CAPITULO IX
LLEGARON al Keekorok Hotel en la provincia de Masai Mara. El comisario dio la orden de registrar la zona donde habían encontrado a Angela, palmo a palmo.
En una preciosa habitación de la planta baja, Angela descansaba sobre una mullida cama. Max había abierto los ventanales y el frescor de las plantas penetraba en la habitación. Poco a poco, Angela fue abriendo los ojos.
—¡Oh, Max, Max! ¿Qué ha pasado? Abrázame, por favor…
—Calma, calma, querida. Todo ha pasado ya. Estás conmigo, sana y salva.
—Me duele horriblemente la cabeza, ¿dónde estoy?
—Estamos en un hotel de Masai Mara. La policía ha ido en busca de Fernando. Ahora quédate tranquila, no hables demasiado, no te fatigues.
—Todo lo contrario —dijo mucho más despabilada—, lo que quiero es contarte todo lo que ha pasado.
—Ahora no es necesario, cariño. Espera un poco. Vendrá enseguida el comisario y tendrás que repetírselo otra vez. Descansa, por favor.
Y con voz suave y melosa la pidió:
—Ahora dame la mano y no pienses en ello. Todo saldrá bien. Tranquilízate. ¿Serás buena?
Angela le dedicó una bella sonrisa, y con una respiración tranquila y pausada, volvió a quedarse dormida.
* * *
El comisario Bukavi llamó a Max.
—Fui a Nairobi con el helicóptero. Estuve viendo al asesino de Yolanda. Toda la historia queda bien hilvanada ahora. Me falta encontrar a Bartolomy. Todas las fronteras están vigiladas, no podrá escapar.
—Comisario ¿quiere decirme de una vez qué es lo que ha pasado?
Bukavi sonrió.
—Está bien. Tiene usted razón. Primero le digo que todo está claro y luego me entretengo…
Max le interrumpió:
—Por favor, vaya al grano.
—Todo ha sido una macabra confusión. Yolanda fue muerta por error. A quien querían matar era a Angela. Y me preguntará usted ¿por qué?
Bartolomy está detrás de todo este asunto. No sé si sabe usted que su padre era americano. Le digo esto porque tiene bastante relación con la segunda profesión del doctor.
—¿Segunda profesión?
—Sí. El doctor Bartolomy es, además de médico, agente de la CIA.
—¿No es posible?
Max calló durante unos minutos y prosiguió:
—Y aunque así sea, ¿qué tiene eso que ver con Angela y su hermano?
—Eso es muy probable que nos lo conteste ella misma. Es el único punto oscuro. ¿Quiere que vayamos a verla ahora?
Max consultó su reloj. Angela llevaba más de cinco horas durmiendo desde que abrió los ojos por primera vez.
—Es lo mejor. Vayamos.
Salieron de la habitación que les habían ofrecido en el hotel y se dirigían a la de Angela cuando…
—¡Fernando! ¿Qué haces tú aquí?
—¡Caramba! Nunca pensé que fuera tan bien recibido. ¿Es que no puedo presentarme así, de improviso?
—Déjate de boberías y ven aquí. Dame un abrazo. ¿Qué ha pasado? ¿Dónde has estado estos dos días? Ven.
Los tres hombres se sentaron en los sillones del hall.
—Creo que vi al médico que hizo la autopsia a Yolanda, no recuerdo su nombre… —Bartolomy —interrumpió el policía.
—Bien, los negros le llamaban bwana, como a todos los blancos. Y eso que él no es blanco del todo… Bueno, creo que está detrás de todo esto porque apareció una tarde por allí.
—¿Dónde allí? —preguntó Bukavi.
—No sé, en la cabaña. Pero no podría decirle el sitio. Creo que me llevaron drogado. Dos hombres entraron en mi habitación del hotel, no me dio tiempo a reaccionar, me adormecieron con algo. Luego, no recuerdo más, hasta que me desperté en la choza.
—Y ¿cómo has llegado hasta aquí? —preguntó Max.
—Primero andando y luego me cogió un amable nativo que iba en un jeep.
—Te encuentro muy gracioso, ¿no crees?
—Venga, Max, no te enfades. Después de todo lo que he pasado en este maldito viaje, no viene mal un poquito de humor.
—Tienes razón. Continúa.
—Me quedé adormilado en la choza. Cuando me desperté, estaba solo. ¡Solo! Y me marché. ¿Lógico, no?
—Vamos a ver a tu hermana —sugirió el comisario.
—¿Está aquí?
—Sí, la encontramos hace unas horas.
—Vamos enseguida. Tengo muchas ganas de verla.
Entraron en la habitación donde Angela descansaba. Fernando dio golpe a una silla lo que hizo que abriera los ojos.
—¡Fernando! ¡Estás aquí! ¡Qué alegría!
Los dos hermanos se abrazaron. Las lágrimas cubrieron el rostro de Angela.
—Nunca pensé que volveríamos a estar los tres juntos.
Miró hacia Max.
—Lo digo por ti también. He pensado mucho en vosotros. Creí que me matarían.
—Yo también he estado secuestrado, hermanita. ¿No creerás que vengo de paseo?
—¿Es cierto? —Angela miró al policía.
—Sí. Los llevaron a lugares distintos. No querían que supiesen uno del otro. Eso dificultaba la búsqueda.
—Bueno. ¿Es posible que de una vez por todas nos enteremos de lo que ha estado pasando? —dijo Max bastante enfadado.
Todos soltaron una carcajada.
—Bien. Yo os puedo contar mi parte —dijo Nando—. Creo que nos han tenido confundidos con otros hermanos. Es todo lo que he podido sacar en conclusión.
—Yo también creo eso. A mí me llamaban Margaret. Todo mi interés era decir que yo no me llamaba Margaret. Un mulato, muy distinguido de maneras educadas, estuvo preguntándome durante mucho tiempo mi profesión, la de mis padres. Lo encontré todo muy raro.
Le costaba trabajo creer que yo era quien decía ser.
—Todo encaja perfectamente —comentó Bukavi.
—Yo estoy con Nando. Esos hombres creían que éramos otras personas —aseveró la joven.
—Yo puedo añadir algo más.
Bukavi se apretó el labio con los dedos pulgar e índice.
—¿Usted no conocía al doctor Bartolomy? —preguntó a Angela.
—Oí hablar de él cuando lo de Yolanda, pero no coincidí con él.
—Bien. El doctor Bartolomy tenía noticias de que dos hermanos, hijos de un industrial mexicano vendrían al Africa, concretamente a Kenya, a hacer un safari. Me lo dijo el dueño del hotel de la charca. También está complicado.
En ese momento, Udugu entró con un télex y se lo entregó al comisario.
—Ya está completa toda la historia —dijo.
Y continuó:
—Estos dos hermanos nunca llegaron a venir, porque ella se rompió una pierna y pospusieron el viaje. Me acabo de enterar ahora. Bartolomy pensó que los hermanos a los que esperaba eran ustedes, con nombres falsos. Se dio cuenta tarde de su error.
»Un industrial mexicano, padre de los hermanos, es el jefe de la red castrista para toda Sudamérica. Le hacían chantaje con sus hijos. Eso creo que explica mucho mejor todo, ¿no es así?
Los jóvenes intercambiaron miradas de asombro.
—Caso resuelto, entonces. Cogeremos al doctor y meteremos en un buen conflicto a los americanos.
—Comisario, vamos a celebrar su éxito y a la vez el nuestro, con una botella de champaña —propuso Max.
—No me parece mala idea.
Y dirigiéndose a los dos hermanos dijo:
—Me alegro que todo haya salido bien.
Ayudaron a Angela a levantarse y esperaron fuera para que pudiera arreglarse un poco. La puerta se abrió y Angela, junto al umbral, con un maravilloso vestido de gasa rojo se dirigió al grupo.
—Vamos, chico. Invito yo.
* * *
Tras las explicaciones de rigor y las disculpas por haber mantenido al grupo durante dos días en el mismo hotel, decidieron proseguir el viaje hasta su terminación. Al fin y al cabo, los viajeros se habían encontrado con dos días más de safari a costa del gobierno kenyata. Era lo mínimo, después de unas vacaciones tan accidentadas.
Volaron hasta Nairobi y desde el aeropuerto se dirigieron al hotel Intercontinental para recoger las cosas que habían dejado.
Más tarde, tras corto vuelo, llegaron a Mombassa, segunda ciudad de Kenya, situada a orillas del océano Indico.
Era una ciudad bulliciosa dada su actividad portuaria pero sus playas eran de aguas plácidas y transparentes.
El viaje estaba a punto de terminar. Tan sólo quedaban dos días que se agotaría tras la visita a la ciudad y a las aldeas costeras.
Max les llevó al antiguo barrio árabe, de laberínticas y estrechas calles, Fort Jesús, construido por los portugueses en el siglo XVI.
Finalizada la jornada propuso a Angela visitar las ruinas árabes de Jumba la Mtwana.
—Ven, por favor —le dijo—, es el marco ideal para lo que quiero decirte.
Tuvieron que atravesar en barca una pequeña parte del océano, pronto llegaron hasta la magnífica construcción que se erguía con dignidad a pesar de los destrozos que, en tiempos pasados, los cañones ingleses habían causado por ocupar la plaza.
—El viaje está a punto de terminar —le dijo Max apoyado en el pretil de la fortaleza desde el que se divisaba la inmensidad del océano.
—Ya lo sé.
—No quiero separarme de ti, Angela.
—Yo tampoco, cariño.
La estrechó entre sus brazos y la besó apasionadamente. Sus manos recorrieron la espalda de la mujer amada.
—¡Quédate conmigo!
—No puedo, Max. No me gusta hacer las cosas así. Tengo que volver a mi país, pensar más las cosas. Tampoco puedo dejar el trabajo de repente. Y me gustaría ver a mis padres si me decido…
—Si decides ¿qué?
—Si decido vivir contigo.
—¿Es eso cierto? ¿Estarías dispuesta?
—Claro que sí, amor mío. Estoy dispuesta. ¿Por qué no vienes tú a España y conoces a toda mi familia, mi casa, mis amigos…?
—¿Esperarías un par de días más una vez terminado el safari?
—¡Y hasta una semana! —contestó Angela abrazada a él.
—Dos días para arreglar mis cosas y voy contigo.
—Fernando tendrá que irse solo.
—Ya es mayorcito. Además, tendrá que irse acostumbrando a vivir sin su hermana. No pensarás que seamos tres toda la vida, ¿no?
Permanecieron juntos admirando las aguas azules del Índico.