A LAS DOCE UNA VIEJA COSE

Volviste al cuarto.

Podrías jugar también a «Los colores que ve un ciego». Te tapas los ojos y los aprietas bien con tus dedos. Así llegará el dolor, pero verás un caleidoscopio de luces y colores desconocidos. Y sobre todo, un punto rojo en el centro. Por donde te escaparás y podrás verte desde adentro.

Abuela Agata podría decirte ahora que te vas a quedar ciego de tanto apretar, pero a ti, en el fondo, la idea no te disgusta.

«Quedarme ciego. Caminar con un bastón de punta roja y estar protegido por todos. Entonces Papá Lorenzo no podría alzarme la mano y yo comería lo que me diera la gana y los domingos iría al cine a ver tal o más cual película y... ¡Coño! ¿Cómo un ciego va a ir al cine?»

De modo que preferiste quedarte como estabas. Aunque recordaste aquel chiste viejo que decía: «Eran las doce de la noche y el sol rajaba las piedras. Bajo un farol apagado un ciego leía un periódico sin letras».

Te echaste a reír.

Eras realmente feliz a solas.

—¡Ah! -dijiste. Y pensaste. Y pensaste en tu pene. Aunque no lo sacaste porque Mamá Pepita podría entrar cuando quisiera y de sólo pensar la escena te morías de bochorno.

Quizás dijera: ¡Asqueroso! ¿Esas son las puercadas que aprendes en la escuela?

Y al decir «escuela», recordaste que pronto pasarían las vacaciones y otra vez tendrías que verle la cara a Agrispina Pérez Pérez, la maestra de Quinto. ¿Recuerdas? Aquel día daba una clase de Anatomía Descriptiva.

—Este -dijo Agrispina- es el riñón. Aquí están la vejiga y el hígado. Y éste es el conducto urinario.

Y pegó sobre el mapa humano con su varilla de pino.

Henry se movió detrás de ti excitado.

—¿Viste? -susurró-. Agrispina pegó sobre los huevos...

Agrispina continuó cantando la clase con voz de soprano, y se paseó por el aula mirando un punto en el techo. En la playa Santa Fe decían que no tenía marido. ¿Era verdad? De cualquier manera los Chicos Malos lo decían, conversando en ruedo a la hora del recreo.

Los Chicos de un lado y los maestros del otro. Ambos grupos conversando por lo bajo y mirándose con recíproco rencor.

A veces Agrispina llamaba a alguno del grupo y lo hacía plantarse delante de ella. Se volvía después a los demás maestros y decía con desprecio:

—¡Mírenle el tipo! -Y con la misma, indicaba con un vaivén de manos- ¡Ya puedes irte!

La odiaban. Incluso un canto habían sacado los Chicos Malos sobre ella. Tú lo recordabas ahora que pintabas una mujer desnuda.

«La maestra Agrispina Pérez Pérez no se casa como todas las mujeres. Calabaza calabaza y el culo le huele a grasa».

—El cuerpo humano está compuesto de 204 huesos, como ustedes saben- dijo esta vez. Dejó caer después la varilla sobre la cabeza de Ulises, un muchacho encogido y silencioso que pasaba la vida dibujando naves marcianas. Después se volvió hacia ti y te agarró fuerte por la oreja.

—Dame el papelito, criatura -dijo Agrispina Pérez Pérez-. ¿Crees que no he visto la cochinada que has pintado?

Quedaste lívido. Te pusiste de pie y rápidamente llevaste el dibujo a la boca.

—¡Se lo tragó! ¡Se lo tragó! -cantaron las voces.

—¡Escúpelo! -ordenó Agrispina- ¡Escúpelo o me quedo con tu oreja!

Papeles son papeles. Y un papel de libreta no pasa por una garganta seca. Y tú sentiste traquear el cartílago.

—¡Escúpelo!

Lo echaste. La bolilla cayó al suelo y ella se agachó a recogerla con toda su calma.

—¡Jé! -sonrió satisfecha- ¡Qué bueno está esto!

—Despídete esta vez, Agar -susurraron voces expectantes-. Te van a botar. Te van a botar.

Agrispina se caló los espejuelos de alambre y comenzó a estirar en el buró la bola de papel ensalivado.

A ti te pareció que se abría la tierra a tus pies, y volvías a caer, caer, caer al vacío.

—¡Espléndido! -exclamó Agrispina- Y muy ilustrativo, muy ilustrativo, muy...

Y sonó el timbre. Pero tú quedaste adentro. Con Agrispina y el olor del aula muerta.

Un olor distinto. Sin el sudor de los niños. Sin el cuero de las maletas. Desde las paredes te volvieron a mirar duramente los patriotas.

—¡Jura! -dijo Papá Lorenzo saliendo de repente en el recuerdo.

—¡Hola! -dijo Bugs Bunny saltando dentro de tu cabeza.

Agrispina te miró en silencio. Con el dibujo de la mujer desnuda entre sus manos.

—Me gustaría saber -dijo-, ¿qué tienen en la cabeza todos ustedes? ¿Crees que no sé lo que hacen reunidos en círculo a la hora del recreo? ¡Sacarme tiras del pellejo, eso hacen! Y hablar puercadas y escribir indecencias de mí en el inodoro.

La miró sin expresión.

—¡Y ahora tú pintas esto!

Y blandió el dibujo de la mujer.

—¿Quién te dijo que las mujeres eran así por debajo de la ropa? ¡Dime! ¿Te lo dijo tu padre? ¿Quién? Estoy esperando... ¡Anda!

Esta es la isla de Cuba, descubierta por Colón. También venía Rodrigo de Triana. ¿Qué hizo Colón al poner el primer pie en la isla?

—Pues poner el otro, gallo. Si no, perdía el equilibrio.

Risas. Risas. Risas.

—¡Nombres!

—¿Quién?

—¡Hola! -dijo Bugs Bunny.

«Juar, juar, juár, juar»

«Estamos en el Oeste, hijo... en el Oeste... en el O...»

Cabeceabas. Te hubieras querido convertir en una hormiga. Hubieras querido decir como Marijuana: «Tafe, tufe, tifo: háganme tan chiquito como Sifo».

—¡Me cago en Marijuana! -pensaste a gritos.

Agrispina cayó desfallecida en el pupitre.

—Anda... -dijo, agotada-. ¿Qué dicen los muchachos de mí? ¿Cómo es eso que cantan?

«Anda...»

«Dime...»

«Cántalo...»