CAPITULO VII

LOS paisajes eran indescriptibles. Un mundo distinto, misterioso se abrió ante sus ojos. Angela pensó en la cantidad de aventureros y exploradores que pisaron el suelo africano. Ahora lo comprendía.

A pesar del maravilloso viaje, no había podido dejar de sentirse nerviosa.

Había comentado con Max el asunto de las notas y el joven pensó que lo mejor era informar a la policía de Nairobi. Tal vez aquello les aportara alguna luz sobre el misterioso asesinato de Yolanda. En todo caso era mucha casualidad que los dos hermanos hubiesen recibido sendas notas, redactadas en inglés.

Llegaron al Safari Club que era un hotel de superlujo. Las instalaciones tenían todas las comodidades que se pueden desear. Extrañaba pasar con tanta rapidez del mundo de los poblados y las mujeres semidesnudas a aquel modernismo. Había sauna, piscina climatizada, equitación, golf, tenis… Un auténtico oasis de placer.

Los poblados por los que habían pasado estaban construidos con enormes hojas de árboles y madera de los troncos. La alimentación era muy primitiva y, aunque tenían contacto con el mundo exterior, éste no formaba parte de la cultura de los habitantes de las miserables aldeas.

Lorenzo se acercó a Angela con una fotografía en la mano.

—Te la hice ayer en un momento que estabas distraída. Llevas dos días que hablas muy poco. ¿Te ocurre algo?

—No, Lorenzo. Nada especial, simplemente que el viaje me tiene impresionada.

Miró la fotografía.

—Es muy buena, pero estoy mucho más guapa de lo que soy.

—No digas bobadas. Eres la mujer…

Interrumpió sus palabras porque Max se acercaba a ellos.

* * *

—Buenos días. Hoy una nueva etapa. Es la más interesante. Llegaremos hasta al poblado Masai, pero antes iremos al lago Naivasha —les informó Max.

Angela no pudo evitar el recuerdo de Yolanda. Era la parte del viaje que más la interesaba.

Max leyó sus pensamientos.

—Bueno, vamos a prepararnos. Abandonamos esta región para acercarnos a la frontera con Tanzania.

—Verdaderamente siento dejar este hotel. Es una maravilla. Nunca pensé que pudiera existir un edificio tan moderno en medio de la selva. Max, a propósito, ¿se puede ir en barca por el lago?

—Claro que sí. Pero antes pasaremos por el Gran valle del Rift donde hay otro lago que corresponde al Parque Nacional Nakuru. Te invito a dar un paseo.

—¿También en el Naivasha? —preguntó Angela.

—Sí, y a ti, Fernando, si es que quieres venir con nosotros. Verás cientos y cientos de flamencos rosados y multitud de aves multicolores. Comprenderás en todo su magnitud la obra de la naturaleza.

—Estaré encantado de ir, si pensáis que no molesto…

Angela le dio un puntapié sin que Max lo notara. Lo que acababa de decir su hermano era una impertinencia.

—De acuerdo, entonces. Voy a seguir viendo a los demás viajeros. Hasta luego.

Los dos hermanos se quedaron solos. En sus mentes estaba el recuerdo de Yolanda.

De pronto, uno de los criados salió dando gritos hasta la entrada del hotel. Hablaba en su lengua nativa por lo que nadie pudo comprenderle.

Max llegó enseguida e hizo algunas preguntas al negro. En ese mismo momento, Juan Puche, con una palidez cadavérica, irrumpió en el grupo que se había formado al oír los gritos del servidor.

—Yo sé lo que está diciendo. A mi mujer le ha mordido una serpiente.

Y cayó desmayado al suelo.

Angela entró como una centella en el hotel y fue hasta el primer piso, donde estaba la habitación de Mari.

La encontró tirada en el suelo, convulsionándose como una posesa. Con los ojos en blanco, expulsaba gran cantidad de espuma por la boca.

Max entró en la habitación.

Un ruido siseante se dejó oír en medio del silencio.

—Creo que la serpiente está aún aquí.

Angela se arrodilló junto a Mari y trató de sujetarla.

Debajo de la cama, asomó la lengua bífida del animal. Max se quedó inmóvil y quiso avisar a Angela pero no tuvo tiempo.

Las convulsiones de la mujer hicieron que el bicho se replegase nuevamente en su escondite.

—Es muy extraño que este animal haya entrado aquí —sugirió Max.

Pero Angela no le escuchaba, intentaba a toda costa calmar a su amiga.

De pronto Mari quedó paralizada, con una rigidez mortal. Angela volvió la cabeza hacia Max. Este miraba atentamente debajo de la cama para controlar la posible salida de la serpiente.

Nuevamente apareció la cabeza.

—¡Quieta!

Angela miró hacia la cama. Contuvo la respiración.

—¡Retírate de ahí! ¡Ven hacia mí!

Max cogió un jarrón que había sobre la mesita y lo arrojó contra el ofidio. De un salto corrió hacia la ventana y la cerró. Encontró a mano el bastón que Juan utilizaba en ocasiones, más por esnobismo que por necesidad.

Esperó con tranquilidad a que el reptil volviese a aparecer por el otro lado de la cama. Cuando esto ocurrió de un certero golpe le aplastó la cabeza.

Angela, asustada, corrió hacia él.

—Ya está, ten caima. Vamos a ver qué podemos hacer por ella. Baja corriendo y pide suero antiofídico. Seguro que tendrán.

—¿Está muerta? —preguntó horrorizada.

—Creo que no, pero hay que actuar rápidamente. El veneno surte efecto enseguida. Hay una cosa que no comprendo, ¿cómo ha podido entrar aquí este animal?

El matrimonio Puche tuvo que quedarse en el Safari Club. Los demás continuaron el viaje un tanto alterados por las múltiples peripecias que habían sucedido durante los días que llevaban en Africa.

Todo el mundo estaba de acuerdo en que aquél sería un viaje inolvidable… por muchos motivos.

* * *

—Estoy muy preocupada, Max. Están pasando cosas muy extrañas. Tengo la impresión, como Nando, de que algo está pasando a nuestras espaldas. Las muertes de Yolanda, las notas del hotel, la visita nocturna, lo de Mari…

—Ha estado a punto de morir —dijo Max con voz apenada—. ¡Pobre mujer! Es posible que se quede paralítica para toda la vida.

—Es horrible. Nunca pensé que este viaje fuera causa de tantos males.

Max siguió remando con parsimonia. Un trecho después dejó el remo a un lado de la barca para que las aguas le llevaran.

—¿Hace mucho que estás en Africa? —le preguntó súbitamente Angela.

—Dos años. Después me ha gustado la aventura.

—¿En qué lugar naciste?

—En California. Estuve en una escuela de Formación Profesional cuando terminé el equivalente de vuestro bachillerato superior.

—Ahora se llama EGB.

—Bueno, eso. Me gustaba mucho el arte y pasé a la Escuela de Bellas Artes. Tuve una beca para París y estuve un año. Entonces tenía dieciocho.

La pequeña barca de troncos se deslizó entre unos arbustos y quedó atrapada. Max cogió el remo y apoyándolo contra la orilla empujó para salir de allí. Luego prosiguió la conversación.

—Después de París estuve en Chile, Paraguay, Argentina y México, donde aprendí a hablar el español correctamente. Estuve tres años. Después vine a este continente. Tal vez luego vaya a Oceanía.

—¿Y no te cansas de viajar?

—Sí, creo que ya empiezo a cansarme. ¡Ah!, olvidé decirte que también estuve seis meses en la India, con una comunidad del Haré Krisna. Esa gente está completamente loca. Menos mal que me di cuenta a tiempo.

—¿Conoces España?

La barquita se mecía ahora en medio del lago.

—No, he leído mucho acerca de ella. Hemingway adoraba tu país. Yo tengo ganas de conocerlo pero hasta ahora no he tenido la oportunidad.

—Si te decides a venir yo te puedo ofrecer mi casa. Vivo con Nando. Mis padres se marcharon a la costa porque mi madre sufrió una delicada operación y aquel clima le beneficia. Nuestra casa es grande y luminosa. Y muy céntrica.

—Gracias por el ofrecimiento. Lo tendré en cuenta. Pero ahora cuéntame qué es lo que haces tú.

—Trabajo en una empresa constructora de capital americano. Soy la secretaria de dirección. Gano un buen sueldo, pero no estoy satisfecha con el trabajo. Es una tremenda rutina tener que hacer todos los días lo mismo. Comprendo tu afán por viajar, conocer el mundo y estar de un lado para otro. Yo haría lo mismo si pudiera.

—Eso es fácil. Vente conmigo.

Angela quedó sorprendida por la contestación de Max.

—No puedo hacerlo…, aunque me gustaría. Tengo que trabajar, ¿de qué voy a vivir si no? —Puedes trabajar, aunque vayas de un lado para otro, como tú dices. La cuestión está en saber qué tipo de trabajos son los que funcionan para la gente que viaja. Yo también como todos los días.

—Pero ya estás acostumbrado, es diferente.

—Cuando salí de mi casa tenía diecisiete años. Han pasado diez y ni un solo día he dejado de comer.

—Te repito que es distinto. Para empezar hay una cuestión fundamental: tú eres un hombre, yo no.

—Eso está a la vista —dijo Max con ironía.

Angela hizo caso omiso a sus palabras y prosiguió:

—¿Tú crees que si hubieras sido una mujer habrías podido hacer lo mismo?

Max se quedó pensativo.

—Tienes razón. Creo que no. Pero lo que te he dicho, tal vez no me has entendido bien, no es que te dediques a viajar tú sola, sino que te vengas conmigo.

La cogió una mano y se la llevó a los labios.

—Estoy enamorado de ti, Angela.

—Tengo que confesarte que tú no me eres indiferente, Max. Pero yo hago las cosas de otra manera.

La barca había ido a parar junto al pequeño muelle. Un nativo la ató al poste.

—Ten cuidado, no me gustaría tenerte que sacar del agua. Además, aquí hay muchos cocodrilos.

Angela le miró enfadada.

—Ya. Serán de plástico. En mi vida he visto cocodrilos en un lago artificial construido para poder navegar.

—Tienes muy poco sentido del humor. Mi proposición no te ha hecho mucha gracia. —Discúlpame, Max, tienes razón. Me ha sorprendido, gratamente, lo que me has dicho. No he reaccionado muy bien y lo siento. Achácalo a mi desconcierto.

—Está bien, pero de ahora en adelante cada vez que te diga que te quiero, no me eches una bronca, por favor.