Capítulo 10
V OY contigo al aeropuerto —insistió Grace por tercera vez aquella mañana—. Y no se hable más. Los mellizos estarán bien con Anna y Gina durante unas horas, y no les hará daño alguno tomar el biberón cada tanto en lugar de a mí. Lo sabes. Lorenzo les echará un ojo también. Ya sabes cómo es, y Donato dice que estará temprano en casa esta tarde. Así que ya ves que tendrán un montón de admiradores que les bailen alrededor.
—¿Estás segura? —preguntó Claire.
Aquella vez era la primera que Grace dejaría a los niños desde que habían nacido. Al principio Grace había sido la típica madre que está mirando constantemente a los niños y que salta apenas se oye un amago de gemido, pero a medida que los bebés iban creciendo y aumentando de peso había empezado a relajarse un poco, sintiéndose más segura.
—Sí —Grace le sonrió, sabiendo lo que estaba pensando—. Finalmente me he convencido de que están aquí y seguirán estando, y eso es debido en parte a ti, y a tu sentido común y tus charlas. Yo... Yo no podría haber compartido mis temores con nadie más que contigo y con Donato, Claire. Sabía que tenía que superarlos sola, pero necesitaba expresarlos también.
—Lo sé —dijo Claire suavemente.
—Solo desearía...
—¿Qué?
—Que no sufras en este proceso —dijo Grace—. Él es un idiota, Claire, un idiota de primera. No sé si pegarle o sentir pena por él por lo que se está perdiendo.
Grace había dicho lo mismo el día anterior, alternando excusas para justificar el comportamiento de Romano con estallidos de enfado contra el mejor amigo de su esposo.
Y aunque Claire sabía que su amiga pretendía con ello relajar su angustia, no había logrado que el domingo pasara más rápidamente.
Pero era lunes, y su vuelo salía del aeropuerto de Nápoles después del almuerzo. Claire se había despedido ya de Donato aquella mañana, antes de marcharse para la oficina, y de Lorenzo antes de que este empezara sus clases con Attilio. La despedida del muchacho había sido triste. Ella se había despedido de su profesor de forma breve y seca, por él más que por ella, pero no obstante él había suspirado aliviado cuando terminaron de despedirse.
—Antonio ha puesto tus maletas en la parte de atrás del coche, así que cuando quieras, nos marcharemos —dijo Grace mientras terminaban su tercera taza de café.
Habían tomado un desayuno largo y suculento. —De acuerdo. Solo quiero despedirme de Benito primero. No me lo perdonaría jamás, si me fuera sin despedirme de él —dijo Claire muy seria, y Grace asintió.
—Por supuesto. Él sabe que te marchas, ya lo sabes. Ha estado muy apenado el último día.
Cuando entró Claire en la habitación, Benito estaba sentado en su percha en el patio del salón de Lorenzo, mirando hacia la puerta cuando ella entró. —Hola, pequeñito. No me quiero ir, ya lo sabes.
Pero no tengo otra opción. Lo comprendes, ¿no, Benito? —Benito, pájaro guapo —contestó el loro—. Claire y Romano y Claire ¿eh? ¿Sabría algo el pájaro?
—Me gustaría que fuera Romano y Claire, Benito.
Pero me parece que esta vez te equivocas.
—Te equivocas, te equivocas... —dijo el pájaro con melancolía.
Claire sonrió. Era un pájaro cómico a veces.
Miró hacia los jardines, más allá del pájaro. Lo echaría de menos a Benito. Echaría de menos a todos. Fuera, todo era color, calidez y luz, lo contrario de lo que ella estaba sintiendo dentro.
—¿Estás lista?
Claire no había oído entrar a Grace. Sonrió con tristeza y se dio la vuelta.
—Sí, casi lista —acarició a Benito por última vez y luego acompañó a Grace y salieron de la habitación. Desde que salieron de Casa Pontina y durante el viaje a Nápoles, Claire se sentía como si se hubiera quedado vacía. Y ese sentimiento siguió mientras despachaba el equipaje.
Le informaron que el vuelo estaba algo retrasado. —Grace, vete, de verdad —le dijo a su amiga—.Ya sabes cómo es esto de las demoras, y yo puedo quedarme sola sin problema. Tengo un libro. No me quedaré tranquila si te entretengo.
—No te preocupes —dijo Grace obstinadamente.
—Grace, te lo digo en serio... —se interrumpió al ver la mirada de sorpresa de su amiga hacia algo que había detrás de Claire.
Romano estaba a unos metros de allí, alto y moreno en todo su esplendor. Llevaba una camisa de seda negra abierta en el cuello y unos vaqueros negros que marcaban su figura.
—¡Romano! —exclamó Grace cuando se recuperó de su sorpresa—. ¿Qué diablos estás haciendo aquí?
—Pensé que era obvio —sonrió él—. Quiero despedirme de Claire.
—Tú quieres... —dijo Grace sin poder creerlo—. No puedo creerlo.
—¿Hay algo raro en una persona que se quiere despedir de otra? —preguntó Romano con una inocencia un poco sospechosa—. Grace, sé que eres la amiga de Claire, y es algo que valoro, pero ella es bastante mayor ya, por si no te has dado cuenta, y hay algo que nos concierne solo a los dos.
El no había ido a pedirle que se quedara, pensó Claire con tristeza. Así que la otra única razón por la que podía estar allí era para despedirse, como había dicho a Grace.
—¿Algo que solo os concierne a los dos? —preguntó Grace—. Lo siento, Romano, pero yo no lo veo así.
—Entonces es una pena por ti, no por mí. Porque estés de acuerdo o no, voy a hablar con Claire, y a solas.
Claire miró a Grace, y le puso una mano en el brazo.
—Está bien, Grace, de verdad. Yo... hablaré con él. —Por supuesto —dijo Grace—. ¿Quieres... que me marche?
—Creo que es mejor. Te llamaré en cuanto llegue a casa —le dijo Claire—. Los niños te están esperando, y no debes estar demasiado lejos de ellos.
—De acuerdo.
Se abrazaron un largo rato. Los ojos de Grace estaban húmedos cuando se separaron.
—¡No te atrevas! ¡No te atrevas a disgustarla nuevamente! —dijo Grace antes de marcharse.
—Creo que Grace se ha dejado llevar por su instinto maternal ——lijo él cuando Grace se alejó.
Ella dejó de observar marcharse a Grace y lo miró.
Él estaba nervioso, ella lo notó. Era extraño, tan sorprendente que ella dejó que le tomara el brazo y la llevara a un rincón tranquilo, alejado del ruido. Se sentaron en unos asientos.
—¿Quieres un café? —preguntó él.
Ella agitó la cabeza.
—No, quizás sea mejor decirme simplemente a qué has venido y luego marcharte —dijo ella.
—Claire... —él se interrumpió, luego se sentó en el asiento de al lado de ella. Le tomó las manos y la miró desesperado—. No tendría que estar aquí, o tal vez sí. Lo único que sé es que no podía dejarte marchar de Italia, de mi vida, sin decirte la verdad. No sé si eso lo hará más fácil o más difícil. En este momento no sé nada, pero... Tengo que explicarte.
—¿El qué?
—Tú crees que yo amaba a Bianca, y que todavía la amo, ¿no? Tú crees que fuimos la pareja perfecta, que era... ¿Cómo lo dices en inglés? Que era un camino de rosas.
—Sí —ella se sentía casi entumecida, como si se encontrase muy herida.
—Claire, mi matrimonio fue la pesadilla mayor del mundo. Fue un tormento que duró infinitamente — dijo él con amargura—. Hubo momentos en que pensé que me iba a volver loco. No comprendía por qué a la gente le iban bien las cosas y a mí tan mal.
—¿Romano? No comprendo.
—Yo no lo comprendí jamás —agitó la cabeza antes de respirar profundamente y soltar las manos de ella. Se giró en el asiento y miró hacia el suelo—. Pero tal vez sea mejor que empiece por el principio. Ya te he contado cómo fue mi infancia, la relación con la familia de Donato. Cómo se convirtió en la mía. Donato y yo éramos un poco traviesos, un poco alocados, como es la juventud, y realmente nos divertimos.
Romano hablaba con un tono monótono y apagado que casi era peor que la amargura de antes.
—Bianca era la hermana pequeña de Donato. No era más que eso. Y cuando llegó a los quince años, a los dieciséis años, me empecé a dar cuenta de que aquel amor un poco infantil que ella siempre había sentido por mí, era algo más importante, más fuerte. Ella... solía manipular las cosas, y solía manipular a la gente. Era una especie de enfermedad, aunque yo no me di cuenta de ello entonces. Y ella quería conseguirme. Era así de simple. Intenté decírselo, lo más amablemente posible, que lo que yo sentía por ella no era nada de naturaleza romántica, y cuando vi que eso no funcionaba me alejé de Casa Pontina durante un tiempo. Pensé que el tiempo le daría la oportunidad de ver las cosas desde una perspectiva diferente, incluso que podría conocer a otra persona.
—¿Y eso no sirvió tampoco? —preguntó Claire débilmente.
—No. Empezó a estar en todos los sitios en los que estaba yo, luego tomó la costumbre de pasar por mi casa, dos, tres veces a la semana.
—¿Se lo dijiste a Donato?
—Lo intenté, pero él no lo comprendió. ¡Maldita sea! ¡Era yo quien no comprendía! Y luego enfermó el padre de Donato, y él empezó a estar muy ocupado, haciéndose cargo de los negocios, y de Casa Pontina. No podía preocuparlo con más cosas —dijo Romano.
Ella quería tocarlo, tocar ese perfil duro con la palma de la mano, aliviarle la pena. Pero el saber que él no la amaba, que al final de aquello aún pensaba despedirse de ella, retuvo su mano.
—¿Y entonces?
—Y entonces una noche que yo llegué tarde a casa, me encontré con una ventana rota y a Bianca en mi cama. Había tomado una sobredosis. Y yo pensé que si ella me amaba de ese modo, yo le debía al resto de la familia y a Donato hacerla feliz. Yo no estaba enamorado de ninguna otra persona, así que no era ningún sacrificio para mí. Y ella había sido parte de mi vida durante mucho tiempo. Yo no quería que terminase en tragedia.
—¿Lo sabía Donato? ¿Lo de la sobredosis? —le preguntó Claire suavemente, intentando imaginar cómo se debería haber sentido.
—No, aún no lo sabe —dijo Romano—. La llevé a su casa aquella noche y anunciamos nuestro compromiso. Y nos casamos seis meses más tarde, cuando Bianca tenía diecisiete años. Al mes de haberme casado con ella me di cuenta de que había cometido un grave error. Lo que creí que era amor de su parte, no fue más que una obsesión, una enfermedad. Las cosas que pasaron... —agitó la cabeza lentamente—. Es mejor que no te preocupe contándotelo.
Romano siguió hablando:
—Y luego ella descubrió que para tener un hijo necesitaba una operación —miró a Claire—. Y entonces la enfermedad se apoderó de ella por completo. Tenía miedo a la operación, y dirigía sus temores, su odio y resentimiento a cualquier mujer joven que estuviera en edad de tener hijos. La vida se transformó en un infierno para nosotros.
—Pero Grace debe de haber formado parte de la familia para entonces, ¿no? —preguntó Claire no muy segura—. Bianca no habrá...
—Todo lo que tú te puedas imaginar y más. Por supuesto que yo no lo supe en aquel momento. Bianca era muy astuta, y Grace no dijo nada por el bien de la armonía familiar, pero Bianca fue el motivo de la separación de Donato y Grace después de la muerte de Paolo, con un montón de mentiras que continuaron hasta el momento de su muerte.
—¡Oh, Romano...! —Claire lo tocó con tímidos dedos; él los miró y luego siguió hablando:
—Después de su muerte me enteré de que había tenido diversas aventuras. Yo lo sospeché cuando todavía vivía, pero era muy lista y nunca pude conseguir una prueba. Su obsesión por mí se había transformado en odio desde hacía tiempo, sobre todo desde que yo quise que buscase ayuda médica para su inestabilidad. Su médico pensó que su estado podría ser algo hereditario, pero como ella era adoptada, no podía probarse de ningún modo.
Claire no podía creer lo que estaba oyendo. Romano era un hombre torturado; ella nunca lo había visto tan claro. Ella quería tomarlo en sus brazos, llenarle la cara de besos, decirle que todo iría bien, que se quedara tranquilo, que ella haría lo posible por aliviar su dolor. Pero no se atrevió a hacerlo.
Ella se quedó sentada quieta, con la mano en el brazo de Romano.
—Se mató en un accidente cuando su coche se salió de la calzada, porque estaba conduciendo a gran velocidad, huyendo de una situación que ella misma había creado. Había planeado un enfrentamiento con Grace que había acabado muy mal, al menos para Bianca. Donato había aparecido y la había oído admitir que ella había planeado romper el matrimonio de Grace y Donato. Yo siempre he estado muy agradecido a Benito de que hubiera enviado a Donato allí. Bianca podía ser muy violenta físicamente por momentos, y quién sabe qué podría haber hecho aquel día en su estado de rabia y furia.
—¿Benito? —preguntó ella débilmente. Sabía que Grace quería mucho al loro, y ahora comprendía por qué.
—Sí, Benito. Él escuchó una llamada telefónica y la repitió, de modo que Donato supiera dónde estaba Grace y que pasaba algo malo —dijo Romano.
—Comprendo —dijo Claire, algo aturdida por la información que estaba recibiendo.
El no había amado a Bianca...
—Yo no quiero un compromiso afectivo, Claire. Cuando Bianca murió... fue peor que cuando estaba viva. Yo sentí tanta culpa, por pensar que era mejor que se hubiera ido... Ella era joven, tenía toda la vida por delante, pero la sensación de alivio de que se hubiera terminado el horror fue tan intensa, que me despertaba por las noches sudado, sintiendo que mi propia salud mental estaba en peligro.
—Pero ella estaba enferma, Romano, tú lo has dicho.
—Y yo era su esposo, y era responsable de ella. Durante meses, y años, desde el momento de casarnos, no hice más que ver el futuro como un corredor oscuro e interminable que se abría ante mí. Me hacía sentir que la soledad y rechazo que había vivido de niño era un paraíso comparado con él. Pero yo era su marido, y había prometido cuidarla en la enfermedad y en la salud ante Dios y los hombres. No había escapatoria.
—Pero... eso era diferente. Con Bianca era distinto. Tú no vas a volver a pasar por lo mismo. Cuando encuentres a alguien a quien puedas amar...
—He conocido a alguien a quien amar, Claire —le dijo suavemente—. Te he amado desde el momento en que te conocí en el aeropuerto, con tu cara mirando hacia la luz del sol, y tu pelo encendido... ¡Oh! Me resistí a admitirlo, por supuesto. El amor es una ilusión, ¿lo recuerdas? Pero te he amado todo este tiempo, y luego tú me dijiste que me amabas, tan valientemente... Quería creer que lo que había entre nosotros era solo una atracción física, algo que había sentido por otras mujeres y que una vez satisfecho, había dejado de tener importancia. Pero cuando me has confesado tu amor, me has hecho enfrentarme a lo que había estado escapando durante meses. Te amo.
—Romano... Romano, podemos hacer que funcione...
Él la interrumpió poniéndose de pie.
—No... no, no podemos, Claire. Soy un cobarde, ¿lo comprendes? Si me miras ves a un hombre grande y fuere, ¿verdad? ¿Alguien que es valiente y que es capaz de luchar contra sus fantasmas? Pero las últimas dos semanas me han hecho ver que soy un cobarde. Te amo, pero no puedo asumir la responsabilidad de otro ser humano nuevamente.
—No tendrías que hacerlo —dijo ella desesperadamente, poniéndose de pie también y sujetándole el brazo, por miedo a que él se marchase antes de que ella le hiciera comprender—. No es así. Te amo y tú me amas. Todo se solucionará...
—No —él agitó la cabeza—. No puedo meterte en el infierno de mi vida, Claire—. Yo no te he mentido cuando te he dicho que el amor no existía. Hasta que te he conocido lo he sentido así. Nunca lo había experimentado, ya ves. Ni con mis padres, ni con mi esposa...
—Pero Donato y Grace... ellos te aman. Y Lorenzo...
—Eso es diferente. Ellos no me conocen realmente. No conocen al Romano que está dentro de mí, que no es todo lo que debería ser. Ellos ven lo que yo les muestro de mí.
—No, no es así. Te equivocas. Todos tenemos miedos secretos e inseguridades, cosas que nos despiertan por las noches, fracasos que nos siguen el rastro. Es por eso que es tan importante tener a alguien que nos quiera, a pesar de nosotros mismos. Tu infancia, la época tan terrible que viviste con Bianca... Por supuesto que van a afectarte...
—Pero quiero que tú tengas a alguien que sea fuerte —dijo él—. Tú te mereces lo mejor.
—Tú eres fuerte, ¿no te das cuenta de que eres fuerte? —dijo ella—. Todo lo que has vivido te ha dado una clarividencia, una profundidad y comprensión que no todo el mundo tiene. Oh... —lo miró—. ¡Deja de ser tan...! ¡Italiano! Te amo... Te amo. ¿No vale nada eso? —ella se echó en sus brazos, con lágrimas en los ojos, sin importarle otra cosa que hacerle comprender—. No tienes que actuar como si fueras un hombre muy macho todo el tiempo.
Él dudó un momento, luego la estrechó en sus brazos. Ella pensó que iba a romper sus huesos con aquel abrazo. Por un momento pensó que todo iba a ir bien, pero luego él la apartó y dijo.
—Te amo demasiado para permitir que hagas esto.
Un día comprenderás que es para bien. Tú quieres a alguien joven que no tenga un pasado oscuro como tengo yo. Yo soy viejo, muy viejo mentalmente.
—No digas eso —ella se acercó a él. Pero él la mantuvo a distancia—. ¿Qué me dices de Attilio? Él es joven, fresco... Y sin embargo no querías que estuviera con él.
—No digo que yo pudiera aguantar ser testigo de ello. Si viera que te toca otro hombre, que te abraza... —agitó la cabeza—. Será mejor que no lo piense...
—Romano, te amo. No puedo aguantar esto.
—Escúchame... Escucha —él la sacudió suavemente y la miró a los ojos—. Un día conocerás a alguien. Eres joven, tienes toda la vida por delante — ella quiso interrumpirlo, pero él siguió—: No, escúchame, Claire. Conocerás a alguien, te enamorarás de él, te casarás y harás todas esas cosas que deseas. Yo no quiero... No quiero que te marches pensando que ha sido por ti, ni que nada de lo que te haya dicho ese tal Jeff te ronde la cabeza. Eres bella, increíblemente bella. No sé si puede haber otra persona tan bella por dentro y por fuera.
—Pero no soy tan hermosa como para hacerte cambiar de opinión —dijo ella llorando—. Eso es lo que estás diciendo, ¿verdad?
—Mi corazón siempre será tuyo, Claire, siempre. Yo nunca me volveré a casar...
—¡Basta! —ella se apartó de él—. ¿Crees que así será más fácil? Estás equivocado —dijo ella enfadada—. No quiero solo tu corazón, te quiero entero, todos los días. Quiero verte por la mañana cuando me despierte, quiero estar contigo por las noches, hacer el amor contigo, comer contigo, reír contigo, tener... tener hijos... —ella no pudo seguir debido a sus sollozos.
—Adiós, Claire —le dijo él con voz sensual y entrecortada.
—¿Romano? —ella se quedó allí, desesperada.
Su corazón se retorcía de dolor. Casi no podía respirar viéndolo partir y alejarse de su vida.