La cosa parecía empeorar por momentos. Su abuela estaba ofendida…, y él no lo podía soportar. Su abuelo dejó caer el periódico y les sonrió a los dos aviesamente.
—Madge, sólo somos un par de vejestorios —dijo—. Cuando yo tenía la edad de Dan, oía lo que me decían como quien oye llover.
Dan se ruborizó, incómodo.
—Lo siento mucho —murmuró.
Como consecuencia, su abuela volvió a la carga. Simon y Nigel, los primos de Dan, habían traído a su casa a un compañero de la escuela para que pasara las vacaciones, y la vida del pobre chico estaba resultando un desastre sin paliativos.
—¿Por qué? —preguntó.
Odiaba a sus primos, y el hecho de que otro los odiara, y fuera un compañero de la escuela, le sorprendía.
—Porque no sabe nadar.
—¿Que no sabe nadar?
Lo entendió de repente. Unas vacaciones en Danestone resultaban insoportables para quien no sabía nadar, porque lo más divertido era lo que se hacía en el río: navegar, ir de excursión y la regata de Rushby. Y además carecía de sentido ir hasta el mar cuando uno no sabía nadar.
—Pero ¿es que ellos no lo sabían?
—Claro que sí —replicó el abuelo desdeñosamente—, pero esos tontos pensaron que no tendría importancia.
—Y ahora —prosiguió la abuela— el pobre chico se queda solo mientras ellos se van a navegar. Y la cosa resulta muy molesta para tu tía Philippa. No le gusta verle rondar por la casa durante todo el día.
Por intrigado que estuviera, Dan juzgó que debería ir con cuidado. Durante toda su vida —eso le parecía— sus padres habían intentado buscarle amigos, chicos enclenques, tímidos, blandos, tan diferentes a Nick como uno pudiera imaginar, y siempre resultaban ser una carga para él. Ahora sus abuelos se habían unido a la búsqueda y tendría que soportar al chico que rechazaban sus odiosos primos.
—Bueno, le conocerás dentro de una hora —dijo su abuelo echando un vistazo al reloj—, vendrán a jugar al tenis. Así que espero que habléis.
—En realidad me parece un chico muy simpático —añadió su abuela poniéndose en pie para limpiar la mesa—. Creo que te gustará.
Dan gruñó para sí. Se dirigió al jardín por la puerta de la cocina. Se sentía acosado y amenazado. Se veía hostigado por todas partes. Le parecía que las vacaciones iban a ir muy mal y que casi todo era por su culpa. Si no hubiera desobedecido a su abuelo, jamás se habría tropezado con el desconocido de la maltería ni sentido nunca su terrible amenaza. Bien, ahora lo estaba pagando. Tendría que pasar la mañana con sus primos, jugar al tenis y hacerse amigo de un chico al que no deseaba conocer.
Al pasar, cogió un puñado de guisantes y se los metió en el bolsillo. Pero ni siquiera el futuro placer de aquellos guisantes dulces y crudos alivió su malhumor. El chico tampoco tendría ganas de conocerle a él. Viniendo de la misma escuela que sus primos sería como ellos: rico, afortunado, burlón. Los tres se reirían de él y le llamarían conejo porque no veía suficientemente para atinar a la pelota. Desconsoladamente vagó por la casa y el césped, llevándose los guisantes a su rama favorita del alto cedro. Al menos, allí arriba se encontraba solo entre las hojas verdiplateadas del árbol y oculto a todas las miradas. Quizás así podría hallar un remedio a todos los males que le acechaban.
Pero no había solución. Y se preguntó cómo podía arreglarlo sin Nick.
Entonces empezó a pensar en todas las cosas que hubiera podido hacer aquella mañana si le hubieran dejado en paz. Habría cruzado el marjal y se habría acercado hasta la playa de Danestone. Luego hubiera vuelto por la aldea para comprar regaliz a la señora Mobbs y hubiera subido al ático de la casa, donde generaciones de sus antepasados habían dejado los trofeos de sus viajes: boomerangs australianos; cajas de mariposas tropicales; los dos incensarios indios de plata labrada con sus pequeños cucuruchos de incienso; extrañas y revueltas colecciones de sellos; cajones con huevos de curiosas aves, protegidos con algodón en rama; el vestido de novia de su abuela y antiguos álbumes de fotos. Le gustaban estos restos del pasado. Pero era un amor secreto y familiar que no podría compartir con aquel extraño que no sabía nadar.
Aún seguía encaramado en al árbol cuando vio a Rose, la criada de su abuela, que salía de la casa y cruzaba por el césped. Quería a Rose, la conocía de toda la vida. Formaba parte de sus vacaciones en Danestone, casi tanto como sus abuelos, el marjal y el río. Todo siempre igual. Cuando pasó bajo el cedro, le hubiera gustado llamarla; pero sabía que se pararía y empezaría a hablar, hablar y hablar de Nick y era incapaz de soportar una conversación sobre su hermano, por amable que fuera con él, a diez metros del suelo y ella allá abajo. Así que la dejó pasar. Ella se detenía a cada paso para oler una rosa o arrancar la cizaña; caminaba sin prisa hacia el cenador para hacer la cama de Dan.
Luego, casi de repente, Simon, Nigel y su amigo, con sus raquetas de tenis, penetraron en el jardín por la puerta principal; sus primos, además, traían el bañador. Llegaban media hora antes de lo fijado y corrieron a la casa y le llamaron a voces. Un minuto más tarde salieron con su abuelo, que llevaba la red de tenis.
—Dan, Dan, insecto —gritó Nigel—. Estamos aquí. Hemos venido a jugar al tenis.
Dan se quedó donde estaba. Había sido idea de ellos, no de él, y que se las arreglaran para poner la red sin su ayuda. Además, antes quería averiguar cómo era el chico que habían traído.
Visto desde arriba, Henry parecía un manchón de pelo castaño rojizo y unos pies grandes. «Parece demasiado mayor para mí», fue su primer pensamiento. Pero luego, cuando le vio volverse hacia el abuelo y, con un cierto aire de sosiego, aliviar al anciano de la carga de la red y decir a sus dos amigos que volvieran y clavaran los dos postes, empezó a pensar que después de todo había algo en él que le atraía. Aunque no supiera nadar, no era un don nadie. Sabía cómo tratar a aquella horrible pareja.
—Dan, Dan —gritó Nigel, manipulando uno de los postes—. ¿En dónde te encuentras? Nos estás haciendo perder el tiempo.
«Bueno, ¿y qué importancia tiene?», pensó Dan mientras sacaba los guisantes del bolsillo, abría una vaina y se comía el contenido.
Vio que su abuelo volvía a la casa para buscarle, y Rose, que ya le había hecho la cama, regresaba por el césped de la pista de tenis.
—Rose, ¿has visto al chisgarabís? —preguntó Nigel al tiempo que introducía el poste en el agujero.
Rose se detuvo en seco.
—¿Qué es lo que dices? —preguntó.
—Sí, a nuestro primo.
—Se llama Daniel —respondió hoscamente.
Simon, que pugnaba con su poste al otro lado de la pista, se echó a reír.
—Rose, sólo le llamamos Daniel cuando nos vale para echarle a la cueva de los leones.
—Pues no le he visto. Y espero que mejoréis vuestros modales antes de encontrarle. Deberíais avergonzaros de vuestra conducta.
Dan la contempló asombrado mientras que ella reanudaba su marcha hacia la casa. Jamás la había visto tan enfurecida.
HENRY se inclinaba sobre la red, tendida en el césped, tratando de alisar el alambre que corría por su parte superior.
—Bueno, supongo que tenemos que hacer algo con ese chico —añadió Simon cuando la red estuvo por fin tensa en su sitio.
Dan se comió otro puñado de guisantes.
—Probablemente se ha escondido —dijo Nigel.
—Entonces tendremos que sacarle de donde esté. Cada uno iremos por un lado. Tú quédate aquí y mira en el jardín, Henry. Y tú vete por el camino de sirga —dijo Simon, volviéndose a su hermano—. Yo me aseguraré de que no está en la maltería.
¡La maltería!
Dan se quedó tan horrorizado que estuvo a punto de caer del árbol.
Mientras sus primos corrían por el huerto hacia la represa, bajó del árbol con tanta prisa que se desolló las manos y se desgarró la camisa y casi cayó en los brazos de Henry, que aguardaba abajo.
—¡Dios mío! —exclamó el chico, riéndose—. ¡Así que estabas allí! Me preguntaba por qué caían de un cedro vainas vacías de guisantes.
Era una acogida amistosa y simpática por parte de Henry. La expresión de su horrible cara también era amable, pero Dan estaba tan asustado que no pudo responderle.
—Estoy aquí —gritó a sus primos—. Dejad de buscarme. Estoy aquí, en la pista de tenis.
El partido de tenis resultó aún peor de lo que había pensado, porque los tres chicos de la Escuela de Granthams habían jugado al tenis durante todo el curso; sin embargo, Dan no había cogido una raqueta desde que Nick y él estuvieron en Danestone en el mes de agosto del año anterior.
—Es una lástima que no te enseñen a jugar en la escuela —observó Simon—, pero tendremos que arreglárnoslas así.
Era él quien tenía que arreglárselas, pensó Dan amargamente, jugando con esos dos presumidos que se burlaban de él…, y teniendo que mostrar a Henry lo malo que era jugando.
—Simon —dijo Nigel—, tú eres el mejor de los tres. ¿Por qué no coges entonces a Dan de compañero? Así se equilibrará el partido.
Henry le sonrió fugazmente como si le estuviera diciendo que sólo era un juego, que no importaba. Y Dan, sorprendido, le devolvió la sonrisa y vio el brillo de los ojos de Henry bajo el pelo revuelto. Tenía la nariz torcida, como la de alguien que ha participado en una pelea, y por los zapatos de lona le asomaban los dedos de los pies. Parecía sorprendentemente modesto para ser alguien que procedía de Granthams. Entonces, aquel chico se fue con Nigel al otro extremo de la pista. Dan se quedó allí, aferrando la raqueta de segunda mano que le había comprado su abuela y rezando para no estropear el juego en vez de servir de alguna ayuda.
El servicio de Henry le llegó con mucha suavidad. Devolvió la pelota con fuerza; pero, como no estaba familiarizado con aquella raqueta, la pelota pegó en la madera y salió rebotada hacia el jardín rocoso.
—Mala suerte —gritó Henry.
—Una suerte magnífica, querrás decir —replicó Simon, riéndose—. El año pasado ni siquiera era capaz de alcanzar la pelota.
Nigel coreó las risas.
Dan advirtió que se le empañaban las gafas. Se mordió un labio. Aquel horrible partido no duraría siempre. Todo era cuestión de aguantar…, de mostrarles que no le importaba. Cuando acabara, se llevaría a ese chico al marjal…, le enseñaría las libélulas. Incluso podrían llevarse una red y tratar de coger barbos. Podían, además…
—¡Despierta! —le gritó su compañero.
Y despertó justo para alcanzar la pelota que venía hacia él y volvió a lanzarla con la madera. Pero la pelota saltó hacia delante por encima de la red y cayó muerta en el terreno de Nigel.
—¡Qué tiro tan malo! —vociferó Nigel malhumorado.
Había corrido hacia delante, pero no consiguió llegar a tiempo.
—¡Pasó por encima! —gritó a guisa de respuesta, sintiéndose bastante satisfecho de sí mismo.
—Eso ha sido muy poco deportivo. Así no es como jugamos en Granthams.
—¡Tontos que somos! —exclamó Henry inesperadamente—. En Wimbledon lo hacen con frecuencia.
—Imaginaos a Dan en Wimbledon —dijo Simon entre risas.
Incluso a Dan le pareció aquello bastante gracioso. Podía imaginarse rebotando en la madera pelotas que acabarían en la cara del árbitro o, peor aún, en el palco real. Sin embargo, aun siendo capaz de sonreír, el juego resultaba muy aburrido. Era tan inconcebiblemente malo, perdiendo más pelotas de las que alcanzaba, que su compañero se veía obligado a correr por todo el terreno, aceptando los tiros que, en justicia, hubieran debido corresponderle a él. Bueno, que lo hiciera. Así tenía tiempo para escuchar el sonido que hacía la pelota contra las cuerdas tensadas, el lejano cacareo de las gallinas y el suave arrullo de las palomas posadas en los árboles. A través del huerto echó una mirada hacia la lejana maltería que asomaba entre los sauces. Le preocupaba que el salvaje muchacho de la madrugada estuviera en alguna ventana contemplando el estúpido partido de los cuatro. Se preguntó si para entonces habrían desaparecido la hogaza, la mantequilla y los restos del pollo.
El aire silbó junto a su mejilla.
—Por Dios, Dan —bramó su compañero—, si quieres jugar al tenis, trata de tener la cabeza puesta en el juego. ¿No has aprendido a concentrarte?
—Claro que he aprendido —murmuró.
Sabía que no era ningún tonto. Había obtenido una de las mejores notas en el último examen de matemáticas y había conseguido recitar completa la poesía «Horacio en el puente», sin olvidar una palabra.
—En la escuela de Dan no les enseñan nada —observó Nigel a Henry—. No les enseñan griego; ni siquiera latín.
—¿Y qué demonios hacéis? —preguntó Simon, olvidándose por un momento del tenis para sumarse a las burlas.
—Hacen cestos —dijo burlón Nigel.
—No, no los hacemos —estalló Dan irritado.
Le gustaba su escuela y no podía soportar que fuera motivo de risas.
—Allí aprendemos un montón de cosas que vosotros no aprendéis.
—Como hacer punto y dulces —rió Nigel.
Dan estaba indignado. Odiaba a sus primos. Anhelaba que la tierra se abriese y se los tragase. O mejor aún que él, Daniel Hassal fuera capaz de fulminarlos y desintegrarlos con un rayo.
—Venga, dinos qué haces —le acució Simon.
Desesperadamente —sin pensarlo— trató de defender todo lo que amaba: su escuela, sus padres, Nick. Abrió la boca y profirió la increíble palabra «chino».
—Sí —repitió—. Eso es. Aprendemos chino.
—¿Chino? —exclamaron los tres muchachos.
Ahora todos se quedaron inmóviles en la pista de tenis, profundamente sorprendidos. Dan se sintió mareado de pánico. ¿De dónde podía haber salido aquella palabra? Luego miró a los tres chicos y sintió que el miedo le hacía perder el aliento. ¿Qué tendría que hacer ahora? Decidió atenerse a lo que había dicho. Era la única solución.
—Hay unos mil millones de chinos —farfulló mientras escarbaba en su mente para recordar todo lo que sabía de China—, y son un pueblo muy antiguo y muy inteligente. Mi padre dice que pronto serán más importantes que los rusos…, así que parece indicado aprender su lenguaje. Mucho más indicado que aprender idiomas que nadie habla.
—¡Chino! —exclamó Henry de nuevo—. ¡Dios mío!
—Yo…, yo todavía estoy empezando —reconoció prudentemente Dan—; aprenderemos más en el bachillerato.
—No creo que me gustara aprender chino —dijo Nigel, desechando la materia con desdén—. Me parece que eso es hacer algo muy poco inglés.
Reanudaron el partido, todos extrañamente humillados; tres, porque las glorias de Granthams parecían haber sido repentinamente eclipsadas; el cuarto porque se hallaba asustado de las dimensiones de su propia mentira. Su padre y su madre odiaban las mentiras. En su ambiente familiar no decir la verdad constituía el peor de los delitos.
—Bien hecho —gritó Henry.
Abstraído como se hallaba, al parecer había alcanzado muy bien la pelota.
—Lo estás haciendo un poco mejor —reconoció Simon de mala gana.
Pero Dan no sintió una sensación de triunfo. Su corazón estaba en otro lado.
¿Por qué sus padres no se lo habían llevado a Suiza? ¿Por qué le habían enviado hasta aquí para verse envuelto en tal embrollo? Había desobedecido a su abuelo, robado a su abuela y ahora había proferido la más estúpida de las mentiras. ¿Cómo podría salir bien librado de todo aquello?
—Bien hecho —gritó Henry de nuevo—. Estás mejorando. Con ese último disparo has ganado el juego.
Dan miró al otro lado de la red a aquel chico simpático que le sonreía y se sintió mal. Cuando Henry se enterara de la mentira que le había contado, le despreciaría para siempre.
—¿De quién es ahora el servicio? —preguntó Nigel.
—Mío —afirmó Simon.
—No —protestó Henry—. Es de Dan.
Entonces, Dan se dio cuenta de que él era el único que no había tenido el servicio.
—Sí, es mío.
La rabia que sentía Dan consigo mismo por la mentira que había dicho le proporcionó valor. En una mano tenía la pelota, lista para su servicio; en la otra empuñaba la raqueta. Y ante él, al otro lado de la red, se hallaba la cara odiosa y sardónica de Nigel. Echó hacia atrás la raqueta, apuntó y luego lanzó la pelota tan derecha y fuerte como le resultó posible.
—¡Cuidado! —gritó Henry.
—¡Dios mío! —exclamó Simon, asombrado—. Pero ¿qué es lo que pretendes?
Porque la pelota, en vez de ir derecha hacia Nigel, saltó por encima del seto de aligustre.
Un segundo más tarde llegó el ruido de unos cristales hechos añicos.
Los cuatro se quedaron inmóviles, atentos a identificar el lugar del desastre.
—Es en el comedor —dijo Nigel.
—No, ha sido en el despacho —aseguró Simon.
Cuando Dan pasó al otro lado del seto de aligustre para descubrir lo sucedido, se topó con su abuelo que salía a grandes zancadas por la puerta principal.
—¿Qué demonios ha sido eso? —estalló.
—Lo siento. Fui yo.
—Pero ¿qué pretendías hacer?
—Lanzar la pelota a Nigel —confesó.
El abuelo pareció entenderlo.
—Pero la pista queda muy lejos —le replicó—. Y en cualquier caso no tenías que servir en esta dirección.
—Lo sé.
—Debes de ser un lanzador muy malo.
—Lo soy.
Y de repente, sin motivo alguno, su abuelo le sonrió de soslayo.
—Espero que la culpa sea de esas gafas que llevas —observó.
Quizá era así, pensó abatido. Cualquier otro muchacho que supiera respetarse habría estrellado la pelota en la cara de Nigel.
—Bueno, no te apures —dijo su abuelo, dándole una palmada en el hombro—. Siempre hay accidentes. Ahora, mientras Rose recoge los cristales del suelo del despacho, tú y yo vamos a medir el cristal. Luego irás a la tienda de la señora Mobbs. Ella hará que el señor Mobbs corte uno nuevo y nos lo ponga después de comer.
CUANDO Dan volvió por fin a la pista de tenis, vio que Henry se había quedado solo y estaba haciendo el pino bajo el cedro.
—¿Dónde están los otros? —le preguntó.
—Han cogido el bañador y se han ido por el camino de sirga —replicó Henry al tiempo que se enderezaba—. Su padre va a traer de Rushby la nueva motora.
—¿Y te han dejado aquí?
—No —se sonrió—; me he quedado yo.
—¿Qué quieres decir?
—He preferido esperarte.
DAN CORRIÓ escaleras arriba para coger su bañador. Al salir, pasó por la cocina para decir a su abuela adonde iban. Fue una cortesía que obtuvo su premio, porque le ofreció dos buñuelos de pasas que acababa de sacar del horno.
—Así calmaréis el apetito —dijo su abuela—. Además, supongo que vendréis tarde a comer.
La amabilidad de su abuela le hizo sentirse incómodo. La vida en Danestone habría resultado fácil y tranquila si no lo hubiera estropeado todo. Y ese chico que le aguardaba podría haber sido un amigo si no le hubiera dicho una mentira tan ridícula. Se reunió con Henry y se sintió preocupado.
—¿Buñuelos? —exclamó alegremente Henry, dejándose caer de una rama del cedro—. ¡Y calientes! ¡Magnífico!
Dan vio su cara horrible y sonriente y las ropas raídas. Se preguntó de nuevo cómo alguien tan agradable podía haberse hecho amigo de sus odiosos primos.
—Oye, ¿verdad que tú no aprendes chino en la escuela? —le preguntó Henry con la boca llena.
Dan sintió que se ponía colorado. Ya estaba. Se encontraba perdido.
—Claro que no —masculló.
Durante un terrible momento, Henry le lanzó una mirada intensa e insondable. Luego, su rostro cobró una expresión divertida.
—¡Qué maravilloso embuste! —dijo, echándose a reír—. Se lo creyeron todo… Yo también, hasta que me di cuenta que estabas muy preocupado.
—¿Preocupado?
—Claro. Si de verdad hubieses estado aprendiendo chino, te habrías mostrado tan engreído que habrías parecido un presumido.
«Gracias a Dios —pensó Dan— que alguien se había dado cuenta de su mentira».
Pero Henry prosiguió. Había obrado muy bien al burlarse de ellos. Los tres se habían comportado muy mal y se lo merecían.
Dan parpadeó ante él con extrañeza. Éste era un giro completamente nuevo en la situación. Además, no podía entender la falta de desprecio por parte de aquel chico. ¿Es que en Granthams no significaba nada que a uno le sorprendieran soltando embustes?
Y de repente se sintió tan aliviado y satisfecho de haberse librado con tanta facilidad de aquel enredo, que sintió ganas de gritar. De saltar. De ir hasta Marte en un globo. Pero, en vez de hacer todo eso, se abrió camino hacia la puerta del muro que daba al sendero cubierto de hierba, gritándole a Henry.
—Vamos. Te enseñaré el marjal y el río.
—Ya sabes que no sé nadar —le dijo Henry alcanzándole.
—Lo sé. Nos chapuzaremos junto a la orilla.
SE HABÍA olvidado de la maltería.
Tras dejar atrás la vieja y conocida lancha de remos que, podrida, se inclinaba varada hacia un lado, casi oculta entre las ortigas, viraron hacia el camino de sirga y llegaron al extremo de la represa. Todas las ventanas bajas y enrejadas de la maltería parecían mirarlos con ojos hostiles. Dan deseaba avivar el paso porque estaba seguro de que aquel muchacho salvaje los estaría observando tras alguna reja; pero Henry se detuvo en el camino, exactamente frente a la puerta abierta, para hacerle observar cómo se reflejaban perfectamente en el agua los muros de ladrillo. La presa estaba tersa. Nada se movía. El silencio del lugar resultaba estremecedor.
—¿No has estado nunca ahí? —preguntó en voz baja—. Parece un sitio fantasmal.
—No —gritó Dan—. No. No. No podemos acercarnos. Está prohibido.
Su voz resonó por todo el marjal y echó a correr.
—¿Qué es lo que sucede? —le preguntó Henry cuando le alcanzó—. ¿Por qué gritabas?
Dan se detuvo cuando ya no podían oírlos desde la maltería y trató de reunir fuerzas. Le explicó que aquel edificio estaba en ruinas y que su abuelo le había hecho prometer que no entraría.
—Dice que deberían haberlo cercado con un muro hace años.
Henry aún parecía extrañado, pero lo dejó pasar. Siguieron caminando juntos; se detenían de vez en cuando para arrancar cañas secas que después lanzaban al agua. Las veían flotar sobre las cabezas de los veloces barbos.
En esta primera hora de su amistad se sentían atraídos el uno hacia el otro, pero ambos se mostraban cautelosos y se mantenían en guardia. Dan pensaba: «Pero ¿cómo es posible que a este chico le agraden mis primos? Tiene que haber algo en él que a mí no me guste y que no he descubierto todavía». Y Henry pensaba: «¿Qué será lo que pasa con esa maltería para que haya chillado como un tren del metro?».
Llegaron entonces al nuevo edificio donde el tío de Dan guardaba la lancha. Interrumpía el camino de sirga de tal manera que quienes caminaban por allí tenían que bordear el edificio para seguir por el sendero.
—Menudo egoísta —había estallado Nick el pasado verano cuando lo vio por primera vez.
—La tierra es suya —le había replicado Dan—, y, además, ¿en qué otro sitio podía haber construido la casa?
—Río abajo, desde luego. No aquí, en una vía pública.
Aquella mañana de sol radiante, la casa, con sus paredes de madera recientemente impregnadas de creosota y su bien recortado techo de cañizo, mostraba un aire casi desdeñoso de riqueza y bienestar, alzándose entre la maraña de sauces, agrimonias y salicarias. Incluso su arrogante olor a desinfectante parecía una afrenta a todo el que amara el marjal.
—Me pregunto cómo será por dentro —dijo Henry dando la vuelta por detrás y golpeando la puerta.
—Está cerrada —dijo Dan—, pero podemos mirar dentro si quieres. Yo te la enseñaré.
Dejó la bolsa del bañador junto a la orilla y afirmó sus pies en la barra que por abajo cerraba la verja de entrada a las embarcaciones, sujetándose con las manos a la tela metálica para no caer al agua.
—Vamos. Es muy fácil.
—¿Está muy hondo por aquí?
—Alrededor de 1,30 metros.
Henry odiaba el agua. La idea de ahogarse le hacía sentir pánico. Pero su sentido común se impuso al miedo. Con esa profundidad, si se caía, el agua no le llegaría a los hombros. No podría ahogarse.
—Voy —dijo.
Escrutaron en el sombrío interior el velero depositado sobre el piso de cemento y luego los remos y los bicheros dispuestos ordenadamente junto a las paredes. Y más tarde, las velas, el mástil y una bella canoa que colgaba de las vigas del techo, todo bañado en la luz que reflejaba el agua desde abajo.
—¿Dónde estará su vieja motora? —se preguntó Dan en voz alta.
—La vendieron para poder pagar la nueva —replicó Henry—. Ha costado mucho dinero. No es extraño que tengan esto bien cerrado.
Dan emitió una carcajada irónica.
—Te apuesto cualquier cosa que, en cuestión de minutos, yo podría robar lo de ahí dentro —dijo, haciendo una mueca.
—¿Cómo?
—Imagínatelo.
Henry miró por encima de su cabeza y vio que las dos hojas de la entrada llegaban hasta la primera viga del techo. Luego miró bajo sus pies y observó que la tela metálica penetraba bajo la superficie del agua.
—Renuncio.
—Bueno, vuelve a la orilla y te lo enseñaré. Nick lo consiguió el año pasado… y… y estoy seguro de que yo también puedo hacerlo ahora.
Cuando los dos volvieron a la orilla, Dan se quitó la ropa y apresuradamente se puso el bañador. Se sintió de repente consciente de su blancura londinense, allí, en pie, ante el mar verde del marjal, y, volviendo la vista atrás, distinguió la maltería a mucho menos de un kilómetro. La chimenea de forma de pagoda parecía una atalaya. Pensó en la posibilidad de que aquel muchacho los estuviera espiando.
—Guárdame las gafas —le dijo entregándoselas.
Entonces se lanzó en plancha a las tranquilas aguas y avanzó andando mientras volvía la vista hacia Henry, sintiéndose animado y feliz. Quería demostrar que podía ser tan listo como Nick y, tras sus estupideces en el tenis, revelar a Henry que en el agua era verdaderamente competente.
—Atento —le gritó.
Se tapó la nariz con los dedos de la mano izquierda y desapareció de repente tras una mata de ranúnculos. La superficie del agua burbujeó intensamente, como si fuera agitada por un seísmo, vibró la verja. Luego, para gran sorpresa de Henry, la cabeza y los hombros de Dan aparecieron sobre la superficie del agua, pero dentro del recinto de la casa.
—¡Dios mío! —exclamó Henry cuando Dan apareció por la rampa de cemento—. ¿Cómo lo has conseguido?
—Hay justamente…, justamente cuarenta y seis centímetros entre el final de la tela metálica y el fondo.
Entonces se acercó a la verja y comenzó a manipular el grueso cerrojo. Tras haberlo descorrido, fue a la casa y, con la ayuda de un fino cable, abrió hacia dentro una de las dos puertas de la verja.
—Era fácil —gritó con acento triunfal.
Abrió la otra puerta de la misma manera y más tarde, con la ayuda del bichero, las empujó para que encajaran de nuevo, corrió el cerrojo y se deslizó otra vez bajo el agua.
—Así consiguió Nick la lancha el año pasado —explicó con orgullo cuando llegó a la orilla al lado de su amigo.
—¿Quieres decir que la sacó de allí?
—Sí, puso en marcha el motor y subimos hasta la esclusa de Barlingham, para bajar de nuevo.
Henry emitió un largo y bajo silbido de admiración.
—¿Y no se enteró nunca tu tío George?
—No —se sonrió Dan—; estaban todos en la regata de Rushby.
—¡Dios mío! —exclamó Henry—. Yo jamás habría tenido valor para hacer una cosa así. Con el mal genio que tiene tu tío…
—Ya lo sé.
Dan sonrió. Le encantaba jactarse de Nick. Y ahora, por fin, había encontrado a alguien con quien hablar de su hermano.
Sin embargo, su alegría se halló un tanto turbada porque vio que la aplastada nariz de Henry se arrugaba en una mueca de repugnancia.
—¡Uf! —bufó—. ¡Cómo huele!
Dan, siguiendo su mirada, se fijó en sí mismo y advirtió que estaba cubierto de barro. Suspiró aliviado. No era nada —le dijo—. Sólo se trataba del fango del fondo. Se metería otra vez en el agua y se lo quitaría. Se volvió a lanzar en plancha y comenzó a nadar tranquilamente, aguas abajo, hacia el río.
—Te ensuciarás otra vez al salir —le gritó Henry.
—No —le respondió, volviéndose para ver a su amigo—, en la orilla del río, en la playa de Danestone, hay arena y gravilla. Si me traes las gafas y la ropa, saldré por allí. Sólo está a menos de cien metros.
Luego, durante un maravilloso minuto, se consagró a flotar como un leño, dándose cuenta de lo feliz que era bajo aquel cielo enorme y radiante, dejando atrás los agujeros de las ratas en las dos orillas y con Henry para poder hablar al final de la excursión.