Capítulo 25

20 de marzo de 1800

A las dos de la madrugada, las dos divisiones de Friant y de Reynier, o sea, alrededor de once mil hombres, salieron de El Cairo para desplegarse por los ricos llanos que bordean el Nilo. Tenían el desierto a su derecha y el río a su izquierda. Frente a ellos, las ruinas de la antigua Heliópolis.

Electrizados y profundamente indignados por la traición de los ingleses, todos los hombres sin excepción formaban bloque en torno a su jefe y la desmoralización que condujo a los amotinamientos había desaparecido. Lo que ahora estaba en juego era el honor del ejército de Oriente.

Kléber, soberbiamente vestido, más bello y más altivo que nunca, comenzó a caracolear entre las filas. Luego se inmovilizó y gritó con fuerte voz:

—¡Amigos! Ya sólo tenéis en Egipto el terreno que pisáis. ¡Si retrocedéis un solo paso, lo que perderéis será vuestra vida! Somos veinte mil. Ellos son más de sesenta mil ¡Ya sabéis las razones que obligan a reanudar la guerra! ¡Y a tales insolencias sólo se responde con la victoria!

A las cuatro, las divisiones se pusieron en movimiento hacia el campamento turco levantado en el llano de Heliópolis. Se dispararon dos cañonazos sobre los puestos avanzados establecidos en la mezquita de Sybil el-Ham. Al primer disparo, de un extremo a otro de las líneas francesas se elevó un murmullo semejante al de un público numeroso que ve comenzar un espectáculo que esperaba con impaciencia.

Mientras el ejército progresaba, se vio a unos jinetes turcos que se destacaban del grupo de las tropas que se dirigían hacia el sur. Kléber hizo que la caballería los atacase, pero la maniobra fracasó y ellos continuaron avanzando. Por el momento, nadie se preocupó por su destino.

La batalla que siguió se desarrolló en dos fases. El campamento de Matarieh fue conquistado; las compañías de granaderos de la división Reynier aniquilaron a los jenízaros que salían de sus atrincheramientos con el sable en la mano.

Después de esta derrota, Yusuf Bajá solicitó parlamentar. Kléber, siempre inclinado a la conciliación, le envió a su ayudante de campo Beaudot, acompañado de un intérprete. Pero apenas hubieron llegado a la línea turca, estuvieron a punto de ser asesinados. Beaudot fue agarrotado, atado a la cola de un caballo y torturado[219].

No lejos de allí, detrás de una cortina de palmeras, se habían agrupado Murad Bey y seiscientos jinetes mandados por el hijo de Soleimán y por Papas Oglou. Extrañamente, no había ningún signo de tensión en los rasgos del mameluco. Únicamente de curiosidad. Parecía que sólo estaba allí como jinete espectador.

Se reanudó la lucha, violenta, áspera. Cuando el sol se ocultó detrás de las dunas, mil banderas turcas yacían en el llano. En todo el espacio que se podía dominar con la vista, sólo se veía una masa de caballos muertos y bandas de fugitivos que corrían hacia todos los puntos del horizonte.

Murad y los suyos ni siquiera se habían movido.

Cuando cayó la noche, Kléber se apresuró a escribir al cuartel general: «Hemos dado a la llanura de Heliópolis una nueva fama con la victoria que acabamos de obtener sobre el gran visir. Le hemos arrebatado veinte piezas de artillería y todos sus bagajes. Esta noche duerme en Belbeiss; mañana iremos a desalojarle para conducirle con la ayuda de Dios más allá del desierto».

A la misma hora, los jinetes que unas horas antes se habían retirado del llano llegaron ante los muros de El Cairo. Al frente de ellos iba Nassif Bajá, el hijo del gran visir.

A la vista de los trescientos alminares, lanzó un grito de triunfo y se precipitó bajo la bóveda de Bab el-Nasr.

* * *

—¡Ya están de vuelta!

Scheherazada no quería creer a su esposo. ¿Los turcos en El Cairo? ¿Los franceses vencidos?

—Debes de equivocarte, Michel. Eso no es posible.

—Los he visto, Scheherazada. A Nassif Bajá, a Elfi Bey…

También estaban Geddaoui, Ibrahim… Estaban allí. Delante de mí. Están a punto de tomar posesión de la ciudad.

—Entonces eso puede ser el final de la gran guerra —murmuró Nadia, con una punta de esperanza.

—No lo sé, madre… Lo único de lo que estoy seguro es de que los turcos están en El Cairo. Han aprovechado la ausencia de los franceses, que no ocupan ya la ciudadela y su cuartel general del Ezbequieh.

Maquinalmente, Scheherazada tomó al pequeño Joseph entre sus brazos y lo apretó contra el pecho.

—¡Que Dios nos proteja! —dijo en voz baja.

Su marido la miró, circunspecto.

—Pero ¿qué te ocurre? ¿De qué tienes miedo?

La muchacha movió la cabeza. Un sentimiento de pánico irracional acababa de apoderarse de ella.

* * *

—¡A muerte! ¡Muerte para los franceses!

Exhortada por el hijo del gran visir, la multitud ha desenterrado las armas que, desde la primera insurrección, se habían librado de los registros.

Reaparecían ya las primeras barricadas, las mismas que se habían levantado diecisiete meses antes. Mientras que entonces todo comenzó con alguna manifestación en el Khan El-Khalili, ahora los hombres invadían las calles en grandes racimos.

Con una rapidez asombrosa, los amotinados se organizan por barrios. Civiles, mamelucos, jenízaros, todos unidos en torno a las mismas directrices: destruir la guarnición francesa, arrojar al ocupante fuera de los muros.

Hacia media tarde son cerca de cuarenta mil los que desde Bulag a Gizeh, desde los pueblos de alrededor hasta el estanque del Ezbequieh, devastan la ciudad. La multitud vocea eslóganes vengadores, entre los cuales destacan: «¡Muerte a Grano de Granada! ¡Muerte a Barthélemy! ¡Victoria al sultán!».

En la cima del Mokattam, detrás de las murallas de la ciudadela, los dos mil hombres del general Verdier resisten valientemente el choque y rechazan todos los asaltos.

En el crepúsculo, Nassif Bajá se ve obligado a reconocer su impotencia. La ciudadela no caerá.

Es allí donde el movimiento insurreccional adquiere otro carácter.

¿Quién da las órdenes? ¿El hijo del visir? ¿Uno de sus subalternos? ¿O simplemente un enfermo fanático?

Alrededor de las nueve, el grito de «¡Muerte a los franceses!» ha sido sustituido por el de «¡Muerte a los cristianos! ¡Guerra santa contra ellos!».

El populacho, demasiado feliz de desahogar su rencor sobre un blanco determinado, sea el que sea, se derrama sobre el harat[220] de El-Nasara, donde residían los negociantes extranjeros. Había allí unos cincuenta hombres, mujeres y niños. La puerta del barrio voló en pedazos y ése fue el toque de asalto. Cimitarras y puñales se abrieron camino. Los hombres fueron los primeros asesinados. Las mujeres y los niños se sacaron a subasta. Unas tras otras, las casas sospechosas de albergar cristianos fueron saqueadas y devastadas.

Al día siguiente, tras un periodo de calma, la carnicería se reanuda con más fuerza. Franceses, egipcios, sirios, griegos, todos los cristianos sin excepción sufren esta nueva cólera del pueblo. En Khoronfich, en el barrio de Entre los Dos Palacios, en Rumelieh y en el Muski, ríos de sangre llenaron las fuentes y el khalig adquirió un tinte cinabrio que hacía resaltar más aún la palidez de los cráneos arrastrados por las aguas.

Los otomanos habían enviado a buscar tres cañones a Matarieh. Se exhumaron también en las residencias de los emires —en las que habían sido enterradas— varias piezas de artillería.

No lejos del Ezbequieh, los coptos se han reagrupado a instigación de uno de los suyos. Un tal Jacob Sa’idi. Mal que bien, consiguieron tener a raya a los asaltantes. Pero eran los únicos.

En plena noche, una lluvia de granadas salió de la ciudadela y se abatió sobre la ciudad; más particularmente sobre su barrio de El-Jamaliya, donde estaba agrupada la mayor parte de las tropas turcas y de los amotinados. Aquel bombardeo provocó un pánico terrible en aquellos que aún tenían en la memoria las horas sombrías de la primera insurrección. Empujados por el miedo, centenares de ciudadanos abandonaron sus viviendas para huir de la ciudad. Cargaron caballos, mulos y camellos, y muy pronto El Cairo se transformó en una inmensa caravanera en la que cada uno se afanó para hallar un paso a lo largo de las callejuelas literalmente asfixiadas. Hasta el amanecer, se produjeron unas escenas de angustia indescriptibles, alucinantes.

Al día siguiente prosiguió el reinado de la demencia.

En la vivienda de un jenízaro, situada hacia el barrio de El-Khoronfich, se habilitó una fábrica de pólvora. Fueron llamados carreteros, forjadores y fundidores para participar en la fabricación de morteros y granadas y para reparar los cañones que no cesaban de ser desenterrados en los palacios de los beyes. La llegada de cada nueva pieza era saludada al grito de «¡Muerte a los infieles!».

El jeque El-Bakri, que había donado su hija al general Abounaparte, fue conducido con la cabeza descubierta y junto a sus hijos y a su harén hasta el barrio de El-Jamaliya. Allí fue abrumado de ultrajes. Por un pelo se salvó de la lapidación por uno de los brazos derechos de Nassif Bajá, que intercedió por él.

Al atardecer, El-Ezbequieh no era ya nada más que llamas y ruinas.

* * *

Fue en el alba de tercer día cuando se infló el rumor alrededor de Sabah.

Avisado por Aisha, Michel subió a la terraza para saber mejor lo que pasaba. De una sola ojeada comprendió la gravedad de las cosas. Una masa hormigueante, blandiendo horcas y lanzas, se acercaba rápidamente a la finca levantando nubes de polvo.

«¡No se atreverán!», se dijo Michel. Pero en su fuero interno presentía lo peor.

Descendió a toda velocidad. Nadia, Scheherazada y Aisha le esperaban al pie de la escalera.

—¿Qué ocurre?

—Creo que es algo muy grave. Parecen locos. Creo que sería prudente condenar todas las salidas.

—¡Eso no es posible! —gritó Nadia—. Son egipcios como nosotros. ¡No van a atacar a gente de su misma raza!

—Madre, nosotros tal vez seamos de su raza, pero no de su religión. En la locura que anima a esos fanáticos, occidentales y cristianos son sinónimos. Créame: vale más que nos atrincheremos. Aisha, cierra las ventanas de la cocina. Yo me ocupo de las de la qa’a.

La gorda sudanesa entreabrió los labios. Se veía que quería decir algo, tal vez expresar su desolación ante las maniobras de sus hermanos musulmanes. Al final optó por callarse y se precipitó hacia la cocina.

En el camino, el rumor aumentaba. Ahora se oían cada vez más claramente las exhortaciones y las llamadas a la guerra santa.

—Scheherazada, ve a refugiarte con tu madre y con el niño en el primer piso. Estaréis más seguros en el dormitorio.

—¿Y tú? ¿Qué vas a…?

—¡Haz lo que te digo!

El tono empleado por Michel era lo bastante firme para que la muchacha obedeciese sin añadir nada.

Él se dirigió a la qa’a. Contra la pared, había un cofre. Lo abrió apresuradamente. En su interior encontró dos fusiles. Los de Yusef Chedid. Tuvo un recuerdo agradecido para su suegro difunto, se apoderó de las armas y de las municiones que las acompañaban, descendió después camino del vestíbulo, se aseguró de que la puerta estaba bien cerrada y volvió de nuevo al piso superior. Al llegar al final de la escalera se topó con Scheherazada y Aisha. Al ver las armas, la muchacha contuvo un grito de espanto.

—¡Michel! ¿No irás a…?

—¡Os ordeno que sigáis en la alcoba!

—¿No pensarás disparar sobre ellos?

—Cálmate. No tengo intención de matar a nadie.

Y añadió secamente:

—A no ser que me obliguen a hacerlo.

Ostaz[221] Michel —gimió la sudanesa—. Por favor. Déjeme que les hable. Soy musulmana como ellos. Yo les explicaré.

—No te escucharán. Lo único que harán es lapidarte. Ahora os conjuro por última vez: subid a la alcoba, cerraos con doble llave y no salgáis hasta que yo os lo indique.

—¡Nada de eso!

Michel consideró a su esposa lleno de estupor.

—¡Nada de eso! —repitió ella tajantemente.

Y señaló los dos fusiles.

—No puedes utilizar los dos a la vez. Te acompaño.

—¡Has perdido la cabeza! Tu lugar está al lado del niño. ¡Vamos, vete!

—En esa habitación no seré de ninguna utilidad. Y tú lo sabes. Si algo tiene que suceder, ¿crees tú que una puerta, por gruesa que sea, puede detener a esas furias?

Scheherazada señaló el jardín.

—Ahí afuera hay cincuenta como mínimo. Tú solo no podrás hacer nada.

—¡Pero si ni siquiera sabrás disparar! ¡Nunca en tu vida has tenido un fusil!

Hizo un esfuerzo para suavizarse.

—Sé razonable, Scheherazada, obedece, te lo suplico. Piensa en nuestro hijo.

La muchacha dio un paso adelante y arrancó de manos de su marido una de las armas.

—¡Precisamente! Eso es lo que hago: pienso en él.

Luego se volvió hacia Aisha, que, con el rostro tapado con las manos, temblaba como una hoja.

—Ve a reunirte con la sayyeda. ¡Encerraos y no salgáis de allí bajo ningún pretexto!

Dejando a Michel incapaz de reaccionar, Scheherazada se precipitó hacia la terraza.

* * *

La oleada de los amotinados se había desparramado por el interior de la finca, devastándolo todo a su paso. Después de un tiempo de vacilación, se reagruparon y formaron un círculo alrededor de la casa.

—¡Vendidos! ¡Traidores!

—¡Infieles!

—¡Salid ya, agentes de los franceses!

Las siluetas se apretaban en las sombras de las celosías y vociferaban.

Acuclillado detrás del murete que rodeaba la terraza, Michel quitó el seguro de su arma e hizo lo mismo con el fusil de Scheherazada.

—¿De verdad has comprendido el funcionamiento?

Ella asintió, con los labios apretados. Tenía la boca seca y, a pesar de todos sus esfuerzos, jadeaba.

—¿Estás bien?

—Sí, sí. No te preocupes.

—Tienes que saber algo, Scheherazada. Nunca se sabe cómo evolucionarán los acontecimientos.

—¿Qué quieres decir?

—¿Ves dónde se encuentra el pozo, allá abajo, detrás de las cuadras?

—Sí.

—Diez pasos a la derecha, dando frente a la salida del sol, tu padre me hizo abrir una cavidad en el suelo. Enterramos allí dos bolsas. Contienen monedas de oro y de plata. Yusef decidió esto en previsión de los malos días. Si llega a suceder algo…

—¡Calla, por favor! No sucederá nada.

—Así lo espero. Pero era importante que lo supieras. Por ti y por el niño.

Michel apoyó su fusil contra la piedra.

—¿Qué haces?

—Voy a intentar parlamentar.

Scheherazada se aferró violentamente a su brazo para retenerle.

—No hagas eso. Como bien has visto, algunos de ellos están armados. Sería un gran riesgo pretender…

No acabó su frase. Se oyó una voz, más fuerte que el rumor. Olvidando toda prudencia, la pareja se levantó.

En el umbral de la casa estaba Aisha. Haciendo caso omiso de la prohibición de sus amos, había salido e intentaba razonar con la multitud.

—¡Hermanos míos! ¡Que Allah os guarde con su misericordia! Esta familia es la mía. Piedad para ellos. Son hijos de Egipto como todos vosotros.

—¿Cómo te atreves a blasfemar? ¡Son unos nasaras[222]! ¡Unos infieles! —ladró el cabecilla de la banda.

Michel se inclinó levemente por encima del parapeto.

—La puerta —susurró espantado—. Ha dejado la puerta abierta…

Aisha hizo un nuevo intento:

—¡Hijos de Adán[223], os lo suplico! Son gente de bien. El ama acaba de tener un niño. ¡Amane! ¡Amane!

—¡Cállate, perra! Harías mejor si te apartases. ¡Si no, serás la primera que lo pague!

Ante la actitud implacable de su interlocutor, la desventurada abandonó toda esperanza de convencer. Cuando iniciaba una media vuelta con la intención de entrar de nuevo en la casa, dos individuos se arrojaron sobre ella.

Un puñal se levantó.

Scheherazada gritó:

—¡No! ¡Señor, no!

La hoja trazó un círculo en la base del cuello de la sirvienta. Ésta no tuvo tiempo de comprender lo que le sucedía. Su cuerpo se abatió pesadamente contra el batiente de la puerta, que se abrió con gran estrépito.

—¡Apartaos! —gritó Michel—. ¡Apartaos o disparo!

Con el fusil apoyado en el hombro, había tomado por blanco al asesino de Aisha.

—¡Atrás!

Scheherazada saltó hacia la escalera.

—¿Adónde vas tú?

—¡A cerrar la puerta! ¡Si entran, moriremos todos!

—¡Scheherazada!

Pero ella ya había desaparecido.

Él tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no lanzarse tras ella. Abajo, el hombre había pisado el primer escalón que llevaba al umbral. Entonces Michel apretó el gatillo y disparó.

Después de la deflagración hubo una vacilación de estupor. Duró el tiempo en que el asesino de Aisha, alcanzado en plena frente, tardó en vacilar y desplomarse.

Cuando Scheherazada desembocó en el vestíbulo, lo primero que vio fueron dos siluetas gesticulantes que se recortaban a contraluz.

No lo dudó. Aplicando al pie de la letra las instrucciones de su esposo, apuntó el fusil. El tiro partió, alcanzando como un latigazo al pecho del primer hombre. El que le precedía se echó hacia atrás, presa del pánico, lo cual salvó sin duda a la muchacha, que no había conseguido cargar de nuevo su arma.

Viendo que tenía el campo libre, corrió lo más rápido que pudo hacia la puerta, la cerró de nuevo y, apoyando la espalda contra la hoja, se afanó, tanteando, en hacer girar la llave. El ruido mate del pestillo al resbalar por el cerrojo le arrancó un suspiro de alivio.

Un milagro… Es Yusef quien nos protege desde lo alto…

Y Scheherazada volvió a subir a la terraza.

—¡No me hagas eso nunca más! —gritó Michel al verla reaparecer.

La muchacha fue a acuclillarse junto a él, y en el acto se sintió impresionada por la expresión que emanaba de los rasgos de su cara. Estaban empapados de sudor y las emanaciones de pólvora habían teñido su frente de gris. Su semblante, habitualmente tierno, era ahora otro muy distinto: duro, implacable. Un guerrero, pero desesperado. Ella comprendió entonces que la muerte estaba todavía más próxima de lo que había imaginado.

—Ya casi no tenemos balas —anunció Michel con voz ronca—. Tres… son todas las que me quedan.

Scheherazada abrió la palma de la mano. Ella todavía era menos rica.

—Una…, la última…

Abajo, la jauría estaba desencadenada.

Unos golpes sordos subían de todas partes. Abatían las celosías a golpes de pico, rompiendo el delicado agremán tan fácilmente como si se tratase de una vidriera.

—¡Van a destruirlo todo!

—¡Tranquila! Si se contentan con esto, encenderé dos mil cirios a san Jorge. El caso es que sigan fuera de la casa.

—¡Mira! ¡Ahora humo! ¿Qué están haciendo?

—No te muevas.

Michel asomó la cabeza por encima del murete.

—Prender fuego a las cuadras. ¡Están locos!

—¡Dios mío! ¡Hay que detenerlos! ¡Sabah va a ser reducido a cenizas!

—¡No podemos hacer nada! Te lo repito: si se detienen ahí podremos dar gracias a Dios. Pero, por desgracia, temo que cambie el viento…

Su última sílaba acabó en un estertor.

Se desplomó hacia atrás.

Al principio, Scheherazada creyó que su movimiento era voluntario, que Michel trataba de protegerse. Después, el círculo abierto justo entre los dos ojos; primero rosado y enseguida rojo oscuro como el corazón reventado de una rosa.

Acostado de espaldas, Michel ya no se movía. Sus ojos muy abiertos miraban fijamente al cielo, como asombrados.

Scheherazada comenzó por extender la mano hacia adelante, sin saber muy bien por qué.

Abajo, el ardor de los clamores se había multiplicado.

Ella ya no los oía. Ya no sentía el peso de su cuerpo ni el aire que la rodeaba. Tuvo la fugaz certeza de que ella misma había dejado de existir.

Sus labios se separaron. Trató de articular la palabra «Michel». Finalmente se dejó caer a su lado, reptó como un animal hasta la altura de su tórax, posó su mejilla sobre su corazón y, casi en el acto, sintió la impresión de caer al fondo de un abismo lleno de noche.

Estaba muerto. Michel estaba muerto.

Empujado por el viento, el humo había formado una espesa cortina que cayó sobre la pareja.

Ella no se movió. ¿Acaso respiraba?

Probablemente habría seguido largo tiempo allí, todo lo largo que los amotinados y el fuego lo hubieran permitido. Pero estalló el estrépito de una puerta que se hunde. Toda la casa pareció temblar.

Fue el alarido de Nadia lo que puso fin a aquel deslizamiento suicida en el que la muchacha se había dejado llevar.

—¡Mi hijo!

Sus dedos se cerraron sobre el fusil de Michel y se precipitó hacia las plantas inferiores.

La puerta de entrada había cedido, abriendo paso a la jauría, que se había dispersado por la casa.

Delante de la puerta de la habitación de Nadia, tres hombres trataban de abrirse paso empujando con el hombro. Cuando Scheherazada llegó a sus espaldas, el batiente cedió y los listones se dislocaron con un crujido terrible.

En un ángulo de la habitación se recortó la silueta petrificada de su madre. Pero el niño estaba invisible.

Los tres individuos se precipitaron hacia adelante.

Scheherazada disparó al montón. Acertó a uno de ellos en el muslo.

Cargó de nuevo. Volvió a tirar. Falló.

Próxima a la histeria, se lanza hacia adelante, usando su fusil como un garrote, golpeando a diestro y siniestro. Se sentía capaz de destruir a un ejército, a mil hombres, al universo. ¡Pero que nadie se acercase a su hijo! ¡Nadie!

Atraído por el ruido de los disparos, acababa de llegar un grupo de refuerzo.

Unas poderosas manos se apoderaron de Scheherazada. A pesar de toda su voluntad, de todo su odio, fue rápidamente dominada y arrojada violentamente al suelo.

Al fondo, Nadia parecía petrificada. Era incapaz de emitir el menor sonido.

Entre una especie de bruma, Scheherazada creyó percibir un silbido. Como si un abejorro hubiese cortado súbitamente el aire. La cabeza de su madre osciló imperceptiblemente sobre sus hombros antes de rodar por el suelo con un ruido macabro.

La náusea subió a los labios de Scheherazada. Ahora era seguro. La locura iba a tomar posesión de su cerebro para siempre.

Ya no se atrevió a mirar. Ahora le llegaría el turno a su hijo.

Oyó en la lejanía injurias, imprecaciones, gritos de triunfo.

Una mano viscosa trataba de levantar su túnica. Otra palpaba torpemente sus senos.

Ella mantuvo los párpados cerrados. Con la escasa energía que le quedaba, intentó amurallarse, exiliarse de toda sensación. Aquella carne que tocaban no podía ser la suya de ninguna manera. Aquel cuerpo que intentaban violar no podía ser el suyo. Era el de otra. Necesitaba llegar a ese desdoblamiento, a la obliteración de sí misma.

En el momento en que separaban sus muslos, se oyeron los sollozos del niño.

El hombre inclinado sobre ella se inmovilizó.

Y lo mismo hicieron los que le acompañaban.

Un ruido de pasos en la habitación. Y el llanto seguía.

Alguien había cogido al niño.

Lo dejó junto al cuerpo de Scheherazada.

—¿Es tuyo?

Ella entreabrió los labios. A costa de un esfuerzo sobrehumano, dijo que sí.

El hombre lo tomó en sus brazos y el pequeño se debatía.

Sus manecitas se abrían y se cerraban en un movimiento repetido.

Milagrosamente, el silencio se había hecho en la casa. Ni vociferaciones ni blasfemias… Sólo un espeso silencio.

Scheherazada oyó que el hombre venía hacia ella.

Y que indicaba a los otros que se apartasen.

—Toma —dijo depositando al niño sobre el vientre de la muchacha—. Un recién nacido es el alma de Dios…

Al principio, ella no comprendió. Por lo demás, ¿intentaba comprender, podía hacerlo?

Cuando recibió el calor que acariciaba su vientre desnudo, se incorporó un poco y, con sus brazos liberados, abrazó el pequeño cuerpo tiernamente, con mil precauciones, acaso con miedo de romperlo.

* * *

El humo había ennegrecido el cielo. Sabah ya sólo era un montón de ruinas calcinadas.

Scheherazada, con Joseph apretado contra su pecho, no conseguía apartar los ojos de los muros cubiertos de cenizas.

Hacía una hora, los hombres la habían obligado a salir antes de prender fuego a la casa. Último gesto de crueldad inútil. O tal vez era el precio que tenía que pagar a cambio de salvar su vida y la de su hijo. Al menos, eso era lo que ella había deducido.

Sabah… El tesoro de Yusef Chedid reducido a la nada por la voluntad de algunos miserables.

Michel… Nadia… Aisha…

¿Era real todo aquello? ¿O acaso era víctima de uno de esos espejismos que corren por el desierto y visten la imaginación con mil sortilegios?

Puso una rodilla en tierra. El contacto del suelo le recordó un tiempo lejano, cuando, siendo muy pequeña, sentía el placer de tenderse en la arena para impregnarse de su calor. Habría dado cualquier cosa por ver aparecer a uno de aquellos escamoteadores que reinaban habitualmente en la orilla del lago del Ezbequieh; le habría suplicado que realizase el juego de magia sublime: el que habría permitido obligar al tiempo a volver sobre sus pasos. Pero no había ningún escamoteador. Por otra parte, si se hubiera presentado, no habría tenido nada que ofrecerle. Ella ya no poseía nada: únicamente a su hijo.

Y ahora… ¿adónde ir? ¿Qué iba a ser de ellos?

Ya verás… Es un lugar mágico.

Scheherazada reprimió un estremecimiento.

La voz de su padre acababa de llorar en su memoria.

Casi simultáneamente, se unió a esa voz la del tocador de nai…

Algún día, arusa, cuando estés cansada de los hombres, te acordarás de la alquería de las Rosas. Es un rincón del Edén.