Capítulo 2
NADIA Chedid bebió de un sorbo la última gota de café turco y posó delicadamente la taza en el platillo, con el fondo vuelto hacia arriba. Según un ritual ya familiar, hizo girar tres veces la taza sobre sí misma e interpeló a una de las dos mujeres, la de más edad, que estaba sentada no lejos de ella.
—Señora Nafisa, esta vez no escaparás. Vas a tener que leerme el porvenir.
Inclinada sobre una pieza de tela de seda, la mujer adoptó un gesto de aburrimiento.
—Querida amiga, ¿por qué tratas de conocer nuestro destino si, de todas maneras, no podemos cambiar nada en él? Por otra parte, te confesaré que no leo ya las tazas desde que anuncié a mi marido que vería la derrota cuando decidió apoderarse de la ciudadela de El Cairo. Por desgracia, él no me escuchó…
Como Nadia iba a protestar, la mujer se apresuró a añadir:
—Pero tú no tienes mi suerte entre tus manos. Así que haré una excepción. Sin embargo ten paciencia. Ahora debo decidirme. Esta tela es realmente espléndida, pero ¿me sentará bien su color?
Apoderándose del tejido, desenrolló un trozo y la colocó sobre su mejilla.
—¿Qué crees tú? ¿No contrasta esto demasiado con mi piel de leche?
Sin esperar la opinión de su amiga, volvió a colocar el tejido en el sofá echando pestes:
—¡Dios santo, qué poco me gusta!
En realidad, aunque el físico de Nafisa no respondía en nada a los cánones habituales de la belleza, no por ello dejaba de poseer un encanto y una personalidad excepcionales. Nafisa Khatún era conocida por todo el mundo con el nombre de señora Nafisa, y también como la Blanca, en razón de sus orígenes caucasianos. Antigua esclava, se casó en primeras nupcias con un hombre que había representado un importante papel en la historia egipcia: Alí Bey, fallecido algunos años antes. Actualmente era la esposa de uno de los amos todopoderosos de Egipto, el mameluco Murad Bey. Unos sinceros vínculos de amistad se habían establecido entre ella y Nadia Chedid, vínculos que había facilitado la proximidad de sus respectivas residencias.
—¡Señora Nafisa, es usted muy severa consigo misma! Conozco a más de una mujer que estaría encantada de poseer una piel tan clara.
La Blanca lanzó una mirada reprobadora hacia la que acababa de intervenir.
—Sabe usted, Françoise, que tengo horror a los cumplidos falsos.
—Sin embargo insisto. Tiene usted una piel admirable.
Françoise Magallon, una morenucha cuarentona, tenía un aspecto afable y simpático. Era francesa y estaba casada con un representante marsellés de la Casa Bardon, Charles Magallon, desde hacía poco segundo diputado de la Nación francesa[22].
Asociada a su marido, Françoise vendía en Egipto galones y cintas, pasamanería y tejidos raros salidos de las manufacturas lionesas. Hábil para satisfacer la coquetería de sus clientes, había conquistado en el mundo femenino de El Cairo una situación única que le permitía acceder libremente a los harenes, así como a las mujeres de los poderosos; gracias a la cual Charles Magallon había sido dispensado por las autoridades francesas de la prohibición que pesaba sobre los comerciantes de mantener junto a ellos a sus esposas o a sus hijos.
—A mí también me parece que nuestra amiga tiene razón —replicó Nadia—. Pero qué importa: ese azul zafiro te sienta de maravilla.
La señora Nafisa deslizó maquinalmente la mano por sus cabellos, que caían en anillos rizados sobre sus hombros.
—Está bien. Sois demasiado fuertes para mí. Sin embargo insisto. Françoise tendrá que hacerme un precio mejor. Después de todo, ¿no soy yo su clienta más fiel?
Françoise Magallon, a quien sus años de presencia en Egipto habían familiarizado con toda clase de regateos, no se mostró en absoluto sorprendida por la demanda; por el contrario, respondió con su más amable sonrisa:
—Sett Nafisa, el dinero no tiene ninguna importancia. Pagará usted lo que quiera. O nada, si ése es su capricho.
—Tenga cuidado, que no le tome la palabra. Lo lamentaría. Pero seamos serias: creo sinceramente que sus telas son cada día más caras. ¿Qué es lo que ocurre? ¿Acaso los turcos han decretado un bloqueo de los tejidos?
La francesa hizo un gesto de embarazo.
—¿Puedo ser sincera? Es a su esposo, su excelencia Murad Bey, y a su amigo Ibrahim a los que habría que preguntárselo. Son ellos los principales responsables de esta inflación.
—Si lo he entendido bien, se trata siempre del mismo problema.
—Por desgracia, sí. Vejaciones[23] de todas clases han caído de nuevo sobre los negociantes franceses. La mayor parte de ellas son injustificadas, por no decir todas. Las casas Varsy de Rosetta, Neydorf, Caffe o Baudeuf, por citar sólo a algunas, están al borde del abismo.
La señora frunció las cejas.
—Que el Todopoderoso me sirva de testigo; yo, sin embargo, he hecho lo necesario ante Murad.
—Y Charles y yo lo sabemos y lo agradecimos, porque las presiones se habían atenuado. Pero han pasado dos meses desde su última intervención. Y hace algunos días…
Nafisa la interrumpió.
—Todo ha empezado de nuevo. Muy bien. En cuanto se presente la ocasión, hablaré de ello a Murad.
—Gracias. Mil veces. Mientras tanto espero que usted no tendrá demasiado en cuenta mi excesiva franqueza. Por desgracia, sólo usted puede avenirse a razones con su excelencia.
—Ya se lo he dicho. Haré todo lo que pueda. Sin embargo sepa que el poder de una esposa tiene sus límites. Las cóleras de Murad son temibles.
Nadia Chedid, que había callado hasta entonces, se entrometió en el diálogo:
—¡Las de Yusef lo son más todavía! Cuando se enciende, todo Sabah arde.
Nadia hizo una pausa y se dirigió a la francesa:
—A propósito. No olvide que mañana por la tarde tendrá lugar la fiesta. Espero que Charles estará entre nosotros.
—Naturalmente. Hace poco que ha regresado de París. Sé que le dará una gran alegría verlos de nuevo. ¿Y usted, Sett Nafisa? Vendrá, ¿no es cierto?
La Blanca dijo que sí, con la mente en otra parte:
—Sinceramente…, ¿creen ustedes que este azul le sienta bien a mi tez?
* * *
Centenares de hachones proyectaban su luz vacilante sobre el dominio de Sabah y el cortejo de los invitados no acababa de diluirse a lo largo de los senderos entre los parloteos y las risas.
Se habían instalado largas mesas sobre caballetes, en las cuales se amontonaba una multitud de platos que embalsamaba el aire con aromas de comino y de anís: hojas de vid rellenas, kebbeh de piñones, ensaladas multicolores, frutas secas y pastelillos impregnados de miel. En lugares aparte, los carneros ensartados en espetones giraban entre un olor a aceite caliente y a especias.
Unas tiendas cuadradas habían sido levantadas en un ángulo del jardín para abrigar del fresco nocturno a los invitados. Cohortes de suffraghis[24]] —sudaneses en su mayoría— vestidos con galabiehs de una blancura inmaculada y el talle ceñido por anchos cinturones púrpura, se apresuraban a responder al más modesto de los deseos expresados. Aparte, detrás de los telones de palmeras, ascendían los ecos de un laúd y de una darbuka[25].
Todas las personalidades con que contaba El Cairo se habían reunido allí esa tarde: ulemas[26] enturbantados, intendentes coptos, mamelucos, dignatarios otomanos, entre ellos Abu Bakr, gobernador de El Cairo, bajá de nueve colas[26a], individuo aceitoso y panzudo que se movía bajo el cielo constelado de estrellas como cansado de llevar el más alto de los títulos honoríficos turcos.
En realidad, esta galaxia de personajes heteróclitos sólo vibraba por la presencia de dos seres. Los invitados de honor de los Chedid. Dos hombres de singular destino que personificaban por sí solos el poder y la gloria, la debilidad y la miseria de Egipto: Murad, el esposo de la señora Nafisa, e Ibrahim Bey. Ambos mamelucos. Ambos antiguos esclavos[27]. Y hoy, a pesar de la presencia otomana, auténticos dueños del país.
Bajo unas apariencias fraternales, esos dos seres eran rivales en ambición y ambos estaban igualmente ávidos del poder supremo. Había entre ellos una alternativa continua de conflictos y de reconciliaciones cuyos gastos eran siempre pagados por la población. Porque en la única cosa sobre la cual se mostraban invariablemente de acuerdo los dos personajes era el sistema de depredaciones y de rapiñas con el que aplastaban a porfía el país.
Bajo la tienda central, Murad Bey estaba tendido a medias en el diván de honor. Era un cincuentón pelirrojo y rechoncho, con las facciones ensombrecidas por una espesa barba que enmascaraba parcialmente un largo chirlo[28] de sable, secuela de sus múltiples combates. A los vestidos ricos y pesados prefería habitualmente la simplicidad de una chilaba sobre la cual se ponía un caftán negro, su color preferido. Pero esa noche, sin duda para la ocasión, se había vestido con una camisa de seda púrpura metida en un ancho pantalón bombacho. Un chaleco de paño cubría su tórax, a su vez recubierto con una pelliza forrada de marta.
Murad Bey se inclinó hacia su anfitrión:
—Una velada excepcional, querido amigo. Te felicito. Tu reputación de hombre de gusto encuentra aquí su coronación.
Yusef opinó modestamente:
—Es sólo tu presencia y la de mis invitados lo que da brillo a esta fiesta. Murad Bey. Todo el honor os corresponde.
El mameluco se dirigió hacia Ibrahim Bey:
—Y, además, nuestro anfitrión posee la riqueza de las palabras.
Ibrahim aprobó, sin dejar de picotear unas uvas doradillas cuyas pepitas escupía en el suelo. Apenas levantó la cabeza cuando las colgaduras de la puerta se separaron y dieron paso a un hombre de hermosa presencia, seguido por Charles Magallon. En cambio, la mirada de Murad se iluminó.
—¡Carlo Rosetti! Amigo mío. ¡Que Allah te ilumine! Estoy encantado de verte.
El hombre hizo el gesto de inclinarse, provocando en el mameluco una expresión afectada:
—Nada de eso entre nosotros, Carlo. ¿Acaso soy un extraño para ti?
Ignorando voluntariamente la presencia de Magallon, arrastró a Rosetti hacia el diván.
—Ven, siéntate a mi lado.
Con cierto embarazo, el veneciano designó a Charles:
—Excelencia, conoce usted sin duda a…
Murad movió la cabeza, indiferente.
—Sí, sí. Naturalmente. El segundo diputado de la Nación francesa… Y tú, Carlo —señaló a Yusef—, ¿conoces a nuestro anfitrión?
—Evidentemente. Además, casi somos de la misma sangre, puesto que mi esposa es también griega católica[29].
Rosetti saludó respetuosamente:
—Esta recepción es como un encantamiento, Yusef effendi[29a].
Mientras hablaba, el veneciano cogió el brazo de Magallon.
—Creo que el señor diputado tampoco le es desconocido —murmuró con una sonrisa forzada.
—¿Cómo había de serlo? —respondió Yusef tendiendo calurosamente la mano al francés—. Su esposa viste a la mía con las más bellas sedas. Venga, tome asiento.
Magallon cumplió la orden bajo la mirada irritada de Murad Bey. El mameluco, con cierta rudeza, posó ostensiblemente la mano sobre el hombro de Rosetti y habló para la concurrencia:
—¿Saben ustedes que conozco a Cario desde hace más de siete años?
—Seis —rectificó Rosetti.
—Si tú lo dices… Fue en Alejandría. Naturalmente, él no era todavía cónsul de Austria, sino un simple negociante de tejidos.
Apareció en mi casa con los brazos cargados de sedas de las Indias o de no sé dónde. Me apresuro a decirles que yo no tenía entonces la intención de comprar nada, ni el menor trapo de Alepo. Pero no contaba con el encanto italiano.
—Veneciano —corrigió de nuevo Rosetti cortésmente.
—¡Ah! ¡Reconozco ese orgullo! ¿O será un amor por la precisión?
El mameluco soltó una ostentosa carcajada, apuntando con un índice profesoral a la asamblea.
—No hay que confundir nunca a un veneciano de un italiano. He aquí una de las cosas que nuestro amigo me ha enseñado… Por desgracia, como podéis comprobar, debo de ser un mal alumno. O bien no tengo nada de memoria.
—¡Oh! Murad Bey —protestó Yusef—, ¿de qué serviría la memoria sin el instinto y el espíritu de empresa? Dos cualidades que usted domina mejor que nadie.
—¿Lo oyes, Cario? He aquí alguien que sabe expresarse. He aquí unas palabras que son como miel para mi corazón.
Murad frunció las cejas y consideró amargamente al francés.
—Y eso que no se puede decir que algunos sean muy ricos en miel. ¿No es verdad, señor Magallon?
—Excelencia, no seré yo quien le haga saber que son las abejas las que fabrican la miel. Y las abejas suelen carecer de diplomacia cuando se sienten agredidas.
Murad emitió una risita burlona:
—Estoy desolado, pero no he entendido nada. Probablemente carezco de sutileza. —Y añadió, acerbo—: ¿Qué quieren ustedes? Sólo soy un simple mameluco. Las finezas occidentales se me escapan.
Algunas risas forzadas brotaron entre los asistentes.
—De todas maneras, odio las abejas. Las desprecio.
—¿Tanto como despreciáis al pueblo, mi señor?
—¿El pueblo? ¿No sabe usted que el pueblo debe ser tratado como se trata el sésamo? ¡Hay que prensarlo, aplastarlo para sacar su aceite!
Una tensión repentina invadió la tienda. Yusef, muy pálido, lanzó una mirada desesperada hacia su esposa, la cual, desconcertada, cogió maquinalmente la mano de la señora Nafisa.
Pasó un tiempo. El mameluco parecía al acecho.
Alguien carraspeó. Rosetti trató de llamar la atención de Magallon. Pero éste parecía estar en otra parte.
Con el labio inferior un poco tembloroso, el diputado se levantó lentamente y se dirigió a su anfitrión:
—Perdóneme, pero se hace tarde. Y el camino es largo hasta El Cairo.
—Comprendo —dijo Yusef, con una torpe precipitación.
El francés se adelantó seguidamente hacia Murad y le miró de hito en hito, antes de dejar caer, con una cortesía forzada:
—Que la noche le sea propicia, excelencia.
Apenas hubo desaparecido, cuando el mameluco dio rienda suelta a su furor:
—¡Estoy harto de tener que soportar a gente de su especie! ¡Harto! ¡Esa raza de cavadjas[30] sólo sabe gemir y lamentarse! Pero ¿qué es lo que quieren? ¡Si no están satisfechos que reembarquen! La mar es vasta, el mundo es infinito. ¡Yo seré el primero que les fletaré un barco! ¡Mañana, esta misma noche! Allah es testigo de que han acabado con mi paciencia.
Algunas voces de aprobación se alzaron.
Murad señaló con su índice la entrada de la tienda y redobló su exasperación:
—¡Hay límites que no se pueden franquear! ¡Si no, el rayo del cielo podría abatirse sobre sus cabezas! Tú, Cario, tú ¿puedes explicarme las razones de esa agresividad constante? ¿Por qué?
El cónsul hizo una corta inspiración.
—Usted sabe, Murad Bey, de qué proviene todo eso. Los negociantes franceses se sienten amenazados en la posesión de sus bienes, e incluso en su seguridad personal.
—¡Basta! ¡No quiero volver a oír esas pamplinas! La comunidad occidental no tiene más que quejarse ante las instancias otomanas. ¡A Estambul! ¡Yo no tengo nada que ver con todo eso!
—Pero yo me expreso en tu propio interés, Murad Bey. Magallon acaba de hablarme de esos nuevos gravámenes que les quieren imponer y…
—¡Pamplinas, Cario! ¡Chismes!
Murad tomó a Ibrahim por testigo.
—¿Has oído tantas inepcias?
Su correligionario adoptó de entrada un aire ofendido.
—Sin embargo —insistió Rosetti—, el problema sigue ahí.
La expresión de Murad se endureció:
—¡Esa gente no trafican por su cuenta, que yo sepa! Sólo están aquí como representantes de los grandes negociantes de Marsella, esos que llaman los Mayeurs, ¿no es verdad?
Rosetti asintió.
—Y ésos, los Mayeurs, ¡están cubiertos de oro! Su riqueza supera la del más rico de los mamelucos. Entonces, ¿de qué se quejan?
Ibrahim comentó a su vez:
—¡Hacen auténticas fortunas a costa nuestra! Y eso sólo con el comercio de telas. ¿Puede negarlo, Rosetti?
—Todos sabemos, honorable bey, que los tejidos son lo esencial del comercio de este país y, por así decir, el único recurso que les queda a los establecimientos franceses. Además, has de reconocer que la calidad…
—¡Hablemos de la calidad! En cuanto pueden, los fabricantes nos timan. Apretando un poco más los hilos los hacen pasar por tejidos ingleses. ¿No es ése un comportamiento que merece las peores «vejaciones»?
—Por otra parte —precisó Murad—, cuando se trata de venderles incienso o mirra, ellos refunfuñan al pagar el precio regular. Hasta las hojas de sen[31] se nos compran por un puñado de dátiles.
El agente consular hizo una mueca de impotencia.
—Los importadores no tienen la culpa de que los médicos occidentales ya no prescriban el sen a los enfermos, y de que, en consecuencia, los boticarios dejen de procurárselo.
Murad partió de una risa irónica.
—¡Vaya! Ahora, si los negocios van mal, los boticarios son los responsables… ¡Es lo que me faltaba oír!
Una vez más buscó la ayuda de Ibrahim. Era como si los dos señores se hubiesen convertido en gemelos.
Pasó un rato, al cabo del cual los rasgos del mameluco parecieron distenderse. Se dejó caer pesadamente entre los almohadones.
—Me fatigas, Rosetti effendi. ¿Por qué? ¿Por una cincuentena de negociantes?[32]. En otra ocasión volveremos a hablar de esto. ¿Quieres? Pero esta noche, por el Profeta, déjame disfrutar el placer de esta velada.
Para los que ignoraban la amistad que unía a los dos hombres, el retroceso del mameluco podía pasar por debilidad.
El veneciano movió la cabeza con un aire abatido.
—No querría entristecerte de ningún modo. Como tú quieras, Murad.
Pero la abnegación del agente consular llegaba demasiado tarde. La atmósfera ya no era de fiesta.
Acodada en la ventana de su habitación, Scheherazada no había perdido nada de los festejos. Escrutaba, fascinada, los detalles de los vestidos, el movimiento de las túnicas y, sobre todo, el aspecto de los trajes occidentales y la magia esplendorosa de las joyas.
La niña debería estar durmiendo a estas horas, pero ella se burlaba de ese precepto. ¿Por qué no tenía derecho a unirse con aquellas personas? ¿Por qué esas injustas obligaciones de la edad? Si a semejanza de su hermano hubiera podido elegir, sin duda no habría tenido ni la sombra de una duda. Pero, ante su gran asombro, Nabil se había negado en seco. Cuando ella le preguntó, él se había limitado a replicar con un increíble desprecio: «Tú no conoces nada de la vida, Scheherazada. Nada. Sólo eres una pequeña tonta que no ve más allá de la punta de sus sandalias». Y cuando ella insistió, Nabil respondió aún con mayor arrogancia: «Nuestro padre vive de rodillas. Yo viviré con la cabeza alta. No tengo nada en común con ese fango abyecto».
A Samira, por su parte, al contrario que su hermano, no tuvieron que rogarle. Y la niña la había espiado mientras pasaba de un vestido a otro, probaba sus afeites o giraba delante de su espejo como una mariposa febril.
Scheherazada se inclinó un poco más hacia adelante e intentó encontrar a su hermana entre los invitados. Examinó una por una las siluetas, esforzándose en descubrir, entre aquel derroche de colores atenuados por la luz imprecisa de los hachones, el vestido de organdí de Samira. Pero ¿dónde se había metido? Sin embargo, ella estaba segura de haberla visto unos minutos antes discutiendo con una pareja de occidentales. ¿Habría regresado ya a su habitación? Eso habría sido sorprendente. Scheherazada conocía lo suficiente a su hermana para saber que nunca habría abandonado una velada como aquélla antes de agotar allí todos los placeres.
Pero ¿no era ella la que se alejaba con lentos pasos hacia la tupida masa de árboles, lanzando furtivas miradas por encima de sus hombros? ¿Qué estaría maquinando? Se apartaba cada vez más. Muy pronto iba a desaparecer de la vista de todos.
La última cosa que vio Scheherazada fue el vestido de organdí, que parecía flotar en el aire antes de desvanecerse, absorbido por la noche.
* * *
—Ya estaba convencido de que no vendrías —susurró el hombre al descubrir a Samira, que se acercaba a él.
—No ha sido fácil. Mis padres… Toda esa gente. Pero lo había prometido. ¿Has olvidado que yo cumplo siempre mis promesas?
La muchacha giró sobre sí misma con una expresión coqueta.
—¿Te gusto?
—Como siempre.
El hombre trató de aprisionar su muñeca, pero ella se le escapó en una nueva pirueta.
—¿Por qué? ¡Tenemos tan poco tiempo!… No puedes imaginar las estratagemas que he tenido que inventar para que me invitasen aquí esta noche.
—De todos modos, eres un personaje importante.
Esto fue dicho en un tono interrogativo.
—¡Naturalmente! ¿Qué imaginas? ¡Soy temido y considerado!
—Está bien. Yo soportaría mal que mi amante fuese alguien anodino.
El hombre trató de tomarla en sus brazos, pero ella se retrajo.
—¿Estás seguro de quererme? —preguntó ella con una sonrisa ambigua.
—Me muero por ti.
—¿De veras?
El hombre frunció las cejas, ligeramente exasperado.
—Pero, en fin, Samira, ¿a qué estás jugando? Hace tres meses que nos vemos y te he demostrado cien veces mi amor.
—Tal vez. Pero en esos tres meses, amor mío, ¿no has comprendido todavía que soy una insaciable?
—¡Una insaciable!… —repitió él, turbado—. Sí, me he dado cuenta.
Una sensualidad animal había cubierto repentinamente sus rasgos. Continuó contemplándola, pero esta vez no intentó atraerla hacia él.
Fue ella la que se adelantó.
Con una lentitud estudiada, comenzó a desabrochar los tres botones superiores de su guerrera y desnudó parcialmente su tórax.
—Adoro tu piel…
Él no se movió. La dejó infiltrar sus dedos bajo el tejido adamascado.
Samira le acariciaba lentamente. Su palma estaba fría, pero era suave.
La muchacha apoyó su cuerpo contra el de él. Ambos conservaron sus brazos caídos a lo largo de su cuerpo; como por juego, para probar su resistencia. Con inocencia, la mano de Samira se deslizó furtivamente hacia la entrepierna del hombre y se inmovilizó allí.
—Una insaciable… —dijo ella en un soplo—. No sabes hasta qué punto…
Él no le dejó acabar la frase. Con un impulso fogoso se acercó a sus labios y los besó con pasión. Casi simultáneamente sus manos ciñeron su talle, descendieron hasta debajo de las caderas y levantaron febrilmente el vestido, con el fin de percibir mejor el contacto de sus muslos, la curvatura de sus riñones y algunas regiones más íntimas de su cuerpo. La muchacha le dejó hacer, atraída por una especie de llamada muda que anulaba en ella toda resistencia, y sus manos se crisparon sobre los hombros de su amante. Entonces dijo, con una voz casi inaudible:
—Eres muy bello. Como un sol.
Él bebió de nuevo en sus labios.
Era verdad que, con su uniforme de jenízaro, miembro de la sexta compañía, el turco Alí Torjmane parecía un semidiós.