Donde Ernestine se pone púdicamente una bata de estar por casa y donde asimismo la anciana señora de Neuilly hace una visita a Maigret.
—¿Qué has hecho hoy? —preguntó Mme. Maigret, cuando se sentaron a la mesa, ante la ventana abierta.
También se veía a la gente comer en las casas de enfrente, y en todas partes se distinguían las mismas manchas claras formadas por las camisas de los hombres que se habían quitado la chaqueta. Algunos, que ya habían comido, estaban acodados a la ventana. Se oía música de radio, gritos de niños, lloriqueos de bebés, y algunas voces que se elevaban más de lo normal. Y delante de muchas puertas de las casas del vecindario, los porteros habían sacado sus sillas.
—Nada extraordinario —contestó Maigret—. La historia de una holandesa que probablemente ha sido asesinada, pero que tal vez esté viva en alguna parte.
Era demasiado pronto para hablar de ello. En definitiva, se había comportado bastante perezosamente. Había permanecido bastante tiempo en la terracita de la rue de la Ferme, Boissier, Ernestine y él, y, de los tres, el más excitado era Ernestine.
La mujer se indignaba:
—¿Han dicho que no era verdad?
El patrón de la taberna les había llevado unas medias copas.
—En realidad, no ha dicho nada. Es su madre la que ha hablado. Él más bien nos ha puesto en la calle.
—¿Y es capaz de asegurar que no había ningún cadáver en el despacho?
Era evidente que se había informado cerca del tabernero sobre los habitantes de la casa de la verja.
—¿Entonces por qué no ha informado a la policía que habían intentado robarle?
—Según ellos, nadie ha intentado robarles.
La Larguirucha debía de conocer perfectamente los hábitos de trabajo de Alfred el Triste.
—¿No faltaba un cristal en una de las ventanas?
Boissier miró a Maigret como para aconsejarle que se callara, pero el comisario no le prestó atención.
—En efecto, en una de las ventanas ha sido reemplazado recientemente un cristal. Parece ser que se rompió hace cuatro o cinco días, la noche de la tormenta.
—Miente.
—Seguramente hay alguien que miente.
—¿Piensa usted que soy yo?
—Yo no he dicho eso. Pero bien podría ser que el que mintiera fuese Alfred.
—Y dígame, comisario, ¿por qué iba a contarme esa historia por teléfono?
—Tal vez no la haya contado —dijo Boissier mirándola con atención.
—¿Por qué razón iba a inventarlo? ¿Piensa usted eso, monsieur Maigret?
—Yo no pienso nada de nada.
El comisario sonreía vagamente. Estaba bien, casi feliz. La cerveza estaba fresca, y se estaba muy agradablemente a la sombra, como en el campo, y probablemente aquello se debía a la proximidad del Bois de Boulogne.
Una tarde de pereza. Había bebido dos medias botellas de cerveza. Luego, para no abandonar a la mujer tan lejos del centro de París, la llevaron en su taxi y la dejaron en el Châtelet.
—Telefonéeme en cuanto reciba noticias de Alfred.
Maigret sentía que la decepcionaba, que la mujer le había imaginado de manera diferente. Ernestine debía de decirse que el comisario había envejecido, que se había convertido en un hombre como los demás y que no se ocupaba más que de manera un poco vaga de su caso.
—¿Quiere usted que retrase mis vacaciones? —le propuso Boissier.
—Supongo que su mujer tendrá hechas las maletas.
—Se encuentran ya en la estación, íbamos a salir mañana por la mañana, en el tren de las seis.
—¿Con su hija?
—Desde luego.
—Márchese.
—¿No me necesitará?
—¿Me ha entregado la ficha y el expediente de Alfred el Triste?
Una vez solo en su despacho, se dispuso a echar una siesta en su butaca. La avispa ya no estaba allí. El sol había pasado al otro lado del muelle. Lucas había salido de vacaciones aquel mismo mediodía. Llamó a Janvier, que fue el primero que tomó las vacaciones, en junio, debido a que alguien de su familia se había casado entonces en alguna parte de Francia.
—Siéntate. Tengo trabajo para ti. ¿Has terminado de redactar el informe?
—Precisamente acabo de terminarlo ahora.
—¡Bueno! Toma nota. En primer lugar, convendría buscar, en la alcaldía de Neuilly, el nombre de soltera de una holandesa que hace dos años se casó con un individuo llamado Guillaume Serre, domiciliado en el número 43 bis de la rué de la Ferme.
—Fácil.
—Probablemente. Debía vivir en París desde hacía cierto tiempo. Intentarás saber dónde vivía, lo que hacía, cuál es su familia, su fortuna, etc.
—Comprendido, jefe.
—Parece ser que abandonó la casa de la rue de la Ferme el martes, entre las ocho y las nueve de la tarde, y que tomó el tren para Holanda. Parece ser también que ella misma fue a buscar un taxi a la esquina del bulevar Richard-Wallace para transportar su equipaje.
Janvier escribía algunas palabras, formando una columna, en una página de su cuadernillo de notas.
—¿Eso es todo?
—No. Que alguien te ayude en esto con el fin de ganar tiempo. Quisiera que preguntaras sobre los Serre a las gentes que viven en el barrio, los que les suministran los pedidos, etc.
—¿Cuántos son los Serre?
—La madre y el hijo. La madre tiene cerca de ochenta años y el hijo es dentista. Quiero que trates de encontrar al taxista. Interroga también al personal de la estación y del tren que hace ese servicio.
—¿Puedo disponer de uno de los coches?
—Puedes.
En cuanto a él, eso era todo lo que había hecho aquella tarde. Pidió que le pusieran en comunicación telefónica con la policía belga, que poseía la descripción personal de Alfred el Triste, pero todavía no habían dado con él. Tuvo igualmente una larga conversación con el comisario que visaba en la frontera, en Jeumont. Este había visitado personalmente el tren que debería haber tomado Alfred y no recordaba ningún viajero que tuviera parecido con el especialista en robar cajas de caudales.
Aquello no quería decir nada. Era necesario esperar. Maigret afirmó un cierto número de documentos en lugar del director, fue a tomar un aperitivo en la Brasserie Dauphine, en compañía de su colega de informaciones generales, y volvió, finalmente, en autobús a su casa.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Mme. Maigret, cuando acabó de retirar la cosas de la mesa.
—Vamos a dar una vuelta.
Lo que quería decir que irían andando, sin prisas, hasta los Grandes Bulevares para sentarse, finalmente, en alguna terraza. El sol se había puesto. El aire refrescaba, aunque todavía había bocanadas de aire caliente que parecían emanar de las piedras de la acera. Los huecos de las puertas de la cervecería estaban abiertos, y una orquesta tocaba música. La mayoría de los clientes permanecían allí, sin hablar, delante de su velador, contemplando los peatones que pasaban en ambas direcciones, y la penumbra hacía que los rostros cada vez fueran más oscuros e indistinguibles. Luego, los globos eléctricos les dieron otro aspecto.
Como las demás parejas, se dirigieron hacia su casa, y Mme. Maigret iba cogida del brazo de su marido.
Tras lo cual, vino un nuevo día, en el que lucía un sol tan brillante como el día anterior.
En lugar de presentarse directamente en la Policía Judicial, Maigret dio una vuelta primero por el muelle de Jemmapes, reconoció la taberna pintada de verde, cerca de la esclusa Saint-Martin, un local que tenía un cartel que decía «Bocadillos y tapas en cualquier momento del día», y fue a colocarse en el mostrador.
—Un vino blanco.
Inmediatamente, hizo la pregunta. El Auvergnat que le sirvió no vaciló.
—No sé de una manera precisa a qué hora era, pero sí recuerdo que telefonearon. Ya había amanecido. Ni mi mujer ni yo nos levantamos, pues a esa hora no podía ser para nosotros. Ernestine bajó a coger la llamada. La oí hablar durante mucho tiempo.
Era un punto, al menos, sobre el que la mujer no había mentido.
—¿A qué hora se marchó Alfred, el día anterior?
—Tal vez fueran las once. Pero es posible que fuera más temprano. Lo que sí recuerdo perfectamente era que llevaba su bicicleta.
Una puerta daba directamente de la taberna al pasillo, de donde una escalera conducía a los pisos. La pared de la escalera estaba encalada, como las casas de campo. En aquel momento se oía el ruido producido por una grúa que descargaba la arena de una pinaza que había un poco más lejos.
Maigret llamó a una puerta, que se entreabrió. Ernestine apareció en combinación, y dijo simplemente:
—¡Es usted!
Luego fue inmediatamente a recoger, en la deshecha cama, una bata, que se puso encima.
¿Sonrió Maigret recordando a la Ernestine de otros tiempos?
—¡Bueno, creo que lo hago más bien por caridad! —explicó la mujer—. Ya no tengo un cuerpo demasiado hermoso que ver.
La ventana estaba abierta. En ella había un geranio de color encarnado, como la sangre. La colcha de la cama era también encarnada. Había una puerta abierta que daba a una cocinita, de donde salía un buen olor a café.
El comisario no sabía exactamente qué había venido a hacer allí.
—¿No había nada en la lista de correos, ayer por la tarde?
Ella contestó, preocupada:
—Nada.
—¿No encuentra extraño, o, al menos curioso, que no haya escrito?
—Tal vez desconfía. Debe de estar extrañado de que los periódicos no digan nada. Tal vez crea que me vigilan. Precisamente ahora mismo iba a ir a la oficina de correos.
Había un viejo baúl en un rincón de la habitación.
—¿Son éstas sus cosas?
—La suyas y las mías. Entre los dos, no poseemos muchas cosas.
Luego, mirándole con expresión significativa:
—¿Tiene usted ganas de echar una ojeada? ¡Naturalmente! Lo comprendo. Hay que hacerlo. Encontrará algunas herramientas, pues tenía un juego doble de ellas, así como dos trajes viejos, algunos vestidos míos y ropa interior.
Mientras hablaba con el comisario, vació el contenido del baúl en el suelo, y también abrió los cajones de una cómoda.
—He estado pensando. Y he comprendido lo que usted decía ayer. Es necesario, naturalmente, que alguien haya mentido. Puede ser esa gente, la madre y el hijo, o bien Alfred, o bien yo. Y no tiene razón especial alguna para creernos a unos en lugar de a los otros.
—¿No tiene Alfred familia en el campo?
—No tiene ninguna clase de familia. No conoció nada más que a su madre, y hace veinte años que ésta murió.
—¿No han ido nunca juntos a alguna parte fuera de París?
—Nunca más allá de Corbeil.
No debía haberse refugiado en Corbeil. Era demasiado cerca. Maigret comenzaba a pensar que tampoco había ido a Bélgica.
—¿No había un lugar en particular del que hablara, al que tuviera ganas de ir algún día?
—Él hablaba siempre del campo, sin precisar. Para él, eso lo significaba todo.
—¿Nació usted en el campo?
—Cerca de Nevers, en una aldea que se llama Saint-Martin-des-Près.
Sacó de un cajón una tarjeta postal que representaba la iglesia del pueblo y, frente a la cual, había una balsa que servía de abrevadero.
—¿Se la enseñó usted alguna vez?
Ernestine comprendió. Las mujeres como ella comprenden en seguida,
—Me extrañaría mucho que estuviese allí. Estaba realmente cerca de la Estación del Norte cuando me telefoneó.'
—¿Cómo lo sabe?
—Porque ayer por la noche encontré el bar. Está en la rue de Maubeurge, cerca de una tienda que se dedica a vender maletas. El local se llama el Bar du Levant. El patrón se acuerda de él, porque era el primer cliente del día. Cuando entró Alfred acababa de encender la cafetera eléctrica. A propósito, ¿le gustaría tomar una taza de café?
Le molestó rechazar el café, pero acababa de tomar vino blanco.
—No lo tome como una ofensa.
Le costo mucho encontrar un taxi en el barrio. Cuando lo encontró, ordenó al taxista que le llevara al Bar du Levant.
«Un tipo delgado, de aspecto triste, que tenía los ojos encarnados como si hubiese estado llorando», le dijeron.
No cabía duda de que se trataba de Alfred Jussiaume, que frecuentemente tenía los ojos encarnados.
«Estuvo hablando durante mucho tiempo por teléfono, tomó dos cafés sin azúcar y se dirigió hacia la estación mirando a su alrededor como si temiera que le siguiese alguien. ¿Ha dado algún mal paso?»
Eran las diez de la mañana cuando Maigret subió, al fin, la escalera de la Policía Judicial, donde siempre había como una niebla de polvo alrededor de los rayos del sol. En contra de su costumbre, no echó una ojeada a través de los vidrios de la sala de espera y pasó por el despacho de los inspectores.
—¿No ha llegado Janvier?
—Ha venido hacia las ocho y ha vuelto a marcharse. Ha dejado una nota en su despacho.
La nota decía: «La mujer se llama María Van Aerts. Tiene cincuenta y un años y es de origen de Sneek, en la frontera holandesa. Voy a Neuilly, donde ha vivido en una pensión familiar, situada en la rue de Longchamp. Todavía no he dado con el taxi que la llevó a la estación. Vacher se ocupa de la estación».
—No le había visto entrar, monsieur Maigret. Le espera una señora desde hace media hora.
Le entregó una ficha, en la cual la anciana Mme. Serre había trazado su nombre con una pequeña escritura puntiaguda.
—¿La hago entrar?
Maigret volvió a ponerse la chaqueta que se acababa de quitar, fue a abrir la ventana, llenó una pipa y se sentó.
—Hágala entrar.
Maigret se preguntaba cuál iba a ser el aspecto de la anciana fuera del cuadro de la casa de Neuilly, pero, ante su sorpresa, no desentonaba del todo. No iba vestida completamente de negro, como el día anterior. Llevaba un vestido de fondo blanco sobre el cual había dibujos oscuros. Su sombrero no era ridículo. Y avanzó hacia el comisario dando pruebas de gran calma.
—Esperaba que viniera a visitarle, ¿no es verdad, señor comisario?
Sin embargo, Maigret no la esperaba, pero no le dijo nada.
—Siéntese, señora.
—Gracias.
—¿Le molesta el humo?
—Mi hijo se pasa el día fumando cigarros. ¡Me sentí tan molesta por la manera en que les recibió ayer...! Intenté hacerle señas para que no insistiera, pues le conozco muy bien.
No daba señales de nerviosismo, se tomaba el tiempo necesario para hablar, y a veces dirigía a Maigret como una sonrisa de complicidad.
—Creo que soy yo quien le ha educado mal. Bueno, no tengo más que este hijo y, cuando murió mi marido, Guillaume sólo tenía diecisiete años. Le he mimado. Guillaume era el único hombre de la casa. Si tiene usted niños...
Maigret la miraba intentando saber cómo era por dentro, pero no lo conseguía. ¿Por qué preguntó?
—¿Nació usted en París?
—En la misma casa donde estuvo usted ayer.
Era una coincidencia bastante extraña encontrar en una misma encuesta dos personas nacidas en París. Casi siempre las personas con las que tenía que tratar se relacionaban más o menos directamente con la provincia.
—¿Y su marido?
—Su padre, antes que él, ya ejercía de abogado en la rue de Tocqueville, en el distrito XIIIe.
¡La coincidencia era mayor, porque se trataba de tres personas nacidas en París! ¡Y todo ello añadido a la atmósfera perfectamente provincial de la rué de la Ferme!
—Hemos vivido casi siempre los dos, mi hijo y yo, y supongo que a eso se debe que sea un poco salvaje.
—Creía que había estado casado antes también.
—Lo estuvo. Pero su mujer no vivió mucho tiempo.
—¿Cuántos años después de su matrimonio vivió? Abrió la boca. Comprendió que un pensamiento súbito la hacía vacilar. Incluso tuvo la impresión de ver que un ligero rubor se extendía por sus mejillas.
—Dos años —dijo finalmente—. Es curioso, ¿no cree? Es una cosa que no había pensado hasta este momento. Con María también ha vivido dos años.
—¿Quién era su primera mujer?
—Una muchacha de excelente familia, Jeanne Devoisin, que conocimos un verano en Dieppe en la época en que íbamos allí todos los años a veranear.
—¿Era más joven que él?
—Espere un momento. Mi hijo tenía entonces treinta y dos años. Tenía poco más o menos la misma edad. Era viuda.
—¿No tenía hijos?
—No. Yo no le conocí familia, aparte de una hermana que vivía en Indochina.
—¿De qué murió?
—De una crisis cardiaca. Tenía el corazón débil y pasaba la mayoría del tiempo visitando médicos.
Sonrió de nuevo.
—No le he dicho todavía por qué estoy aquí. Estuve a punto de telefonearle ayer, cuando mi hijo fue a dar su paseo cotidiano, luego pensé que sería más correcto hacerle una visita. Tengo que excusarme por la actitud de Guillaume con relación a usted y decirle que su mal humor no iba dirigido contra usted de una manera personal. Tiene un carácter bastante díscolo.
—Ya me he dado cuenta.
—Ante la idea de que pudiera usted sospechar... que era capaz de cometer una acción deshonesta... Ya era así cuando era un chiquillo...
—¿Me mintió?
—¿Cómo?
El rostro de la anciana expresaba desconcierto.
—¿Por qué razón iba a mentirle? No comprendo. Usted no le hizo realmente muchas preguntas. Precisamente para contestar a las que quiera hacerme es por lo que he venido a visitarle. Mi hijo y yo no tenemos nada que ocultar. Ignoro a consecuencia de qué circunstancias usted se ocupa de nosotros. Debe de haber en todo esto un malentendido, o tal vez debe tratarse de la venganza de algún vecino.
—¿Cuándo se rompió el cristal?
—Ya se lo he dicho, o fue mi hijo quien se lo dijo, no lo sé: cuando se produjo esa terrible tormenta la semana pasada. Yo estaba en el primer piso y no había tenido tiempo de cerrar todas las ventanas cuando oí el ruido que hacían unos cristales al romperse.
—¿Ocurrió eso en pleno día?
—Debían de ser las seis de la tarde.
—De forma que Eugénie, la asistenta, ¿ya no estaba en su casa?
—Se marcha de casa a las cinco, creo que también ya se lo he explicado. No he dicho a mi hijo que venía a verle. Pensé que tal vez le gustaría visitar la casa, y eso es fácil cuando él está fuera.
—¿Quiere usted decir durante el paseo que da al final de la tarde?
—Sí. Usted se dará cuenta de que no hay nada que ocultar en nuestra casa y que, sin el carácter de Guillaume, todo hubiera podido ser aclarado ayer mismo.
—¿Se da usted cuenta, madame Serre, de que ha venido aquí por propia iniciativa?
—Naturalmente.
—Es usted también quien me pide que le haga las preguntas que crea pertinentes.
La anciana hizo un movimiento afirmativo con la cabeza.
—Vamos pues a repasar los acontecimientos a partir de la última comida que hicieron juntos, usted, su hijo y su nuera. El equipaje de su nuera estaba preparado. ¿En qué lugar de la casa se encontraba?
—En el pasillo.
—¿Quién lo había bajado?
—Eugénie bajó las maletas, y mi hijo se encargó del baúl, que era demasiado pesado para ella.
—¿Es un baúl muy grande?
—Es lo que se llama un baúl-cabina. Antes de su matrimonio, María viajaba mucho. Aparte de Francia, vivió algún tiempo en Italia y en Egipto.
—¿Qué comieron ustedes?
La pregunta pareció sorprenderla y divertirla al mismo tiempo.
—Espere... Como soy yo quien se ocupa de la cocina, me acordaré. Un hervido de legumbres, en primer lugar. Comemos siempre legumbres cocidas; por salud. Después había preparado caballas a la plancha y, además, puré de patatas.
—¿Y como postre?
—Una crema de chocolate. Sí. Mi hijo adora desde pequeño la crema de chocolate.
—¿No surgió ninguna discusión mientras comían? ¿A qué hora terminó la comida?
—Hacia las siete y media. Coloqué los platos sucios en el lavadero y subí al primer piso.
—¿Así que no asistió usted a la partida de su nuera?
—No tenía mucho interés en ello. Son momentos penosos y yo prefiero evitar las emociones. Me despedí de ella abajo, en el salón. Yo no tengo nada contra ella. Por otro lado, cada uno tiene su carácter y...
—¿Dónde estaba su hijo durante todo ese tiempo?
—En su despacho, supongo.
—¿Ignora usted si tuvo una última conversación con su mujer?
—Es poco probable. Mi nuera volvió a subir al primer piso. La oí en su habitación, en la que estuvo arreglándose.
—Su casa está construida con materiales sólidos, como la mayoría de las casas viejas. Supongo que, naturalmente, desde el primer piso resulta difícil oír los ruidos que se hacen en el piso bajo...
—No para mí —contestó la anciana haciendo una mueca.
—¿Qué quiere usted decir?
—Que tengo un oído muy fino. No rechina una hoja del parquet en una habitación cualquiera de la casa sin que no la oiga.
—¿Quién fue a buscar el taxi?
—María, ya se lo dije ayer.
—¿Permaneció mucho tiempo fuera?
—Bastante tiempo. No hay ninguna estación de taxis en las proximidades y es necesario esperar el paso de un coche libre.
—¿Se acercó usted a la ventana?
Vaciló imperceptiblemente antes de contestar.
—Sí.
—¿Quién llevó el baúl hasta el taxi?
—El chófer.
—¿No sabe usted a qué compañía pertenecía el coche?
—¿Cómo iba a saberlo?
—¿De qué color era?
—De un color pardo rojizo, con una especie de escudo en la portezuela.
—¿Se acuerda del chófer?
—No muy bien. Me parece que era de pequeña estatura y más bien grueso.
—¿Cómo iba vestida su nuera?
—Llevaba un vestido de color malva.
—¿No llevaba abrigo?
—Sí, lo tenía echado sobre el brazo.
—¿Continuaba su hijo en el despacho?
—Sí.
—¿Qué ocurrió después? ¿Bajó usted?
—No.
—¿No fue usted a ver a su hijo?
—Fue él quien subió.
—¿Inmediatamente?
—Poco tiempo después de que se fuera el taxi.
—¿Estaba emocionado?
—Estaba como usted le ha visto. Su carácter es más bien sombrío. Ya le he explicado antes que, en realidad, es un muchacho sensible a quien afectan los acontecimientos más insignificantes.
—¿Sabía que su mujer no volvería?
—Lo suponía.
—¿No se lo había dicho ella?
—Bueno, no de una manera exacta. Me lo había dado a entender. Hablaba a menudo de cambiar de aires, de volver a ver su país. Ya comprende usted que una vez allí...
—¿Qué hizo usted después?
—Me coloqué el cabello para pasar la noche.
—¿Estaba su hijo en la habitación de usted?
—Sí.
—¿No salió de la casa?
—No. ¿Por qué?
—¿Dónde guarda el coche?
—A cien metros de nuestra casa, donde han transformado unas antiguas cuadras de caballos en garajes particulares. Guillaume tiene alquilado uno de esos garajes,
—¿De tal forma que puede coger su coche y regresar después sin que le vean?
—¿Por qué iba a ocultarse?
—¿Volvió a bajar al primer piso?
—Lo ignoro. Pero supongo que sí. Me acuesto muy temprano, y él tiene la costumbre de leer hasta las once o las doce de la noche.
—¿En su despacho?
—O en su habitación.
—¿Está su habitación cerca de la de usted?
—Al lado de la mía. Entre las dos habitaciones hay un cuarto de baño.
—¿Le oyó usted acostarse?
—Desde luego.
—¿A qué hora?
—No encendí la luz.
—¿No oyó usted ningún ruido?
—Ninguno.
—¿Supongo que es usted la primera que se levanta por las mañanas?
—Sí. Durante el verano me levanto a las seis y media.
—¿Dio usted una vuelta por las habitaciones?
—Primero fui a la cocina para poner agua a calentar, luego abrí las ventanas, pues es el momento en que el aire está más fresco.
—¿Entró usted entonces en el despacho?
—Probablemente.
—¿No se acuerda usted?
—Es casi seguro...
—¿Habían ya vuelto a colocar el vidrio roto?
—Lo supongo... sí...
—¿No observó usted nada que le llamara la atención en la habitación? ¿Algún desorden?
—Ninguno, excepto colillas, como siempre, en los ceniceros, y tal vez un libro o dos puestos en lugares que no les correspondían. No sé lo que sucede, monsieur Maigret. Como ya ve, contesto francamente a sus preguntas. He venido a eso, a contestarlas, sin que usted me lo haya pedido.
—¿Por qué está usted inquieta?
—No. Bueno, me siento inquieta por la manera en que Guillaume les recibió a ustedes ayer. Y también porque adivino algo misterioso detrás de su visita. Las mujeres no son como los hombres. En la época en que vivía mi marido, por ejemplo, si por la noche había algún ruido extraño en la casa, él no se movía de la cama y era yo quien iba a ver. ¿Me comprende? Probablemente eso ocurre también con su mujer. En el fondo por esta misma razón es por la cual he venido a hacerle esta visita. Ayer habló usted de un intento de robo cometido en nuestra casa. Pero parecía más preocupado e interesado por el tema de María.
—¿No han recibido noticias suyas?
—No espero recibirlas. Usted oculta algunos hechos, y eso me intriga. Como en el caso de los ruidos nocturnos, yo pretendo que no existe ningún misterio, que basta con enfrentarse con las cosas para que ellas mismas nos den su explicación.
Ella le miraba, sintiéndose segura de sí misma, y Maigret tenía un poco la impresión de que le consideraba como un niño, como otro Guillaume. Parecía que la anciana decía: «Confiéseme lo que tiene en el corazón. No tenga miedo. Ya verá como todo se explica».
—La noche de que hablamos un hombre se introdujo en su casa.
Los ojos de la anciana expresaron incredulidad, mezclada con cierta conmiseración, como si el hombre que tenía enfrente creyese todavía en los duendes.
—¿Y por qué razón?
—Para robar la caja de caudales.
—¿Lo hizo?
—Entró en la casa cortando el vidrio para abrir la ventana.
—¿El vidrio que la tormenta había ya roto? Sin duda. ¿Lo volvió a colocar inmediatamente después?
La anciana continuaba negándose a tomar en serio lo que él decía.
—¿Y qué se llevó?
—No se llevó nada, porque en cierto momento su linterna iluminó un objeto que no esperaba encontrarse en la habitación.
La anciana sonrió.
—¿Qué objeto?
—El cadáver de una mujer de cierta edad, que podría muy bien ser el de su nuera.
—¿Le contó eso?
Maigret miró las manos enguantadas de la anciana, pero no temblaban.
—¿Por qué no pide a ese hombre que venga a repetirme esas acusaciones?
—No está en París.
—¿No puede hacerle venir?
Maigret prefirió no contestar. No estaba demasiado contento de sí mismo.
Comenzaba a preguntarse si no sufría, él también, la influencia de esta mujer, que tenía la serenidad protectora de una Madre superiora.
No se levantó, no se agitó, y tampoco dio muestras de la menor indignación.
—Ignoro de quién se trata y no se lo pregunto. Sin duda, debe tener buenas razones para creer en ese hombre. Es un ladrón, ¿verdad? Yo, por mi parte, no soy más que una anciana de setenta y ocho años que no ha hecho nunca daño a nadie. Permítame, ahora que sé de qué se trata, que le ruegue que venga inmediatamente a nuestra casa. Le abriré todas las puertas, le mostraré todo lo que desee ver. Y mi hijo, cuando esté al corriente, no dejará, por su parte, de contestar a sus preguntas. ¿Cuándo vendrá usted, monsieur Maigret?
Esta vez, la anciana estaba de pie, sin perder la calma, y no había nada agresivo en ella, a pesar de un ligero tono de amargura.
—Tal vez esta tarde. No lo sé todavía. Quisiera hacerle otra pregunta más. ¿Ha utilizado su hijo el coche estos últimos días?
—Usted mismo se lo preguntará. ¿Quiere?
—¿Está en casa en este momento?
—Es probable. Al menos estaba allí cuando yo salí.
—¿Eugénie también?
—Ella es seguro que estará.
—Muy agradecido.
La acompañó hasta la puerta. En el momento de llegar a ella, la anciana se volvió.
—Voy a solicitarle un favor —dijo con una voz dulce y suave—. Cuando me haya ido, intente ponerse en mi lugar, olvidando que se ha pasado la vida ocupándose de asuntos criminales. Figúrese que es a usted a quien le hacen las preguntas que me acaba de hacer, que es de usted de quien se sospecha que haya matado a alguien a sangre fría...
Eso era todo. Añadió únicamente:
—Hasta esta tarde, monsieur Maigret.
Una vez que la puerta volvió a cerrarse, Maigret permaneció inmóvil un buen momento cerca del dintel de la puerta. Luego se acercó a mirar por la ventana y no pasó mucho tiempo antes de ver a la anciana dirigirse dando menudos pasos, a pleno sol, hacia el puente Saint-Michel.
Descolgó el teléfono.
—Póngame en comunicación con la comisaría de policía de Neuilly.
Hizo que le pusieran en comunicación no con el comisario, si no con un inspector al que conocía.
—¿El inspector Vanneau? Aquí, Maigret. Estoy muy bien, gracias. Escúchame. Es un asunto muy delicado. Vas a coger un coche y a presentarte inmediatamente en el número 43 bis de la rué de la Ferme.
—¿A casa del dentista? Janvier, que pasó ayer por la tarde por aquí, me habló del caso. Se trata de una holandesa, ¿verdad?
Eso no importa. El tiempo apremia. El tipo de que se trata no es nada cómodo, y no quiero pedir orden de arresto en este momento. Se trata de actuar rápidamente, antes de que su madre regrese.
—¿Está lejos?
—En el puente Saint-Michel. Pero supongo que va a tomar un taxi.
—¿Qué hago con el hombre?
—Llévale a la comisaría, bajo cualquier pretexto que se te ocurra.
Maigret pensó un momento, y luego prosiguió:
—Cuéntale lo que quieras, que tienes necesidad de su testimonio...
—¿Y después?
—Para entonces yo ya habré llegado ahí. El tiempo que tarde en bajar al patio y coger un coche.
—¿Y si el dentista no está en su casa?
—Vigilarás fuera y le pondrás la mano encima en cuanto le veas, sin dejarle entrar en la casa.
—No es muy legal, ¿eh?
—En absoluto.
Como Vanneau iba a colgar, el comisario Maigret añadió:
—Llévate a alguien contigo y ponle de puesto frente a las cuadras de caballos transformadas en garajes que hay en la misma calle, un poco más arriba. El dentista tiene alquilado uno de los garajes.
—Comprendido.
Un instante después, Maigret bajaba la escalera a grandes zancadas y se instalaba en uno de los coches de la policía que se estacionaban en el patio.
Cuando el automóvil giraba en dirección al Pont-Neuf, tuvo la impresión de ver un momento el sombrero verde de Ernestine. No estaba seguro y prefirió no perder tiempo. En el fondo, cedió más bien a un movimiento de mal humor contra la Larguirucha.
Cuando atravesaron el Pont-Neuf, se arrepintió, pero ya era demasiado tarde.
—¡Tanto peor para ella! La esperaría.