CAPÍTULO IX

Era la hora en que las cosas tienen colores más profundos, pero sin vibraciones, por estar encerradas en sí mismas a la espera del crepúsculo. Podíase mirar cara a cara el sol rojo suspendido por encima de las verdeantes colinas. Los reflejos en el agua eran más anchos, suntuosos, con algo de frialdad, sin embargo, como presintiendo la oscuridad que avanzaba ya.

Los paseantes, en la parte alta de la esclusa, observaban a un joven que intentaba poner en marcha una canoa automóvil. Se oía dar vueltas al motor, aspirar el aire y toser; luego, otra vez el esfuerzo impaciente de la manivela.

Fue Ducrau quien se paró de pronto, las manos a la espalda, mirando a la hilera de casas que, en este lugar, bordea el río. Maigret no había observado nada anormal.

—Mire, comisario.

Las casas eran restaurantes y hoteles bastante lujosos y se veía una larga fila de coches a lo largo de la acera. Sin embargo, entre dos restaurantes había una estrecha taberna en la que se debía de servir de comer a los chóferes y en donde, con motivo de ser domingo, habíanse sacado cuatro mesas a guisa de terraza.

Maigret buscaba lo que había que ver. Se veían ya algunos sombreros de paja y muchos trajes ligeros. La sombra de los paseantes se alargaba, gigantesca. La mirada del comisario terminó por captar una figura familiar: la del inspector Lucas sentado en la pequeña terraza ante una caña de cerveza. Lucas había visto a Maigret también y le sonreía a través de la calzada. Parecía completamente feliz de estar allí, bajo el toldo a rayas rojas y amarillas que le daba sombra junto a un laurel sembrado en una cuba.

A su derecha, al fondo de la terraza, el comisario había reparado ya en el viejo Gassin, el cual, aplicado, con los codos apoyados en el velador demasiado pequeño, escribía una carta.

La gente regresaba de una fiesta cualquiera, porque marchaba como un cortejo, levantando polvo. Nadie se fijó en que dos hombres estaban parados en medio del gentío ni que uno de ellos preguntaba, mientras hundía la mano en su bolsillo:

—¿Puede llamarse a esto legítima defensa?

Ducrau no bromeaba. No podía apartar la mirada del viejo, el cual, de cuando en cuando, alzaba la cabeza para reflexionar sobre lo que iba a escribir, pero que no parecía ver nada de lo que le rodeaba.

Maigret no respondió. Se contentó con hacer una seña a Lucas y, luego, avanzar algunos pasos hacia la esclusa, mientras que Ducrau le seguía a disgusto.

—¿Ha oído usted mi pregunta?

La canoa partió al fin, deslizándose sobre el agua y dibujando arabescos de remolinos.

—Aquí estoy, jefe.

Era Lucas, que miraba al Sena como los demás.

—¿Está armado el viejo?

—No. Yo ya había registrado su habitación, en la que no tenía arma alguna. Por otra parte, no se ha parado en ningún sitio en su camino hacia aquí.

—¿Se ha dado cuenta de tu vigilancia?

—No creo. Se halla demasiado preocupado con sus propios pensamientos.

—Arréglatelas para conseguir la carta. ¡Hala!

—Continúa usted sin responderme —dijo obstinado Ducrau cuando reemprendieron la marcha.

—Y usted ya lo ha oído: no está armado.

Continuaron andando, acercándose a la casa blanca.

—Resumiendo: cada cual tenemos nuestro ángel de la guarda —se burló el armador—. Será mejor que cene usted con nosotros. Y si quiere aceptar una habitación para pasar la noche...

Empujó la verja. Vieron a su mujer, a su hija y a su yerno tomando el té en la terraza. El chofer arreglaba una cámara de aire que formaba una corona de un rojo agresivo sobre la grava del patio.

* * *

Cada cual se hallaba sentado en un sillón de mimbre, ante una mesa que soportaba una botella y vasos. Pero no se habían unido a la familia en la terraza. Se habían quedado en el patio, cerca de la puerta del salón, el cual, a sus espaldas, iba siendo invadido poco a poco por la oscuridad. Los faroles de Samois se encendían demasiado pronto, constituyendo en la claridad del día simples manchas blancas, mientras que los excursionistas se hacían cada vez más raros, absorbidos por la estación.

—¿Cree usted —preguntaba Maigret con su voz más tranquila— que un hombre que ya ha matado a otro duda mucho, para asegurar su tranquilidad, en suprimir a un segundo y hasta, si le apuran, a un tercero?

Ducrau fumaba una enorme pipa de espuma, con largo cañón de cerezo. Miró a su compañero y pasó bastante tiempo antes de que murmurara:

—¿Qué ha querido usted decir?

—Nada de particular. Pienso que nos hallamos aquí bien acomodados para pasar un buen final de domingo. El coñac es excelente. Las pipas tiran bien. Por su parte, el viejo Gassin estará tomando su aperitivo. Ahora bien: el miércoles por la noche todo lo que nos preocupa habrá dejado de preocuparnos. El problema habrá encontrado su solución.

Hablaba soñadoramente, mientras que Decharme, arriba, en la terraza, encendía una cerilla, cuya llama danzó un instarle contra el pálido cielo.

—Mientras tanto, ¿sabe usted?, me pregunto quién no estará aquí ya.

Ducrau se estremeció. No pudo ocultarlo y prefirió confesar.

—¡Tiene usted una forma de decir las cosas!

—¿Dónde estuvo usted el domingo pasado?

—Aquí. Venimos todos los domingos.

—¿Y su hijo?

Los rasgos se endurecieron. Ducrau contestó:

—Estuvo aquí también. Se pasó dos horas arreglando la antena de la radio, pues no sonaba.

—Pues bien: él está muerto y enterrado. Bébert también. Por eso pienso en esta butaca y en quién la ocupará el domingo que viene.

Se veía mal. El olor de dos pipas se esparcía por el patio. Ducrau tuvo un sobresalto cuando alguien se bajó de una bicicleta delante de la verja. De lejos, preguntó:

—¿Qué es?

—Una carta para monsieur Maigret.

Era un muchacho del pueblo que, a través de la verja, alargaba un sobre al comisario.

—Me han entregado esto para usted junto al estanco.

—Ya sé. Gracias.

Ducrau no se había movido. Las mujeres abandonaron la terraza porque sentían frío, y se veía claramente que Decharme, en pie junto a la balaustrada, vacilaba en reunirse con los dos hombres, aunque ardía en deseos de hacerlo.

Maigret rompió un primer sobre dirigido a su nombre y encontró la carta escrita un poco antes por Gassin. Estaba dirigida a Madame Emma Châteneau, café des Maraîchers, Lazicourt (Haute-Marne).

—Puede encenderse el salón —gruñó Ducrau, que no se atrevía a preguntar.

—Aún veo bien aquí.

El papel era papel de taberna, la tinta violeta, la letra muy pequeña al principio, dos veces más grande al final.

«Querida Emma:

»Te escribo para que sepas que me encuentro bien, espirando que la presente te halle en perfecto estado de salud. No obstante, quisiera prevenirte de que, si sucediera algo, me gustaría ser enterrado en nuestro cementerio, junto a. nuestra madre, y no en Charenton, como lo había indicado antes. También he de advertirte que no hace falta continuar pagando la sepultura. En cuanto al dinero que hay en la Caja de Ahorros, encontrarás una libreta y toda la documentación en el cajón del aparador. Todo es para ti. Al fin podrás subir un piso a tu casa. Por lo demás, todo marcha bien, pues sé lo que tengo que hacer.

»Tu hermano que te quiere.»

Maigret, en pie, apartó la mirada de la cuartilla para posarla, de abajo arriba, sobre Ducrau, que fingía pensar en otra cosa y que continuaba fumando su pipa.

—¿Malas noticias?

—Es la carta que Gassin acaba de escribir.

Ducrau se dominó, cruzó y descruzó las piernas, observó de lejos a su yerno y murmuró, al fin, con un esfuerzo por no traicionar su impaciencia:

—¿Puedo leerla?

—No.

Y Maigret dobló la carta y la deslizó en su cartera; a pesar suyo, lanzaba rápidas miradas a la verja, tras la cual no había más que un gran pozo de oscuridad.

—¿A quién va dirigida?

—A su hermana.

—¿A Emma? ¿Qué ha sido de ella? Durante una temporada vivió en el barco de su hermano y hasta creo que estuve enamorado de ella. Luego se casó con un maestro del Haute-Mame, que debió de morir poco después.

—Tiene una posada en su pueblo.

—Hace verdadero fresco, ¿no lo nota usted? ¿No le molesta entrar?

Ducrau dio vuelta al conmutador del salón, cerró la puerta y pensó en correr las cortinas, pero se arrepintió.

—¿No puedo saber lo que Gassin escribe a su hermana?

—No.

—¿Tengo algo que temer?

—Usted lo sabe mejor que yo.

Ducrau sonreía dando vueltas al salón sin saber dónde ponerse, y Maigret, familiar, salió al jardín en busca de la botella de coñac y los vasos.

—Suponga dos hombres —dijo, sirviéndose de beber—. Uno, que ya ha matado y que, por consiguiente, corre el riesgo de que lo encierren para el resto de su vida, si no le cae algo peor, y otro, que jamás ha hecho daño a nadie. Se buscan como dos gallos de pelea. ¿Cuál es, según usted, el más peligroso?

Por toda contestación, el armador acentuó su sonrisa.

—Queda por saber ahora quién colgó a Bébert. ¿Qué me dice usted de eso, Ducrau?

Maigret continuaba mostrándose cordial, pero existía una pesadez nueva en cada palabra, en cada sílaba que dejaba caer, como si cada una estuviese henchida de sentido.

Ducrau había terminado por derrumbarse en un sillón, las piernas estiradas y la pipa sobre el pecho. Esta postura le hacía triple barbilla, mientras que los párpados medio cerrados ponían un velo a su mirada.

—¿Sabe usted a qué sencillísima pregunta llegarnos así? ¿Quién fue el que un día abusó de la simplicidad de Aline y le hizo un niño?

Esta vez su compañero se levantó de un salto, con las mejillas enrojecidas.

—¿Cómo?

—¿Cómo? Desde luego, no fue usted. Tampoco Gassin, que siempre creyó que era su padre. De ninguna manera su hijo Jean, que sentía hacia ella una amistad platónica y que, además...

—¿Qué...? ¿Qué iba usted a decir?

—Nada malo. He tenido algunos informes de él. Dígame. Ducrau: después de tener su primera hija con su esposa, ¿estuvo usted enfermo?

Sólo se oyó un gruñido y Maigret vio una espalda ante sus ojos.

—Tal vez sea ésta la explicación. Aline siempre ha sido simple de espíritu. En cuanto a su hijo Jean, era un muchacho enfermizo, nervioso, de una sensibilidad tal que tenía crisis de histeria. Según sus camaradas, para quienes era objeto de burla, no era hombre del todo. De ahí esa amistad emotiva, pero extremadamente pura, entre Aline y él.

—¿Adonde quiere usted llegar?

—A esto: si Bébert fue asesinado, es que era él el amante. La Toisón d'Or está amarrada frecuentemente en Charenton durante semanas enteras. Gassin pasa las noches en las tabernas. El ayudante del esclusero es un solitario, y, rondando alrededor de las pinazas, vio a Aline una noche y...

—¡Cállese!

Ducrau, el cuello violáceo, lanzó su pipa a un rincón del salón.

—¿Es cierto?

—Yo no sé nada.

—Tal vez ni tuviera que emplear la fuerza, porque ella no tiene conciencia de sus actos. ¡Y nadie lo sabría! Hasta que un día Aline dio a luz... Aline, que tiene tres hombres a su alrededor... ¿De quién cree usted, Ducrau, que sospecha Gassin?

—¡De mí! —gritó el otro.

Y al mismo tiempo se estremeció, marchó pesadamente hacia la puerta y la abrió con ademán violento. Su hija estaba tras ella. Ducrau levantó la mano. Berthe lanzó un grito. Pero el armador, en lugar de pegar, se contentó con golpear la madera con furia.

—¿Y qué más?

Se volvió hacia Maigret como un toro en la plaza.

—He observado que Aline tenía miedo de usted y hasta más que miedo. Gassin ha debido de tener la misma idea. Es natural; como usted rondaba alrededor de ella...

—Tiene que ser eso. ¿Y qué más?

—¿Por qué, pues, otra persona no hubiera creído lo mismo, tanto más cuanto que es notorio su deseo de acostarse con todas las mujeres?

—Siga. ¿Quién?

—Su hijo...

—¿Y qué más?

Se oían pasos, voces, en la habitación de encima. Era Berthe, que lloraba al contar el incidente a su madre o a su marido. Un poco más tarde la criada entró, intimidada.

—¿Qué hay?

—La señora le ruega que suba,

No encontró palabra para responder. Era demasiado bufo. Se contentó con llenarse la copa de coñac y bebérsela de un trago.

—¿Por dónde iba usted?

—Para tres personas, por lo menos, pasaba usted por un individuo indeseable. Aline se encierra en su cabina cuando lo ve llegar y llora al hablarle de usted. Su padre le espía y sólo espera encontrar una prueba para vengarse. En cuanto a su hijo, se tortura como sólo saben hacerlo los grandes histéricos. ¿No le habló en cierto momento de ingresar en una orden religiosa?

—Sí. Hace seis meses. ¿Quién se lo ha dicho?

—Poco importa. Usted lo anonadada. Usted lo angustiaba. En su vida no tuvo más alegría que los tres meses pasados durante su convalecencia a bordo de La Toison d'Or.

—¡Termine!

Se esponjó y se echó más de beber.

—Ya he terminado. Al menos, me he explicado su suicidio.

—Quisiera saber cómo.

—Cuando se enteró de que usted había sido herido y arrojado al agua, junto a la pinaza, en plena noche, no tuvo la menor duda; fue Aline quien, sorprendida, atacada tal vez...

—¿No hubiera podido preguntarme?

—¿Le ha hablado a usted alguna vez? ¿Le ha hablado su hija? Puesto que le negaba la entrada en un convento y se consideraba a sí mismo un desecho, quiso, al menos, hacer un gesto varonil. Éstas son cosas que los adolescentes sueñan en las buhardillas. Afortunadamente, no las llevan a la práctica siempre. Su hijo, sí. ¡Salvaba a Aline! ¡Se declaraba culpable! Tal vez usted no lo comprenda, pero todos los jóvenes de su edad lo comprenderán...

—¿Y usted? ¿Cómo lo ha comprendido?

—No he sido yo sólo. Piense que Gassin, mientras iba de taberna en taberna, borracho perdido, sin hablar, se aferraba al mismo problema. Ayer noche no regresó a bordo. Dejó sola a Aline. Alquiló una habitación enfrente.

Ducrau, con rapidez, fue a levantar la cortina, pero no se veía nada a causa de la luz del salón.

—¿No ha oído usted?

—No.

—¿Qué piensa usted hacer?

—No lo sé —dijo sencillamente Maigret—. Cuando dos hombres van a pelearse, se hace todo lo posible por separarlos. Pero la ley no me permite intervenir cuando dos hombres están preparados para matarse. Me permite detener a un asesino...

Ducrau alargó el cuello.

—¡Mas, para eso, hacen falta pruebas!

—¿En caso de qué...?

—¡Nada! El miércoles por la noche ya no perteneceré a la Policía. Usted me lo recordaba hace un instante. ¿Por casualidad tiene usted tabaco gris?

Cogió un poco del bote de barro que le señaló Ducrau y, después de haber llenado la pipa, se llenó la petaca. Llamaron a la puerta. Era Decharme, que entró sin esperar permiso.

—Le ruego que me perdone. Mi mujer me encarga que la disculpe ante usted por no bajar a cenar. Se encuentra un poco indispuesta. Es su «estado»...

No hizo intención de marcharse. Buscó el sitio donde iba a instalarse y mostró su asombro ante las copas de coñac.

—¿No prefieren aperitivos?

Por milagro, Ducrau no lo trató de mala manera ni pareció darse cuenta de su presencia. Recogió la pipa, que se había caído sobre la alfombra y no se había roto. Sólo tenía un pequeño rasguño en la espuma, y pasó por él su dedo mojado en saliva.

—¿Está arriba mi mujer?

—Acaba de bajar a la cocina.

—¡Me permite un momento, comisario?

Ducrau parecía esperar que el comisario no le permitiera salir; pero no fue así.

—¡Un hombre raro! —exclamó, suspirando, Maigret una vez cerrada la puerta.

Y Decharme, que no se encontraba a gusto en su sillón, donde había replegado su corpulento cuerpo, pero que no se atrevía a levantarse, tosió y murmuró:

—A veces es extraño, sin duda se habrá dado usted cuenta. En realidad, tiene sus momentos buenos y malos.

Maigret, como si se encontrase en su casa, corrió las cortinas, dejando una ligera abertura entre ellas, por la cual miraba de cuando en cuando al patio.

—Se necesita mucha paciencia...

—¡Usted la tiene!

—Por ejemplo, mi situación, ahora, es bastante delicada. Soy militar, como ya sabe. Es evidente que el Ejército no puede mezclarse en ciertas cosas, en ciertos dramas que...

—¿Dramas? —repitió Maigret, sin piedad.

—No sé. Lo que yo le pido es un consejo. Usted tiene una situación oficial también. Ahora bien: su presencia y ciertos rumores...

—¿Qué rumores?

—No lo sé. Pero supongamos... Es terriblemente difícil de decir. Sólo es una suposición, ¿comprende? Supongamos que un hombre, que tiene cierta posición, se encuentra en una situación..., una situación...

—¿Una copa de coñac?

—¿Alcohol? ¡Jamás! Gracias.

Por lo menos, se reconfortó. Estaba decidido a todo y no improvisaba. ¡Su discurso estaba preparado!

—Cuando un militar ha cometido una falta, es de tradición que sus propios camaradas le muestren el deber a seguir y le dejen solo con su revólver. Eso evita el escándalo de los debates públicos y...

—¿De quién habla usted?

—De nadie. Sin embargo, no puedo evitar el sentirme inquieto. Y venía a pedirle, en definitiva, que me asegurara, o que me dijera si debemos esperar a...

Desde luego, se notaba que no quería precisar más. Se levantó, aliviado. Sonreía, esperando la contestación.

—¿Me pregunta usted si su suegro es un asesino y si voy a detenerle?

No había experimentado ninguna inquietud por la ausencia de Ducrau, que volvió con el rostro más animado y los cabellos húmedos en las sienes, como si acabara de lavarse la cara.

—Vamos a preguntárselo.

Maigret fumaba a grandes chupadas, sostenía la copa de coñac en la mano y evitaba mirar a Decharme, que había empalidecido, no atreviéndose a abrir la boca.

—Mire, Ducrau: su yerno me preguntaba si creo que es usted un asesino y si tengo la intención de detenerle.

Debieron de oírle arriba, porque los pasos cesaron de pronto encima de sus cabezas. A Ducrau, a pesar de su sangre fría, se le cortó la respiración.

—¿Es él quien pregunta... si yo...?

—No olvide que es militar. Me recordaba hace un instante la costumbre en casos parecidos. Cuando un militar ha cometido una falta, como dice con mucha elegancia, son sus mejores amigos quienes le dejan solo con su revólver.

La mirada de Ducrau seguía obstinadamente a Decharme, que andaba como sin objeto hacia el fondo de la sala.

—¡Ah! Ha dicho...

Durante algunos segundos pudo creerse que las cosas iban mal rodadas. Pero los rasgos de Ducrau se distendieron poco a poco, quizá obligados por un esfuerzo heroico. Sonrió. La sonrisa se amplió. Rió. ¡Rió a carcajadas!

—Es despampanante —exclamó al fin, con lágrimas en los ojos a fuerza de reír—. ¡Ah, mi querido Decharme! ¡Qué muchacho tan encantador eres! Vamos, hijitos, que van a sentarse a la mesa... Los oficiales que... cuando otro ha cometido una falta... ¡Querido Decharme! ¡Y decir que vamos a comer uno al lado del otro...!

A Maigret no le llegaba la camisa al cuerpo, pero nadie lo hubiera dicho al verle vaciar con cuidado la pipa en el cenicero y deslizaría en su estuche antes de metérsela en el bolsillo.