A LAS NUEVE TE LO QUITO

El sol quemó duro.

La piel de la yegua se estiró bajo los rayos. Tín Marbán comentó, mirándola:

—No se puede quejar. Tiene un velorio concurrido. «Adivina adivinador: no es vaca y da leche. No es submarino y se sumerge. No es comunista y se inclina hacia la izquierda. Y es un valiente que vive entre pendejos.»

¿Quién es?

Risas.

Todos sabían quién era. El chiste era viejo.

—Bueno, Gallos -dijo Liborio-. Voy a hacerles un anuncio: desde el sábado pasado orino dulce. Yo: ¡Liborio!

Coro: ¡Demuéstralo! ¡Demuéstralo! De palabras es muy fácil.

Liborio amortiguó las voces con las manos.

—Vean al mago Mandrake -dijo-. Nada por aquí, y de repente... ¡Plop!

Y sacó el pene.

Agar lo miró, y constató aliviado que era más o menos como el suyo.

—¡Ráyalo duro, gallo! -dijo el coro-. Henry te va a entretener leyendo algo.

—«Perseguida hasta el catre» -dijo El Hueso, ofreciendo un libro pequeño y amigado.

—¡Un tiro! -aseguró después-. El gallo se llama Cuasimodo. Y el mandado le llega a la rodilla.

Risas.

Liborio entornó los ojos y se acostó sobre la yerba.

Cuando hubo silencio, Henry inició la lectura.

«En el pueblo de Quivicán, donde florecía el pecado, Cuasimodo Pomarrosa era masajista de mujeres. ¡Cuántas nalgas habían pasado por sus manos! ¡Cuántos suspiros de placer! ¡Cuánta vida...!»

Liborio detuvo su frotación y Henry hizo un alto en la lectura.

—¿Qué pasa, gallo? -dijo el coro.

—Gallos... -confesó Liborio, turbado-. No quiero que me vean en el trajín. Es lo que pasa.

Los Chicos Malos dejaron escapar una exclamación de desaliento.

—Mejor me dejan solo -propuso Liborio-. Yo les aviso enseguida.

De modo que dejaron a Liborio masturbándose solitario entre los pinos, y volvieron a la Casa de Cristales Rotos. A sentarse en ruedo sobre la yerba. En medio del romerillo. Bajo todos los rayos del sol.

—El Hueso se está clavando a Toby -comentó Quico Palacios.

—¿Y cómo es la cosa? -quiso saber Guineo.

—¡Fácil! -dijo el Hueso. Y después explicó-. Esperas a que la madre duerma. A eso de las dos. Y entonces vas, y como el que no quiere las cosas, dices: Toby, ¿me cambias dos anzuelos? Es la contraseña. El mismo la inventó.

—Dos anzuelos... -musitó Guineo.

—Dos. Y después, terminas tirándotelo fácil.

Agar conocía a Toby. Era el hijo de una familia de gallegos silenciosos que andaban en alpargatas. Tenía una hermana de nueve años que pasaba la vida chupando chambelonas: la pequeña Lulú.

Recordó aquel día que pasó Tín Marbán contando una de sus historias. Decía que había descubierto a Toby jugando a las muñecas en casa de los Cobas. Pero decía que desde antes había sospechado el asunto, porque le daba el olor.

—Tengo olfato para los gansos- explicó.

De manera que aquella tarde fueron todos a la casa de Toby. Y la madre salió a recibirlos y dijo sorprendida:

—No... ¡Pero si hoy no es su cumpleaños!

Parecía contenta de aquella súbita amistad de los Chicos Malos con su hijo.

—No sabía que Tobito tuviera tantos amigos- comentó después, sonriente.

—¡Siempre lo quisimos! -dijo el Hueso, ocultando un pararrayos con los dedos en la espalda.

Bien. Toby había salido. La señora Cobas prestó su garaje y los Chicos Malos fingieron jugar a una banda de música.

—Ruido -orientó el Hueso-. Mucho ruido, gallos...

Bien. Pasaron los que cayeron en suerte después del sorteo de la piedra. Agar se contentó con mirar las blancas nalgas de Toby y formar rebambaramba para desorientar a la señora Cobas.

Bien. El gordo Toby llamó a la pequeña Lulú. Los Chicos Malos tocaron con más fuerza sobre las cajas de cartón.

—¿Para qué me quieren? -quiso saber Lulú, una vez dentro del ruedo.

—Tú sabes para qué -dijo Toby- Vamos.

—Quedó...- dijo el Hueso, después-. Cuando empezó a llorar ya estaba cogida con los pinchos.

Risas.

Desde los pinos, se escuchó la voz de Liborio.

—Ey, gallos... pueden venir.

Estaba orondo.

Los Chicos Malos fueron pasando uno por uno para comprobar la novedad.

—Pero, casi no se ve- protestó Agar.

—Bueno, viejo, yo no voy a poner una fábrica...

Risas.

—¿Y qué sentiste, gallo? -preguntó Agar. Sabía que se estaba delatando, poniendo en evidencia su curiosidad. Una vez Tín Marbán había venido anunciando que le habían llegado aquellas cosquillas tremendas, y él quiso engañar diciendo que también las había sentido. Pero de nuevo el coro de Chicos Malos fue implacable:

—¡Demuéstralo! ¡Demuéstralo!

Y no pudo demostrar lo indemostrable.

—Grandes cosquillas, viejo- dijo Liborio abotonándose la bragueta-. Y después te quedas en Babia. Lacio, así...

Y se desplomó teatralmente sobre la yerba.

—La primera vez yo me desmayé por una hora -dijo Tín Marbán, con cierto aire de superioridad-. A mí si me dio fuerte de verdad. Aunque de todas maneras ya eres un hombre -agregó, poniendo una mano en el hombro de Liborio.

Los Chicos Malos sonrieron satisfechos. Palmearon las espaldas mojadas de Liborio y echaron carajos al aire, haciendo cabriolas. Agar sentía que los envidiaba profundamente.

El sol quemó duro sobre su cráneo y se escurrió el sudor de la frente con la mano.

En medio del jolgorio, Quico Costillas dio la idea de cazar arañas y echarlas a pelear. Enseguida se buscaron lagartijas. Alex cazó una y la amarró después a un cordel de trompo. Buscó luego un hueco en la tierra, y metió al animal con una rama de pino. Agar lo secundó con una estaca, que tendría que enterrar en el momento preciso para cortar el regreso de la araña. Era como pescar en la tierra.

La araña picó, y Alex la fue trayendo expertamente. En el momento indicado, Agar encajó la estaca y la araña afloró entre terrones secos.

—¡Cógela! -dijo El Hueso-. Atrévete a cogerla, anda...

Agar la miró indeciso.

—¡Así! -dijo El Hueso. Puso el dedo sobre el abdomen peludo y agarró las patas posteriores. -¿Bien?-. Y amagó con tirarla sobre el grupo.

El día era muy claro. La yerba extraordinariamente verde y las arañas intensamente negras sobre la yerba. Los Chicos Malos fabricaron un coliseo de piedras del camino. Al final, echaron adentro las arañas.

Los dos animales trataron de escapar del ruedo de piedras, pero fue inútil. El Hueso las devolvía al interior cuando casi lo lograban.

—Peléen, putas -dijo El Hueso.

—Creo que son macho y hembra- apuntó Quico Costillas.

—¡Que tiemplen entonces! -dictaminó El Hueso.

Todos rieron.

La araña pequeña comenzó atacando y pronto estuvieron las dos abrazadas furiosamente. Los Chicos Malos gritaron fuertemente tratando de darle ánimos a la más raquítica. Agar quería que ganara la pequeña. Se sentía, después de todo, una especie de araña chica en medio de otro gran coliseo rodeado de agua por todas partes.

—¡Muerde! -gritó, solidario.

La señora de Pomponio apareció entonces abriéndose paso entre el romerillo. Evidentemente pasaba por casualidad por el Callejón del Jorobado y la atrajeron los gritos. Hizo una mueca de asco y se tapó la nariz reparando en la yegua.

—¡Salvajes! -gritó-. ¿Así pasan el tiempo?

Silencio. Los Chicos Malos se incorporaron y trataron de fingir respeto. Después, en medio del silencio, el Hueso eructó sonoramente.

Coro de risas.

La señora de Pomponio trató de decir algo, pero las risas ahogaron sus palabras. Se puso roja. Por encima de las risas logró hacer oír un insulto, y después se retiró sofocada.

La araña mayor había ganado. Se zafó trabajosamente de la muerta y emprendió una retirada tambaleante hacia las piedras. El Hueso dejó que trepara y después, la aplastó lentamente con el pie.

Volvieron a caer sobre la yerba.

Eran felices. Sudaban como caballos salvajes bajo el sol del trópico y eran perfectamente felices. Como las veces que crucificaban lagartijas en los troncos de los árboles, clavándoles sus patas con alfileres.

—Una operación de nivel... -decía el Hueso rajándoles el abdomen con una cuchilla de afeitar. Y después, uno por uno, iba sacando los órganos del animal y poniéndolos sobre el césped.

—Ey, gallos -sugería-. Vamos a injertarle a una araña un cerebro de lagartija...

Entonces también eran felices. Inyectándole formol a las ranas y viéndolas enflaquecer comidas por el veneno.

—Pero quien rompió el récord es la lagartija que tengo en casa -iba diciendo Tín Marbán-. Hace once días que la tengo sin comer en una caja de fósforos y todavía saca la corbata cuando la pincho. Quiero ver cuánto dura. Hay camellos que se pasan cinco años sin tomar agua.

Alex fue hasta la maleza y se agachó para corregir.

—Ojo y oído -advirtió El Hueso.

Y quedaron así, mirando a Alex, esperando en silencio.

—Hoy no sale la tripa- observó Claudio.

—Esperen un poco- dijo Alex. Pujó con fuerza y al final salió el asunto. Una tripa larga que colgó entre sus nalgas peladas y prietas.

Agar volvió el rostro y sintió que se le revolvían las entrañas.

—Dice mi mamá que hay que operarme -dijo Alex-. Pero siempre se le olvida. Con el trajín que tiene.

Y meneó la tripa de un lado para otro.

—Mi colita de caballo -dijo-. Mi rabito de lagartija.

Risas. Risas. Risas.

Agar rogó porque aquello terminara. Hacía largo rato que había salido por el asunto del aceite y quizás estuvieran ya buscándolo. Tenía miedo de que la señora Pomponio hubiera ido de casa en casa contando la nueva historia de los Chicos Malos, y llegara a casa de Papá Lorenzo con el cuento.

Como la vez que orinaron los bancos del parque y la señora de Pomponio se había sentado imprudentemente sobre uno.

—¿Saben lo que están haciendo ahora los animalitos? -decía, recorriendo casa por casa-. ¡Orinar en los bancos! Donde se sienta la gente decente-. Y resoplaba enfurecida.

—No se preocupe, señora Pomponio -dijo Papá Lorenzo entonces-, que si yo veo al mío en ese jueguito, cojo una pistola y ¡pan! Redondito.

—¡Bestia! -reprochó Mamá Pepita después, tras los cacharros de cocina-. ¿Cómo puedes hablar así de tu hijo?

—Bueno, bueno... no quise decir eso así. No en esa forma.

Alex había terminado. La tripa se recogió y se limpió hábilmente con una hoja de malanga.

Quico Costillas fue hasta la yegua y dijo:

—Ey, Gallos,... se está cuarteando el pellejo.

El Hueso apareció entre el romerillo con un montón de hojas secas en las manos. Fue hasta el animal y lo dispuso a su alrededor.

—Corona y todo -dijo-. Gallos... ¿quién tiene un fósforo?

Excitados con la idea, los Chicos Malos cubrieron a la bestia con todas las hojas que encontraron.

—La pira de Odín -dijo Guineo.

—Odín... -fingió rezar el Hueso-. Dios de los «odidos». El que dice que hay que «oder» para que no lo «odan» a uno. ¡Fuego a la lata! -gritó después, encendiendo un fósforo.

—¡Hasta que suelte el fondo! -gritaron a coro los Chicos Malos.

Reían y aullaban en torno a la pira. Escuchaban el crujido del pellejo de la yegua y brincaban entre el humo. Luego la energía decayó por un momento. Quico Costillas cayó extenuado sobre la yerba.

—El viernes confieso- dijo, poniéndose la mano en forma de visera-. Voy a tener que contarle al cura todo esto.

Agar comentó:

—A mí en la iglesia me entra risa.

—A mí me pasó lo mismo, gallos -dijo el Hueso dejándose caer-. El día que murió el Mudito. ¿Se acuerdan del Mudito?

Las llamas crecieron. Agar las observó arrobado y recordó al Mudito, sentado en silencio en un banco del parque, apretándose las manos hasta que alguien lo llamaba al ruedo.

—Cuídenmelo bien -decía la señora Cantina-. El quiere ser uno de ustedes.

Después, en el ruedo, el Hueso le explicó el reglamento.

—Para ser como nosotros -dijo- hay que tener mucha gandinga, gallo mudo.

Y todos rieron.

—Hay que quemar casas, trepar árboles, orinar largo y tendido y leer al Conde de Eros y gastarse tantas pulgadas de mandado. Para empezar: ¿sabes trepar matas?

—Trepa -dijo el Coro-. ¡Que trepe!

El muchacho fue hasta una de las matas del parque y comenzó a trepar afincándose en los nudos gruesos. Agar lo veía subir, y escuchaba detrás: ¡Sube mudo, sube mudo...! Y envidiaba el cariño que todos sentían por el mudito de Cantina.

—De mudo no tiene nada -decía el Hueso-. Trepa como un camaleón y fuma como un murciélago. Yo no le veo nada de mudo.

El mudito llegó a la copa del árbol. Desde allí pareció intentar una pirueta, y de repente todos lo vieron caer al suelo como una piedra.

Agar recordaba ahora la historia, y creía ver la cara de Caritina bañada de lágrimas. Estaba allí, en el parque, rodeada de aquella muchedumbre, mientras el doctor Miranda tomaba el pulso del muchacho y movía la cabeza negativamente.

—Se le reventó una vena del cuello -dijo el doctor Miranda-. Hizo demasiada fuerza por subir a esa condena mata.

—¡Siempre en las matas! -dijo entonces la señora de Pomponio-. Como las fieras...

Caritina no habló. Se puso de pie y pasó los ojos por el grupo de Chicos Malos.

Esa noche volvieron a verla durante el velorio. Fue allí donde el Hueso se había echado a reír asegurando que el Mudo le había guiñado un ojo desde la caja.

—¡Malditos sean mil veces! -estalló Caritina al oír las risas, y furiosa cargó contra los Chicos Malos disparando maldiciones. Y entonces sí corrieron espantados.

—¿Saben lo que hicieron los animalitos en el velorio de Caritina? -entró diciendo esa noche Tía Dorita.

—¿Qué fue ahora? -preguntó Mamá Pepita con abatimiento. Y Tía Dorita contó la historia y miró con los ojos encendidos hacia Agar, como queriendo decir: «Y tú estabas allí, precisamente».

«Tía Dorita, tía Dorita... ¿por qué me odias?»

—Los niños del trópico son engendros de la delincuencia -aseguró tía Dorita- Crueles y asquerosos. Una pasa tranquila por un lugar decente, y allí están ellos riéndose bajito. Una va a un velorio y allí están ellos riéndose del muerto. Una quiere tocar piano y allí están ellos diciendo cochinadas. Culos y tetas. ¡Eso es lo único que tienen en la cabeza! Y una no puede tener ni una amistad, porque enseguida inventan alguna historia perversa. ¡Y una se hace la boba! ¡Y una se hace la sorda! ¡Y una se hace la ciega!

Agar sabía de dónde venía aquel odio de Tía Dorita. Había nacido aquella noche en que Tín Marbán había venido con la historia de que ella y Poupett habían salido juntas del bosque de romerillos.

—Andan juntas. Llevan anillos de compromiso. Por las noches bailan apretadas y toman vino en calaveras. Poupett fuma tabaco. Y Julio el carnicero dice que hasta están casadas de verdad, por un cura negro que da misas en cuero.

—Suficiente -dice entonces el Hueso-. ¿Permitiremos eso en una playa decente?

En medio de las risas, todos bajaron el pulgar condenatorio.

—Hoy vengaremos el honor manchado -indicó el Hueso.

De modo que compraron huevos y chícharos en la bodega.

El gallego Núñez llenaba cartuchos y preguntaba estupefacto:

—¿De quién es la fiesta? ¿Para qué quieren tanto?

Sin hallar la respuesta.

Después, hicieron el tramo hasta casa de Tía Dorita repartiendo previamente posiciones. Y ya en la cuadra, Agar escuchó las teclas de su piano, y la voz quebrada de Poupett cantando «Quiéreme Mucho».

—Las dos juntas... -dijo El Hueso frotándose las manos- Una banquea y la otra apunta.

Y comenzó la descarga. Huevos y chícharos. Y todos escucharon la voz de Poupett subir de tono mientras arreciaban los disparos. «Quiéreme Mucho»; y los huevos reventando en las paredes.

Estuvieron bombardeándolas largo rato, y al final, habían cesado por falta de proyectiles.

Entonces quedó sólo la voz de Poupett. La voz desgañitada de Poupett cantando «Quiéreme Mucho», y el piano de Tía Dorita acompañándola con teclas graves.

Agar había disparado escondido en la maleza. Se hubiera muerto de vergüenza si Tía Dorita lo hubiera descubierto entre el grupo de Chicos Malos, con los bolsillos llenos de huevos y la cerbatana bajo el brazo. Pero Tía Dorita no salió. Ni siquiera después, cuando acabaron los proyectiles y comenzaron los insultos. A grito pelado los Chicos Malos vituperaron a Poupett y Tía Dorita. Esperaban que salieran y respondieran, pero sólo escuchaban el piano y veían a través de las persianas las dos sombras agigantadas por la luz de un candil. Los gritos se fueron apagando. En medio de la música los Chicos Malos cayeron sobre la acera desalentados.

—Vamos andando -ordenó El Hueso. Iniciando una retirada silenciosa por el placer de romerillos. Y así habían ido: abatidos, insatisfechos, desconcertados. Escuchando hasta el final el piano de Tía Dorita que se apagaba lentamente a medida que penetraban en el romerillo, junto con la voz ya cansada de Poupett que seguía el «Quiéreme Mucho», como si fuera un réquiem.

Así había sido. Lo recordaba ahora mientras la yegua ardía y estaban sentados en ruedo, con todo el sol pegando sobre sus cráneos repelados. El fuego languidecía.

Agar tomó la botella de aceite e hizo por incorporarse. Presentía que de un momento a otro los Chicos Malos comenzarían a jugar de golpes. En broma al principio. Duro y serio después.

—¡A la una mi mula! -gritó de repente Quico Palacios saltando sobre su cabeza.

—¡Soy primero! -gritó El Hueso antes que todos. Buscó una piedra suficientemente pequeña para que cupiera en su puño sin evidenciarse, y cruzó los brazos para desorientar: ¿Dónde la tengo?

La piedra fue pasando de manos alternativamente. El que quedara con ella al final, debía hacer de burro y permitir que lo saltaran.

«La Viola» se había jugado originalmente muy bien.

El señor Pomponio decía que en su tiempo la había jugado en las escuelas, y que hasta el seminarista se alzaba la sotana para brincar. Entonces todo no era más que saltar limpiamente sobre las espaldas de un muchacho encorvado, cantando el número de cada salto. Pero con el tiempo Los Chicos Malos la habían convertido en un juego macabro y doloroso.

—¿Saben cómo se salta la Viola en el barrio de Santa Ana?- vino diciendo aquel día Tín Marbán. Y explicó después el asunto tal y como se jugó desde entonces.

La piedra pasó por todas las manos hasta llegar a las manos de Agar. Al mirar hacia atrás, comprobó que ya no quedaba nadie. De modo que sería el burro y aguantaría los saltos, escondiendo bien la cabeza entre los hombros, porque ya El Hueso había advertido bien alto:

—¡Cabeza para el Diablo! Y si mi pie choca con tu cabeza, no tengo la culpa.

—¡A la una mi mula!- gritó El Hueso saltándolo y dándole en el trasero una recia patada.

—¡A las dos mi reloj!- gritó Quico Costillas diciendo: ¡Gong! y dejando caer un pedrusco en su espalda.

—¡A las tres mi café!- gritó Tín Marbán soltándole un buche de agua en la nuca, que le corrió por dentro hasta los calzoncillos.

—¡A las cuatro mi gato!- dijo Quico Palacios clavándole las uñas en sus omóplatos huesudos.

—¡A las cinco te hinco!- gritó el Zurdo dándole un pellizco durísimo en la espalda.

—¡A las seis pan de rey!- dijo Guineo. Y como el Pan de Rey no producía dolor, dejó caer una torta de tierra mojada en su camisa limpia.

—¡A las siete mi machete!- gritó Liborio dándole con el canto de la mano en las paletas.

Hunde la cabeza. Baja el lomo. Mete los fondillos. Acuérdate de Abuela Agata el día que pasó por el ruedo de Chicos Malos y quedó mirándolos jugar por un momento, y después dijo:

—Criaturas... ¿Por qué se odian?

—¡Si estamos jugando!- exclamaron todos.

—No, no. Se quieren destruir. ¿Alguno de ustedes sabe lo que es un pulmón? El pulmón es una cosa finísima. Como lo es el cerebro. Una telita de nada que se rompe al menor de los golpes.

Escupiste sobre la yerba. Los pulmones te dolían horriblemente y pensaste que escupirías una baba rojiza. Pero no. Saliva blanca. Pasta espesa como la baba de un caballo.

—¡A las ocho te pongo el mocho!- gritó Claudio poniéndole una rama de espinos en la espalda.

Cerraste los ojos. Pensaste que a esas horas Papá Lorenzo debía estar buscándote por la demora. Mamá Pepita quizás habría recibido la visita de Mingo, el bodeguero, y le habría apuntado al número ocho diciendo:

—Ayer tuve un sueño revelador: Tres muertos.

—¿Sí? -diría Papá Lorenzo fingiendo atención.

—Sí -diría Mamá Pepita-. Tres muertos colgando de una guásima.

—Pues juega el 888 -diría Papá Lorenzo revisando la página gráfica.

Los muchachos volvieron a volar sobre sus espaldas. Saltaron a las nueve y a las diez.

—¡A las once campana de bronce!

—¡A las doce una vieja tose!- Y esta vez Quico Costillas le tosió en la cabeza y Agar sintió la saliva del muchacho en su oreja.

—¡A las trece un enano crece!

—¡A las catorce un viejo cose!

—¡A las quince te rayo el lince!

Estaba frenético. Esperaba el último salto para iniciar una larga carrera detrás de los Chicos Malos, y agarrar fuertemente a alguno de ellos y golpearlo por cualquier parte de su cuerpo. Hasta que fuera de noche.

—¡Dieciséis, huye que te coge el buey!- gritó El Hueso saltándolo sin poner las manos en su espalda.

Corrieron.

Al pegarse al Zurdo, Agar le descargó un fuerte golpe en las orejas. Ambos rodaron por la yerba abrazados con furia. La mano del Zurdo se prendió de su garganta y Agar sintió la sangre golpeándole las sienes y los ojos fuera de las órbitas. Tenía bien sujeta la oreja del muchacho y trató sin resultados de acercar los dientes y clavarlos en el lóbulo.

—¡Dejen eso!

Era el señor Pomponio. Había venido con sus perros, seguro que a consecuencias de su mujer. Se acercó con sus dos bulldogs y los separó bruscamente.

El Zurdo y Agar se miraron con odio un momento. Resoplando, pasándose las muñecas por sus bocas llenas de saliva, mascullando improperios. Un minuto después, El Zurdo se agachó y acarició el lomo de uno de los perros. Agar fue hasta la maleza y orinó, y regresó luego al grupo.

Todo había pasado.

Siempre era así: golpearse con furia ciega y después olvidar. Golpear en el momento. Descargar en el momento. Contra cualquier rostro, cualquier cuerpo, cualquier cosa.

El señor Pomponio los miró extrañado. Paseó la vista a su alrededor y descubrió la yegua envuelta en cenizas y hojas secas.

—Hijos... -trató de decir-. Hay juegos mucho más divertidos. Menos peligrosos. «La quimbumbia», por ejemplo, es un juego muy movido.

Tomó dos palos y los bateó con fuerza.

—¿Ven?- dijo después.

Mientras pegaba al palo de «quimbumbia», Agar recordó a Papá Lorenzo comentando de Pomponio:

—¡Pomponio! -decía Papá Lorenzo-. ¡Igualito que Pomponio, el gordo de los muñequitos! La misma cara de idiota. Siempre sacando a orinar a los perritos.

—¡Deja al hombre en paz! -gritaba Mamá Pepita.

—Les he traído algo- dijo Pomponio después, sacando teatralmente una pelota del bolsillo. La dejó caer en medio del ruedo de muchachos y dijo sonriente:

—Traten de jugar en paz, ¿eh?- Y volvió las espaldas haciéndoles antes un guiño de picardía.

Los Chicos Malos lo vieron irse en silencio. Cuando estuvo lejos, alguien hizo saltar la pelota en el aire. Agar comprendió que ahora comenzaría el juego de «el quemado». Tirar la pelota con fuerza contra cualquiera.

Trató de escabullir el bulto, pero ya fue tarde.

Tiraban contra él. El Hueso no tiró contra Alex y éste no lo hizo contra Quico Costillas y aquél tampoco contra Claudio.

Tiraban contra él. Era el blanco escogido.

—Ojo por ojo- había dicho Papá Lorenzo aquel día que vino lleno de mordidas y arañazos de pino.

—Lleno de ñáñaras..., como los caballos -dijo Mamá Pepita con desaliento.

Después, lo sabía bien, pasaba el tiempo y las heridas se convertían en postillas endurecidas, y las arrancaba con curiosidad para ver correr su sangre.

—Bien -anunció El Hueso-. Tienes tres perdidas, gallo. Te vamos a fusilar ahora.

Para el fusilamiento escogieron una palma mocha cerca de La Casa de los Cristales Rotos. Se trataba ahora de abrazarse a ella y exponer su espalda al golpe de la pelota.

—¡Ahí va!

La pelota no le dio. Escuchó a Quico Costillas lamentarse de su mala puntería, y cederle el turno al Hueso.

—¡Strike! -dijo El Hueso. Y la pelota pegó esta vez sobre sus paletas y sintió que el pellejo le ardía bajo la camisa.

—No vayas a llorar, gallo -advirtió El Hueso-. Esa fue de práctica. No más.

—Afina bien -dijo Quico Costillas-. Por el callejón vienen las hijas de Núñez. ¡Lúcete, Hueso!

La pelota dio esta vez en su nuca. Las muchachas pasaron por el callejón y lo vieron abrazado a la palma. Las escuchó reír con el rostro oculto.

—¿Por qué no hablas con ellas? -decía Papá Lorenzo señalándolas a lo lejos-. Mírales el culito, muchacho. Mira cómo lo mueven. Les gusta enseñarlo. A tu edad yo me las comía a todas.

Y Papá Lorenzo contaba su vida de Don Juan en el pueblo de Candelaria, donde había tenido un catálogo de novias.

—Un día hablaste -dijo La Voz del Recuerdo-. ¿Ya no te acuerdas?

—Sí... un día fui.

—¡Claro!- dijo La Voz-. Hiciste bien. Sacaste la botella de coñac y soportaste el sabor de la vida.

¡No cualquiera aguanta un trago de coñac! ¡No cualquiera resiste que las tripas se le revuelvan! ¡No cualquiera detiene los deseos de vomitar! Pero tú aguantaste. Y el mundo te dio vueltas. Y pudiste hablar con una de ellas...

—Una, sí. Sí, es verdad. Una es la que me importa. Una y más ninguna...

Pero Papá Lorenzo te esperó esa noche con los brazos cruzados.

—¿De nuevo borracho? -dijo sin mucho escándalo. Y te golpeó en silencio, secamente, como nunca antes.

—¡Esa no es la forma! -protestó desde la cocina Mamá Pepita.

—¿Y cuál es la forma? ¡Dime! ¿Tú la sabes?

Se fue y regresó después con la corte de patriotas.

—¡Míralos bien! -dijo-. Quiero que me jures solemnemente que es la última vez en tu vida que...

Los patriotas te miraron indignados.

—¡Jura!

La pelota golpeó de nuevo sus espaldas.

Bien.

No estaba llorando. Las muchachas habían pasado y ahora estaban lejos. Sintió las gotas de sudor correr como lagartijas por sus muslos. Entonces escuchó el silbido de Papá Lorenzo. El silbido inconfundible de Papá Lorenzo desde el Callejón del Jorobado.

—¡Estoy frito! -pensó.

Trató de echar a correr.

—Ahora no puedes irte, gallo -dijo El Hueso cerrándole el paso-. Estás cumpliendo.

Los Chicos Malos ya habían hecho ruedo a su alrededor. Era ruedo para todo. Para las arañas. Para contar chistes. Para sacar sus asuntos y frotarlos locamente hasta un final que nunca llegaba. Para fumar, para jugar, para orinar, para pelear.

—Quieto, gallo- dijo El Hueso. Y Agar se sintió caer de una zancadilla.

Papá Lorenzo volvió a silbar desde el Callejón mientras Agar estaba llorando en el suelo, con una rodilla poderosa sobre su pecho y una mano dura alrededor de su cuello.

—¡Cómo llora! -dijo Quico Costillas con voz de mariquita.

—¡Déjalo, gallo... ahí viene el padre!

Agar se incorporó limpiándose rápidamente las lágrimas. Papá Lorenzo cruzó el bosque de romerillos y llegó hasta él.

—¿Quién te pegó? -quiso saber.

—Fue jugando.

—¿Quién fue?

Agar miró al Hueso sin responder. El muchacho se dobló fingiendo un dolor en las costillas.

—¡Pégale! -ordenó secamente Papá Lorenzo.

—Estábamos jugando...

—¡Pégale! -insistió Papá Lorenzo- ¡Quiero que te fajes, cabrón! ¡Pégale!

De modo que comenzaron a pegarse. Flojo al principio. Duro y en silencio después. Agar sentía la lluvia de golpes sobre su cara y contraía las mandíbulas sin chistar. Daba brazadas ciegas sobre el rostro del muchacho, y sentía que a veces sus golpes lograban hacer daño. Lloraba fríamente. Sin mover un pliegue de la cara. Al final, Papá Lorenzo se lo llevó por la nuca, después de insultar a los Chicos Malos.

—¡Anda a la cama, cabrón! -dijo Papá Lorenzo ya dentro de la casa.

En el cuarto, Agar escuchó a Mamá Pepita trastear con los cacharros de la cocina, y desde allí le llegó el olor inconfundible de los garbanzos.