Capítulo 7

CÓMO podía haber dicho aquello? Era un pensamiento que no se le había ido de la cabeza desde la noche en que habían nacido los mellizos. Pero se hacía más fuerte cuando estaba Romano.

Cuando había salido del aseo de damas, después de unos veinte minutos, con la cara lavada y el pelo peinado, Romano la estaba esperando al otro lado del corredor, apoyado en la pared blanca.

No sabía qué esperar de él: recriminación, furia, desprecio, rabia. Pero él no había expresado ninguna de ellas.

—¿Vamos? —le preguntó él—. He llamado por teléfono a Lorenzo y le dado las buenas noticias, para que pudiera irse a dormir. Me pareció lo justo.

—Sí, por supuesto —contestó ella con voz firme. algo que le extrañó a sí misma.

Volvieron a Casa Pontina sin decir nada. Cada vez que ella iba a decir algo, se arrepentía. No debía de haber dicho todo aquello en aquellas circunstancias, con Grace, Donato, los niños y todo eso. Pero no podía disculparse tampoco. Quería hacerlo, sobre todo ahora que se le había pasado la rabia y que recordaba lo que él había dicho de su infancia. Su corazón se retorcía de dolor, pero algo en su interior no la dejaba hacerlo.

Y entonces, cuando llegaron a la casa ella dijo:

—Gracias... Buenas noches.

Él contestó rígidamente antes de cerrar la puerta de un portazo cuando ella se bajó.

Al día siguiente la llamó muy temprano por la mañana, cuando el servicio, excepto las criadas, aún no se había levantado.

Gina llamó a su puerta y se disculpó por despertarla. Claire se despertó del sueño profundo, puesto que no se había dormido hasta el amanecer.

—Es el señor Bellini —la criada le indicó el teléfono que tenía al lado de la cama—. Quiere hablar con usted, signorina.

—¿Sí? Soy Claire—dijo medio dormida.

—Perdona que te llame tan temprano, pero creo que no podemos dejar las cosas como están. Grace volverá a casa mañana con los niños y no quiero que se disguste por nada —le dijo él—. Me gustaría que fuéramos a cenar esta noche, para aclarar las cosas.

—Creo que no es necesario, Romano —dijo ella—. No tengo ninguna intención de disgustar a Grace. Si tú no dices nada, no hay problema.

¿Cómo se atrevía a insinuar que ella disgustaría a Grace en un momento en que su amiga estaba tan vulnerable?

Y además, ¿no le importaba que ella estuviera disgustada?

—Lo que pasó anoche es algo entre tú y yo. Estoy segura de que podemos comportarnos normalmente por el bien de Grace y los niños —agregó ella fríamente.

—¿O sea que te niegas a cenar conmigo? —le dijo él.

—Como te he dicho, no es necesario. Grace y los niños es lo primero para mí. Así que puedes quedarte tranquilo, que no hay nada que aclarar. Buenos días.

Ella había colgado el teléfono, y se había puesto a llorar, algo que había hecho a menudo en aquellos días, reflexionó Claire, intentando ignorar la imagen de los dos hombres jugando al fútbol con Lorenzo en el jardín, al lado de la piscina.

Grace y ella estaban sentadas debajo de un árbol a cierta distancia. Los dos bebés estaban dormidos en sus cochecitos entre medio de las dos.

Claire tomó la mano de Grace y le dijo:

—Estarán bien. No tienes que estar mirándolos todo el tiempo para estar segura de que están bien.

—Lo sé —Grace sonrió—. Lo sé. Es que son tan perfectos y los quiero tanto. Lorenzo es encantador con ellos, ¿no crees? Creo que está fascinado también.

—Igual que Benito —Claire agitó la cabeza, y luego siguió—: Si no lo hubiera visto con mis propios ojos, jamás habría imaginado que un loro podía enamorarse, pero está casi enamorado de los niños. Está hecho un flan con ellos.

—Es más que un simple pájaro —dijo Grace—. Si no hubiera sido por él...

—¿Qué? —Claire se inclinó hacia adelante cuando Grace dejó de hablar—. ¿Qué ibas a decir?

—Si no hubiera sido por Benito, no sé si Donato y yo hubiéramos vuelto a estar juntos nuevamente — dijo Grace lentamente—. Nos metimos en semejante maraña, y Benito nos ayudó a salir. Donato se ríe de mí, pero sé que Benito puede pensar y razonar. Es más inteligente que mucha gente que conozco.

—Y más conversador —dijo Claire.

El loro había tomado la costumbre de repetir los nombres de Claire y Romano juntos siempre que tenía oportunidad y aunque Grace y Donato se reían, diciéndole que era por los niños, ella no lo creía así. Lo había hecho muchas veces antes de nacer los niños, y siempre seguido de un «Mmmmmmm», que daba tanto que pensar. Era como si el pájaro conociera los secretos deseos de su corazón, y eso la ponía incómoda. Al igual que sus secretos deseos.

Para ella aquellas semanas habían sido una tortura, reflexionó Claire.

Después del furor de la noche en el hospital, ella había pensado que Romano continuaría haciendo escasas visitas a Casa Pontina, a las mínimas posibles para que Grace y Donato no sospecharan que pasaba algo. Pero en cambio Romano empezó a ir con más frecuencia. Lo que debía de haber sido lo normal para él.

Mayo, con su cielos azules y sol radiante, era un mes ideal para hacer barbacoas y comidas al aire libre, se dijo ella. Era normal que Romano quisiera pasar un rato con sus amigos en lugar de estar solo en su casa.

Aquello no hacía nada por mermar el amor que ella sentía hacia él, que seguía creciendo a pesar de sus esfuerzos por que ocurriese lo contrario. Siempre estaba alerta a la presencia de aquel hombre alto y moreno. Como en aquel momento. Ella se dio la vuelta y miró hacia donde estaban los hombres, descansando junto a la piscina. Y aun a esa distancia, aquel cuerpo masculino hacía que ella tensara los músculos.

Ella deseó que él no fuera tan atractivo, que tuviera algo que combatiera aquella abrumadora atracción que sentía hacia él, tanto física como mental. Y ese era otro problema. Cuanto más lo veía con la familia, sobre todo con Lorenzo, con quien tenía una relación muy tierna, más lo amaba. No era justo. Pero Grace necesitaba que ella siguiera estando allí, así que se sentía atrapada, como una pequeña mosca atrapada en una telaraña de una enorme araña negra.

Ella se dio cuenta de que los hombres se habían puesto de pie. Lorenzo se tiró a la piscina. Donato y Romano caminaron por el parque hacia donde estaban ellas.

—El sol está muy fuerte —dijo Romano, ocultando sus ojos detrás de unas gafas de sol.

Ella no estaba segura de si le hablaba a ella o no. Pero entonces él se agachó a su lado y la miró. Todavía tenía el pelo húmedo de haber estado nadando en la piscina unos minutos antes.

—Haces bien en proteger esa piel inglesa tan clara.

—No es tan blanca —protestó ella enseguida—. No soy una rubia de ojos azules exactamente, ¿no te parece?

—Bueno, tienes ojos marrones y la piel suave de una nerviosa pequeña yegua.

—No estoy de acuerdo en lo de «nerviosa» —dijo ella.

Le molestó que dejara claro que no era una mujer voluptuosa y sensual de las que parecían florecer como setas en aquella época cercana al verano. Ella era consciente de que aquellos cuerpos bronceados cubiertos de mínimos bikinis no tenían nada que ver con el suyo. La mayoría de las chicas eran deslumbrantes, vestidas o no, parecían seguras de sí mismas, y eso era algo que ella no había podido recuperar después del accidente: la confianza en sí misma.

—Eres valiente entonces, ¿no? Fiera como un tigre, ¿verdad? —preguntó él, ocultando su expresión bajo las gafas de sol.

Ella dudó un momento.

—No sé si fiera. Pero no soy nerviosa ni asustadiza, si eso es lo que quieres decir.

—En absoluto —murmuró él—. No sería muy amable de mi parte, ¿no crees?

—Bueno, supongo que eso te importaría mucho, si eso fuera lo que estás pensando —le contestó ella sinceramente. Luego se arrepintió.

—¡Oh! Se me había olvidado que aun las pequeñas yeguas pueden dar coces si las provocan —dijo él.

Pero se estaba riendo, de aquel modo tan sensual que a ella le estremecía el corazón y que la hacía sentir ganas de correr a sus brazos y cubrir su rostro con besos. Lo que no habría sido apropiado.

—Ven a darte un baño —le dijo él.

Ella se dio cuenta de que la conversación que acababan de mantener transformaba aquella invitación en un desafío.

—El agua está caliente —agregó Romano.

—Romano, el agua está helada —lo interrumpió Grace, riendo—. Me he bañado antes, y el agua estaba realmente fría.

—Ya ves... Todos se han bañado menos tú, pequeña yegua —él se quitó las gafas de sol, y guiñó los ojos al recibir la luz del sol—. Donato y Grace pueden cuidar a sus hijos durante dos minutos mientras te refrescas un poco.

Aquella expresión de «refrescarse» parecía indicar que él se había dado cuenta de cuál era la situación suya, el calor que sentía por dentro. Tenía razón, pero ella no iba a admitirlo delante de él.

—Claro que pueden cuidarlos. Pero yo no estoy vestida para bañarme —señaló su camiseta sin mangas y su falda de algodón larga—. Además, tenemos que comer algo pronto. Estoy muerta de hambre. ¿Quieres que vaya y le diga a Gina y a Anna que traigan la comida? —le preguntó a Grace, poniéndose de pie mientras hablaba.

—Iré contigo. Hay un par de botellas de Rubino di Piave en el sótano que irán muy bien con el pollo y los filetes —dijo Grace—. Los iremos a buscar mientras los hombres empiezan a preparar la barbacoa, ¿de acuerdo, Donato?

—No hay problema.

Ojalá no hubiera habido ningún problema, pensó Claire mientras caminaba hacia la casa junto a Grace. El aire estaba perfumado y dulce. Y aquella compañía de amigos y seres entrañables la hacían sentir más sensible a todo lo que ocurría a su alrededor.

Todo indicaba que Romano jamás sentiría algo por ella. Lo sabía. Él era un hombre de mundo: rico, inteligente, cínico, además de guapo y poderoso y de tener un algo que lo hacía irresistible a las mujeres. Lo debían ver como el más preciado soltero, y como si eso fuera poco, había estado casado con una de las mujeres más bellas del mundo, a quien había adorado y a quien, al parecer, todavía no había olvidado. Y ella, en cambio, no era bella.

¿Por qué la había deseado él aquella noche? Lamentablemente debía de haber sido por una sola cosa: porque la tenía a mano. No podía mentirse a sí misma. Todo lo que él había dicho había dejado claro que aquello habría sido una relación de una noche, algo placentero pero sin huella, para él. ¿Y para ella? La habría destruido. Ella no habría podido entregarse a él y haberse marchado como él hubiera esperado.

Ella no podría haber hecho aquello.

Él la había visto como una diversión placentera y ella lo había visto a él como al hombre que amaría el resto de su vida. No había punto de encuentro en aquello.

La barbacoa y la tarde pasaron como otras, agradablemente, con amenas conversaciones y momentos relajados. Había sido un sábado en compañía de buenos amigos. Pero más tarde esa noche, mientras los adultos tomaban café en el salón, con las ventanas abiertas al atardecer, Claire supo que no podía permanecer más tiempo en la habitación, porque de lo contrario hubiera podido gritar de desesperación.

—Se está haciendo tarde —ella se puso de pie lentamente e hizo señas a los jardines fuera—. Creo que Lorenzo está todavía en la piscina. Iré a buscarlo, ¿de acuerdo.

—Irán Gina o Anna —dijo Grace enseguida.

—No, iré yo. Lo prefiero. Estoy empezando a tener dolor de cabeza, y me vendrá bien salir al aire fresco —dijo Claire, y sonrió con una sonrisa despersonalizada que había estado practicando en las últimas semanas, para controlarse frente a Romano—. Terminad el café. No tardaré.

Cuando estuvo fuera, se quedó de pie un momento, con los ojos cerrados, oyendo el canto de los pájaros. El aire estaba cálido todavía, pero no estaba tan caluroso como durante el día. Era como una caricia.

A pesar de Grace, tendría que marcharse de allí. Sentía una gran pena en su corazón que la acompañaba todo el tiempo.

Grace se estaba arreglando muy bien con los bebés, y afortunadamente Gina y Anna la ayudaban mucho. Sabía que su amiga había agradecido su presencia durante los últimos días de embarazo y las primeras semanas después del nacimiento de los niños, cuando se había sentido tan vulnerable emocionalmente. Pero veía que volvía a ser la misma Grace de antes, una mujer feliz y contenta con su vida.

Empezó a caminar hacia la piscina. Sí, se marcharía pronto. Quizás la semana siguiente, incluso.

—¡Socorro! Por favor...

Cuando oyó el grito, se quedó helada. Pero enseguida reaccionó y corrió por el jardín gritando:

—Lorenzo, ¿Lorenzo? Voy... Espera.... Espera...

No sabía cuánto tiempo llevaba Lorenzo luchando en el agua, pero se dio cuenta enseguida de que tenía un calambre. Tenía cara de dolor y se movía alocadamente en el agua.

Ella corrió hacia él. Vio que todavía se estaba moviendo en el agua, pero que no estaba en el fondo del todo. Claire se zambulló allí mismo, y lo sujetó por el pecho con un brazo, subiendo con él a la superficie.

Salieron faltos de aire y tosiendo. El pánico de Lorenzo, y la falda larga de Claire, que le envolvía las piernas, hacían imposible mantenerse a flote. Y volvieron a hundirse en el agua, con desesperados movimientos de piernas, mientras Lorenzo la arrastraba con él hacia abajo.

Sin pensarlo, Claire se soltó de Lorenzo, y abrió la cremallera de la falda porque no le permitía moverse fácilmente. Una vez que se sintió libre de su constricción, volvió a sujetar a Lorenzo y lo arrastró a la superficie con dificultad.

—Relájate, relájate... Escúchame, vas a ahogarnos a los dos...

No sabía si Lorenzo podía oírla mientras se retorcía en sus brazos. De pronto él se sujetó del cuello de ella fuertemente, prácticamente estrangulándola. Y volvieron a hundirse por tercera vez. Y ella empezó a asustarse tanto como él.

Cuando Lorenzo soltó su cuello, ella se sintió aliviada, pero luego, cuando sintió que alguien la arrastraba de los pelos hacia la superficie, pataleó de dolor.

—¿Claire? ¿Estás bien? —preguntó Romano, que acababa de tirarse a la piscina.

Ella respiró profundamente. Le faltaba el aire. Asintió y le dijo a Romano:

—Estoy bien... Sigue.

Romano la soltó y se concentró en Lorenzo, que estaba terriblemente quieto.

Cuando Romano llegó al borde de la piscina, Grace y Donato ya estaban allí para ayudarlo a sacar a Lorenzo. Donato dio vuelta a su hermano y le practicó la respiración artificial, lo que provocó inmediatamente la reacción esperada en Lorenzo, que tosió. Romano fue por el agua hasta donde estaba Claire.

Ella todavía estaba intentando respirar.

—Estoy bien. No te preocupes —balbuceó Claire.

Pero él no le hizo caso y le dio la vuelta y la sujetó en sus brazos.

—Claire... ¡Oh, Claire! —exclamó Grace, casi histérica—. No te hemos oído. Donato y yo no te hemos oído, pero de pronto Romano se levantó y salió corriendo de la silla como una bala. ¡Oh, te podrías haber ahogado! ¡Os podríais haber ahogado! —Grace estaba de rodillas, al lado de Lorenzo y Donato. Lorenzo estaba ahora incorporado, en brazos de su hermano—. ¡Cómo ha sido posible!

—Ya está bien, Grace —le dijo Romano—. Claire está a salvo. Pero tal vez puedas preparar baños calientes y bebidas calientes para ellos. Nosotros iremos enseguida. Donato, ¿llevas tú a Lorenzo?

Donato estaba claramente en estado de shock. Estaba pálido y sujetaba a Lorenzo desesperadamente. Pero asintió. Y se puso de pie con Lorenzo en sus brazos, mientras Romano ayudaba a Claire a abandonar la piscina.

Entonces, Claire se dio cuenta de que había pasado lo peor. Pero era tarde. Su preocupación por Lorenzo, su propio miedo y shock, y el efecto entumecedor del agua, la había hecho olvidar de que no tenía la falda. Solo llevaba unas pequeñas braguitas, estilo bikini, que dejaban al descubierto la mayor parte de su estómago.

Ella sabía que él debía de haber visto las líneas de las cicatrices en su piel, aunque su rostro no había cambiado de expresión.

Él la alzó en brazos, pero ella no pudo hacer nada.

—Puedo caminar, no hace falta...

—Quédate quieta. No vas a caminar. Casi te has ahogado. ¿Por qué diablos no me has llamado?

Ella sentía la aspereza del vello del pecho de Romano contra su piel fría mientras la tenía en sus brazos. Se le había abierto la camisa en el rescate. Y el tacto de su piel, y su fragancia masculina la estaba mareando.

Pero no obstante pudo decir:

—¡No seas tonto! No había tiempo. Lo oí gritar y supe que tenía que ir inmediatamente.

—¿Arriesgando tu vida? Si no te hubiera oído, los dos podrías estar ahogados ahora mismo, ¿no te das cuenta?

—No es culpa mía. ¿Quieres decir que debía dejarlo que se hundiera? Yo no podía... No había tiempo...

—Shh... Shhh... —él bajó su cabeza—. Realmente no sé si darte un bofetón o un beso, ¿sabes? —dijo él de pronto.

Ella se quedó mirándolo. No había imaginado que pudiera decir algo así.

—Claire... —dijo él con voz sensual—. Fuiste valiente... muy valiente.

Él iba a decir algo más, y sabía que habría sido dicho con el corazón. Pero algo lo había hecho interrumpirse. Ella se sintió decepcionada.

Recordó las palabras «mercancía estropeada».

—Bájame, puedo caminar...

—No vas a caminar —le dijo él.

—Tú no puedes decirme lo que tengo que hacer...

—Bueno, es hora de que alguien te lo diga —le dijo él.

Y entonces él la besó ansiosamente, casi furiosamente. Su respiración se volvió agitada mientras la apretaba contra su cuerpo. Su ropa mojada acentuaba la dura punta de sus pezones y él los sentía en su pecho musculoso. El calor de su deseo aumentó con aquel contacto.

Donato había desaparecido, y en los últimos minutos había caído la noche y habían salido las primeras estrellas. Los pájaros se callaron, y no se oyó ningún ruido de la casa ni del mundo más allá de Casa Pontina. Podrían haber sido los únicos habitantes de la tierra.

Ella había empezado a temblar en sus brazos. Su corazón latía aceleradamente.

Él la empezó a bajar. Claire puso los pies en el suelo. Y entonces él la empezó a acariciar, moviendo sus manos por la espalda de ella por encima de su camiseta.

Claire tembló y él le besó el cuello, las orejas, y fue incapaz de pararlo. De decir lo que sabía que debía decirle. Aquello era amor, pensó ella. Aquel deseo de ser uno en cuerpo y alma con otra persona, el saber que haría cualquier cosa por él...

No supo cómo habían llegado sus manos a su cabellera morena. Luego, cuando lo besó apasionadamente, él gimió suavemente, excitando sus sentidos y haciendo que ella se moviera contra su cuerpo, causando un mundo de sensaciones.

Claire bajó sus manos de sus hombros, y las metió por dentro de la camisa. Sintió el vello de sus músculos pectorales. Lo acarició suavemente. Había deseado tocarlo de aquel modo desde hacía mucho tiempo, y en aquel momento, cuando sintió el calor de su piel y la excitación en sus pezones, no pudo creer lo que estaba sucediendo.

Él volvió a besarla, mordiéndole suavemente el labio inferior, y acariciando con su lengua el superior, antes de penetrar la dulzura de su boca con un hambriento empuje.

—Te deseo. Me estoy quemando por dentro. No sabes lo que me provocas... pequeña yegua —susurró él, desesperado con la boca apoyada en sus párpados.

Ella sintió que su deseo se acrecentaba. Lo deseaba tan desesperadamente que su sangre galopaba por sus venas. Ella quería abrazarlo, tocarlo, probar su sabor, sentirlo dentro, arrastrarlo hasta lo más profundo de su ser.

Él se apretó contra ella. Estaba tan envuelto en aquella ola de pasión como ella, y ella sabía que tenía que parar, pero no podía recordar por qué. Todas sus ideas parecían haber desaparecido en aquel momento. No había pasado, ni futuro. No existía sino aquel presente en toda su erótica intimidad.

Romano la acarició de arriba abajo, en todas partes menos en su vientre. Luego sus manos exploraron también aquella zona, y ella supo que las puntas de sus dedos encontrarían con las cicatrices. Instintivamente le quitó la mano y la subió hacia su cintura. Aquello era una locura, una locura...

De pronto, en medio de aquella confusión se oyó la voz de Donato:

—¿Romano? ¿Romano, entras en la casa? —fue una intrusión completa en aquella burbuja de placer.

Ella se apartó violentamente. Tenía la cara ardiendo. Dio dos pasos atrás.

—¿Claire? —él extendió la mano y tiró de ella hacia él, antes de que ella pudiera resistirse. La abrazó fuertemente y le dijo—: No he planeado que pasara esto. Tienes que creerme.

—¿Sí? —ella lo miró con ojos turbulentos.

¿Cómo podía tocarla de aquel modo sin sentir algo más por ella? Pero al parecer, podía hacerlo. Ahora que se había roto el hechizo, la realidad tomaba su lugar.

—¿Cómo ha sucedido entonces?

—Tienes que comprender...

La voz de Donato los volvió a interrumpir. Él juró antes de contestar.

—Iremos en un momento... —gritó a Donato. Y luego se dirigió a Claire—: Claire, tienes que comprender que no puedo darte lo que quieres...

—¿Qué es? —le preguntó ella.

—Un compromiso... cualquier tipo de compromiso —contestó él—. Eso es lo que quieres en una relación, ¿no es así? Lo sé. Es por ello por lo que no te he tocado en las últimas semanas... ¡No me mires así! Eso no es lo que te gustaría escuchar, pero es la verdad.

—¿Y por qué esta noche sí?

—No lo sé. Yo no he tenido intención de que pasara. Pero estabas tan... ¡Oh, bueno, casi te has ahogado! —exclamó.

—O sea que has sido amable conmigo, ¿es eso?

Había sido eso. Había sentido pena por ella. Había visto las cicatrices, se había dado cuenta de lo incómoda que se había sentido ella, y había querido ser amable con ella. Se quería morir.

—¿Amable? —la miró como si estuviera loca—. ¿Qué tiene que ver la amabilidad con esto?

—Tú... has sentido pena por mí ——dijo ella. Todo su cuerpo empezaba a temblar como reacción a todo lo que había pasado desde que Lorenzo la había llamado desde la piscina.

—No digas tonterías, mujer... —se interrumpió de pronto al notar que ella estaba temblando—. ¡Maldita sea! Estás fría! Vas a enfermarte. No debía dejarte aquí.

Él la alzó en brazos nuevamente antes de que ella pudiera reaccionar, pero Claire se sentía demasiado débil como para protestar. Cerró los ojos mientras Romano la llevaba a la casa y subía las escaleras hasta su habitación. La dejó en la gran silla de mimbre que había en el cuarto de baño. Gina y Anna se ocuparon de ella. Después de un rato pareció reaccionar.

—¿Y Lorenzo? —preguntó a las criadas mientras estas le quitaban la camiseta y las braguitas y la ayudaban a meterse en la bañera con agua caliente.

—Lorenzo está bien. Está muy bien, ¿de acuerdo? —le dijo Gina para tranquilizarla—. El signore y signora están con él, y él acaba de... ¿Cómo se dice? Tiene dolor de garganta, ¿sí? Del agua que ha tragado. Pero él está dormido. El doctor, viene pronto.

El médico fue pronto, y después de revisar a Lorenzo fue a ver a Claire a su habitación. La encontró echada, pálida y débil, con la cabeza en la almohada, su pelo castaño extendido, secando sus últimos restos de humedad.

Grace había entrado y salido de su habitación varias veces, yendo de la de Lorenzo a la de Claire todo el tiempo, como si fuera una madre. Pero en aquel momento los mellizos se habían despertado y pedían la cena, así que estaba ocupada con ellos. Y Claire se alegró de ello, porque lo único que deseaba era cerrar los ojos y dormir, para no pensar más.

Ciao, Claire.

A Claire le gustaba aquel médico. Era el mismo que había atendido a Grace antes del nacimiento de los mellizos. Había sido el médico de la familia Vittoria durante años.

—Hola, doctor —ella intentó sonreír, pero para su sorpresa, en el siguiente instante, rompió a llorar. El médico se sentó en la cama y le palmeó la mano.

Pasaron algunos minutos hasta que pudo serenarse. Pero el médico no dijo nada. Esperó a que se tranquilizara.

Cuando ella dejó de llorar el hombre le preguntó:

—¿Es esto debido al incidente de la piscina o es por algún otro motivo, Claire?

—Yo... Hay algo más, un problema que me ha estado afectando todo este tiempo —dijo Claire—. Yo... Siento que sería mejor que me marchase de Italia, que podría estar mejor en mi casa, pero no quiero dejar a Grace cuando más me necesita.

—Creo que ha sido bueno que vinieras cuando viniste, y estoy seguro de que puedes quedarte todo el tiempo que quieras, pero la crisis ha pasado. Grace puede arreglarse sola ahora. Estoy seguro —el médico le sonrió. Y Claire le devolvió la sonrisa—. Este... problema... ¿Es un asunto del corazón?

Ella asintió. Entonces el hombre siguió hablando.

—Sí, normalmente, a tu edad, se trata de eso.

—¿Cree que Grace ya no me necesita aquí?

—Creo que a ella le gusta tenerte aquí, pero no, no creo que te necesite del modo que tú dices. Grace es inteligente. Ella sabe que tú tienes tu propia vida y que esto era temporal. Voy a darte algo que te ayude a dormir ahora, y mañana por la mañana puedes volver a pensar en tu situación, y hacer lo que estimes mejor, con más claridad. Este no es el momento de tomar decisiones importantes.

Ella se quedó echada muy quieta, esperando que el comprimido le hiciera efecto, después de que el médico se hubiera ido. Miró la habitación que la rodeaba. Pensó en el resto de la casa. Recordó los jardines. Echaría de menos Casa Pontina. Echaría de menos a Grace y a Donato, a Lorenzo y a los bebés, pero, tenía que marcharse. Lo que había ocurrido aquella noche con Romano, la conversación con el doctor, todo le decía que debía irse. Su tiempo allí había acabado.

No le hacía falta volver a pensar en la situación. Jamás había visto las cosas con más claridad que en aquel momento. Ella amaba a un hombre que no estaba a su alcance. Un hombre que podía tener cualquier mujer que deseara para satisfacer sus necesidades físicas, un hombre poderoso, rico y atractivo. y lo peor de todo, amaba a un hombre que estaba enamorado de otra persona, aunque el objeto de su devoción estuviera muerto desde hacía tres años.

Desde la noche en el hospital, cuando él le había hablado de su infancia sin amor, y el modo en que se había apoyado en Donato y su familia, desde aquel momento, ella había sabido que no había esperanza para ella. Porque Bianca había sido el amor de su infancia y mucho más. Había sido parte de lo bueno que había tenido su vida, desde que había sido un muchacho, una parte necesaria e integral de su vida.

Podría haber tenido otras novias, pero Bianca había sido la dueña de su corazón, y cuando él había sido capaz de verlo, se había casado con ella. Habían sido la pareja perfecta.

Sintió sus ojos secos. El dolor era demasiado profundo para las lágrimas.