CAPITULO I
Cuando se observan peces a través de una capa de agua que impide todo contacto entre ellos y nosotros, se los ve aparecer mucho tiempo inmóviles, y, luego, sin razón aparente, ir, tras una agitación de aletas, un poco más lejos para no hacer otra cosa que esperar de nuevo.
Con la misma calma, sin razón aparente también, el tranvía 13, el último Bastille-Créteil, arrastró sus amarillentas luces a lo largo del quai des Carrières. En la esquina de una calle, cerca de un farol de gas verde, hizo intención de parar, pero el revisor agitó la campanilla y el vehículo continuó hacia Charenton.
Tras él, la calle quedaba vacía e inactiva como un paisaje del fondo del agua. A la derecha, las pinazas flotaban sobre el canal, con la luna a su alrededor. Un hilillo de agua se deslizaba por una compuerta mal cerrada de la esclusa, siendo el único ruido bajo el cielo aún más quieto y más profundo que un lago.
Dos establecimientos de bebidas permanecían iluminados, frente a frente, en ambas esquinas de la calle. En uno de ellos, cinco hombres jugaban a las cartas, pausadamente, sin hablar. Tres se tocaban con gorras de marinero o de piloto, y el patrón, sentado a la mesa con ellos, se hallaba en mangas de camisa.
En el otro establecimiento no se jugaba. Sólo había en él tres hombres, sentados alrededor de una mesa y contemplando soñadoramente los vasitos de vino. La luz era gris e invitaba al sueño. El dueño, de bigotes negros y que usaba un chaleco de punto azul, bostezaba de cuando en cuando antes de alargar la mano para coger su vaso.
Frente a él se hallaba un individuo bajito, invadido de vello rubio como el heno. Estaba triste, o embotado, ¿o, tal vez, ebrio? Sus claras pupilas nadaban en agua temblorosa y, a veces, balanceaba la cabeza como para aprobar su discurso interior, mientras que su vecino, hombre del canal también, dejaba errar su mirada por el exterior, en la oscuridad.
El tiempo huía sin ruido, sin siquiera un tictac de reloj. A continuación del cafetín existía una hilera de casuchas rodeadas de jardincillos, pero sus luces estaban apagadas. Más allá, en el número ocho, una casa de seis pisos, aislada, ya antigua y sucia, demasiado estrecha para su airara. Un poco de claridad se filtraba por entre las persianas del piso primero. En el segundo, donde no había contraventanas, un estor de hilo crudo formaba un rectángulo de luz.
Por último, enfrente, a la orilla del canal, montones de piedras, de arena, una grúa, volquetes vacíos...
Y, no obstante, una música palpitaba en el aire, música que surgía de alguna parte. Era preciso buscarla. Procedía de un sitio más alejado que el número ocho, del interior de una barraca de madera que tenía en su frente un cartel con la palabra Baile.
No se bailaba ni había más persona allí que la gorda dueña, que leía el periódico y que se levantaba, de vez en cuando, para introducir una moneda en el piano automático.
Se precisaba que algo o alguien se moviese en un momento dado, y fue el marinero velludo del cafetín de la derecha. Se levantó con desgana, miró los vasos e hizo un cálculo mental mientras registraba en su bolsillo. Luego, tras contar el dinero, lo puso sobre la lisa madera de la mesa, se tocó el borde de la gorra y, dando traspiés, se dirigió hacia la puerta.
Los otros dos se miraron. El patrón guiñó un ojo. La mano del viejo vaciló en el vacío antes de agarrar el puño del bastón, y el hombre velludo osciló al volverse para cerrar la puerta.
Se oían sus pasos como si anduviese por un pavimento hueco. Era irregular. Daba tres o cuatro pasos y se detenía, vacilando o preocupado de su equilibrio. Llegado cerca del canal, embistió el parapeto, que resonó; se lanzó por la escalera de piedra y se encontró en el muelle de descarga.
Los contornos de los barcos estaban claramente delineados por la luna. La pinaza más cercana, separada del borde por una plancha de madera que servía de pasarela, se llamaba La Toisón d'Or. Había otros barcos detrás, a derecha y a izquierda, formando cinco filas por lo menos; unos con el vientre abierto cerca de una grúa esperando a ser cargados; otros, con la proa enfilando la compuerta de la esclusa, que franquearían al rayar el día; otros, por último, que se los veía permanecer en los puertos, tiempo y tiempo, Dios sabía por qué, como si estuvieran inútiles.
El viejo, completamente solo en el universo inmóvil, hipó y se arriesgó por la pasarela, que se curvó. En el centro, tuvo la idea de volverse, acaso para mirar las ventanas del cafetín. Tuvo éxito en la primera parte de su movimiento; pero osciló, enderezó los riñones y se encontró en el agua, agarrado con una mano a la plancha.
No había gritado. Ni aun gruñido. No hubo más que un chapoteo que moría ya porque el hombre apenas se movía. La frente arrugada como si se viese obligado a reflexionar, forzaba sus puños para izarse sobre la pasarela. No tuvo éxito, pero se obstinaba, con la mirada fija, la respiración fuerte.
En el muelle, dos enamorados, apoyados en los muros de piedra, escuchaban inmóviles, reteniendo la respiración. Un auto dobló por la esquina de Charenton.
De repente, un alarido, un lamento inaudito se elevó, desgarrando la tranquila inmensidad.
Era el viejo que, en el agua, se desgarraba la garganta de espanto. Ya no hacía esfuerzos razonados. Se debatía como un desesperado, con patadas que hacían burbujear el agua.
Otros ruidos nacían en los alrededores. Se movían en una pinaza. Una voz de mujer adormilada preguntó:
—¿Vas a ver?
Se abrieron puertas arriba, en el muelle: las de los dos cafetines. Contra el muro de piedra, la pareja se separaba, y el hombre soplaba:
—¡Vete de prisa!
El hombre dio algunos pasos, dudando. Y preguntó en voz alta:
—¿En dónde está?
Escuchó el grito. Lo localizó. Otras voces se acercaban y varias personas se inclinaban sobre el parapeto.
—¿Quién es?
Y el joven respondió, mientras corría:
—No lo sé aún. Por allí... En el agua...
Su compañera permanecía en su sido, sin atreverse a avanzar ni a retroceder, con las manos juntas.
—¡Ya lo veo...! ¡Vengan rápidos...!
El lamento, al debilitarse, se convertía en un estertor formidable. El enamorado percibió las manos crispadas a la plancha, la cabeza emergiendo del agua, pero no sabía cómo agarrarle, y vuelto hacia la escalera del muelle, esperaba, repitiendo:
—¡Vengan rápidos...!
Alguien dijo sin mostrar emoción:
—¡Es Gassin...!
Eran siete los que se acercaban, los cinco de un cafetín y los dos del otro.
—Avanza un poco más... Tú le coges de un brazo y yo del otro...
—¡Atención a la pasarela...!
Se curvaba bajo el peso de los cuerpos. De la escotilla de la pinaza se vio surgir una forma blanca, de cabellos claros.
—¿Ya lo tienes?
El viejo no gritaba ya. No estaba desvanecido. Miraba fijamente ante sí sin comprender, sin hacer esfuerzo para ayudar a sus salvadores.
Y lo sacaron del agua poco a poco, tan derrengado, que fue preciso llevarlo hasta la orilla.
La forma blanca avanzaba por la pasarela. Era una joven en camisón, descalza, y los rayos de la luna, que la aureolaban, delineaban su cuerpo desnudo bajo la tela. Era la única persona que miraba aún el agua, que volvía a alisarse, y he aquí que, de pronto, empezó a gritar, señalando algo que flotaba, fofo e incoloro como una medusa.
Dos de los que se cuidaban del marinero se volvieron, y cuando vieron la mancha lechosa en la negra agua experimentaron ambos en la nuca idéntica sensación de escalofrío.
—Miren... Ahí...
Todos miraron y se olvidaron del marinero tendido en el suelo estriado con regueros de agua.
—¡Traed una gafa!
Fue la joven quien agarró una del puente de la pinaza y se la alargó a los hombres. Ya no eran los mismos. Ni el ambiente tampoco. ¡Ni aun la temperatura de la noche! De pronto se sintió más frío, con bocanadas tibias.
—¿Lo agarras?
El hierro de la gafa se paseaba por el agua y rechazaba la masa informe al tratar de agarrarla. Un hombre, tumbado boca abajo en la plancha, agitaba la mano para alcanzar un trozo de vestido.
Y en las pinazas, en medio de la oscuridad, se adivinaba a la gente en pie, esperando sin decir palabra.
—Ya lo tengo...
—Ízalo con suavidad...
El viejo, en el muelle, perdía su agua como una esponja mientras que se izaba un ahogado más moreno, más pesado, más inerte. De un remolcador bastante alejado, una voz preguntó simplemente:
—¿Muerto?
Y la joven del camisón miraba a la gente que conducía el cuerpo al muelle, tumbándolo a un metro del otro. Ella no parecía comprender; sus labios temblaban como si fuera a llorar.
—¡Dios mío...! ¡Si es Mimile...!
—¡Ducrau!
Ya no sabían adonde mirar aquellos hombres que se hallaban en pie alrededor de los dos tumbados. Estaban oprimidos por la angustia. Querían actuar y su aspecto era de tener miedo.
—Es necesario inmediatamente...
—Sí... Voy yo...
Alguien corrió hacia la esclusa. Le oyeron golpear con arabas manos la puerta de la casa y gritar:
—¡De prisa! ¡Traigan los aparatos! ¡Se traía de Émile Ducrau...!
«Émile Ducrau...» «Émile Ducrau...» «¿Mimile...?» «Ducrau...» Se repetía el nombre de una pinaza a otra., y las gentes avanzaban a grandes zancadas por las pasarelas mientras que el dueño del cafetín levantaba y bajaba los brazos del ahogado.
Se olvidaron del viejo. No volvieron a darse cuenta de su presencia hasta que, perdido entre las piernas que le rozaban, se alzó, paseando a su alrededor una mirada estúpida.
El esclusero llegó corriendo. Un hombre bajó la escalera delante del agente.
Una ventana se abrió en el segundo piso de la casa alta y una mujer se inclinó sobre el alféizar, enrojecida por la luz roja de una pantalla de seda.
—¿Está muerto? —cuchicheaban.
No se sabía. No se podía saber. El esclusero instaló su bomba respiratoria y se escuchó el ruido regular del mecanismo.
En medio del desorden, de las palabras balbuceadas, de las órdenes dadas en voz baja, de las suelas que hacían crujir la grava, el marinero se alzaba sobre sus manos., titubeaba y pedía ayuda a un vecino para que le ayudara a incorporarse.
Todo era desmadejado y vago, obtuso, deformado como una escena submarina.
El viejo, que apenas se sostenía en pie, contemplaba al segundo cuerpo como en sueños y sopló, siempre borracho, el aliento, más cargado de alcohol que nunca:
—¡Me agarró, allá abajo!
Era tan raro verlo en pie y, sobre todo, oírle, como sí hubiera sido un resucitado. Miraba el cuerpo, la máquina respiratoria y el agua, sobre todo el agua, junto a la pasarela.
—¡No quería soltarme, el muy...!
Se le escuchaba sin creerle. La joven del camisón quiso ponerle una bufanda alrededor del cuello, pero él la rechazó, permaneciendo sin moverse en el mismo sitio, soñador, desconfiado, como si hubiese tropezado con un problema sobrehumano.
—Surgió del fondo —gruñó para sí—. Me agarró por las piernas. Yo le solté algunas patadas, pero cuanto más le pegaba, más se apretaba...
Una marinera trajo una botella de aguardiente y llenó una copa para el viejo, que vertió más de la mitad, porque no quitaba los ojos del cuerpo, reflexionando siempre.
—¿Qué ha pasado exactamente? —preguntó el policía.
Pero el viejo se contentó con encogerse de hombros y continuó su obsesionante monólogo, más bajo, como para su capote.
Aparte de los que maniobraban la bomba, las gentes, por grupos, notaban sobre el muelle. Esperaban al médico.
—Vete a acostar —dijo alguien a su mujer.
—¿Vendrás a contarme...?
No se habían dado cuenta de que el viejo chupaba de la botella, posada sobre una piedra, y ahora se hallaba sentado completamente solo, con la espalda apoyada contra la pared del muelle, bebiendo en el gollete y reflexionando tan duramente que sus rasgos se crispaban.
Desde su sitio podía ver al ahogado y era a éste a quien iban dirigidos sus gruñidos. Porque le hacía reproches. Le insultaba. Le acusaba de sombrías maquinaciones y hasta, en algunos momentos, le desafiaba a que se enfrentara con él.
La joven del camisón trató de quitarle la botella, pero él se contentó con decirle:
—¡Hala, vete a acostar...!
Y la apartó de su lado, porque le impedía ver a su compañero. Eran de estaturas semejantes, aunque el segundo era más ancho, más grueso, con cuello potente, cabeza cuadrada cubierta de espesos cabellos.
Se oyó el motor de un auto. Siguieron con los ojos las figuras que se apearon de él, arriba, y que se precipitaron a la escalera. Se trataba de varios policías y un médico. Los policías, inmediatamente, y sin saber lo que hacían, apartaron a los curiosos. El médico puso su maletín sobre un bloque de hormigón.
Un inspector de paisano, que acababa de hablar con la gente, se volvió hacia el viejo que le habían señalado. Pero era demasiado tarde para interrogarle. Había vaciado más de media botella de aguardiente y miraba a todos con ojos llenos de sospechas.
—¿Es su padre? —preguntó el inspector a la joven del camisón.
Ésta no pareció comprenderle. Porque habían sucedido demasiadas cosas a la vez. El dueño del cafetín se acercó para declarar:
—Gassin estaba ya bastante «templado». Se escurriría en la pasarela.
—¿Y éste?
El médico desnudaba al ahogado.
—Es Émile Ducrau, el de los remolcadores y las canteras. Vive allí.
Y señaló la casa, alta, con las persianas que dejaban pasar hilillos de luz, y las ventanas rojas del segundo.
—¿En el segundo?
Las gentes vacilaban al contestar.
—En el primero —dijo uno.
Y otro añadió, misterioso:
—¡Y en el segundo también! En fin, tiene a «alguien» en el segundo.
—¡Como si se dijera «otro matrimonio»!
La ventana se cerró, allá arriba, sobre la habitación roja, y bajaron el estor.
—¿Han avisado a la familia?
—No. Esperábamos a saber...
—Ve a ponerte las medias —dijo un marinero a su esposa—. Y tráeme la gorra.
Y era así como, de cuando en cuando, una figura pasaba de una barcaza a otra. Por las escotillas y los tragaluces se percibían lámparas de petróleo, a veces lechos sin hacer, fotografías en las paredes de madera.
En voz baja, el médico dijo al inspector:
—Debería avisar al comisario. Este individuo ha recibido una puñalada antes de ser arrojado al agua.
—¿Está muerto?
Hubiérase dicho que el ahogado sólo esperaba esto para abrir los ojos, al mismo tiempo que, con un suspiro, vomitaba el agua. Veía todo del través, porque estaba tendido en tierra y su horizonte era el cielo cribado de estrellas. Para él, las personas se alzaban, gigantescas, en lo infinito. Las piernas eran como interminables columnas. No decía nada. Tal vez no pensara tampoco. Miraba pausadamente, severamente, y. poco a poco, sus pupilas se hacían menos fijas.
Debieron de oír su suspiro, porque todo el mundo avanzó hacia él al mismo tiempo, y los policías, de repente, dieron a la escena su carácter oficial normal, es decir, que formaron barrera, rechazando a la masa, no dejando en su círculo más que a aquellos cuya presencia era necesaria.
El hombre tumbado vio, así, vaciarse el espacio alrededor suyo y los uniformes y quepis con galones plateados. Continuaba vomitando el agua tragada, que corría por su mentón y por su pecho, mientras que, sin descanso, le movían los brazos. También seguía con curiosidad el movimiento de sus brazos y frunció las cejas cuando alguien de la última fila murmuró:
—¿Está muerto?
El viejo Gassin se levantó, sin abandonar la botella; dio tres pasos indecisos y se paró entre las piernas del ahogado, al que interpeló, con la boca tan pastosa, la lengua tan gorda, que no se le comprendió ni una palabra.
Pero Ducrau lo veía. No le quitaba ojos. Pensaba. Debía de revolver en su memoria.
—¡Apártese! —gruñó el médico, rechazando a Gassin tan bruscamente que el borracho rodó por tierra, rompió la botella y se quedó en el sitio en que cayera, gimiendo, fulminado, esforzándose por apartar a su hija que se inclinaba sobre él.
Otro auto se detuvo en el muelle y un nuevo grupo se formó alrededor del comisario de Policía.
—¿Se le puede interrogar?
—No pierde nada intentándolo.
—¿Cree usted que se salvará?
Fue el propio Émile Ducrau quien le respondió con una sonrisa. Era una sonrisa rara, aún vaga, parecida a una mueca, pero se comprendía que era la contestación a la pregunta formulada.
El comisario, un poco confuso, saludó, quitándose el sombrero:
—Veo con satisfacción que está usted mejor.
Era molesto hablar de arriba abajo a un hombre cuyo rostro estaba vuelto hacia el cielo y sobre el cual los salvadores continuaban afanándose.
—¿Le asaltaron...? ¿Se hallaba usted lejos de aquí...? ¿Recuerda usted en qué lugar fue golpeado y, luego, arrojado al agua?
La boca continuaba vomitando agua por arcadas. Émile Ducrau no se daba prisa en contestar ni aun trató de hablar. Ladeó un poco la cabeza porque la joven del camisón entró en su campo visual y la siguió con la vista hasta la pasarela.
La muchacha, ayudada por una vecina, iba a preparar café para su padre, que se debatía cuando se le hablaba de acostarlo en su cama.
—¿No recuerda usted lo que le ha pasado?
Y, como no respondiera, el comisario se llevó al médico aparte.
—¿Cree usted que me comprende?
—Así parece.
—Sin embargo...
Estaban de espaldas al ahogado, cuya voz tuvieron el estupor de oír.
—...me encuentro mal...
Todo el mundo le miró. Manifestó impaciencia. Tuvo que hacer un esfuerzo para hablar. Moviendo penosamente un brazo, añadió:
—Quiero ir a mi casa...
Lo que la mano trataba de señalar era la casa de seis pisos, exactamente a su espalda. El comisario estaba contrariado, dudoso.
—Perdóneme que insista, pero es mi deber. ¿Vio usted a sus atacantes? ¿Los reconoció? Acaso no se hallen lejos aún...
Sus miradas se cruzaron. La de Émile Ducrau era firme. Y, sin embargo, el hombre no contestó.
—Habrá investigación, y el Juzgado, seguramente, me preguntará si...
No le hizo caso. Aquella masa, que parecía tan fofa sobre las losas claras del muelle de descarga, se animó un momento y rechazó cuanto le molestaba.
—¡A mi casa! —repitió Ducrau, furioso.
Y se dieron cuenta de que, si se continuaba contrariándole, el individuo se enfadaría y, tal vez, consiguiese reunir bastante fuerza para ponerse en pie y embestir contra el montón de gente.
—Cuidado —gritó el médico—. Su herida puede sangrar...
Pero el hombre se burló de eso, aquel hombre de cuello de rumiante que, de pronto, se cansó de estar tendido en tierra en medio de curiosos.
—Que lo transporten a su casa —dijo el comisario, suspirando resignado.
Habían traído la camilla de la esclusa número 1. Ducrau no quería camilla. Gruñó. Hubo que sujetarlo por los brazos, por las piernas, por los hombros... Mientras lo transportaban, miraba a la gente encolerizado, y ésta se apartaba, temerosa.
Atravesaron la calle. El comisario detuvo el cortejo.
—Un momento. Primero debo advertir a la esposa...
Llamó a la puerta mientras que los portadores permanecían a la espera bajo el farol de gas verde que indicaba la parada de los tranvías y los autobuses.
Durante aquel tiempo, los marineros trajinaron lo suyo para franquear la pasarela de La Toisón d'Or con el viejo Gassin, borracho perdido, el cual, para colmo, se había herido la mano con un cascote de la botella.