A LAS SIETE MI MACHETE

Estaban tirados sobre la yerba. Fumando bajo el sol en torno a la yegua. La maleza de romerillos se abrió, y los Chicos Malos irrumpieron en el ambiente.

—¡Un tesoro! -gritó Tín Marbán-. Los gallos encontraron un tesoro.

Y todos exploraron la bestia muerta.

Estuvieron un rato saltándola, hasta que cayeron sentados en la yerba. La perra de Pacheco había venido con ellos y ladraba furiosamente al cadáver putrefacto. El Hueso la llamó y le escupió en la boca y ella se tragó la saliva del Hueso.

—A propósito, Gallo, ¿sabes quién se murió?

—No.

—Pues, uno que estaba vivo.

Risas.

Agar se sintió burlado.

—Pásame una aldaba, gallo -dijo Quico Costillas. Y después prendió el cigarro ahuecando sabiamente la mano. Agar recordó, mientras fumaba, a Mamá Pepita el día que le olió la boca.

—Este niño fuma -descubrió asombrada-. Tiene olor a Fumadero de Opio.

Recordó sucesivamente episodios anteriores. Como el día que descubrieron cigarros en su camisa y Mamá Pepita guardó la caja para enseñarla a Papá Lorenzo cuando éste volviera del trabajo.

Entonces pasó toda la tarde temblando como una hoja en su cuarto. Y deseó que esa noche alguien viniera con la noticia de que Papá Lorenzo había sufrido un accidente en el auto.

A las nueve Papá Lorenzo no había regresado aún, y pensó entonces que lo había matado con sus ruegos. En el fondo, comprendió que no quería matar a su padre.

—Dejarlo inválido, sí -pidió-. ¡Pero déjalo vivir!

En el fondo no se entendía claramente. Veía a Papá Lorenzo mirar los descascarados del techo y escribir nombres con el dedo sobre el aire, y creía quererlo.

—A mí me criaron a puro palo -dijo Papá Lorenzo aquella vez, mirando alelado las paredes-. Mi padre me iba a buscar a los terrenos de pelota y allí me perseguía por todas las bases con una faja doblada.

—¡Hay que trabajar! -iba diciendo.

Papá Lorenzo sonrió ligeramente y continuó:

—Yo hubiera dado un buen jugador de Grandes Ligas. Si no hubiera sido por el hambre que pasé, ¡sabe Dios donde estuviera ahora! Una vez Tom Casey me vio jugando y le gusté.

—¡Lástima de muchacho! -dijo Tom Casey-. Con veinte libras más lo contrataba para el Cincinatti.

· Papá Lorenzo asintió sus palabras con vehemencia y dijo después:

—¡Jé! ... Yo daba un buen center field.

Así era. Lo quería a veces.

Sin embargo, la noche de los cigarros, llegó por fin, a las once. Sano y salvo.

—¿Estas son las marcas que fumas, vicioso? -quiso saber Papá Lorenzo.

—No -dijo él. Se arrepentía ahora de haber sido débil. Comprendía que el Destino Imaginario había castigado su indecisión.

—Muerto o vivo -había insinuado el Destino-. Pero término medio, no.

—¡Abre la boca! -ordenó Papá Lorenzo levantando el paquete de cigarrillos frente a su cara-. ¡Abrela! ¡Abrela! ¡Abrela!

—¡Ya empiezas con la salvajada! -chilló desde el sofá Mamá Pepita.

Siempre era así.

Siempre amenazando con delatarlo y después, arrepentida y angustiada en el sofá.

—Es este barrio -murmuró desde allí-... es este país, esta vida.

Papá Lorenzo le apretó las quijadas y él abrió la boca finalmente.

Los cigarros entraron hasta la garganta.

—¡Trágatelos! -gritó Papá Lorenzo-. ¡Trágatelos, vicioso! Eres la Estampa de la Herejía-

Estaba atorado.

Mamá Pepita lo llevó entre hipos a la taza del inodoro y él vomitó un jugo amarillo y picadura. Mientras se apoyaba en la pared recordó los sucesos de «la sal». También entonces Mamá Pepita le había ido con la cantinela de los vicios.

—Este niño come mucha sal -dijo Mamá Pepita.

—Deja que reviente -recomendó Papá Lorenzo revisando la página gráfica.

—¿No sabes que la sal agua la sangre? -reprochó Mamá Pepita-. Te vas a poner amarillo.

Papá Lorenzo hojeó el diario con ojos ausentes. Parecía muy cansado.

—¿A ti no te importa, verdad? -le espetó de pronto Pepita.- El muchacho se pasa la vida comiendo sal y a ti no te importa que reviente.

—¿Qué quieres que haga? -gritó Papá Lorenzo dando un respingo-. ¿Que lo mate?

Y con la misma saltó de su asiento y buscó a Agar con la mirada.

—¡Así que el niño se come la sal! -dijo después, como repitiendo un papel aprendido de memoria.

—Tiene vicio -aseguró, más conforme, Mamá Pepita.

—¿Vicio? Yo conozco una forma de quitar el vicio.

De modo que Papá Lorenzo fue a la despensa y regresó después con el puño lleno de sal.

—¡Toma sal! -gritó-. Para que te mueras del gusto.

Y echó el puñado de sal en la boca de Agar.

—¡Animal! -gritó entonces Mamá Pepita. Corrió hacia Agar y le dio palmadas de ayuda en las espaldas.

Y Agar seguía sin entender. Había sucedido igual cuando el suceso del inodoro. Allí también Mamá Pepita había sido dos: La Bruja, y el Hada de Pinocho.

—Pinocho no hala la cadena del inodoro -dijo.

Papá Lorenzo Strómboli saltó de nuevo hastiado de los gritos.

—¿Por qué no halas la cadena, cabeza de aserrín?

—No sé... -trató de explicar Agar- A veces se me olvida... ¡que sé yo!

—Con el apurillo de ir a mataperrear, ¿eh? Y ahora te ibas sin halarla, ¿eh?

Y le tiró de las orejas.

—¡Ven acá! -dijo Papá Lorenzo. Y Agar recordó las voces de los Chicos Malos jugando con su nombre:

«¡Ven acá Agar! ¡Ven acá Gar! ¡Ven a Cagar!»

Papá Lorenzo lo condujo a empellones hasta el inodoro. Agar pataleó con furia frente a la taza. Papá Lorenzo dijo:

—Este día no se te olvidará nunca jamás.

· le ordenó después que metiera la mano en el fondo amarillo.

—¡Arriba! -ordenó Papá Lorenzo.

¿Cuándo aprenderás a halar la cadena del inodoro? ¿Cuándo aprenderás a no fumar? ¿Cuándo aprenderás a no decir cochinadas? ¿Cuándo aprenderás a respetar a tu madre? ¿A lavarte las manos, los dientes, a no decir mentiras?

Lo odiaba. Le hubiera clavado una estaca de madera. Bien adentro. Y lo otro sería fácil. Huir, huir, y volver a los treinta años, cuando el crimen se hubiera olvidado.

—Ey, gallos... ¿quién de aquí no ha soñado con perderse y volver a aparecer como un gran personaje muchos años después? -había dicho Tín Marbán una vez.

—Aunque yo para eso tengo una fórmula -dijo después-. Cambiar de pelado. El que cambia de pelado cambia de vida. La gente se olvida hasta de tu nombre. Eres alguien sin pasado.

Mamá Pepita rezongó desde el sofá sin causa precisa. Papá Lorenzo veía en la televisión un programa de payasos.

Estaba solo en el baño y al mirarse en el espejo admitió que era un niño feo.

Se odió. Odió su cuerpo y su cara. Y se odió por dentro.

—Debes morir -pensó. Y tomó una cuchilla de afeitar. «Y todo será tan fácil como pasar esta cuchilla sobre estas venas».

De modo que pasó la cuchilla suavemente, presionando después hasta hacerse un corte algo más abajo que la muñeca. Así quedó. Viendo su sangre descender lentamente por el brazo. Pero inmediatamente imaginó que la sangre era la lava de volcán y los vellos del brazo una legión de Hombres-Pelo espantados.

—¡NOS HUNDIMOS! -gritaron los Hombres-Pelo.

La sangre llegó al codo. Los Hombres-Pelo estaban hundidos. Los payasos rieron desde el televisor.

—Cambia de canal, viejo -dijo la voz indiferente de Mamá Pepita-. Pon a Gaspar Pumariega. A lo mejor hoy sortean batidoras Phillips.

—Ese gordo miserable me da asco -dijo Papá Lorenzo-. Es el clásico explotador de mentalidades de mono. Como la tuya.

Agar se limpió la cortada con papel sanitario. Volvió los ojos al espejo y se lanzó una mueca terrible. Fue, finalmente, hacía un rincón de su cuarto, y allí se echó.

Cerró los ojos.

Desde la sala rieron los payasos. Pero no los oyó. Manejaba ahora un avión cargado de bombas atómicas, que dejaría caer después sobre la ciudad de La Habana.