Donde se habla un poquito del inspector Boissier y más de una casa precedida de un jardín, de una verja y de un encuentro que tuvo Maigret delante de esa verja.
Maigret, después de beber un trago de su pernod, preguntó:
—Dígame, Boissier, ¿qué sabe usted de Alfred Jussiaume?
—¿Alfred el Triste?
—Sí.
Inmediatamente la frente del inspector se oscureció, lanzó a Maigret una ojeada preocupada y le preguntó con una voz que ya no era la misma, olvidándose de saborear el que era su aperitivo preferido:
—¿Ha dado algún golpe?
Siempre ocurría lo mismo con el inspector, Maigret lo sabía. Sabía también por qué, y gracias a un tacto infinito, él era el único bien visto por Boissier.
Éste, en realidad, debería haber sido uno de los suyos, y lo hubiese sido desde hacía mucho tiempo si una falta absoluta de ortografía y una escritura primaria no le hubiera impedido pasar los exámenes más elementales.
Sin embargo, por una sola vez, la administración no había hecho mal las cosas. Designó a la cabeza del servicio al comisario Peuchet, un viejo inútil siempre somnoliento, y. excepto la redacción de los informes, era Boissier quien realizaba la tarea y dirigía a sus colegas.
En aquel despacho no se trataba de homicidios, como en el de Maigret. Tampoco se ocupaban de los aficionados, de los empleados que se escapaban un buen día con la caja y otras cosas de este estilo.
Los clientes de Boissier y de sus hombres, eran los profesionales del robo bajo todas sus formas, desde los ladrones de joyas, que trabajan en los grandes hoteles de los Campos Elíseos, hasta los atracadores y «rompedores» que frecuentan casi siempre, como Jussiaume, los barrios dudosos.
En realidad, en aquella sección existía otro ambiente y otro espíritu que en la brigada especial. Los hombres con los que trataba Boissier, eran, por ambas partes, gente de la profesión. La lucha era una lucha de especialistas. No se trataba de hacer psicología, sino de conocer con los dedos de las manos las manías y costumbres de cada uno.
No era raro ver al inspector Boissier sentado apaciblemente en la terraza de un café en compañía de un ratero, y a Maigret, por ejemplo, le hubiese resultado muy difícil mantener con un asesino una conversación de este género:
»—Parece, Julot, que hace mucho tiempo que no has intervenido en nada.
»—Ya lo sabe usted, inspector.
»—¿Cuándo te detuve por última vez?
»—Debe de hacer unos seis meses.
»—Supongo que tus fondos están en baja, ¿eh? Me apuesto cualquier cosa a que preparas algo.
La idea de que Alfred el Triste pudiera haber dado un golpe cualquiera sin que él lo supiera, hacía que Boissier se sintiera molesto.
—No sé si ha trabajado en realidad estos días, pero la Larguirucha acaba de salir de mi despacho. Aquello bastó para tranquilizar al inspector.
—Ella no sabe nada —aseguró Boissier—. Alfred no es un hombre de esos que cuentan sus asuntos a una mujer, aunque ésta sea la suya.
El retrato que Boissier se puso a trazar de Jussiaume se adaptaba bastante bien con el que había hecho Ernestine, a pesar de que él hablaba principalmente del lado profesional.
—Se me revuelve el estómago sólo de pensar que tenga que detener a un tipo como él y enviarle a la cárcel. La última vez, cuando le condenaron a cinco años, me daban ganas de insultar al abogado, que no supo defenderle adecuadamente. ¡Ese abogado es un «insignificante»!
Era difícil definir exactamente lo que Boissier entendía por un «insignificante», pero se comprendía muy bien lo que quería decir.
—No hay otro en todo París como Alfred el Triste para penetrar sin ruido en una casa habitada y trabajar en ella sin ni siquiera despertar al gato. Técnicamente, es un artista. Además, no necesita a nadie para que le vaya entregando las herramientas, aceche por si aparece alguien y todas las otras tareas de un buen ayudante. Trabaja solo, sin ponerse nervioso nunca. No bebe, no habla y no va a hacerse el duro en las tabernas. Con todo su talento y su capacidad, debería haberse hecho rico. Conoce el emplazamiento exacto y el mecanismo de algunos cientos de cajas de caudales que él mismo instaló y en las cuales uno piensa que no necesitaría más que ir a coger su contenido. Sin embargo, cada vez que se decide, se topa con nosotros o no encuentra más que migajas.
Tal vez Boissier hablaba de aquella manera porque veía en Alfred el Triste una imagen de su propio destino, con la diferencia de que, por su parte, él gozaba de una salud que resistía a todos los aperitivos tomados en las terrazas y a las noches pasadas al aire libre, hiciera el tiempo que hiciera.
—Y lo más gracioso es que, suponiendo que se le enviara a la cárcel por diez o veinte años, volvería a comenzar apenas saliera, aunque tuviera setenta años y necesitara muletas para andar. Él se dice a sí mismo que basta con acertar una vez, una sola, y que, en realidad, el mundo se lo debe.
—Se encuentra en un buen aprieto —dijo Maigret—. Parece ser que en el momento de abrir una caja de caudales, en alguna parte de Neuilly, se dio cuenta de que había un cadáver en la habitación.
—¿Qué era lo que le decía? Eso no podía sucederle más que a él. ¿Y en ese caso se ha dado a la fuga? ¿Qué ha hecho con la bicicleta?
—La arrojó al Sena.
—¿Está en Bélgica?
—Probablemente.
—Voy a telefonear a Bruselas, a menos que usted no quiera dar con él.
—Tengo grandes deseos de dar con él.
—¿Sabe dónde ocurrió eso?
—Sé que fue en Neuilly y que hay un jardín rodeado por una verja delante de la casa.
—Será fácil entonces encontrarlo. Vuelvo en seguida. Maigret tuvo la gentileza, en su ausencia, de pedir otros dos pernods a la Brasserie Dauphine. Aquello no sólo le traía el olor del tiempo de la rué de la Lune, sino también del Mediodía, en particular de un bodegón de Cannes donde en otro tiempo había realizado una investigación, y, de pronto, el caso se diferenciaba de los demás, tomaba casi el aspecto de un deber de vacaciones.
No había prometido formalmente a Mme. Maigret irla a buscar al mercado de las flores, y ella sabía que no debía nunca esperarle. Boissier volvió con un expediente del que sacó, en primer lugar, las fotografías antropométricas de Alfred Jussiaume.
Una cabeza de asceta, en suma, mucha más que de ladrón. La piel se pegaba a los huesos, las ventanas de la nariz eran largas y apretadas, y la mirada poseía una intensidad casi mística.
Incluso en aquellas duras fotografías de frente y de perfil, sin cuello postizo, con la nuez de la garganta sobresaliendo más de lo normal, se sentía la inmensa soledad del hombre cuya tristeza no tenía, sin embargo, nada de agresivo.
Como había nacido para ser cazado, encontraba lo más natural del mundo que le cazaran.
—¿Desea que le lea todos los trabajos que ha realizado?
—No es indispensable hoy. Preferiría recorrer el expediente con más tranquilidad en otro momento. Pero lo que si quisiera es echar una ojeada a la lista.
Estas tres últimas palabras agradaron al inspector Boissier.
Y Maigret lo sabía cuando las pronunció, pues constituían un homenaje al inspector.
—¿Sabía que la tenía?
—Estaba seguro de que la tendría.
Porque, en efecto, Boissier conocía su oficio. Se trataba de una lista, recogida de los libros de la casa Planchart, de las cajas de caudales instaladas en la época en que en ella trabajaba Alfred Jussiaume.
—Espere que busque en Neuilly. ¿Está seguro que es en Neuilly?
—Ernestine lo asegura.
—Dígame una cosa, no es tan estúpido por su parte venir a verle. ¿Pero por qué a usted?
El comisario sonrió.
—Porque en cierta ocasión, hace dieciséis o diecisiete años, la detuve. Entonces, hasta me gastó una broma bastante graciosa.
Aquello no extrañó a Boissier, pues eran cosas de la profesión. Uno y otro se hallaban en su propio terreno. El pernod de suaves reflejos había perfumado ya todo el despacho, produciendo en la avispa una especie de frenesí.
—Hay un banco... Estoy seguro de que no es ahí... Fred nunca ha trabajado con bancos, porque desconfía de los aparatos de alarma eléctricos... Hay también una compañía petrolífera que hace ya diez años que no existe... Un perfumista... que se declaró en quiebra el año pasado...
El dedo del inspector Boissier terminó por detenerse en un nombre, una dirección.
—Guillaume Serre, dentista, en el número 43 bis de la rué de la Ferme, Neuilly. ¿Conoce el lugar? Está un poco más allá del Jardín de Aclimatación, una calle paralela al bulevar Richard-Wallace.
—Lo conozco.
Se miraron un instante.
—¿Tiene usted prisa o algo que hacer? —preguntó Maigret.
Y al hacer la pregunta, sabía también que halagaba el amor propio de Boissier.
—Estaba clasificando expedientes. Me marcho mañana para Bretaña.
—¿Vamos?
—Ahora mismo cojo la chaqueta y el sombrero. ¿Telefoneo primero a Bruselas?
—Sí. Y a Holanda también.
—Comprendido.
Hicieron el camino en la plataforma de un autobús. Luego, en la rue de la Ferme, apacible y provincial, advirtieron un pequeño restaurante en cuya terraza había cuatro mesas, entre plantas verdes, y en él se instalaron para almorzar.
Dentro de la taberna no había más que tres albañiles en blusa blanca que comían, tomando vino tinto. Algunas moscas revoloteaban alrededor de Maigret y de Boissier. Más allá, en la acera opuesta, veían una verja negra, que debía corresponder al número 43 bis.
No se daban prisa. Si era verdad que hubo un cadáver en aquella casa, el asesino tuvo más de veinticuatro horas para desembarazarse de él.
Una criada con un vestido negro y un delantal blanco se ocupaba de ellos, pero el patrón se acercó al cabo de un momento a saludarles.
—Buenos días, señores.
—Buenos días. ¿Conoce usted, por casualidad, a un dentista en el barrio?
Hizo un movimiento con la barbilla.
—Hay uno ahí abajo, al otro lado de la calle, pero no sé lo que vale. Mi mujer prefiere ir a que la traten en el bulevar Sebastopol. Supongo que éste debe ser caro. Al menos no van a visitarle muchos clientes.
—¿Le conoce usted?
—Un poco.
El patrón dudó, les observó a los dos un buen rato, sobre todo a Boissier.
—Son ustedes de la policía, ¿eh? Maigret prefirió contestar que sí.
—¿Ha hecho algo?
—Buscamos sólo algunas informaciones. ¿Puede decimos cómo es?
—Más alto y más fuerte que usted y que yo — dijo, mirando esta vez al comisario—. Yo peso noventa y ocho y él debe pesar los ciento cinco.
—¿De qué edad?
—¿Cincuenta años...? Probablemente está en esa edad, más o menos. No es un hombre muy cuidadoso de su persona, lo que es bastante extraño tratándose de un dentista. Y tiene el aire indiscutible de un viejo solterón.
—¿No está casado?
—Esperen... En efecto, recuerdo que se casó hace alrededor de dos años... Hay también una señora anciana que vive en la casa, supongo que es su madre, que va al mercado a hacer la compra todas las mañanas...
—¿No tiene criada?
—Solamente una asistenta. Bueno, yo no estoy muy seguro. Si le conozco a él, es porque viene de vez en cuando a tomar un trago a escondidas.
—¿A escondidas?
—Es una manera de hablar. Las personas como él no tienen la costumbre de entrar en las tabernas de esta clase. Cuando viene, echa inevitablemente una ojeada hacia la casa, como si quisiera asegurarse de que no pueden verle. Y parece avergonzado cuando se acerca al mostrador. «Un vaso de tinto», dice. Nunca toma ninguna otra cosa. Sé de antemano que no debo volver a colocar la botella en su lugar, porque va a tomar un segundo vaso. Los bebe de un solo trago, se limpia la boca, y en seguida tiene la moneda preparada en la mano.
—¿Está borracho a veces?
—Nunca. Sólo toma dos vasos. Cuando sale de aquí, le veo que se desliza en la boca una pastilla aromática o un clavo de especia para evitar oler a vino.
—¿Cómo es su madre?
—Una anciana menuda, y muy seca, siempre vestida de negro, que no saluda a nadie y no parece cómoda.
—¿Y su mujer?
—Yo no la he visto nada más que cuando pasan en coche, pero he oído decir que es una extranjera. Es alta y fuerte como él, de tez colorada.
—¿Cree usted que están de vacaciones?
—Espere... Me parece que le serví sus dos vasos de tinto hace dos o tres días.
—¿Dos o tres días?
—Un momento. Fue el día en que vino el fontanero a reparar la bomba de la cerveza. Pero no se preocupen, voy a preguntar a mí mujer, para estar seguro de que no digo estupideces.
Era la antevíspera, es decir, el martes, unas horas antes de que Alfred Jussiaume descubriese un cadáver de mujer en su misma casa.
—¿Se acuerda usted de la hora?
—Acostumbra a venir hacia las seis y media.
—¿Viene a pie?
—Sí. Poseen un coche viejo, pero siempre viene en el momento en que da una vuelta por el barrio. ¿No pueden decirme de qué se trata?
—No se trata todavía de nada. Una simple comprobación,
El patrón del restaurante no les creía. Su mirada lo decía claramente.
—¿Volverán?
Y, volviéndose hacia el comisario: •
—¿No es usted M. Maigret, por casualidad?
—¿Se lo han dicho?
—Uno de los albañiles cree haberle reconocido. Sí es usted, mi mujer se alegrará mucho de verle en carne y hueso.
—Volveremos —prometió.
Habían comido bien, desde luego, y habían tomado el Calvados que el patrón, que era de Falaise, les ofreció. Andaban ahora a lo largo de la acera, por el lado en sombras de la calle. Maigret daba pequeñas chupadas a su pipa. Boissier, por su parte, había encendido un cigarrillo y dos dedos de su mano derecha estaban manchados por el tabaco, quemados como una pipa.
Hubieran podido creerse a más de cien kilómetros de París, en no importa qué pueblo. Los hoteles particulares eran más numerosos que las casas de pisos, y algunas no eran más que grandes casas burguesas, construidas hacía uno o dos siglos.
No había en toda la calle otra verja que aquélla, una verja negra más allá de la cual se extendía un césped que era como un tapiz verde bajo el sol. Sobre la placa de cobre se leía: «Guillaume Serre. Cirujano-Dentista». Y en caracteres más pequeños: «De 2 a 5 y previa cita».
El sol daba de pleno en la fachada, cuyas piedras amarillentas recalentaba y, excepto en dos de las ventanas, las persianas estaban echadas. Boissier sintió que el comisario vacilaba.
Antes de atravesar, echó un vistazo hacia cada extremo de la calle y frunció el ceño. Boissier miró en la dirección en que se había fijado la mirada de Maigret.
—¡La Larguirucha!
Venía del bulevar Richard-Wallace y llevaba el mismo sombrero verde que por la mañana. Al darse cuenta de la presencia del comisario Maigret y del inspector, se detuvo un momento, y luego se dirigió directamente hacia ellos.
—¿Les sorprende que esté aquí?
—¿Tenía usted la dirección?
—Telefoneé a su despacho hace un poco más de media hora. Quería decirle que había encontrado la lista. Sabía que debía estar en alguna parte. Había visto a Alfred consultarla, y trazar en ella algunas cruces. Al salir de su despacho, señor comisario, esta mañana, pensé en un lugar en el que Alfred podía haberla ocultado perfectamente.
—¿Dónde?
—¿Tengo la obligación de decírselo?
—Sería preferible.
—Preferiría no tener que decírselo. Al menos, no de momento.
—¿Qué otras cosas ha encontrado?
—¿Cómo sabe que he encontrado algo más?
—Esta mañana no tenía dinero y ahora ha venido hasta aquí en taxi.
—Es verdad. Había dinero.
—¿Mucho?
—Más de lo que esperaba.
—¿Dónde está la lista?
—La he quemado.
—¿Por qué?
—Debido a las cruces. Tal vez designen las direcciones en las cuales ha trabajado ya Alfred y no quiero, como es lógico, entregarles pruebas que puedan utilizar contra él.
Echó una ojeada a la fachada.
—¿Entran?
Maigret asintió con la cabeza.
—¿No les molesta que les espere en la terraza de ese tabernucho?
No dirigió en ningún momento la palabra al inspector Boissier, quien, por su parte, la miraba con aspecto más bien severo.
—Si usted quiere... —dijo Maigret.
Y, acompañado por el inspector Boissier, pasó de la sombra al sol, mientras la alta silueta de Ernestine se alejaba en dirección a la terraza.
Eran las dos y diez. Si el dentista no se había marchado de vacaciones, debía, según las indicaciones de la plaza de cobre, encontrarse en su gabinete a la disposición de los clientes. Había un botón eléctrico a la derecha de la puerta. Maigret lo apretó y la puerta se abrió automáticamente. Atravesaron el jardincillo y encontraron otro botón en la puerta de la casa, cuya apertura no era automática. Después de oír el ruido del timbre en el interior, se produjo un largo silencio. Los dos hombres tendieron la oreja, teniendo tanto uno como otro la certidumbre de que había alguien al otro lado de la puerta, y se miraron. Finalmente, descolgaron una cadena, sonó el pestillo al manipularlo y una delgada hendidura dibujó el marco de la puerta.
—¿Tienen cita concertada?
—Desearíamos hablar con el doctor Serre.
—Sólo recibe cuando ha concertado cita previamente.
La apertura de la puerta no se agrandaba. Se adivinaba, detrás, una silueta, un rostro delgado de anciana.
—Según la placa de cobre...
—La placa está puesta ahí desde hace veinticinco años.
—¿Quiere anunciar a su hijo que el comisario Maigret, de la Policía Judicial, desea verle?
La puerta permaneció todavía un momento inmóvil, luego se abrió con decisión. Apareció un ancho pasillo de cuadros negros y blancos que hacía pensar en un pasillo de convento, y la anciana que les hizo pasar delante de ella hubiera podido muy bien estar vestida de religiosa.
—Perdóneme, señor comisario, pero a mi hijo no le gusta mucho servir a los clientes ocasionales.
Después de todo, esta mujer no estaba mal. En ella había incluso una elegancia y una dignidad sorprendentes. Trataba de borrar mediante una sonrisa la mala impresión que había producido.
—Entren, se lo ruego. No voy a tener más remedio que hacerles esperar un momento. Desde hace algunos años, mi hijo ha tomado la costumbre, sobre todo en verano, de hacer la siesta, y todavía está acostado. Si quieren seguirme por aquí...
Les abrió una puerta a la izquierda, una puerta de dos batientes, de madera de encina encerada, y Maigret pensó más que nunca en un convento, o lo que era mejor todavía, en un rico presbiterio. Hasta el olor dulce y misterioso, que le recordaba algo; no sabía el qué. El salón donde se hallaban no recibía la luz más que por las hendiduras de las persianas y, viniendo de fuera, se penetraba en la estancia como en un baño de frescor.
Los ruidos de la ciudad no parecían poder penetrar hasta allí, y se tenía la impresión de que no había cambiado nada en la casa desde hacía más de un siglo, que estas butacas de tapicería, aquellos veladores, aquel piano y aquellas porcelanas habían estado siempre en el mismo lugar. Hasta las fotografías aumentadas, en las paredes, en cuadros de madera negra, que tenían aspecto de fotografías del tiempo de Nadar. El hombre envarado dentro de un cuello del otro siglo y con largas patillas, encima de la chimenea y en la pared de enfrente una mujer de unos cuarenta años, con un peinado partido en dos por una raya central, al viejo estilo de la emperatriz Eugenia.
La anciana, que hubiera podido fácilmente figurar en uno de esos cuadros, a juzgar por su edad y su aspecto, no les abandonó; les indicó que tomaran asiento, y juntó las manos como una buena religiosa.
—No quisiera parecer indiscreta, señor comisario. Pero mi hijo no tiene secretos para mí. Nunca nos hemos separado, aunque haya cumplido más de cincuenta años. No tengo la menor idea del motivo de su visita y, naturalmente, usted lo comprenderá, antes de ir a despertarle, me gustaría saber...
Dejando su frase en suspenso, les dirigió una sonrisa acogedora.
—¿Supongo que su hijo está casado?
—Ha estado casado dos veces.
—¿Está aquí su segunda mujer?
Un ligero matiz de tristeza pasó por los ojos de la anciana, y el inspector Boissier cruzó y descruzó las piernas. No era aquél el género de lugar en el que se sentía a gusto.
—Ya no está aquí, señor comisario.
Con pasos que parecían rozar el suelo, sin hacer ningún ruido, fue a cerrar la puerta, volvió hacia donde estaban ellos, se sentó en el borde de un canapé, muy recta, como se enseña a las muchachas a estar en los conventos.
—¿Espero que no haya hecho estupideces? —preguntó en voz baja.
Luego, como Maigret guardara silencio, suspiró, y se resignó a hablar de nuevo.
—Si se trata de ella, he hecho bien en preguntarle antes de despertar a mi hijo. Porque, es por ella por lo que están ustedes aquí, ¿verdad?
¿Hizo Maigret un ligero signo de asentimiento? No se dio cuenta. Estaba demasiado fascinado por la atmósfera de aquella casa y todavía más por aquella mujer, detrás de cuya dulzura adivinaba una prodigiosa energía.
No había ni una sola nota falsa en ella, ni en su manera de vestir, ni en su aspecto, ni en su voz. Se hubiera esperado encontrarla mejor en algún castillo o en una de esas vastas casas de provincia que son como museos de una época pasada.
—Después de enviudar, hace quince años, mi hijo permaneció mucho tiempo sin pensar en volverse a casar.
—Si no me equivoco —preguntó Maigret —, ¿hace dos años que lo hizo?
La anciana señora no demostró ninguna sorpresa al verle informado.
—En efecto. Para ser exactos, hace dos años y medio. Se casó con una de sus clientes, una mujer de cierta edad, también. Entonces ella tenía cuarenta y siete años. De origen holandés, vivía sola en París. Yo no soy eterna, señor comisario. Aunque me vea así, tengo setenta y seis años.
—No los aparenta.
—Lo sé. Mi madre vivió noventa y dos años y mi abuela murió en un accidente a los ochenta y ocho.
—¿Y su padre?
—Murió joven.
Dijo aquello como si no tuviera ninguna importancia. Para ser más exactos, como si la suerte de los hombres fuera de morir jóvenes.
—Yo casi animé a Guillaume a que se volviera a casar, diciéndome que así no se quedaría solo.
—¿Y ese matrimonio ha sido desdichado?
—No se puede decir eso. Al principio, no. Creo que todo el mal se ha debido a que era extranjera. Hay pequeñas cosas sin importancia a los que uno no se acostumbra. No se cómo decirles. ¡Escuchen! ¡Nada más que cuestiones de cocina, preferencias por tal o tal plato! Quizá también haya ocurrido que al casarse con mi hijo creyera que era más rico de lo que en realidad es.
—¿No tenía ella fortuna?
—Bueno, gozaba de cierta libertad económica. Tenía algún dinero, pero, con el aumento del coste de la vida...
—¿Cuándo murió?
La anciana abrió los ojos de par en par.
—¿Muerta?
—Perdóneme. Creía que había muerto. Como hablaba usted en pasado... La anciana sonrió.
—Es cierto. Pero no por la razón que usted cree. No ha muerto. Pero para nosotros es como si así hubiera sucedido. Se marchó de esta casa.
—¿Después de una disputa?
—No —dijo, con una ligera sonrisa—. Guillaume no es un hombre de esos que acostumbran a disputarse con la gente.
—¿Con usted entonces?
—Yo soy demasiado vieja para tener disputas con nadie, señor comisario. He visto demasiadas cosas en mi vida. Conozco demasiado la vida y dejo que cada uno...
—¿Cuándo abandonó la casa?
—Hace dos días.
—¿Les había anunciado con anticipación su partida?
—Bueno, en realidad, mi hijo y yo sabíamos que terminaría por marcharse.
—¿Habló alguna vez con usted de eso?
—A menudo.
—¿Y le dio alguna razón?
No contestó inmediatamente. Pareció reflexionar antes de contestar.
—¿Quiere usted que le diga francamente lo que yo pienso? Si dudo antes de contestarle, se debe a que temo que se burlen ustedes de mí. No me gusta hablar de estos asuntos ante los hombres, pero supongo que un comisario es un poco como un médico o un confesor.
—¿Es usted católica, madame Serre?
—Sí. Mi nuera era protestante. Eso no tiene importancia. Bueno, estaba en la edad ingrata para una mujer. Todas tenemos, más o menos, un período de algunos años durante los cuales no somos nosotras mismas. Cualquier cosa sin importancia nos irrita. Con facilidad nos forjamos ideas falsas.
—Comprendo. ¿Era ése el caso?
—Eso y otras cosas, desde luego. Al final, no soñaba más que con su Holanda natal. Se pasaba el día escribiendo a unas amigas que tiene en su país.
—¿Ha ido alguna vez su hijo con ella a Holanda?
—Nunca.
—Entonces, ¿se marchó el martes?
—Tomó el tren de las diez menos veinte en la Estación del Norte.
—¿El tren nocturno?
—Sí. Se pasó todo el día haciendo el equipaje.
—¿Y su hijo la acompañó a la estación?
—No.
—¿Llamó ella un taxi?
—Fue a buscar uno a la esquina del bulevar Richard-Wallace.
—¿Y no ha dado señales de vida?
—No. No creo que sienta la necesidad de escribirnos.
—¿No se trató del asunto del divorcio?
—Ya le-he dicho que somos católicos. Mí hijo, por otra parte, no tiene ganas de volver a casarse. Continúo sin comprender qué ha podido suceder para que recibamos la visita de la policía.
—Quisiera preguntarle, señora, lo que ocurrió en esta casa el martes por la noche. Un momento. ¿No tienen ustedes ningún servicio, verdad?
—No, señor comisario. Eugénie, nuestra asistenta, viene todos— los días a las nueve y está aquí hasta las cinco.
—¿Está aquí hoy?
—Han venido, precisamente, el día que tiene libre. Pero si quieren hablar con ella, vendrá mañana.
—¿Vive en el barrio?
—Vive en Puteaux, al otro lado del Sena. Exactamente encima de una quincallería que' hay frente al puente.
—¿Supongo que fue ella quien ayudó a su nuera a hacer el equipaje?
—Ella bajó las maletas.
—¿Cuántas maletas?
—Exactamente, un baúl y dos maletas de cuero. Además, llevaba una caja de joyas y un nécessaire.
—¿Se marchó Eugénie a las cinco de la tarde como de costumbre?
—Eso es. Perdónenme si me ven nerviosa e inquieta como estoy hoy, pero es la primera vez que me hacen un interrogatorio así, y confieso...
—¿Salió su hijo esa noche?
—¿Qué entiende usted por la noche?
—Digamos que un poco antes de la cena.
—Como de costumbre, fue a dar una vuelta.
—¿Supongo que fue a tomar un aperitivo?
—No bebe.
—¿Nunca?
—Sólo un vaso con un poco de agua en cada comida. Pero lo que no toma nunca es una de esas cosas bochornosas que se llaman aperitivos.
Se hubiese dicho que Boissier, que se mantenía callado en su butaca, olfateaba el perfume anisado que todavía quedaba en su bigote.
—Nos sentamos a la mesa en cuanto volvió. Siempre da el mismo paseo. Es una costumbre que adquirió en la época en que teníamos un perro a quien había que sacar a horas fijas y, bueno, es una costumbre que ha adquirido.
—¿Ya no tienen perro?
—Desde hace cuatro años. Desde que Bibi murió.
—¿No tienen gato?
—Mi nuera sentía horror por los gatos. ¡Ya ve usted! Continúo hablando en pasado, y se debe a que consideramos esa época como acabada.
—¿Se sentaron a la mesa los tres?
—María bajó cuando yo acababa de servir el potaje.
—¿No hubo ninguna discusión entre ustedes?
—Ninguna. La comida se desarrolló en silencio. Sabía que Guillaume, después de todo, estaba bastante emocionado. Cuando se le conoce por primera vez parece frío, pero, en realidad, es un muchacho hipersensible. Cuando se ha vivido íntimamente con alguien durante más de dos años...
Maigret y Boissier no habían oído nada. Pero la anciana tenía un oído muy fino. Inclinó la cabeza con aire de escuchar. Hizo mal, pues Maigret comprendió, se levantó y fue a abrir la puerta: un hombre que, en efecto, era más alto, más corpulento y más pesado que el comisario, estaba allí, bastante avergonzado, y debía de estar escuchando desde hacía algún tiempo.
Su madre no había mentido cuando había dicho que estaba tomando la siesta. Su cabello, escaso y en desorden, estaba pegado a su frente y se había puesto un pantalón sobre la camisa blanca, cuyo cuello continuaba abierto. Llevaba zapatillas de cuero.
—Entre, monsieur Serre — dijo Maigret.
—Les pido perdón. He oído ruido. He pensado...
Hablaba sin prisas, echando a uno y otro una ojeada pesada y lenta.
—Estos señores son de la policía —explicó su madre, levantándose.
No hizo preguntas, les miró de nuevo y se abotonó la camisa.
—Madame Serre nos decía que su mujer se marchó anteayer.
Esta vez se volvió hacia la anciana, con el ceño fruncido. Su gran cuerpo estaba blando y flojo, lo mismo que su rostro, pero, en contra de lo que sucede con muchas personas gruesas, no daba impresión de ligereza. Su piel era mate, muy pálida, tenía mechones de cabello oscuro en las ventanas de las narices y en las orejas, y enormes cejas rojizas.
—¿Qué es lo que desean estos señores exactamente? —preguntó, pronunciando cada sílaba con toda claridad.
—No lo sé.
Maigret se sintió bastante molesto. El inspector Boissier, por su parte, se preguntó cómo el comisario iba a arreglárselas. No eran personas a las que se les podía enseñar la lección.
—A decir verdad, monsieur Serre, ha sido de manera completamente casual el que hayamos hecho referencia, en la conversación, a su mujer. Su madre nos ha dicho que estaba usted haciendo la siesta, y charlábamos mientras esperábamos a que se levantara. Si nos ve aquí, a mi colega y a mí —¡aquella palabra de colega causaba un placer tan grande al inspector Boissier!— se debe a que tenemos razones para pensar que han sido víctimas de un intento de robo.
Serre no era uno de esos hombres que apartan la mirada cuando alguien les mira. Al contrario, miraba a Maigret con aire de querer leer en el fondo de su pensamiento.
—¿Quién les ha sugerido esa idea?
—Frecuentemente, como usted supondrá, recibimos informaciones confidenciales.
—¿Supongo que habla usted de delatores y chivatos?
—Llamémoslos así.
—Lo lamento, señores.
—¿No han asaltado su casa?
—Si lo hubiesen hecho, no hubiera dejado de ir yo mismo a informar al comisario de policía.
No trataba de mostrarse amable. Ni una sola vez había dejado que sus labios expresaran una sonrisa.
—¿Posee usted una caja de caudales?
—Supongo que tengo derecho a no contestarle. Sin embargo, no veo inconveniente en hacerlo. Sí, efectivamente, tengo una.
Su madre se esforzaba por hacerle indicaciones, probablemente para aconsejarle que fuera menos brusco.
Monsieur Serre se daba cuenta de los intentos de su madre, pero no por eso cambiaba de actitud.
—Si no me equivoco —continuó Maigret, como si no se diera cuenta de la situación—, se trata de una caja de caudales de la casa Planchart, y fue instalada hace dieciocho años.
No se turbó. Permaneció de pie. Mientras Maigret y el inspector Boissier estaban sentados en la penumbra, el comisario observó que tenía el mismo mentón duro y fuerte del hombre del retrato, así como las mismas cejas. El comisario intentó, por puro juego imaginativo, imaginarle con patillas.
—No me acuerdo de la fecha de su instalación, y, por otra parte, eso no interesa a nadie.
—He comprobado al entrar que la puerta está provista de una cerradura de seguridad y de una cadena.
—Eso ocurre con muchas puertas.
A pesar del tono poco amable de monsieur Serre, el comisario continuó haciendo preguntas, sin inmutarse.
—¿Supongo que los dormitorios están en el primer piso y que su madre y usted duermen allí?
Serre no contestó.
—Quiero preguntarle si su despacho y su gabinete de trabajo están en la planta baja.
Por el movimiento de la anciana, Maigret comprendió que eran las habitaciones que estaban unidas al salón.
—¿Quiere autorizarme a echar una ojeada a esas dos habitaciones?
Monsieur Serre vaciló, abrió la boca, pero no contestó nada. Sin embargo, Maigret tuvo la certeza de que era para decirle que no. La anciana debió sentirlo de la misma forma porque intervino en su lugar.
—¿Qué razón hay para no acceder al deseo de estos caballeros? De esa manera, verán por sí mismos que no hemos sufrido ningún intento de robo.
El hombre se encogió de hombros, con el mismo aire obstinado y mohíno, y no les siguió cuando los otros tres entraron en las estancias vecinas.
Madame Serre les introdujo primero en un despacho decorado en un estilo tan antiguo y apacible como el salón. Detrás de una silla cuyo respaldo estaba tapizado con cuero negro, se levantaba una gran caja de caudales de color verde oscuro, de un modelo bastante antiguo. Boissier se acercó a ella y pasó una mano profesional sobre el metal.
Al cabo de un momento, la anciana dijo:
—Ya ven ustedes que todo está en orden. Les ruego que no tomen a mal el malhumor de mi hijo, pero...
Se calló al ver a éste, de pie en el marco de la puerta, mirarles con el mismo aire desabrido y poco amistoso de antes.
Luego, indicando los libros encuadernados que llenaban las estanterías, continuó hablando, esforzándose por ser amable:
—No se extrañen de encontrar principalmente libros de derecho. Es que proceden de la biblioteca de mi marido, que era abogado.
Abrió una última puerta. Y la decoración de esta sala era más familiar, pues era la de un gabinete de consulta como la de cualquier dentista, con su butaca articulada y los instrumentos habituales en estos lugares. Hasta media altura de la ventana, los vidrios estaban esmerilados.
Cuando volvieron a pasar por el despacho, Boissier se dirigió a una de las ventanas, sobre la cual pasó de nuevo los dedos; luego, volviéndose hacia el comisario, le dirigió una seña de inteligencia.
—¿Hace mucho tiempo que han vuelto a colocar ese cristal? —preguntó Maigret.
Fue la anciana quien contestó sin vacilar.
—Hace cuatro días. La ventana estaba abierta cuando estalló la famosa tormenta que ustedes deben de recordar.
—¿Llamaron al vidriero para ponerlo?
—No.
—¿Quién ha vuelto a colocar el cristal?
—Mi hijo. Le gusta hacer toda clase de pequeños oficios. Siempre se encarga él de hacer las reparaciones sin importancia de la casa.
Entonces, Guillaume Serre, que pareció no aguantar más, pronunció con un marcado tono de impaciencia:
—Estos señores no tienen derecho a importunarnos, mamá. No contestes más.
La anciana se las arregló para volverle la espalda y para dirigir a Maigret una sonrisa que quería decir: «No hagan caso. Ya les he advertido».
Volvió a conducirles hasta la puerta, mientras su hijo permanecía de píe en medio del salón, y les susurró inclinándose hacia ellos:
—Si necesitan hablar conmigo para algo, vengan a verme cuando él no esté.
Volvieron a encontrarse en el sol, el que se les pegó inmediatamente a la piel. Cuando franquearon la verja, el ligero gruñido que dejó escapar, hizo pensar a Maigret en una verja del convento. Luego, descubrieron en la acera de enfrente el sombrero verde de Ernestine, sentada en la terraza de la taberna.
Maigret vaciló. Habrían podido volverse hacia la izquierda y evitarla. Casi tenían el aspecto, cuando se dirigieron hacia ella, de ir a rendirle cuentas.
Tal vez por una especie de pudor, el comisario gruñó:
—¿Vamos a tomar un trago?
Con expresión interrogadora, Ernestine les miraba avanzar hacia ella.