CAPITULO VIII

LA salida de la expedición al poblado Masai estaba prevista para primera hora. Una vez visitadas las antiguas chozas, se dirigirían hasta la frontera con Tanzania.

Las cinco funcionarias estaban preparadas con horribles gorritos para taparse del sol que debían de haber comprado en algún saldo.

Los tres Villalta, siempre elegantemente vestidos, charlaban amistosamente con una nativa que hablaba un poco de inglés.

El matrimonio mayor se mantenía siempre al margen de todo el mundo y daban la impresión de que no iban con el grupo.

Max dio unas cuantas vueltas alrededor de los viajeros, para comprobar que estaban todos. Los únicos que faltaban eran Angela y Fernando y volvió a entrar en el hotel.

—¿Habéis llamado en las habitaciones de los hermanos Martín Luque? —preguntó en recepción.

—Sí, señor —le contestó la joven telefonista—. Yo misma he ido tocando en todas las puertas, les llamé ya hace más de media hora.

—Iré a ver.

Max subió al primer piso y llamó en la habitación de Angela. No obtuvo respuesta. Llamó en la puerta contigua que era la de Fernando. Siempre pedían las habitaciones juntas. Volvió a llamar y la puerta se abrió. Una negrita de ojos melosos le miró extrañada.

—¿Dónde está el señor?

—Ya ha bajado. Estoy limpiando. Aquí no había nadie cuando yo entré.

—¿Y aquí al lado, hay alguien?

—No le puedo decir, señor. No he estado todavía.

—Está bien, gracias.

Volvió a llamar en la puerta de Angela y al no obtener respuesta, abrió.

No ofreció ninguna resistencia porque no tenía echada la llave.

La habitación estaba vacía. Entró hasta el cuarto de baño y tampoco encontró a nadie allí.

Echó un vistazo por la habitación. Estaba la maleta abierta, un camisón sobre la cama y algunas pinturas de ojos sobre la mesilla de noche. Daba la impresión de que Angela se había arreglado y había bajado ya.

Max, desconcertado, salió de la alcoba. Volvió a preguntar nuevamente en recepción.

—¿Han bajado los señores mientras yo subía?

—No, señor —respondió la misma joven—. A no ser que hayan pasado por el jardín. —Voy a ver, gracias.

Recorrió el jardín y no encontró a ninguno de los hermanos. Se acercó nuevamente al grupo y preguntó si alguien los había visto. Desde la noche anterior nadie los había vuelto a ver.

Max regresó a la recepción.

—Por favor, póngame una conferencia urgente con Nairobi.

—¿Qué número, señor?

—El de la jefatura de policía.

* * *

El comisario Bukavi entró con paso firme en el hall del hotel. Max salió a su encuentro.

—Ha llegado muy pronto. Se lo agradezco. Los acontecimientos se han desarrollado con una velocidad vertiginosa.

—¡Hola, Max! Ya veo que tienen ustedes problemas por aquí.

—Dejamos en el Safari Club a una mujer del grupo a la que la había mordido una serpiente… en su habitación. Ahora esto. Creo que aquí pasa algo. Angela me lo comentaba ayer. Por supuesto, no presté la menor atención a sus palabras. Ahora me arrepiento.

—Tampoco podía usted haber hecho mucho, ¿no?

—Tal vez. No sé qué pensar.

—Dígame qué ha pasado.

—Sencillamente, esta mañana salíamos a primera hora para proseguir el viaje y los hermanos no bajaban. Fui a avisarles y ninguno estaba en su habitación. Les hemos buscado por todas partes. No están en el hotel.

Nadie les ha visto esta mañana. Todo el mundo recuerda que anoche estaban en el hall, pero no hay ni rastro de ellos. Han desaparecido.

—Comprenderá usted que eso es algo muy grave. ¿No es posible que hayan salido a pasear o tal vez fueran…?

—Lo siento, comisario, pero he comprobado todo eso. Nadie ha cogido un coche, nadie puede irse a «pasear» sin él. Sabían perfectamente la hora de salida y le aseguro que son dos personas lo suficientemente responsables como para no hacer esperar, por gusto, a sus compañeros. Además, de esto hace ya un par de horas.

—Sí, el helicóptero nos trajo en ese tiempo.

—Hay una cosa que me ha extrañado. En la parte trasera del hotel he visto las rodadas de un coche. Ninguno de los jeeps se coloca en ese lugar y por lo tanto no pueden haber hecho las marcas del terreno. Me gustaría que lo viera.

—Ese será el primer sitio que miremos.

El comisario Bukavi y el agente Udugu se dirigieron hacia la parte posterior del edificio, acompañados por Max.

Pronto llegaron a la verja que separaba el jardín de la polvorienta carretera.

—Observe por aquí.

El comisario se acercó hasta las señales. Rozó con las puntas de los dedos el polvo y dijo:

—Era un Land Rover. Conocería sus neumáticos entre doscientos.

—Pregunté a los criados si había habido algún coche de reparto o el correo, alguien que hubiese podido venir por este lado. Me confirmaron que la entrada de mercancías para el abastecimiento del hotel está por el lateral.

—Escúcheme, señor Harrison. Estoy por asegurar que los dos jóvenes han sido sacados por la fuerza. ¿No es ésta la zapatilla de la señorita Angela?

El policía recogió detrás de unos cubos de la basura el zapato.

—Sí, efectivamente.

—Todo empieza a encajar. Tan sólo nos falta un detalle, pero no dudo que el criado terminará hablando.

—¿Qué criado? —preguntó Max.

—El asesino de la joven en el hotel Intercontinental de Nairobi. La mató por equivocación.

Max se quedó pensativo.

—Entonces, ¿a quién quería matar? ¿Tal vez a Mari?

—Mucho me temo que a quien buscaban es a Angela. Y por fin la han encontrado.

Max no supo qué decir. Al cabo de unos segundos pudo reaccionar.

—¿Y por qué motivo?

—Esa pregunta, desgraciadamente no puedo contestarle. Si lo supiera le aseguro que habría puesto todos los medios a mi alcance para que no le hubiese ocurrido nada.

—Espero que eso lo sepamos por el detenido. Está muy asustado, le han debido amenazar si habla y esta gente es muy supersticiosa y primitiva.

—No comprendo por qué. ¿Y Fernando? ¿Qué tiene que ver en todo esto Fernando? — inquirió Max.

—Me gustaría responderle, pero le repito que no lo sé. Ahora, nuestra misión es encontrarles. No va a ser fácil porque este territorio tiene mucha vegetación y los escondrijos pueden ser múltiples. Tal vez pasaron por el poblado Masai. Es probable que quieran sacar los de Kenya.

—Comisario, yo seguiría las huellas del coche y vería hasta dónde llevan. Yo también pienso que han tenido que entrar en territorio Masai. El camino hacia los montes de Kenya no es bueno y tiene pocas salidas y los secuestradores habrán contado con que la policía les iba a seguir,

—Es una buena observación, pero tenga en cuenta que nos llevan por lo menos tres horas de ventaja. Eso les coloca a doscientos kilómetros de aquí.

—Hay que elegir entonces el camino.

—Estoy con usted. Vamos hacia territorio Masai, es buen lugar para atravesar la frontera.

—O para morir —dijo en tono afligido.

* * *

Pararon un poco antes de entrar en el poblado. Un grupo de mujeres con sus hijos en brazos, estaban sentadas en el suelo machacando trigo. Otras con cuencos de agua en la cabeza se dirigían a sus cabañas.

La agitación de la aldea era visible. Grupos de chiquillos desnudos gritaban en torno a un viejo.

Una joven masai machacaba trigo en un enorme mortero con un grueso palo. Preparaban la comida.

El comisario Bukavi se cruzó con dos hombres de la tribu adornados con plumas de colores. Un taparrabos de piel de tigre les cubría los genitales.

—Tan-yu, Bwana, tanyu.

Bukavi les habló en su lengua. Conocía bien los dialectos de la región, aunque eran numerosos.

Durante cinco minutos estuvo preguntando a los hombres. Sus rostros, cubiertos de una pasta blanca, dejaban al descubierto tan sólo los ojos y la boca, lo que les daba un semblante terrorífico.

Poco después el policía regresó junto a Max y Udugu que habían quedado retrasados.

—Estos hombres no han visto a nadie por aquí desde hace semanas. Preparan una fiesta grande. Lo curioso es que a la última persona que vieron fue al doctor Bartolomy. Curioso, ¿verdad? No olvidemos que él nos dijo que la flecha que mató a Yolanda era Masai. La historia empieza a encajar poco a poco.

—¿Y qué vino a hacer el médico aquí? —preguntó Max intrigado.

—Eso lo averiguaremos también en su momento, Harrison. No se precipite.

Atravesaron el poblado y Bukavi entró con decisión en una de las chozas.

Había demasiada oscuridad en su interior como para saber a primera vista quién había. Una voz gutural, pero amistosa, salió del fondo de la caverna.

Bukavi se dirigió allí y les hizo una seña para que aguardasen fuera.

Max no podía quedarse quieto y comenzó a pasear a lo largo del camino.

No había avanzado cincuenta metros cuando descubrió un sendero semicubierto por el tupido follaje. Apartó las primeras hojas y se introdujo en él.

Por un momento fijó la vista en el suelo, se agachó y cogió algo del suelo. Con el objeto en la mano retrocedió y volvió a la choza.

Pacientemente esperó a que Bukavi saliera. Udugu le miraba la mano como si comprendiera que algo había descubierto.

—Creo que tengo una pista —dijo el comisario ya en el exterior de la vivienda—. Es un viejo amigo de mi padre.

—He encontrado esto.

Max abrió la mano.

—Es una colilla.

—Efectivamente. Pero mire la marca. «Ducados». Es tabaco español, Angela fuma esta misma marca. Me parece demasiada coincidencia.

—¿Dónde la ha encontrado?

—Seguí ese camino. A unos cuantos metros hay un sendero medio camuflado.

—Estamos llegando al final de este misterio, Max.

Y dirigiéndose a su ayudante:

—Síganos, Udugu. Y échele más coraje al asunto. Parece que se aburre.

Cogieron los jeeps y subieron por el camino unos tres kilómetros. Habían llegado hasta la ladera de un monte.

—El resto lo haremos a pie. Por aquí retomamos el sendero en el que encontró usted la colina, Max.

—¿Qué le dijo el viejo Masai?

—Cree que pasaron por el poblado dos negros, un blanco y una mujer. No me lo dijo claramente, pero es comprensible, Han hecho regalos al jefe de su aldea y obsequiaron a todos los habitantes con comida y ropa. Les prometieron más si mantenían la boca cerrada.

—El viejo Pungasi no le tiene miedo a la muerte y además piensa que cuando hay que callar, el dios del mal se oculta detrás.

—Bella filosofía —comentó el americano.

Con un machete, Udugu iba retirando la espesa vegetación que les impedía el paso. Helechos gigantescos se elevaban ante ellos como auténticos árboles.

Caminaron durante una hora acercándose cada vez a la frontera con Tanzania.

—Es muy probable que los tengan en una gruta secreta, donde antes se realizaba la extracción de los órganos vitales a los enemigos muertos en la batalla.

—Algo de esto oí comentar a Fernando.

—Sí, se lo había dicho la joven asesinada.

El policía cambió de tema.

—Nos acercamos al famoso pueblo Serengeti, tanzanés.

—Era un pueblo tremendamente fiero —habló por primera vez Udugu en un espantoso inglés.

Bukavi le miró sorprendido de oír su voz. Hablaba en contadas ocasiones.

Llegaron a un claro del sendero. Udugu alargó el brazo y les impidió el paso. Los dos hombres, inmovilizados, contuvieron la respiración y se dispusieron a escuchar.

Un murmullo llegó hasta ellos. El ayudante del policía puso el dedo índice sobre sus labios. Avanzó sigilosamente un paso más y se agachó. Lo mismo hicieron los otros dos.

Un rumor de pasos se alejó.

Udugu volvió la cabeza y en voz muy baja les dijo:

—Dos hombres discutían para no quedarse vigilando. Uno le decía al otro que era su turno y el otro le respondió que hasta que el sol llegara a la mitad del cielo no le tocaba. ¿Me han comprendido?

Las últimas palabras las dijo porque no estaba muy seguro de haber utilizado correctamente los sinónimos en inglés.

—Perfectamente —le respondió el comisario—. Eso quiere decir que estamos muy cerca. No sabemos cuántos hombres habrá, pero según dijo el viejo no deben de ser muchos. La sorpresa jugará a nuestro favor.

—Yo puedo ir delante —dijo Max—, Siempre les impresionará más ver a un blanco. Usted venga detrás y Udugu que se quede en retaguardia vigilando. Si tenemos algún problema, que nos cubra.

—¿Lleva usted pistola, Max?

—No.

—Tenga ésta. Creo que está cargada, pero asegúrese. Tú también, Udugu.

Con las armas preparadas, se dispusieron a la acción. Bordearon agachados el claro y siguieron por donde habían oído las voces.

A los pocos metros se toparon con una especie de tienda de campaña hecha de hojas de árboles. Dos guerreros con lanza, charlaban a la puerta de la choza. Accionaban mucho con las manos, aunque hablaban en voz baja. Tal vez eran los mismos que habían descubierto en el bosque, que seguían discutiendo. Más allá otro negro, altísimo, limpiaba un rifle. No vieron a ninguno más.

—Ahora es el momento —dijo Max—. Yo voy por el de la derecha. Usted ocúpese del otro.

—¿Y yo? —preguntó ingenuo Udugu.

—Será mejor que vayas por el del rifle.

—¿Y si hay alguno más? —preguntó Max.

Cuestión de reflejos. ¿Está de acuerdo?

Max movió la cabeza en signo afirmativo.

Como una pantera se abalanzó sobre uno de los guerreros. El otro, del empujón, cayó también al suelo. Bukavi se encontró casi todo el trabajo hecho. Su ayudante tampoco tuvo ningún problema para reducir al tercer negro. Efectivamente, la sorpresa había jugado un papel fenomenal.

Max entró en la choza de hojas. El interior estaba oscuro, pero pudo distinguir una figura tumbada en el suelo. Se acercó a ella. Era Angela.

—Bukavi, venga aquí. Es ella.

El comisario y su ayudante entraron. Con una seña, Udugu quedó de pie junto a la puerta. Bukavi se arrodilló junto al cuerpo.

—Está drogada. Así han podido traerla sin llamar la atención.

Max cogió a la chica y se la echó al hombro.

—Vámonos de aquí. ¿Dónde estará su hermano?

—Lo más lógico es que le hayan ocultado en otro lugar para dificultar más la búsqueda. Pero es preferible que nos vayamos con ella. Más tarde nos ocuparemos de rastrear la frontera. Tengo que pedir refuerzos. Costará más trabajo liberar a su hermano, porque ya saben que les hemos descubierto.

Con toda la rapidez que le fue posible, Max se dirigió nuevamente hacia el sendero. Udugu quedó retrasado para ver si alguien les seguía. Nada. El golpe había sido maestro.