Capítulo 15

LA singular ululación de las mujeres estalló por encima del martilleo de las tablas[120] y de los címbalos. Era el 18 de agosto, tres días antes de que se festejase el cumpleaños del general en jefe; hoy era la fiesta del Nilo. Una de las más grandes fiestas nacionales de Egipto[121]. Se celebraba ese día la crecida del río rey. El día bendito del año en que su nivel es más alto.

Son cerca de las seis de la mañana. La enorme bola del sol se eleva lentamente por encima de la isla de Rodah. El horizonte es de un rojo granate y el aire aparece inmóvil entre los eucaliptos y los sauces llorones. Algunos milanos derivan por el cielo. Las riberas están negras de gente y las márgenes del canal, el khalig[122] que atraviesa El Cairo, también están invadidas. A través de este foso se precipitaron en algunos instantes las aguas sagradas. Inundaron una parte de la ciudad y se llevaron la fertilidad al campo. Al cabo de unos días, el limo, ese abono mágico, hinchará la tierra y devolverá la vida a los barros desecados.

Acompañado de todos los genérales, del estado mayor del ejército, del kiaya[123] del bajá, del aga de los jenízaros, aquel que el pueblo modesto ya sólo llama Abounaparte o el sultán el-kébir[124], avanza en dirección del nilómetro, con ese paso seguro, propio de los conquistadores, saludado por varias salvas.

¿Quién habría podido imaginar lo poco que faltó para que el generalísimo asistiese a esa ceremonia disfrazado de jeque, con el cráneo cubierto por un turbante adornado con una pluma de oca, el cuerpo enfundado en una larga túnica adamascada, la cintura ceñida y los pies calzados de babuchas? La víspera ya se había puesto ropas orientales, encantado de su idea; pero, cuando se presentó ante su estado mayor, las carcajadas que saludaron su aparición le devolvieron enseguida a unas más sobrias opciones vestimentarias.

Alineada en las orillas del canal, una gran parte de la guarnición francesa en armas proyecta sus sombras. Sobre el río mismo, la flotilla aparece empavesada: los banderines azules, blancos y rojos ponen sus manchas luminosas sobre el fondo del cielo.

Abounaparte se detiene al pie del mekias y ocupa su lugar bajo un dosel con franjas de oro especialmente alzado para la circunstancia.

Un responsable se inclina para medir el nivel del río. En espera del resultado, un respetuoso silencio se establece entre la multitud.

—¡Veinticinco codos!

—¡Veinticinco codos! —repite la muchedumbre, entusiasmada con esa cifra.

Y con razón: es el nivel más favorable obtenido desde hace un siglo. La crecida será ideal. Ni demasiado poco ni demasiado abundante.

El pueblo da rienda suelta a su alegría. Se dirigen al cielo unas acciones de gracias en las que extrañamente se confunden los nombres del Profeta y el del sultán el-kébir. Como para creer que el hecho de la sola presencia del generalísimo no fuese ajena a ese favor del cielo.

Se da la señal de abatir el dique que represa las aguas. Desde los primeros golpes de pico, los músicos franceses y los egipcios comienzan por turno sus aires populares.

De pie en la calesa familiar, frente a la isla de Rodah, Scheherazada y Michel contemplan el espectáculo. Es la primera vez que la muchacha asiste a la fiesta del Nilo. Cuando su esposo le sugirió aquel día acudir a verla, Scheherazada comenzó resistiéndose. Temía esos regocijos públicos y los excesos a que podían dar lugar. Por otra parte, no tenía moral para ello. La herida causada por la pérdida de su hijo seguía aún dolorosamente viva. Pero ahora que estaban aquí, ya no lamentaba el haber cedido a las instancias de su marido. Esos colores que danzaban en torno a ella alegraban un poco la grisalla de los últimos días. Sobre todo, allí estaba el pueblo, ese pueblo harapiento que, desde la noche de los tiempos, ha convivido siempre con la miseria, la enfermedad, el hambre y las moscas. ¿De dónde nacía aquella aptitud única para poder soportar sus desgracias milenarias sin quejarse jamás, sin apartarse nunca de su risa ni por inadvertencia? ¿Quizá de la magia del Nilo?

Y Abounaparte, que se decía a sí mismo: Nunca he visto un pueblo más miserable, más ignorante y más embrutecido. Pero había que perdonar a aquel rumí. ¿Cómo podía saber él que venía de otro mundo, que el egipcio nace con un papiro en el corazón dónde está escrito en letras de oro que la broma salva de la desesperación?

Los ancianos, con las mejillas comidas por sus barbas grises, se habían vuelto repentinamente juveniles. Sus pupilas, roídas por la oftalmía, habían recobrado su luz. Bajo la sumisión de su velo, las mujeres se permitían tal vez —¿quién sabe?— el lujo de algunas expresiones libertinas. Los niños chapoteaban en el fango como si se tratase del patio de un serrallo. Durante una hora, porque era la hora de la fiesta, y hubiese sido ofensivo para los dioses y para Allah no vivir plenamente el instante. Más asombroso aún era aquella manera infantil de ovacionar riendo a sus nuevos amos, de la misma manera que, en tiempos más antiguos, habían aclamado a Ramsés, a Alejandro, a César y a Saladino.

¡Cuántas cosas hacen reír a los egipcios con una risa que escolta a los llantos!…

El dique acaba de romperse. El Nilo se precipita como un torrente en el canal. La artillería francesa truena para llevar hasta muy lejos el anuncio del acontecimiento. Es arrojada a las aguas una estatua de arcilla que representa a la novia del Nilo. Al mismo tiempo se produce una formidable manifestación de alegría. Los hombres y los adolescentes se lanzan vestidos al río[125]. Las muchachas arrojan en él mechones de sus cabellos y unas piezas de tela que algún día servirán de sudario para ellas o para alguno de los suyos. Simultáneamente, partiendo de Bulaq, centenares de barcos entran en el canal para lograr la recompensa destinada a la tripulación que llegue la primera. El propio Abounaparte entregará el premio.

Acabada la carrera, el general reviste con una pelliza blanca al funcionario que preside la distribución de las aguas, y de una pelliza negra al hombre encargado de vigilar el nilómetro, y comienza a prodigar copiosas limosnas que el pueblo se disputa con la fiebre que es de imaginar.

Los músicos de los dos países parecen desencadenarse y sus sones se encabalgan en una cacofonía ensordecedora.

El general saluda con la mano. Se inclina torpemente, a la manera oriental, y luego se decide a dar la señal de partida. Su estado mayor y los jeques le ajustan el paso: dirección plaza del Ezbequieh, antigua residencia de Elfi Bey.

Por uno de esos efectos que suele producir el azar, François Bernoyer se encuentra caminando al lado del nuevo gobernador de El Cairo, el general Dupuy.

El jefe del taller de vestuario del Ejército de Oriente comenta con sincero entusiasmo:

—El pueblo es feliz, mi general. Parece aceptar nuestra presencia. Se diría que la aprecia. ¿No le parece a usted?

Dupuy sonríe.

—Totalmente, amigo mío. Totalmente. Ése era precisamente el objetivo buscado. Engañamos a los egipcios con nuestro apego simulado a su religión, en la que ni Bonaparte ni nosotros creemos. Sin embargo, y dígase lo que se diga, este país se convertirá para Francia en una tierra inapreciable. Y antes de que el pueblo ignaro salga de su estupor, todos los colonos habrán tenido tiempo para hacer sus negocios.

Bernoyer parece desbordado. El otro prosigue:

—Es verdad, el carácter de los habitantes se suaviza. Nuestra manera de actuar les parece extraordinaria y, poco a poco, tal como usted lo hacía notar justamente, les resultamos menos feroces, aunque estemos obligados a tenerlos bajo un régimen severo para asignarles un temor necesario, castigando a algunos de vez en cuando; esto los mantendrá en el punto en que deben estar[126].

Satisfecho de sus palabras, Dupuy aborda otro tema.

Pero François ya no escucha. Se dice que Dominique, su tierna esposa aviñonesa, tenía mucha razón: ¡Dios mío, cómo pudo ser tan ingenuo!

* * *

—Mira —dijo Michel, designando el cortejo—. Es curioso. Yo le había imaginado más alto.

—¿A quién? —preguntó Scheherazada, con la mente en otro sitio.

—¡Pues al sultán el-kébir! No debe de medir más de cinco pies. Eso es poco para un general, ¿no te parece?

—Tal vez. Pero tiene una cabeza muy grande. Lo uno compensa lo otro.

Scheherazada frunció las cejas para examinar mejor al nuevo dueño de Egipto. Su figura no le pareció muy hermosa. Tenía los rasgos pronunciados, una frente ancha, unos labios finos. Sólo su expresión tenía algo de singular. Una mirada muy viva, inquisitiva, esa clase de mirada capaz de traspasarte el cráneo. ¿Qué sentiría en este momento, mientras las voces cantaban sus alabanzas y las del ejército francés, maldiciendo a los beyes y a su tiranía? Pero ¿eran realmente las voces del pueblo o sólo las de los coptos y las de los cristianos[127]?

Pero tal vez el generalísimo pensaba en el lote de mujeres de Asia que se hizo entregar para olvidar a la infiel Josefina, y que desgraciadamente no pudo consumar… en razón —explicó— de sus despojos canallas y del hedor que emanaba de ellas. O quizá sus pensamientos corrían hacia aquella chiquilla de apenas dieciséis años, la pequeña Zeinab, hija del jeque El-Bakri, a la que había echado el ojo[128]. Seguro que la cabalgaría aquella noche. Y la tomaría de la misma manera en que dos años antes había tomado Italia. No sería amor, sino razzia[129].

—… Scheherazada…

Alguien acababa de llamarla por su nombre.

—Que la paz sea contigo.

Ella se volvió. Una mujer se había detenido al pie de la calesa. Llevaba a un niño de la mano.

Si Michel tardó algún tiempo en reconocerla, Scheherazada, en cambio, no vaciló. Saltó al suelo y tomó a su hermana entre sus brazos.

Las dos mujeres estuvieron enlazadas un largo rato. Samira fue la primera que se soltó.

—Tú, tan bella como siempre…

—Y tú, como siempre, tan apetitosa…

—Mi hijo —dijo Samira, mostrándole al muchacho que tenía al lado—. Alí.

Al niño le precisó:

—Te presento a tu tía… Scheherazada…

Scheherazada levantó al niño hasta sus labios.

—Es guapo. ¡Que Dios le guarde!

—El vivo retrato de su padre —dijo Samira.

Y añadió en un tono neutro:

—Excepto la nariz. La nariz es la de su abuelo.

Scheherazada señaló a su esposo.

—No habrás olvidado a Michel…

—Seguro que no. Tu víctima en el juego de damas.

—Y, desde hace unos meses, mi marido.

Samira no pareció sorprendida.

—Está bien. Mil mabruks.

Se dirigió más especialmente a Michel:

—Mi hermana es una tigresa. Serás tú el que deberás tener paciencia. Creo que ella fue elegida muy bien. Que Dios os conceda prosperidad y largos años de dicha.

Samira se encorvó un poco.

—Yo no he tenido esa suerte. Alí murió.

—¿Cuándo? ¿Cómo?

—Hace casi un mes. Asesinado por un loco.

Les contó en dos palabras el episodio de la taberna, el expeditivo castigo infligido por Grano de Granada.

—Es atroz —dijo Michel, sinceramente impresionado.

—Yo tropecé un día con ese individuo —confió Scheherazada—. Es Satán en persona.

Compasivamente, rodeó con el brazo el hombro de su hermana.

—Mi pobre Samira, lo siento en el alma.

—Es la vida. ¿Qué podemos hacer nosotros?

Scheherazada preguntó con voz vacilante:

—¿Y si volvieras a Sabah? ¿No será mejor? ¿Para ti? ¿Para el muchacho?

—Te lo agradezco. Pero no es posible.

—El pasado está olvidado. Nuestro padre…

—No, Scheherazada. Tu benevolencia me conmueve, pero no insistas. No tengo por qué vivir como una culpable. Y menos aún como una contrita. Si volviera a Sabah, un nuevo problema estallaría tarde o temprano.

—Al menos ven a visitarnos. Nuestra madre sería feliz de conocer a su nieto.

—¿Por qué no? Quizá algún día…

—Prométemelo.

—Quizá algún día… Inch Allah.

Samira tendió la mano a Michel.

—Una vez más, todos mis deseos de felicidad.

—¿Te vas ya? —protestó Scheherazada—. Espera un poco. Todavía tenemos muchas cosas que decirnos.

—En otra ocasión. Unos amigos me esperan.

Mostró a dos personas entre la multitud: a una mujer y dos hombres.

—Te acuerdas de Zobeida, ¿verdad?

Scheherazada advirtió enseguida que los dos personajes que acompañaban a la muchacha llevaban uniformes franceses. Su corazón se encogió.

Su hermana se disponía a irse, pero ella la retuvo espontáneamente.

—Un momento. Por favor. Si no quieres visitarnos en Sabah, déjame al menos que vaya a verte de vez en cuando. Me encantaría hacerlo.

—¿Por qué no? Vivo enfrente de El-Azhar, en una casa que hace esquina con la calle El-Mu’izz. En el segundo piso. Encontrarás la entrada fácilmente. Hay una fuente junto a la puerta.

—¡Samira! ¿Vienes?

Era Zobeida, que se impacientaba.

—Entonces adiós…

Revolvió los cabellos del chiquillo.

—Cuida de tu madre. Que no le ocurra nada malo.

—¿Volvemos a casa? —preguntó Michel.

—Qué tristeza —suspiró ella, con el rostro melancólico.

—Es verdad…

Michel había respondido seguro, en un tono neutro, más preocupado por la pena que adivinaba en Scheherazada que por la condición de Samira.

En el momento en que los caballos arrancaban, todavía comentó muy gravemente:

—No llevaba luto…

* * *

Karim permaneció un momento inmóvil mirando la calesa que se alejaba hacia Gizeh. Cuando el carruaje ya sólo era un punto, decidió partir hacia el Ezbequieh.

Seguía sin saber por qué, cada vez que pasaba por Sabah, Scheherazada se había negado categóricamente a verlo. Sin embargo, siempre había insistido mucho. La echaba en falta. Sobre todo en este momento, cuando se sentía vencido por el desánimo y la soledad. Ya no poseía nada, si es que alguna vez poseyó alguna cosa. Sus sueños de grandeza se habían hundido con el último falucho de Murad. Qapudan bajá… gran almirante… Ahora ya no era nada: sólo un vagabundo, una sombra en busca de otra que llevaba el nombre de Papas Oglou y que seguía siendo inhallable. Algunos marinos supervivientes pensaban que el griego había seguido el surco de Ibrahim Bey camino hacia Siria; otros consideraban que había huido a Esmirna.

Perdido en sus pensamientos, Karim acababa de llegar a la plaza del Ezbequieh. El general francés había regresado al fastuoso palacio de Elfi Bey. La plaza estaba invadida por malabaristas, bufones y exhibidores de monos.

En tiempos anteriores, el lugar había conocido su hora de gloria. Barrio residencial de los emires, el verdor invadía entonces los palacios blancos, innumerables antorchas iluminaban la plaza y los canales eran surcados por decenas de veleros en el momento de la crecida. Se cuenta que, al caer la noche, las lámparas suspendidas en lo alto de los palos arrojaban su luz por las orillas, dando la impresión de que la bóveda celeste vaciaba sobre la laguna todas sus estrellas. La belleza del espectáculo embriagaba entonces el espíritu como un olor de vino. Después la mano del tiempo y los turcos lo habían corrompido todo. Es verdad que los jardines seguían estando allí, pero habían perdido su colorido.

Karim se detuvo un momento, fascinado por un escamoteador que, con una destreza inaudita, hacía aparecer y desaparecer un pedazo de tela debajo de unos cubiletes de hojalata.

Luego prosiguió su camino y pensó que estaría bien que existiesen unos escamoteadores del destino, unos hombres que poseyeran el poder de hacer desaparecer con un simple juego de manos las horas malas de la vida.

Iba a continuar hacia el río cuando su atención fue atraída por un pequeño grupo cuyos amargos comentarios contrastaban con las alabanzas dirigidas unos minutos antes al sultán el-kébir.

—Pero ¿qué busca ese general? —susurró una voz—. Doblegándose a nuestras costumbres, metamorfoseándose en defensor del Profeta, ¿cree poder hacernos olvidar que hemos sido conquistados mediante las armas?

—Defensor del Profeta… —ironizó otro hombre—. ¡Por esa razón sus hombres transforman nuestras mezquitas en cafés! Obrando de ese modo, se comportan como los peores infieles.

—¡Unos hipócritas, eso es lo que son!

—¡Ya hay pruebas! Dentro de tres días es el Eid el-Kébir. Los jeques han hecho saber que este año no habrá ninguna celebración pública. El pretexto invocado es la falta de dinero. En realidad, el general ha comprendido perfectamente que esa negativa a celebrar es una forma de protesta contra su presencia y la de los suyos.

—¡Bravo! ¡Los jeques han actuado bien!

—Sin duda, pero el general ha llevado su trapacería hasta otorgarles las sumas indispensables para la compra de farolillos y antorchas. Para demostrarles, ha dicho, su amistad por el Islam.

El hombre concluyó, fingiendo desgarrar su chaleco:

—¡Qué reviente! ¡Que el Señor de los Mundos lo arroje a su infierno! ¡Ojalá que…!

Sorprendido de no oír el resto de la frase, Karim buscó con los ojos al que acababa de interrumpirse. Tenía un aspecto literalmente petrificado. La cara, blanca como un sudario, miraba fijamente a dos figuras, un hombre y una mujer, que venían hacia ellos a grandes pasos. Una voz gritó:

Bora![130].

Como un relámpago, el pequeño grupo de protestones se diluyó a lo largo de los muelles.

Karim, desconcertado, trató de comprender la razón de aquella desbandada súbita. Las dos figuras se encontraban ahora a un paso de él. Y detrás iba toda una banda de jenízaros. Y Karim comprendió.

Se trataba de Barthélemy Serra y de su mujer. El griego se precipitaba ya sobre él.

—¡Mira quién está aquí! ¡El hijo de Soleimán! ¡El pequeño grumete de Papas Oglou! ¡Saludad al muchacho!

El griego se volvió hacia su esposa. Ésta era enorme, con exceso de carne hasta debajo de las axilas. Y algo asombroso: su cabeza estaba cubierta con un tortur[131], tocado habitualmente reservado a los hombres. Su cuerpo estaba embutido en una túnica que le subía hasta el cuello, la ceñía hasta ahogarla, aprisionaba su cintura y llegaba hasta más abajo de las rodillas. Bajo el tejido, tensado hasta el borde del reventón, se adivinaban unos senos enormes. La mujer apenas era más alta que la cadera de Barthélemy, lo cual acentuaba más aún su aspecto grotesco. En cuanto a su esposo, no iba vestido de manera menos original. Un plumero de seda de colores estaba plantado en su peinado; sus hombros se cubrían con una pelliza bordada con extraños dibujos.

—Loula… Te presento a Karim. Exguerrero de Murad Bey.

La mujer respondió en italiano, con una voz gangosa:

Oune amico de Murad… Chè fortouna…

Karim no rechistó. A la defensiva, no apartaba los ojos de la cimitarra que golpeaba el muslo de Barthélemy.

—¿Sabes que los tiempos han cambiado, amigo Karim? Fuera los mamelucos. Finito los beyes y su despotismo. Asto diavolo! Ahora los patronos son los francos. Y el despotismo soy yo. Grano de Granada, capiche[132]?

El hijo de Soleimán dejó que el griego prosiguiera:

—Estoy muy ocupado. Estoy obligado por la ley a detener a los antiguos colaboracionistas de Murad, de Ibrahim y de los otros. A todos los que han servido al antiguo estado. A tutti.

—Tienes corta la memoria. ¿Has olvidado que, durante años, has estado al servicio de los mamelucos? ¡Pero qué importa! Sigue con la idea que tienes en la cabeza, Barthélemy, y deja de dar vueltas alrededor de tus cagarrutas: me das vértigo y apestas.

Los ojos de Barthélemy parecieron salírsele de las órbitas. Cerró sus dedos sobre la empuñadura plateada de la cimitarra y desenvainó.

El hijo de Soleimán fingió ignorar la amenaza y tomó como blanco a la esposa del griego.

—Es valiente tu hombre, ¿verdad? Debes de estar orgullosa de él. Armado, no teme a nadie. Y menos a los desgraciados que se enfrentan a él con las manos vacías.

Karim continuó, pero esta vez dirigiéndose a Barthélemy:

—Siempre me he preguntado lo que podías valer en un combate con armas iguales. Sé, por desgracia, que quizá no viva el tiempo suficiente para conocer la respuesta. Hiere, pues, amigo, demuestra tu virilidad.

—¡Por mi tortur[133]!. Pero este ragazzo está loco —exclamó la mujer—. ¡Que muera, pues! Adelante, mio amore. Córtale la cabeza, puesto que la tiene enferma.

—Sí —gritaron los jenízaros—. ¡Adelante! Es la suerte que merecen los secuaces de Murad.

Contra todo lo esperado, indiferente a los vítores de los suyos, el griego permaneció inmóvil, con la cimitarra en la mano.

—¡Adelante! —vociferó su esposa, gesticulando—. ¡Mata a ese perro!

—¡Cállate, tripa gorda! —ladró Barthélemy—. No necesito consejeros.

Guardó de un golpe seco la hoja en su vaina y esbozó una sonrisa que era una mueca.

—El djerid… ¿Lo conoces?

Karim, sorprendido, inclinó la cabeza.

—¿El djerid? Naturalmente. Como todo el mundo, he asistido a torneos.

—Perfecto. ¿Qué te parece un duelo? Con armas iguales. Endaxi[134]?

Karim reflexionó un instante. El juego propuesto consistía en un enfrentamiento entre dos jinetes, cada uno de ellos armado del tallo de una palmera —un djerid—, con una longitud de cuatro a seis pies[135], emplumado en una punta y redondeado en la otra. Lanzados al galope, los dos adversarios tratarían de herirse con ayuda de aquella jabalina improvisada. Karim no ignoraba, por haber sido testigo, que bajo el impulso de un brazo virtuoso un djerid podía herir cruelmente. Todo dependía de la destreza y la fuerza del adversario. Por eso la sugerencia de su interlocutor no tenía nada de magnánima. Karim le había visto actuar cuando estaba al servicio de Murad Bey. Era, ciertamente, el jinete más formidable que nunca había conocido. Pero ¿acaso podía elegir?

—¿Por qué no? Pero me gustaría mucho saber lo que nos jugaremos.

—¿Lo que nos jugaremos? ¿Habéis oído? Karim quiere que nos juguemos algo.

Esta vez soltó abiertamente una carcajada, coreada por el resto del grupo; su mujer se reía con más ganas que nadie.

—Lo que nos jugamos es la vida, tu cabecita. Si pierdes, ¡plafff! Si ganas… Pero no soñemos… ¿Adelante?

—¿Dónde? ¿Cuándo?

—Enseguida. Al ponerse el sol. Al pie de las pirámides.

—Para jugar al djerid hace falta un caballo. Y yo no lo tengo.

—Lo tendrás. Uno, diez, veinte. Todos los que quieras.

—En ese caso, acudiré a la cita.

—Acudirás. No puedes elegir. Si tratas de escapar, te encontraré en cualquier parte. Y cuando quiera.

—No te preocupes, Barthélemy. Mi virilidad va conmigo, no en una funda. La llevo aquí —y Karim subrayó la frase con un gesto obsceno—, en mi pantalón.

* * *

El sol se hundía lentamente en la arena. El horizonte estaba malva. Las tres pirámides habían adquirido un matiz pastel. Más abajo, la esfinge, con su cara chata, contemplaba El Cairo, el Nilo y la inmensidad del desierto.

Karim comprobó por última vez la rigidez del tronco que le iba a servir de jabalina. Después de haber peinado las plumas que adornaban uno de los extremos, se dirigió hacia Barthélemy.

—Comparémoslos —dijo apoyando la base de su djerid sobre la arena.

—¿Qué importancia tiene eso? Lo que ha de calcularse no es el tamaño del arma, sino la habilidad del jinete.

—Lo que a mí me interesan son las puntas.

Con un gesto de suficiencia, Barthélemy le tendió su djerid. Karim deslizó sus dedos por el extremo afilado y comprobó enseguida que la punta estaba más embotada que de costumbre. Si la palmera no era lo bastante dura para hundirse en una carne, tallada de esta manera podía ocasionar serias heridas. Considerando que los dos troncos eran de igual calidad, Karim devolvió su djerid al griego.

—¿Es lo bastante agudo para destrozar tu cara?

—Tal vez en mi cara no, pero sí en tus ojos de rata. —Y Barthélemy soltó una carcajada.

—¿Habéis oído? Mis ojos de rata… Este vlakhos[136] está muerto y no lo sabe todavía.

—Si habla de ese modo —comentó Loula— es porque ignora el jinete único que tú eres. Il più favoloso dei tutto il Egypto[137]!.

Barthélemy se dirigió hacia los caballos y montó en un soberbio pura sangre.

—Éste es el mío. Elige tú entre los de mis amigos.

Karim se dispuso a examinar los animales cuando un relincho atrajo su atención. Se detuvo en seco. ¿Era él? ¿Era el más bello semental que había conocido? Tendió su mano hacia el hocico del animal y éste respondió a su caricia sacudiendo fogosamente sus crines.

—¿Dónde lo habéis encontrado?

—Ha sido requisado por los francos —replicó uno de los jenízaros—. ¿Por qué? ¿Te interesa?

—Me quedo con él.

Una carcajada saludó su elección.

—¡El más viejo jamelgo! ¡Decididamente, nuestro amigo tiene la mente enferma!

Indiferente a las burlas, Karim interpeló a Grano de Granada:

—Lo que nos jugamos es mi cabeza, ¿verdad?

—Exacto. Yati[138]?.

—Puesto que has tenido a bien aceptar un enfrentamiento con armas iguales, lo justo sería que tu adversario merezca también su recompensa. Si yo logro ganar el duelo, el animal será mío.

Alguien, sin duda el nuevo propietario del caballo, protestó vivamente:

—No puede ser. Este caballo me pertenece.

Silenzio! —ladró Barthélemy.

Apoyó los puños en las caderas y miró a Karim de arriba abajo.

—Creo que tienes demasiada arrogancia.

—Tú has hablado de un combate justo. ¿La vida de un hombre vale lo mismo que la de un caballo? La balanza se inclina demasiado hacia tu lado.

Un rictus orló los labios del griego.

—Adelante, amigo. No sé por qué me haces perder mi tiempo. De acuerdo en lo del animal. De todas maneras ya no se tiene en pie. Ni siquiera podrá llevarte al infierno.

—¡Un momento! ¿Dónde fijamos el final del combate? ¿En los puntos marcados? ¿A la primera herida infligida?

—No, amigo. La victoria será para el que siga en la silla. Su piel será reventada por mil golpes de djerid. ¿De acuerdo?

En un torbellino de polvo, los caballos se lanzaron en direcciones opuestas. Una vez a distancia, se inmovilizaron.

Karim adivinaba que el semental estaba mucho más tenso que nunca. Era como si, al haber recobrado a su antiguo amo, sólo quisiera saltar sin aguardar ni un instante más. Karim se inclinó sobre el cuello del caballo y, con la punta de las uñas, acarició varias veces su piel, justo entre los dos ojos. Un estremecimiento de placer corrió a lo largo del pelaje de Safir.

Karim, incorporándose, aferró firmemente las riendas, con la mano derecha anudada alrededor del djerid, y lanzó al caballo al galope, hacia adelante.

Los dos jinetes costearon a toda marcha la base de la gran pirámide. El suelo vibraba bajo su galope. Corrían el uno hacia el otro, casi de frente, acercándose con una fogosidad increíble, reduciendo a cada trecho el espacio que los separaba.

Ahora estaban muy próximos. Barthélemy levantó el brazo. El djerid, paralelo a su hombro, se enderezó casi hasta la vertical por encima de la crin de su caballo. Se adivinaban todos sus músculos en tensión. Y una dura expresión animaba su rostro.

El griego aulló:

Allah bala versen[139]!

Y su grito de lobo resonó a través del desierto, hasta la cima de los monumentos de piedra.

Karim ya no lo dudó. Considerando que estaba lo bastante próximo, se alzó a su vez sobre los estribos y arrojó la jabalina con todas sus fuerzas, mirando fijamente el pecho ofrecido del griego.

Loula y los jenízaros retuvieron su aliento. El djerid cortó el aire. Iba a dar en el blanco. Pero en el último momento, con una asombrosa agilidad, Barthélemy liberó una de sus piernas, saltó de la silla y basculó en el vacío. Se habría podido pensar que había caído. Pero no: retenido únicamente por el tobillo a un solo estribo, se había pegado, aplastado contra el flanco izquierdo de su montura.

La jabalina le sobrevoló, pareció flotar y fue a clavarse en la arena, mucho más atrás.

Se oyó una risa triunfal. El griego reapareció, con su djerid de nuevo en la mano.

Llevados por su propio impulso, los dos jinetes se cruzaron durante el tiempo de un relámpago. Apenas pasó Karim, Barthélemy paró en seco a su montura. Y lo hizo con tal violencia que el animal levantó las dos manos delanteras. Su jinete le impuso un giro total. El caballo se encabritó de nuevo, con todos sus músculos sufriendo esa coerción brutal. Con los talones del hombre hundidos en sus flancos, el animal arrancó otra vez, pero ahora en persecución de Karim.

A pesar de que había presentido la maniobra y contando con toda la docilidad de Safir, el hijo de Soleimán no tuvo tiempo de dar media vuelta. Ya no podía elegir. Tenía que alejarse del otro. Más de prisa, cada vez más de prisa. Esperar el momento propicio para virar, para ponerse de nuevo frente a su adversario o, si era preciso, rodearlo. Se encorvó instintivamente, usando el bocado y la espuela para hacer zigzaguear al caballo. ¿Había presentido Safir el peligro? Aceleró el paso por sí mismo. El martilleo de sus cascos hacía temblar las dunas. El viento abofeteaba sus ollares y sus labios, ya blanqueados por la espuma. Detrás resonaba el galope alocado de la persecución. Con su montura adelantada, Barthélemy pisaba los talones a su presa. Emanaba de todo su ser tal furia de vencer que parecía multiplicar la fuerza del animal que le llevaba.

Se aproximaba. Los gritos de ánimo de los jenízaros cubrían el sordo rumor de la cabalgada. Grano de Granada ganaba terreno irresistiblemente. Ambos franquearon las dunas entre un huracán de arena. Sin cesar de hacer zigzags, Karim rodeó la esfinge y se dirigió de nuevo hacia el oeste tratando de imponer el sol a los ojos de Barthélemy y hacer así más imprecisa su visión. Pero el resoplar de Safir era cada vez más ronco y ruidoso; casi Cubría la resonancia de su galope. Entonces comprendió el hijo de Soleimán la importancia de la edad. Habrían transcurrido más de siete años. Safir ya no era el caballo de su infancia. El otro debía de estar ya a unas toesas detrás de él. En un último esfuerzo, trató de volver grupas. Demasiado tarde. Se oyó un silbido ahogado. Su cuerpo se contrajo. El djerid chocó de lleno con su espalda. La punta penetró en su chaleco de listas blancas y negras y se abrió paso profundamente en la carne antes de caer al suelo. A su pesar, la mordedura le arrancó un grito de dolor, al que hizo eco otro grito, de victoria esta vez.

Los jenízaros y Loula rompieron a aplaudir. Su campeón había marcado el primer punto.

—¡Bravo! Sei il più grande! —aullaba la mujer, histérica—. Il più grande!

—¿Qué, amigo? ¿Continuamos?

Barthélemy se había colocado de nuevo a su altura. El sudor bañaba sus rasgos acentuando más aún su expresión demente.

Dos hombres se habían precipitado y recogido los djerids.

—Continuamos… —resolló Karim, tendiendo los brazos hacia una de las jabalinas.

El crepúsculo ganaba progresivamente el desierto y ya no se distinguía casi la curva de las dunas. Sólo se recortaba limpiamente la masa negra de las atalayas de piedra y la impasible esfinge.

Tres horas. Tres largas horas de persecuciones, de retrocesos, de pases que habían cubierto el aire de sudor, de arena y de olores de cuero.

Cuando Allah priva al caballo de su fuerza, hay que contar con el cerebro del jinete. Karim no cesaba de repetir este refrán tan viejo como las pirámides. Ahora todo dejaba entrever que el epílogo estaba próximo. Los primeros signos de debilidad habían aparecido en su adversario. Más de una vez, cuando tenía su blanco al alcance del brazo, Barthélemy había fallado inexplicablemente en sus asaltos. Pero aún era más grave la lasitud de su caballo. Fue él quien le traicionó. Así como Safir, contra todo lo esperado, se había repuesto y resistía soberbiamente, el corcel del griego había comenzado a remolonear, a entregarse menos, y su amo tuvo que forzar mucho el bocado, hasta desgarrar los labios y asfixiarle con su misma sangre.

Ahora lo tenía.

En un movimiento desesperado, cuando trataba de acercarse, el griego acababa de caer de su montura. Tendido sobre el vientre, con la cabeza enterrada en la arena, estaba a su merced. Karim saltó al suelo, con su djerid en la mano, y caminó hacia él. Grano de Granada no rechistó. Sus dedos se crisparon. Ahogó un gemido de dolor. Su brazo izquierdo estaba doblado en una postura imposible, con el antebrazo partido por el choque.

Bajo la mirada enloquecida de Loula y de los jenízaros, que corrían en su dirección, Karim apoyó su djerid contra la yugular del griego.

La esposa de Barthélemy gritó con todas sus fuerzas:

—¡No le mates! Ti prego!

—¿Qué piensas tú, amigo? ¿Debo acabar contigo?

Barthélemy hundió un poco más los dedos en la arena y no respondió nada.

Amane! —gritó Loula—. Amane effendem[140]!

Los temores de Loula no tenían fundamento. Karim ya había arrojado su djerid lejos de sí. Luego se inclinó sobre el vencido. Una ligera sonrisa iluminó sus rasgos grises de polvo.

—Fue un hermoso duelo… Barthélemy Serra. Estás loco, pero eres un gran jinete.

Con un penoso esfuerzo, el hombre se apoyó en la espalda.

Asto diavolo! Coge tu penco y lárgate. Ve a donde nuestros ojos nunca te vuelvan a ver. La próxima vez no habrá un duelo justo.

Loula se dejó caer de rodillas junto a su marido.

Amore… —gimió enloquecida.

El hombre aún halló fuerzas para rechazarla brutalmente con su brazo válido.

—¿A qué esperas? ¡Vete! —replicó él—. ¡Rápido!

El hijo de Soleimán aún tuvo tiempo de preguntar a los jenízaros:

—¿Sabe alguno de vosotros dónde podría encontrar a Papas Oglou?

—¿A Nikos? ¿Qué quieres de ese impío?

Karim mintió:

—Me debe dos mil paras.

—¡En ese caso estás muy lejos de echarle mano! Se ha unido en el Alto Egipto a las tropas de Murad Bey. Deben de estar cerca de la primera catarata[141].

—¿Has terminado? —ladró Barthélemy—. Via! Via!