CAPÍTULO V

A la mañana siguiente, un poco antes de las nueve, Maigret llegó a la Policía Judicial. El guardia nocturno le anunció que le habían llamado por teléfono.

—No ha dicho quién, pero volverá a llamarle.

Encima del montón de cartas había una nota de servicio:

«El ayudante de esclusero de Charenton ha sido encontrado muerto, colgado de la puerta de la esclusa.»

Maigret no tuvo tiempo de asombrarse. El timbre del teléfono sonó. Descolgó, gruñón, y se sorprendió bastante al reconocer la voz que le hablaba al otro extremo del hilo sencillamente, con deferencia, hasta con un dejo de timidez inesperada.

—¡Allô! ¿Es usted, comisario? Aquí, Ducrau. ¿Le causaría mucho trastorno venir a verme en seguida? No me importaría ir yo, pero no sería lo mismo. ¡Oiga! No estoy en Charenton, sino en mi oficina, quai des Célestins, 33. ¿Vendrá? ¡Gracias!

Todas las mañanas, desde hacía diez días, lucía este sol con un mismo gustillo ácido de grosellas verdes. Más que en ninguna otra parte, se notaba a lo largo del Sena la primavera, y cuando Maigret llegó al quai des Célestins, miró con envidia a un estudiante y a varios ancianos que revolvían en los puestos llenos de polvo de los libreros de viejo.

El número 33 era una casa de dos pisos, ya vieja, cuya puerta estaba adornada con varias placas de cobre. En el interior reinaba la atmósfera característica de los hotelitos particulares que se han transformado en oficinas. En las diferentes puertas se veían varias indicaciones: Caja... Secretaría..., etc. Frente al comisario, una escalera conducía al primer piso, y fue al final de esta escalera donde apareció Ducrau, mientras Maigret buscaba a alguien a quien preguntar.

—¿Quiere usted venir por aquí?

Recibió a su visita en un salón transformado en despacho, pero que había conservado su artesonado, sus entrepaños y sus dorados, todo pasado de moda, envejecido, desentonando con los muebles de madera clara.

—¿Ha leído las placas de cobre? —preguntó Ducrau, indicándole un asiento—. Abajo está la Sociedad de Canteras del Marne. Aquí, los asuntos de remolque, y en el piso segundo los transportes fluviales. ¡Lo cual quiere decir Ducrau!

Pero lo decía sin orgullo, como si estos informes tuviesen su importancia. Se hallaba sentado de espaldas a la luz y Maigret observó que llevaba un brazalete de crespón negro en su chaqueta de grueso paño azul. Estaba sin afeitar y su carne parecía más fofa.

Permaneció un momento callado, jugando con la pipa apagada, y fue en ese momento cuando se dio cuenta Maigret de que existían dos Ducrau: el que se pavoneaba, hasta cuando se hallaba solo consigo mismo, hablaba fuerte y se afanaba en una interminable partida teatral, y el otro, que se olvidaba de pronto de mirarse vivir y que sólo era un hombre demasiado tímido y torpe.

Pero ¡debía de resignarse con dificultad a ser ese Ducrau! Era una necesidad para él estar un grado por encima de la simple realidad, y sus ojos tenían ya ese pestañeo que anunciaba un nuevo alarde.

—Vengo aquí muy de tarde en tarde, porque hay demasiada gente para hacer el trabajo que se hace. Pero esta mañana no sabía dónde refugiarme.

Maldecía a Maigret por su silencio, por su pasividad, porque para jugar su partida necesitaba la réplica.

—¡Sabe usted dónde he pasado la noche? ¡En un hotel de la calle Rivoli! Porque todos han caído sobre mi casa: la anciana madre de mi mujer, mi hija, el idiota de su marido y ¡vecinos por manadas! ¡Han organizado un verdadero carnaval funerario, y he preferido abandonar el campo!

Era sincero, pero, por lo menos, se encontraba contento de la palabra carnaval.

—He estado por todas partes, hasta hastiarme. ¿No ha experimentado usted nunca ese hastío?

Y, sin transición, cogió de la mesa un periódico atrasado, se levantó, se puso al lado de Maigret y lo colocó ante sus ojos, señalándole con la uña un artículo.

—¿Lo ha leído?

«Tenemos noticias de que el comisario divisionario Maigret, de la Policía Judicial, aunque todavía se halla lejos de la edad tope, ha pedido y obtenido el retiro. Abandonará su puesto la próxima semana y, verosímilmente, será reemplazado por el comisario Ledent.»

—¿Y qué? —preguntó asombrado Maigret.

—¿Cuántos días le quedan aún? ¿Seis?

No se volvió a sentar. Necesitaba andar. Iba y venía, tan pronto a contraluz, tan pronto cara a la ventana, con los dedos metidos en las sisas del chaleco.

—Ayer le pregunté cuánto le pagaba la Administración, ¿lo recuerda? Ahora bien, hoy quiero decirle lo siguiente: lo conozco a usted mejor de lo que se figura; a partir de la próxima semana, le ofrezco cien mil francos al año para que pase a mi servicio. Piénselo antes de contestar.

Con gesto de impaciencia abrió una puerta e hizo seña al comisario para que se le acercase. En una mesa despacho clara, un hombre de unos treinta años, ya un poco calvo, se hallaba sentado ante una pila de carpetas, con una larga boquilla entre los dientes, mientras que una taquimecanógrafa esperaba que le dictase.

—El director de remolques —anunció Ducrau, mientras que el personaje se ponía en pie precipitadamente.

Y el armador añadió:

—¡No se moleste, monsieur Jaspar! —hizo hincapié en la palabra «monsieur»—. A propósito, repítame lo que hace cada noche. Porque usted es campeón de algo, si mal no recuerdo.

—De crucigramas.

—¡Exacto! ¡Perfecto! ¿Oye usted, monsieur Maigret? ¡Monsieur Jaspar, director a los treinta y dos años del servicio de remolques, es campeón de crucigramas!

Había destacado todas las sílabas y, en la última, cerró la puerta con gesto brutal, después de lo cual permaneció erguido ante Maigret, mirándole a los ojos.

—¿Se ha fijado usted en este tipo? Hay otros abajo y en el segundo, todos bien vestidos, honrados, lo que se llama trabajadores. Observe que ahora mismo monsieur Jaspar se estará preguntando con angustia qué ha podido hacer para molestarme. La taquimecanógrafa contará el incidente por toda la casa y durante diez días lo chuparán como un caramelo... ¡Porque les doy el título de director se imaginan de buena fe que dirigen aquí algo!... ¿Un cigarro?

Sobre la chimenea había una caja de habanos, pero el comisario prefirió llenar su pipa.

—A veces, no ofrezco ningún título. Usted ya empieza a tener una idea clara de mi negocio. Los transportes, de una parte; el remolque y las canteras, de otra, y lo demás. Ahora bien: este «lo demás» es extensible a voluntad. Yo le hago a usted una nota para que lo inscriban en una ficha. Usted va y viene a su antojo. Usted mete las narices por todas partes...

Una vez más, Maigret evocó durante algunos segundos los largos canales bordeados de árboles, las comadres con sombrero de paja negra y las vagonetas de las canteras dirigiéndose hacia las pinazas. Ducrau había apretado un timbre e inmediatamente entró una taquimecanógrafa con su libreta en la mano.

—Tome nota: «Entre los abajo firmantes, Émile Ducrau y Maigret»... ¿Su nombre?..., «y Maigret (Jules), se ha convenido lo siguiente: a partir del dieciocho de marzo, monsieur Jules Maigret entra al servicio de...».

Miró a su compañero, frunció el ceño y lanzó a la secretaria:

—¡Puede irse!

Dio la vuelta en redondo a la habitación, con las manos a la espalda, lanzando inquisitivas ojeadas a su compañero. Éste, sin embargo, no había abierto la boca para nada.

—¿Entonces? —preguntó al fin.

—Nada.

—¿Ciento cincuenta mil?...

—¡No! No es eso.

Abrió la ventana, entregando la habitación a los rumores de la ciudad. Tenía calor. Lanzó su cigarro al vacío.

—¿Por qué abandona la Policía?

Maigret sonrió, mientras fumaba su pipa.

—Confiese que usted no es hombre para estar sin hacer nada.

Rabiaba, humillado, impaciente, y, no obstante, las miradas que lanzaba a Maigret estaban llenas de respeto y de afecto.

—No es cuestión de dinero.

Entonces el comisario miró la puerta del despacho vecino, el techo, el suelo, y murmuró con suavidad:

—Acaso tenga las mismas razones que usted.

—¿También existen esta clase de «cangrejos» en su oficina?

—¡Yo no he dicho eso!

El comisario se hallaba de buen humor, o, mejor dicho, era plenamente él mismo. Se notaba en forma. Era como un estado de receptividad aguda que le permitía pensar al mismo tiempo que su interlocutor, a veces por delante de él.

Ducrau no se resignaba a batirse en retirada, pero perdía confianza, vigor, mientras se leía el esfuerzo en su rostro.

—Apuesto que cree usted que cumple con su deber —gruñó aviesamente.

Y con renovada energía, añadió:

—Tengo aspecto de estarle comprando, desde luego. Pero supongamos que yo le haga la misma pregunta dentro de ocho días.

Maigret sacudió la cabeza v Ducrau la hubiera sacudido también con gusto, rabiosamente, afectuosamente. El timbre del teléfono sonó.

—Sí, soy yo. ¿Y qué más? ¿Las pompas fúnebres? ¡Me importan tres pitos las pompas fúnebres! Si continúan molestándome no iré ni al entierro.

Lo cual no impidió que se quedase pálido.

—¡Cuántas ridiculeces! —exclamó, con las narices dilatadas, después de haber colgado—. Están todos alrededor del pequeño, que, si pudiera, los pondría de patitas en la calle. Usted no adivinaría nunca adonde he ido yo esta noche. Si se lo dijera, me tacharía de monstruo. Y, sin embargo, fue en una casa de mala nota donde, al fin, pude llorar como un becerro, entre individuas que me creían borracho y que registraban mi cartera.

Ya no tenía por qué permanecer en pie. Todo había terminado. Se sentó, se frotó la cabeza a contrapelo y clavó los codos sobre la mesa de despacho. Intentó recobrar el hilo de sus ideas, y la mirada que dejó pesar sobre Maigret daba a entender que no le veía. Él comisario le permitió aún un corto respiro. Al fin, murmuró:

—¿Sabe usted que hay un nuevo ahorcado en Charenton?

Ducrau levantó sus pesados párpados y esperó la continuación.

—Un hombre que debe usted de conocer, puesto que es ayudante del esclusero...

—¿Bébert?

—No sé si se llama Bébert. Lo han encontrado esta mañana colgado de la puerta de la esclusa.

Ducrau suspiró como hombre agotado.

—¿No tiene usted nada que declarar respecto a eso?

El otro se encogió de hombros.

—Podría pedírsele que precisara en dónde ha pasado la noche.

Esta vez una sonrisa flotó en los labios del armador, que estuvo a punto de hablar. Pero se arrepintió en el último segundo y volvió a encogerse de hombros.

—¿Está usted seguro de que no tiene nada que decirme?

—¿A qué día estamos?

—A jueves.

—¿Qué día de la próxima semana deja usted el servicio?

—El miércoles.

—Una pregunta, por favor: suponiendo que en esa fecha su investigación no esté terminada, ¿qué pasará?

—Entregaré el atestado a un colega, el cual continuará el asunto...

La sonrisa se acentuó en los labios de Ducrau, que silbó con una alegría casi infantil.

—¿Un tipo como los míos?

Maigret no pudo impedir el sonreír también.

—Allí no hay tales individuos.

Terminaron con esta nota de alegría inesperada. Ducrau se levantó y ofreció su gruesa mano.

—Hasta la vista, comisario. Le veré, sin duda, de aquí a entonces.

Maigret, que le estrechaba la mano, fijó su mirada en los ojos claros de su interlocutor, pero no logró fundir su sonrisa, sino apenas hacerla —¿quizá?— un poco menos consistente.

—Hasta la vista.

Ducrau le condujo al descansillo y hasta se inclinó sobre la barandilla. Cuando Maigret se encontró sumergido en la deslumbrante tibieza de los muelles, sintió que, desde la ventana, le seguían aún con los ojos.

Y fue su propia sonrisa la que se esfumó mientras esperaba el tranvía.

* * *

Fue idea de la portera, que lo creyó de buen gusto: todos los inquilinos de la casa habían cerrado sus persianas en señal de duelo. En cuanto a los barcos atracados al muelle, tenían todos el pabellón a media asta, lo cual daba un aspecto morboso al canal.

Hasta el mismo movimiento era equívoco. Los curiosos deambulaban un poco por todas partes, sobre todo por los muros de la esclusa, y, despistados, terminaban por preguntar a alguien, señalando uno de los garfios:

—¿Fue ahí?

El cadáver se hallaba ya en el Instituto Médico-Legal, un cuerpo largo, huesudo, que los asiduos al canal conocían desde hacía muchísimo tiempo.

Bébert, venido de no se sabía dónde y que no tenía familia, se había arreglado un refugio para él en una draga de los Ponts et Chaussées, que, desde hacía años, se pudría en un rincón del puerto.

Agarraba las amarras al vuelo; maniobraba las compuertas; prestaba pequeños servicios y recogía propinas. Eso era todo.

El esclusero circulaba por su domicilio con aire importante, porque tres periodistas le habían interrogado aquella misma mañana y uno de ellos le había sacado una fotografía.

En cuanto a Maigret, después de bajarse del tranvía, entró en el cafetín de Fernand, en donde había más gente que de costumbre. Cuchichearon. Los que le conocían daban noticias a los otros. El dueño se acercó, familiar.

—¿Una cerveza bien tirada?

De una ojeada le indicó el rincón opuesto de la sala. El viejo Gassin estaba allí, completamente solo, arisco, como un perro enfermo, los ojos más enrojecidos que nunca. Miró a Maigret y no apartó los ojos, sino que, al contrario, esbozó una mueca que quería expresar disgusto.

El comisario, mientras tanto, se echó al coleto un buen trago de cerveza fresca, se limpió los labios y llenó una nueva pipa. Detrás de Gassin, en el cuadro de la ventana, percibió los barcos apretados unos contra oíros y se sintió un poco decepcionado al no ver la figura de Aline.

El dueño se inclinó sobre la mesa, como si estuviera limpiándola, para que le diese tiempo a murmurar:

—Debería usted hacer algo por él. Hace días que está inconsciente. Los trozos de papel que ve por el suelo es la orden de ir a cargar al muelle de Tournelles. ¡Y ya ve lo que ha hecho!

El viejo se daba perfecta cuenta de que hablaban de él. Se levantó, con poca seguridad en sus piernas: se acercó a Maigret, al que miró a los ojos con aire de desafío, v se alejó, al fin, tambaleándose, después de dar un codazo al dueño.

Le vieron dudar en el umbral de la puerta. Por un instante pudo creerse que iba a lanzarse a la calzada sin ver un autocar que llegaba. Pero lo esquivó y se coló de rondón en el cafetín de enfrente, mientras se miraban todos los parroquianos.

—¿Qué dice a eso, señor comisario?

La conversación se hizo general. Se dirigían a Maigret como si se tratase de un antiguo conocido.

—A pesar de todo, observe que el viejo Gassin es el hombre más honrado del mundo. Pero diríase que le queda algo de lo ocurrido la otra noche, y he terminado por preguntarme si se repondrá del susto. ¿Qué me dice de Bébert? ¿Es una serie sangrienta o qué?

Todos eran cordiales y familiares. No tomaban demasiado a lo trágico el suceso, sino que se reían, aunque con un dejo de nerviosismo.

Maigret movía la cabeza, respondía con sonrisas, con gruñidos.

—¿Es cierto que el patrón no quiere estar presente en el entierro?

¡Así, pues, la noticia había llegado ya al cafetín! ¡Y apenas hacía una hora que había tenido lugar la conversación telefónica!...

—¡Tiene la cabeza dura! ¡Y es famosa su cabeza!... En cuanto a Bébert, ¿sabe usted que le vieron ayer en el cine Gallia? Seguramente le atacaron después, cuando se dirigía de regreso a su draga.

—Yo estuve en el cine también —dijo alguien.

—¿Le viste?

—No le vi, pero estuve allí.

—Entonces, ¿qué puede importarnos eso?

—¡Lo que quiero decir es que estuve allí!

Maigret se levantó sonriente, pagó y dirigió al grupo un saludo con la mano. Había encargado a dos inspectores que tomaran todos los informes necesarios, y, al otro lado del agua, pudo ver a uno de ellos, Lucas, que recorría la draga de Ponts et Chaussées.

Pasó por delante de la casa de Ducrau. Desde por la mañana, o tal vez desde la víspera por la tarde, el auto de los Decharme se hallaba al borde de la acera. Maigret hubiera podido entrar; pero ¿para qué? ¡Se imaginaba tan bien lo que Ducrau había calificado de «carnaval»!

Callejeó. No sabía nada. No reflexionaba, pero notaba que algo tomaba cuerpo y que era preciso no obstinarse en precisarlo demasiado rápidamente.

Se volvió al oír llamar a un taxi. Era la portera, y algunos instantes más tarde una muchacha gruesa, vestida con un traje de seda negra, los ojos enrojecidos, se metió en él nerviosamente, mientras que la portera colocaba las maletas en el asiento.

¡Era Rose, evidentemente! ¿Cómo no sonreír? ¿Cómo no sonreír tampoco cuando la portera, al acercarse Maigret, adquirió un aspecto seco?

—¿Es la vecina del segundo?

—¿Y usted quién es?

—El comisario de la Policía Judicial.

—En ese caso, usted lo sabe tan bien como yo.

—¿Es el yerno quien ha subido a pedirle que se marche?

—¡En cualquier caso, es un asunto que a mí ni me va ni me viene!

¡Estaba tan claro! La familia, de duelo arriba, cuchicheando durante horas para saber si era decente o no dejar a esa mujer en la casa en circunstancias tan solemnes. Y el capitán, sin duda alguna, fue comisionado para notificarle la decisión tomada en consejo de familia.

Por casualidad, Maigret se paró ante la palabra Baile escrita en blanco sobre un gran toldo azul. Delante de la puerta entreabierta se veían plantas trepadoras que ponían una nota alegre de merendero. En el interior, estaba oscuro y fresco, en contraste con la calurosa acera, y los adornos de metal del piano mecánico brillaban como joyas auténticas.

Había algunas mesas y bancos; más allá un espacio vacío y, en la pared, un antiguo telón de fondo que, en otra época, debió de pertenecer a un teatro.

—¿Quién está ahí? —gritaron desde lo alto de la escalera.

—Alguien.

Acababan de lavarse, porque corrió una pila y cayeron gotas de agua en un cubo. Una mujer, en zapatillas y bata, bajó murmurando:

—¡Ah! ¿Es usted?

Como todo Charenton, ella también conocía ya a Maigret. Había sido bonita. Un poco engordada, fofa, por esta vida de claustro caliente; pero conservaba cierto encanto, forjado de serenidad e indolencia.

—¿Quiere beber algo?

—Sirva para los dos un aperitivo cualquiera.

La mujer bebió genciana. Tenía una forma particular de apoyar los codos sobre la mesa, tan juntos, que los senos, presionados el uno contra el otro, se escapaban a medias de la bata.

—Ya sabía que vendría. ¡A su salud!

No demostraba miedo. La Policía no la impresionaba.

—¿Es verdad lo que se cuenta?

—¿A propósito de qué?

—De Bébert... ¡Bueno! He hablado demasiado. ¡Qué importa!... Sin contar que no hay nada menos seguro... Se dice que el viejo Gassin...

—... ¿lo ha matado?

—En todo caso, se habla como si él supiera algo. ¿Otra cosa?

—¿Y Ducrau?

—¿Qué?

—¿No vino ayer?

—Viene con frecuencia a hacerme compañía. Somos antiguos amigos, aunque ahora sea un hombre rico. No es orgulloso. Se sienta ahí, donde usted. Y tomamos unas copas juntos. De cuando en cuando, me pide que eche una moneda en el piano para tener música.

—¿Vino anoche?

—Sí. No hay baile más que los sábados y los domingos, a veces los lunes. Los demás días no cierro por costumbre. Pero puede decirse que permanezco completamente sola. Cuando vivía mi marido era diferente, porque teníamos restaurante.

—¿A qué hora se marchó?

—¿Qué pensamiento tiene en la mollera?... Permítame decirle que se equivoca. Lo conozco bien. Cuando no tenía más que su remolcador, me acariciaba en algunas ocasiones, contadas. Y jamás, yo no sé por qué, intentó hacer otra cosa conmigo. ¡Con la costumbre que tiene!... Usted lo sabe tan bien como yo... Ayer estaba triste...

—¿Bebió?

—Dos o tres vasos; pero a él eso no le hace nada. Me dijo: «¡Si tú supieras, Catherine, lo que esos "cangrejos" me asquean! Me parece que me voy a pasar toda la noche en los lupanares. Cuando pienso que están todos allí, alrededor del pequeño...»

Maigret no sonrió esta vez al encontrarse con los famosos «cangrejos». Miró a su alrededor el decorado miserable, las mesas, los bancos, el telón de fondo... Luego a aquella mujer que terminaba su segunda genciana a traguitos.

—¿No recuerda usted a qué hora se marchó?

—Quizás a medianoche; tal vez, antes. ¡Confiese que es una desgracia tener tanto dinero y no ser feliz!

Maigret no sonrió tampoco.