Donde se ve a la Larguirucha dejarse tirar de las narices, y donde Maigret se decide, al fin, a cambiar de adversario.
—Hay una señora que pide hablar con usted.
—¿Quién?
—Es una de las dos que están en la sala de espera. Parece que no se siente bien. Ha entrado, pálida como alguien que está a punto de desmayarse, en el despacho que estaba barriendo en ese momento, y me ha pedido que le avisara.
—¿La anciana? —preguntó el comisario, frunciendo las cejas.
—No, la joven.
La mayoría de las puertas que daban al pasillo estaban abiertas. Dos despachos más allá, el comisario vio que Ernestine tenía una mano sobre el pecho y dio unos cuantos pasos rápidos, con aspecto sombrío y una pregunta a flor de labios.
—Cierre la puerta —murmuró cuando Maigret estuvo junto a ella—. ¡Uf! Es verdad que ya no podía aguantar más, pero no estoy mala. He representado esta comedia para tener una excusa y poder dejarla un momento. Lo que no impide que tampoco me sienta muy bien que digamos. ¿No tiene usted alguna bebida fuerte que tomar?
El comisario tuvo que volver a su despacho para coger la botella de coñac que siempre tenía dispuesta en la alacena. No disponiendo de copas, le sirvió el alcohol en un vaso de agua. La mujer se lo tomó de un trago, y pareció sentir náuseas.
—No sé cómo aguanta usted al hijo. Pero, por mi parte, con la madre yo ya no puedo más. Al final, veía mariposas pasar delante de mis ojos.
—¿Ha hablado?
—Es más fuerte que yo. Eso es precisamente lo que tenía que decirle. Al principio, estaba convencida de que se tragaba todas las bolas que le contaba. Luego, no sé cómo ha comenzado, se ha puesto a hacerme pequeñas preguntas que parecían insignificantes. Me lo han hecho muchas veces y siempre me he creído capaz de defenderme. Pero con ella, he pensado por un momento que iba a atraparme entre sus redes.
—¿Le has dicho quién eras?
—No exactamente. Esa mujer es terriblemente inteligente, monsieur Maigret. ¿Cómo ha podido darse cuenta de que me había dedicado a la vida pública? ¿Dígame? ¿Es que puede reconocérseme todavía? Porque me ha preguntado: «Está usted acostumbrada a la vida de esta gente, ¿verdad?». Era de ustedes de quien hablaba. Al final, me preguntaba sobre la vida que se lleva en la cárcel, y yo le contestaba. Si me hubieran dicho, cuando me instalé frente a ella, que iba a ser yo la que mordería el anzuelo, no lo hubiese creído.
—¿Le has hablado de Alfred?
—En cierta manera. Sin decir lo que hace exactamente. Cree que se dedica a trabajar con cheques falsos. No es eso lo que realmente le interesa. Hace por lo menos tres cuartos de hora que me interroga sobre la vida en la cárcel: a qué hora se levanta uno, qué se come, cómo se comportan los vigilantes... He pensado que esto le interesaría y he simulado una escena en la que estaba a punto de desmayarme. Me he levantado diciendo que iba a pedir que me dieran algo de beber, que era inhumano dejar a unas mujeres esperar durante toda la noche sin que... A propósito, ¿puedo tomar otro trago?
Estaba realmente cansada. El alcohol devolvía el color a sus mejillas.
—¿Su hijo no habla?
—Todavía no. ¿Ha hecho su madre alusión a él?
—Está pendiente de todos los ruidos, se estremece cuando se abre una puerta. Me ha hecho otra pregunta. Quería saber si había conocido a personas que hubieran sido guillotinadas. Ahora ya me encuentro mejor. Vuelvo a reunirme con ella. Estoy a la defensiva, no tema.
Aprovechó ese momento para ponerse polvos en las mejillas, y miró la botella sin atreverse a pedir un nuevo trago.
—¿Qué hora es?
—Las tres.
—No sé cómo ella puede resistirlo. No tiene aspecto de estar cansada y se mantiene tan enhiesta como al comienzo de la noche.
Maigret la dejó ir, respiró un poco de aire fresco delante de una ventana abierta que daba al patio y tomó un trago de coñac en la misma botella. Cuando atravesó el despacho donde trabajaba el traductor, éste le mostró un pasaje que había subrayado en una carta.
—Esta carta está fechada hace año y medio —dijo.
María escribía a su amiga: «Ayer, me reí mucho. G. estaba en mi habitación, no para lo que tú piensas, si no para hablarme de un proyecto que habíamos hecho el día anterior de pasar unos días, dos o tres, en Niza.
»Son gente que tiene horror a los viajes. Aparte de una sola vez en su vida, no han salido nunca de Francia. Su único viaje al extranjero data de la época en que el padre vivía todavía, y entonces fueron a Londres todos juntos. Parece que todos lo pasaron muy mal en el transbordador, que se marearon y que tuvo que cuidarles el médico de a bordo.
»Pero no se trata de eso. Cuando digo ciertas cosas que no les agradan, no me contestan inmediatamente. Se callan, y como se dice normalmente, se oye un ángel pasar. Luego, más tarde o al día siguiente, G. viene a verme a mi dormitorio, con aire molesto y preocupado, da vueltas alrededor de mi cama, y termina por confesarme lo que le preocupa. Bueno, parece que mi idea de ir a Niza para asistir al carnaval es ridícula, casi indecente. No me ha ocultado que la idea ha chocado bastante a su madre y me ha pedido que renunciara a mi proyecto.
»Bueno, el caso es que el cajón de la mesilla de noche estaba precisamente entreabierto. Ha echado una ojeada allí dentro de manera casual y se ha puesto completamente pálido. «¿Qué es eso?», ha balbuceado, indicándome la pequeña pistola automática con la culata de nácar que compré cuando estuve en Egipto.
»¿Te acuerdas? Ya te hablé entonces. Me habían contado que una mujer sola no estaba segura en esos países. No sé por qué la metí en ese cajón. Con toda tranquilidad, le contesté:
»—Es un revólver. '
»—¿Está cargado?
»—No me acuerdo.
»Lo cogí y examiné el cargador. En él no había balas.
»—¿Tienes balas? —me preguntó.
»—Sí, debo de tenerlas en alguna parte.
»Media hora después mi suegra llegó con cualquier pretexto, pues no entra nunca en mi habitación sin una razón para ello. Dio vueltas durante mucho tiempo alrededor de la cama; luego, me explicó que no era conveniente para una mujer tener un arma.
»—Pero más bien es un juguete —contesté yo—. Lo guardo como recuerdo, porque la culata es bonita y porque mis iniciales están grabadas en ella. Por otro lado, creo que no haría gran mal.
»Ha terminado por ceder. Pero no antes de que le entregara la caja de balas que estaba en el fondo del cajón.
»Lo más gracioso es que, apenas había salido mi suegra, encontré en uno de mis bolsos otro paquete de balas que tenía olvidado. Naturalmente, no se lo he dicho después...»
Maigret, que sostenía la botella de coñac en la mano, sirvió una copa al traductor, luego fue a dar un trago también al taquígrafo y al inspector, que, para luchar contra el sueño, se dedicaba a dibujar monigotes en su carpeta.
Cuando volvió a su despacho, del que Janvier salió automáticamente, comenzó un nuevo round.
—He estado pensando un momento, Serre. Comienzo a creer que no ha mentido tanto como yo creía.
Había dejado de pronunciar el «monsieur» como sí, después de tantas horas de estar uno frente a otro, se hubiese establecido cierta familiaridad entre ambos. Pero el dentista se limitó a mirarle con desconfianza.
—María no tenía más motivos para desaparecer que su primera mujer. No tenía usted ningún interés en su desaparición. Había dispuesto su equipaje y anunciado su salida para Holanda. Se preparaba realmente para tomar el tren nocturno. No sé si ella debía morir en su casa o solamente una vez que estuviese fuera. ¿Qué piensa usted de esto?
Guillaume Serre no contestó, pero la expresión de su mirada manifestaba más interés.
—Si lo prefiere, debía morir de muerte natural, quiero decir, que debía morir de una muerte que «pudiera pasar» como natural.
»No es eso lo que sucedió, pues, en ese caso, usted no hubiese tenido ninguna razón para hacer desaparecer ni su cadáver ni su equipaje. Hay otro detalle que no cuadra tampoco en el conjunto. Se habían despedido. Ella no tenía, por tanto, que regresar a su despacho. No obstante, el cadáver se encontraba allí en un momento determinado de la noche. No le pido que me conteste, sino que siga mi razonamiento. Acabo de enterarme ahora mismo que su mujer poseía una pistola automática. Estoy dispuesto a creer que usted disparó en defensa propia. Tras de lo cual, se sintió invadido por el pánico. Dejó el cadáver donde estaba el tiempo necesario para ir a buscar su coche al garaje. En esos momentos, alrededor de la medianoche, fue cuando la portera le vio.
»Lo que intento saber, es la razón que ha cambiado sus planes y los de su mujer. ¿Estaba usted en su despacho, verdad?
—No me acuerdo.
—Eso es lo que usted ha declarado.
—Es posible.
—Estoy convencido de que su madre, por el contrario, no estaba en su habitación, sino que se encontraba con usted.
—Estaba en su dormitorio.
—¿Se acuerda usted de eso?
—Sí.
—Entonces, ¿se acuerda también que estaba en su despacho? Su mujer no se había marchado a buscar un taxi. Si hubiese llevado un taxi a su casa aquella noche, habríamos encontrado al chófer que la llevó. Dicho de otra forma, fue antes de abandonar la casa cuando cambió de idea y se dirigió a su despacho. ¿Por qué?
—Lo ignoro.
—¿Reconoce que fue a verle?
—No.
—Se equivoca, Serre. Hay poquísimos casos, en los anales del crimen, de cadáveres que no hayan sido encontrados, tarde o temprano. Encontraremos el suyo. Y estoy convencido, desde ahora, que la autopsia revelará que ha sido asesinada por una o varias balas. Lo que me pregunto, porque no lo sé realmente, es si se trata de una bala disparada por su revólver o por el de su mujer. Según el revólver disparado, su caso será más o menos grave. Si se trata de una bala disparada por el revólver de su mujer, se llegará a la conclusión de que, por una u otra razón, María tuvo la idea de ir a reclamarle cuentas y amenazarle. ¿Cuestión de dinero, Serre?
Éste se encogió de hombros.
—Usted se precipitó sobre ella, la desarmó y apretó el gatillo sin quererlo. Otra hipótesis es que hubiese amenazado a su madre, y no a usted. Una mujer siente odio por otra mujer con más facilidad que por un hombre. La última hipótesis, finalmente, es que el revólver de usted se encontraba, no en su dormitorio, Serre, donde usted lo dejó un poco después, sino en el cajón de la mesa de su despacho. María entra. Está armada. Le amenaza. Usted entreabre el cajón y dispara primero. En un caso como en el otro, su cabeza no está en juego. La premeditación no existe, pues es corriente guardar un revolver en el cajón de una mesa de despacho. Incluso puede reclamar legítima defensa.
»Lo que queda por explicar es por qué su mujer, a punto de regresar a su país, con las maletas hechas, se precipitó en su despacho con un arma en la mano.
Se echó hacia atrás en su butaca y llenó lentamente una pipa, sin apartar la mirada de los ojos de su interlocutor.
—¿Qué piensa usted de esto?
—Que puede durar mucho tiempo —dijo Guillaume Serre, mostrando una especie de desagrado.
—¿Continúa usted decidido a mantenerse callado?
—Contesto con toda docilidad a sus preguntas.
—No me ha dicho todavía por qué razón disparó.
—No disparé.
—Entonces, ¿fue su madre quien lo hizo?
—Mi madre tampoco disparó. Se encontraba en su dormitorio.
—¿Mientras usted discutía con su mujer?
—No hubo ninguna discusión.
—Es una lástima.
—Lo siento.
—Ya ve usted, Serre, que he buscado todas las razones que María podía tener para reclamarle cuentas y para amenazarle.
—No me amenazó.
—No lo diga demasiado categóricamente, pues lamentará después esta declaración. Será usted quien me suplique a mí o a los jurados que creamos que su vida o la de su madre estaba en peligro.
Serre sonrió con ironía. Estaba cansado, un poco asentado sobre sí mismo, con el cuello metido entre los hombros, pero no había perdido la sangre fría. Su barba había crecido, azuleando sus mejillas. El cielo, más allá de las ventanas, no estaba ya tan oscuro y el aire había refrescado en aquella habitación.
Fue Maigret el primero que tuvo frío, y fue a cerrar la ventana.
—No tenía usted ningún interés en ponerse un cadáver bajo el brazo. Quiero decir «un cadáver que no se pueda mostrar». ¿Me comprende?
—No.
—Cuando su primera mujer murió, aquello sucedió de tal manera que pudieron llamar al doctor Dutilleux para que redactara el certificado de defunción. Así es como debía morir, de una muerte aparentemente natural. Ella también estaba enferma del corazón. Lo que había dado resultado con una debía asimismo dar resultado con la otra. Pero, en este caso, algo salió mal. ¿Ve usted ahora dónde quiero ir a parar?
—Yo no la asesiné.
—¿Y no hizo desaparecer usted su cadáver, el equipaje y las herramientas del ladrón?
—No hubo ningún ladrón.
—Probablemente le pondré en su presencia dentro de unas horas.
—¿Le ha encontrado?
A pesar de su sangre fría, había un poco de inquietud en su voz.
—Hemos conseguido en su despacho las huellas digitales del ladrón. Usted tuvo mucho cuidado de limpiar los muebles, pero siempre hay una superficie cualquiera que se olvida. Se trata de un reincidente de la justicia, un especialista muy conocido en esta casa, Alfred Jussiaume, célebre con el sobrenombre de Alfred el Triste. Puso al corriente a su mujer de lo que había visto. Ésta se encuentra ahora en compañía de su madre en la sala de espera. En cuanto a Jussiaume, está en Rouen y no tiene ninguna razón para ocultarse.
»Tenemos, además, a la portera que le vio salir con su coche del garaje. Tenemos también al quincallero que le vendió un segundo cristal el miércoles a las ocho de la mañana.
»La sección de identificación judicial demostrará que limpiaron su coche después de esa fecha.
»¿No cree que todo esto constituye un buen número de buenas presunciones? Cuando hayamos encontrado el cadáver y las maletas, mi tarea habrá terminado. Tal vez entonces se decida usted a explicar por qué razón, en lugar de un cadáver legítimo, por llamarlo así, se encontró usted, entre los brazos, con un cadáver que necesitaba hacer desaparecer con urgencia.
»Hay algo que resulta oscuro. Alguna dificultad, probablemente. ¿Cuál, Serre?
El hombre sacó un pañuelo de su bolsillo y se secó los labios y la frente, pero no abrió la boca para contestar.
—Son las tres y media. Comienzo a cansarme de esperar a que sea usted razonable. ¿Continúa usted decidido a no colaborar conmigo y seguir callado?
—No tengo nada que decir.
—Muy bien —dijo Maigret levantándose—. No me hace ninguna gracia atormentar a una anciana, pero tendré que hacerlo. Me veo obligado a interrogar a su madre.
Esperaba que el otro protestara, o, al menos, que expresara cualquier emoción. El dentista, sin embargo, no hizo ningún movimiento, continuó tan impasible como antes, y hasta Maigret pensó que experimentaba cierto alivio, cierto descanso, que sus nervios se relajaban, descansados.
—Continúa tú, Janvier. Voy a ocuparme de la madre.
Maigret tenía realmente la intención de hacerlo. No pudo realizarlo en seguida, pues Vacher acababa de llegar, muy excitado, con un paquete en la mano.
—¡Lo he encontrado, jefe! Me ha costado mucho, pero creo que aquí lo tenemos.
Deshizo el paquete envuelto por un viejo periódico y descubrió unos trozos de ladrillos y polvo rojizo.
—¿Dónde?
—En el quai de Billancourt, frente a la isla Seguin. Si hubiera comenzado por la parte baja del río en lugar de la parte alta, hace horas que estaría aquí. He recorrido todos los muelles de desembarco. Sólo en Billancourt es donde una chalana ha descargado ladrillos recientemente.
—¿Cuándo?
—El lunes pasado. Volvió a partir el martes al mediodía. Los ladrillos continúan todavía allí y algunos muchachos han debido de jugar en los alrededores y romper algunos de ellos. Polvo rojizo cubre una buena parte del muelle. ¿Se lo llevo a Moers?
—Yo mismo se lo llevaré.
Al pasar por la sala de espera, miró a las dos mujeres, que se callaron. Se hubiera dicho, por su actitud, que sus relaciones se habían enfriado.
Maigret penetró en el laboratorio, donde Moers acababa de preparar café, lo que le valió tomar una taza.
—¿Tienes las muestras del ladrillo? ¿Quieres compararlas?
El color era el mismo, el grano parecía el mismo. Moers se sirvió de lentes de aumento y de un proyector eléctrico.
—¿Se ajustan?
—Es probable. En todo caso, lo que se puede asegurar es que provienen de la misma región. Tengo para media hora o una hora antes de que termine el análisis.
Era demasiado tarde para efectuar búsquedas en el Sena. Hasta que amaneciera, la brigada fluvial no podría utilizar el buzo.
Entonces, si se encontraba el cadáver de María, o solamente las maletas y el baúl y la caja de herramientas, el círculo estaría cerrado.
—¡Alló! ¿La Fluvial? Aquí, Maigret.
Continuaba con el mismo aspecto de mal humor.
—Quisiera que, cuanto antes, se hicieran inmersiones en el Sena, en el quai de Billancourt, en el lugar donde recientemente se han descargado ladrillos.
—De aquí a una hora, que habrá amanecido. ¿Qué era lo que le impedía esperar? Ningún jurado pediría más para condenar a Guillaume Serre, aunque éste continuase negando.
Sin preocuparse del taquígrafo que le miraba, Maigret tomó un gran trago de coñac en la misma botella, se enjuagó la boca, se dirigió al pasillo y abrió la puerta de la sala de espera.
Ernestine creyó que iba en su busca y se levantó de un salto.
Mme. Serre, por su parte, no se movió.
Fue a ésta a quien se dirigió.
—¿Quiere venir un momento?
Podía elegir entre todos los despachos vacíos. Empujó una puerta al azar y cerró la ventana.
—Siéntese, se lo ruego.
Maigret se puso a dar vueltas alrededor de la habitación, echando de vez en cuando una mirada desagradable a la anciana.
—No me gusta mucho anunciar las malas noticias —terminó por gruñir—. Y tanto más a una persona de su edad. ¿No ha estado usted nunca enferma, madame Serre?
—Aparte de los mareos cuando atravesamos el canal de la Mancha, nunca he tenido necesidad de los servicios de un médico.
—¿Y naturalmente no padece usted del corazón?
—No.
—Su hijo, sí, ¿verdad?
—Siempre ha tenido el corazón demasiado voluminoso.
—¡Ha matado a su mujer! —pronunció a boca de jarro levantando la cabeza y mirándola de frente.
—¿Ha confesado?
Le repugnó emplear el viejo truco de la falsa confesión que tan a menudo solía utilizar la policía.
—Todavía continúa negándolo, pero eso no servirá de nada. Poseemos pruebas.
—¿De que ha asesinado?
—De que disparó contra María en su despacho. No se había movido. Los rasgos de su rostro estaban un poco fijos. Se sentía que su respiración estaba como en suspenso. Pero no daba otras señales de emoción.
—¿Qué pruebas tienen?
—Hemos encontrado el lugar donde fue arrojado al Sena el cadáver de su mujer, así como su equipaje y las herramientas del ladrón.
—¡Ahí
No dijo nada más. Esperaba, con las manos apretadas contra su vestido oscuro.
—Su hijo se niega a reclamar legítima defensa. Es una equivocación, pues estoy convencido de que, cuando María penetró en su despacho, estaba armada y llevaba malas intenciones contra él.
—¿Por qué?
—Eso es lo que le pregunto.
—Yo no sé nada.
—¿Dónde estaba pues?
—Ya se lo he dicho, en mi habitación.
—¿No oyó usted nada?
—Nada. Solamente la puerta que volvía a cerrarse. Luego, el ruido de un motor, en la calle.
—¿El taxi?
—Supongo que era un taxi, puesto que mi nuera había hablado de ir a buscar uno.
—¿No está segura? ¿No podría muy bien ser un automóvil particular?
—No lo vi.
—¿Podría haber sido también el coche de su hijo?
—Pero Guillaume me dijo que no había salido.
—¿Se da usted cuenta de la diferencia que existe entre sus respuestas de hoy y las declaraciones que me hizo cuando vino por su propia voluntad, espontáneamente, a verme?
—No.
—Estaba usted segura entonces de que su nuera había abandonado la casa en taxi.
—Continúo creyéndolo.
—Pero ya no está segura. ¿Tampoco está segura de que no existió ningún intento de robo aquella noche?
—No he visto ninguna huella de él.
—¿A qué hora bajó usted de su habitación el miércoles por la mañana?
—Hacía las seis y media
—¿Entró usted en el despacho?
—No inmediatamente. Antes preparé el café.
—¿No fue usted a abrir las ventanas?
—Sí, creo que sí.
—¿Antes de que bajara su hijo?
—Es posible.
—¿No lo afirma?
—Póngase en mi lugar, monsieur Maigret. Desde hace dos días, ya no sé cómo vivo. Me hacen toda clase de preguntas. ¿Cuántas horas hace que estoy en la antesala, esperando? Estoy cansada. Hago todo lo posible por mantenerme tranquila y no dejarme agotar por la impaciencia.
—¿Por qué ha venido esta noche?
—¿No es natural que una madre siga a su hijo en semejantes circunstancias? Siempre he vivido con él. Puede necesitarme.
—¿Le seguiría hasta la cárcel?
—No comprendo. Supongo que no...
—Haré la pregunta de otra manera: si inculpara a su hijo, ¿tomaría sobre sus espaldas una parte de la responsabilidad de su acto?
—¡Pero si no ha hecho nada!
—¿Está usted segura?
—¿Por qué iba a matar a su mujer?
—Trata por todos los medios de no contestar directamente. ¿Está usted segura de que no la asesinó?
—Naturalmente que sí.
—¿Existe una posibilidad de que lo haya hecho?
—No tenía ninguna razón para ello.
—¡Lo hizo! —exclamó el comisario con crudeza, mirándola a la cara.
—¡Ah!
Luego abrió el bolso para sacar el pañuelo. Sus ojos estaban secos. No lloraba. Se contentó con pasar el pañuelo por sus labios.
—¿Podría beber un vaso de agua?
Tuvo que buscar un momento, pues el despacho no le era tan familiar como el suyo.
—En cuanto el procurador llegue al Palacio de Justicia, su hijo será inculpado. Puedo decirle ya que no tiene ninguna oportunidad de librarse de ello.
—Insinúa usted que él...
—Pagará con la cabeza.
La anciana no se desvaneció, permaneció rígida en su silla, con la mirada fija.
—Su primera mujer será exhumada. Debe saber, sin duda, que es posible encontrar la huella de ciertos venenos en un esqueleto.
—¿Por qué razón iba a asesinar a las dos? No es posible. No es verdad, señor comisario. No sé por qué me habla usted así, pero me niego a creerle. Déjeme hablar con él. Permítame tener una conversación a solas con él y terminare por descubrir la verdad.
—¿Pasó usted toda la tarde y la noche del martes en su habitación?
—Sí.
—¿No bajó usted en ningún momento? '
—No. ¿Por qué razón iba a bajar, ya que esa mujer se marchaba, por fin?
Maigret fue a pegar un buen rato la cabeza contra el cristal de la ventana; luego se dirigió al despacho vecino, cogió la botella de coñac y se bebió el equivalente de tres o cuatro copas.
Cuando volvió, tenía la pesada forma de andar de Guillaume Serre y su misma mirada obstinada.